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Por poco no se fractura el tobillo derecho. Yago había descendido por la trampilla al menos tres metros en caída libre, y la articulación se había resentido del brutal impacto. Sentía cómo se inflamaba, pero no tenía tiempo para lamentarse. Debía rescatar a Noelia a cualquier precio. Cojeando visiblemente, continuó el camino que tenía a su espalda hasta llegar a la habitación.

Era una estancia sencilla, tan solo iluminada por una lámpara de mesilla que había sobre un alto pupitre. También aparecían una silla y unas sacas de correo junto a la pared. Nada más. Un lugar de lectura y reflexión entre paredes de ladrillo, y donde se abría una ancha y alta rejilla que dejaba pasar una brisa reconfortante.

En ese momento escuchó un ruido metálico. Era la pesada puerta de la habitación, que se había cerrado tras él. Yago ni siquiera intentó empujarla o forzarla. Sabía que estaba a merced del desconocido, y que lo único que podía hacer era seguir el camino que este le había trazado.

Ocupó la silla. Sin duda todo estaba preparado para que actuase así. El extraño quería informarle. Sobre qué, aún lo desconocía. Pero pensando fríamente, había tenido varias oportunidades para acabar con él y no lo hizo. Le estaba haciendo seguir un camino que excedía con mucho el habitual en una simple y rutinaria investigación policial. Los asesinatos de Ángel Márquez y Frederick Ramiro eran solo la punta de un iceberg enorme, algo impensable para su departamento, el CIDE. El sujeto le estaba manejando para enseñarle la pesadilla que habitaba tras la muerte de dos personas que no eran más que señuelos para llegar a conocer la verdad más angustiosa. Lo que en breve iba a descubrir…

Con esa alarmante convicción, Yago Mellado agachó la cabeza y empezó a recoger las cartas que aparecían desparramadas sin orden sobre la mesa.

CARTA 1:

Me llamo Agustina. Son ya seis meses desde que mi Josué desapareció. La Policía me pide paciencia. Me hacen ver que me acompañan en el dolor, pero a mí no me engañan. ¿Por qué no me dicen de una vez que no lo encontrarán? Ya no duermo. He perdido el apetito. Me agarro a la foto de mi hijo para sentirlo. Es lo único que me queda en la vida. Eso y que usted tenga la bondad de hacer todo lo que esté en sus manos para que mi niño sea recordado como se merece, ya que sé que no volverá jamás.

CARTA 2:

Estoy esperando a que llegue la Policía. Acabo de llamarla. La sangre de Ernesto me cubre. Lo he matado mientras dormía. Son ya tres meses de la falta de Alba. Ayer me confesó que él tiene la culpa de su desaparición. Ahora sé por qué no nos embargaron la casa. Ese presunto aplazamiento que nos dio el banco era solo una farsa. Ernesto se la entregó. A quién, no lo sé. No he sentido más que satisfacción cuando le he cortado el cuello. Mi niña ha desaparecido para siempre…, al igual que el cabrón que lo ha permitido. Gracias por entenderme y preocuparse por mi Alba. Solo atendiendo mi misiva me considero ya ayudada.

CARTA 3:

Lo inevitable ha sucedido. Mi mujer se ha suicidado. Sabía dónde encontrar mi vieja pistola. Soy militar retirado con grado de coronel, y después de la muerte de Tony y Meredith en un accidente, nos hicimos cargo de nuestra nieta Melisa. Durante más de ocho años la hemos cuidado. Luego ocurrió. Hace ya dos años de su desaparición. La dejamos en aquel cumpleaños, al cuidado de la madre de la casa. Todas mis influencias no han servido para nada. No hay rastro ni lo habrá. ¿Por qué no acudí con Mel a aquel cumpleaños? Te agradezco que te hayas puesto en contacto conmigo. Siempre es agradable saber que a alguien sí le importan nuestras historias. Hasta nunca. He de reunirme con mi esposa.

CARTA 4:

Soy Augusto. Dennis, mi pareja, está destrozado. Él tuvo un hijo en una relación anterior con una mujer. A Ted, el niño, no le importó que su padre cambiara a su madre por un hombre, es más, lo aprobó porque con once años ya tenía las ideas claras. Me respetó y me quiso. Esa sensación maravillosa se vio reflejada en mi relación con Dennis. Pero en agosto del año pasado nos detuvimos en una gasolinera cuando íbamos de vacaciones a Puerto Umbría. Ted fue al servicio. Tardaba demasiado. Nunca regresó. En el baño solo encontré una ventana abierta. Las autoridades que llevaron el caso nunca se tomaron en serio nuestra angustia. Somos gays y encima extranjeros, motivo suficiente para no tratarnos con respeto. Solo espero que este comunicado pueda servirte para el estudio sobre niños desaparecidos que llevas a cabo. No sé qué pasará en el futuro con Dennis; cada vez está más susceptible conmigo.

Una tras otra, sin tomarse un respiro, Yago Mellado leyó hasta quince notas breves como aquellas. Todas estaban escritas desde el mismo dolor, y describían semejantes pérdidas. En todos los textos aparecía una posdata con la misma frase: «Adjunto una fotografía para su conocimiento». Sin embargo, no vio las fotos por ninguna parte. Entonces recordó los antiguos cines Bilbondo, con las butacas repletas de fotografías de niños… Ahora sabía de dónde habían salido, de las confesiones que familiares destrozados enviaban a una persona que parecía preocuparse mucho por ellos.

Después se dirigió a las sacas. Escarbó en su interior para dar con muchas más cartas abiertas, cientos de ellas, más bien miles… Muchas de esas misivas estaban escritas en otros idiomas —inglés, francés, alemán, italiano y otros tan extraños que no supo identificarlos con certeza—. Ahora todo estaba claro.

Alguien, un singular ángel de la guarda, se preocupaba por los niños desaparecidos. Pero esa misma persona había secuestrado a Vanesa y a Noelia. ¿Por qué? «¡Para que apriete el gatillo!», pensó de improviso, más crispado que nunca. Estaba claro. Lo había elegido como verdugo en memoria de todos esos niños.

Perdido en esas especulaciones, encontró en el suelo unas páginas arrugadas rodeadas por una goma sobre un gran sobre. Las recogió y regresó a la mesa.

Primero se interesó por el contenido del sobre. Al abrirlo, el pulso se le aceleró al instante.

Había dos fotografías de medio cuerpo. Eran de Noelia y de él. Sacó el folio escrito. Conocía muy bien aquella letra.

Hola, no sé si estoy haciendo lo correcto al escribirte. Pero pensé que quizá pudieras entenderme, y quizá ayudarme también. Verás… Sé de tu investigación sobre niños desaparecidos. Es un consuelo saber que a alguien les importa de verdad, pero… ¿podrías aconsejarme sobre el cariño desaparecido? ¿Sobre el amor que nos niegan?

Siento esa pérdida como si fuera de alguien real.

A mi madre le han prohibido verme. Nos saltamos las normas reuniéndonos en casa de mis aitites, pero no es suficiente. La necesito y me necesita. Cada vez que me ve, llora y me pide perdón. Me duele verla así, pero ya llevamos cuatro años con este castigo.

La culpa es de mi aita. Llevo mucho tiempo esperando que me preste más atención, que se ocupe de mí como hacía amatxu, pero desde que se separaron, él solo se preocupa por su trabajo y una mujer con la que está encoñado y que me amenaza con pegarme cada vez que se queda a solas conmigo.

Muchas veces he intentado hacérselo comprender, pero mi aita no me ha creído y me ha castigado porque pensaba que eran pataletas de una niña malcriada que no soportaba la sustitución de su amatxu.

Para mí, los días son tristes. Los aitites, que viven con nosotros, tampoco tienen tiempo para mí porque el aitite está muy enfermo y necesita muchas atenciones. Pero se les perdona. Quien de verdad debería cuidar de mí y hacerme caso empieza a ser un desconocido, al que veo todos los días.

Mi aita me está obligando a hacer cosas que no quiero hacer. En realidad las hago solo para llamar su atención, para que me quiera y para sentir que por fin tengo a alguien a mi lado. Pero no sirve para nada. Al contrario, solo consigo sacar su lado malo; tal vez el único que tiene.

Quiero recuperar todos esos sentimientos que han desaparecido, porque cada vez me encuentro más sola.

Si por mí fuera, castigaría a mi aita para recuperarlo, pero no sé cómo hacerlo. Ahora pienso que la única solución pasa por que su novia se canse de él y desaparezca. A lo mejor así yo recuperaba lo que me pertenece. El cariño de aita.

Perdón por las molestias. No sé cómo podrías ayudarme, pero necesitaba contárselo a alguien. Hablar de ello ayuda. Te ofrezco mi amistad. Si lo crees conveniente, cógela.

Yago Mellado, con un nudo de intensísima emoción en la garganta, no dejó de llorar durante la lectura. Vanesa tenía toda la razón, y estaba en su derecho de demandar todo su cariño. ¿Y si Nadine le había hecho la vida imposible merced a su ceguera emocional? Pero ¿por qué había actuado así? ¿Quién era en realidad esa mujer que le tenía sorbido el seso y el sexo? ¿La sombra de una vida? ¿Una desalmada que miraba con indiferencia el fruto del amor?

La carta había abatido su ánimo, pero a pesar de ello tuvo valor para quitar la goma al rollo de páginas viejas. Del interior cayó un destornillador que casi le hizo un corte en la mano.

Extendió las hojas arrancadas de un viejo cuaderno. Estaba escrito en un idioma para él totalmente desconocido, pero al ver las siglas CCCP recordó las camisetas de los deportistas soviéticos en las Olimpiadas: eran el acrónimo de la URSS. Cada hoja tenía un nombre arriba y un posterior escrito.

Luka, Natasha, Valeri, Sasa, Igor, Marina, Alexei, Natalia, Oleg, Dina, Vitali, Sonya, Nuke, Smina, Viktor, Nadia… Tantos nombres como historias indescifrables. Pero aunque no pudiera entenderlas, en sí no le hacían presagiar nada bueno. Aparte de que había algo que le había atenazado como el más rígido corsé… De nuevo había reconocido una caligrafía, quizá más infantil, pero de idénticos trazos. No se trataba de la de Vanesa. Tuvo la certeza de que era la de Noelia.

De pronto llegaron. Los susurros parecían desprenderse de las cartas. Almas que sobrevolaban la estancia invitándolo a seguir, para que no se detuviera ahí. El tiempo era cada vez más escaso y debía encontrar a su víctima.

Solo así las salvaría. A Vanesa y a Noelia. Y purgaría su castigo.

Miró el destornillador y la única salida…

La rejilla.