40

Noelia lo había escuchado. Había descubierto la grieta horizontal de la pared. Pasaron largos minutos conversando en susurros. Yago intentaba animarla mientras trataba de calcular el modo de escapar de aquel maldito armario. Y no solo eso… ¿Cómo podía llegar hasta aquella mujer a la que amaba de verdad? ¿Había tenido que ocurrir aquello para darse cuenta de lo mal que había hecho las cosas? Ahora lo sabía. Nadine era pura pasión carnal, brasas en el lecho, pero no la amaba. Al menos, no con el corazón.

—Tranquila, encontraré la manera de llegar hasta ahí —la animó.

—¡Vete, Yago, corres peligro!

—Eso jamás. Nunca me iré sin ti —afirmó con absoluta convicción.

Pero por toda respuesta ella le arrojó un jarro de agua fría:

—No soy nada en tu vida. Aléjate, por favor.

—No es cierto… —Yago notó seca la garganta, pero también una especial emoción al expresar sus renacidos sentimientos—. Tú lo eres todo para mí. ¡Te quiero! —Esas frases abarcaban muchas cosas.

Un silencio reflexivo se apoderó del ambiente.

Todo estaba dicho.

Y de pronto llegó a sus oídos el llanto de Noe. Lloraba por lo que aquellas palabras soñadas significaban. Y porque ella tampoco había dejado jamás de quererle.

Al otro lado de la grieta, viendo sus lágrimas y también su sonrisa, su ex se sintió rejuvenecer más de veinte años. Ella sentía lo mismo. Le palpitaba el corazón como a un adolescente a punto de besar a su primera novia. Pero de pronto un crujido lo distrajo.

Habían abierto una trampilla en el suelo, aunque nadie apareció.

—Si me pasa algo… Vanesa… Yago, tienes que liberarla, por favor —rogó ella con marcada angustia en la voz.

—¡No! No pienses eso. Lo haremos juntos y…

Unos ruidos horribles silenciaron las palabras del oficial de la Ertzaintza, y su experiencia profesional los reconoció al instante: eran disparos y habían sonado muy próximos. Transcurrió un eterno minuto de tensa incertidumbre hasta que las detonaciones volvieron a repetirse, esta vez más cerca, al otro lado de la trampilla. De improviso un hombre ascendió por ella y la cerró bruscamente con el peso de su cuerpo.

—¡Jon! —Era la voz de Noe.

Yago Mellado valoró su buena suerte. Allí estaba su objetivo. A quien debía matar si quería impedir el brutal atentado y recuperar a su hija. Las fotografías que dejó el extorsionador en su casa lo acusaban. En una se le veía siguiendo a Nadine; en otra, entrando en la clínica treinta minutos antes de que la golpearan, la hora y el día señalados en el ángulo inferior de la instantánea. Había otras imágenes, claro, donde se le veía estrechando la mano a un tipo con pinta de nórdico; recogiendo un maletín; contando bolsas de foxy; observando una cama llena de fajos de billetes; en un reservado, junto al mismo tipo; recibiendo los favores sexuales de dos hembras esculturales… Las fotografías que más le irritaron fueron las que mostraban a Jon vigilando a Vanesa.

«¿Por qué, Jon? ¿Por qué a mi hija? ¿Qué pretendías con ello, cabrón? ¿Por eso me ayudaste a buscarla? ¿Acaso la necesitabas?», pensó para sí, sabiendo de antemano que todas eran preguntas sin respuesta.

«¿Te atreves?». La pregunta que le había lanzado a modo de reto el chantajista le asustó al principio, pero ahora no… En ese momento estaba muy claro que se atrevía a todo y más. Jon Ríos Madariaga era un malnacido que se valía de su puesto privilegiado como suboficial de la Ertzaintza para llevar a cabo sus chanchullos y fechorías. Y además, había agredido a Nadine y perseguido a Vanesa… Aquello superaba con mucho los límites de su resistencia.

No dio crédito cuando su compañero de trabajo se levantó y alzó el brazo para apuntar con su propia pistola. La de Yago. La misma que escondía en el garaje. La raya de pintura blanca en el gatillo resultaba inconfundible.

Y el blanco era Noelia.

Solo le quedaba una opción. Tenía que haberlo matado mucho antes. Comprendió tarde que había esperado demasiado tiempo…

Trató de introducir la reglamentaria de Jokin Sagasti por la ranura, pero el cañón no entraba. «¡Vamos, tengo que impedirlo! ¡Tengo que impedirlo!», se desgañitó, en sus negros pensamientos. Ansioso, giró la mano y volcó la pistola para colar el cañón en el hueco. Sujetando la culata con la mano, y con esta, a su vez, en el mentón para poder mirar, se preguntó si en esa inusual posición podía hacer blanco. Era difícil, dada la postura. Tal y como estaba, no podía asegurar que el cañón apuntara en realidad a Jon.

—¡No lo permitiré! —había resonado la voz de su compañero, al parecer corrompido hasta la médula.

Yago cerró los ojos y disparó hasta cuatro veces. Se golpeó el mentón con el retroceso del arma, pero ese dolor era soportable en comparación con la tensión que vivía.

Dejó que el humo de la pólvora se dispersara. Había un fardo humano en el suelo. Era Jon. Se llevaba las manos al cuello. A los pocos segundos sus miembros se relajaron y expiró. Había salvado a Noelia. Había salvado a la persona que amaba. Retiró la pistola y miró por la ranura…

¿Dónde estaba su ex?

La cama vertical se encontraba vacía. Los amarres todavía colgaban. No podía ser. Era imposible. Se había esfumado como por arte de magia.

Intentó girarse para salir de aquel armario, pero su corpachón no le permitía maniobrar en tan reducidísimo espacio. Aquella pesadilla no había terminado. Había cumplido con lo que se le exigía, pero ¿ahora qué tocaba?

Alguien estaba moviéndose a su espalda, al otro lado del armario. Yago se preparaba para lo que pudiera venir porque más allá de eso, estaba vendido. Se resignó a su suerte. Ni siquiera la pistola de su superior podía ofrecerle allí garantías de supervivencia.

La puerta se abrió. La luz inundaba el espacio.

Noelia frente a él. Mirándolo. Con la respiración agitando su pecho.

Yago se lanzó aliviado en sus brazos. La apretó contra sí. La besó con ansiedad, como nunca. Ella correspondía a sus besos. De pronto apartó sus labios de los de él para exclamar con gran alivio:

—¡Sé dónde está Vanesa!

Desconcertado, Yago quiso preguntar algo, pero se vio arrastrado por Noe. Sortearon puertas abiertas y llegaron así a un patio trasero con un muro. En él había una puerta metálica abierta. Pasaron por allí y corrieron hasta alcanzar una gran explanada de hormigón que los condujo hasta las cocheras del metro. La reglamentaria de Jokin Sagasti abriéndoles camino.

Entraron al fin en su interior, tras franquear una nueva puerta metálica. Allí había cuatro vagones de metro que estaban siendo pintados y reparados. De uno de ellos surgían murmullos, susurros…

Un momento. No, no era eso.

Alguien estaba canturreando.

Una voz adolescente.

Guiados por el familiar sonido, Noe y Yago entraron en el vagón. Los asientos los ocupaban niños desaliñados de miradas ausentes y rostros cenicientos. La mayor, en medio de todos, entretenía a los pequeños, que la observaban en silencio y sin disimular su agotamiento.

Vanesa los vio llegar al instante y, alborozada, corrió hacia ellos para fundirse los tres en un abrazo eterno.

—Te quiero, te quiero, te quiero, cariño mío… —repetía Yago a su única hija, con los ojos húmedos.

Una pequeña llegó hasta ellos y Noe la abrazó con especial ternura. Era Zaira, que, como siempre, se dejaba querer.

Dos horas antes, la llamada a un periódico para dar el aviso. La Ertzaintza, monitorizada su atención en la gran estación ferroviaria de Abando por aquellos supuestos artefactos ocultos en una taquilla. Bilbao rugiendo a la noche como nunca. La atención de los agentes y periodistas en aquel aviso; la circunstancia ejecutada para desviar la atención sobre lo que iba a ocurrir y había ocurrido en AVESCO.

Aldo Yáñez, subido a su Yamaha 250 cc, tenía puesto el casco y se preparaba para salir. Miró el edificio y no le tembló el pulso al apretar el botón que haría detonar las cargas explosivas del sótano.

Con un ruido ensordecedor, AVESCO se vino abajo.

Había esperado hasta que Noe y Yago alcanzaron la profundidad del suburbano. Debían de haberse reencontrado ya con su hija, con Zaira y con aquellos otros veintisiete niños. Donde se encontraban, estaban a salvo de la fortísima explosión.

Todo estaba planeado. La caza había sido provechosa.

Ahora no podían dejar pistas.

Todos los espacios que habían creado en los sótanos, a lo largo de tanto tiempo y trabajo, no eran ya más que escombros. Pedazos de cascotes amontonados sobre los cadáveres de los necios. Hasta el último movimiento había sido el adecuado y justo. Siguiendo las instrucciones, entró por la puerta falsa que existía tras la cama elevada en vertical donde estaba atada Noelia y que había servido de escondite para poder desatar a quien consideraba su amiga. Mientras, aquel ertzaina a lomos de las alucinaciones de foxy levantaba la pistola para disparar contra ella.

Mellado había estado especialmente torpe. Ninguna de las cuatro balas que disparó a través de la ranura había logrado impactar en el cuerpo de su compañero del CIDE. En realidad eso era lo que buscaban al encerrarle donde lo hicieron. No le habían elegido para ser el responsable, aunque se lo hubieran pintado de tal forma desde el principio. Fue el propio Aldo quien abatió a Jon Ríos con dos certeros disparos. Uno en el cuello, el otro en el pecho. Sacar de allí a Noelia no le llevó luego más que unos pocos segundos; y menos de un minuto conducirla hasta el armario donde estaba encerrado su ex. Con el pasamontañas puesto, le dio a Noelia el mapa con el camino trazado para salir del edificio y llegar por fin hasta Vanesa.

—¿Quién eres, por qué te cubres? —le preguntó esa a quien bautizaron como Nadia en su vida previa.

Aldo quería decírselo, pero no podía. Ya era tarde. La miró a la cara. Nunca estuvo de acuerdo con el plan trazado por el jefe para llegar hasta aquellos rusos, y utilizar a Noelia como cobaya, pero no podía contradecir órdenes. Si el jefe la había puesto en la diana por algún asunto que los atañía a ambos, él no eran quién para rebelarse. Odiaba que entre todos hubieran angustiado a su amiga con llamadas y mensajes, y también que hubiese corrido peligro. Sin embargo, todo ello había tenido al fin y al cabo su recompensa.

—Adiós. Perdóname por haberte utilizado de una forma tan cruel —dijo en voz queda, y salió de allí.

En su profesión estaba prohibido llorar, pero nadie podría reprochárselo si el pasamontañas ocultaba sus lágrimas. Nadie podía tacharle de ser un mercenario. Él sí tenía sentimientos…, y mataba por sistema. El sistema que había impuesto quien los contrató para ejercer de justicieros contra aquellos que osaban aprovecharse de los niños. Esa era la idea de la Agencia. Sabían que poner a disposición judicial a los verdugos los conduciría a penas cortas en la cárcel, cuando no a quedar liberados a las setenta y dos horas bajo fianza gracias sus hábiles abogados. Eso no era lo justo. Ahora la Ley la dictarían ellos. A su manera. Con la letal justicia que era necesaria…

Volvió a mirar el edificio derrumbado, que ahora aparecía encogido como un acordeón. Ningún cascote de grandes dimensiones había caído sobre el Seat Alhambra, en cuyos asientos traseros acababa de colocar el cuerpo de Jon Ríos para que fuera señalado como único culpable, junto a una documentación generosa. Dos meses de vigilarlo paso a paso habían dado sus frutos. Al menos a Aldo Yáñez no le cabía la menor duda de que era un corrupto: sabían que llevaba tiempo infiltrado y tal vez sus intenciones eran buenas, pero en su situación era sencillo perder de vista la línea que marca la justicia y el ertzaina lo había hecho. Había olvidado que no hay metas que justifiquen el dolor de los inocentes. ¿Acaso no seguía órdenes de su jefe, y este de instancias superiores? Sí, pero la decisión final de un hombre solo a él le pertenece y en determinados momentos —y más si hay niños de por medio, pensaba Aldo—, nadie puede resguardarse tras la excusa de la obediencia. El ertzaina se había aprovechado de algunas de las menores explotadas por Yuri y había tratado de secuestrar a la hija de Noelia como cebo, y eso era algo que la Agencia no estaba dispuesta a excusar, ni aun cuando Ríos lo hiciera para reforzar una coartada que de otro modo hubiese hecho agua.

Ahora las pruebas —las instantáneas— habían sido manipuladas para mostrarle como un corrupto en toda regla. Como en otros casos —con el vestido de la comunión en casa de Yago, o las calaveras de atrezo en el interior de AVESCO—, Aldo estaba al frente del escenario: en sus funciones, esta vez, crear el panorama preciso para dirigir sus intereses hacia el siguiente paso. Eso mismo buscaban ahora. Los especialistas de la Científica encontrarían material harto elocuente, con fotografías de Ángel Márquez, Frederick Ramiro y Jaime Ribas, y en el dorso de ellas el mismo mensaje: «Elimínalos». Otras instantáneas, estas sin trucar, lo descubrían haciendo tratos con Nilsson, esnifando cocaína o aprovechándose de tiernas jovencitas menores de edad. Imposible justificarlo, y aún más siendo padre de familia como lo era. Con sus actos, el suboficial de la Ertzaintza buscó menciones de honor sin percatarse de que ponía en la diana a sus seres queridos…

Para la Agencia, en fin, Jon Ríos Madariaga había sido un daño colateral y el hecho de que fuera tras Vanesa lo había acelerado todo. Eso, unido a que se aprovechó de su posición para hacer tratos con aquellos mafiosos, fue motivo suficientes para liquidarlo, por mucha misión que estuviera llevando a cabo. Aparte, para Aldo se trataba de algo personal: antes de la creación del CIDE, Ríos fue el responsable directo de la investigación de los asesinatos de Lucinda e Iván, y en su momento encubrió a Hans Nilsson, «el Danés», para ganarse su confianza, sin descubrirle que era ertzaina. Buscó la gloria y halló la deshonra.

Las barras de acero, guardadas en la trasera de la monovolumen, junto a las capuchas y el ropaje negro, dictaminarían su implicación en el ataque a Nadine en la clínica odontológica. Tenían al perfecto cabeza de turco, alguien que ya no podría defenderse.

Los compañeros de Aldo en la Agencia se habían llevado el BMW X5 blanco para enterrar a Jaime. En el todoterreno iban las fotos, las sacas con cartas y los juguetes que Yago Mellado había visto; no podían dejar nada que los incriminase, y lo que este oficial dijera al respecto no pasaría de ser una opinión personal sin fundamento alguno; algo que, en síntesis, caería por su propio peso por la total ausencia de pruebas.

En cuanto a Jaime Ribas… ¡Bien merecido se lo tenía!

Lucinda Ribas era una mujer extraordinaria. Aldo se enamoró de ella mucho antes de que la asesinaran, y también se encariñó de su hijo, Iván… El cabrón de su hermano Jaime, por entonces enganchado a la droga, le dijo a aquel nórdico, el Danés, dónde vivían para procurarse un chute de «caballo». El marido de Lucinda, encerrado en prisión, les debía una cuantiosa suma de dinero, así que el Danés asesinó a Lucinda e Iván como represalia y poco después el cabeza de familia se ahorcó en su celda… ¡Un hermano! ¡Su misma sangre! Jaime era el culpable de aquello, y habían logrado que lo pagara. Cuando descubrieran su cuerpo —cuando Noelia, recordando la tarde en que huyó de allí con Alma, les dijera dónde estaba enterrado, o cuando ellos mismos lo hicieran con una llamada— y lo desenterraran, todo cobraría sentido. Para entonces, ya habría colgado en internet el vídeo en el que se veía cómo Jon Ríos apaleaba a una supuesta Nadine, con un ensañamiento inusual, en el centro donde trabajaba. Lo montarían para que pareciese que el hacker chantajeaba con él al ertzaina, y que lo había dispuesto para que se subiese a la Red si a él le ocurría algo. Otra prueba más para remarcar la culpabilidad de Jon Ríos y alejar toda investigación de terceros caminos que condujesen hasta la Agencia. Justo por ese mismo motivo habían exigido a Jon el bolso de Noelia: ese nuevo diario llevaba sus nombres, los recuerdos de aquellos últimos años, mejor que no apareciesen siquiera. Para Aldo, la muerte de uno y otro hacía al fin justicia a Iván y Lucinda.

Después de aquel terrible suceso, Aldo había deambulado durante mucho tiempo sin rumbo. Hasta que conoció a Thor. Fue él quien lo reclutó para la Agencia tras valorarle concienzudamente en las sesiones de terapia. La casualidad los llevó a conocerse en aquel espacio tan doloroso que era parte de sus reuniones de alcohólicos. Por entonces, Thor ya pertenecía a la Agencia; su historia común de pérdidas, aunque dolorosa, había sido el enlace entre ambos.

Así las cosas, Aldo no lo pensó mucho. No tenía nada, la soledad era una carga diaria sobre su frágil ánimo. El tiempo fue generoso. El hermano de aquel mafioso conocido como «el Tarántula» se les escapó de milagro. Se ocultaba en los sótanos de la institución. Quien los llenó de gloria fue Saúl Bellas, antaño llamado doctor Richards, cuando su pelo no era canoso y no había retocado su rostro con cirugía estética para ocultar su verdadera identidad…

Aldo Yáñez aún recordaba aquella bayoneta de colección que guardaba en casa y que utilizó para llevar a cabo su primer ajusticiamiento. Creyó que sería incapaz, pero una vez hundida esa arma blanca de combate hasta la empuñadura, no sintió remordimiento alguno. Es más, lo disfrutó. Fue su primera víctima y al matarle pensó en Lucinda, en Iván, en niños sin suerte a los que aquel malnacido había teñido de desgracia y de mortalidad. Para aliviar aún más el menor atisbo de culpa, ya habían encontrado una cámara secreta en el despacho del doctor Bellas, y se llevaron consigo todos los vídeos grabados que aparecían catalogados en las estanterías. Después de verlos, los tiraron al Cantábrico… Todos menos uno, por expreso deseo de Gloria. Aquel donde dos ricachones la vejaron siendo una adolescente y que había servido para horrorizar a Noe, Alma y Yago, y por supuesto, a todos los miembros del grupo CIDE que lo vieron en aquella cabaña en Galbarriatu.

Poco tiempo después de conocer el paradero de Yuri Eremenko, y gracias a ellos, Mellado se llenaría de gloria con el chivatazo que recibió, y a través del cual su Cuerpo policial decomisó una gran cantidad de dinero y drogas experimentales. Un sucedáneo de estas fue lo que el doctor Bellas recetó a Noelia, cuando por fin la reconoció como aquella menor de la que se había encaprichado el Tarántula.

Tras conocer en lo que estaba metido el doctor Bellas y acabar con su vida, Aldo rompió la botella donde se encontraban los deseos de futuro de todos sus compañeros de terapia. La de Manuel estaba en blanco. Tardaron lo suyo en descubrir que en realidad trabajaba de «topo» para los rusos, a través de Bellas. Era un hombre de Yurkov, un infiltrado que tenía por misión controlar a un tiempo al doctor, y por otro a sus pacientes, para verificar las reacciones de los medicamentos de Bellas. Tuvieron que hacer que su muerte pareciera un suicidio.

El mensaje de Noelia le impactó. A Gloria le hizo llorar cuando se lo enseñó:

Voy a perder a mi marido y a mi hija. Lo único que espero del futuro es que el tiempo cure las heridas, y que algún día podamos estar de nuevo juntos. Si no, no sé qué será de mí. Daría mi vida por recuperarlos. Sin ellos no vale nada. No vale nada.

Aldo arrugó el mensaje que llevaba consigo desde que rompió esa botella, y tras hacer una irregular bola con él, lo arrojó a la papelera que había junto a la moto. También dos fotografías, en las que Lucinda e Iván aparecían juntos, sonrientes. Prendió un fósforo y lo echó a la papelera. Tenía que darse prisa, pues solo unas calles más abajo se encontraba el cuartel de la Policía Municipal de Basauri, y sus miembros habían reaccionado de inmediato ante el estruendo que acababa de perturbar la paz nocturna y sus crucigramas a medio hacer. Al menos, las sirenas horadaban las primeras luces del alba, cubierta ahora por un velo de polvo. Cuando por la abertura de la papelera surgió la llamarada, Aldo bajó la visera del casco.

En el bolsillo interior de la chaqueta llevaba el diario de Noelia. Aquel que había requisado de su bolso, y que contaba los días desde la terapia en El Observatorio. Nadie debía saber sobre ellos.

Bueno, sí. Aquellos malditos asesinos para quienes los niños eran únicamente un negocio, «mercancía», el más lucrativo de todos.

«En tiempos rotos hay que pasar a la acción y no vivir de la intención. Ese momento está aquí. Entre nosotros», pensó Aldo al tiempo que daba gas a la moto.