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Yago Mellado no quitaba ojo a sus seres más queridos. Noelia y Vanesa permanecían abrazadas, unos metros más allá, arrodilladas y susurrándose confidencias que no conseguía escuchar mal que le pesara en esos momentos. Verlas tan juntas le ilusionaba: solo verlas ya le enternecía como nunca, pero verlas además así de unidas le hacía comprender lo estúpido que había sido. Sonrió con una mueca de triunfo.

Nick de Marco, junto a él, había hecho la llamada pertinente para que liberaran a Jokin Sagasti, tras ser informado por Yago, y ahora estaba intentando tranquilizar a su superior con palabras intrascendentes que este no escuchaba, aunque de vez en cuando volvía la cabeza para mirarlo distraídamente a los ojos.

En realidad Mellado, extrañamente, se sentía feliz y no parecían preocuparle en absoluto las consecuencias que sin lugar a dudas tendría aquella noche, tan infausta como sorprendente, y que aún no había terminado… Se sentía en paz consigo. Había matado a un compañero, un grupo de fanáticos le había manipulado hasta cotas insospechadas… y aun así sentía que había hecho lo correcto. La lección más dolorosa era que hasta las fuerzas del orden constituían un objetivo que podía ser maniatado y eliminado. Él mismo había sido títere como castigo a su mal proceder como padre.

Xabier Elostegi llegó hasta su posición quitándose unos guantes desechables y con el rostro contraído. Se sacudió la sudadera negra para desprender el polvo acumulado allí.

—Esto es un desastre, Mella, una auténtica putada. Va a ser una investigación de pelotas la que nos espera desde Interior… —Miró fijamente a Yago antes de continuar en tono grave—: Amigo, vas a tener que dar muchas explicaciones, y sabes que me duele decírtelo.

—He registrado la pistola como prueba —intervino De Marco, levantando casi a la altura de sus ojos una bolsa transparente donde se encontraba el arma de fuego corta que Yago había llevado consigo, la misma que le había quitado al Monarca en su asalto nocturno horas atrás.

—No entiendo por qué no te molestaste en ponernos al tanto —intervino de nuevo Xabier, muy serio. No concebía aún que su amigo y subalterno asegurase que había sido él el responsable de la muerte de un compañero—. Si habías conseguido pruebas contra Jon Ríos, tenías que habernos avisado. —Le lanzó una mirada de advertencia—. ¡Joder, Mella, que somos un equipo! —exclamó de pronto, furioso como se encontraba.

Mellado suspiró hondo antes de replicar en voz baja:

—Mira a tu alrededor, todos estos menores… Los hemos rescatado. Eso es lo que de verdad importa. —Carraspeó dos veces para aclararse la garganta y tragó saliva con cierta dificultad—. Sí, asumo plenamente lo de disparar contra Jon, pero él apuntaba a Noe en esos momentos… Hice lo que marca el reglamento, defenderme, defender a los míos. Xabier, ha sido en defensa propia ante una situación que se me escapaba de las manos.

El subcomisario trenzó los dedos, un movimiento característico en él cuando se encontraba muy incómodo.

—Mentir nunca ha sido lo tuyo, Mella —afirmó luego, rotundo—. Hemos encontrado el cadáver de Jon en el Seat Alhambra, no donde tú dices que le pegaste cuatro tiros. Además, los de la Científica están trabajando ahora mismo dentro del vehículo en busca de pruebas, y espero que pronto me den algún dato que me aclare si de verdad ha sido cosa tuya o si te estás equivocando al culparte porque andas más aturdido que un adolescente tras su primer polvo.

Yago escuchó cada palabra de su inmediato superior en el CIDE, pero no comentó nada al respecto. Era imposible. Él había visto el cuerpo de Jon Ríos caído en aquel siniestro subterráneo. Lo había abatido a tiros. ¿Qué estaba diciendo Xabier? Claro, movimientos de ajedrez de quien le había manejado hasta ahora como a un peón en una partida. Pero ¿qué podía decir? «Mira, Xabier, tienes razón. Mis cómplices no tienen rostro. Se deshacen en las paredes y fuman el aliento de los humanos». Se le dibujó una sonrisilla mordaz solo de pensarlo.

—No sé qué decirte… —replicó al fin, con aire ausente.

—Si estás buscando el premio al mejor comediante, solo te queda confesar que en realidad eres un terrorista islámico. Vamos, que has puesto unos artefactos para reivindicar que te magullas las rodillas sobre una alfombra mágica por un ser que te va a dar la paz en el mundo de las hostias en cascada. —Elostegi, que más bien mascaba cada palabra, no escondía su enfado.

El oficial de la Ertzaintza se encogió de hombros.

—Ante eso no tengo respuesta, Xabier —dijo después con voz cansina—. De repente todo ha temblado y cuando hemos salido de las naves del Metro, el edificio se había venido abajo. He tenido que volver a meter a todos estos niños dentro para que la polvareda no los asfixiara.

—Ya, lo que tú digas… Siento soltártelo así, pero la has cagado pero bien, socio. Estás ante una montaña tan grande de mierda que no vas a poder esquivarla. —Xabier Elostegi se frotó el puente de la nariz e hizo un mohín con los labios—. Lo que me cabrea de verdad es que encima tendrás mi apoyo. —Resopló con fuerza antes de concluir con amargura—: Lo tendrás aunque seas un auténtico capullo.

Apareció una Berlingo con los cristales traseros tintados y con Vicky Dámaso al volante.

—¿Y ahora? —Planteó Mellado.

—Ahí lo tienes —repuso Elostegi, y el vaho distorsionó por unos segundos su rostro. En un gesto de apoyo, Nick de Marco apretó un hombro del oficial.

—Suerte con el Monarca, la vas a necesitar —le susurró casi al oído.

Frotándose las magulladas muñecas, Sagasti surgió por el lado del copiloto. Al instante, Xabier se acercó para ponerle al corriente de las últimas e importantes novedades. Por su parte, De Marco, con la bolsa de la pistola en la mano, se dirigió donde Vicky para intercambiar impresiones. Aunque lo negara siempre, entre sonrisas irónicas, el argentino bebía los vientos por su compañera de departamento.

A Yago le dio la impresión de que Xabier tardaba siglos en concluir su charla con el Monarca. Quizá estaba haciéndole un favor, amansando a la fiera antes del presumible banquete. Jokin Sagasti le escuchaba atentamente, evitando en todo momento cruzar una mirada con Yago. Su rostro parecía cincelado en mármol, aunque si abriese la boca en esos momentos, a nadie le extrañaría que saliera fuego de ella.

Elostegi no paraba de gesticular, y de vez en cuando giraba el anillo que lucía en la mano izquierda. La investigación no iba a resultar nada sencilla: los datos que le transmitía al comisario jefe eran solo un adelanto de las largas noches, con sus días, que esperaban al grupo CIDE hasta poder dar carpetazo a un caso con más aristas que los Picos de Europa.

El Monarca asintió por fin con la cabeza, recompensó al subcomisario con un leve atisbo de sonrisa de compromiso profesional —aunque quizá era en realidad un retortijón en el bajo vientre— y le comentó algo que no llegó a oídos de un expectante Yago Mellado. Luego Jokin se acercó al fin, ignorando por completo al responsable de la Científica —un hombretón, exjugador de baloncesto, vestido por entero de blanco y que había salido a su paso para hacerle un comentario importante—. No era precisamente el momento adecuado.

—Aquí lo tenemos, el miembro más envidiado de la Ertzaintza —dijo el Monarca nada más llegar. Parecía destilar una fina ironía que no pegaba nada con su carácter habitual, frío y distante. A su espalda, el responsable de la Científica le levantaba el dedo corazón, molesto con la desfachatez del comisario—. El oficial que pone sus cojones por delante para allanarnos el camino a los demás. El amigo que te regala unas cuerdas para asegurar tu seguridad, como compromiso de lealtad claro. El hombre de honor que va a salir en todas las portadas de las prensa y en los medios audiovisuales como un héroe que ha rescatado a unos pobres niños. Será la hostia, chico. Te convertirás en un ejemplo para el resto de miembros de este Cuerpo, y en la envidia de otras Fuerzas de Seguridad del Estado, y la gente te parará por la calle para saludarte y te invitarán a café.

Volvió a acariciarse las doloridas muñecas, dejando así un poso de unos segundos de insoportable silencio en los que el Monarca atravesaba con su penetrante mirada al padre de Vanesa.

—Sí, señor, aquí tenemos al infalible Yago Mellado Gorostiza, el puto amo de la barraca. No sabes lo que envidio ese par de huevos… ¡No puedo creer lo que has hecho! —Pero en medio de tanto sarcasmo, Yago podía ver que Sagasti estaba a punto de explotar, harto ya de contener su rabia. No se equivocaba—. Por si no lo sabes aún, eres el mayor estúpido que jamás haya servido a mis órdenes y ya son años… —Los ojos del comisario relampaguearon—. Órdenes que te has saltado a la torera al pasártelas por la entrepierna aprovechándote de mi amistad y de la absoluta confianza que tenía puesta en ti. Eres un capullo de órdago, un cabeza cuadrada que ha puesto en peligro a todo el mundo y que ha tenido incluso los santos huevos de ajusticiar por la brava a un compañero. Como insistes, lo entenderé así, porque Ríos la ha palmado y no va a darnos la réplica. Te has convertido en lo mismo contra lo que luchabas: un mercenario, un delincuente, un pervertido de la sangre que riega su incapacidad con decisiones peculiares y llenas de vanidad e inconsistencia moral.

A pesar de sentir una punzada de rabia ante tan demoledoras acusaciones, Mellado hizo de tripas corazón y replicó con una tranquilidad exasperante que le sorprendió incluso a él mismo.

—No espere que le lleve la contraria, señor. Haga lo que considere oportuno y punto. Lo demás me da exactamente igual a estas alturas de la película.

Encajando mal el golpe, Sagasti lanzó a su subordinado una mirada iracunda.

—Me has decepcionado y me has humillado —subrayó sombrío, luego de una pausa para recuperar el aplomo perdido durante unos tensos segundos.

—Sabía que intentaría detenerme, señor. No tenía más alter…

—La investigación dirá lo que sea oportuno —zanjó Sagasti—. No puedo pasar por alto que, tras lo de hoy, hay un antes y un después entre nosotros. Quisiera encontrar una razón coherente para todo esto, pero ahora mismo y a la vista de los deleznables actos que has cometido, lo veo complicado… —Hizo un alto para rascarse el cuello en un acto reflejo que todos en la unidad conocían—. Lo que te espera va a ser duro. Qué digo duro, será durísimo. Te verás expuesto a interrogatorios interminables, y no acabarán hasta averiguar toda la verdad… —Torció el gesto, antes de concluir con voz más grave—: Jamás me esperé esto de ti. Ahora me doy cuenta de que tenía que haberte dado un par de hostias en el hospital y, por supuesto, haberte denegado el tiempo extra que me pediste.

Tras aquel rapapolvo, el ertzaina negó varias veces con la cabeza.

—No voy a negar que he actuado mal, señor. Quizá he sido injusto —dijo con voz firme, sin fisura alguna de debilidad—. Me muevo por impulsos, eso es cierto, y si estos impulsos me han llevado al final de mi carrera, lo asumiré por completo. Es más, sé que podría intentar convencerle de que la muerte de Jon era una cuestión de pura supervivencia, pero no voy a buscar excusas, señor. He hecho algo inadmisible y pagaré las consecuencias hasta el final, aceptaré sin rechistar lo más mínimo todo lo que me ocurra a partir de hoy.

Yago sabía que muchas veces no nos hacemos las preguntas adecuadas, el por qué ocurren las cosas y la razón de que no podemos evitar los problemas. No hay explicación aparente, claro, y por eso hacemos lo que consideramos justo. Liberado por fin del peso que sentía, entendió que aquel era un momento decisivo en su vida. Y que aunque no fuera el final esperado, aquello sí constituía de facto el final de su carrera profesional en la Policía Autónoma Vasca. «Aunque a cambio, he recuperado a mi hija, y también a Noelia», se dijo antes de torcer el gesto y concluir con voz hueca:

—Hay salidas que solo aparecen al final del camino. Salidas con compensaciones —pensó en Noe y Vanesa—, nuevos principios, aun cuando vengan de la mano de recuerdos que serán una losa en el alma. Y los principios siempre traen esperanza, nuevas oportunidades en la vida.

Cruzó la mirada con su ex y su hija, que asistían expectantes a la escena. A pesar del cansancio y de la tensión acumulada en las últimas horas, arrancó a sus labios una sonrisa que correspondieron sus dos seres tan queridos. Las amaba más de lo que pensaba, y haría lo que fuera por ellas. Claro que sí. Lo que fuera, sin límites con tal de protegerlas.

El Monarca guardó silencio. Para él, la muerte de Jon Ríos también supondría una losa en adelante, más aún si en verdad era Yago su asesino. Había muchas preguntas abiertas, y tendría que dar muchas explicaciones a sus superiores pero no era el momento de pensarlo y el secreto al que estaba obligado le impedía compartir sus preocupaciones con nadie. De entrada, bastante tenía con enviar a alguno de sus hombres a dar la noticia a la viuda de Ríos. Y a su hija. ¿Cómo podría explicarles?

Con la mirada fija en su protegido, Sagasti se llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta y extrajo la carta que Yago le había dejado tras atarle en su propia casa. No la había leído. No había querido. Y después de escuchar la confesión de Yago al respecto de Ríos, estaba seguro de que había hecho lo correcto.

Rompió la carta que Yago le había dejado delante de sus narices.

—Cuando hablamos sobre los explosivos en el hospital, me comentaste que sabías cómo detenerlo —le recordó—. Por lo que veo aquí, nos hemos debido de equivocar de objetivo: al parecer te equivocabas. Hemos encontrado en una taquilla de Abando la bolsa que buscábamos con explosivos y sin duda ha sido un perfecto señuelo, porque en vez de bombas hemos encontrado juguetes… ¿Algo que apuntar sobre esto?

—Siento haber creído que podía cambiar las cosas —se apresuró a decir—. Ha sido irresponsable por mi parte.

—Has estado sometido a una tensión insoportable para salvar a Vanesa. Para mí, eso es evidente.

El aludido sorbió ruidosamente por la nariz antes de aclarar en voz baja:

—Quizá la que necesitaba para darme cuenta de lo que me estaba perdiendo. Soy un pésimo padre y fui un pésimo marido. Y por si fuera poco, os he fallado a ti y al equipo. No merezco la placa que llevo, soy un insulto para el Cuerpo. Mi trabajo termina hoy. He sido débil…, demasiado —concluyó meditabundo, casi en un susurro amargo.

—Quítate eso de la cabeza. No puedo permitirme perder dos hombres en una sola noche —afirmó el comisario: Sagasti no podía creer que Yago hubiese matado a Jon como insistía en insinuar, o al menos es lo que quería pensar hasta tener todos los datos en la mano—, pero sí aceptaré que te tomes un tiempo de reflexión. Quiero que recapacites sobre quién o quiénes te han hecho esto, y nos ofrezcas la posibilidad de dar con su paradero… —Jokin Sagasti suavizó su gesto y algo en la mirada que le dirigió hizo que Yago se pusiese alerta.

»Me han informado de que hemos atrapado al Tarántula, pero se ha cobrado un alto precio. —Yago no esperaba el cañonazo moral que le aguardaba—. Es sobre Nadine… Ha sido asesinada.

Sintiéndose desfallecer, se llevó las manos al cuello, allí donde nacía una angustia interna que, al parecer, quería devorarlo por momentos.

—¿Cómo… ha sido? —Apenas pudo articular con voz trémula. Sentía la lengua pesada como una losa de granito.

El comisario aspiró hondo antes de explicarle, ahora en tono repentinamente amable, todo lo que la noche había traído consigo: mientras Yago le observaba con un rictus amargo, Sagasti le contó que Nadine era la hija de Yurkov Eremenko, que había vivido un amor de engaño, una farsa en toda regla. Le dijo que a veces la vida es un voltaje continuado de malas hierbas que brotan por donde pasamos… Luego tosió y cambió de tema. En el fondo, sentía aprecio por Yago, no quería hurgar en una herida que debía hacer mucho daño.

—No aceptaré tu renuncia —le repitió el Monarca—, ni te libraré de culpa, claro está, pero por Dios, acepta el impasse de reflexión que te ofrezco. Esto solo es el comienzo de una larga lucha que no sé muy bien adónde nos puede llevar mañana a todos… —Tragó saliva y le pidió algo que, a estas alturas, a ninguno de ellos le sorprendió en realidad—: Por eso quiero que tú, obviamente, estés aquí, a mi lado, con el equipo que formamos.

Incrédulo aún por la verdadera identidad de Nadine, Mellado sacudió la cabeza y apretó los labios.

—Es demasiado tarde… —respondió como hablando consigo mismo—. Para casi todo es demasiado tarde… —Las lágrimas habían empezado a recorrer sus mejillas, a la par que, avergonzado, observaba de reojo a Noelia y a Vanesa—. El rey tiene que tener su príncipe, y es a él a quien debe atrapar si quiere acabar con esos putos rusos. Yo ya estoy fuera del juego…

Con la mirada perdida en ninguna parte y tras encogerse de hombros, Yago se encaminó al encuentro de aquellas a quienes de verdad amaba.