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Noelia había tenido suerte. La misma que le esquivaba en la vida. Ningún agente de tráfico se interpuso en su camino. Abandonó la moto en un callejón oscuro y poco transitado de la calle Ripa. A modo de señuelo, dejó las llaves puestas. Alguien las vería y haría desaparecer la moto. Un golpe de fortuna caído desde el cielo. Un objeto lujoso para vender ipso facto en el mercado negro.

Ahora estaba frente a la taquilla marcada. La estación de RENFE estaba repleta de personas de todas las edades y razas, de distintos grupos sociales. En los andenes, o agrupados ante las máquinas expendedoras. Parecía inapropiado ver a un señor impolutamente vestido con traje y corbata tras aquella treintañera que vestía como una hippie y con peinado de rastas, y tras él, un abuelo y sus nietos, dos gemelos rubios de pelo rizado que se miraban desafiantes después de una riña. Pero en aquel espacio todos eran iguales; como hormigas, algunas soldado y otras obreras, que querían regresar a sus moradas para ser reemplazadas por otras. Gente que ni se miraría y, posiblemente, se despreciaría en otros ambientes, pero que allí compartían espacio y disfrutaban de los mismos derechos.

Noe sonrió un instante, al imaginar el gigantesco hormiguero. Pero la sonrisa se le oscureció al ver la pegatina. No se trataba de algo abstracto. Era una perfecta gota roja impresa. Como el dibujo de Zaira. Perfilada en la tercera taquilla inferior. Noe rápidamente pulsó el 3647 en la pantalla táctil, esperando oír una voz robotizada: «código incorrecto», y casi se sorprendió ante el pequeño chasquido que desplazó unos centímetros la puerta hacia ella.

Atrapó el tirador con sus manos sudadas y abrió de golpe. Allí, encajado, aparecía un maletín de cuero de color granate, con una hebilla como cierre. Intentó serenarse. Notaba a su espalda la presencia de un vigilante de seguridad con un walkie-talkie y los ojos clavados en su nuca. Al menos estaría allí plantado hasta que el espacio de las taquillas quedara desierto.

Sacó el maletín y a duras penas lo introdujo en la bolsa de deporte. Sintió un pánico rotundo cuando golpeó sin querer uno de los paneles. «Puede estallar». Las temibles palabras estaban ahí, clavadas en su mente. Un sudor frío resbaló por su frente al cerrar la puerta. Después salió del espacio de las taquillas con el maletín en la mano, perdiendo al segundo el interés del vigilante, que echó a andar hacia un mendigo que escarbaba en una de las papeleras.

El enorme reloj acoplado en las vidrieras de la gran estación de Abando marcaba las cinco de la tarde. Aún era pronto para acudir al mesón Godro, pero sentía el asa del maletín quemándole en la diestra. Decidió comprar en la cafetería más cercana un bocata de lomo con pimientos y queso fundido, y también un zumo de naranja natural, y ocupó una de las mesas del local. Ocultó el maletín debajo de otra de las sillas y la emprendió a bocados con la baguette.

No tenía apetito, pero se obligó a actuar con normalidad. Observó a la gente que subía y bajaba por las escaleras mecánicas, haciéndose todo el rato las mismas preguntas. ¿Alguna de esas personas sería quien le estaba haciendo aquello? Durante unos minutos se quedó absorta mirando el vitral que servía de friso a la cabecera de los andenes. Retablo alegórico de la histórica laboriosidad del pueblo vasco. La colosal vidriera mostraba mineros, mujeres con un cántaro de leche sobre la cabeza, jugadores de pelota vasca o remeros de una trainera… Gente fuerte, de manos grandes y callosas, y voz grave y con acento. Gente sin miedo a nada, ni al trabajo de campo, ni a las vagonetas que llegaban por los raíles de las galerías subterráneas de las minas de hierro, ni al inmisericorde tiempo preñado de días de incesante lluvia. Y Noe pensó que era uno de ellos. Que podía enfrentarse a los hombres altivamente; ordeñar vacas con brío; arar las tierras con sus propias manos; cortar leña con un hacha bien afilada; incluso podría encargarse de dirigir la matanza del txerriki o de preparar la sagarda. No tenía miedo a nada. Imaginó que lo buscaba sin descanso, lo agarraba del cuello y lo ataba de los pies a dos bueyes que pasarían por caminos llenos de baches y barro. Recuperaría a su hija y a Zaira. Hornearía pan para ellas y les prepararía un buen vaso de leche fresca. Mientras, el psicópata acababa desgarrado en caminos inhóspitos. Sería fuerte y ruda como una auténtica euskal de baserria, una vasca de caserío, nacida en una naturaleza de formas suaves y poco abruptas, con prados rodeados de un bosque de pinos radiata…

Pero no había más tiempo que perder en ensoñaciones poco prácticas de idílicos paisajes. Desabrochó la hebilla lentamente y deslizó la tapa para echar un vistazo al contenido. Volvió a cerrarlo de golpe. No tuvo ocasión de ver mucho, pero sí lo suficiente. Eran fajos de billetes de cien euros. Miró a su alrededor. Nadie la observaba.

Todavía permaneció en la mesa un par de horas, bebiendo a sorbos pequeños el zumo, que se había calentado y vuelto insípido. Cuando bajó por las escaleras mecánicas el reloj marcaba ya las ocho, y al traspasar la planta inferior de la estación y salir a la Gran Vía, la noche se estaba apoderando ya de un cielo plomizo y melancólico.

Llegó al mesón a la hora convenida. A las puertas había personas conversando animadamente y bebiendo cerveza y kalimotxo en vasos de plástico. En ellas reconoció a muchos independentistas radicales. Su estilo en la ropa y en los peinados no dejaba lugar a dudas. Olía a marihuana. Allí se sentía como una extraña, pero nadie se sorprendió al verla. Más bien la ignoraban por completo. La mayoría de las conversaciones tenían lugar en euskera y Noe no dominaba demasiado bien el idioma. En el cartelón que había sobre la entrada había un letrero, dibujado a mano, con los colores de la bandera de Euskadi. MESÓN GODRO, decía.

Accedió al interior. La música que sonaba era prácticamente arrítmica; solo sonidos fuertes y deslavazados y un cantante que expresa sus inquietudes en la lengua vasca, así que Noe era incapaz de descifrar bien la letra. Había una barra alargada donde dos chicas con rastas servían copas a un ritmo frenético. Noe se acercó a una de las muchachas y le dijo a voz en grito:

—¡Tengo que darle esto a Markus!

La chica la miró fijamente, como si pudiera escanearla con sus intensos ojos claros.

—¡Yorgi!

A su grito apareció un hombre robusto, de casi dos metros de estatura, greñudo y barbudo, que sin decir palabra comenzó a cachearla con sus recias manos mientras le decía que era solo por seguridad.

—Ven —le dijo al fin.

Noe obedeció en silencio y lo siguió ascendiendo por una escalera metálica que retumbaba como un tambor a cada paso. Calculó que aquel chico debía de pesar, por lo menos, ciento veinte kilos. La planta de arriba estaba llena de reservados. Cinco puertas a lo largo de la pared. El tal Yorgi golpeó la primera y sin esperar contestación la abrió. De pronto, empujó a Noe con violencia al interior de la habitación y cerró la puerta tras ella.

Tres hombres en el interior. Dos mujeres. Una de ellas, desnuda y de enormes senos, copulando sin pudor en el sillón del fondo con uno de los varones, sentada sobre sus muslos. Otro aparecía tirado en una colchoneta hinchable, con los ojos en blanco por efecto de la heroína que otra mujer estaba inyectándole en vena.

La recién llegada dedujo que Markus debía de ser el hombre con aspecto extranjero que se encontraba ante una mesa baja, sentado en el suelo y con las piernas cruzadas. Estaba esnifando una raya de cocaína. Alzó la turbia mirada y le tendió la mano en silencio. Noe dejó caer el maletín. El joven lo abrió y desparramó el contenido por el suelo. Se demoró algunos minutos en contar los fajos y después sonrió mostrando sus amarillentos dientes de consumado fumador.

—¿A qué coño estás esperando, tía? —le espetó agriamente—. Puedes marcharte o unirte a la fiesta.

Muda como una estatua de mármol, Noe obedeció. Salió de tan siniestro lugar lo más rápido posible. Había reconocido al instante a los hombres. Los dos mayores eran los policías que seguían al tal Markus en el puente de Deusto. Y Markus era el joven que rebanó el cuello al hombre de la gabardina.