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Ante ella, sobre la mesa de roble, estaban las temidas doscientas cartas de despido. Redactadas y preparadas, a falta de la correspondiente firma del señor Márquez.

Para Noelia no era precisamente un plato de buen gusto formalizar aquellos papeles, pero formaba parte de su trabajo y se debía a él. Que algunos de aquellos doscientos trabajadores acabaran pasando hambre o expulsados de sus viviendas por impago de las hipotecas era un asunto que a ella no le concernía en absoluto, por mucho que le incomodara la situación. Bueno, a decir verdad, lo que más la alarmaba era pensar que muchos de ellos, probablemente, acabarían separándose y rompiendo sus familias, porque la falta de sustento agota el amor… También la suya acabó rota, aunque de forma muy distinta, y aquella furcia del Este de Europa había puesto punto final a cualquier intento de reconducir las cosas. Se había cruzado en el camino de Yago y se había apoderado del lugar que debía corresponderle a ella. Al final, todo aquello la había conducido por una senda cada vez más transitada: la angustia por la vida que le quedaba por recorrer sola.

Aun así, todavía existía un vínculo que la ataba a su ex: su hija Vanesa.

Intentó calmarse. Notaba los latidos en la sien como si tuviera un nervio punzante. Para evadirse de aquellos pensamientos que siempre la llevaban al pasado y también para escapar de la cruda realidad mecanografiada en aquellos despidos fulminantes, hizo lo más lógico en su situación, al menos para ella: abrió el segundo cajón, situado a mano derecha, y tras apartar a un lado las cartas de despido, desparramó sobre la fornida mesa de roble una suerte de folios ensuciados por distintas figuras y colores.

En la vida de Noelia Álvarez, había un único espacio donde se sentía totalmente realizada, o al menos, no del todo infeliz. Los viernes por la tarde, ajustándose a los períodos en que había clases, impartía talleres de dibujo a una veintena de niños. Su apuesta era clara: entre ocho y doce años, para chavales que quisieran aprender de tan bello arte.

El Ayuntamiento de Etxebarri, municipio de poco más de diez mil habitantes y situado a solo kilómetro y medio de Bilbao siguiendo el curso del Nervión, le había proporcionado un pequeño local en la Casa de la Cultura del barrio de San Antonio. Allí podía impartir sus clases. La retribución quedó acordada con un firme apretón de manos: el coste para los niños vecinos de la localidad era cero; solo tendrían que rascarse el bolsillo para la imprescindible compra de materiales.

Al principio, dos años atrás, únicamente cuatro niños desafiaron a las múltiples actividades que se les presentaban, haciendo un hueco para esas clases de dibujo; quizás obligados por sus padres, quién sabe. Pero poco a poco la cifra fue creciendo hasta llegar a los veinte alumnos que había en la actualidad.

Noe miró aquellos dibujos. En su última clase les había propuesto que imaginaran que las nubes podían transformarse en cualquier cosa y les invitó a que dibujaran lo que creyeran conveniente, siempre partiendo de la base de que la nube debía estar presente delimitando los contornos de las creaciones. Observó cada dibujo uno a uno, sonriendo ante los más imaginativos, hinchando los carrillos ante los mal formados. Uno de ellos le llamó mucho la atención. La preocupó. Incluso la asustó.

Era el de Zaira Gutiérrez, aquella preciosa niña de ocho años que siempre se arrebujaba en un rincón, lo más alejada posible del resto de sus compañeros, y que mantenía el silencio por respuesta cuando Noe intentaba arrancarle unas palabras o una sonrisa. Sus grandes ojos verdosos siempre estaban tristes.

La profesora pensaba que los dibujos podían ofrecerle un perfil psicológico de cada niño, pero para nada esperaba encontrarse con una enorme lágrima roja y algo parecido a un cinturón colgando como la cola de un cometa.

«¡Pobre niña!», pensó.

Justo en ese momento de revelación, el timbre de la puerta sonó cuatro veces, ayudándola a volver en sí y alejándola de aquel dibujo que sujetaba entre las manos.

Miró el reloj de pared, una esfera luminosa metálica colgada junto al cuadro con los retratos de los compañeros de la universidad. Eran las seis en punto y la gestoría había cerrado sus puertas, como siempre, media hora antes. ¿Quién diablos llamaba tan insistentemente?

Al mirar las cartas de despido, Noelia, con el ceño fruncido, creyó hallar en ellas la peor respuesta. Sería el propio señor Márquez, dispuesto a repartir «autógrafos» a diestro y siniestro. Pero no, porque era imposible del todo. El empresario estaba de viaje en Dubái, buscando inversores que pudieran reflotar sus empresas puente, la tapadera perfecta para su auténtico objetivo: su inminente desembarco en política. Al menos eso era lo que había oído Noelia y lo que comentaban los inversores estatales, entre los cuales la figura de aquel ambicioso hombre de negocios se hacía cada vez más visible por sus continuos escándalos. El último, una presunta orgía en una lujosa villa de Neguri de estilo vasco-montañés con chicas y chicos menores de edad entre sus invitados… A ella, que le conocía personalmente, le costaba creerlo.

Tres veces más, el molesto sonido del timbre se hizo notar.

Metió los dibujos en el cajón a toda velocidad, aunque tuvo que agacharse para recoger el de Zaira, que se le había escapado de entre las manos para caer mansamente en el suelo embaldosado en tonos grises, a los pies de su acuario. Lo miró una última vez y se dijo que tenía que hacer algo ya por aquella pequeña.

Se levantó para dirigirse a la entrada de la Gestoría Álvarez, negocio de su propiedad situado en la bilbaína calle Botica Vieja. Dejó atrás su confortable despacho de muebles nuevos y caros, avanzó por el pasillo, y se encontró con que la puerta de la sencilla sala de espera estaba abierta. Desde su posición podía ver el interior, decorado con sillas de plástico naranja y una mesa central de cristal donde se acumulaban revistas de economía. Torciendo a mano derecha llegó hasta el recibidor, un panel central horizontal tras el que se encontraba la silla vacía de Maite, su fiel secretaria desde la apertura de la gestoría, y los paneles de cristal separadores donde se instalaban en horario normal de oficina las tres analistas y gestoras que tenía contratadas a tiempo completo: Sara, Davinia y Yolanda.

Llegó frente a la puerta de cristal reforzado; al otro lado, un hombre no dejaba de pulsar el timbre.

Noe, enojada, le señaló con un índice muy rígido el cartel colgado en el cristal que, en castellano y euskera, anunciaba que el local estaba cerrado. En esos momentos, cuando sus ojos se encontraron, un escalofrío recorrió el cuerpo de la mujer. La mirada del extraño era fija y dura, y sus ojos parecían inyectados en sangre. Entonces él alzó la mano y golpeó el cristal. Instintivamente, Noe se echó hacia atrás, esperando quizá que aquella manaza callosa, con suciedad debajo de las uñas, desintegrara la puerta en mil cuchillas de pequeñas dimensiones.

—¡Márchese! —gritó airada cuando el desconocido volvió a golpear la puerta.

Este lucía una gorra roja de los Toronto Raptors sobre la cabeza. Iba sin afeitar, con una encanecida barba semanal, y vestía una larga gabardina gris que le llegaba hasta las punteras de unas zapatillas de deporte sin marca a la vista. A Noelia le pareció un perturbado, un posible sujeto peligroso. Quizás un asesino, o un violador, o como mal menor, un exhibicionista.

—¡Llamaré a la Policía! —Avisó Noe, que había retrocedido hasta chocar con el mostrador y nerviosa, con movimientos torpes, buscaba el móvil en el bolsillo de la chaqueta de su impecable traje.

Se diría que su reacción surtió efecto, ya que el extraño retrocedió un paso, y extendió la mano para mostrarle el sobre rojo que posteriormente depositó en el buzón metálico adosado a la fachada del edificio, junto a la puerta de cristal. Luego se esfumó. A la carrera. En el último momento, Noe creyó advertir que el hombre estaba llorando, o al menos eso fue lo que le pareció.

Aferrada al mostrador con ambas manos, con la frente sobre su superficie y los ojos cerrados, intentó relajarse aspirando aire para acompasar los latidos de su agitado corazón.

¿Y si el hombre solo quería hacerle entrega de aquel sobre? ¿Qué contendría? ¿Sería algo importante para la gestoría? ¿O quizá se trataría de algo personal? Eran preguntas todavía sin respuesta. Lo que estaba muy claro es que había hecho bien en no abrir la puerta. Su aspecto desaliñado y esa gabardina —raro era lucirla en un día radiante de primavera, con veintidós grados— dejaban bien a las claras que aquel no era un mensajero al uso.

Tres minutos tardó en armarse de valor y dirigirse al fin hasta la entrada de su establecimiento. Pegó el rostro contra el cristal para enfocar los alrededores, pero no vio nada al otro lado. Más calmada, abrió la puerta y salió.

A mano derecha, apenas a unos doscientos metros distancia, estaba el edificio común que albergaba el polideportivo y la ikastola de Deusto. Una docena de muchachos con chándales azules entraba con su entrenador en el primero, llevando balones de baloncesto bajo el brazo.

Ni rastro del desconocido.

No tenía ni idea de qué podía contener aquel sobre rojo, pero necesitaba saberlo con urgencia. Sacó las llaves del bolsillo y abrió el buzón con la más pequeña del llavero. Al mismo tiempo que atrapaba aquella carta, un reflejo le hizo desviar la mirada.

Semanas atrás, un acto de vandalismo urbano ejecutado en aquella fachada había hecho que la Policía Autónoma Vasca, cuya comisaría principal se encontraba cerca, tres calles más arriba, vigilara aquella zona a intervalos. Un grafitero había dibujado una serpiente con las fauces abiertas, amenazando a un busto con corbata y con una capucha negra sobre la cabeza. Cada noche, un coche patrulla de la Ertzaintza aparcaba cerca en espera de toparse con el autor de tan siniestro aviso. Porque sin duda eso era lo que representaba aquel grafiti. Lo explicaba muy bien el nombre que habían escrito bajo el busto:

ÁNGEL MÁRQUEZ, R. I. P.

Tres días atrás, esas medidas de seguridad cedieron tras un repentino ataque de furia de un inspector de la Ertzaintza, que comprendió que sus hombres estaban perdiendo el tiempo allí, y más tras averiguar que el célebre señor Márquez raramente se pasaba por la gestoría. Además, se filtró a la prensa que el consejo que presidía el señor Márquez, del Grupo Asociado Mundinova, quería cerrar la fábrica puesto que apenas dejaba beneficios, y que se preparaba para efectuar un despido masivo con todas las de la ley.

Ahora, manchando la piel pintada de la serpiente sobre los ladrillos caravista de la fachada, alguien había escrito a lápiz:

Dime por qué un niño debe dejar de sonreír.

Sin saber por qué, Noe se vio a sí misma acariciando con las yemas de los dedos aquel mensaje. A continuación, frotó los ladrillos hasta borrar la frase, tiznándose de paso los dedos.

Una vez de vuelta en su oficina, cerró impetuosamente la puerta por dentro con cuatro giros a la izquierda, y se dirigió al baño. Ubicado a mano derecha del mostrador, se ocultaba tras un corto pasillo.

Se miró en el espejo, agarrada con ambas manos al borde del lavabo. Quien la observaba al otro lado del cristal mostraba unos ojos color miel sobre unas marcadas ojeras, de nariz fina y labios carnosos, abrillantados por un suave carmín rojo. Su pelo ondulado, estropeado por un teñido caoba que había tapado su naturalidad rubia, caía sobre sus hombros. En aquel bello rostro empezaban a marcarse esas arrugas que comienzan a brotar cerca de los cuarenta, más evidentes en quienes, tal y como le sucedía a Noe, odian el maquillaje. Lo único que se permitía era ese ligero toque de carmín en los labios, aunque en parte lo hacía para no vérselos casi siempre secos y agrietados.

Abrió el grifo y se lavó las manos. El agua se volvió oscura por momentos hasta ser engullida por el desagüe. Después se refrescó la cara y se la cubrió con las manos. Se sintió mejor. Alentada y relajada por esa oscuridad ficticia, contó hasta sesenta, como hacía desde niña antes de centrarse en cualquier actividad de verdadera importancia, y luego se secó cuidadosamente con la toalla. Lo hacía inhalando y exhalando a grandes bocanadas.

Cuando creyó que ya estaba preparada para enfrentarse al secreto del sobre rojo, cogió este de encima de la tapa del retrete, donde lo había depositado al entrar, y salió del baño camino de su despacho.

Una vez allí se dejó caer a plomo sobre el sillón giratorio de cuero de elevación neumática, que resopló a su contacto, y se recostó sobre el cómodo respaldo. Con el abrecartas plateado en la mano, tamborileando con su punta en el muslo derecho, fijó la vista en el sobre.

¿Y si contuviera ántrax o alguna sustancia desconocida con los mismos efectos o peores de aquel polvillo que tanto amargó a embajadas y cargos políticos en el pasado? ¿Por qué el sobre estaba en blanco, por qué no aparecía un nombre de remitente o de destinatario?

«Es para ti. Ese hombre te lo mostró con claridad», razonó tras sopesar las más pesimistas probabilidades de caer en una trampa letal.

Su siguiente pensamiento aclaró sus dudas.

«¿Por qué todas las personas somos tan previsibles y nos alarmamos por algo que se sale de lo normal?», se preguntó, encogiéndose de hombros. Quizá fuera publicidad o el envío típico de algún engañabobos que la felicitaba por ser la ganadora de un cuantioso premio en metálico a cambio siempre de algo.

—Enséñame lo que escondes. —Habló en voz alta, y su tono le sonó extraño.

Inclinándose sobre la mesa de madera de roble rasgó al fin el maldito sobre. Dentro había una hoja escrita a mano, posiblemente con estilográfica a juzgar por el color de la tinta azul. Leyó aquel texto con cierta aprensión:

¿Oyes gritar a los niños? Pobres.

Por ellos he asesinado. Si lees esta carta, tu compromiso conmigo queda sellado…

Con mis actos he encontrado parte de la paz perdida. Decirte esto me libera, aunque a ti te condena.

Es muy duro comprobar que nadie entiende lo que supone llevar el peso de todo un horror sobre los hombros.

Nadie, salvo tú.

Por eso ejecuto a quien me ha cargado con ese lastre.

Deben reparar la culpa.

Noe cerró los ojos y tuvo que inspirar hondo. Para aquellas palabras no estaba preparada. Alguien había matado y ahora se dirigía a ella por medio de un texto inquietante. Pero… ¿no iría esa misiva destinada a otra persona? Se aferró a esa posibilidad con uñas y dientes. En vano. Lo supo en lo que tardó en recomponerse, abrir los ojos y dar la vuelta a aquel endiablado folio.

No tienes elección, Noelia. Ahora me perteneces. Tu compromiso te une a mí.

Elegirás a mi siguiente víctima entre un hombre trajeado que acude a un centro comercial, a una cita deshonesta, o una bella mujer que busca una historia que la catapulte al éxito que merece.

Solo uno de ellos sobrevivirá.

Tomarás esa decisión. Espero que sea la acertada. Tienes menos de veinticuatro horas para pensarlo.

Este sábado, día 9, a las 17.00, el mismo hombre que te entregó mi mensaje paseará por el puente de Deusto. A su paso, solo debes entregarle una nota con tu elección reflejada en ella.

¿A quién señalarás?

Si incumples, te prometo que dejaré que coja a tu familia. Puedo elegir entre tus padres, Pablo y Ana, o ese ertzaina…, o quizá, pieza por pieza.

Si me fallas, me veré obligado a darte un escarmiento y cobrarme tu traición. Si acudes a la Policía, me enteraré. No lo dudes.

Para liberarte de tu compromiso deberás seguir mis instrucciones y yo te recompensaré ofreciéndote algo que ansías.

Te exhorto a que cumplas por el bien de tus familiares.

Ahora debes reflexionar. Hay tiempo…

He juzgado ya a alguien que conoces. Para persuadirte.

Ayúdame a librarme de estos gritos. Son ellos. Los niños.