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Había llamado a la concejala de Cultura del Ayuntamiento de Etxebarri para excusarse por no asistir al cursillo de pintura del viernes. Le dijo que estaba indispuesta, pero la edil, con su habitual parquedad en palabras, la reprendió por su mala memoria y le comunicó que aquel viernes se había suspendido la clase porque el espacio había sido ocupado por un desfile organizado por los comerciantes locales.
El reloj marcaba las once. Noe tenía los codos clavados en la mesa y las manos sobre la cara, y observaba la botella de whisky que había comprado apenas dos horas antes en el supermercado de la esquina. Aún estaba cerrada. Junto a ella se encontraba el papel que acababa de cambiar su vida.
La mano le temblaba cuando la posó sobre el cuello de la botella. Por un momento le pareció escuchar de nuevo las voces de sus compañeros de terapia…
El primero en hablar fue aquel joven de veinticuatro años con rostro de cincuentón. Se llamaba Simón Reverte, y con el pelo rubio cayendo sobre sus ojos y estos clavados en el suelo, relató con determinación su drama personal.
—Soy alcohólico. Nunca, hasta ahora mismo, he querido reconocerlo, pero ante vosotros el valor que me abandonó regresa para alejar los miedos y prejuicios. Gracias por arroparme con vuestra presencia y por no juzgarme. —Se tomó unos segundos de pausa, calibrando sin duda las palabras necesarias para que el resto de los presentes en la sala reflexionara sobre ellas—. Con catorce años tomé mi primer trago. Me lo ofreció mi padre cuando estábamos sentados en el sofá, mirando una fotografía en la que mi madre tenía en brazos a mi hermanita de seis meses… —Tragó saliva con mucha dificultad—. Dos días antes las habíamos enterrado a las dos en el cementerio de San Miguel: un borracho las mató al saltarse un paso de cebra… La fotografía del suceso salió en todos los periódicos… Informaron de un cochecito de bebé volcado en el asfalto, con la capota azul salpicada de rojo y dos cuerpos tapados por sábanas…
Para entonces, los ojos de Simón ya estaban vidriosos y le temblaba la voz. Se aclaró la garganta hasta tres veces antes de proseguir:
—Beber ha sido mi terapia hasta el día de hoy… Han pasado diez años de aquello y mi padre ya no está conmigo. —Adoptó una expresión de cansada resignación—. Un tumor se comió su hígado, y gracias al doctor Bellas y su apoyo, espero superar esta enfermedad porque quiero formar una familia… Creo que tengo derecho a ello.
El hombre que se sentaba a la derecha de Simón, vestido de cuero como un motero de los Ángeles del Infierno, con un pañuelo rojo en la cabeza y tupida barba encrespada, se presentó como Thor, pero el doctor Bellas, que paseaba sin descanso por detrás del círculo de sillas, posó su mano sobre su hombro y le invitó a confesar que en realidad su nombre y primer apellido eran Tobías Reyes. Comenzó a hablar, fijando la mirada en un punto inconcreto de la pared del fondo:
—Mi hijo se llama Joel. Hace cinco años aprovechamos un domingo de mayo con un calor de muerte para visitar el pantano. Lo que no sabía es que era una jugarreta de mi mujer que me había preparado una fiesta sorpresa de cumpleaños con mis familiares, amigos y compañeros de trabajo. Debo aclarar que por entonces yo era analista informático, y además de los buenos. Preparamos una barbacoa de narices y nos pusimos las botas, además de acabar con un par de cajas de cerveza… —Frunció el ceño. Mientras hablaba se rascaba la barbilla, hundiendo sus dedos en la espesa barba—. El sitio era seguro. Desde donde estábamos podíamos ver la cervecería que teníamos enfrente y el parque de arena donde estaban los columpios. Después de comer llegó el momento de soplar las treinta y dos velas de una tarta de San Marcos. Todos alrededor de la mesa de madera, la puñetera cancioncita de cumpleaños y demás, y de pronto noté que faltaba Joel. Nadie se había dado cuenta, claro, éramos tantos… —Thor carraspeó—. Lo encontramos diez minutos después. Se había resbalado por la pendiente y desnucado contra las piedras de la orilla… —Expulsó el aire que tenía retenido en los carrillos y dejó escapar un largo suspiro.
»Meses después me separé de Melisa y me eché a la carretera con una Harley… Cada noche en tugurios diferentes, donde me metía en peleas y bebía todo lo que podía y un poco más. Levantaba tanto vidrio que cuando amanecía me descubría tirado en un monte hablando con Joel de mil y una cosas entre un padre y su hijo de diez años. Puede que el alcohol me consumiera, pero eso sí, lograba que Joel estuviera a mi lado todos los días… —Quiso sonreír, pero sus labios esbozaron una mueca y se concedió una pausa para tomar aliento—. Hasta que hace tres semanas me habló como una persona adulta y me hizo prometer que dejaría de beber. Desde entonces, lo juro por la memoria de mi hijo, no he probado gota aunque la tentación es fuerte y por eso… —parecía que no acababa de encontrar las palabras adecuadas—, por eso estoy aquí. He perdido a mi hijo para siempre, pero debo cumplir lo que le prometí y necesito ayuda.
Después llegó el turno de la mujer de manos inquietas y cuerpo enflaquecido.
—Me llamo Emma Galdós. Lo que me arrastró al alcohol fue un hecho relacionado con el trabajo. Soy… Bueno, en realidad fui conductora del tranvía de Bilbao y desde el primer día siempre me dio miedo ser yo quien se llevara por delante a algún desaprensivo que se tirara a las vías. En cada parada iba pendiente de los que cruzaban las vías o se asomaban demasiado; de los críos que jugaban a empujarse; de los trajeados con maletín que hablaban por el móvil; de las madres que empujaban el carrito de bebé; de los ancianos que no iban acompañados… Los veía a todos como víctimas potenciales y aquello me ponía los nervios de punta, así que cuando llegaba a casa, hecha polvo, buscaba la calma en un par de copas de vino… Con el tiempo, los convertí en cubatas y así dupliqué la cantidad de alcohol. —La mujer hablaba con una voz preñada de resentimiento. Guardó silencio unos segundos para ordenar sus ideas.
»Hace un par de meses, estaba esperando mi turno con un fuerte ardor de estómago, y ocurrió una desgracia. El coche que debía coger se retrasaba y al rato nos enteramos de que una niña de cinco años se había soltado de la mano de su madre y se había caído a las vías… Era mi ahijada y sobrina. Mi compañero frenó a tiempo y no pasó nada, pero yo había bebido bastante y si aquel hubiera sido mi turno, yo… —vaciló apenas un instante—, yo la habría atropellado y ahora…
No pudo contenerse, así que el doctor Bellas, siempre previsor, le acercó un paquete de kleenex. Todos guardaron un respetuoso silencio, contagiados por la desesperación de la mujer que, sacando fuerzas de flaqueza, apostillaba entre sollozos:
—Me he despedido y llevo desde entonces sin poder parar de beber. Pero tengo que frenar. He de conseguirlo. Mi hermana y mi ahijada necesitan verme bien; necesitan que esté serena… Por ellas estoy aquí.
El hombre enorme que había a su derecha, casi pegado a ella —un gigantón que debía rondar los 120 kilos—, le tomó la mano. Su tez era oscura y tenía unas facciones y un corte de pelo a cepillo que invitaban a pensar en un militar, un guardaespaldas o tal vez un matón para ajustes de cuentas. Cuando la vio tranquila, soltó su mano, cogió el vaso de agua que había bajo la silla y bebió con calma antes de empezar a hablar. Se llamaba Aldo Yáñez, su acento pizpireto y embaucador le delataba como nativo de las islas Afortunadas, quizá Gran Canaria o, más factiblemente, Tenerife, y había sido funcionario de prisiones.
—Hace dos años me destinaron a la cárcel de Basauri. Ejercí mi labor sin sobresaltos hasta que conocí a un preso al que habían acusado de extorsionar y amenazar de muerte a un empresario corrupto. El tipo se llamaba Bony y tenía un hijo de ocho años que acudía, junto a su madre, todos los sábados a la sala especial de visitas. Está mejor acondicionada para que los niños no tengan que ver la realidad que rodea a sus familiares. El crío se metía a todo el mundo en el bolsillo con sus ganas de jugar y las preguntas que siempre hacía. A mí comenzó a llamarme «tío Toby»… —dijo con una breve sonrisa—. Por lo visto, es un personaje que se convierte en un ser superpoderoso en unos dibujos que no sé si son los Gormiti, Bakugan o algo parecido… Bueno, da igual. El caso es que el niño, Iván, se encariñó conmigo, y yo, claro, con él.
»Un día, Bony me pidió un favor. Llegaba la Navidad y quería hacerle un regalo. Aquel preso era totalmente inocente, de eso no me cabía la menor duda, y solo necesitaba un intermediario para hacer de Rey Mago, así que sin pensarlo acepté la propuesta. Quiso darme el poco dinero que ganaba como bibliotecario dentro de la prisión, pero me negué. Le compré al chaval un coche de carreras teledirigido y la equipación completa del Athletic, con el dorsal 9 en la espalda y su nombre, que es lo que Iván había pedido en la carta a los Reyes Magos que había hecho llegar a su padre. Lo pagué todo con la extra de Navidad y además, incluí aparte una cantidad en un sobre cerrado, para que su madre pudiera comprarle ropa y libros infantiles.
El chicharrero detuvo su relato y ocultó su rostro con las manos. Fue entonces cuando disparó con rabia las restantes palabras.
—El 6 de enero fui a su casa. La madre me había invitado a comer, para al menos compartir un rato agradable ante la falta de la figura paterna. Sin embargo, en cuanto llegué a su puerta y la vi entreabierta, aquello se transformó en una pesadilla. —Inspiró hondo para tranquilizarse ante el recuerdo—. Sin pensarlo, entré y vi que el árbol de Navidad estaba tirado en el suelo, había un montón de figuritas desparramadas por todas partes. Una de las bolas de adorno se había quedado encajada en el hueco del sofá y vi que estaba manchada de sangre. De allí partía por el pasillo, hasta la puerta del fondo, un reguero rojo que acababa en el aseo. Allí me encontré a Lucinda, la madre… —Su rostro se contrajo al rememorar la escena—. Habían arrancado la cadena del inodoro y la habían estrangulado con ella, además de provocarle una incisión profunda en el estómago con un cuchillo de cocina que estaba tirado en la alfombrilla al pie del retrete. Comprobé el pulso, pero fue en vano. Entonces me acordé de Iván… A él lo encontré en su cama, sobre una colcha de Winnie the Pooh, vestido con la equipación del club de sus amores y un disparo a bocajarro a la altura del corazón. En la pared habían escrito con sangre el nombre de su padre. —Soltó un resoplido, ahora parecía un toro bravo a punto de embestir—. Yo conocía su historia y podía intuir quién era el responsable, pero no tenía pruebas y además por lo visto tenía amigos importantes, le amparaba la Ley… Días después, Bony se ahorcó en su celda.
La crudísima historia había sumergido la estancia en un agobiante silencio.
—¿Algo más? —Quiso saber el doctor Bellas, animándolo a concluir su truculento relato.
Segundos más tarde, Aldo, haciendo un esfuerzo evidente por contener las lágrimas, decidió cerrar brevemente su turno y pasar el testigo.
—Entonces el alcohol entró en mi vida y por ello estoy aquí… Venga, ojos dulces, te toca.
Se dirigía a una mujerona de pelo cortado a lo chico, rubio como el de una amazona nórdica, de ojos azules, con un ajustado suéter a juego y pantalones de cuero que reafirmaban su explosiva sensualidad y sus curvas. Viéndola como el complemento sexual ideal para cualquier macho ibérico, con aquellos senos imposibles de abarcar con una mano, nadie esperaba que de sus firmes palabras surgiera la narración siguiente:
—Silvia Ramos. Madre a los veintiuno. Un accidente. Con veinticinco conocí a la mujer de la que me enamoré, una doctora que no dio importancia a mi situación. Al contrario, se convirtió en una auténtica madre para mi hija Yanise, una amiga comprensiva que me escuchaba… y una amante excepcional. —Todos la miraron con sorpresa; los hombres, porque sus creaciones mentales, donde acariciaban a aquella belleza, se derruían cual castillo de naipes—. Mantuvimos una relación de siete años hasta que Yanise enfermó y sufrimos una crisis: mi hija murió de leucemia y yo culpé a la mujer que amaba por no salvarla, y a partir de ahí, me refugié en la bebida… —confesó con un desasosiego mal disimulado y los gruesos labios apretados en una apenada mueca—. Y aquí estoy —dijo mirando al doctor, que le sonrió profesionalmente, en una muestra de comprensión.
—Manuel Gil. Tragaperras, bingos, juegos de azar, asiduo a clubs nocturnos, drogas, fiestas y sobre todo alcohol, demasiado… Mucho era poco —se presentó el siguiente alcohólico. De voz algo aflautada, sus ojos grises conservaban una perenne expresión de tristeza. Tenía la cara demacrada y le faltaban muchos kilos para poder rellenar dignamente el buzo verde de jardinero que llevaba puesto—. Dios se alió conmigo concediéndome seiscientos mil euros en la Bonoloto, y Satanás, obviamente, me enseñó el camino para fundirlos. Fue tal la adicción que no me importó que mi mujer, harta de mis excesos, me abandonara y se llevara conmigo a nuestro hijo a casa de sus padres. Luego mi fortuna derivó en deudas, contraídas con personas muy peligrosas… —Torció el gesto para concederse una pausa y su mirada se ensombreció aún más—. Meses después la casa de mis suegros ardió. Encontraron tres cuerpos calcinados. Mi hijo no estaba entre ellos. Lo hicieron desaparecer porque así compensaban mis deudas. Nunca podría denunciarlos, y mi hijo crecería entre balas y sangre hasta convertirse en un sicario de esos mafiosos hijos de mala madre. Aún continué bebiendo un año más, hasta que el doctor me propuso esta terapia y gracias a él encontré un buen puesto de trabajo.
Fue entonces cuando le tocó el turno a ella. El doctor Saúl Bellas, psiquiatra y psicoterapeuta de terapias agresivas, era un hombre fibroso a pesar de que rondaba los sesenta. Según opinaban muchas mujeres, era muy atractivo gracias a sus ojos verdes, las canas y una piel retocada con cremas. Su voz era melosa e irresistible. En realidad, llegaba en susurros.
—Ánimo, Noelia. Cuéntanos tu historia.
Todo sucedía en aquella clínica donde Yago, con la aquiescencia de sus padres, la había internado por un plazo mínimo de dos semanas. El Observatorio, lo llamaban, y desde luego no era un centro de desintoxicación al uso. De entrada, esa obligación de dar nombre y apellido —«No podéis renunciar a vosotros mismos», decía Bellas— les impedía ampararse tras el escudo del anonimato. Y no era la única rareza. Noe miró al doctor. Sus pupilas hablaban por él y ella se sentía empequeñecer cada vez más ante el magnetismo que desprendía aquel curandero de cerebros. Sabía que de los siete que había sentados en círculo en la sala de terapias, ella era la única alojada allí a tiempo completo. Manuel Gil era el jardinero de la institución, pero todos los días, a las siete en punto, una vez cumplido su horario de trabajo, se marchaba a casa. El resto solo acudían los martes y los jueves, tal y como estipulaban los talonarios que repartió el doctor una vez aceptados sus pacientes al módico precio de noventa euros cada cita. Los que se quedaban internos como ella lo hacían porque tenían una posición económica acomodada, o bien porque necesitaban una habitación de paredes acolchadas donde hablar con los agobiantes fantasmas de su mente.
—Libérate… —El doctor hizo aparecer en su mano diestra una botella de whisky, medio llena con aquel líquido ardiente y tan apetecible—. Ya sabes… Si prefieres beber, solo debes pedírmelo.
Aquel día no fue capaz siquiera de un triste monosílabo. Solo lloró.
Noe emergió de nuevo a la realidad y soltó, como si quemara, el cuello de la botella de JB. Plantearse siquiera que el alcohol podría ser una buena solución para su miedo la había hecho regresar al pasado, y sin duda no había sido lo más correcto. Debía mantenerse fuerte. Quería beber, pero no podía consentirse ese deseo. No otra vez… Nada de recaídas. Levantó la botella como si pesara una tonelada y la posó en uno de los estantes del mueble trasero, en un hueco entre libros de contabilidad. Sacó el pañuelo que llevaba en el bolsillo, lo desdobló y cubrió con él toda la botella antes de ocultarla tras uno de los gruesos tomos.
Se volvió a dejar caer en el asiento. En media hora llegaría la medianoche y los primeros segundos del sábado. Había decidido pernoctar en la gestoría; necesitaba soledad y pensar. Encontrar las mil pequeñas pistas que pudieran arrojar un poco de luz sobre el escrito. Valoró la posibilidad de llamar a un restaurante chino próximo y cenar arroz frito con gambas, pero al final desistió y se conformó con las barritas energéticas que llevaba siempre consigo en el bolso. No sabía si su estómago soportaría un atracón de arroz, y menos ahora, con los nervios hurgando en sus entrañas.
Era consciente de que lo que estaba a punto de hacer era una estupidez, y más cuando toda la información de la carta roja colocaba en una diana a sus familiares. Pero, a pesar de todo, necesitaba oír sus voces y saber que estaban bien.
Llamó desde el teléfono fijo de su despacho, tras buscar en una libreta vieja y arrugada que yacía en el fondo del último cajón de la mesa. El número correspondía a la mansión de sus padres. Hacía tiempo que había borrado el número del móvil, como medida persuasiva en su intención de olvidarlos para siempre. Con su hija Vanesa no podía contactar por una maldita decisión judicial, a todas luces inhumana.
—¿Quién es? —contestó una voz de persona mayor, cansada y con ese tono asmático que provoca una enfermedad respiratoria.
—Buenas noches, Pablo. —Llevaba años sin llamarle «papá», tampoco llamaba «mamá» a su madre; la brecha entre ellos era demasiado grande—. Solo quería saber cómo está Ana.
—Tu llamada es un insulto para nosotros.
—Olvida por un momento nuestras diferencias. Si no quieres hablar conmigo, pásame con ella. Quizá pueda decirme cómo está Vanesa, ya que yo no…
—Tu madre no quiere saber de ti —replicó aquella voz cascada en tono desabrido.
—Mientes y lo sabes. Siempre la has manejado a tu antojo y ese es su gran problema; no es una mujer libre que pueda tomar sus propias decisiones.
—No te permito que invadas nuestra tranquilidad. No vuelvas a llamar. ¡Nunca más! —bramó el anciano, y su voz hizo que Noe sintiera punzadas de angustia que ya creía superadas—. Y no nos preguntes por la niña… No la mereces.
—¡Espera! ¡Espera! —Noelia sabía que aún seguía al otro lado, agazapado como una víbora—. Solo quiero que me digas si ha sucedido algo extraño. Cualquier cosa que os haya llamado la atención.
Al otro lado de la línea solo era audible el suave siseo de la insuficiencia respiratoria, con su sonido susurrante. Así las cosas, era consciente de que Pablo no aguantaría mucho tiempo sin conectarse a la bombona de oxígeno.
—Es absurdo que me preguntes eso cuando desde hace cuatro años no quieres saber nada de nosotros. ¿Qué puede haber más extraño que una llamada tuya? —Su padre se tomó una pausa para toser—. Ahora lo entiendo: te has enterado de que tenemos un comprador para la casa y estás oliendo la posibilidad de recibir parte del dinero de la venta.
Noelia no salía de su asombro.
—¿Cómo…? —exclamó, indignada—. Pero ¿qué dices? Ni por asomo se me ocurriría.
—Hemos comprado un chalet en Plentzia. A tu madre le vendrá bien el agua del mar para evitar la trombosis. Y el aire también será beneficioso para mis pulmones.
—Me alegro. —Esta vez le salió del corazón. Todavía guardaba sentimientos hacia ellos, pero muy profundos—. No quiero vuestro dinero.
Hubo un breve pero tenso silencio.
—¿Cómo conociste a ese hombre? —Quiso saber él.
—No te entiendo.
—Nos ha hablado mucho de ti, de vuestra relación laboral y de lo tenaz que eres cuando te propones algo.
—¿De quién hablas? ¿Te ha dado un nombre? —Noe notó que un cosquilleo le recorría la columna.
—Una tarjeta, a ver si la encuentro… —Se oyó caer un libro—. Aquí está. Ángel Márquez Gómez.
Y entonces lo supo. Sintió con angustioso apremio como aquella terrible posibilidad se abría paso en su mente. Se oyó otra voz, esta más lejana: «¡Es mi niña, déjame hablar con ella!». Noe reconoció a su madre, pero sabía que tenía que colgar. ¿El desconocido había estado allí?, ¿haciéndose pasar por el señor Márquez? Era un aviso contra ella. La carta cobraba así mucha más credibilidad.
—Os quiero —se despidió al teléfono. Lo que empezó siendo una conversación áspera, llena de reproches, acabó convirtiéndose en un diálogo más benévolo con sorpresa final.
«Si incumples, te prometo que dejaré coja a tu familia».
Esas palabras la señalaban. Ahora sabía que no debía telefonear a Yago para que blindara la mansión con agentes armados. Si lo hacía, alguien pagaría las consecuencias. Cogió el marco dorado que había sobre la mesa y miró fijamente la fotografía de la niña, vestida de comunión con un traje color champán.
«Elegirás a mi siguiente víctima».
Tenía dos opciones: el hombre que acudía a una cita deshonesta o la mujer que buscaba una historia. Posiblemente no conocería a ninguno de los dos, pero sin duda uno de ellos estaba sentenciado… ¿A quién señalar?
Su hija Vanesa le sonrió desde el marco, enviándole las fuerzas que necesitaba ante tamaña decisión.
Sentía mucho lo que le había pasado a Elena. La había conocido meses atrás en las prácticas del Centro de Enseñanza de Estética, en Alameda de Mazarredo, y aunque propiamente no podía decirse que fueran amigas, habían congeniado tan bien que Elena le contó el secreto para hacerse con un dinero extra los fines de semana, y costearse así los porros, el alcohol, y puede que también algo de cocaína o pastillas.
Ahora, a las tres de la mañana, con la única luz de la pantalla del ordenador, Vanesa estaba chateando con un pervertido al que le iban las menores. El hombre se hacía llamar Vitus y gracias al soplo de su compañera de estudios, ella iba a ser su cita del día siguiente por la tarde.
El tipo le había preguntado la edad, y Vanesa había contestado que trece. «Perfecto», escribió él. Luego le preguntó si estaba dispuesta a desnudarse para un reportaje fotográfico por un montante de doscientos euros. Aquello dejaba a las claras la naturaleza de Vitus, pero Vanesa sabía que debía aceptar la propuesta, necesitaba pasta. «Perfecto», repitió. Después el cursor parpadeó durante un largo minuto, hasta que en la pantalla surgió la nueva y más atrevida pregunta del desconocido:
«Por quinientos euros más, ¿dejarías que te grabara mientras te duchas?».
Aquí Vanesa actuó con cabeza. Quiso dejar pasar un tiempo prudencial para poner nervioso a aquel cerdo: él tenía que sentir que esa supuesta niña con la que chateaba estaría valorando la respuesta, esperando con expectación que la inocencia la llevara a aceptar el dinero. Ya lo tenía decidido, y además el recuerdo del bofetón llegó con tal nitidez que su contestación tenía algo de venganza. «Sí. Perfecto». Tras unas preguntas más, concertaron la cita a las seis en punto de ese mismo sábado.
Apagó el ordenador y cautelosamente salió al pasillo. Abajo se oía la voz de una mujer que vendía una crema de veneno de serpiente. Sin duda su padre estaba ante la televisión, pero no sabía si dormido o despierto. Salir por la puerta de entrada era un riesgo que no quería asumir. Eso también significaba que no podría entrar a despedirse de sus abuelos. Desde que la enfermedad del aitite se había recrudecido, habían trasladado sus cosas al cuarto de invitados, junto a la cocina. El alzhéimer iba consumiéndolo poco a poco, a la vez que desgastaba a la amama con las continuas atenciones que debía dedicar a su marido.
Vanesa volvió a su habitación. Vestía el chándal que le dieron cuando jugaba en el equipo de cadetes del Club Balonmano Kukullaga. Era azul y naranja, y le quedaba algo pequeño, pero debía evitar el ruido de las tachuelas y cadenas de su vestimenta habitual. Abrió la ventana y alargó la mano hasta la verja de hierro acoplada a la fachada lateral, llena de enredaderas que culebreaban por las rendijas. Con la mochila a la espalda dejó atrás el alféizar y se quedó suspendida de la reja, para más tarde dejarse caer hasta el suelo.
Con los pies ya firmes en el cuidado césped de la parte trasera, avanzó con mucha cautela y saltó con agilidad la valla de madera. Frente a ella estaba la carretera empinada de dos direcciones.
A un lado le esperaba un todoterreno blanco con las luces de emergencia puestas. Era un BMW X5. Vanesa recordó el encuentro del día anterior. Las palabras que escuchó y el regalo que recibió… No dudó. Allí la esperaba quien urdió el plan de la cita con Vitus. Cruzó la carretera corriendo y entró en el vehículo, que inmediatamente se puso en movimiento con un poderoso rugido del motor.