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La grabación había acabado y un siniestro individuo vestido de negro y sentado en una butaca ocupó su lugar en la pantalla. Noe vio que sujetaba algo, ¿una grabadora?, en la mano.

«Qué gran daño puede ocasionar mostrar una verdad tan cruel —comenzó aquella voz, imposible de identificar—. Qué difícil resulta convivir con un recuerdo tan terrible. Es algo que siempre me acompaña. Como sus voces. Las de esos niños y niñas a los que no les dejaron comprender… ¿Puedes llegar a entenderlo? Es el momento de difundir aquello que pensaban que moriría en el olvido. La gente debe saber. El horror templa. Amansa al incrédulo. Une a las masas. Provoca lamentos en quien tiene sentimientos. Y ese es mi propósito y también el tuyo, claro. Queremos mostrarlo. Sé que lo deseas tanto como yo, pero eres tan débil que preferiste dejar de luchar. Aunque eso ha acabado, ahora soy yo quien te obliga a sacar la cabeza del cascarón. No tienes otra elección. Y sabes por qué…

»Ahora saldrás de ahí, caminarás hasta la parte trasera de la cabaña y cogerás lo que se encuentra enterrado bajo una cruz de madera. Cuando esté en tu poder, te dirigirás a la estación de tren de Abando y buscarás una de las taquillas de la planta superior. Serás capaz de reconocer cuál. La clave para abrirla es 3-6-4-7. Una vez abierta, cogerás el maletín que hay en el interior y en su lugar, depositarás aquello que tienes que desenterrar. Después busca el mesón Godro en el Casco Viejo. Pregunta por Markus. Entrégale el maletín y márchate. Acude al lugar cuando ya haya anochecido. Es el momento en que te esperan. Pasada la noche, te enfrentarás a tu último encargo. Por la mañana acude a la calle Somera, portal 39 A, tercera planta, a mano derecha. Allí vive la persona que he elegido para contar aquella historia. Ella no sabe quién eres, dile que vienes en nombre de Gloria y lo entenderá. Oblígala a que te acompañe a El Observatorio cuando el día decline. Si se resiste, deberás valerte de la pistola y la munición, que ya habrás descubierto en la cabaña. Es vital que acudáis. Allí encontraréis las evidencias.

»Si cumples dentro de las cuarenta y ocho horas que he establecido de plazo, serás recompensada por tu esfuerzo y te devolveré a las niñas. Si mi redactora no acude por tu ineptitud, esas expectativas se esfumarán para siempre. Entonces no te quedarán alicientes para seguir viviendo y solo desearás ingerir la cápsula negra. Por cierto, ten cuidado con lo que debes desenterrar y evita ser curiosa. El material debe ser manipulado con la máxima precaución o podría explotar… ¿Qué, Noelia, te atreves a seguir? Ya lo creo que sí…».

La imagen quedó congelada cuando el sujeto detuvo la grabadora, se incorporó sobre el asiento e hizo ademán de quitarse la capucha blanca. Sin embargo, solo se le vio media barbilla. Era como un desafío hacia ella, de eso no había duda. Luego la imagen se fundió en negro. No había ni la más remota posibilidad de descubrir quién era ese peligroso demente. Se divertía a su costa. Un reloj marcó las once antes de desaparecer de la pantalla.

Noe se levantó. Necesitaba salir de allí lo antes posible, comenzaba a sentir la amenazaba de una repentina claustrofobia. Dejó atrás el incesante y monótono zumbido de los ordenadores y ascendió por los escalones hecha un manojo de nervios. A oscuras. Cuando se golpeó la cabeza con la tapa del arcón, soltó un exabrupto. Haciendo fuerza con las manos, consiguió levantar la tapa y salió del espacio con relativa torpeza. Caída en el suelo, de espaldas, en ridícula postura, intentó regular su respiración y sus latidos. Tras un par de minutos boqueando como un pez, entendió que por fin había eliminado ese mal aire que parecía haberse pegado literalmente a las paredes de sus pulmones. Al menos había logrado tranquilizarse un poco.

Se dirigió hacia la mesa. Recordó las palabras y las apuntó en el diario que siempre llevaba consigo: la clave de la taquilla, el nombre del mesón, la dirección… No podía olvidar nada. Luego observó la pistola, con una mancha blanca en el gatillo, y los cargadores. No se atrevía a cogerlos. No aún.

Se dejó caer en una de las sillas, sin detenerse a pensarlo cogió una mandarina y empezó a pelarla con la mirada fija en aquella arma corta de fuego. No tenía hambre, era la ansiedad la que decidía sus movimientos. Sus dedos zurdos tamborileaban sobre la mesa mientras acababa de consumir la fruta. Lentamente, la mano derecha fue acercándose a la pistola. El tacto del cargador era frío. Los dedos resbalaron hasta la abertura donde se vislumbraba la bala de tonos cobrizos. Sentía su tacto pulido. Poderosa. Mortífera.

Le sudaban las manos mientras introducía el cargador en la pistola. Las imágenes del vídeo se reproducían una y otra vez en su cabeza. La sala desnuda. La mujer del buzo naranja y la capucha blanca. Los movimientos de aquellos dos hombres. Las cadenas meciéndose de un lado al otro mientras entrechocaban. Y el horror se mezclaba con imágenes de ella misma borracha, imágenes de su hija, porque el dolor tiene mil caras y a veces se disfraza de miedo, y ver la maldad de frente había conseguido asustarla. En un acto de cobardía, volvió la pistola hacia sí y apoyó el cañón bajo la barbilla. Solo tenía que apretar el gatillo y ya estaba; se acabó todo. Tan fácil como instalar una bala en su cerebro. A la mierda con el chantajista.

—Nadie te llorará —se oyó murmurar, estremeciéndose por ello.

«Yo sí, amatxu. No lo hagas». La voz de Vanesa buscó un hueco en su errática mente para hacerse oír, ahora con notable autoridad.

Consiguió meter a duras penas el arma en el bolso gris que llevaba en bandolera sobre el pecho. También tocó el mango del cuchillo y la pequeña caja con la cápsula negra. Tres soluciones para matar. Tres soluciones para morir. Todas a su alcance…

Sacó rápidamente la mano del bolso y con un gesto enérgico lo volvió hacia la espalda. Era hora de continuar con un juego tan macabro como misterioso.

Salió de la cabaña y la rodeó. En efecto. Allí estaba, a unos diez metros de la pared trasera: una burda cruz hecha con ramas gruesas clavadas al suelo. Bajo ella, un montón de tierra apelmazada. Una tumba para una mascota.

Noe miró por los alrededores en busca de una pala. No encontró nada, y en medio de la creciente desesperación que sentía, se dejó caer de rodillas y comenzó a excavar con las manos de forma compulsiva. Arañaba y apartaba terrones de tierra, astillándose las uñas en el proceso. De pronto sintió cómo chocaba con algo duro. Parecía una correa. La agarró con firmeza, e incorporándose poco a poco con las piernas flexionadas, tiró de ella con fuerza. Muy despacio emergió de la tierra una bolsa de deporte envuelta, a su vez, en una bolsa de plástico transparente.

La mujer arrancó el plástico con violencia y se agachó. La bolsa era negra y ancha. Mucho más grande que una mochila. En la cremallera había un candado con una argolla. Tuvo la tentación de abrirla, pero las palabras del criminal, avisando de un material frágil que «podría explotar», le hicieron retroceder un vacilante paso. De pronto reparó en el tiempo transcurrido. No llevaba reloj, pero por la posición del sol, intuyó que debían de ser entre la una y las dos de la tarde. Tenía que darse prisa.

En aquel momento se le presentó el gran inconveniente. ¿Cómo iba a salir de ahí? ¿Andando? ¿Más de diez kilómetros hasta la estación de tren? Para complicar las cosas, el móvil había dejado de funcionar. La batería estaba agotada. Con tiento se colgó al hombro la bolsa de deportes. Pesaba mucho. ¿Qué contendría?

Llegó hasta la fachada principal de la cabaña. La desazón la invadía. Y cuando más negro se le mostraba el panorama, se le presentó la solución. Esta se hallaba bajo la tejavana. Una moto de gran cilindrada, acostada contra el muro y con las llaves puestas. Como esperándola. Sin perder un minuto, Noe acomodó la bolsa en la parte trasera y subió de un salto a la moto. Llevaba mucho tiempo sin conducir una de ellas y el permiso probablemente estaba ya caducado. Pero tenía que partir. Cargar con una multa no le preocupaba, y menos ahora, así que accionó la llave y le dio gas.