13
Tumbado en la cama de Vanesa, con el peluche recién comprado estrujado entre sus brazos —el papel de regalo roto y hecho una bola en el suelo—, Yago observaba con la mirada perdida el techo de la habitación.
No había rastro de su hija.
Tras las novedades de su jefe sobre las barras de hierro utilizadas por el agresor, un negro nubarrón se había cernido sobre la mente del oficial de la Ertzaintza. Salió a toda prisa del hospital, olvidando incluso informar a la doctora Laínez del pequeño milagro en la evolución de Nadine. Tuvo que tranquilizarse antes de entrar en casa para no alarmar a sus padres —o más bien a su ama, pues con su enfermedad su aita ya no parecía sentir ni padecer nada—. Incluso tuvo que mentir, explicando a una sorprendida Virginia que su nieta se había dejado los apuntes del centro de estética. La mujer aceptó la excusa, diciendo que Vanesa era igual que él cuando era adolescente, y luego se marchó para atender a su esposo. Yago negó con la cabeza ante la evidencia.
«Qué jodido es envejecer», pensó deprimido. Su ama había creído la mentira sin pararse a pensar que era sábado.
Tal como temía, no encontró a Vanesa en su cuarto y también faltaban gran parte de sus ropas de adoración al vampirismo, así como mudas y calcetines. Tampoco pudo dar con su set especial de pintura. Imaginó que había optado por marcharse para castigarlo por su falta de atención hacia ella, sin saber que… Pero ¡cómo iba a saber su hija que era el objetivo de un perturbado! Era cierto que aquel desconocido había ejercido como ángel de la guarda una vez, pero quizá la segunda no actuase de igual manera. Tenía que encontrarla a cualquier precio. Sentía el corazón en la garganta, así como una especie de voltaje recorriendo su cuerpo. Si su hija supiera cómo se sentía, lo preocupado que estaba ahora mismo, sin duda habría comprendido que la quería.
Aquella palabra, querer, que parecía prohibida para los labios de Yago Mellado.
La llamó más de una docena de veces al móvil, sin resultado. «Apagado o fuera de cobertura», decía la monótona voz grabada. Se arrojó como un tigre enjaulado sobre el primer cajón de la mesita de noche para apropiarse de una pequeña libreta desgastada. Bajo el epígrafe de «Potenciales amigos» encontró unos veinte nombres con teléfonos incluidos. Llamó a todos ellos, y presa de los nervios —era tal la fuerza con que apretaba el móvil que sentía arder sus dedos— pudo constatar que ninguno de aquellos chicos conocía el paradero de Vanesa. De hecho, a juzgar por el escaso interés con que correspondieron a sus palabras, probablemente las relaciones de amistad con ella habían acabado mucho tiempo atrás.
Poco después recibió la llamada de Jokin Sagasti. Durante unos instantes, antes de descolgar, se confortó con la esperanza de que su rebelde hija hubiera aparecido en jefatura. Yago la imaginaba con un ojo morado, relatando a un ertzaina que el cabrón de su aita le había puesto la mano encima. Le denunciaría, se iniciaría el proceso habitual sobre el maltrato a menores de edad, se mearían en su placa cuando la entregase y cumpliría la pena impuesta por el juez, que sin duda arquearía las cejas al ver que un representante de la Ley se convertía en uno de tantos maltratadores que había detenido. Pero al menos Vanesa habría aparecido. La denuncia no le importaba en absoluto. Era ella quien merecía estar bien…
Por desgracia, el Monarca no traía ninguna noticia al respecto. Solo quería hablarle de la investigación en curso por el asesinato del empresario.
—¡A la mierda con eso! —rugió Yago, dejando sin palabras a su superior—. Vanesa…, Vanesa…, joder… —balbució con profunda desesperación en el tono—. Mi hija ha desaparecido.
—¿Desaparecido? —repitió el comisario responsable del CIDE.
—Sí, señor. Falta su ropa, su pintura… Ella… —Al oficial se le quebró la voz.
—Ya conoces el protocolo —le previno el otro quedamente, y acto seguido soltó aire antes de proseguir en tono enérgico—: Pero qué leches, por ti haré una excepción. Daré el aviso en todas las comisarías y patrullas de Bizkaia, y además llamaré a filas a los agentes de permiso. No te preocupes. Te aseguro que la encontraremos como sea.
—¡No, comisario! De momento no quiero ayudas. Se lo ruego. Prefiero actuar según el protocolo. Hay que seguir con el caso en curso… —Mellado notó el paladar seco. Como había oído mil veces en el Cuerpo, lo importante deben ser los ciudadanos, no un individuo, por mucha placa que se jacte de tener. Y en el fondo también pensaba que ese era un castigo que se tenía bien merecido—. Además, se trata de una escapada voluntaria, no hay ninguna señal de violencia en su habitación…
Se callaba la principal razón: no podía permitir que Noe se enterase por los medios de la desaparición de Vanesa. ¿En qué situación le pondría aquello, después de su poca amistosa separación y de la lucha por la custodia de su hija? No, de ningún modo. No debía dejar que se programara el protocolo de búsqueda. Al menos no aún.
—Perdóneme por la contestación de antes, por favor. Estoy un poco nervioso… —Tragó saliva a duras penas—. No, estoy hecho polvo. Claro que me interesa el avance del caso, pero necesito unas horas… —Durante un par de segundos reinó entre ellos un silencio vacilante, luego Yago retomó la palabra—: Ya sabe, quizás esté en casa de su amatxu… La llamaré —se le ocurrió de pronto.
—No tienes por qué disculparte, lo entiendo —convino el comisario—. Tómate el tiempo que necesites. Agur.
—Mila esker —se despidió Yago.
Tras colgar y con un prolongado suspiro, pensó que el Monarca no ejercería su poder para poner a algún sabueso sobre la pista de Vanesa. Lo subestimó. Apenas media hora después, un C5 granate lleno de arañazos aparcó cerca de su vivienda. De él surgió la persona a quien jamás habría recurrido en busca de ayuda: su odiado compañero Jon Ríos, que le esperó apoyado en la parte trasera del vehículo con un mondadientes sujeto en los labios.
Entre medias, Yago había sopesado llamar a Noe, pero al final retiró el dedo antes de pulsar el último número, porque la idea se le hacía insoportable. Sí llamó a sus antiguos suegros, para preguntarles, con palabras equilibradas que no revelaran su nerviosismo, si Vanesa se había acercado a verlos. Los aitites maternos dijeron que no, y Yago se despidió de ellos sin más después de mentir a Ana —que quiso hablar con su nieta— contándole que su hija estaba cenando en casa de los vecinos. Al salir de casa también tuvo que mentir a su propia madre. Le dijo que salía a dar una vuelta y que Vanesa había ido a un concierto y se quedaría a dormir en el domicilio de una amiga. Ante la severa mirada de Virginia, que no aprobaba que su nieta gozara de tanta libertad, Yago acabó convenciéndola de que el aita de su amiga se ocuparía de ella.
Al pisar la calle y dejar atrás la valla que delimitaba la propiedad se detuvo en seco, como si una pared invisible lo hubiera frenado. Jon Ríos no sonreía. Solo se pasaba el palillo de lado a lado de los labios.
—Me he ofrecido voluntario —soltó a bocajarro, fiel a su estilo—. El Monarca necesitaba uno y aquí estoy yo… —Ante el estupor de su superior, Jon añadió—: A pesar de nuestras disputas, sé que tú habrías hecho lo mismo por mí.
El oficial le tendió la mano y Ríos Madariaga se la apretó, quizá un poco más fuerte de lo debido.
—Eskerrik asko. —Mellado no pudo pronunciar otras palabras más allá de ese «muchas gracias». Ni en euskera ni en castellano. No le salían.
Codo con codo recorrieron Arrigorriaga de cabo a cabo, examinando los parques, el polideportivo, los bares y pubs abiertos en aquella población de poco más de doce mil vecinos censados. Pero Vanesa no se encontraba entre los jóvenes que bailaban, charlaban animadamente ante vasos de cubata o se besaban a resguardo en las zonas más oscuras.
Ambos ertzainas pasaron por alto varios delitos contra la salud pública. No era el momento de detenciones por pastillas de diseño y cocaína: el único objetivo era Vanesa. Eso no quitaba para que apuntaran las matrículas de los infractores, que deberían dar explicaciones más adelante. Recorrieron un par de veces el largo paseo de bajos muros de hormigón armado y piedra, pintados con incontables grafitis, que lindaba con el río Nervión y llegaba a Miraballes. Aparte de una mujer que hacía footing con su pastor alemán, apenas vieron a un par de hombres sentados en grandes piedras, sosteniendo cañas de pescar y calentándose con el aguardiente de sus petacas.
Eran las tres de la mañana cuando por fin montaron en el C5 de Jon y se dirigieron a las zonas de «marcha» de Bilbao, aunque primero hicieron escala en cierta discoteca de Bolueta que Vanesa solía frecuentar. Todo fue en vano. La noche únicamente sirvió para que Yago cambiara un poco su opinión sobre su compañero. Su gélida relación profesional parecía dar algunos signos de recuperación.
—No sé qué decirte… —Eran las ocho en punto de la mañana del domingo, tras una madrugada en permanente vigilancia, y ambos estaban agotados—. Te debo una.
El suboficial Ríos lo miró desde dentro del coche de tecnología francesa. Acababa de dejar a su superior al pie de su vivienda. Ni siquiera había apagado el motor.
—Ojalá aparezca. Pero que te quede claro que esto no significa que vayamos a hacer pareja en el torneo de mus, ni que vaya a dejar de tocarte los cojones. No te equivoques conmigo… —Sus miradas se cruzaron brevemente y Ríos chasqueó la lengua con impaciencia antes de aclarar—: Lo he hecho por tu hija y punto; y porque el caso que debíamos investigar está prácticamente cerrado.
Dicho esto, metió primera y el C5 desapareció al final de la calle.
Encogiéndose de hombros y murmurando entre dientes un «oso ondo»[4], Yago regresó a la habitación de Vanesa. Nada. Se desplomó en la cama de ella sin desvestirse. Solo los zapatos cayeron al suelo. Luego agarró el regalo que había dejado allí la noche interior, por si regresaba en el intervalo, y rompió el papel con rabia. Reprimiendo un escalofrío, abrazó el peluche, como si fuera su propia hija. Así fue como se quedó traspuesto.
No pudo calcular el tiempo que había permanecido dormido. Volvió en sí cuando oyó un ruido que llegaba desde el ordenador de Vanesa. Estaba cansado, y le dolía todo el cuerpo —los párpados parecían pesarle como el granito—, pero aun así se incorporó para acercarse.
En la pantalla había escrita una sola pregunta:
¿Deseas conocer la razón, oficial Mellado?
Buscó con rapidez, o más bien con ansia desmedida, el ratón y movió el cursor hasta seleccionar la palabra encuadrada: «Aceptar». En ese momento apareció una grabación. Una persona vestida con un buzo naranja, sujeta por las muñecas por unas cadenas.
Ya totalmente despierto, Yago se sentó en la silla giratoria del escritorio. Intuía que le haría falta. No se equivocaba. Aparecieron en pantalla dos niñas horriblemente vestidas como doncellas. Después dos hombres trajeados, con copas en las manos. A partir de aquí todo pareció suceder en cámara lenta. Su mirada de policía se clavó en cada uno de los detalles: las máscaras de látex, la ropa doblada, la mujer agredida, la mancha roja que cubría medio cuello de uno de los encapuchados al quedar desnudo.
—Ángel… —se oyó susurrar para sí.
Le escocían los ojos. Sin duda emitían señales para que apartara la vista de aquella abominación, pero no reparaba en ellos: era su corazón quien le impulsaba a ver la violación hasta el final. Aquello constituía una evidencia para clarificar el asesinato del empresario de Getxo. Si uno de los violadores era Márquez, ¿el otro sería Frederick Ramiro? Cuando los hombres se esfumaron y aquella indefensa criatura cayó contra la pared presa de convulsiones nerviosas, Yago sintió que la ira crecía en su interior. Pero aún le quedaba algo que ver. Un hombre sentado en una butaca de cine, con ropas negras y capucha blanca, que sostenía una grabadora en la mano. Al accionarla, se oyó de pronto una voz distorsionada:
«Oficial Mellado, ahora entenderás que tenía poderosos motivos para no dejar tal salvajada impune, pero esto solo cumple parte de mis expectativas. Es el comienzo. La continuación la dejo en tus manos. Debes encontrar lo que te he dejado en el lugar de mi última representación. No te alarmes. Es solo una foto. Me servirá para probar si tienes agallas o no. Si te resultará fácil convertirte en un asesino. Porque ese es el compromiso que espero de ti. Solo me complacerás matando al sujeto de la foto. Será nuestro secreto. Con esto quiero decir que no admito la colaboración de tus compañeros. Engáñalos. Ellos no deben conocer nuestras intenciones. Por tu bien. Si cumples, seguirás siendo considerado un buen poli.
»Como no soy mezquino, me ofrezco a ayudarte para llegar hasta la foto. Mira bien la pantalla. Quédate con los detalles. No pierdas tiempo y actúa con rapidez. Tienes solo cuarenta y ocho horas. Ese es el plazo. Si cumples tu cometido, te recompensaré como si fueras un héroe. Evitarás que utilice una carga de explosivos en un lugar público. Ambos nos sabremos satisfechos y tu acto impuro no será tan amargo. Quitarás una vida para salvar muchas. Por cierto, está conmigo una persona de la que te olvidaste en los últimos tiempos. Alguien que lleva tu sangre. Quizá yo sí pueda darle ese cariño que demanda. Su ausencia te hará obediente. El destino nos puede sorprender de muchas maneras. ¿Qué dice el tuyo? Lo sabremos si participas. ¿Te atreves?».
Yago se quedó de piedra unos momentos. Luego, con el rostro desencajado y los puños crispados, comenzó a sudar copiosamente. El maldito cabrón tenía a Vanesa. Ese era su as en la manga.
Y él, de repente, notó una punzada de miedo en el estómago. Sin tiempo para reaccionar, una agria arcada le subió a la boca, y luego otra…
La niña se dejaba hacer y miraba con curiosidad el rostro de Vanesa. Esta se había pintado la cara completamente de blanco, había estampado dos círculos rojos en las mejillas y se había colocado una bola de esponja roja sobre su nariz. Pretendía hacer lo mismo con Zaira, que no oponía resistencia. Al acabar, cogió un espejo pequeño y lo acercó al rostro de la niña. Tras unos momentos de expectación, ella curvó los labios en una amplia sonrisa.
—Eso es, aprende a sonreír… —Vanesa bizqueó y sacó la lengua, lo que arrebató una carcajada a Zaira—. Venga, ahora debemos vestirnos como dos auténticos payasos.
Se acercaron hasta un baúl que parecía abierto y del que sobresalían ropas con tonos muy llamativos. Vanesa eligió para sí unos pantalones pirata de color azul cielo, con tirantes rojos, y una camiseta blanca con salpicaduras, posiblemente de líquidos de artilugios de broma. Se apoderó de una bocina negra y la hizo sonar tres veces: moc, moc, moc. Para Zaira creyó conveniente un traje de princesa de un rosa descolorido.
—Dentro de poco nos marcharemos a otro lugar —le avisó con suavidad—. Iremos juntas y te prometo que nunca te abandonaré. Ahora somos hermanas y tendremos unos padres de verdad, como nos merecemos.
Vanesa se quitó la nariz y se la puso a Zaira, que por fin hizo algo que no había hecho hasta el momento. Comenzó a hablar:
—Pensaba que algo así solo existía en sueños. Ahora sé que me equivocaba.
Aquel razonamiento adulto no parecía propio de una niña que actuaba como si tuviera cuatro años. Sin duda la falta de cariño tenía sus consecuencias. «Como en mí», se dijo Vanesa con hondo pesar.
Al fondo de aquel amplio espacio con paredes sin ventanas se abrió la pesada puerta. Desde allí, alguien las observaba con una mirada limpia de reproches.