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Aquella fue sin duda la carpeta que más llamó la atención de Alma Reyes:

Me llamo Nadia Butalkin y tenía doce años cuando ocurrió todo. Por entonces, la Unión Soviética aún no había comenzado su desmembración. Vivía en Brest, importante nudo de comunicaciones ferroviarias entre Moscú, Berlín y Varsovia. Para adecuar el emplazamiento de mi ciudad al tiempo presente, diré que está ubicada en el país que hoy en día se conoce como Bielorrusia. La Rusia Blanca, con inviernos fríos y veranos frescos y húmedos. Ahí es, junto a la frontera polaca, donde comienza mi historia. Intentaré acordarme de todo cuanto sucedió, así que iré poco a poco.

Vivíamos a casi un kilómetro de la ciudad, en una colina fértil donde mamá cultivaba la tierra. Mis padres y mi hermana Simona. ¿Dónde? En una triste cabaña. Las velas y las lámparas de aceite, cuando las teníamos, nos permitían distinguir nuestros rostros cuando la noche llegaba, porque carecíamos de energía eléctrica, y solo disponíamos de una chimenea de piedra para calentarnos. Por supuesto, la leña era imprescindible en nuestro hogar; y no pocas veces tanto Simona como yo acompañábamos a nuestra madre al bosque en su busca. Tampoco teníamos agua potable. La que usábamos nos la proporcionaba el viejo señor Igor Veretiko, un cascarrabias que vivía solo en un caserón próximo a nuestro hogar, con un pozo profundo dentro de su propiedad. A cambio mamá limpiaba su vivienda tres veces por semana, mientras nosotras esperábamos fuera acarreando el agua en bidones y cubos. Las visitas nunca sobrepasaban la hora, y cuando mamá volvía, despeinada y con el rostro contraído en gestos de dolor, nosotras teníamos llenos todos los recipientes. Yo le preguntaba a mi mamá qué hacía en el interior de la casa de aquel hombre y ella siempre me decía que trabajar, pero veía la mentira en sus ojos cada vez que rehuía los míos. Mi hermana mayor, que tenía cuatro años más que yo, sí sabía lo que el viejo le hacía a mamá, pero nunca me explicó nada. Tuve que descubrirlo yo misma un día, mientras los espiaba y escuchaba los jadeos de él.

Papá podía haberlo evitado, pero lo cierto es que era un extraño para nosotras. Acudía a nuestro lado apenas seis días al año. Según mamá, trabajaba en el Parque Nacional de Belovezhskaya Pushcha, donde, por lo visto, era vigilante veinticuatro horas al día. Como quedaba a setenta kilómetros de casa, el trabajo impedía a papá hacer vida de familia. Su ausencia nos obligaba a malvivir y permanecer desprotegidas en aquella colina adonde nunca llegaban los repartidores de leche, ni tampoco el pan caliente. Era mamá quien una vez por semana bajaba a la ciudad para volver con alimentos, no siempre frescos, a cambio de los productos de nuestra huerta y de las pocas monedas que quedaban en el viejo cuenco de arcilla de nuestros ahorros. Cuando papá regresaba era todo un acontecimiento. No reconocíamos a aquel hombre barbudo y desgreñado, con ropa sucia y maloliente, pero siempre traía monedas para mamá y una tarta para nosotras. Mientras mamá lo ayudaba a asearse, tanto Simona como yo dábamos cuenta de aquel manjar. Nuestra felicidad ni siquiera se veía alterada por el sonido de los muelles de la cama, ni aquella especie de gruñidos que dejaban escapar tanto una como otro. Cuando reaparecían ante nosotras —papá ya era papá gracias al afeitado— llevaban una sonrisa cómplice. Nosotras no podíamos ni levantarnos con la tripa hinchada y los labios manchados de nata, y nos entraba la risa floja, hasta acabar llorando de emoción tendidas en el suelo.

El poco tiempo que papá pasaba en casa lo asaltábamos con las mismas preguntas, y él, pacientemente, correspondía a nuestros ruegos. Nos hablaba del parque donde trabajaba, del bosque de Belovezhskaya, de su gran riqueza de animales y plantas; nombres de especies que muchas veces nos resultaban desconocidas y que él enumeraba exhaustivamente. Nos hacía pensar en una especie de lugar mágico que por las noches ocupaba el espacio de nuestros sueños. Quiero hacer mención de todo esto porque, a la larga, la curiosidad que nos despertaban tantos árboles y animales terminaría llevándonos a un momento crucial… En fin. Siempre acabábamos con la misma petición por nuestra parte:

—¿Cuándo nos llevarás a ese sitio tan maravilloso?

E idéntica promesa por la suya:

—Algún día, mis niñas.

Nuestra insistencia tendría su premio. Pero para cambiar nuestra vidas…

La última semana que vimos a mamá, ella la pasó llorando. Una tragedia había logrado conmover su fortaleza. Habían encontrado a su hermano, que vivía en Minsk, muerto a orillas del río Prípiat. A decir verdad, la muerte de mi tío me dio igual. No podía comprender por qué no ayudaba a mamá, siendo una persona de grandes recursos económicos, ni tampoco por qué llevaba más de tres años sin visitarnos. ¿Tan poco le importábamos? Pero para mi madre aquello resultó una conmoción. La trágica noticia nos llegó de labios de papá, que se presentó sin avisar, con un extraño permiso de siete días en el zurrón. Fue papá quien acudió al entierro, mientras Simona y yo nos encargábamos de las tareas del hogar. Mamá se había atrincherado bajo la manta de su jergón y no salió de allí en toda la semana, rehusando la comida, haciendo sus necesidades en una jofaina y temblando con la mirada perdida en un techo siempre a falta de una mano de pintura.

Al séptimo día, papá regresó al hogar, se encerró con mamá y nos pidió que saliéramos al campo. Sin saber lo que nos esperaba, Simona y yo cogimos nuestros juguetes y obedecimos. Nosotras, ya adoctrinadas en la lectura y la escritura por mamá —pues no teníamos medios suficientes para acudir a la escuela— llamábamos «juguetes» a los cuadernos que un par de años atrás mamá nos había dado tras una visita al viejo señor Veretiko.

A Simona le encantaba dibujar y, además, lo hacía muy bien. Como tenía de sobra dibujado todo el paisaje que rodeaba nuestro hogar, en los últimos meses había comenzado a dar forma, aun sin conocerlos, a aquellos árboles y animales de los que nos hablaba papá en el bosque de Belovezhskaya Pushcha. Yo, por mi parte, utilizaba el cuaderno para escribir. Describía los días como estados de ánimo. Sobre todo me fijaba en el cielo, en sus nubes, en las estrellas, en el sol, la luna, en los pájaros que cruzaban como flechas. Escribía las cosas tal y como las apreciaba. Pero en la última semana había variado mi idea. No se lo conté ni siquiera a Simona, pero había comenzado a escribir sobre esa enfermedad que desgarraba a mi mamá y que yo no sentía por mi tío: la pena.

Me encontraba recostada contra la espalda de mi hermana, ambas sentadas en la hierba. Ella estaba pintando un árbol con pájaros posados en las ramas. Yo, por mi parte, reflejaba en mis páginas el regreso de papá, y cómo ese día habían aparecido restos de sangre en la jofaina que limpié, junto con la orina de mamá. A lo lejos, pasaban ante nuestros ojos los convoyes ferroviarios que emitían penetrantes silbidos de aviso ante el paso a nivel sin barreras, unos de mercancía, los más largos, y otros de pasajeros.

Un alarido precedió a la salida de papá de la casa. Recuerdo que se me pusieron los pelos de punta, y que incluso se me resbaló el cuaderno desde mis rodillas hasta el suelo. Nos levantamos alarmadas. Queríamos preguntarle a papá qué ocurría, pero él ni siquiera nos oía. Nos dijo que teníamos que marcharnos. No entendíamos nada, pero nos tranquilizó cuando dijo que mamá se pondría bien. Añadió que en breve llegaría un médico para atenderla, y también que había elegido precisamente ese día para que lo acompañáramos al bosque de Belovezhskaya Pushcha, a conocer todo aquello por lo que tanto habíamos suspirado.

Sin duda Simona era reticente a subir al viejo vehículo de papá; no en vano tenía dieciséis años recién cumplidos y era más astuta que yo, pero acabó sucumbiendo a la petición de nuestro padre cuando este le mostró las fotografías de bellos parajes que guardaba en la guantera. La hora y media que duró el trayecto se hizo muy pesada, y papá no abrió la boca. Sujetaba el volante con fuerza y no apartaba la vista de la carretera. Su cara era una máscara inescrutable. No sabría decir si estaba preocupado o no. En ese entonces quería pensar que sí. Amaba a mamá y sufría por ella, nervioso porque no estaba en su mano curarla o quizás alejándose por ese mismo motivo, para no sentir el padecimiento desde cerca. La dejaba en manos de un médico que le sajaría el mal de cuajo. En aquel momento de mi infancia, de mi inocencia, es lo que quería creer. Papá nos alejaba de la angustia buscando la paz y el sosiego que solo la naturaleza podía ofrecer, para que no sufriéramos más. Qué ignorante era por aquel entonces.

Tengo que confesar que lo que vi ante mis ojos al bajar del coche me hizo olvidar por un instante a mamá. Si era eso lo que esperaba papá, lo había conseguido. Simona lloraba de alegría, como yo, con esos ojos llameantes suyos encendidos ante el poder que emana de la naturaleza. Por fin estábamos en el parque que nos tenía encandiladas. El color verde era un resplandor que hipnotizaba y que llegaba desde todas partes. Ayudaba a ello el espléndido día que hacía, con un cielo limpio y un sol poderoso que desparramaba su energía sin paliativos. Los problemas de mamá quedaron atrás, vencida nuestra voluntad por centelleantes arbustos, gigantescos árboles de tronco grueso y multitud de sonidos que nacían del interior del frondoso bosque, sin duda provenientes de animales desconocidos que parecían aprobar nuestra llegada.

Entonces se acercó hasta nosotros un vehículo con el techo y los laterales al descubierto. En el interior se acomodaban tres hombres, dos de ellos armados con escopetas de caza. El tercero arrastraba los bultos pesados de varios animales. De pelaje entre pardo rojizo y amarillento, tenían la apariencia de gatos gigantescos, con orejas puntiagudas salpicadas de sangre.

—Los linces ya empiezan a temer al gran Yurkov —dijo mi padre, dirigiéndose a uno de los hombres, que vestía traje de explorador y lucía una cicatriz desde la nariz hasta la sien, bajo el ojo izquierdo. Este le pasó la escopeta al acompañante y se acercó a nosotras. Nos estudió detenidamente, prestando más atención a Simona. Sus ojos eran oscuros e impenetrables. Luego sonrió, encendió un puro que guardaba en el bolsillo de su camisa y exhaló el humo sobre nosotras.

—Tus hijas, ¿verdad? Mmm, son muy apetitosas. Nos reportarán muchos beneficios.

Papá escuchó sus palabras y agachó la cabeza como avergonzado, o tal vez era solo una reverencia ante aquel hombre que me ponía los pelos de punta. En ese momento quise gritar a papá que quería marcharme, pero me lo replanteé al observar su completa sumisión. ¿Por qué permitía aquellas palabras? ¿Acaso no iba a hacer nada por nosotras?… Lo hizo. Nos entregó al hombre de la cicatriz. Sus sicarios nos ataron las manos y nos arrojaron sin miramientos a la parte trasera del vehículo. Nos manchamos con la sangre dejada por los linces en la tapicería. Vimos cómo una inesperada ráfaga de viento alzaba al aire nuestros cuadernos, cómo los desgajaba y enviaba decenas de hojas entre los árboles que tanto nos habían maravillado.

—¡Papá! ¡Papá! —Me desgarré la garganta gritando. Quería su ayuda. Su amor. Que nos guiara por aquel bello lugar. Pero me silenciaron con una cinta adhesiva que enseguida empapé con mis lágrimas.

Miré a mi hermana, y entonces me asusté más. No gritaba ni lloraba, ni luchaba por desatarse. Se había dado por vencida, conformándose con el camino que el destino nos había asignado. Me susurró un «te quiero». Luego nos pusieron las capuchas y la visión se extinguió, al tiempo que el vehículo se ponía en movimiento. No tardaría en dormirme, medio ahogada por la incómoda cinta que sellaba mi boca. Tiempo después me despertaron a empujones, alguien me sacó del vehículo y me condujo, todavía con la capucha cubriendo mi cabeza, hasta el interior de un edificio frío y húmedo, con un fuerte olor a orines que daba náuseas.

No sé cuánto permanecí allí, consumiéndome en mis negros pensamientos sobre el futuro, pero al fin alguien abrió la puerta y cayó de rodillas a mi lado.

—Si te portas bien, te liberaré. Si has comprendido, asiente con la cabeza. Si te revuelves o gritas, te pegaré —me avisó un hombre.

Por supuesto que asentí. Esa voz me daba una posibilidad. Una posibilidad para respirar. Para que la sangre volviera a circular por mis entumecidas muñecas.

Primero me quitó la capucha. Me cegó con la linterna que llevaba en la mano y aprovechó para quitarme la cinta de un tirón. Me despellejó los labios, aunque conseguí ahogar el grito de angustia que nacía en mí. No podía ver nada, pero sentí libres mis muñecas.

—¿Cómo te encuentras? —Quiso saber.

—¿Dónde estoy? ¿Dónde está Simona?

—¿Cómo te encuentras? —repitió.

—Ciega.

—Se te pasará. ¿Algo más?

—Me duele la espalda.

—Te daré un analgésico.

Tras introducirme una pastilla en la boca, me ayudó a tragar con agua. Me aferré con ansiedad a su mano para evitar que apartara la botella de plástico. No opuso resistencia, y permitió que vaciara con ansia todo su contenido.

—Ahora descansa. Pronto tu vista se aclarará. Entonces descubrirás dónde está tu cena. Aliméntate y duerme; mañana conocerás el resto —anunció aquel desconocido.

—Por favor, mi hermana… —supliqué, con el corazón en un puño—. Dígame dónde está.

Escuché un suspiro. ¿Una vacilación por parte de mi carcelero?

—La están preparando para ser ofrecida —sentenció, en tono glacial.

La puerta se cerró bruscamente. Me quedé sola, y poco a poco mi vista se adaptó a la penumbra. Estaba encerrada en un cuarto vacío, y en la pared habían dibujado una enorme tarántula con luminiscencia verde. Me acerqué. En el techo del cuarto no había bombillas, la única luz que me llegaba procedía del resplandor fosforescente de ese dibujo terrorífico. Aquellos ojos negros pintados me transmitían la verdad. Mi vida iba a ser tan fría y oscura como las cuencas de aquel repelente bicho.

La noche la viví entre continuas pesadillas. La última era real, pero no me di cuenta hasta que me sacaron del cuarto a empujones. El carcelero era un hombre grande; casi tocaba con su afeitada cabeza el techo y vestía como un militar, con uniforme de camuflaje. Llevaba un juego de llaves colgando del cinturón y un bate de béisbol serrado por la mitad. Me guio por aquel camino, que más bien parecía el túnel de una mina de carbón, y así llegamos ante una puerta muy antigua, rematada en un arco en su parte superior.

Arriba nos esperaba una mujer alta y gorda —las carnes de sus brazos se agitaban a cada paso que daba—, que se acercó a mí, me obligó a abrir la boca con sus asquerosas manos, y me recorrió dientes y encías con unos dedos que parecían salchichas. Después dirigió su estudio a mi melena rubia, sin duda en busca de piojos. Para entonces, estábamos las dos solas en aquel sitio. El carcelero había vuelto sobre sus pasos y me había dejado en manos de aquella mujer, que vestía una bata blanca sin mangas y llevaba el cabello recogido en una redecilla que dejaba marcas en su frente.

La mujer me hizo desnudarme por completo y me ordenó que me tumbara en una camilla, donde me auscultó el corazón. Enseguida me hizo una revisión superficial del estómago, los reflejos de mis rodillas y también el estado de mis oídos, nariz, garganta, pulmones. Luego me hizo pasar detrás de un biombo, y me lavó con agua fría de una palangana y con un cepillo recio, que me dejó enrojecido el cuerpo. Me puso un vestido negro hasta las rodillas, delantal de lino blanco y cofia del mismo color sobre la cabeza. Cuando estuve preparada a su gusto, me condujo hasta una puerta doble que había al final del habitáculo. Golpeó con los nudillos y esperó. Una voz que ya me era conocida retumbó potente desde el interior.

—Adelante, te estamos esperando.

La enfermera abrió la puerta y me invitó a entrar. Más bien me obligó, clavándome las uñas en un brazo. Me sorprendió lo que vi al otro lado. En aquella amplia sala había sillones diseminados por todas partes. En el más próximo a mí se sentaban tres niñas vestidas como yo, además de dos niños con traje a medida y pajarita negra sobre la camisa blanca.

—Siéntate con ellos. —La orden provenía del hombre de la cicatriz, sentado a su vez sobre un sillón hundido, al fondo de la habitación.

En otros sillones individuales, a mano izquierda del individuo al que papá se dirigió como «Yurkov», se sentaban dos tipos trajeados con los rostros ocultos bajo máscaras de cuero.

—Luka, por favor. —Ocupé el hueco que dejó en el sofá aquel niño rubio, que se levantaba a la llamada de Yurkov—. Sasa, por favor. —La niña de mi derecha abandonó también su lugar—. Servid a los clientes como es debido.

A un costado existía una barra de bar con bandejas. Cada niño cogió una y la ofreció a los enmascarados. Allí vi una botella de champán, un par de copas alargadas, un plato con racimos de uvas, un cuenco con polvo blanco y una especie de flauta, alargada como un dedo.

Luka se arrodilló ante el hombre del traje azul marino, posó la bandeja en el suelo y con manos temblorosas le sirvió media copa de champán. El cliente bebió sin apartar la vista del muchacho. Después comenzó a tocarlo. Primero le alborotó el pelo; luego le acarició la cara. Mientras tanto, Sasa se había visto obligada a sentarse en las rodillas del de traje gris, que se introducía en la abertura de la máscara una uva tras otra. El tipo buscaba los ojos de Sasa, pero esta los evitaba avergonzada. Sus ansiosas manos resbalaban por los brazos de la chiquilla, que no dejaba de temblar. Entonces, con una brusca sacudida, se la quitó de encima y la tiró al suelo con bandeja incluida. De un manotazo se arrebató la máscara con furia.

—¡Al cliente debes mirarlo a los ojos, sonreírle, atender todos sus deseos! —bramó.

Reconocí a aquel hombre como uno de los acompañantes de la cacería de linces. Entonces aún no lo sabía, pero se trataba del hermano menor de Yurkov y, por desgracia, yo misma tendría ocasión de conocerle más adelante.

—No podemos permitir vacilaciones y por eso debes ser castigada —decía—. Tu compañero también lo será.

El hombre agarró a Sasa del brazo, la arrastró por el suelo y la encerró tras una puerta que había más allá de la barra. Luego volvió por el chico y repitió el procedimiento. Cuando terminó, inhaló el polvo blanco del cuenco volcado con la ayuda de la flauta, se desvistió de cintura para arriba y se encerró con Sasa y Luka, tras tomar una recia fusta.

Todavía recuerdo los angustiosos gritos y el chasquido del cuero al chocar con la carne. Fue horrible. No podía verlo, pero lo sentía como si los estuvieran golpeando a mi lado. Entonces, el hombre de la cicatriz llegó hasta nosotros e hizo algo inesperado. Sacó una pistola y apoyó su cañón sobre mi frente. Vi el odio en sus ojos. Me decían que no le importábamos; que solo éramos su «mercancía».

—Espero que hayáis aprendido la lección, porque no me gusta tener que repetir las cosas y no tengo inconveniente en sustituiros si es necesario —amenazó con su vozarrón.

Apretó el gatillo una vez. ¡Clic! Chillé. Me volví loca de terror. Pataleé sin control, golpeando sin querer a mis compañeros. La risa de Yurkov aún resuena en mi memoria.

Fui conducida hasta mi celda. No recuerdo cuándo me separé del resto de niños y niñas, ni con quién volví, ni tampoco el tiempo que tardé. Solo veía una bala con mi nombre. Y de fondo escuchaba los gritos, el susurro de la fusta, espaldas sangrientas, nostalgia en carne viva. No podía comprender por qué todas esas personas actuaban de aquella forma. Al fin y al cabo, también ellos debían de tener familia, quizás hijos, y repartirían su amor a sus seres queridos… Entonces ¿por qué? Papá era como ellos; si de verdad nos quería, ¿por qué nos había entregado? Culpaba a aquellos desconocidos, pero en realidad pensaba en mi padre. Ellos solo se limitaron a recoger lo que él les ofreció. A nosotras. Eso sí era dolor. No algo físico, sino emocional. Mi alma ardía de tristeza, de pena, de incomprensión. ¿Acaso el amor era una mentira? ¿Había padres tan perversos como el mío?

No reparé en el hombre que se sentó a mi lado hasta que oí su voz, ronca y llena de maldad.

—La enseñanza es un bastión para la obediencia —dijo con voz grave. No respondí a Yurkov. ¿Para qué? ¿Para pedirle que me liberara? ¿Cuál sería el precio de la libertad? ¿Una bala perforando mi cabeza?—. ¿Sabes? Eres especial. Solo me servirás a mí y a mis clientes más selectos. Responderé por ti y te protegeré, siempre que no cometas tonterías. Lo de la pistola era solo una treta. Yo no mato niños, ese no es mi trabajo. Pero debo hacerme respetar. ¿Lo entiendes? ¿Tú me respetas? ¿Confías en mí?

—Mamá…, Simona…, mi papá… —susurré, antes de preguntar—: ¿Por qué?

—Quién sabe —contestó él, encogiéndose hombros—. Tal vez tu padre quería una nueva identidad. O el pasaporte a otro país. O el cobro de una deuda. Hay tantas razones que os hacen llegar a mí… —Yurkov detenía las lágrimas con su mano derecha, reteniéndolas allí sin ningún motivo—. Vuestra juventud es un tesoro. Un negocio demasiado rentable para dejarlo pasar.

Aquellas palabras acabaron con mis escasas fuerzas, pero el hombre no dejó que me desmayara. Me recogió entre sus brazos. Necesitaba consuelo y él me lo estaba proporcionando. Me susurraba al oído:

—Tranquila, pequeña, tranquila.

Lo abracé como si fuera papá. No sé por qué lo hice, pero me abandoné a su gesto tierno. Era demasiado inocente para deducir que aquel hombre no tenía sentimientos, y que su corazón no era más que un trozo de hielo ártico. Creo que me dormí en sus brazos.

Cuando desperté estaba tendida sobre la camilla donde aquella robusta enfermera me había reconocido. No podía moverme de cintura para arriba. Pensé en una lesión irreversible de espalda. En ese momento oí voces a mi izquierda. Dos rostros aparecieron para mirarme. Yurkov y la enfermera. Pero ella no me observaba a mí. Tan solo prestaba atención a mi hombro derecho. Afirmó en silencio con la cabeza y torció la boca.

—¿Cómo estás? —me preguntó.

—No siento nada de cintura para arriba —expliqué, sin saber en realidad qué pensar.

—Son los efectos de la anestesia.

¿Me tranquilizaban esas palabras?

—Anestesia… ¿por qué? —inquirí con poca voz. Seguía sin entender.

La mujer no me respondió, y se limitó a acercarse a una mesilla con ruedas para recoger dos objetos. Al volver junto a mí traía un pequeño espejo de plástico color azul en una mano y, en la otra, dos pinzas que sujetaban algo humeante. ¿De qué se trataba? Cuando la enfermera dio la vuelta al espejo lo comprendí todo. Me habían marcado a fuego la espalda, como si fuera una res. Era una tarántula negra cincelada que me acompañaría siempre. Al menos habían sido considerados: me anestesiaron. Me ahorraron el dolor. Ahora sabía que no tenía escapatoria, que les pertenecía por completo. Era una de sus «niñas tarántula», como allí nos llamaban.

—Es hora de trasladarla a Kamenets —avisó Yurkov.

En ese preciso momento alguien me colocó una mascarilla sobre la nariz y la boca. Solo oí una especie de siseo antes de perder el conocimiento.

La clave la tiene Martina.

Después de leer su contenido supo que había encontrado lo que buscaba, sobre todo al recordar el vídeo inmundo que disolvió por completo su confianza en el ser humano. Era esta la historia que debía dar a conocer, y aquella en la que trabajaba Gloria hasta que la silenciaron… Pero ¿dónde estaba el resto del testimonio? Nadia Butalkin terminaba su relato asegurando esa era solo la primera parte de su triste historia y mencionaba un diario. Alma supo que lo necesitaba. Lo que había leído era una canallada, pero no tenía suficientes datos como para embarcarse en aquel extraño encargo que caducaba a las cuarenta y ocho horas.

En ese instante, un estremecimiento le hizo encogerse. Había dado por sentado que solo debía encontrar una historia que la llevase a averiguar algo sobre su amada…, ¿para qué? ¿Tal vez para darle cristiana sepultura, para tener un lugar donde llorarla? ¿Se estaba oyendo? ¿Qué evidencias tenía de su muerte? Y si en efecto la investigación había causado la muerte de Gloria, ¿estaría ella expuesta al mismo final si intentaba desenterrar todo aquello? ¿Estaba segura de que quería continuar con esto? Había tantas cosas que la invitaban a seguir viviendo… ¿Tan difícil era limitarse a olvidarlo?, ¿meterse bajo las mantas las próximas horas hasta que el plazo expirase? Pero no podía ignorarlo por Gloria, por esos niños que no tuvieron oportunidad…

El timbre de la puerta sonó en aquel mismo momento. Se dirigió tambaleante hasta la puerta mientras lo oía de nuevo. La abrió sin molestarse en asomarse a la mirilla, pensando que sin duda se trataba de Silvana. Una tabla de salvación a la que agarrarse en aquellos difíciles instantes.

—¿Alma Reyes…? —preguntó una desconocida.

Le tendía una mano a través del umbral de la puerta. Y en la otra, una pistola.