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Yago Mellado se había arrastrado por los conductos con bastante más dificultad de lo esperado. Acabó desembocando en un amplio hueco donde, afortunadamente, habían sustraído la rejilla. De un medido salto cayó en la nueva sala, procurando cargar el peso en una sola pierna, pero su tobillo lastimado volvió a emitir señales de dolor. Se lo masajeó con energía, y comprobó preocupado que la hinchazón era ya muy acusada.
Al incorporarse se encontró ante una mesa central redonda con un monitor, acompañado de una silla solitaria. No avanzó hacia allí, sino hacia los cientos de juguetes amontonados contra las paredes que parecían estar esperándolo. Había balones de fútbol, coches teledirigidos, bicicletas, cometas enrolladas, muñecas, peluches, puzles, libros infantiles, juegos educativos, robots a pilas, futbolines pequeños, set de maquillaje para niñas… Había también una camiseta del Athletic Club de Bilbao estirada en el suelo, agujereada como si la hubieran quemado con cigarrillos, y con restos secos estampados de lo que un día debió de ser sangre. Vio un nombre en grande, grabado sobre el número nueve: IVÁN.
Pudo comprender que aquello era una especie de ofrenda, ya que en la parte superior descansaba una foto sobre un caballete, donde un niño moreno y con mirada traviesa guiñaba el ojo a la cámara. Yago tuvo la certeza de que una gran desgracia había acabado con la vida de aquel jovencito. Quizá fuese esa la motivación del asesino: el dolor por la pérdida de un ser cercano y las irrefrenables ansias de venganza.
¿Se lo quería mostrar a él para que lo entendiera, que supiera la razón por la que asesinaba? No mataba por placer: lo hacía por pura y simple venganza.
De pronto un zumbido interrumpió sus reflexiones. Provenía del monitor que estaba sobre la mesa. Se sentó en la silla y observó con interés la pantalla.
Enmudeció cuando se percató de que conocía aquel lugar… Era el hospital que había frecuentado a diario las últimas semanas. En un acto reflejo extendió la mano hacia la pantalla cuando surgió Nadine en imagen.
Mostraba desconcierto en su rostro, pero al menos estaba incorporada sobre la cama. Además, tenía los ojos abiertos y movía nerviosa las manos, arrugando las sábanas cuando las apretaba.
La doctora Marga Laínez estaba agachada sobre ella, examinando sus ojos con una pequeña linterna. Añadía a esto un movimiento del dedo en horizontal. Tras algunos esfuerzos, Nadine desvió la mirada para seguir el dedo.
La imagen quedó congelada para dar paso a un desconcertante mensaje que aparecía en negrita y tapando parcialmente a Nadine.
Acto cuatro: un ángel al que arrancar las alas. Si quieren presenciarlo, pueden adquirir este vídeo por tres euros. No les dejará indiferentes.
¿Dudan? ¿No quieren ver una nueva muestra de ingenio?
Tienen poco tiempo para hacer efectivo el pago.
Solo aceptamos tarjetas de crédito.
Yago no era consciente de lo que aquello significaba. Y menos que se le presentara la oportunidad de acceder a ese visionado, previo pago. Llevaba la cartera con sus tarjetas, pero para él ya no había opción. El monitor parecía haberse fundido, sin dejarle posibilidad alguna de continuar.
Intranquilo, se levantó…, y entonces oyó el clic. Allí, en la pared del fondo, había una especie de armario, una de cuyas puertas se había deslizado para mostrar su desnudo hueco.
El oficial se dirigió hasta allí. Comprobó que en el interior del armario había una rendija horizontal. Entró. La puerta se cerró a su espalda. Había poco espacio y estaba incómodo. Aquella especie de boca de buzón quedaba ahora a la altura de sus labios. Se agachó y miró a través.
El corazón le dio un vuelco. Vio a Noelia… y también la espalda del hombre que desaparecía a través de la trampilla del suelo.
Entonces, susurrando, llamó a su ex para atraer su atención.
Necesitaba oxígeno. Pero no había. El gas lo había succionado. Le quemaba la nariz y la laringe, y se adhería a sus pulmones, que protestaban con espasmos. Le lloraban los ojos, y ni siquiera el pañuelo con el que se había cubierto le impedía la entrada de aquel silbante veneno invisible.
Jon Ríos se sintió desfallecer por momentos. Le dolía la cabeza, se mareaba y había empezado a sangrarle la nariz. Consiguió pensar en sus hijos, en su mujer… El alma se le encogía. No volvería a verlos… Nunca más. Era un estúpido por haber aceptado aquel caso. Un abrigo de brasas sobre su cuerpo. Un final angustioso ante aquella cámara que le estaba grabando y a la que seguramente miraba por última vez…
De repente le falló el equilibrio y cayó hacia atrás. Se había encendido una luz en el cerrado velo de oscuridad. Le sobrevino una tos que le partía por la mitad. Sus pulmones resollaban como un fuelle, pero empezaron a recibir oxígeno de nuevo.
Las puertas de la cabina estaban abiertas y él había caído fuera. El gas de su anterior emplazamiento lo succionaba ahora una abertura en el suelo de la cabina.
A duras penas, consiguió ponerse de rodillas, pero no dejaba de toser. A su lado vio a Yuri, que parecía estar también recomponiéndose, el muy cabrón, y a pesar de su estado, seguía sonriendo como el demente que en realidad era.
En cambio, el sicario no había corrido igual suerte. Con ojos desorbitados, golpeaba el cristal con la cabeza, abriéndosela y ensuciando la puerta con regueros de un rojo carmesí. Cuando las uñas resbalaron por el vidrio blindado, emitiendo un quejoso chirrido, dejó de luchar y quedó encogido en el suelo de la cabina como una pesada manta vieja que ni siquiera se dignan doblar. Su tamaño y fortaleza vencidos por un enemigo invisible.
Jon Ríos no comprendía por qué les habían salvado la vida en el último momento. Bastante tenía con la maldita tos para hallar una explicación plausible en esos instantes. Unas piernas se acercaron de pronto y le arrebataron el bolso de Noelia. No tenía fuerzas para impedir absolutamente nada. Luego lo agarraron por los brazos y lo levantaron en vilo para trasladarlo a una silla, donde fue atado con las manos a la espalda. Una máscara de oxígeno llegó hasta él para aliviarlo.
Tras unos interminables minutos de confusión y aturdimiento, empezaba a ver las cosas con claridad. Yuri Eremenko se encontraba a su lado. Atado y respirando de su propia mascarilla.
Frente a ellos habían situado una gran pantalla de ordenador, sobre un carrito de ruedas, y tras este, distinguió a cuatro personas de ropas oscuras y rostros cubiertos por pasamontañas.
Uno de aquellos desconocidos tenía entre los brazos ropa bien doblada de tonos oscuros y una capucha de cuero, que dejó a los pies de Ríos. Otro tenía el bolso de Noelia, colgado del hombro derecho, y se apoyaba con las manos en una gruesa barra de acero. El tercer encapuchado estaba algo inclinado, con una mano bajo la barbilla, el codo sobre la rodilla, y el pie izquierdo apoyado en un baúl de tamaño medio. Como el resto, el último de aquellos tipos tan solo los observaba. Luego de consultar un reloj de pulsera, pulsó un botón en el mando a distancia que acababa de sacar a la vista.
La gran pantalla se encendió.
Imágenes de un hospital.
En la parte inferior, como información a la décima de segundo: 5 123 237 usuarios de internet conectados en ese momento.
Habitación 298. En cuanto sonó el despertador, Fabiola Mena se volvió y lo apagó de un golpe. Había llegado el momento. Era su hora. Ese aparato digital había aparecido por la mañana, junto a un ramo de preciosas rosas. Tras un vistazo rápido a la puerta, las tiró al suelo y cogió el jarrón, que escondió luego bajo las sábanas. Al instante el ertzaina de guardia llamaba a la puerta y aparecía en el umbral, sin duda alertado por los pitidos.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió, extrañado.
—El despertador. No quería pasar la mañana entera durmiendo… Ya que está aquí, al girarme, sin querer he tirado las rosas al suelo… ¿Podría ayudarme a recogerlas?
El agente se agachó en el lugar que Fabiola parecía mirar con honda preocupación. Cogió con cuidado las flores por el tallo mojado, y entonces comprendió… Alzó la mirada a la vez que el jarrón se rompía sobre su cabeza. El joven e ingenuo miembro de la Ertzaintza cayó a plomo sobre las rosas.
Fabiola bajó de la cama por el otro lado. Metió la mano en el hueco que le permitía la escayola y se apoderó del cuchillo que estaba escondido ahí desde el día en que aquella mujer se lo colocó en el colegio, antes de llamar a la Policía. Delante de ella, la desconocida había usado unas tenazas para retirarle el mango, así que ahora el filo se le clavaba en la palma y una nueva herida se dibujaba en su mano, abierta encima de las que ya traía. El dolor era insoportable pero tomó aire y aguantó sin gritar. Había empezado a sangrar pero no le importaba. Se desplazaba cojeando por culpa de la escayola. Salió al pasillo, dejando un reguero de gotas rojas en el suelo que pisaba.
Zaira sabría perdonarla. Estaba segura de eso. Guillermo ya no impediría que se quisieran, que buscaran su felicidad. Zaira la besaría, la abrazaría…
Fabiola entró en el ascensor bajo la mirada atenta de la cámara que seguía sus pasos. Allí la perdieron diez segundos, hasta que recuperaron la imagen cuando la mujer salió en la planta de la UCI. Habían bajado las luces del pasillo, y a esa hora los únicos sonidos procedían de los monitores cardíacos y las máquinas de respiración asistida. Eran las seis de la mañana, relevo de vigilancia entre ertzainas que debían de estar pasando el rutinario testigo en la otra entrada.
Retiró la cortina de la cama indicada. Allí estaba la mujer. Con la mirada perdida. Nadine no parecía alterarse por su presencia, ni darse cuenta de aquel filo letal que llevaba en su mano.
Sus pasos sonaron firmes cuando se acercaron a la paciente amnésica. Era ahora o nunca. Aquella chica no iba a defenderse. Estaba tan ida que poco debía de importarle lo que estaba a punto de hacerle. La miró, aún indecisa, hasta que desfilaron por su mente destellos de otra vida: Zaira y ella juntas ante la mesa del desayuno; de camino al colegio; su hija abrazada a su cuello. Riendo. Zaira y ella. Eso era lo correcto.
Fabiola Mena alzó el brazo.
Su víctima volvió hacia ella los ojos y la traspasó con la mirada. Parecía querer desafiar a la muerte. No tenía miedo.
La asesina bajó el cuchillo y atravesó el cuerpo, una, dos, tres veces, con renovada saña…
El camisón de Nadine se convirtió en un charco rojo, pero no fueron su voz ni sus gritos los que llegaron a oídos de su asesina. Era una voz de hombre la que se elevaba a su espalda en un lamento que iba más allá de las palabras.
Tras escucharse tres disparos, Fabiola se sintió impulsada hacia adelante y cayó en la cama junto a Nadine. Luego, ya sin fuerzas, comenzó a resbalar hacia el suelo. El último pensamiento de aquella criminal fue para Zaira, que le soltaba la mano mientras la luz de sus pupilas se iba apagando poco a poco.
El hombre que había disparado corrió hacia la cama y recogió entre sus brazos a Nadine. Al instante, el rojo caló la indumentaria de cirujano —un modo de pasar inadvertido a una hora en que no se admitían visitas—, y cuando separó su cuerpo de la joven, el gorro desechable se le cayó para mostrar la cicatriz del rostro, sucia del brillo escarlata de la sangre de su hija.
Yurkov Eremenko, el Tarántula, el gran capo, se giró y miró luego a un punto determinado. Así, con su ojo de buitre, descubrió que alguien había serrado un pequeño trozo en la caja de la persiana, de donde surgía el negro objetivo de una cámara. Rugió hacia ella —amenazas en ruso, insultos, promesas de una muerte lenta para el responsable de todo aquello—, encolerizado por una situación que no controlaba en absoluto.
Por el pasillo del hospital de Cruces, carreras. Cuatro ertzainas entraron en tromba, apuntando a un Yurkov que mecía a su hija con cariño mientras le susurraba al oído que papá estaba con ella.
Marga Laínez permanecía impasible en una esquina, callada.
Internet es el medio de comunicación más rápido, y también el lugar más perverso y cínico que existe. Si tienes dinero, puedes adquirir lo que quieras: sexo, armas, drogas…, incluso vídeos espeluznantes como aquellos. Y es que la muerte también se podía sentir y comprar.
El morbo del consumidor no tiene límites.