CAPÍTULO 23

EL REENCUENTRO

 

 

 

Sevilla, España, mediados de septiembre de 1335.

 

Llegaron exhaustos tras varias jornadas de camino y cabalgar la última noche. La villa real rebosaba actividad en las primeras horas del día, pues el calor de media tarde abotargaba los sentidos y era difícil encontrar un alma cuando el sol estaba en lo más alto. Leonor no sabía a quién preguntar, no le resultaba nadie conocido y algunos puestos que recordaba o no estaban o habían cambiado de dueño. ¿A quién podría preguntarle por las señas de su padre y su hermana?

Ruy y Alex la seguían a la zaga. El primero estaba fresco como una rosa en la mañana y el segundo hastiado del calor. No estaban en los peores meses de verano, pero septiembre siempre se había caracterizado en esa tierra por pegarse a la piel como las moscas a la melaza. Leonor lo compadeció, el capitán Mackenzie estaba acostumbrado al aire gélido del norte y su tierra era un horno sin falta de carbón ni leña.

Alex no se había quejado ni una sola vez del tiempo desde que desembarcaran, pero sentía la camisa pegada al cuerpo y dudaba de lo decoroso que resultaría quitársela, empaparla en alguna fuente y volvérsela a poner. El camino se le había hecho corto. Habían conversado los tres distendidamente, riendo y charlando de todo y de nada. En algunos momentos, se había sentido extraño y se había quedado pensativo mirando a Leonor y a Ruy, deseando que esa escena se repitiera algún día con su propia mujer y con un niño al que llamar hijo, fuera o no de su sangre. El escocés no quiso pensar en Isabel, lo atormentaba no haber sabido nada de ella durante un año y que no hubiese contestado sus cartas, mas le podía el ansia de verla.

—¿Los conoce? —la oyó preguntarle al del puesto de quesos.

El hombre asintió y Alex exhaló el aire en un suspiro. Ruy se despertó y le preguntó:

—¿Hemos llegado?

—Eso parece, mo duine-uasal.

—Me gusta que me llaméis así, señor.

Maighstir.

—¿Maighstir es señor? —preguntó el niño imitando a la perfección el sonido.

—Sí y muy bien pronunciado —le felicitó sorprendido el escocés de que hubiese captado tan bien el acento a la primera.

Ruy le regaló otra de sus sonrisas melladas y Alex, a pesar del nerviosismo que se había apoderado de su estómago, sonrió a su vez. Se bajaron del caballo y se acercaron a Leonor para que les informara de lo que había averiguado.

—Hacen noche en los Alcázares —La cara del escocés hizo una mueca y ella se explicó—. En los Reales Alcázares, el palacio del rey.

—¿Nos dejarán entrar, así, sin más? —preguntó incrédulo Alex.

Leonor le guiñó un ojo con picardía por respuesta y lo cogió del brazo, agarrando a Ruy con la mano libre para que no se quedara atrás. Alex sonrió sin terminar de entender, sintiendo esa misma sensación, mezcla de angustia, necesidad y nerviosismo al pasar por la puerta de la Montería y comenzar a adentrarse por el patio interior. Estaba cerca de ella, podía presentirlo.

Los ojos del escocés miraron con curiosidad a su alrededor y Leonor le dio un codazo para que siguiera adelante y no se quedara atrás. El pequeño Ruy tenía la misma expresión bobalicona de Alex, pero ante la llamada de atención, ambos se pusieron firmes y adecuaron el paso para no quedarse de nuevo atrás.

Un grupo de personas bastante indiscretas los seguía, aunque ellos no parecieron darse cuenta del remolino de comentarios que levantaban a su alrededor. Muchos habían sido los que se habían acercado a curiosear la vestimenta del escocés desde que habían llegado a tierras castellanas.

Alex seguía ajeno a esas miradas, absorto por lo que descubría a su alrededor. Pronto la vería, pensó, y no supo si sería capaz de seguir andando. La imponente fortaleza abbadí los engulló en un lugar de ensueño, de jardines de agua, de flores de mil colores a pesar de semejante calor y estación. El escocés se sintió mareado por tanta belleza y dio un paso atrás. Nunca creyó encontrar un paisaje que compitiese con su Escocia natal, pero lo agreste y salvaje de sus Tierras Altas podía ser igualado por el refinamiento de esos mosaicos, esas fuentes y ese murmullo de agua constante que le emulaban al de los ríos y cascadas naturales de las islas de Mull, Kintail o Skye.

La vio paseando en los jardines y la admiró como una flor más. Isabel estaba entre rosas rojas, casi negras, sus preferidas. Nadie podría decantarse por las flores, pues ella las superaba en belleza, a todas. Leonor supo que había visto a su hermana por la rigidez de los músculos del brazo del capitán y rápidamente miró hacia dónde Alex no perdía detalle. Se maldijo por quitarle ese instante, mas… ¡deseaba tanto estrecharla en sus brazos y saber que todo estaba bien!

—¡Isabel! ¡Isabel!

La joven se giró para saber quién la llamaba y su rostro reflejó una alegría inmensa al comprobar que era su hermana y ¿Alex? Isabel corrió cuanto sus piernas y faldas le permitieron entre los laberintos de flores de los jardines, saltando un último tramo de agua para no tener que dar otro rodeo. Ni en sus mejores sueños pensó que volvería a verlo y menos tan pronto.

A pocos pasos, la más joven de las Ayala se frenó e intentó serenarse un poco, sin resuello y con esa sonrisa que eclipsaba al sol. Se llevó la mano al pecho y suspiró, sin quitarle los ojos de encima a Alex y antes de ser recibida por los amorosos brazos de su hermana mayor.

El escocés se había quedado de piedra, preso de su hechizo. ¿Cómo podía haber dudado algún instante de flaqueza que la amaba? Ella era la sangre de sus venas, el latir de su pecho y el aliento de su alma. No había otra más que ella que lo hiciera sentir tan vivo, que le hiciera desear poner la luna a sus pies y cabalgar sobre las auroras boreales para alcanzar sus sueños. Ella…

Las hermanas consiguieron separarse y las mejillas húmedas de Isabel se colorearon con timidez al cruzar sus miradas de nuevo. Él sonrió levemente, sujetando la mano de Ruy con fuerza. El pequeño le dio un pisotón y se soltó. Se había quejado por lo fuerte que lo asía, pero ¿quién lo escuchaba si todos sus sentidos estaban puestos en ella?

Si no fuera porque temía su respuesta, Alex la habría raptado allí mismo y llevado lejos, quizás hasta Escocia, para saciar su hambre de ella. Recordó las palabras de Leonor en el barco sobre que tuviera paciencia. Ella era joven y virgen… ¡Maldito fuera! ¿Cómo iba a poder tranquilizarse si pensaba en hacerla suya y tenerla entre sus piernas? Resopló y se recolocó el feileadh mor de su clan.

Isabel dio un paso al frente y lo besó en la mejilla. Él abrió mucho los ojos sorprendido porque lo hiciera a plena luz y se humedeció los labios orgulloso, atrayendo la mirada de la joven a ellos. Terminó abrazándola como aquella vez en el baile para no hacerla suya allí mismo.

Leonor carraspeó, pues no quería dar más que hablar al corrillo que se había reunido a su alrededor. Ellos, al saberse observados, se separaron y Alex dejó caer la mano de la cintura de ella como si le quemara. ¿Qué demonios estaba haciendo? Tenía que ser prudente y ganársela, hablar con el padre, ofrecerle… ¿El qué si no tenía nada y ni siquiera le avalaba un apellido digno?

Alex Mackenzie nunca antes se había sentido tan inseguro. La sola presencia de ella lo turbaba. Había deseado tanto que llegara ese momento, lo había soñado tantas veces y todas eran tan lejanas a la realidad que… miró al cielo en busca de ayuda, él no era ni muy devoto ni muy creyente, pero cualquier extra le salvaría de pasar un mal trago.

Isabel lo miró a los ojos y vio sus dudas. ¿Qué le ocurría? ¿Qué había sido del ímpetu con el que la había estrechado en sus brazos, del ligero temblor de su mentón, de sus labios…? Su hermana volvió a carraspear y se dio cuenta de que no estaban solos. Media corte parecía haberse reunido para dar la bienvenida a los recién llegados.

La joven tomó con diligencia un pellizco a su vestido y le hizo una genuflexión, extendiendo la otra mano para que Alex la besara. Había sido muy imprudente echándose en sus brazos como una cualquiera, pero cuando lo había visto allí plantado, mirándola con claro deseo en sus ojos, había corrido hacia él sin pensárselo. La interrupción de su hermana había impedido que hiciera el mayor de los ridículos.

Alex estaba tan apuesto que le temblaban las rodillas de solo mirarlo. ¿Qué decir de su corazón, si parecía que le crecerían alas y quisiera salírsele por la boca? Su mente, normalmente lúcida y sensata, solo podía pensar en sentir sus labios en su mano al besarla. No podía aspirar a más, no sin saber cuáles eran sus intenciones y el motivo de su visita. El escocés cogió su mano, se inclinó y la besó tan fugazmente, que dudó que le rozaran sus labios siquiera, como el suave aleteo de las alas de un colibrí.

—Es un placer volver a veros, luaidh mo chèile 62—le susurró.

Isabel se ruborizó por el apelativo y quitó la mano con rapidez. ¿Lo habría oído alguien? ¿Lo habría entendido bien? Dejó de mirarlo para no ponerse a tartamudear como una tonta, reparando en la presencia del niño que se aferraba a las faldas de su hermana y en el volumen de…

—¡Dios bendito estáis…, estáis…! —comenzó a decir sin poder acabar la frase.

—De seis faltas.

Isabel volvió a abrazarla. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿Tan absorta estaba en el capitán escocés que no se había percatado de la oronda barriga de su hermana? Sintió un movimiento extraño y se asustó, echándose atrás.

—Me parece que la niña se ha despertado —le dijo entre risas y tocándole la barriga.

—¿La niña? —preguntaron a la vez tanto Alex como Leonor.

Él había alzado la ceja al escucharla incluso. Era la primera vez que alguien se refería al hijo que Leonor llevaba en su vientre como una niña. La verdad era que todos habían dado por hecho que sería niño y que se llamaría Alastair, en honor a su abuelo paterno.

—No me miréis así —les dijo Isabel señalándolos a ambos—. Es solo una intuición o, más bien, un sueño recurrente que tengo últimamente. En ellos aparece una niña pequeña que se da un aire a nosotras, que me coge de la mano y con la que correteo por los valles de campanillas y lilas de Escocia. Siempre me dice que se llama Ashlyne y, no sé por qué, al saber de vuestro estado de buena esperanza, he sentido que se trataba de mi sobrina.

—Ashlyne —repitió Leonor pensativa—. Si es una niña le pondremos ese nombre, Isabel, porque será un sueño cumplido, como bien significa su nombre. ¿No creéis?

Alex e Isabel asintieron e intercambiaron una fugaz, pero intensa, mirada.

Don Juan de Ayala se hizo paso entre la multitud. No podía creerse lo que el lacayo acaba de contarle. ¿Qué hacía Leonor en Sevilla? No dudó que el que la acompañaría sería Neall, su marido, pero cuando vio a Alex, y acompañado de un niño, no pudo disimular su contrariedad. La abrazó y besó con ganas, cuando descubrió su estado no supo qué decir, pues las lágrimas humedecieron sus ojos.

—No lloréis, padre.

—Me hago viejo, Leonor. No me lo tengáis en cuenta. ¡Soy tan feliz por veros de nuevo!

Don Juan saludó sin mucho afán al capitán escocés, preguntó por su yerno y se interesó por el niño que aferraba las faldas de su hija mayor. A Isabel también le había sorprendido mucho su presencia, pero no le había dado tiempo a preguntar. Cuando supo su historia se conmovió, aunque no dudó en que tendría una charla con Leonor, pues una cosa era ayudar al crío y otra adoptarlo como si fuera su propio hijo, sobre todo sin saber qué opinaba su esposo de ello.

El largo viaje en barco, la llegada a su tierra, la emoción contenida en los ojos de su padre y a la vez el rechazo que había sentido en él al comprobar que Neall no los acompañaba…, demasiadas emociones que a Leonor empezaban a pesarle como losas sobre el pecho. La joven se llevó la mano al corazón e inhaló aire poco a poco.

Se preveía un largo sermón de su padre y ella no estaba para tonterías precisamente. Hacía días que se notaba más cansada y extraña, se mareaba con facilidad y, aunque no le había hecho partícipe a Alex de nada, creía a pies juntillas que no se trataba solo de cansancio. Algo no iba bien, lo presentía. Solo deseaba que no tuviera que ver con la vida que germinaba en su interior, fruto de su amor con su halcón.

—Bienvenido seáis, Ruy. Mas no os quedéis ahí plantados dando de comer a los gorriones —dijo señalando con la cabeza a los curiosos—. Pasad, el rey nos espera.

—¿El rey? —preguntó contrariado Alex.

¿Para qué demonios quería verlo el rey castellano y cómo iban a presentarse sudados y con todo el polvo del camino a cuestas? Don Juan entendió a la perfección la expresión del joven y agradeció que alguien se hubiese dado cuenta. El rey tendría que esperar, lo primero era que se asearan y tomaran bocado alguno.

—El rey tendrá que esperar. No venís en condiciones de ser presentados a nadie. Haré que os preparen unas tinas —le dijo el padre a Leonor y después a Alex le convino—. Acompañadme, dejad que las damas se ocupen de Ruy. Tenemos que hablar.

Leonor reprendió a su padre con la mirada. No le gustaba en absoluto la frialdad con la que trataba a Mackenzie, pues parecía que estuviese tratándolo como si fuera servidumbre. Don Juan hizo caso omiso de la advertencia velada y cruzó el patio seguido del capitán. Ninguno de los dos giró la cabeza para despedirse y ella y su hermana se quedaron unos segundos quietas sin saber muy bien qué hacer.

Cuando estuvieron a solas, mientras Ruy recibía el baño de su vida, Leonor abordó a Isabel preguntándole por la misteriosa sombra e hizo que se la describiera. Ninguna sabía quién podía ser esa anciana misteriosa, ni las intenciones que llevaba, pero la primogénita se quedó más tranquila al saber que hacía más de un mes que no había vuelto a molestar a su hermana.

 

 

—¿Cómo no ha venido Neall con vos? —preguntó Don Juan extrañado cuando volvió a tener a su hija para corroborar la versión dada por el escocés.—. No es que no agradezca que os haya acompañado Mackenzie, pero él no debería ocupar el lugar de vuestro esposo.

Leonor enarcó las cejas y se pensó muy mucho qué contestarle a su padre. Si le decía lo que acababa de cruzársele por la mente, discutirían fijo. No podía creerse que Alex se hubiese tenido que asear en uno de los patios traseros como hacía la servidumbre. A la vista de todos…, ¿qué pretendía?

—No me miréis así —se justificó Don Juan—. Lo ha hecho encantado, en menos de lo que canta un gallo las mujeres hacían cola para ver su… su… musculatura.

¿Su padre se había sonrojado? ¿Era eso lo que pretendía? ¿Mostrarlo como carnaza para que alguna loba se lo merendase? No se lo podía creer, se estaba enfadando y mucho, tanto que tuvo que sentarse y empezó a controlar la respiración.

—¡Pero hablad y dejad de mirarme como si lo hubiese crucificado! —exclamó Don Juan, que el silencio de su primogénita era peor que un jarro de agua fría.

—No tenéis la conciencia tranquila, padre. Os conozco muy bien. Rechináis los dientes y os rascáis la oreja…

—Hacía tiempo que eso no me lo decía nadie… —susurró con nostalgia al recordar a su difunta esposa.

Leonor no calló por ello. Sabía que su padre le ocultaba algo y lo averiguaría. ¿Por qué trataba así a un hombre tan bueno como Alex? ¿Desde cuándo él era persona de prejuicios sociales, acaso con Don Gonzalo no se habían quedado bien hartos?

—No me cambiéis de conversación, padre. Alex es un capitán escocés y no un mozalbete. Un hombre como él no debe ir obnubilando a las damas con su… su… musculatura —parafraseó a su padre y este abrió mucho los ojos con intención de protestar, pero su hija siguió hablando—. ¿Qué os ha hecho para recibirlo así? Gracias a él estamos vivos, os lo recuerdo. Mi marido, mi hijo y yo, los tres, si no hubiese sido por él…

Su padre le tiró las cartas sobre el regazo. Leonor reconoció rápidamente la caligrafía esmerada de Mackenzie y miró a su padre sorprendida porque él las tuviera.

—¿Qué significa esto? ¿Por qué las tenéis vos? ¿Las habéis leído?

Don Juan asintió.

—¿Cómo habéis podido? ¿Lo sabe Isabel?

—No —dijo Don Juan con un hilo de voz.

—¿Por qué?

—Temía perderla como a vos, que se enamorara de él y se marchara lejos. No podría soportar perderla…

—Él piensa que ella lo ha olvidado y ella que no le ha escrito. Ambos se aman, padre. Solo ellos son dueños de su destino.

—Me pareció que ella y Don Alonso Ortiz se entendían… Él la ama y me ha pedido su mano.

—No sé quién es ese Don Alonso…, pero mi hermana bebe los vientos por Mackenzie. ¿Acaso no os habéis dado cuenta?

Don Juan asintió de nuevo tan avergonzado como enfadado.

—¿No le habréis dado la mano de Isabel sin su consentimiento a ese ricohombre?

—Aún no —Leonor suspiró de alivio—. Pero le he dado esperanzas.

—¡Ay, Dios! —sollozó ella echándose las manos a la cara y apoyando los codos en las rodillas.

—Habéis llegado en el peor momento. Don Alonso iba a pedirle matrimonio tras el baile de pasado mañana. Ella no lo sabe, pero…

—Entonces no hemos llegado en el peor momento, padre. Hemos llegado en el momento justo.

 

 

Don Alonso vio paseando a Isabel muy bien acompañada por un desconocido por los jardines del Alcázar y enseguida supo de quién se trataba. No podía ser otro que ese escocés del que todos los hombres hablaban y por las que las cortesanas suspiraban. Isabel charlaba con el apuesto joven distendidamente, con una actitud tan cercana e íntima que le revolvió el estómago. Estaban solos, ¿dónde diablos estaba ese maldito guardia del que nunca se separaba? A él apenas lo dejaba acercarse y a ese hombre le permitía incluso cogerla del brazo. Dos días lejos de palacio y el mundo se le trastocaba.

¿Por qué ahora precisamente Dios mío? ¿Por qué me dais la luz para luego arrebatármela? —imploró el ricohombre al cielo y a sí mismo.

Vio que alguien más los observaba al resguardo de una columna, una especie de sombra enjuta que tampoco perdía detalle de la pareja. ¿Sería ese indeseable por el que el rey le había puesto el guardián? Si consiguiera atraparlo…, quizás no estuviese todo perdido. Se acercó con sigilo y le echó el guante, pero justo cuando iba a zarandear a ese malnacido, se percató de que era una anciana y la soltó asustado.

—Disculpadme, señora. Pensé que era un rufián que anda al acecho de mi dama.

—¿De vuestra dama? ¿Tan ciego estáis que no veis que es de otro? —le espetó la mujer con claro rencor en su voz—. Su sangre está manchada por su cuna hereje. Alejaos de ella mientras podáis y encomendad vuestra alma a Dios para olvidarla.

Don Alonso se quedó quieto. ¿De qué conocía esa anciana a Isabel? Fue mirar a la pareja un instante antes de replicarle a la mujer y se vio solo. ¿Dónde se había metido? No la encontró por más que removió cielo y tierra. ¿Había desaparecido o acaso había soñado su presencia? Volvió a mirar a la pareja con pesar. No se daría por vencido, aún no. Ese escocés era un hombre y todo hombre tenía sus debilidades y como tal sabía qué hacer para que Isabel se olvidara de él para siempre.

Entretanto, Alex e Isabel hablaban sobre qué les había deparado el pasado año sin darse cuenta de que los observaban. Hablaban tanto en gaélico como en castellano, corrigiéndose expresiones y riéndose por ello. Parecía que no hubiese pasado ni un día desde que se vieron la última vez, desde aquel beso robado al alba y tras el baile de bodas de Neall y Leonor en los jardines de Blair Atholl.

—Me parece mentira veros aquí, después de todo —comentó ella sentándose en un banco de piedra, junto a una fuente.

Alex la observó largamente antes de sentarse. La fuente, el sol acariciando su pelo azabache, el ligero rubor de sus mejillas remarcado por los miles de colores que había a su alrededor… todo hacía que esa imagen fuera perfecta, bucólica e inolvidable.

—Os dije que vendría.

Isabel frunció ligeramente el ceño, sin saber qué contestar y Alex se sentó a su lado.

—¿Qué ocurre? —le preguntó él, sin atreverse a saber por el destino de sus cartas.

—Apenas os he visto en estos dos días —se sinceró Isabel, incapaz de mirarle a los ojos—. Parecíais siempre tan ocupado con mi padre y el resto de damas de la reina que…

—Solo contaba los minutos para estar a solas con vos.

Isabel lo miró a los ojos, queriendo ver la verdad en ellos. Alex parecía sincero, pero también le había parecido muy complacido con todas esas jóvenes casaderas y cortesanas que no hacían más que perseguirlo día y noche y que se lo robaban literalmente a ella a mitad de cualquier conversación, por cotidiana que fuera.

Desde que habían sido recibidos por el rey y habían sido tratados con todos los honores, no había falda en toda la villa que no se disputara al apuesto escocés. Y Alex aparentaba estar encantado, todo fuera dicho, aunque en realidad rabiara por dentro al saber que a Isabel la rondaba un renombrado capitán castellano de boca de esas mismas cacatúas.

Alex ni siquiera sabía cómo la había convencido para que saliesen juntos a los jardines a pleno sol, cuando muchos aprovechaban para dormir la siesta, dejando atrás incluso a su carabina. Ese paseo que habían empezado, casi en silencio, había resultado ser la chispa que los había devuelto a la complicidad de antaño.

Isabel se mordisqueó el labio ante sus palabras. Él sonrió ante el gesto, recordando que era algo que hacía su hermana muy a menudo. Era el momento de ser valiente y no se detuvo. Iba a besarla y a decirle por qué estaba allí en realidad. La cogió de la mano y la colocó en su pecho, muy cerca de su corazón. Isabel se dejó hacer hipnotizada por el gesto y por su latido y deseo compartidos.

Alex miró sus dulces labios, como pidiéndole permiso y ella asintió levemente. Debido al murmullo del agua de la fuente y al de sus propios corazones desbocados, ninguno oyó llegar a Don Alonso, que los interrumpió justo cuando Alex iba a besarla. El ricohombre bien parecía un dragón, que echara chispas por los ojos y ni siquiera se presentó. Alex e Isabel se miraron contrariados un instante, pues la repentina llegada del caballero castellano los había dejado a ambos con la miel en los labios. Bien podía haberse disculpado el insensato, pensó Alex ofuscado, o… ¿acaso deberían hacerlo ellos?

—Doña Leonor de Guzmán os requiere para ultimar los últimos preparativos del baile de esta noche, mi señora. Permitidme que os acompañe —le dijo Don Alonso tendiéndole el brazo y no dando lugar a despedidas.

Isabel asintió y se excusó con torpeza, alejándose de Alex con el corazón latiéndole a mil por hora. Don Alonso desafió con la mirada a Alex a medida que se alejaban, haciéndole ver como que la cogía por la cintura, aunque en realidad no llegaba a tocarla.

El highlander no podía creerse lo que estaba viendo. ¿Cómo consentía Isabel que ese hombre la tomara por la cintura cuando apenas unos minutos antes le había dado permiso para besarla? Fuera de sí, el capitán escocés comenzó a dar patadas a todo tiesto o tronco que se encontrara por su camino, al más puro estilo Neall Murray.

Alex pasó el día con Ruy fuera de palacio, intentando no pensar de más sobre el encuentro con ese castellano. No supo nada de las mujeres, que estarían preparándose para el baile, y tampoco había coincidido con Don Juan, aunque esto último casi lo prefería después del poco aprecio que el hombre parecía tenerle.

A la vuelta del paseo, el pequeño se había quedado rendido en sus brazos. Tras darle un beso en la frente al niño, lo dejó en su cama y al cuidado de una criada. Era la gran noche y quería cuidar cada detalle para ella. Alex fue a asearse y a buscar su ropa a la alcoba contigua. Se repeinó su pelo castaño claro y ligeramente ondulado en las puntas y repasó con la mirada su feileadh mor de gala para que todo estuviese perfecto. «De hoy no pasa declararle lo que siento», pensó y salió al pasillo con su mejor sonrisa. No había hombre o mujer que no se girara para admirarlo.

En el baile había menos gente de la esperada, debido a que los reyes habían anunciado al final de la tarde que no acudirían a la celebración y muchos ricohombres se habían excusado para no asistir a última hora por ello. Con todo, se preveía fuera el mayor baile de la temporada. Nada más llegar Doña Leonor de Guzmán, espléndida como siempre, saludó a las hermanas de Ayala. La viuda se vio rodeada y arropada por todos con rapidez, pasando a ser el centro de atención de la fiesta.

Durante el baile, Alex apenas pudo acercarse a Isabel, pues era requerido por las damas de la corte de continuo y su rostro era una especie de poema indescifrable. Al principio, Leonor se mofó de él entre baile y baile, diciéndole que por fin había hecho su sueño realidad e iba de flor en flor. Sin embargo, no había nada en los ojos de Alex que mostrara que estaba disfrutando de ello. Una mirada furtiva hacia el pequeño grupo que formaban Isabel, Don Alonso Ortiz Calderón y Don Ramiro Flórez de Guzmán, le dejó muy claro a Leonor dónde le gustaría estar en esos momentos a su buen amigo.

Justo antes de ser requerido por unos invitados, Don Juan había comentado en voz alta que ambos insignes ricohombres habían sido armados caballeros por el rey en la sin par Orden de la Banda recientemente y que iban tras la mano de la pequeña Isabel. Leonor había mirado con desaprobación a su padre, pero este ni se había excusado. Rezó porque Alex no se hubiese enterado, pero desde entonces, el joven no había declinado ninguna invitación, fuera de baile o de licor. La de Ayala nunca lo había visto tan sombrío. ¿Acaso tenía algo que envidiarles a alguno de esos? Sobre todo a ese tal Don Ramiro, que más parecía un pavo real que un hombre cabal y honorable.

No aguantó ni un baile más. Se dirigió a Alex y no esperó a que concluyera la pieza siquiera. Lo arrancó literalmente de los brazos de una rubia que, si sus ojos no lo engañaban, tenía una doble, o el vino ya la hacía verla como tal.

—Si nos disculpáis… Gracias.

Leonor lo cogió del brazo y despidió a la dama con una sonrisa tan falsa como dentada. La rubia se fue ofuscada y con grandes aspavientos. La mayor de las Ayala no había conocido a una mujer que se rozara tanto en un baile y que pidiera con tanto descaro que se la llevaran a la cama. Alex le dio las gracias y ambos salieron al jardín a respirar aire fresco. En cuanto se cercioró de que estaban a solas, lo encaró.

—¿Qué se supone que estabais haciendo?

—Bailar.

Leonor le gruñó, dejándole clarísimo lo que pensaba.

—Soy mujer de poca paciencia, Mackenzie. Vuestro interés por saber castellano ha sido encomiable, pero dudo que tenga la sapiencia como único fin. —Suspiró al ver el sufrimiento de él, pero no era momento de echarse atrás—. Decidme, caraid, ¿a qué esperáis para decirle lo que sentís por ella?

Alex calló y dejó que sus ojos vagaran por la negrura de la noche.

—¿Es por mi padre? —Bien sabía ella que no, pero quería que saliera de su amigo el decirle por quién estaba así y si había cejado en sus intenciones.

El escocés negó con la cabeza. Todos sus sueños se habían venido al traste. ¡Ese maldito castellano! Todos daban por hecho que se casaría con él o con el otro, ese tal Don Ramiro, otro ricohombre que ya le había dejado clara cuán alta era su cuna durante los entrenamientos de espada de por la mañana.

Todo ese año estudiando con ahínco su idioma natal con la esperanza de venir a verla y probar suerte en el ejército del rey castellano en sus revueltas contra el infiel, de hacerse un nombre y cortejarla, de hacerse merecedor de su amor… Para colmo, las advertencias veladas de Don Juan. ¿Cómo decirle a Leonor que su padre no les iba a dar su bendición, que le había pedido que no interfiriera y dejara a Isabel elegir en total libertad, que volviera a su tierra junto a los suyos?

—¿Entonces? —insistió Leonor.

—Ella es libre de elegir al esposo que más le plazca o convenga.

La joven no se quedó conforme. Había algo que su amigo le ocultaba, podía apreciarlo porque se mantenía alejado, con los puños apretados y la cabeza gacha. ¿Se habría enterado de que a su hermana la pretendían dos castellanos? La tristeza en sus ojos respondió por él.

Leonor y Alex entraron en el salón de baile cogidos del brazo, sin importarles el murmullo que levantaron a su alrededor. Su hermana se acercó hasta ellos, risueña y se agarró del otro brazo de Alex sin pedirle permiso siquiera.

—Yo también quiero ser la envidia de las damas. ¿Me concedéis este baile?

Leonor le pellizcó el antebrazo a Alex para que reaccionara, pues se había quedado absorto en el indecoroso escote del vestido de su hermana. Las dos sonrieron ante el gesto, pero él no se dio ni cuenta. Iba a tener que ser Isabel quien diera el paso, estaba visto… Leonor los vio dirigirse al centro del salón. No había pareja que los igualara y pronto les hicieron un corro y pasaron a ser el centro de atención.

Alex sintió que volaba más que caminaba. La proposición de Isabel lo había cogido de improviso y el verla tan cerca con ese vestido tan ajustado al talle le había provocado un hambre feroz. Si estuvieran solos se la habría comido allí mismo, tan dulce, tan bonita, tan… Recordó los desatinos enamorados de Neall en tierras galas, cuando le contó sus meteduras de pata con Leonor y lo loco que estaba por ella. ¡Por fin él sentía algo parecido por alguien! ¿Cómo iba a dejarlo escapar sin luchar siquiera?

La joven pareja empezó a bailar y se paró el tiempo, desaparecieron todos y cada uno de los presentes, hasta los dos pretendientes que los habían estado mirando contrariados parecieron evaporarse ante sus ojos. No existía para ellos nadie más. Solo las notas armoniosas del arpa, la flauta y la cornamusa.

Leonor se acercó a Don Juan, que no podía disimular su disgusto porque su hija había dejado plantados a los dos ricohombres por el escocés.

—¿Bailáis con un barril de agua dulce, padre?

Su padre se carcajeó por la ocurrencia y asintió. Él no podía hacer más de lo que había hecho. Si el destino así lo quería… Le tendió la mano a su hija mayor y le hizo una reverencia, quitando un poco de protagonismo a la pareja central y dando paso a que otras parejas se sumaran al baile.

Don Ramiro Flórez, muy seguro de sí mismo, comenzó a flirtear con una dama italiana de generosos pechos y parecía importarle poco con quién bailara Isabel. Sin embargo, Don Alonso pasó del asombro a la ira y salió del salón. Si no fuera por el guardia que custodiaba la puerta, habría dado un sonoro portazo. Allí se encontró con las hermanas Mencía y Urraca, hijas del condestable de Murcia, damas de la reina María de Portugal, bellezas sin par y con reconocida fama de coleccionar amantes satisfechos. Se le ocurrió que ya era hora de poner en marcha su plan…

A la gemela Mencía, le pareció ingenioso lo que el ricohombre les decía y no tardó en aceptar. Si el premio era el capitán escocés, ella jugaría con todas las cartas. Urraca no parecía estar tan por la labor, ofuscada todavía porque él hubiese preferido irse con esa preñada de tres al cuarto, hija de un simple consejero del rey.

—¿Y qué mejor forma de resarciros? Además, le gustan rubias como los ángeles y bien dispuestas. En el norte no soportan a las mojigatas y les gusta que las mujeres lleven la voz cantante…

Las hermanas se miraron y sonrieron pícaras. Si Don Alonso quería que la noche de su amigo fuera inolvidable, ellas estaban dispuestas a eso y más. Concretaron una hora y se despidieron hasta más ver.

Don Alonso volvió al baile con un semblante bien distinto y tanteó el bolsillo oculto entre su gabán y su túnica corta de rico brocado. Estaba listo. En cuanto cesó la música, Alex fue a por una copa de vino para Isabel, momento que aprovechó Don Alonso para acercarse y pedirle que lo acompañara al otro salón, pues tenía algo muy importante que mostrarle. Isabel dudó, pero viendo que Alex iba a tardar un rato, accedió. Anduvieron por el pasillo del ala norte, charlando animadamente y dejaron atrás los salones de tertulia. Isabel comenzó a sentirse incómoda, pues con la charla no se había dado cuenta de los pasillos que habían dejado atrás.

—¿A dónde vamos? No querría disgustar a mi padre…

—Aquí mismo. Además vuestro padre me ha dado su bendición.

Isabel lo cogió del brazo y lo frenó, tragando saliva con dificultad.

—¿Qué queréis decir?

—Ya hemos llegado —le dijo abriéndole la puerta e invitándola a entrar.

El pasillo estaba solitario, ni siquiera un alma a la que pedirle que los acompañara o intercediera. Entró seria y se esperó lo peor. Don Alonso dudó, si el highlander llegaba antes de tiempo o reaccionaba de forma diferente a como él mismo haría… Él estaba desarmado y el escocés había demostrado de sobra en los entrenamientos su pericia con las armas.

—Mi señora —le dijo cogiéndole la mano en cuanto se hubieron sentado—, no temáis. Ante todo soy un caballero y sé cuando he de retirarme.

—Yo…

—Si él es el hombre que os hace feliz…, respeto vuestra decisión. Mas quiero que sepáis que, yo os amaré siempre y soñaré con convertiros en mi esposa el resto de mis días. Como muestra de respeto, por lo que podría haber sido, os ruego aceptéis este presente…

Don Alonso sintió cómo la puerta se abría lentamente y supo que era el momento. Cogió el collar y se lo colocó sobre las manos a la joven.

—No puedo, Don Alonso, bien sabéis que eso debe pertenecer a vuestra futura esposa.

Isabel se sintió confusa por la situación pero no se movió, estaba sentada de espaldas a la puerta y no pudo ver el rostro sorprendido de Alex. Don Alonso siguió hablando, susurrando a media voz como un amante, mostrando todas sus cartas.

—No habrá otra más que vos… Mas concededme un deseo y dejadme que os lo muestre.

Ella asintió.

 

 

Alex había visto cómo la pareja se ausentaba del salón, en la misma actitud cariñosa de siempre. Había dejado la copa de vino a medio llenar y se había ido tras ellos, ciego por los celos. Pero al llegar al pasillo, supo que los había perdido. Los estuvo buscando por las estancias contiguas y nada. Desesperado, sintió un fuerte dolor en el pecho, preso de la congoja y del temor a perderla.

Tras unos minutos en los que si hubiese podido, se habría comido hasta las falanges de los dedos, Alex decidió probar en el último salón con un aciago presentimiento. Había abierto la puerta lentamente, alertado por el murmullo del interior. En la distancia, el escocés fue incapaz de oír más que lo que le decía el caballero a la joven. Don Alonso hablaba bajo adrede para dar precisamente a entender una situación que no existía entre ellos en realidad. Ella exclamó:

—¡Oh, Dios mío! ¡Es precioso!

—¿Os gusta?

—¿Cómo no va a gustarme? ¡Es la joya más exquisita que han visto mis ojos!

—Permitidme ver cómo os queda —susurró—, aunque solo sea una vez.

Isabel descubrió su cuello y Don Alonso se acercó. Hizo como el que le miraba el escote y sonrió lobuno, aunque estaba más pendiente de la reacción que pudiera darse de la persona que los observaba tras la puerta. Vio la ira en los ojos de Alex y temió estar yendo demasiado lejos, que el highlander abriera la puerta de sopetón y lo ensartara como un trozo de carne a medio hacer en la pared con su claymore.

Isabel, ajena a todo, se levantó del asiento y se acercó al espejo azogado, colocándose el pelo tras la oreja para observar la joya mejor. Descubrió en el reflejo que alguien los observaba y, al girarse, Don Alonso le robó un beso.

Isabel no supo qué atender primero, si al descaro de su amigo, o a quien los estuviera observando. Alex cerró la puerta y maldijo. No se podía creer que Isabel se estuviera comprometiendo con otro hombre que no fuera él.

—Pero, ¿por qué habéis hecho eso? ¿Os habéis vuelto loco? —le espetó Isabel empujando a Don Alonso con un temperamento desconocido hasta entonces.

La benjamina de los Ayala tardó en atinar por los nervios con el engarce del collar para devolvérselo, deseosa de volver de nuevo al baile y cobijarse en los brazos de Alex. Don Alonso la retuvo, implorando de rodillas que lo perdonase, que la amaba con locura y que todo lo había hecho por amor. Isabel intentó desasirse de su abrazo, pero no lo consiguió sin recurrir a la fuerza de un pisotón. Don Alonso le cerró el paso en numerosas ocasiones y hasta que no consiguió su perdón no la dejó salir.

Isabel volvió al baile, pero Alex no estaba. Su hermana le dijo que el escocés hacía rato que la estaba buscando, pero que no había vuelto a verlo. La joven se temió lo peor. «¿Y si…? No, no es posible. Él no», se dijo mareada. ¿Cómo se lo explicaría? Corrió por los pasillos seguida por Don Alonso. Cercano a las estancias, a Isabel le pareció escuchar risas y la voz de Alex. Se acercó extrañada y accedió a la habitación por una habitación contigua, que pertenecería seguramente a la nodriza de algún señor. Tuvo que refregarse los ojos para darse cuenta que lo que veían sus ojos no era un sueño. Se tapó la boca con tal de no gritar.

Las gemelas, Mencía y Urraca, estaban desnudando a «su hombre». Una de ellas se agachó y comenzó a hacerle una felación, mientras la otra terminaba de quitarle la camisa. Desde luego no estaban perdiendo el tiempo… Isabel dudó si entrar como un torbellino y mandar a esas dos al infierno, pero muerta de los celos, de la rabia y de la tristeza, prefirió irse. Justo cuando iba a hacerlo, Don Alonso la aprisionó por la espalda, impidiéndole que dejara de mirar durante unos minutos la escena, para terminar de desencantarla del escocés. «Yo jamás os haría eso», le decía. «Yo os amo. Jamás podría olvidarme de vos».

Enardecido por lo que veía, y aún con Isabel a su merced, Don Alonso quiso aprovechar para manosearla y pellizcarle los pezones con una mano, mientras con la otra le tapaba la boca para que no gritara. ¿Acaso no tenía suficiente con la escena en la alcoba contigua?, pensó ella revolviéndose e intentando chillar, pero de qué serviría, ¿acaso Alex dejaría de gozar de las gemelas por quitarle a Don Alonso de encima?

La joven dejó de oponer resistencia, hundida, y lloró en silencio su mala suerte. El castellano forcejeó con la lazada del corpiño, dejando su boca libre e intentando descubrirle los pechos. Entre sollozos, Isabel se preguntó si su hermana se habría sentido así con Don Gonzalo. Él la siguió besando excitado por el cuello, pero ella no mostraba ninguna reacción a sus caricias. Solo lloraba.

En un intento de que a ella le gustara y hacerla suya, Don Alonso comenzó a levantarle la falda del vestido a Isabel por el lado izquierdo, a la altura de las nalgas, en busca del vértice rizado que coronaba sus esbeltas y torneadas piernas. La verga estaba a punto de estallarle las costuras de sus calzones con solo acariciar la suave piel de sus muslos. Sin embargo, la de Ayala solo veía cómo una de las rubias gemelas cabalgaba fogosa a Alex y otra le pasaba sus pechos por la boca en un gesto obsceno que rezumaba lujuria, sin prestarle atención hasta que notó cómo la mano de Don Alonso exploraba su monte de venus.

Un gemido ronco de Alex la hizo reaccionar. ¡Malditos fueran todos los hombres y el hambre insaciable de sus entrañas! Se giró y cogió el puñal que llevaba en el cinto el capitán castellano pues, excitado como estaba, no había reparado en ponerlo a mejor recaudo. Cuando Don Alonso notó la afilada punta de la daga sobre sus testículos, paró de golpe de sobarla. Entre dientes y con el mismo temperamento que le había mostrado antes, Isabel le dijo:

—Si no dejáis las manos quietas, os juro por mi madre y hermana muertas que…, que…, ¡os capo!

—Pero, ¡Isabel…! —imploró él sabiendo que haría lo que decía.

—Honrad el deseo de vuestro padre y haceos prior de San Juan si así gustáis, mas no volváis a intentar propasaos conmigo o daré cuenta al rey.

Don Alonso aflojó un poco la presión de sus brazos, pero no lo suficiente como ella se zafara de él. Estaba contrariado. ¿Cómo podía haber llegado tan lejos? ¿Sería realmente capaz de desairar a su familia? Su corazón le decía que hundiría Castilla por ella si se lo pidiera, pero no lo había hecho.

—Dadme una oportunidad. Yo os amo —le suplicó él con la voz ronca por el deseo.

Isabel sintió un hormigueo en el vientre, que se mezclaba con la desazón angustiosa que le colmaba el pecho. La escena de pasión de Mackenzie con las gemelas seguía su curso apenas a unos pasos y se obligó a no mirar para no terminar haciendo una tontería. Los jadeos le taladraban los oídos y los gemidos de la fornicación le aguijoneaban el corazón. Quiso salir corriendo y llorar, pero aún estaba presa en los brazos de Don Alonso.

Si le diera una oportunidad, si accediera a casarse con él…, ¡todo sería tan fácil! No, ella no podía engañarse, lo que sentía por ese bastardo escocés era más profundo de lo que había querido admitir desde un primer momento. Ella no olvidaría a Alex Mackenzie porque se hubiese acostado con otras, ni porque se terminara casando con Don Alonso, pues ella no sentía más que un sincero afecto por el ricohombre. Ella no lo olvidaría porque se había enraizado en su corazón, porque lo era todo, porque olvidarlo sería olvidarse de la vida misma.

—No puedo…

—Pero, porqué. No me importa que nuestro rey, Don Alfonso, no dé el visto bueno, o que mi familia me dé la espalda, porque os amo. ¿Acaso vos no?

Isabel se puso aún más tensa, con la extraña sensación de que no le llegaba el aire al cuerpo. Eran tantas las lágrimas que apenas podía ver a su alrededor aunque quisiera.

—No… —respondió con voz temblorosa, entre sollozos, pues no sabía cómo sería la reacción de Don Alonso ante su negativa—. Lo siento si alguna vez mi actitud os ha hecho pensar lo contrario. Yo…, yo… amo a otro hombre.

—¿Ese es vuestro hombre? —la encaró él, rabioso, al ver que su plan solo había hecho alejarlo aún más de ella. Entreabrió un poco más la puerta de la alcoba para que Isabel se desencantara de una maldita vez de su obsesión por el escocés.

Alex sujetaba la cabeza de una de las rubias entre sus piernas con sus fuertes manos otra vez. Entretanto, la otra lo rodeaba por detrás, clavando sus dedos en su torso desnudo, agarrándolo por los cabellos y besándolo con pasión. Isabel sollozó, incapaz de apartar los ojos de la escena y sin poder contener el llanto al ver cómo su amado se rendía a los placeres de la carne con esas malas pécoras.

La rabia, el dolor y la inmensa tristeza se atenazaron en su garganta, impidiéndole respirar. Creyó que se iba a desmayar si seguía allí por más tiempo, pero pensó en Leonor y en su padre y en todo lo que la había marcado y hecho crecer en la vida. «Sé fuerte, ten aplomo y sal con toda la dignidad que sea posible. Ya habrá tiempo de correr después, no importa a dónde, solo que sea rápido», se instó. Sin saber cómo, alcanzó a decir con aplomo y seguridad:

—Dejadme marchar —le dijo a su acosador, pero ante la falta de respuesta, apretó ligeramente la punta de la daga, rozando su miembro henchido y excitado—. ¿Me habéis entendido, mi señor?

Don Alonso la miró escrutándola, deseando limpiarle las lágrimas a besos. Poco a poco fue aflojando la presión de su cuerpo, vencido. Había perdido a la mujer que quería. Quizás Dios lo había castigado por haber renunciado a tomar los votos por ella. Echó una última mirada a lo que sucedía en el interior de la alcoba, deseando que la zorra de Mencía dejara eunuco a Alex de un mordisco. ¡Maldito fuera!

—Entendido.

Sin más, Isabel se zafó de la sujeción de sus manos y salió del pequeño cuarto contiguo como un huracán. Don Alonso inhaló su aroma a dama de noche y cerró unos segundos los ojos, con una tristeza infinita. La había perdido para siempre y se sentía un miserable por cómo lo había hecho. ¿Y si ese maldito escocés era el hombre que la habría hecho feliz? No, lo odiaba. Cuando él estaba, ella se olvidaba de su existencia.

En el camino de regreso al baile, Isabel se tropezó con el Almirante Don Jofre pero, por miedo a que Don Alonso la alcanzara, no se disculpó siquiera. La daga que le había cogido «prestada» al ricohombre se le cayó de las manos y el Almirante la recogió del suelo contrariado, mirando en la dirección opuesta de donde se había ido la joven.

El caballero decidió esperar, pues su intuición le decía que alguien aparecería muy pronto tras los pasos de la muchacha, aunque solo fuera para recuperar la daga de su familia. Se alegró de haberse quitado el capricho por la de Ayala hacía tiempo. «Las mujeres solo traen problemas», como bien le decía siempre su padre.

El Almirante apretó los dientes y solo deseó que el joven Ortiz no hubiera hecho nada de lo que tener que lamentarse. Él lo conocía desde pequeño. ¿Qué diablos había sucedido? No se sorprendió al verlo salir del mismo lugar que ella. El capitán castellano se recomponía las ropas. No lo dudó más y lo encaró con fiereza.

—¿Qué habéis hecho, ingrato? —lo abordó Don Jofre sin miramientos y cogiéndolo por el cuello de la camisa.

—Mucho menos de lo que hubiese querido… —le espetó Don Alonso sin saber por qué había dicho tamaña bravuconería.

—¡Pero es la hija de Don Juan de Ayala! ¿Qué pretendíais? ¡Don Alfonso tiene en gran estima a su consejero!

—¡Dejadme en paz! No estoy de humor, disculpadme.

 

 

Isabel dudó si entrar en el gran salón, donde estaría todo el mundo divirtiéndose por la fiesta organizada por Doña Leonor de Guzmán, o retirarse a sus habitaciones sin dar explicaciones. ¿Cómo iba a poder hacerlo sin que nadie la reclamara? Su hermana seguro que se daría cuenta de que algo le ocurría y no quería darle un disgusto en su estado. Además, no dudaba que iría con la jambia en mano a dejar sin el badajo al joven capitán castellano.

La idea no pudo más que hacerla sonreír, aunque la expresión duró poco en sus labios. Dio un hipido y se llevó la mano al pecho en un intento de serenarse. Se miró el vestido arrugado y se palpó los ojos hinchados por el llanto y aún húmedos. Las lágrimas afloraron de nuevo y las dejó caer, mansas, mientras recordaba a retazos a Alex en brazos de Mencía y Urraca. Era demasiado bonito para ser verdad…, se dijo y observó con nostalgia los jardines. «Alex…», susurró a la noche y volvió a dar un hipido, con el corazón muy lejos de querer calmarse.

La brisa era propia de otoño y se le erizó levemente el vello de los brazos al acercarse al ventanal. Las manos le temblaban y sentía frío y calor a la vez. Se desabrochó un poco más la lazada del corpiño y consiguió llenar los pulmones de aire. Suspiró. Las lágrimas fueron poco a poco secándose en su rostro, dejándolo tirante. Terminó por hacerlas desaparecer con sus dedos.

La risa le venía a ratos a sus labios tan rápido como había llegado, producto de los nervios. Isabel se acercó más a la ventana. Las paredes la aprisionaban, como si estuvieran vivas y la abordaran, aumentando aún más su desasosiego. Anheló estar junto al mar, en su casa de Malaqa y olvidarse de todo y de todos. Se apoyó en el alféizar del ventanal que daba al jardín y cerró los ojos. Se vio sumergiéndose entre las olas del mar, muy lejos de la orilla, con la luz de la luna solo como guía.

Al cabo de unos minutos y al final del pasillo contiguo, Isabel escuchó un murmullo quedo y unas risas. Alguien se aproximaba y no se lo pensó más. «No creo que me echen en falta hasta mañana…», se apremió tomando impulso y encaramándose al alfeizar de la ventana para pasarse al otro lado del jardín con cuidado. No parecía que hubiera ningún tipo de vigilancia por esa zona.

Deambuló. Tenía el corazón roto de dos mazazos, el primero de mano de Don Alonso, del que no se esperaba que hubiese osado a tocarla siquiera, el segundo y el de gracia, de Alex. Solo nombrarlo y empezaba a llorar sin remedio. Lo amaba… Lo odiaba… Se sentía incapaz de dejar de quererlo, después de todo.

Alcanzados los jardines, Isabel no dudó en correr sin rumbo hasta llegar al estanque. Ella no era fuerte como su hermana, ¿cómo sobreviviría a esto? A cada paso que daba, necesitaba alejarse más y más, fruto del mismo desasosiego, de no saber cómo avanzar y seguir viviendo. Las caballerizas estaban cerca y no se lo pensó. La luna sería su guía en esa noche clara.

 

 

Al día siguiente, Alex amaneció con una resaca monumental tras despertarlo Leonor. La joven le preguntó por su hermana, a la que no veía desde anoche. El joven amargó el gesto e hizo una subida y bajada de hombros, mirando hacia otro lado para no delatarse. Leonor ya le había preguntado a Don Alonso a primera hora de la mañana antes de los entrenamientos y prácticamente había hecho el mismo gesto. A ese castellano no iba a interrogarle, pero Mackenzie no iba a librarse como que el sol salía por el este y se ocultaba por el oeste.

—¿Ese vino Andaluz qué tiene? ¡Por Dios! —exclamó Alex, presionándose la sien.

—¿Dónde está mi hermana, Alex? ¿Qué me estáis ocultando?

Él le pidió que no se enfadara por lo que iba a contarle y Leonor comenzó a temerse lo peor. Su tez se volvió blanca como la leche y se llevó una de las manos al vientre y la otra al final de la espalda. Leonor rechazó con brío la galantería del escocés cuando este le ofreció la silla. Él le explicó brevemente cómo había visto a Don Alonso y a su hermana y sus conclusiones. Leonor se jactó en su cara:

—¡Maldito seáis, caraid! ¿Cómo habéis podido caer en algo tan inocente?

Alarmado por los gritos, Don Juan entró en la estancia para saber qué ocurría. Leonor estaba muy enfadada, en jarras y la posición de los brazos remarcaba aún más su abultado perfil. ¿Cómo los hombres podían estar tan ciegos?, se rio por no llorar.

—¿Qué ocurre? —preguntó su padre.

—Aquí, Mackenzie, que se deja hacer a un lado por un «casi» clérigo y no se da cuenta de que es de Don Ramiro de quien debería estar ojo avizor.

—Aún no se ha ordenado, Leonor… —la interrumpió su padre, pero ante la nueva mirada de ella volvió a callarse, ahora con menos guasa— y no temáis por Don Ramiro, pues creo que anda muy ocupado huyendo del marido de su nueva amante italiana.

—¿Vos lo sabíais y, aún así, me pedisteis que me alejara de ella? —le bramó Alex iracundo al que bien podría haber sido su suegro.

—Quiero que ella elija… —comenzó a excusarse de Ayala, cayendo en la cuenta de que no sabía nada de su hija pequeña desde la noche anterior.

—¡Ella me eligió a mí! —lo interrumpió Alex, dándose un golpe en el pecho con dureza.

—¿Y dónde está si puede saberse?

El escocés se echó las manos a la cara en un intento de desollarse vivo. Las imágenes de la noche anterior comenzaron a nublarle la mente. ¿Qué demonios había hecho? Comenzó a hablar atropellado, mezcla de castellano, gaélico y hasta francés.

Don Juan lo miró incrédulo, sin enterarse muy bien de nada, bien por la mezcla de idiomas bien por el estado de nervios en los que se encontraba el capitán. Fue la primera vez que vio a Alex y no al pavo real engatusa jovencitas y lo lamentó… Lo lamentó profundamente.

El hombre tomó asiento con la cabeza entre las manos. No reaccionaba. ¿Habría vuelto a hacerlo? La felicidad de Isabel lo era todo. Apesadumbrado y con mala conciencia, escuchó cómo su hija mayor le resumía en un solo idioma todo lo que el escocés había narrado en tres. Resopló y lo miró, compadeciéndose. Alex no dejaba de maldecir por lo bajo mientras lloraba en silencio. La rabia teñía su apuesto semblante, una rabia que Don Juan conocía bien, pues reconocía a leguas un corazón roto y plagado de remordimientos.

—Aún hay más —dijo Mackenzie con un hilo de voz y los de Ayala fueron todo oídos.

La jaula del petirrojo
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