6

Las traineras se deslizaban por la ría del Nervión/Ibaizábal, impulsadas por el titánico esfuerzo de hombres que, en camisetas de tirantes, eran guiados por las indicaciones de los patronos a voz en grito. Las ondas que formaban los remos en sintonía formaban bellos círculos concéntricos que morían al paso de la siguiente embarcación.

Noe miró el reloj de pulsera. Quedaban cinco minutos para las 17.00 y ella ya estaba situada en el lugar indicado. Apoyada en la valla de hierro del viejo puente levadizo de Deusto, con la Torre Iberdrola a su derecha —aún no inaugurada con sus 165 metros de altura, el helipuerto y cuarenta y un pisos—, miraba unas aguas que por fin eran limpias, muy distintas de las que hace años parecían, con la marea baja, un hediondo charco de arcilla. Para mayor asombro de propios y extraños, la mejora de Bilbao había sido increíble. Todo había empezado por una depuración total de la ría y la construcción, a la par, de un inmenso paseo que iba desde El Arenal hasta el puente de Deusto, con las Torres Isozaki como dos impactos visuales. Era allí donde familias enteras se entremezclaban con patinadores, ciclistas aficionados, jóvenes haciendo footing o paseando a sus perros, y visitantes que llegaban a Bilbao para visitar el museo Guggenheim. En ese paseo que bordeaba la ría en su margen izquierda había un enorme parque de columpios y atracciones de cuerdas, y siempre que el tiempo acompañaba lo invadían decenas de niños que no dejaban de saltar, correr y hacer oposiciones a equilibristas, todo ello mientras sus padres los observaban sentados en los bancos de madera o en la terraza de las cafeterías. Cerca estaba el glamuroso Guggenheim, abordado por turistas y curiosos que no dejaban de sacar fotos a su original estructura, desde las dos orillas de la ría, y también a las figuras que decoraban sus alrededores. Era de reseñar también el puente de Calatrava, que se alzaba imponente sobre la ría y unía el paseo de Abandoibarra con el Campo de Volantín, calle que llegaba hasta el edificio decimonónico del Ayuntamiento. Y la mejora no solo se podía apreciar en aquel lugar. La remozada Gran Vía, con anchas zonas peatonales y árboles bien cuidados, era digna de admiración, por no hablar de la plaza de Moyua —conocida popularmente como Elíptica— y sus llamativos jardines con flores de distintos colores y césped bien recortado, junto a una fuente que no dejaba de llorar y que cientos de cámaras fotográficas inmortalizaban a lo largo del día.

Un repentino improperio hizo volverse a Noe hacia la carretera, donde un coche de color naranja tuneado, con música discotequera a todo volumen, acababa de hacer un arrogante y peligroso zigzag entre un Mondeo gris y un Volvo azul. El ocupante de este último vehículo asomó la cabeza por la ventanilla, insultando a aquellos niñatos que se creían los amos del asfalto. A cambio recibió un gesto despectivo con el dedo medio y una aceleración brusca de aquella nave con ruedas, acompañada de un rugido descomunal que surgió del doble tubo de escape.

Noe volvió a mirar la hora en su reloj de pulsera. Un minuto. Los latidos de su corazón iban más rápidos que el segundero. Cerró los ojos e intentó relajarse con los sonidos que la rodeaban. Sabía que eso la calmaría, o al menos, así debería ser.

Un llanto. El niño rompió de pronto en lágrimas porque el cordel que llevaba atado en el dedo pulgar se había soltado. El enorme globo de helio, con la figura de Bob Esponja, ascendía por los cielos en busca del cementerio de los globos perdidos. Por detrás, la voz paciente de la madre que intentaba calmarlo con la mentira piadosa de que le compraría otro.

Escuchó el insistente timbre de una bicicleta quejándose de la cercanía de un coche. La pareja que pasó a su lado manteniendo una tensa charla sobre su hipoteca. Jóvenes que hacían entrechocar las botellas de ginebra y ron que llevaban en las bolsas de supermercado. El estallido de un globo de chicle. La melodía horrorosa de la guitarra de un joven con rastas, apostado en una esquina del puente y tirado en la acera en compañía de un perro agotado. Voces, carcajadas, bocinas, pasos, chasquidos, un avión en las alturas…

De pronto sintió que algo la rozaba. Una tela o quizás una mano. El olor sustituyó a los sonidos. Olía a sudor, al aliento fuerte propio de los problemas gástricos… No abrió los ojos. Sabía que era él, su contacto, la gabardina. Llegaba un minuto tarde y estaba tocándole la mano izquierda. La apartó de allí, la metió en su bolso y sacó un papel doblado. Sintió cómo prácticamente se lo arrancaban de los dedos… Unos pasos se alejaron y con ellos, aquel olor que provocaba náuseas. Fue en ese momento cuando Noe abrió los ojos, al sentir que aquel enigmático personaje se había distanciado lo suficiente. No se equivocaba. Le daba la espalda unos veinte metros más allá. Pero de improviso se detuvo. Se volvió y la miró con severidad. En su mano, el folio arrugado con la respuesta de Noe. El hombre de la gabardina sacó un móvil del bolsillo e hizo una llamada. Parecía angustiado, aunque quizás solo estaba sorprendido por lo que acababa de leer.

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Detengan al ladrón! —gritó una recia voz masculina.

Noe apartó la vista de su contacto y giró la cabeza hacia la izquierda. Un joven, que apartaba a empujones a los paseantes, llegaba corriendo perseguido por dos hombres. Por su cabeza rapada y rasgos eslavos, parecía un inmigrante de la Europa del Este. Llevaba en la mano un bolso de mujer. Al pasar junto a Noe, la golpeó con el hombro e hizo que perdiera el equilibrio. Uno de los perseguidores saltó sobre ella en un ágil intento de esquivarla, y lo logró por apenas centímetros.

Noe, tumbada de espaldas sobre la acera, se incorporó sobre los codos. El perseguido había capturado un rehén y le sujetaba a modo de escudo con una navaja abierta en el cuello. Los dos perseguidores le pedían calma con las manos extendidas, mientras buscaban en el costado las pistolas que escondían bajo las americanas. El joven delincuente había dejado el bolso en el suelo. Arrastraba precisamente al hombre de la gabardina y se apoyaba en la barandilla del puente. Un brazo rodeaba el torso del insólito mensajero y el otro se movía para que la hoja de la navaja creara un hilillo rojo en su garganta.

—¡Suéltalo! ¡No compliques más las cosas! —voceó uno de los agentes que iba de paisano, sin dejar de apuntarlo con su arma de fuego reglamentaria.

Noe se había incorporado y, hecha un manojo de nervios, observaba atónita la escena. Al contrario que los demás testigos, no reculó en previsión de una bala perdida. Los ojos del hombre de la gabardina estaban muy abiertos y fijos en ella, como si la agresión no fuera lo realmente importante.

Entonces ocurrió todo. El agente que había hablado dio un paso más y el ladrón perdió los nervios. Una profunda sonrisa roja se abrió en el cuello del rehén, que se desplomó en silencio mientras el joven intentaba saltar la valla del puente sobre la ría. Se oyó una detonación. Al principio no supieron si la bala había alcanzado al agresor, ya que este había desaparecido tras la valla en un abrir y cerrar de ojos. Apenas escucharon el choque de un cuerpo contra el agua, unos quince metros más abajo, y entonces empezaron los gritos histéricos y un denso murmullo entre quienes habían presenciado tan violento suceso que parecía sacado de un filme. Una mujer se desmayó y un bebé rompió a llorar en brazos de su padre. Los dos agentes se asomaron a la barandilla y acto seguido salieron corriendo tras la estela del delincuente, ría abajo al aprovechar la bajamar. Ni siquiera se detuvieron para atender a la víctima. Era algo impropio de unos agentes cualificados, pero sin duda buscaban una mención de honor en su departamento.

Así las cosas, Noe fue la única persona que no parecía paralizada entre los espectadores de aquella tragedia. Fue ella la que se acercó al hombre y se arrodilló ante él. No tuvo reparos en emplear sus manos para taponar la herida, pero la sangre, que salía a borbotones, se le escurría entre los dedos. Era demasiado tarde. El de la gabardina intentó hablar, aunque el sonido era solo un gorjeo, gárgaras de líquido escarlata que lo asfixiaban. Sus ojos se fueron apagando, pero aún reunió fuerzas para untarse los dedos de la diestra en la pechera de la gabardina y escribir algo sobre una mejilla de Noe.

Ella lo miraba fijamente cuando exhaló el último aliento. No sabía si era felicidad o tristeza lo que sentía. Ese varón ya no incomodaría más a sus padres, haciéndose pasar por otra persona. Con su muerte debería haberse acabado aquella especie de broma macabra. Pero ¿se trataba en realidad de un simple intermediario?

De pronto lo recordó. El teléfono móvil. Eso era. Acababa de hacer una llamada.

Lo encontró tirado junto al cadáver. Cuando lo cogió y escondió en el bolso, una brisa repentina que parecía llegar para llevarse las impurezas de la pólvora y el olor a óxido de la sangre levantó en el aire la nota que aprisionaba:

No puedo tomar esa decisión.

Solo la mano de Dios debería señalar la muerte de una persona.

Noe se levantó y miró las manos, empapadas de sangre. El mundo parecía haberse detenido. Los sonidos le llegaban desde muy lejos. La gente había salido de su sopor cotidiano y ahora la rodeaban, en un tardío esfuerzo por auxiliar a la víctima.

Consiguió salir del corro. Nadie se lo impidió. Un héroe fortuito comenzó a practicar un masaje cardiovascular a la víctima. ¿Qué pretendía? ¿Su momento de gloria en la portada de un periódico o en un informativo? ¿Por qué no había sido tan valiente solo unos minutos antes?

Al otro lado del concurrido puente que comunicaba Abandoibarra con Deusto, un videoaficionado estaba grabándolo todo y ahora enfocaba a Noe, con las manos llenas de sangre y algo escrito en la mejilla izquierda. Se olvidó de ella cuando llegaron las ambulancias y los coches patrulla de municipales y ertzainas con sus luces y sirenas.