EPÍLOGO
LA CLAYMORE
Castillo de Drum, Aberdeen (Escocia), 22 de marzo de 1336.
La festividad de la Ostara92, o del equinoccio de primavera como allí era conocido, habría pasado sin pena ni gloria de no haber sido por el cumpleaños del pequeño. No había nada más que celebrar. David II Bruce había rechazado la propuesta para un tratado de paz para ser el sucesor de Eduardo Balliol, que sus mismos hombres, hastiados de tanta guerra, habían presentado ante los ingleses. Ante la negativa del niño-rey de abandonar su cómodo exilio en Francia y vivir en Inglaterra, los escoceses no tenían más remedio que seguir en guardia y luchar por sus vidas, por sus tierras y por un nuevo amanecer.
La noche anterior habían celebrado no solo el primer año de vida del pequeño Cailéan, también habían realizado ofrendas porque pronto regresaran Ruari y Neall a sus vidas. El castillo de Drum había reunido en la intimidad a los Irwyn y a los Murray para tales festejos, pues la terminada tregua con Inglaterra dejaba a la comarca en una situación desesperada.
Erroll también los acompañaba en esos días y había amenizado la velada con sus historias. Parecía más recuperado físicamente desde la última vez que lo habían visto en Ayrshire, aunque algo más cansado de todo y de nada en particular, sobre todo de las demandas de su abuelo porque rompiera cualquier vínculo establecido con sus parientes en Irlanda. Él no pensaba renunciar a las únicas tierras legítimas y por derecho que le quedaban. No lo haría y, enfadado, se había cruzado medio país en busca del apoyo de sus amigos.
Ayden agradecía la presencia del irlandés con ellos, pues era un gran espadachín y estratega que les sería de gran utilidad en caso de verse en breve en conflicto. El mellizo Murray era más optimista que su tío, el primer Laird del Tambor y señor de esas tierras, y pensaba firmemente que Aberdeen no sería atacada hasta bien entrada la primavera, pero en caso contrario, cualquier ayuda extra era poca.
Todos coincidían en que la comarca se había convertido en claro objetivo del rey inglés. Eduardo Plantagenet deseaba asolar el noroeste de Escocia para así poner contra las cuerdas a los insurrectos del norte, sobre todo a su más codiciado enemigo: Sir Andrew Murray, Guardián de Escocia.
Todo estaba preparado en caso de que las tropas inglesas llegaran a asediar el castillo de Drum. Todos conocían lo que debían de hacer y qué pasadizos seguir y sellar tras su huida para no ser perseguidos por las huestes de sassenachs.
Ese día, todos parecían haberse levantado con una gran resaca de cuirm tras la feis. Todos menos el pequeño Cailéan, que lo mismo correteaba que gateaba, ávido de estar solo por el suelo. Las mujeres bordaban en el salón principal y los hombres arreglaban el tejado de la torre del Tambor, temiendo que se terminara viniendo abajo tras el desgaste sufrido con el deshielo.
—Alguien viene —dijo Lady Annabella incorporándose y dejando a un lado la labor—. Venid conmigo, pequeño, veamos de quién se trata —añadió tendiéndole la mano a su nieto.
El niño sonrió pletórico ante la expectativa de salir al exterior, aunque pronto sintió su sueño frustrado cuando el recién llegado entró con premura en el salón.
—No importa, Cailéan, saldremos nosotros de todos modos y dejaremos a vuestra madre y a Susan recibiendo a este buen hombre.
El niño palmeó entusiasmado y levantó la manita diciendo adiós. Susan imitó el gesto y le indicó al mensajero que tomara asiento. Leena le ofreció la hospitalidad de la casa a falta de los primos y tío de su esposo.
—¿En qué podemos ayudarle?
—Busco a Sir Flanagan, Milady. ¿Se encuentra en el castillo? —preguntó nervioso, quitándose el sombrero lleno de polvo del viaje.
Las mujeres se miraron extrañadas. ¿Ese hombre buscaba a Erroll, a razón de qué?
—En estos momentos no se encuentra en el castillo, pero le daremos el recado si así os place.
Susan calló contrariada y no discutió. ¿Por qué Leena le había dicho que no estaba? ¡Pero si estaba con el resto de los hombres arreglando el tejado! Vio cómo el hombre dudaba, aunque se le veía cansado de llevar varios días cabalgando, dedujo por la suciedad de sus ropas, y aún le quedaría el regreso.
—De acuerdo, Milady. No quiero volver a encontrarme con retenes camino a la frontera y con la llegada de la primavera... Escocia no es un lugar seguro para vivir.
Leena se mordió la lengua. Su acento era cuidado, pero a simple vista, se veía que no era escocés. ¿Cuál sería el mensaje que le había traído a Erroll? La curiosidad podía con ella. ¿Y qué sabía ese hombre que ellos no supieran? ¿Habría movimientos de tropas camino al norte? Sí, definitivamente tenían que prepararse para la contienda y planificar una huida a las islas de ser necesario. Ya había «sacrificado» a un hijo como para poner en peligro a otro.
El hombre fue a buscar lo que fuera al exterior y regresó presto, colocando con sumo cuidado un paquete encima de la mesa de los señores, la que se encontraba en la tarima principal. Las mujeres abrieron los ojos desmesuradamente y Susan contuvo una exclamación. No había que ser muy lista para saber que se trataba de la claymore de Erroll. ¡Habían escuchado tantas veces la historia de cómo la había perdido por boca de Ayden y Darren!
Leena interrogó al hombre hasta que consiguió que le dijera quién se la había mandado.
—Una mujer, poco más le puedo decir. Me hizo el encargo de hallar a Sir Flanagan y entregársela en mano a cambio de tres monedas de oro, pero si llego a saber que no estaba en la torre de Barr, no hubiese accedido.
—¿Por qué? —le preguntó Susan.
—¡Pues porque de allí me mandaron al castillo de Glamis y de Glamis aquí! —exclamó colocándose el sombrero dispuesto a marcharse.
Leena no sabía cómo retener al hombre y saber más sobre la mujer. Sabía que Catherine no se desprendería tan fácilmente de ese dinero y, sin darse cuenta, se preguntó en voz alta por qué no habría venido ella misma a traerla. El mensajero se rio como primera respuesta:
—Milady, medio país suyo está en guerra e Inglaterra no está mucho mejor que digamos. Una mujer en su estado y sola no habría durado ni dos días en el camino.
Leena no entendió lo que el hombre había querido decir. Catherine se movía perfectamente por los caminos y estaba acostumbrada a protegerse a sí misma. Sin embargo, Susan, sí lo entendió.
—¿Decís que ella está…? —preguntó Susan haciendo el gesto con la mano de una gran barriga.
El hombre asintió y Leena se llevó la mano al pecho y murmuró:
—Proseguid y dadnos detalles, os lo ruego.
El mensajero titubeó, pero una moneda de plata obró milagros en su memoria.
—Intentó ocultármelo con una capa amplia y no quise preguntarle, pero deduje que estaba de unos tres meses, cuatro quizás —explicó azorado, dejando ver su podrida dentadura, lo que a punto estuvo de provocar arcadas a las allí presentes—. Lo sé porque mi mujer ya ha traído siete niños al mundo. Reconocería los síntomas hasta con los ojos cerrados. Esa mujer esperaba un hijo, sin duda.
—¿Creéis que puede ser de Erroll, Leena?
Esta asintió.
—¿Por qué otro motivo una mujer humilde pagaría semejante cantidad de dinero por algo que podría haber hecho ella misma? A nosotras no nos mostró sus habilidades con los cuchillos, pero para impresionar a mi hermano…Ya tenía que ser buena con ellos.
—Quizás cruzar media Escocia en guerra…
—No, leannan. Ella es audaz y testaruda, pero con un gran corazón. ¡Me recuerda tanto a mi cuñada!
—¿A Elsbeth?
—No —negó Leena con la cabeza sonriente—. A Leonor.
Leena puso mustio el semblante, echaba de menos a Leonor y hasta al testarudo de Alex, que poco después de su boda había marchado junto a Ruy a atender la llamada de la mujer de su hermano en el norte. ¿Qué habría sido de ellos? ¿Y de Neall? Hacía semanas que no recibía noticias de Sir Lockhart y eso la inquietó. ¿Habrían hecho bien dejando a la pequeña Ashlyne con ellos? Elsbeth parecía haberse recuperado bastante, pero la tristeza y los cambios de humor no era algo que desapareciese de un día para otro.
—¿Deberíamos decírselo a Erroll? —preguntó Susan—. Me refiero a… que está preñada. Si ella no ha querido contárselo, sus motivos tendrá. ¡Quizás se haya casado o no sea de él!
Lady Leena dudó mucho qué hacer. Era obvio que Catherine, por el motivo que fuera, no quería que Erroll se enterase. ¿Cómo habría conseguido la espada? Si se la había robado a alguien y la pillaban, le esperaba la horca. Nadie dudaría en hacerlo siendo una persona humilde, una ladrona. Ni tampoco esperarían a que tuviera el hijo. Temió por ella, se había arriesgado mucho. Aunque más había expuesto su corazón al confesarle al irlandés lo que sentía y él, él… ¿Estaría realmente enamorado de ella? Si le hubiese hecho caso... ¡Hombres!
Por Ayden sabía que Erroll llevaba mucho tiempo arrepintiéndose de no haberse quedado con la muchacha o, al menos, de haberlo intentado. ¿Sería capaz de romper con todo lo que los separaban? ¿De obviar lo que opinaría su familia si decidiera casarse con ella? ¿De renunciar a una cuantiosa dote de las muchas que ya le habían ofrecido? Y lo más importante de todo, ¿conseguiría olvidar a Kelsey?
Dudó qué hacer. Si ahora Erroll se enteraba de que Catherine estaba esperando un hijo, sola, no dudaría en asumir la paternidad del vástago. Las cuentas cuadraban, no podía ser de otro. Mas, ¿le habría gustado a ella que el hombre que amaba viniera solo a su lecho por la responsabilidad de un hijo en camino? No.
Ella respetaría que Catherine hubiera querido ocultarlo. Si estaba escrito en el destino que esos dos acabaran juntos, solo Dios lo sabía. Obligó al hombre con otra moneda de plata a guardar silencio al respecto. Por lo que le pudo sonsacar y cuadrando las fechas, lo más probable era que la joven Cat estuviera en su sexto mes de gestación.
Despidió al mensajero para que descansara y tomaba un refrigerio al resguardo de la muralla antes de partir de regreso a su tierra. Susan la acompañó en silencio tras guardar a buen recaudo la espada. Ambas cruzaron el patio de armas, rodeando la torre del Tambor, para poder ver en qué parte del tejado se encontraban los hombres. El viento azotaba ese día fuerte y, si no hubiesen tenido cuidado, ambas podrían haber sido arrastradas unos palmos o quedarse con los faldones de sombrero.
Lady Leena se preguntó dónde estaría su suegra con Cailéan, aunque las risitas de su hijo y el relincho de los caballos fue suficiente para adivinar el lugar. Cuando regresaron las tres mujeres con el niño al gran salón, los hombres ya estaban en él, dando buena cuenta de viandas y cerveza caliente, famélicos.
Las mujeres habían pedido consejo a Lady Annabella sobre qué hacer con el asunto de la espada y las tres habían coincidido en que fuera el mismo Erroll el que decidiera con total libertad si Catherine era o no la mujer de su vida, respetando que la joven no hubiese querido decir nada sobre su embarazo.
—¿Qué tramarán? —preguntó Darren a Ayden, aunque Erroll fue el único que sonrió.
—Nada bueno, de eso estad seguro —musitó Ayden con una mueca entre divertida y resignada.
—Hasta vuestra madre se ha unido al aquelarre —dijo carcajeándose Erroll, al ver que Ayden entraba en el juego.
Leena dio un entusiasta beso en los labios a su esposo, tan desinhibido que lo hizo agarrarse con una mano a la mesa para no perder pie. Los hombres los vapulearon y aporrearon sus jarras en el tablero de la mesa, pidiendo más. Ayden la reprendió con los ojos, ruborizado, mientras le siseó que se vengaría después.
—Menos promesas, caballero —le respondió ella, guiñándole un ojo.
Los hombres se carcajearon de nuevo y él puso los ojos en blanco. ¡Bendita mujer! Sin embargo, ella se colocó entre Ayden y Erroll, cogiendo alguna vianda del plato de los hombres, con cara inocente.
—Tenemos algo para vos, irlandés.
Erroll tembló incomprensiblemente y después desplegó una de sus hermosas y pícaras sonrisas. Ayden no sabía nada y su cara delataba que estaba tan sorprendido como él.
—¿Tenéis?
Ayden sonrió a su esposa y le dirigió una de esas miradas tan elocuentes que hablaban por sí solas. Sí, se vengaría y ¡qué ganas tenía! Pero, ¿qué tramaban? El capitán Murray se pasó un dedo por la boca y se rascó la barba. Si pudiera, en ese mismo instante la llevaría de nuevo al lecho, del que no querría salir al menos en un par de días. ¿Qué decía? ¡Mínimo un mes o todo un año! ¿Qué tal toda una vida?
Pero esa mañana, el pequeño Cailéan había entrado como un torbellino en la alcoba, desobedeciendo las órdenes de su padres, y se había encaramado con dificultad en la cama matrimonial, colocándose entre ellos. «¡Qué cruz!», recordó sonriente, pues no había habido mañana que no les hubiese perturbado la paz y el siguiente asalto sexual. ¡Así imposible buscaros un hermanito!, le decía mientras el pequeño sonreía inocente sin entenderle.
Ayden sonrió al recordar las manos regordetas de su hijo tapándole los ojos y miró de nuevo a su petirroja con un visible deseo contenido. Se acercó a su oído, a la vez que ladeaba imperceptiblemente la cabeza hacia la torre de homenaje, y le susurró meloso:
—¿Y si dejamos los misterios para después?
—¿No es demasiado pronto para irnos, mo mathan? ¿Qué pensarían vuestros hombres si desapareciéramos antes de la hora del almuerzo? —Le sonrió con picardía a un azorado Ayden y este finalmente se carcajeó.
—La verdad es que había pensado que nos llevaran el almuerzo a la alcoba, ya puestos, o empezar directamente ahora con el postre. Soy así de… goloso y anoche me quedé con hambre —le respondió ante el vaivén risueño de cabezas que no se perdían una palabra de la conversación de la pareja.
Susan se acercó con la claymore envuelta en un lienzo de tela atado, ocultándola de miradas indiscretas. Lady Annabella la seguía de cerca, con un plato de viandas, aprovechando el camino para proveer las mesas para el almuerzo. Cuando las mujeres se acercaron a la tarima principal, Erroll dejó su jarra de cuirm a un lado y le arqueó una ceja a Ayden.
—¿Qué traéis con vos, mi bella dama, algún presente?
Erroll siempre tan cortés. Ayden no perdió la oportunidad de preguntarle con un mohín mimoso a su esposa:
—¿Y para mí no hay nada?
—Lamento desilusionaros, pero lo que Susan trae es para Erroll. Vos tendréis que esperar esta vez —le dijo guiñándole el ojo, gesto que hizo que muchos envidiaran la suerte del mellizo.
Todos miraron expectantes el objeto, que a simple viste parecía una espada. Susan la puso en las manos del irlandés.
—¿Es para mí? —preguntó Erroll risueño, sopesando el peso del objeto, que encontraba raramente familiar a pesar de estar envuelto.
Después miró a su alrededor indeciso, como si esperara encontrar a alguien. Lady Leena miró a Ayden y no hizo falta que dijera nada. El mellizo sabía qué era y quién lo enviaba, esperó a que su amigo se decidiera a abrirlo y reaccionara.
Viendo que no se acercaba nadie, Erroll la sopesó simplemente. Sus manos temblaban. ¡No era posible! Tenía la empuñadura con el emblema de la casa de su padre. La desenvolvió con rapidez y blandió la claymore un par de veces en el aire. Sí, era su espada, la de su padre. ¿Cómo…? ¡La había recuperado! Se había quedado sin palabras, miraba a los presentes intentando hablar, pero nada inteligible salía de su boca.
—¿Dónde está? —consiguió decir al fin.
Para muchos de los que lo conocían desde niño, era la primera vez que lo veían tan nervioso y tan emocionado. En poco tiempo, se vieron rodeados de prácticamente todos los que habían asistido la noche anterior a la celebración de la Ostara y que, por un motivo u otro, no habían emprendido camino de vuelta a sus hogares. Los murmullos no se hicieron esperar al ver el temible espadón orgullo de los Flanagan. Los ojos de Erroll bailaban. Miró a Leena con el ceño ligeramente fruncido e insistió:
—¿Quien la ha traído… está aún aquí? —preguntó el irlandés con la voz entrecortada, visiblemente emocionado y sin querer pronunciar el nombre de Catherine.
Lady Leena asintió. Él se levantó de un salto, pensando que se trataba de ella, de su piseag. Su mano derecha sostenía la espada, la otra se la llevó al pecho. Su corazón latía totalmente desbocado. Cuando consiguió recuperar la compostura, se dirigió a Lady Leena y la tomó del brazo a la altura del codo y susurró un: «¿dónde está?».
—En la muralla, pero Erroll…
El irlandés ya no la escuchaba y, en unos cuantos pasos, cruzó el salón principal de camino al patio de armas. Por más que buscó cerca de la muralla, solo vio a un hombre desconocido apurando un pellejo de vino y dando buena cuenta a un trozo de pastel de carne. ¿Se habría ido? El hombre lo miró y sonrió con la boca llena de comida, mientras se limpiaba los restos con la manga y le señalaba su espada.
—Así que a vos tenía que entregársela. Bonita espada, digna de un rey.
—¿Vos sois quien la ha traído?
—¡Claro! ¿Quién si no?
—¿Cómo sabíais a quién teníais que devolvérsela?
—Ella me dijo dónde podría encontrarle, no que viajaría tanto… Me dio tres monedas de oro para el viaje. También me prometió otra al regreso, si le conseguía alguna prueba de que había cumplido mi parte del trato.
Lady Leena acababa de llegar tras Erroll en ese momento y se puso en jarras y con gesto visiblemente enfadado. Ese malnacido no le había contado nada de eso último y se había ganado una moneda de plata por guardar silencio. Si Erroll decidía acompañarlo…
—¡Aquí tenéis la prueba! ¿Cuándo partimos? —exclamó el irlandés señalándose a sí mismo y con un ímpetu renovado ante el asombro de la petirroja.
—Pero, Erroll, ¿qué pensáis hacer? ¿Cruzaríais un país en guerra para dar solo las gracias? Ya se las dará este hombre a Catherine cuando llegue al corazón de Inglaterra.
Erroll la miró sorprendido y Lady Leena cayó en la cuenta de que había hablado de más, maldiciendo por lo bajo lo bocazas que era y desviando la mirada como si con ello pudiera echar marcha atrás en el tiempo.
—¿Qué hace ella en la capital? —interrogó primero a Leena y luego encaró al hombre, que le respondió con una sencilla subida y bajada de hombros, aunque cuando se vio levantado por la camisa un palmo del suelo, recuperó la memoria de repente, como con la moneda de plata.
—Solo sé que nos encontraríamos cerca de St. Magnus, al inicio del puente, en el atardecer de cualquier domingo previo a la Beltane. Ese fue el plazo para conseguir la última moneda.
—Os acompañaré —musitó Erroll antes de mirar a Lady Leena y que esta asintiera resignada.
No había nada más terco que un irlandés, pensó la joven, bueno sí, su esposo, su hermano y la mayoría de los escoceses. ¡Que la asparan! ¿Realmente tenía decidido ir a buscarla? La pelirroja era gran amante de las historias de caballerías, de damas y de finales felices, pero temía seriamente que su amigo se estuviera precipitando y cometiera una locura.
Lady Leena sintió cómo las fuertes manos de su esposo la rodeaban desde atrás por la cintura y se recostó sobre su pecho. No había lugar en el vasto mundo que le gustara más que estar sobre él. Se sonrojó solo de pensarlo y lo miró un instante. Ayden, como si hubiese adivinado sus pensamientos, le sonrió y la besó con dulzura. Todo el clan Irwyn los acompañaba.
El pequeño Cailéan se hizo un hueco entre sus faldas y miraba cómo «su tío» Erroll organizaba todo lo necesario para emprender el viaje cuanto antes, dictando cartas a su familia y disponiendo el resto de asuntos para que se dispusiera correctamente todo en su ausencia.
—Perded cuidado —comenzó diciendo Ayden—. Se hará todo como decís. Solo os pido que no os dejéis atrapar por esos sassenachs. No sé si a mi mujercita le gustaría que me tuviera que ausentar tan pronto de su lecho para ir a rescataros.
Leena lo miró boquiabierta y le dio un codazo en el costado, ante la carcajada masculina general de todos los que habían ido a despedir al irlandés. ¡Se la había devuelto con creces! ¡Ella también se vengaría!
—Deseadme suerte, aunque creo que en Inglaterra voy a estar más tranquilo que aquí con vos —les pidió risueño el irlandés desde lo alto de Tizón, aunque hecho un manojo de nervios.
—¡Suerte, caraid! —corearon sabiendo lo mucho que lo echarían de menos.
Si la felicidad era el alimento del alma, Erroll no necesitaría comer en años. Se sentía pleno y esperanzado. Catherine no lo había olvidado después de todo. Prefirió no pensar cómo había conseguido hacerse con la espada y se preguntó si lograría perdonarlo o si sería capaz de conquistarla. ¡Tenía tantas cosas que preguntarle y tanto tiempo que recuperar! Se marchó con las bendiciones de todos sus amigos que le deseaban la mayor de las suertes y el corazón henchido de… ¿amor?