36

Horas después.

Diario de Nadia Butalkin:

Mi vida cambió a partir de entonces. Me quedé sin fuerzas. Me resigné a la evidencia y dejé que transcurrieran los días, los meses, los años, cumpliendo con mis obligaciones. Pasaron niños y niñas, descubrí ultraje tras ultraje, y atendí a todos los clientes que Yurkov me señalaba. Al menos, entre tanta desgracia puedo decir que tuve suerte pues solo a él le debía obediencia. Entendí por qué no llevaba numeración como los demás. Yo era suya. Le pertenecía.

Después de aquel episodio no volví a ver a Simona. La bruja Laluska me informó de que había sido adquirida por otras personas.

En el tiempo que pasé allí comprendí ciertas cosas. Los niños y niñas de entre diez y quince años convivíamos en el espacio de los múltiples susurros, y trabajábamos como limpiadores y servidores. Por el contrario, los que ya tenían entre dieciséis y dieciocho años vivían aislados en cubículos, en oscuros sótanos, y servían como acompañantes o para satisfacer las necesidades más impúdicas. Este último grupo era muy reclamado al principio, cuando todavía eran inocentes en cuerpo y se les podía sacar buen partido, por unos meses al menos, hasta que otros los sustituían. Eso ocurrió con mi hermana: cuando dejó de parecerles rentable le buscaron acomodo en otro lugar por una buena cantidad de rublos. Muy lejos de mí…

No pasó ninguna noche sin que la recordara. En mis lágrimas iban sus sonrisas. Era lo único que me quedaba de ella; sus recuerdos más felices…

Fue entonces cuando me hice con un cuaderno y unos lápices que sustraje del despacho de Yurkov. Ocurrió cierto día que trató de comprobar si sabía leer y escribir. Me sentó ante su mesa y me colocó un libro enorme bajo los ojos. No atiné a leer ni una frase seguida —así pude engañarlo—, y cuando me tendió una hoja y un lápiz y se distrajo mientras me dictaba, aproveché el momento. Cuando Yurkov regresó hasta mí y vio que la página continuaba en blanco, aprobó con la cabeza. «Bien, la mujer debe ser analfabeta para no entender los negocios de su señor», sentenció mordaz. Una vez llegué a nuestro espacio de descanso, escondí rápidamente aquellos valiosos objetos —para mí lo eran sin duda— bajo las mantas de mi jergón.

De esa manera cada noche escribí, entre susurros, sobre el resto de mis compañeros. No quería olvidarlos y me interesaban sus vidas anteriores; dónde y con quién vivían; qué hacían durante el día; qué les arrancaba una sonrisa; a qué querían dedicarse en el futuro… En fin, documentar su alegría perdida, secuestrada. Cada noche elegía a uno, me tumbaba junto a él y escribía sus palabras. A pesar de la tristeza que allí imperaba, ninguno se opuso. Era el único momento mágico del que se nos permitía disfrutar.

Por tal motivo dormía menos que el resto y mi cansancio resultaba más acusado, pero mi satisfacción era así mayor. Ahora, para consolarme, vivía para las historias de los demás.

Un día me sorprendió llegar a la áspera manta que me tapaba por las noches y descubrir un nuevo cuaderno y más lápices. Aquello trajo sus consecuencias… Eligieron a Luka. Quizá porque sabían que últimamente tenía más contacto conmigo y con Sasa. Por entonces ya habíamos cumplido catorce años, y estábamos a punto de pasar al grupo de servicio. Nos dirigieron a todos a la enfermería y nos pusieron contra la pared. En cambio, a Luka lo sacaron a empujones, le ataron las manos a la espalda y lo metieron boca abajo en una alargada caja de madera cuya tapa clavetearon minuciosamente.

En su improvisado ataúd había unos pequeños agujeros, «respiraderos» los llamaban aquellos indeseables, y durante una hora nos mantuvieron en el lugar oyendo los gritos de Luka y sus lastimosas quejas.

Fue Gustav quien, con una palanqueta, abrió la tapa para sacar a mi amigo. Cayó al suelo redondo, con la cara amoratada. No podía respirar. El doctor Richards se inclinó ante él y le apretó el pecho con la palma de la mano antes de aplicarle una mascarilla de oxígeno. De esa forma, entre toses, volvió a recuperar el color.

—¡Vuestro pasado no le interesa a nadie! —Yurkov se paseaba entre nosotros, gritando a pleno pulmón—. ¡Recordar es debilidad! No quiero nuevos testimonios, y castigaré a quien me desobedezca… —Hizo aparecer entre sus manos mi cuaderno, repleto de historias maravillosas—. ¡Esto no vale nada! ¡Espero que el castigo os sirva de escarmiento! Al siguiente no le abriremos la tapa, sino que recibirá un baño de combustible por los respiraderos.

Esa noche se separaron de mí. Mis compañeros me aislaron, me repudiaron. Los susurros se volvieron contra mí. Era el blanco de su ira. Solo Sasa intentó acercarse, pero no la dejé. No quería que se volvieran también contra ella. Aquella noche arranqué todas las páginas del nuevo cuaderno, las hice pedazos muy pequeños y rompí también los lápices.

Todos me observaban en silencio.

—Perdonadme —dije, realmente avergonzada.

Nadie respondió. Lloré hasta que me dormí, pensando en Simona, que desde un halo luminoso aprobaba mis buenas intenciones.

Aquel día me despertaron antes del alba. Aún no habían llegado Laluska ni los vigilantes con los perros. Eran ellos, mis compañeros. Habían hecho un círculo a mi alrededor. Me temí lo peor.

Luka, con el semblante serio, dio un paso adelante y me tendió la mano. Se acercó a mí, me miró fijamente a los ojos… y luego me abrazó.

—No debes culparte. Intentaste que recordáramos todo eso que añoramos —susurró—. Por un momento, pudimos volver a ser quienes éramos… Los castigos no nos separarán. Al menos trataste de hacernos sonreír.

Sasa fue la siguiente en abrazarme, y después Viktor, Valery, Natalia…

—Todos somos uno —acabó por decirme Luka, casi un minuto después.

Cuando llegaron los perros, Laluska se sorprendió de vernos levantados. Todos teníamos recogidas las mantas y esperábamos sentados en el suelo.

—¡Pero esto qué es! —exclamó.

Ante lo inesperado de la situación, aquella bruja señaló a la chica más cercana a ella —Candy— para que estirara la mano y la golpeó con su vara. Para mayor sorpresa, segundos después casi un centenar de manos se extendieron para recibir el mismo castigo. Todos, sin excepción. No nos importaba el futuro: nos teníamos los unos a los otros. Aquella tarde, sin embargo, comprobaríamos que en realidad no éramos nadie…

Pero antes de referirme a ese punto quiero hablar de mi conversación con Yurkov, ante el que me condujeron nada más salir del dormitorio ese mismo amanecer. Aquel día no había tareas para mí.

«El señor», como se hacía llamar, estaba sentado en un sillón de orejas, cerca de una chimenea que llenaba de color sus mejillas. Me impidió sentarme en una silla y me ordenó que me arrojase de rodillas ante él. Le obedecí. Estaba leyendo mi cuaderno y asentía con la cabeza, a la vez que daba profundas caladas a un puro cubano cuyo humo me mareaba.

—Tu padre ya me había hablado de tus habilidades, pero tú creíste que podías engañarme. Dejé que te llevaras el cuaderno para saber cuáles eran tus intenciones… Aplaudo tu valor y la idea de querer saber sobre los demás. Es un aspecto que te retrata y te valoro por ello.

—Entonces por qué castigó a… —intenté responder, y él me interrumpió bruscamente.

—No lo castigué. Lo endurecí para lo que le espera. Pronto empezaréis a llenarme los bolsillos.

—Pero me culpó delante de todos —objeté, perpleja.

—Al contrario. Te señalé por tu inteligencia, en eso eres distinta a ellos.

—Los puso en mi contra —insistí ceñuda.

—¿Eso crees…? No veo la ira sobre tu cuerpo. Todos esos niños y niñas son tan inocentes que acaban rodeando, para sentirse seguros, a quien parece rebelarse contra su situación. Tú.

—Amenazó con…

Volvió a interrumpirme.

—Sé lo que dije, pero haz una doble lectura. Amedrentar para obedecer y uniros para que el miedo común se vuelva comprensión hacia lo que os espera.

—Acabar humillados. Como mi hermana. Y muchos y muchas más —le contesté con aplomo.

—¿Humillados, dices? —inquirió él, aparentemente perplejo—. No, no pienses así. Piensa en un despertar de la realidad. Aunque hay cosas que no podemos evitar…

—¿Cosas…? —repetí, sin entender nada.

—Tenemos clientes que no se conforman con lo que les ofrecemos… Buscan en vosotros otro tipo de servicios, más emociones, así que nos vemos obligados a contentarlos para no perder buenas relaciones comerciales.

—No logro entenderle…

—Verás… Si quieres volar alto, no debes pensar en tus actos. Hay asuntos que controlo, y otros que no controlo tanto… —me explicó, misterioso—. Lo comprenderás cuando lo veas porque, al igual que te comenté que la mujer de un señor debe ser analfabeta, también te digo que si por el contrario es lista y decidida como tú, es necesario que conozca todo cuanto ha de saber sobre los negocios y los importantes clientes con los que trata su amo, por si él sufre un inesperado accidente…

—¿No le damos pena? —Quise saber.

Yurkov ladeó la cabeza antes de contestar:

—Pena es estar encerrado en una mina de carbón dieciséis horas al día con solo ocho años, y trabajando como un adulto, a riesgo de contraer enfermedades pulmonares… Pena es descubrir que cuando eres adulto la vida está llena de impurezas y también de balas perdidas…

—Somos niños —le recordé con inocencia.

—Lo erais. —Él torció el gesto—. Ahora servís para algo. Adelanto vuestra madurez.

—No quiero oírle.

—Es tarde para eso. Ahora es hora de regresar. Ah, y llévatelo —dijo Yurkov Eremenko, tendiéndome el cuaderno—. Recuérdalos siempre… Yo morí al nacer. Nadie me dio esa oportunidad.

Sin más explicación, se levantó y me dio la espalda. Después, absorto en sus pensamientos, se quedó mirando el fuego de la chimenea. Pude insistir para que me contara más, pero no lo hice. Tenía mi cuaderno y las historias de todos mis compañeros. Era más de lo que necesitaba.

Gustav me agarró del brazo para sacarme de allí. Había entrado con tal sigilo que ni siquiera había advertido su presencia hasta notar su fuerte aliento y sus rudas manos.

Al llegar al dormitorio común me encerró allí y me explicó que ese sería mi sitio hasta que Yurkov me reclamara de nuevo. Me quedé sola. Ya ni siquiera sentía tristeza. Dediqué mi tiempo a mis compañeros ausentes. Leí las historias que me habían contado, y me sentí dichosa por ello y orgullosa de todos esos niños y niñas. Todos me descubrieron, al contarme su pasado, que fueron inocentes. A todos los amaba por ello. Una memoria inquebrantable al olvido a pesar de las tormentas del presente.

Pasé las siguientes horas en compañía de las letras, de sus significados, acompañada por el más leal silencio. Comí sola. Gustav me sirvió mi frugal comida en el duro aposento de hormigón. Me sorprendió que me revocaran el privilegio de comer con mis compañeros, pero así debía ser por orden expresa de Yurkov. La explicación a todo esto no tardaría en conocerla. Si duro fue presenciar lo ocurrido a mi hermana, más duro aún si cabe sería lo que estaba a punto de ver y sufrir.

Sentada contra la pared empecé a enumerar en voz alta mis compañeros. No sabía por qué lo hacía, pero quería dibujarlos en mi memoria para siempre. Conocer el sitio que ocupaban, el compañero con el que se acostaban espalda contra espalda, la manta que los cubría… La vida estaba llena de intuiciones, y yo intuía que ya no volvería a compartir espacio con ellos. Razón no me faltaba. A partir de esos momentos, solo me acompañarían sus testimonios.

Ignoro a qué hora me recogieron, pero sí sé que algo había cambiado cuando Laluska me obligó a ducharme, en un baño donde todo relucía como el brillo del sol, incluso los grifos y la bañera. La joven rubia que nos había preparado el desagradable día en que ultrajaron a mi hermana se encargó de mí. Se esmeró lavándome el cabello, frotándome el cuerpo con una esponja suave, y usó un gel que desprendía un maravilloso olor a rosas. Me cortó las uñas de pies y manos, y asimismo, me cepilló los dientes hasta irritarme las encías.

Ante un espejo de cuerpo entero me puso un vestido blanco, de volantes, que parecía convertirme en una auténtica princesa. Lo acompañó con un tocado de flores en mis cabellos trenzados; arduo trabajo que la chica realizó con paciencia.

Cuando me llevaron hasta Yurkov, este me miró sin dejar de asentir. Pude sentir cómo me olfateaba, cómo frenaba su mano en su afán por tocarme, de espaldas a mí. «Estás preparada». Esas fueron sus palabras. Me preguntó si quería despedirme del resto de mis compañeros. La palabra «despedida» traslucía pérdida, y en ese momento supe que mi intuición no me había engañado horas atrás cuando, sola en el dormitorio de los múltiples susurros, el pensamiento llegó hasta mí para informarme de que era la última vez que pisaba aquel espacio tan maravilloso donde se fraguaban las emociones contenidas de nuestra niñez quebrada.

Por supuesto que acepté y Yurkov me dijo que se lo esperaba, pero que para nada me agradarían las condiciones en las que iba a encontrármelos.

Acompañado de mi «protector» salimos del edificio y llegamos a una especie de establo de grandes dimensiones que hasta ahora no había visto. En el interior se hacinaban todos mis compañeros, aprisionados por el cuello a un montón de cuerdas que caían del techo, y con los rostros tapados por capuchas blancas.

Tres hombres de buena presencia, con buzos oscuros, paseaban entre mis compañeros con machetes entre las manos. Miré suplicante a Yurkov mientras él me explicaba:

—Te dije que debo contentar siempre al cliente, y también que hay enfermizas obsesiones que no controlo… Hasta hoy solo se centraban en los mayores, pero ahora quieren ir más allá y se han obstinado en cazar niños…

¿Cazar?

Me quedé literalmente sin habla. No escuché las siguientes palabras. Tres puertas se abrieron al fondo. Yuri había descorrido los cerrojos. En ese instante comenzó todo. Uno de los clientes le quitó la capucha a Viktor, lo miró a la cara sonriendo como un demente, y de un certero tajo cortó la cuerda poco más arriba de su cabeza.

—¡Escapa! —exclamó después con brío—. Vamos, ahí tienes una posibilidad. Detrás de una de esas puertas está la libertad.

Viktor, con el nudo corredizo de la soga colgando como un collar y las manos atadas a la espalda, echó a correr, sin tiempo material para advertir el significado de aquel extraño juego. Mientras tanto, el cliente que lo había elegido clavaba el machete en el suelo, recibía de manos de Yuri una ballesta y una saca de virotes de punta triangular y, tras inhalar fuertemente, salía tras la estela de aquel pobre desgraciado entre chillidos enloquecedores.

—Dígame que escapará…

Vi tristeza en los ojos de Yurkov ante mi ingenuo deseo, una súplica en el fondo, pero no arrepentimiento.

—Tras esas puertas hay un laberinto de pasillos y túneles excavados bajo tierra. Si tiene pericia, conseguirá retrasar lo inevitable.

—Haga algo —rogué con el ánimo encogido—. Por favor, no lo permita.

Para entonces, el segundo cliente, de rasgos asiáticos, había cortado la cuerda de Natalia, dejando descubierto su rostro. Luego la azuzó para correr con la punta de su machete.

—No puedo perder a estos clientes por tres bajas en el grupo… porque puedo reemplazarlas. Me ofrecen grandes fortunas. ¿Entiendes?

Natalia había cruzado la puerta de la derecha, y apenas dos minutos después el cliente salía en su búsqueda blandiendo una temible katana.

El tercer cliente, un hombre fornido con la cabeza totalmente afeitada, acababa de cortar la cuerda de su presa. Era Sasa. Intenté impedirlo. Me escapé de Yurkov, me entrometí entre el hombre y mi amiga, le quité a esta la soga y me la puse en torno al cuello.

—¿Le valgo yo? —Quise saber, retadora.

Al sonreír, complacido por la sorpresa que seguramente creyó cortesía de la casa, el hombre enseñó unos dientes blancos y recios.

—¡Corre! —rugió, levantando el machete. En ese momento me di cuenta de que carecía de mano izquierda, y que en su lugar tenía un garfio al estilo de los piratas—. ¡Corred ambas, y así el placer será doble!

Agarré a Sasa de un brazo con desesperación, pues yo sí tenía las manos libres, y corrimos hacia la puerta de la izquierda. No me importaba lo que ocurriera. Había desafiado a Yurkov Eremenko y solo eso ya me hacía feliz. Morir era mi bendición.

Pero antes de llegar a la puerta me abofetearon con mucha fuerza, y en la inevitable caída arrastré a Sasa. Había sido Yuri quien se había interpuesto en nuestro camino.

—No hay problema. Pagaré el doble —ofreció el del garfio mientras se dirigía a Yuri. Tenía los brazos estirados a la altura de los hombros, como si le pidiera explicaciones.

—Elije a otros. —Yurkov había llegado hasta él—. A ella, no.

—¡No! ¡Quiero a estas! —protestó el cliente, de pronto encolerizado.

Yo lo contemplaba todo desde el suelo, con el labio partido bañando de sangre mi rostro y la tierra donde yacía. Pero mi mayor interés se dirigió hacia Sasa, quien temblando se había acurrucado a mi lado.

No pude contemplar cómo Yurkov zanjaba la discusión con un disparo en la sien del cliente del garfio. Solo vi a este último, derrumbado en el suelo, mirándome con ojos vidriosos y empapándose en un charco de sangre mientras Yurkov me arrastraba por los pies. Me hizo daño, y la mano de Sasa resbaló de la mía. Hice fuerza por recuperarla e incluso llegaron a rozarse nuestras yemas… Aún recuerdo el desgarrador grito de Sasa cuando nos separaron, y el llanto que inundó sus ojos. Yuri tiraba de ella y Yurkov de mí, pero en direcciones opuestas.

No volví a verla jamás.

—¡Esta noche estaba preparada para que todo fuera maravilloso! ¡Pero ahora, por insensata, te va a doler de verdad! —bramó Yurkov, irritado como pocas veces. Habíamos entrado en un pequeño habitáculo con fardos de heno. Él me había arrojado encima y me arrancaba la ropa con violencia—. ¡Desprecias mi bondad! ¡Ha llegado el momento de dar satisfacción a quien te eligió! —amenazó con lascivia.

Me manejó a su antojo. El dolor fue desgarrador, pero no me dejó chillar, pues me tapaba la boca con una mano. Cerré los ojos y giré la cabeza. Pensé en mamá, en Simona, en Sasa, en Luka, en Viktor. Ya no sentía las bruscas embestidas ni oía los jadeos de aquella bestia humana sobre mí… Al día siguiente cumpliría quince años —o esperaba llegar a cumplirlos— y me imaginé rodeada de mis amigos y familiares, soplando las velas de una tarta como una muchacha más. En el ínterin, notaba cómo las lágrimas resbalaban por mis mejillas.

Esa noche me visitó otras tres veces. En cada intervalo aprovechaba para dar órdenes abruptas. «Echad a la incineradora el cuerpo del cliente norteamericano», «Castigad a todos los niños con unas horas más en la misma postura», «Llevad a la T-39 —la numeración de Sasa— al doctor Richards, para experimentación, y agregad otros dos elegidos al azar»… Luego volvía y se desahogaba conmigo, sin dejar de chillarme lindezas de todo tipo cuando comprobaba que ya no peleaba por evitar sus actos. Ya no me importaba nada. Y menos aún, esos canallas.

Cuando Yurkov se fue, me ató los brazos a unas cadenas y me apretó un brazalete en el cuello, soldado a una argolla, que me obligaba a permanecer de pie. Aquello que tenía aspecto de celda no era más que una caballeriza.

Durante unas largas horas escuché las quejas y lamentos de mis compañeros de infortunio. A través de las rejas los veía ahí, firmes, con los nudos corredizos en los cuellos y aquellas cuerdas tensándose a cada movimiento. Agradecí que llevaran el rostro cubierto, y en parte entendí a aquellos canallas. Les tapaban los rostros para ahorrarles la angustia. El que era elegido como presa se asustaba ante lo que veía, pero los que se libraban volverían al dormitorio de los múltiples susurros sin tener del todo claro por qué les habían atado las manos a la espalda y colocado luego aquellas sogas al cuello. Lo entenderían como castigo, sin saber que cualquiera de ellos podía haber sido el señalado.

Cuando se los llevaron quise gritarles, llamarlos, pero la voz no acudía a mi garganta.

La noche siguiente Yurkov volvió y se ensañó de nuevo. Aquella vez ni siquiera me desató, y lo hizo de pie. No me habían dado nada de comer ni de beber, por lo que acepté el líquido de aquella botella que él me introdujo en la boca mientras procuraba su placer. Creí que me quemaba viva e intenté escupirlo, pero Yurkov era muy fuerte. Luego se me iba la cabeza y ya no notaba nada, ni sabía lo que hacía conmigo.

Durante cinco días más sufrí aquellas interminables vejaciones. Se aprovechaba y me emborrachaba. Llegué a acostumbrarme a beber fuego.

Una semana después de iniciado el castigo sexual, Laluska me alimentó y me bañó, para posteriormente volver a encerrarme en la caballeriza. Allí permanecí otra semana, sosteniéndome a base de alcohol y pan. Al menos Yurkov me dejó de lado. En su lugar venía el doctor Richards, que reconocía mi salud con paciencia.

El día de su regreso Yurkov me soltó y me obligó a sentarme en el heno. Aquel día no me ofreció el alcohol que mi cuerpo tanto necesitaba. Solo sus amargas confidencias:

—Con ocho años mi padre me llevó a una mina de carbón. No levantaba mucho más de seis palmos del suelo y ya tenía que acarrear cubos, palear y empujar vagonetas. No me perdonaron ni una. El encargado me cogió ojeriza, y durante años me hizo la vida imposible. Me golpeaba con un bastón que siempre llevaba, orinaba sobre mí, me impedía beber agua y me decía que mi comida era el polvo negro que desprendían las vagonetas cuando las limpiaba. El muy cabrón siempre me dejaba para el final cuando salíamos de la mina, y mi padre aprobaba tal humillación. Le pagaban muy poco por mí, pero lo suficiente para dejarme de lado… Cuando cumplí los catorce, un derrumbamiento se lo llevó por fin al infierno. No vertí ni una lágrima por él.

»Por entonces, mi hermano Yuri tenía siete años y nuestro padre ya preparaba su ingreso en las minas. Tras la muerte de mi padre impedí que Yuri pasara por lo mismo que yo había pasado. Con mis ahorros le envié a él y a mamá a casa de mi tía, que también era viuda y trabajaba como matrona. Mamá quiso oponerse, pero yo, a pesar de mi corta edad, era ya lo bastante maduro para decidir incluso por ella… En las minas, el encargado cada vez me odiaba más y comenzaron las palizas. Al principio no me defendía pero cuando un día inventó una serie de amonestaciones para que el capataz no me pagara, le rompí la nariz de un cabezazo. Acabé en el calabozo de la Policía, cuyo comandante en jefe era íntimo amigo del encargado… Me torturaron, me golpearon y un día, tres de ellos me violaron… —En aquellos momentos Yurkov, con el rostro crispado, hizo una pausa antes de continuar su durísimo relato—: Uno era ese cerdo. Juré vengarme…

»Cuando salí de la cárcel, recuperé el puesto en la mina, pero a cambio de la mitad del salario… Tenía ya diecisiete años y fui a por él. Lo atrapé en un túnel, a solas, meses después de mi reingreso. Acabé con los puños despellejados, y cuando quise clavarle el pico en los cojones, tres hombres que volvían de otro túnel me lo impidieron. Pasé otras dos noches en calabozos, pero al tercer día me subieron a un furgón de Policía y me llevaron a un bosque, donde me esperaba ese encargado, acompañado del comisario jefe… Me rajaron la cara con el cristal de una botella rota —dijo señalando la cicatriz que partía en dos su rostro—, y después el cabrón cogió la pistola de su amigo y me metió una bala en la cabeza… Me dieron por muerto. Pero sobreviví, todo gracias a la providencial ayuda de un ermitaño que merodeaba los bosques. Aquel cerdo se llamaba Oleg Butalkin, y desgraciadamente, murió de un infarto poco después… Pero tenía dos hijos: Lail y Olga, tu madre, que además estaba encinta… Ya ves que he sabido esperar mi oportunidad, y ya me he cagado en la memoria de ese hijo de puta.

Me miró con dureza. La historia me hacía comprender muchas cosas que hasta ahora no comprendía. Oleg, mi abuelo, había sido el responsable de que Yurkov se convirtiera para siempre en un ser sin alma.

—¿Por qué no me ha matado? —Quise saber.

—Qué mejor manera de recordar al demonio que mezclando nuestros destinos. Engendrar un descendiente que lleve mi sangre y la de quien me convirtió en lo que soy ahora… Lo preparé todo para que tu primera vez fuera una buena experiencia, pero lo echaste a perder.

—¡No! ¡No diga eso! ¡No quiero oírle! —le supliqué con angustia. Solo quería beber.

—Ahora que el doctor Richards me ha confirmado que estás embarazada, se acabó. Pasas de pleno derecho a ser la mujer del señor y la madre de mi hijo… Me perteneces y me obedecerás, y de ti dependerá ser analfabeta o lista…

Sin tiempo para valorar mi nueva situación le pregunté con angustia:

—¿Qué será de mis compañeros?

—Los que han sobrevivido irán con los mayores a compartir lecho y espacio.

No lo entendía.

—¿Cómo que los que han sobrevivido?

—Hace ya una semana hubo fuego en los barracones. Casi la mitad murieron en el incendio. Cuando sofocamos las llamas, no había más que cuerpos calcinados.

—Sasa… Luka… —susurré apenas. Me temblaba la voz.

—Los nombres aquí no existen. Solo son productos numerados —sentenció Yurkov, lapidario.

Aquel mismo día me trasladaron. Laluska, acompañada de dos fornidos guardaespaldas, me acompañó. Primero en una destartalada camioneta que cruzó desfiladeros, montañas y caminos de tierra durante un largo día, y posteriormente, en un barco de mercancía que nos arropó en sus bodegas durante una interminable semana hasta llegar por fin al puerto de Barcelona. Allí permaneceríamos un par de meses en el chalet de un amigo de Yurkov, a las afueras de la ciudad.

En mi cuarto mes de gestación nos trasladamos a Madrid. Los sobornos y la corrupción me proporcionaron identidades nuevas. Pasé a ser ciudadana española de pleno derecho, al igual que la tía de Yurkov, que fue quien se hizo cargo de mí a partir de aquel día. Aquella oronda mujer que estaría a mi lado segundo tras segundo era la enfermera que me inspeccionó el primer día y quien selló a fuego en mi espalda la marca de Yurkov para indicar que era de su propiedad: la tarántula.

Poco después vino al mundo una preciosa niña. La repudié desde el primer día. Me negué a cogerla en brazos. Es más, me negué a mirarla, a amamantarla. Surgió de mí, pero era fruto de una violación tras otra.

Yurkov llegó días después para conocerla. Me amenazó con matarme si no cumplía como madre, y para hacer más grande mi dolor, el miserable le dio su apellido y el de mi abuelo materno: Nadine Eremenko Butalkin.

Obedecí a regañadientes, pero con un único plan en mente: ganarme su confianza para escapar. Pareció surtir efecto, ya que las aguas se amansaron y dejé de estar tan vigilada. Desde que llegamos a España supe que no tendría otra oportunidad: para escapar, necesitaba confundirme con el resto, aprender el idioma hasta el punto de poder dejar atrás mi pasado, mi vida entera. No podía regresar a Bielorrusia —tampoco me quedaban motivos para hacerlo— y vi en este nuevo país la posibilidad de empezar de cero. Semana tras semana, mes tras mes, fui aprendiendo el idioma gracias a una pequeña radio, a la prensa que cogía a escondidas y a las conversaciones que espiaba entre los colaboradores españoles de Yurkov… Y al final llegó el día.

El ruso aprovechó su estancia en Madrid para cerrar sus turbios negocios: supe que había secuestrado a la hija de un millonario para extorsionarlo y que colaborara en la explotación de una mina de diamantes en África a cambio de la vida de su hija. La vi cuando la trajeron con los ojos vendados hasta nuestra finca: la muchacha tendría mi edad y el parecido físico era realmente asombroso. Como su padre no se plegó a sus exigencias, los hombres de Yurkov ahogaron a la chica en la bañera y enterraron sus restos en un bosque, cerca de nuestra casa. Yo misma pude ver dónde lo hacían. Luego ellos y su jefe se marcharon de regreso a Rusia: el negocio no había sido posible, y la joven pasó a ser noticia en los informativos en la sección de desapariciones.

El día que me escapé, me corté el pelo a lo chico como lo llevaba ella y cogí su documentación, que tomé de su ropa tras desenterrarla. La volví a enterrar con mis documentos de identificación y corrí, a través de la inmensa llanura, hasta llegar al pueblo más cercano: Pinto. Allí, abrigada por la oscuridad que me proporcionaban los árboles del bosque, hice algo de lo que no me creía capaz. Me corté con una piedra afilada la piel del hombro. Me deshice de aquella maldita marca grabada a fuego. Luego me golpeé la cabeza con la misma piedra. Mareada y sangrando en abundancia salí de mi escondite hasta llegar a una pareja que se besaba en un banco del parque. Sé que me desmayé ante ellos. De esa manera escapé de aquel infierno lleno de indeseables.

Los días siguientes fui noticia. La hija del millonario había sido por fin encontrada, aunque sufría una amnesia evidente y aún no había dicho una palabra. ¿Y Yurkov? Imagino que llegó a saberlo, oiría los rumores acerca de la «resurrección» de la hija de Pablo Álvarez. Supongo que ataría cabos, pero aunque durante años esperé verlo al doblar cada esquina, lo cierto es que no volvió a dar señales de vida. Llegué a preguntarme si es que, a lo mejor, en el fondo hasta me quería…

Horrorizada, Alma Reyes sepultó la cara entre las manos. No había palabras para describir aquello, pero sí lágrimas en sus ojos para honrar la memoria de todos aquellos niños y también de aquella pobre niña… la pobre Nadia.

Sentía el peso de un yunque en la espalda. Un yunque de emociones que se sacudiría de encima cuando acudiera a los medios para hacerlos partícipes de aquel documento.

—¿Estás bien? —Silvana se había sentado frente a ella y le cogía las manos. Alma la miró con expresión ausente. Habló luego con voz sosegada pero firme.

—¿Harías algo por mí? ¿Me acompañarías a hablar con Juan Guillón?

Solo entonces, de pronto, se fijó en las uñas de su amante…