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Yago, oculto tras una enorme bobina de cable, observaba cómo su compañero Jon Ríos se disfrazaba a toda velocidad.
Estupefacción, sí, esa era la palabra que más se acercaba a lo que había sentido durante las últimas horas que comenzó a desgranar rápidamente en su memoria…
Atar a Jokin Sagasti y dejarlo amordazado no había sido tarea fácil, pero no le quedaba otro remedio. Aun así, y tras sujetarle las manos al respaldo de la silla, pudo informarse sobre algo que le tenía en vilo. Al principio, cuando le dejaron la noticia de su desaparición junto a la cama de Nadine, el nombre de Gloria Sáez no le dijo nada. Pero posteriormente, una vez en su casa, cuando se encontró con el traje de comunión de Vanesa, buscó la nota que acompañaba la caja de regalo que había contenido el precioso vestido seis años atrás.
Para la niña más bonita del mundo.
Con la mayor de las alegrías,
te deseamos que brilles
como las estrellas que lucen para ti.
Jokin Sagasti - Olga Sáez - Gloria Sáez Sagasti
Nunca le había preguntado por ella al comisario del CIDE. Sabía que era una persona muy celosa de su intimidad, y que siempre rehuía toda conversación que no tuviera que ver con el trabajo. Cuando le agradeció el regalo, Jokin se limitó a gruñir, impidiendo con ello una conversación más profunda al respecto. Él y su pareja ni siquiera acudieron a la ceremonia y al posterior banquete, poniendo como peregrina excusa una repentina indisposición. A Yago no le asombró. Es más, lo esperaba. Su jefe era un gran tipo en el trabajo diario, pero siempre muy escurridizo cuando se trataba de intimar con él.
Y así pasaron los años hasta que de nuevo ese nombre, Gloria Sáez, había vuelto a aparecer. Por ello, antes de amordazarlo, Yago Mellado le preguntó al Monarca y por fin la resistencia de este se quebró. De hecho, empezó a sincerarse con una tristeza inmensa.
—Conocí a una mujer en un club de Marbella. Se llamaba Olga. Era una preciosidad, a pesar de rondar ya los cuarenta años. Por entonces yo trabajaba para la Policía Nacional, infiltrado en una misión que me llevaba a pasar las noches en aquel antro en busca de pruebas. Un día dos tipos golpearon a Olga delante de mí y no pude contenerme… Machaqué a aquellos dos estúpidos gorilas de saldo, así que mi infiltración se fue al garete, y tuve que identificarme o me habrían matado allí mismo. El dueño que regentaba el club, un ruso con cara de muy pocos amigos, le dijo a Olga que era libre, pero que se cuidara mucho de volver a cruzarse en su camino. Recogí a la mujer en mi casa. Mis superiores estaban que trinaban por la metedura de pata, y no pusieron ningún impedimento a mi petición de cambio de destino y también de Cuerpo. —Jokin vaciló un momento antes de aclarar más detalles—: Acabé aquí, en Bilbao, en la Ertzaintza, y muy recomendado desde el Ministerio del Interior, junto a una mujer a la que conseguí una documentación nueva, de la que me enamoré y con la que me terminé casando. Olga se entregó a mí. En cuerpo y alma. Sin embargo, sabía que algo la atormentaba. Para salvar el pellejo, su ex le había arrebatado a sus dos hijas y se las había entregado a un ruso codicioso. —La ira brillaba ahora en sus pupilas—. Desde el día en que se las llevaron no supo más de ellas, ni tampoco del que había sido su marido. Ni ganas le quedaron, claro.
»Meses después, Olga había sido trasladada en barco y vendida como esclava sexual a un compatriota con varios burdeles repartidos a lo largo de la Costa del Sol. Desde que me confesó aquello me propuse por todos los medios encontrar a sus hijas. Tuve suerte con la mayor. Era la chica más demandada en un club gaditano de solera. Gracias a un amigo que trabajaba en Inmigración, conseguí una nueva identidad para ella y pude rescatarla a tiempo. —El oficial Mellado asintió con la cabeza—. Le dimos el apellido adoptado de su madre y llegó a nosotros como Gloria Sáez, convirtiéndose de facto en mi hijastra. Su auténtico nombre, Simona, murió con su turbio pasado. Así devolví el brillo a los ojos de mi esposa.
»De su otra hija jamás supe nada. La dimos por muerta. Olga la lloró largamente para al final contentarse con la que tenía. Le pagué los estudios a Gloria y en pocos años esta se convirtió en una gran periodista especializada en temas de riesgo. Investigaciones y reportajes sobre niños desaparecidos, igual que ella. Se independizó, y Olga y yo seguimos viviendo nuestro amor hasta que, como ya sabes, murió de forma repentina mientras comíamos. Un infarto fulminante. La incineramos y respeté la petición de Gloria.
»Hace seis meses —continuó, en voz baja, Sagasti— volamos hasta Varsovia para continuar por carretera hasta una ciudad fronteriza de Bielorrusia llamada Brest. Olga descansa en paz allí para siempre, y aunque mi corazón estaba sobrecargado por la pena, Gloria no quiso volver conmigo. Me pidió un favor, y me vi obligado a aceptar. Yo provoqué el rumor de que había desaparecido en Rusia, por expreso deseo suyo. Me confesó que tenía motivos para no volver. Desde entonces he mentido y dado largas a Alma Reyes, la chica con la que compartió los últimos años de intimidad… —Arrugó la frente y dejó escapar un penoso suspiro—. Juré lealtad y honor a mi cargo, pero no he sido un policía honesto y correcto. He priorizado el cariño a todo lo demás. He alimentado una farsa por ello… Pero no puedo evitar estar preocupado. Cuando se despidió de mí, me dijo que tenía pruebas contra personas muy poderosas. No sé cuál es la conexión, pero sin duda su desaparición está relacionada con los últimos hechos… Les he fallado… —balbució, con un ligero temblor en los labios—, a Olga y a Gloria…
—Lo siento, Jokin —repuso su subordinado en el CIDE cuando terminó de escuchar esa dramática historia—, pero he de hacerlo. Cuando lea la carta que le dejo aquí, lo comprenderá todo.
Yago le selló la boca con cinta marrón de embalar y le dejó el sobre en la repisa de la chimenea. No había vuelta atrás. Le había conmovido hasta el tuétano el relato que acaba de escuchar, pero si alguien podía frenar en seco lo que tenía que hacer, ese era precisamente el Monarca. Mejor impedirle cualquier movimiento; al menos hasta que ejecutase el acto que le devolvería a Vanesa e impediría así la acción terrorista con explosivos. A los dos agentes que, sin duda por orden del Sagasti, le venían siguiendo los pasos desde hacía horas consiguió darles esquinazo en el aparcamiento subterráneo del Arenal bilbaíno donde había dejado el coche, para escapar luego por un acceso peatonal.
Después de salir de casa del comisario jefe del CIDE, con la reglamentaria de este bajo el faldón de la chaqueta y las llaves de su flamante Volvo negro en la mano, se encaminó al domicilio de Noelia. Necesitaba disculparse. Aquella mujer había significado mucho en su vida, y él no había sabido verlo a tiempo. ¿Podrían darse una nueva oportunidad? Sabía que era absurdo pensar así, y más ahora. En los últimos años la había estado ignorando por completo. Pero ¿estaría dispuesto a intentarlo? Al fin y al cabo, de Nadine ya se había despedido para siempre. Con lo que estaba a punto de hacer, necesitaba conseguir su perdón y esperaba hallarlo tras entregarle la carta que había escrito para ella.
No tuvo que forzar la puerta para entrar, para su sorpresa ya estaba abierta. Avanzando con cautela, vagamente iluminado por las luces que procedían de la planta superior, dejó la misiva sobre la cómoda, aunque sin querer golpeó el marco de un cuadro, donde aparecía él con una embarazadísima Noe en las barracas de Bilbao. El cuadro cayó al suelo, y su estrépito resonó como un disparo. Lo recogió para dejarlo colgado en el mismo sitio. Pero ahora el sonido de la ducha en la planta superior se había extinguido. ¿Noelia lo habría oído? Probablemente, sí.
Sin pensarlo dos veces subió los escalones y llegó hasta la puerta del baño. Agarró el picaporte y comenzó a girarlo. Tenía que explicarle por qué estaba allí. No quería asustarla. Pero… ¡alto! «¡Qué cojones estás haciendo! ¿Con qué estás pensando? ¿Con el culo?». No debía verla. Noelia no se merecía que la metiera en aquel lío. Y mucho menos le parecía una buena idea entrar en su cuarto de baño sin ser invitado.
Oyó un ruido al fondo. Soltó el picaporte y la puerta se abrió unos centímetros, permitiendo la salida de un espeso vaho. Llegó hasta el origen de aquel ruido. Una ventana abierta, que se golpeaba mecida por el aire. La cerró… y tuvo que arrebujarse en un rincón. Noelia apareció en albornoz, miró a ambos lados y luego se dirigió a su dormitorio. Allí se frenó. Desde su posición, su ex pudo ver a alguien, vestido de negro y con un pasamontañas, que parecía estar apuntando a Noelia con un rifle o algo similar, desde la puerta de entrada.
Sin vacilar, el oficial salió corriendo para socorrerla; ya no importaba si Noelia lo descubría. La tapó, la protegió, la rozó. Ella estaba de espaldas. El desconocido del pasamontañas huyó, Mellado lo persiguió escaleras abajo y salió de la casa. Justo al doblar la esquina, recibió por la espalda una descarga que lo abatió. Sin duda el desconocido lo había esperado escondido para alcanzarlo con una pistola eléctrica. Ya en el suelo, Yago pensó que era la segunda vez en una semana que lo derribaban por la espalda por culpa de su impulsividad.
Tardó en recuperarse, pero al incorporarse por fin vio cómo Noelia se alejaba en el asiento del copiloto de un Seat Alhambra que se perdió entre los árboles que bordeaban la carretera. En medio de los espasmos provocados por la descarga eléctrica, consiguió llegar hasta el Volvo. Entró a duras penas, y con una fuerza de voluntad encomiable, dado su precario estado, con las manos casi anestesiadas, consiguió arrancar y llevar el coche hasta la carretera. Tuvo suerte de no toparse con ningún vehículo en dirección contraria, pues por culpa de la insensibilidad de las manos el suyo iba haciendo aparatosas eses por ambos carriles.
Temía como nunca por Noelia. ¿Por qué estaban secuestrándola? ¿Acaso era una forma de asegurarse de que cumpliera su cometido? Preguntas sin respuesta.
Tras una difícil curva, casi impactó con el tronco de un árbol. Era imposible continuar así. Debía esperar a recuperar la movilidad de los miembros, pero para entonces ya sería demasiado tarde. De pronto, sin embargo, la esperanza se reavivó. En el espejo retrovisor alguien le había pegado una tarjeta de visita. «AVESCO-Basauri». Detrás de ella descubrió un mensaje garabateado con rotulador rojo:
Solo uno de los dos puede salir.
¿Encontraría allí su objetivo? La tarjeta lo dejaba claro, y el plazo de cuarenta y ocho horas estaba a punto de expirar. No había tiempo que perder. Poco a poco fue recuperando la sensibilidad. Mejor cometer el homicidio en un lugar desamparado. Lo que más le había angustiado hasta entonces era tener que liquidar al objetivo delante de sus familiares. De esta manera, curvar el dedo sobre el gatillo y apuntar a la cabeza no sería tan difícil.
Pero de pronto le asaltó una idea. ¿Y si todo fuera una prueba y su hija y Noelia no corrieran en realidad ningún peligro? ¿Y si las estaban protegiendo? ¿De quién? ¿De él, quizá? ¿De un mal padre y un peor marido?
Después de madurar esa nueva posibilidad descubrió que el efecto paralizante de la pistola eléctrica había desaparecido por completo. Eran las cuatro y media de la mañana, así que arrancó y pronto sobrepasó la velocidad permitida. No había tiempo que perder.
Un cuarto de hora después estaba a punto de llegar al edificio. Para evitar ser descubierto, estacionó su coche a cierta distancia —junto a un taller de automóviles y una panificadora— para más tarde aproximarse con todo sigilo. Se refugió tras unas grandes bobinas de cable que había en un solar abandonado, muy cerca de su objetivo. Desde su emplazamiento podía vigilar la empresa AVESCO con comodidad.
El Seat Alhambra estaba ahí aparcado. Pero la mayor sorpresa se la llevó cuando vio aparecer a Jon Ríos acercándose al monovolumen. Llevaba una caja en la mano diestra que emitía destellos dorados. Se agachó tras la rueda trasera y extrajo algo de allí. Ahora comprendía. Era un localizador. Eso solo significaba que el vehículo pertenecía a su compañero de trabajo.
Se hizo más evidente cuando el suboficial de la Ertzaintza abrió la puerta trasera y arrojó dentro una bolsa de deporte, de donde sacó una peluca, unas cejas postizas, bigote, perilla… En poco tiempo había mudado por completo de aspecto. Yago observaba con curiosidad y asombro, a partes iguales, esa insólita transformación. Tal vez debería intervenir… Pero en el momento en que se aprestaba a salir de su escondite, pistola en mano, se vio obligado a detenerse. Un inmenso Hammer apareció a gran velocidad, barriendo con sus focos el ancho de la carretera. El tanque con ruedas aparcó junto al Alhambra. De él salieron cinco hombres, tres de ellos con rifles de asalto.
Jon cerró la puerta del monovolumen y comenzó a hablar con los extraños. Después los acompañó hasta la entrada del edificio. Cuando desaparecieron en su interior, Mellado, cada vez más atónito, esperó un par de minutos más antes de salir de su escondite y avanzar pegado a la pared del edificio, empuñando la pistola con rabia. Primero tenía que aclarar sus dudas… Se aproximó hasta el Alhambra y miró en el maletero. Ni rastro de Noelia. Pero ¿qué era eso? Perplejo de nuevo, fue acariciando las barras de acero, la vestimenta oscura y las máscaras de cuero que se ocultaban en el interior del maletero. Un solo nombre acudió entonces a su mente: Nadine.
Jon Ríos había sido el responsable de la brutal paliza a su novia.
Entonces comprendió.
Aquel desconocido no quería hacerle daño. Solo le obligaba a matar por su bien. Le ayudaba mediante la extorsión.
En las entrañas de AVESCO lo esperaba su víctima.
En ese preciso momento recordó el mensaje escrito en la tarjeta: «Solo uno de los dos puede salir».
Jon Ríos Madariaga no podía dormir. No dejaba de ver a su hija atada y amordazada, izada hasta la cubierta de un barco que, más tarde, desaparecía en las negras aguas del océano Atlántico.
Pudo haber evitado aquel turbio asunto. Pero a veces los policías se veían obligados a aceptar trabajos incómodos, sin detenerse a pensar lo que vendría después. En su momento aceptó negociar con aquella gente pensando, por supuesto, que todo sería muy fácil. Su aplomo le hacía estar seguro de sí mismo. No creía que, con su comportamiento, pudiera complicar a su familia. Confiaba en su camaleónica transformación para dar esquinazo a posibles amenazas sobre sus seres más queridos.
Sin embargo, ahora comenzaban a acosarlo las dudas. Lo que en principio había sido un asunto más de drogas daba paso a una realidad mucho más angustiosa para él. La trata de menores, practicada de la forma más cruel por aquellos salvajes llegados del Este de Europa. Al ver a aquellos niños hacinados como atroz mercancía, se sintió desnudo, temeroso de que lo descubrieran. ¿Acaso no sabrían que era un agente de la Ley y precisamente lo utilizaban por eso? ¿Y si ya tenían información de su familia? Eran dudas que lo angustiaban a cada instante.
El asunto se le había escapado de las manos. Pero ¿qué esperaba? Estaba tratando con las capas más bajas de la mafia rusa con el firme propósito de llegar hasta las más altas esferas. Al menos esa era la intención. Ganarse la confianza de los esbirros de Yurkov Eremenko, alias «el Tarántula», para más tarde llegar hasta él y entrar en ese imperio que dominaba la faz más turbia de la Tierra. Solo que las cosas no habían salido como él esperaba…
Sudaba a mares, revolviéndose en la cama. Temeroso. El reloj digital marcaba aún las 3.27 de la mañana. Su mujer dormía. Respiración relajada. La amaba. Era tan buena… Muchas veces, al verla con los ojos cerrados, se había sentido el hombre más afortunado de este mundo. Se preguntó qué ocurriría si llegaba a perderla. Si un día, al regresar a casa, la encontraba muerta en su cama abatida por un disparo, tan quieta como estaba ahora mismo…
Se levantó de golpe. Aquello tenía que terminar. Debía ponerse en contacto con los intermediarios y dar carpetazo a tan siniestro asunto. Mantuvo la luz apagada para no despertar a su esposa y se vistió con la misma ropa con que había llegado.
Antes de salir de la vivienda visitó la habitación donde Cris dormía, todavía con los auriculares puestos y el MP3 encendido. Jon se los quitó con dulzura y apagó la música. Agachándose ante ella, sopló el rebelde flequillo que caía sobre su rostro. Siempre lo hacía. Le encantaba ver los movimientos involuntarios de Cris, arrugando la nariz y apartándose el mechón como si fuera un molesto mosquito. Eso significaba que estaba viva. ¡Viva! Para hacer feliz a su aita, a él.
Quizá no fuera tarde, quizá aún estuviera a tiempo. ¿Qué sería de él sin ellas? Un alma marchita que se ahogaría en la angustia.
Se dirigió con paso firme a la furgoneta roja. En el transcurso del camino no dejaba de llamar al responsable de aquella situación. «¡Joder!». No respondieron a ninguno de los siete intentos que hizo. Como única alternativa, telefoneó a un amigo, también suboficial de la Ertzaintza, que tenía ronda de noche. Le pidió que mandara una patrulla para vigilar su casa. Le dijo que su esposa le había alertado de la presencia de unos desconocidos rondando el barrio. El turno de explicaciones ya llegaría a su debido momento: antes, debía proteger a su familia.
Una vez dentro de la furgoneta tomó el localizador. Tenía que avisar a Noelia, quitarla de en medio cuanto antes. Lograr que desapareciese de cualquier modo. Yuri quería hacerle una «manicura» con cizallas y debía impedirlo como fuera.
Siguiendo las precisas instrucciones del localizador, media hora después llegaba a los aparcamientos externos del supermercado del puente la Baskonia. Introdujo el disfraz en una bolsa de deporte y siguió la señal del localizador. En menos de cinco minutos había aparcado junto al Seat Alhambra y frente a la entrada de AVESCO. No veía a Noelia por ningún lado, pero las puertas del edificio permanecían abiertas. ¿Acaso estaría dentro? Decidió disfrazarse. Debía meterle un susto en el cuerpo para que buscara acomodo en un sitio seguro o en la comisaría más cercana. Pero por nada del mundo debía reconocerlo.
Abrió la puerta del maletero, dejó la bolsa y comenzó su ritual para cambiar de aspecto. Solo cuando, finalmente, se operó por completo su transformación, descubrió un bulto desconocido en su maletero. ¿Qué era toda esa ropa? ¿Y las barras y las máscaras? ¿Quién podía haberlas puesto allí? Pero la sorpresa se hizo mayor con la llegada del Hummer. Yuri, Nilsson y tres hombres armados hasta los dientes. Estaba petrificado, pero reaccionó bajando la puerta del maletero de golpe. Lo hizo con tanta prisa que incluso olvidó cerrarlo, dejando dentro su juego de llaves.
Apretó con fuerza la mano de Yuri Eremenko. Gracias a Dios, estaba bien disfrazado.
—No os esperaba —dijo en tono aparentemente distraído.
—Ese cabrón cree que nos tiene cogidos por los huevos… Supongo que a ti también te ha convocado aquí, ¿no?
—Sí. —Jon comprendió que debía salir del apuro de alguna manera—. Una llamada, ya sabes…
—Bien… —convino el mafioso—. Así podrás encargarte de esa zorra. Entremos. Si quiere jugar, ha llegado el momento.