CAPÍTULO 34

NIDO DE AMOR

 

 

 

Aoltone, Hampshire, Inglaterra, finales de septiembre de 1335.

 

Leena suspiró al ver la minúscula estancia y sintió cierta aprehensión cuando el espacio se redujo prácticamente a la mitad con la llegada de su hombre. No sabía si estaba preparada para él. No, sin contarle antes todas las atrocidades que le había tocado vivir y presenciar. Él tenía que saberlo y elegir con total libertad si quería seguir con ella o no.

Ayden la tomó por la cintura desde atrás y cobijó su rostro entre las suaves ondas de sus cabellos rojizos. Había percibido el miedo titilando en sus pupilas desde que habían llegado a la posada. Él no quería precipitarse. No eran los mismos, cierto, pero ella era suya, la sentía así, y haría todo lo que estuviese en su mano por no despertar de ese sueño. Gozaría de cada segundo de vida a su lado como el regalo que era. Ambos temblaron de forma casi imperceptible y se sonrieron con timidez tras mirar el lecho.

—¿Un baño?

Leena repitió sus palabras, como si le hubiese costado entenderlo.

—Sí. ¿Os apetecería daros un baño… conmigo?

Lo último le había costado pronunciarlo, pero la radiante sonrisa que le brindó ella, motivó al joven capitán escocés más que un redoble de tambores y mil gaitas llamando a las tropas. El rostro de Ayden reflejaba inquietud por la respuesta, aunque sus verdes ojos del color del trigal chispeaban llenos de vida y promesas.

Leena asintió y acarició con su mejilla el rostro de él antes de quedarse sola en la estancia por breve tiempo. Se deshizo de su calzado y contrajo los dedos de los pies al sentir los tablones de madera rugosos bajo sus pies. Respiró hondo y cerró los ojos, suspirando. Había deseado tanto que llegara ese momento que temía despertarse y volver a abrirlos y encontrarse en la jaula.

Entre tres hombres trajeron la tina y unas muchachas los baldes de agua humeante, casi hirviendo. Ella se lo agradeció con una sonrisa y los vio marcharse, sin moverse prácticamente del sitio. Se inquietó, pues Ayden parecía no llegar tras ellos. Su amado le había prometido también traer algo de comida y bebida, algo que la hiciera entrar en calor y afrontar la noche.

Leena tembló cuando volvió a quedarse sola y se abrazó la cintura con fuerza. No recordaba haberse sentido tan nerviosa aquella primera vez en el prado de flores y mucho menos en las siguientes. ¿O se trataba de la mera tardanza de él? ¿Del temor de no volver a verlo? Aunque tenía algo de frío, se deshizo del vestido con apremio, necesitando que la brisa de la noche la reactivara. Respiró con lentitud, cerrando los ojos, y sintió cómo la puerta se abría tras ella.

Ayden volvió tan pronto como pudo con las viandas y la encontró de pie, en el mismo sitio donde la había dejado, pero con el vestido y la túnica blanca enrollada en los pies, desnuda en su totalidad. Tragó saliva extasiado.

—Leena —alcanzó a decir aunque habría jurado que no había llegado a pronunciar su nombre.

Ella no se inmutó, aunque sabía que lo esperaba, que lo necesitaba tanto como él. La luz de la luna remarcaba las curvas femeninas, más dulces de cómo las recordaba. El joven capitán sintió cómo la boca se le secaba al terminar de recorrerla con la mirada y su cuerpo se volvía tan duro y ligero como la hoja de su espada. Bebió un sorbo de la cerveza caliente de un trago y lo dejó todo en la pequeña mesa que se encontraba nada más entrar en la habitación.

Leena era la más bella de las diosas… Su Afrodita. ¿Y qué era él? Se acomodó tras ella y la abrazó con fuerza, hundiendo de nuevo su rostro en el hueco de su cuello de cisne. Recorrió con la punta de su lengua la fina línea que lo unía hasta el lóbulo de la oreja y la hizo estremecer. Centró sus pensamientos en romper su coraza, la que había necesitado llevar todo ese tiempo de supervivencia. Ella gimió y creyó que sería incapaz de no tomarla como un salvaje, pero le apartó con suavidad los cabellos para poder gozar de su piel cremosa. El contraste con el rojo anaranjado la volvía casi irreal. Le besó el hombro en un intento de que su sueño no se desvaneciera y lo consiguió. Leena estaba entre sus brazos, tan dulce, bella e inquieta como siempre.

La tea encendida no podía competir con ese manto, incendiario, y salvaje que siempre había sido su pelo. No podía. Era como tocar el sol sin quemarse. Las lágrimas brotaron de los ojos de Ayden, tibias, purificadas y agradecidas, para deslizarse silenciosas por el escote de ella, arrancándole un gemido quedo al llegar al pezón.

Se había abierto la veda inevitablemente y el oso que albergaba en su interior gruñó, ansioso por salir de esa cárcel de barrotes de huesos y carne y ser libre… Por fin libre, como siempre que estaba con ella.

Ayden deslizó sus manos por los hombros de Leena con suavidad, jadeante, sintiendo el frescor de su piel suave en sus palmas y la tibieza de la vida en sus dedos. Fue dejando su huella invisible en la piel de ella, acariciándole el alma, caldeándola con sus manos famélicas y ávidas de su contacto. Deseaba devorarla y engullirla hasta hacerla suya. Suya… Esta vez solo la muerte los separaría. La amaba tanto que sentía el corazón de nuevo latir en su pecho y el anhelo por recuperar el tiempo perdido lo invadió.

Ella dejó caer su cabeza hacia atrás, haciendo que sus cabellos se posaran sobre su hombre. Su boca estaba entreabierta y laxa, sus ojos cerrados y sus mejillas sonrosadas que invitaban a arrancarla del suelo y poseerla allí mismo, de pie, sin más preámbulos. Lo deseaba y, sin embargo, la tortura de la espera hacía crecer en ella olas de placer tan deliciosas como el propio acto.

Sentía en su cuello la respiración agitada de él, su cuerpo férreo y su excitación clavada en sus caderas. Sentía cada caricia de sus dedos como la argamasa que unía todos los pedazos en los que se había convertido…, cómo su cuerpo se recomponía, cómo volvía a revivir en su interior el calor y ese cosquilleo de puro deseo.

—Ayden… —gimió de forma entrecortada.

—¿Sí?

—Liberadme de esta jaula… Os lo suplico.

Ayden la giró sobre sí misma y le cogió el mentón, haciendo que lo mirara a los ojos. La penumbra de la noche y de la tea que los iluminaba en dos tonos, uno cálido del fuego y el otro frío de la luna que se colaba por la ventana, los enmarcó.

—Vuestros deseos son órdenes para mí —le susurró él muy cerca del oído, consiguiendo un jadeo de ella al sentir los labios de su amado en su piel.

—Hacedlo, mo mathan —rogó con voz temblorosa al principio para terminar exigiéndole—: Rompedla y no dejad ni un pedazo que me la recuerde.

Ayden comprendió lo mucho que ella había tenido que soportar en un sitio como Guildford, lo sola que se había debido de sentir y las vejaciones que habría sufrido a manos de aquel ingrato. Sintió que su propia coraza se resquebrajaba y sintió pavor. No era momento de sacar a relucir más penurias de las que ya se habían ido contando por el camino. No lo era.

—Leena…

Ella vio el remordimiento en sus ojos y comprendió que también ella debía liberarlo de su propia jaula. Lo necesitaba tanto o más que ella misma. Lo atrajo hacia su boca y jugueteó con sus labios, echándole el cálido aliento, hechizándolo, conocedora del poder que siempre había ejercido sobre él.

—Os poseería aquí mismo… —se sorprendió diciendo Ayden.

Ella le sonrió coqueta y expectante.

—¿Y a qué esperáis? —le contestó ella envalentonada, pues no había cosa que deseara más en el mundo.

Ayden no dejó que cambiara de opinión. Su acerada verga pedía a gritos hundirse en ella, pero ya tendría clemencia después con esa parte tan mandona suya. No duraría mucho, lo sabía, ya habría tiempo de demostrarle a su amada que, en cuanto al sexo respectaba, seguía siendo el mismo. Antes se saciaría de su cuerpo y de su alma, lo tenía decidido, pues tal era el hambre que arrastraba por ella que quería gozarla cada instante y repetirían muchos más. La levantó por las nalgas y la apretó contra su cuerpo, necesitado de sentir cada palmo de su piel. Hundió su rostro entre sus senos e inhaló su aroma hasta llenarse del mismo, aquel que en su memoria le recordaba a flores y que había sido cambiado por el de leche y miel.

—Nunca habrá manjar más dulce para un oso que el sabor de vuestros pechos —le dijo mordisqueándole la areola y arrancándole risas y gemidos hasta que llegó al pezón y él mismo se sorprendió bebiendo algunas gotas de la leche de su hembra.

—Oh… —gimió ella al sentir cómo se humedecía el botón y las entrañas le cosquilleaban.

Cailéan ya no mamaba de sus senos, prácticamente secos, sin embargo Ayden… Se aferró a sus hombros creyendo que perdería el equilibrio del ímpetu de su amado. No demostró timidez en su entrega y sí fervor porque siguiera haciéndolo, pues cada contacto con sus labios era un leve espasmo que la hacía acercarse al éxtasis.

El degustar tan dulce manjar había hecho que Ayden se olvidara hasta de su propio infierno. El calor lo invadía, mas ansiaba quemarse hasta las cenizas si era por ella. Ambos necesitaban renacer y lo harían, cumpliría su deseo, ¡cumpliría mil deseos! Todos los que le pidiera. Era su siervo. La amaba. Le arrancaría a mordiscos esa costra densa, ese escudo que ambos habían creado para poder sobrevivir. Ya no lo necesitaban, se tenían el uno al otro. Por siempre. Para siempre.

—¿Os duele? —le preguntó sin dejar de lamer la punta del pezón, dejando que goteara mansa la leche sobre su lengua.

—No —le respondió ella riendo, extasiada por verlo tan entregado saboreándola, casi como un niño grande. ¡Y qué niño!

Leena deseó arrancarle la ropa y colocarse sobre él a horcajadas, sentir su excitación en su mano, mientras él seguía bebiendo de su leche y ella provocaba con su sexo que derramara la suya propia. Poco a poco, se instó. Tenían toda la noche. En realidad, tenían toda la vida y no podía sentirse más feliz.

—¿A qué sabe? —le preguntó deseosa de que siguiera mamando un poco más y le aliviara la tensión y el hormigueo que crecía más y más en ella. ¡Echaba tanto de menos que lo hiciera su bebé y a la vez era tan distinto el cómo lo hacía él!

—Sabe a leche y miel, como vos.

Leena se carcajeó.

—¿Cómo yo?

Él asintió.

—¡Sois tan dulce! Os devoraría entera.

—Muchas promesas… —le picó ella, con un leve puchero fingido, haciéndose la suspicaz y provocándolo.

Él la miró lobuno y con la palabra lujuria escrita en la cara. Dejó los senos libres, aunque no les quitó la vista de encima, y se deshizo de la chaquetilla de cuero, de la camisa y del calzón con una rapidez pasmosa. Se quedó desnudo ante ella, expectante por ver su reacción. Ambos habían cambiado. No solo en cuerpo, sino también en alma, una más vieja, más amarga y con más cicatrices. Nada que el amor que se proferían no pudiera superar, o al menos eso esperaban.

Leena vio cómo «la promesa» le apuntaba como una lanza dura y lista para ofrecer un gran combate. Se obligó a sí misma a no reírse por la comparación y se exigió el mirarlo a los ojos, puesta en jarras. ¡Dios, qué ganas le tenía! Contuvo como pudo el deseo de darle otro repaso visual y le espetó con sorna:

—¿Amenazándome?

Ayden se quedó perplejo porque no se lo esperaba. ¿Amenazarla? Cuando fue a hablar para preguntarle a qué se refería, Leena levantó las cejas y se mordisqueó el labio, excitándose aún más al ver cómo ella le miraba brevemente el miembro. No pudo más que echarse a reír y sentirse el hombre más afortunado del mundo. Estaba bromeando y le seguiría la corriente. ¡Por supuesto! Y, poniéndose en posición, como si llevara una espada, le dijo:

—¡En guardia!

Sin embargo, lo que menos quería Leena era estar en guardia. Se echó en sus brazos y le gimió en la boca, ansiosa por dejar el juego, porque cumpliera su promesa y sentirlo en su interior.

—Ayden…

Él la alzó por la cintura y la besó con hambre, dejando que sus manos marcaran sus cuerpos de nuevo. Sujetó su nuca con fuerza, dejando que las ondas de fuego le acariciaran la piel y lo encendieran como pavesas incandescentes. La adoraba. Tenía tanta hambre de ella que las entrañas se retorcían y le instaban a liberarse, a romper sus cadenas, a volver a ser el mismo que la enamoró una vez.

Entretanto, Leena le suplicaba, le rogaba que la tomase entre gemidos que obnubilaban los sentidos y endurecían más y más su deseo. Sin poder esperar por más tiempo, el capitán buscó la entrada húmeda y caliente de su amada con apremio. Ya tendría ocasión de deleitarse más adelante sin tanta premura. Ambos se necesitaban con desesperación y con desesperación se hundió en su carne, mientras que ella se arqueaba ligeramente hacia atrás, dejando caer su melena en cascada.

—¡Dios! —gimió.

—¿Os he hecho daño? —repitió por segunda vez.

—Os haré daño yo si paráis ahora —le amenazó seductora.

Ayden sonrió y se apoyó en la pared, con ella ensartada en su miembro, cogiéndola por las caderas y marcando un ritmo cada vez más rápido. Leena se sujetó a su cuello y lo rodeó con las piernas a la altura de las nalgas, apretándole con los pies para contribuir a la intensidad de las embestidas, volviéndolo loco.

—¡Miradme, mo ghrà!

La necesidad de que lo hiciera, de que sus jadeos solo fueran suyos, de olvidar la posibilidad de que otro hombre la hubiese tocado… Ella le sonrió extasiada y se pegó a su pecho después, dudando por un momento cuánto tiempo más podría sostenerla así tras un día tan agotador, pero era su oso… Suyo y podía con eso y más, de eso estaba segura. El perderse en esos ojos verdes, tan claros como las transparentes aguas de las playas de las islas Hébridas, la hizo llegar a un orgasmo tan devastador que la dejó totalmente laxa y desmadejada sobre él.

Ayden la siguió tras dos embates más y consiguió dejarse caer exhausto y gradualmente por la pared hasta llegar al suelo. Ambos se quedaron enlazados, abrazados durante un tiempo breve, hasta que él recuperó el resuello y apartó de las sienes de su amada los mechones de pelo húmedos para darle un beso.

Tha gaol agam ort76.

—Y yo a vos… ¡tanto!

Se levantó como un hombre nuevo y tocó la temperatura del agua: exquisita. Llenó la tina con los baldes y aproximó el aceite aromático que le había comprado a la tabernera. Lo olió. Era de rosas, como el que ella había utilizado siempre y la sonrisa que arrancarían en su petirroja bien valían las monedas que costaba. Volvió a «su» mujer, porque así la sentía y pronto sería a los ojos de Dios, la cogió con suavidad y se introdujo con ella en el agua tibia.

Las piernas le temblaron de puro gusto… Había tocado el cielo. Si aquello era un sueño, mil veces estar muerto antes que despertarse, porque no superaría el perderla de nuevo.

Leena se fue despejando poco a poco con la tibieza del agua, echada sobre el musculado torso del oso. Notaba las manos de él pasearse mimosas por todo su cuerpo, como lobos que merodean su presa antes de cazarla, a la vez que ungía su piel en aceites que le rememoraban a otros despreocupados tiempos de bonanza, y supo que, si seguía acariciándola de esa manera, acabaría buscándolo de cualquier forma en esa reducida tina de agua.

Ayden tenía las piernas flexionadas y se deleitaba con solo tenerla entre sus brazos, mordisquearle con suavidad el cuello y sopesar de vez en cuando sus turgentes senos. Aún estaba maravillado por su sabor y a veces se descubría a sí mismo relamiéndose. Ella lo volvía un ser insaciable y desconocido.

El baño le había despertado nuevamente los sentidos. El baño… y el roce de las nalgas de ella en su miembro. Deseó hundirse otra vez entre sus piernas, pero lo contuvo el verla tan rendida entre sus brazos. Aún sentía el dulce sabor de la leche de su mujer en la boca y se repitió decenas de veces lo afortunado que era después de todo. Juntos, superarían cualquier dificultad, buscarían a Ruari y serían la familia unida que deseaban. Se dejó llevar por sus pensamientos, sin dejar de acariciarla, sin forzar nada, le salía de forma natural al estar con ella.

Ella se dejó caer sobre él, apoyando su cabeza sobre su cuello, buscando mimo. Las zarpas del oso habían dejado leves marcas invisibles en su piel, una necesidad que no cesaba por más que siguiera acariciando. Su interior rugía hambriento e insatisfecho porque quería más. Sus caricias hacían que su cuerpo se encendiera y ella también conseguiría el mismo efecto en él. Estaba decidida.

Ayden adivinó el pensamiento de la joven justo a tiempo y paró su mano antes de que esta agarrase su miembro semirrígido. No quería empezar algo que fuesen incapaces de terminar, aunque el tenerla cogida por la muñeca y risueña no ayudó mucho. Una parte de su cuerpo protestó largamente, pero esperaría a ver cómo iba reaccionando ella… No era cuestión de atosigarla con demandas después de ese tórrido primer encuentro.

—¿Puedo? —preguntó Ayden señalándole los cabellos mojados, peine en mano.

—¿Queréis?

—¡Por supuesto!

—¿Cómo cuándo era pequeña?

Él asintió. El que se acordara de aquellos días de lluvia, junto a la chimenea, mientras Arthur leía en voz alta bellas historias, Elsbeth y ellas bordaban y él les desenredaba el cabello… le satisfizo sobre manera. Cuando llegaba el turno de peinar a Leena, se esmeraba y disfrutaba con hundir sus dedos en esa lava que había arrasado con su voluntad nada más verla.

A él le gustaba hacerla rabiar diciéndole que trenzar su pelo era cardar la cola de su caballo. Ella resoplaba y le tiraba algún objeto, lo que tuviese a mano, sin sopesar que pudiera romperse o no. Sin embargo, el peinarla siempre había sido uno de los momentos más bellos e íntimos que mejor atesoraba de su pronta juventud. Leena, se dejaba hacer en sus manos como una muñeca y, por las noches, él rememoraba cada uno de sus gestos complacientes hasta quedarse dormido.

Ayden cogió el peine y dividió los cabellos en mechones, aprovechando para besarla cada vez que se le brindaba la ocasión. Ella le sonreía y le contaba detalles vividos, descargando en el agua de la tina toda su amargura. Le habló de los meses de embarazo, del alumbramiento, del pequeño Ruari…

—¡Siento tanto no haber estado allí, mo ghrà!

Había dejado de peinarla. ¿Desde hacía cuánto? Leena se giró en redondo y vio la pesadumbre en el rostro de Ayden, que a duras penas contenía la emoción en sus ojos. Se tapaba el rostro con las manos y las gotas de agua caían entre sus dedos hasta perderse entre sus labios. ¿Cómo no se había dado cuenta de lo que provocaría en él saber que no había podido ser su caballero andante?

La joven fijó su mirada en esos labios húmedos, que la llamaban a gritos. El deseo volvía a cada poro de su piel, la necesidad de consolarlo, de arrancar de él cada una de las palabras vertidas… Lo besó, lo besó sin apartarle las manos de la cara, bebiéndose las gotas de agua, de saliva, de esencia a rosas... ¿Qué importaba?

Fue recuperando poco a poco a ese hombre hundido, a ese gran oso que siempre la había protegido, que incluso en Guildford la había salvado de volverse loca. Le hizo el amor sin prisa alguna, tanta que el alma fue incapaz de contener la emoción y lloró de puro contento.

Dejaron la tina y se secaron y humedecieron a besos. Se amaron con pasión y sin demora, con tranquilidad y desasosiego, con hambre y añoranza… Se amaron en plenitud, porque ambos sabían lo que era tener a la muerte frente a frente y cada uno gozarían el uno del otro como si fuera el último día de sus vidas juntos. Se habían liberado, ambos habían roto sus corazas, «porque el amor todo lo puede cuando es verdadero», murmuró Leena, acomodada en el pecho de su aguerrido capitán.

Tha fios fithich agad 77—murmuró él casi dormido y ella sonrió, dejándose vencer igualmente por un agradable sueño.

 

 

Erroll y Cat se quedaron unos instantes en el pasillo, a solas, sin saber muy bien qué hacer. Sabían que debían entrar juntos en la habitación para no levantar sospechas. Después del «sacrificio» de Neall, lo mejor que podían hacer era no montar un numerito en las escaleras. Desde que había venido Leena, el pequeño y Susan, la gata había preferido la compañía de las mujeres. Había intentado olvidarlo de todas las maneras posibles, alejarse, rehacer su vida ante la inminente cuenta atrás.

Él la entendía a la perfección, pero esta era su última noche juntos. Ella volvería a su pueblo, con su abuelo, y él a Escocia junto a sus amigos. Sus destinos se separarían por siempre a la mañana siguiente. No había vuelta atrás y eso… era más difícil de sobrellevar de lo que pensaban.

Cuando entraron en la habitación se quedaron en penumbra. No había más luz que la que entraba por la ventana abierta y que reflejaba la luz de una luna brillante y clara. Ella se acercó al postigo y se inclinó para cerrar una de las contraventanas de madera, pues la otra estaba parcialmente descolgada. Se estremeció con el frío de la noche y se apretó el chal de lana al cuerpo. Mientras tanto, Erroll encendió la tea y comprobó la limpieza de la estancia. Lo que provocó la sonrisa en Cat, que se había quedado junto a la ventana, admirándolo un instante.

—Me temo que esta noche toca pedir un par de mantas para cuando la noche arrecie —comentó mirando hacia el paisaje nocturno una vez más.

Al volverse a su acompañante para buscar su aprobación y bajar a por ellas, descubrió a Erroll mirándola con tal lascivia que Cat tuvo que apoyarse en la pared con tal de no echar a correr hacia él y caer en sus brazos. Inspiró hondo para recuperar la compostura. Aún así, las piernas le temblaban, por lo que optó por sentarse en la silla que tenía justo al lado. La miraba desde la penumbra y sin perder detalle, como un hermoso búho blanco.

Él siguió sin decir nada, con el semblante hosco y los ojos oscuros, terriblemente oscuros para tenerlos del color del cielo. Todos esos días con ella, separados, tantas emociones juntas, el reencuentro de Ayden y Leena… se sentía desbordado y en un constante «quiero y no puedo». Deseaba a Catherine hasta el punto de vender su alma al Diablo, de romper su promesa de no tocarla si no era para hacerla su esposa.

—¿Qué pensáis, que estáis tan callado?

—En lo que os haría… —respondió él sin pensar.

—¿Sí? —preguntó ella casi ausente, sin percatarse de lo que significaban sus palabras, colocando sus manos en el regazo y contemplando el oscuro paisaje a través de la ventana.

—Sí.

—¿Y qué haríais si puede saberse?

Jugaba con fuego y ni siquiera se percataba de ello. ¡Estaba tan bella, bañada por la luz de la luna, con sus hermosos ojos de gata fijos en el algún punto extraño del horizonte!

—Apartaría el pelo de vuestro rostro y hundiría mis dedos en él.

Ella lo miró e intentó decir algo, pero se calló al instante, entendiendo tarde las palabras del irlandés. En su mirada había esperanza y desconcierto, a partes iguales.

—Acariciaría con la yema de mis dedos vuestra cabeza hasta que vuestros labios se entreabrieran instintivamente de puro gusto. Enredaría vuestros oscuros bucles en mis manos y los sujetaría con firmeza, dejándoos a mi merced, para después dirigirme a vuestro cuello y devorarlo…

Ella clavó su mirada en las manos que sujetaban sus rodillas, dejándolas muy juntas, por miedo a que le bailasen solas de puro nervio. Él prosiguió, sabiendo que no debía, aunque lo deseara más que seguir viviendo.

—Rozaría vuestro mentón apenas con mis labios y mi aliento, haciendo que vuestro cuerpo se estremecería, sabiéndose sin salvación. Llegaría a vuestra oreja y, antes de susurrar quedamente vuestro nombre, perfilaría el contorno con la punta de mi lengua, con tal suavidad y descaro que os derretiríais.

Erroll se apoyó en la puerta y la contempló extasiado. Lo que había empezado como un juego acabaría estallándole en las manos y lo sabía. Mentiría si dijera que le importaba. Sin embargo, por más que se había instado a comportarse como un caballero, esa noche no lo haría. Tragó saliva al fijarse en cómo ella había cerrado los ojos con sus últimas palabras y se llevaba la mano hacia la oreja, siguiendo sus pasos.

—Continuaríais inmóvil y tan húmeda que… —le costó continuar sin abalanzarse como un depredador sobre ella.

—¿Qué…? —preguntó ella jadeante y sin abrir los ojos, con los rayos plateados de la luna acariciando su perfil, ensalzando el color de su piel como una nacarada perla.

—Que seríais incapaz de respirar sin gemir que siguiera —dijo el irlandés de corrido.

—Proseguid… —imploró Cat, notando cómo su cuerpo respondía excitado a sus palabras.

—Mordisquearía el lóbulo de vuestra oreja como si fuera vuestro pezón y después me dedicaría a él, celoso por las atenciones no recibidas, arrugando con la calidez de mi aliento la areola, deshaciendo los pequeños pliegues que se formarían con la punta de mi lengua.

Cat se llevó el dedo índice a la boca y después al perfil de su corpiño, rebuscó la punta de su seno y la pellizcó junto al dedo corazón. Se mordisqueó el labio inferior y contuvo así el jadeo que Erroll fue incapaz de ahogar en su garganta.

El irlandés se acercó a ella y se arrodilló entre sus piernas, abrazándola por la cintura, cogiendo su rostro entre sus manos. Ella se dejó hacer sin abrir los ojos aún, sintiendo cómo pasaba el dedo pulgar por sus labios y le besaba las incipientes lágrimas de deseo contenido, que se aferraban en sus tupidas y brunas pestañas. Siguió los pasos que le había nombrado, uno a uno y supo que deshacía cada una de las barreras interpuestas entre ellos esos días para olvidarse.

Erroll acarició su sedoso pelo con los dedos, arrastrando sus yemas por el perfil de su nuca y ensortijándolo en ellos. ¡Laberinto de perdición! ¡Mar embravecido de algas oscuras! ¿Cómo podría contenerse por más tiempo si esa gata lo seducía con tan poco? Con un solo gemido, un suave ronroneo y caía rendido a sus pies… Contuvo la respiración un segundo para no terminar siendo el cazador cazado y la hipnotizó con susurros quedos hasta hacerla suspirar con los labios entreabiertos, suplicantes de que tomara su boca. No lo hizo. Recuperó la fuerza perdida con la entrega de ella y la levantó de la silla como si de una suave pluma se tratara, dejando que sus pies volvieran a encontrarse con el suelo.

Inmediatamente después, la estrechó con su cuerpo contra la pared, aupándola en un pequeño saliente. Ella gimió. Tenerla a su merced, tan excitada con solo un par de pensamientos y picantes promesas, lo estaba volviendo loco. Era más de lo que nunca había imaginado tener con una mujer. Ella empezaba a serlo todo en su vida y, temeroso, dio un paso atrás vacilante.

Ella abrió los ojos al notar su ausencia y se aferró un instante al saliente, sopesando qué debía hacer. Sabía que su corazón no le pertenecía, pero… pobre infeliz, ¿qué otra cosa podía hacer ella más que apurar esa última noche e intentar reclamarlo?

La gata se acercó felina y él dio otro paso atrás. Se sintió poderosa ante el nerviosismo de él, deseando devolverle a su hombre ese lado salvaje que tanto le gustaba. Lo agarró por el cotun de cuero y se lo quitó sin mediar palabra, lo mismo hizo con la camisa y dispuesta estaba a echarle mano al calzón. Sin embargo, lo miró melosa y le ronroneó al oído.

—¿Qué teméis, mi joven búho…, que os muestre el sol?

—¿Joven búho?

—¡Sí! —se rio Cat como si en su garganta tuviera cascabeles.

La imagen de él, mirándola en la penumbra, curioso, enfadado consigo mismo y excitado se le había clavado en lo más hondo. Él era como un gran búho blanco, nocturno, cazador rápido y sorpresivo, impuestamente solitario…

Ajeno a los pensamientos de ella, Erroll gimió ante ese gorjeo celestial, pues la frescura de la risa de Cat lo invitaba al paraíso… No supo qué contestarle, sobre todo cuando ella se deshizo del vestido y de un puntapié lo apartó.

—¿Acaso pretendéis matarme?

—¿Podría? —le preguntó seductora y con un brillo aniñado en la mirada.

Él asintió con la cabeza y tragó saliva, no sin antes humedecerse los labios con su lengua. Le podía la curiosidad de saber por qué lo había llamado búho, pero ¡qué diablos! ¿Quién podía poner un pensamiento en pie ante semejante hembra? Resopló. Era su última noche, la última…

Cat descubrió en sus bellos ojos azules lo difícil que estaba siendo para él contenerse. No obstante, se las haría pasar peor. Si esa noche era una despedida, suplicó a sus antepasados saber dejarle honda huella, que en sus sueños lo sedujera y que no la olvidara, que la deseara por siempre, mientras ella lo amaba para toda la eternidad.

La gata jugueteó con la punta de los cabellos rubios mientras le sonreía divertida, se acercaba a su boca sin besarlo y se alejaba lo justo para que el hombre añorara el contacto de los senos femeninos en su torso. Se dejó llevar. Ese recuerdo se lo llevaría ella, nadie más que ella… Esa noche la haría única, porque la grabaría a fuego en sus retinas, en su corazón y en su alma.

Acarició con sus uñas la nuca del hombre y se pegó a su torso desnudo, duro y lampiño. Sintió en sus mejillas el calor y la creciente ansiedad en él, en ambos. Fijó sus hermosos ojos felinos en sus labios y sonrió, mientras relamía los propios. Él la miró aturdido, reprimiendo el deseo de hacerla suya hasta deshacerla en sus brazos. La deseaba.

¿Qué le impedía rendirse? No le estaba pidiendo ser su esposa. No podía aspirar a tanto, ella no. Lo abordó, buscó su boca y, a un escaso dedo de besarlo, se apartó. Paseó con suavidad sus dedos por el musculado torso del guerrero, haciéndolo vibrar y cerrar los ojos, entreabrir los labios y suplicar que no lo atormentara más.

Ella dio un paso atrás, herida por sus palabras, confusa, mas él se lo impidió. Su mano imperiosa sujetó su cintura y la atrajo hacia él. Fuego, eran fuego… Dos mechas que al unirlas, echaban chispas y se quemarían. Dios diría qué hacer a la mañana siguiente, aunque ambos sabían que solo podían contar con esa noche.

Se amaron hasta agotarse, hasta traspasar la conciencia. Besos salvajes, tímidos e invitadores…, besos y más besos, mordiscos y susurros, jadeos lanzados como flechas, de los que erizan el vello y arañan el alma…, orgasmos quedos y ahogados en cojines, manos en cada poro de la piel hasta que no quedó de ellos nada…, solo cenizas de un amor pleno, satisfecho y último.

Ni siquiera el gallo que cantó al amanecer consiguió despertar a la pareja. Neall entreabrió la puerta con sigilo, preocupado por la tardanza de su amigo y porque no contestaban tras llamar repetidamente con los nudillos en la jamba. Sonrió al ver a su amigo tan feliz abrazado a la gata y, con las mismas, cerró con suavidad y se encaminó donde el resto los aguardaban.

Erroll abrió los ojos poco tiempo después y se apretó el tabique nasal. Sin haber bebido, sentía la cabeza abotargada como tras una gran resaca y el cuerpo laxo. Había dormido tan profundamente como cuando era niño y eso no le pasaba desde… desde que esa arpía se había llevado su corazón consigo. Sintió la hiel en el paladar y se maldijo por no poder olvidarla. Suspiró hasta no dejar aire en su cuerpo, se levantó con cuidado del lecho y se vistió sin mirar ni una sola vez a la única persona que podría salvarlo en esta vida. No podía hacerlo, no podía… No hasta que fuese completamente libre.

Catherine se despertó desangelada, con frío y sola al cabo de un rato. Se llevó la mano al pecho y sintió el desgarro de la pérdida. No había conseguido hacerle cambiar de opinión… Lo sabía. Se había ido de la estancia sin decirle que se iba siquiera. Se vistió con premura y salió fuera de la taberna. Ya estaba bien entrada la mañana y lamentó haberse despertado tan tarde. ¿Se habrían ido sin despedirla? No, divisó el grupo a lo lejos y suspiró tranquila.

Los hombres parecían estar hablando con un mercader. Erroll la miró con intensidad, pero no hizo ni el mínimo gesto para saludarla, volviendo a la conversación. Cat ahogó un hipido y se dirigió donde Susan y Leena. Aún le quedaba una última carta… Solo una, un simple dos que ningún jugador querría.

La joven madre jugaba con el pequeño, le cogía las manitas y le tapaba los ojos, después hacía como que aparecía y el pequeño reía pidiendo más y más. Ambas mujeres recibieron con una gran sonrisa a Catherine. Habían congeniado desde el instante en que se conocieron, como si en pocas horas una pudiera sentir que eran amigas de toda la vida. Se habían confiado secretos, consejos y confidencias.

Susan y Leena coincidían en que Erroll y ella hacían la pareja perfecta y el acercamiento de esa noche entre los dos jóvenes lo veían como el paso definitivo para que ella se decidiera a viajar a Escocia con ellos. Charlaron un rato y le quitaron importancia a la actitud de Erroll.

—Ya veréis como solo se debe a haberse quedado sin desayuno.

Rieron por la ocurrencia de la pelirroja, pero no, Cat sabía perfectamente que Leena solo lo decía por consolarla, podía leerlo en sus ojos.

—No quiero hacerme ilusiones… —dijo la gata prácticamente en un susurro.

—A veces a los hombres hay que darles un empujoncito para que se decidan… —comentaron Leena y Susan casi al unísono.

Ambas mujeres rompieron a reír por la coincidencia y Cailéan hizo palmitas contento, aunque no entendiera por qué se reían sus dos madres. En cambio, la gata no se rio, recordando todos los «empujoncitos» que Erroll y ella se habían dado esa noche y asintió con pesadumbre. Sí, lo intentaría por última vez, pero llevaba las de perder… Lo tenía claro.

Cuando llegó el momento de la despedida al final de la mañana, Cat dudaba de cómo su cuerpo conseguía mantenerse en pie. Ellos marcharían a Southampton y ella a la capital, con su abuelo, a ganarse la vida como fuera, a malvivir, porque sin él… ¿Qué otro destino le quedaba?

Uno a uno se fueron despidiendo de la muchacha y deseándole mucha suerte en el futuro. Ayden la abrazó largamente y le susurró que no se rindiera jamás al ver que ella se emocionaba. Cat dio un hipido lastimero y se secó las lágrimas. ¡Habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo!

—No lo haré. Os lo prometo.

Leena era incapaz de contener la tristeza, con un brazo sujetaba a Cailéan a su cadera y con otro la abrazó y besó cuando llegó su turno. No entendía la actitud de Erroll y, si dejaba escapar a una mujer como Catherine por aferrarse a un recuerdo que le había hecho tanto daño, tendrían más que palabras. Lo conocía desde pequeño, ¡por Dios bendito! ¿Cómo no se daba cuenta de que la joven Cat era justo lo que él necesitaba?

Sin embargo, el destino quiso seguir jugando con ellos y Erroll se quedó rezagado, el último. Ella se aproximó a él, se empinó y le rodeó el cuello, sin importarle que los estuviesen mirando.

—Me habéis robado algo… —le dijo ella melosa.

Ante la cara de incredulidad y agravio del irlandés, la joven bajó con timidez la vista, ruborizada, quizás incluso por haber dado voz a lo que sentía por él. No obstante, y sin saber muy bien por dónde iban los derroteros, Erroll la tomó de la barbilla y le instó a que acabara de hablar. Estaba contrariado, pues él jamás le había robado nada a nadie.

El rostro de Catherine se volvió del color de la grana e intentó zafarse de su mano al ver que él no la había entendido. Erroll la cogió por el antebrazo y la alejó unos pasos del grupo. Leena estuvo a punto de intervenir, pero Ayden la sujetó.

A solas, Erroll le preguntó con severidad y cara de pocos amigos:

—¿Qué os he robado yo, si puede saberse? Aquí la única que robó mis pertenencias fuisteis vos y bien caro lo hemos pagado todos. ¿No creéis?

«Puñalada directa al corazón», pensó Cat con tristeza al saber que, después de todo lo que habían vivido entre ellos, no la había perdonado. No obstante, y sin amedrentarse, se llevó la mano del irlandés a su pecho y, envalentonada por saber que era un todo o nada, le susurró:

—El corazón… Vos me habéis robado el corazón.

Sus amigos intentaron disimular una sonrisa y no estar pendiente de la escena entre la pareja, pero hasta Cailéan parecía estar en silencio e interesado por lo que sucedía entre ellos. Ayden miró a Leena complacido de que por fin uno de los dos se hubiera atrevido a dar el paso, pero Neall no las tenía todas consigo y les dio la espalda refunfuñando. Ayden miró confundido a su hermano y le preguntó.

—¿Qué ocurre, bràthair?

—La va a rechazar.

—No seáis pájaro de mal agüero… ¿Después de lo de anoche?

—Lo conozco demasiado bien, puedo ver el terror en sus ojos de entregarse a un nuevo compromiso.

An rud a théid fad o’n t-sùil, théid e fad o’n chrìdhe 78—susurró Darren y Leena hipó antes de decir:

—¿No vamos a impedir que haga tamaña estupidez?

—¿Acaso podemos? —replicó Neall, cruzándose de brazos y bajando la cabeza.

Leena negó y se aferró a Cailéan, dejando que Ayden acurrucara a ambos entre sus brazos.

Dicho y hecho, el fantasma de Kelsey alejó la mano de Erroll del tibio cuerpo de Catherine con desdén y la joven se mordió el labio, nerviosa, con los ojos velados por la humedad de unas lágrimas que se negaba a derramar en su presencia una vez más, la última, pues también había leído en sus ojos que no era correspondida.

«Tonta, más que tonta…, él es un futuro Laird en sus tierras de Irlanda y el sobrino de un clan importante en Escocia. ¿Qué va a ver en una miserable que no tiene donde caerse muerta?». La inseguridad apaleó su maltrecho ego una vez más, mientras que Erroll se vio incapaz de contestarle, sorprendido y abrumado por su declaración de amor.

Catherine no esperó a que él la rechazara, simuló una sonrisa lo mejor que pudo e hizo una reverencia al resto. ¿Cuántas mujeres habrían caído rendidas antes a los encantos del irlandés? Cientos. ¿Cuántas le habrían dado el corazón y la vida entera? Muchas más. Sin embargo, el de él solo clamaba un nombre y no era el suyo, por mucho que lo deseara, no lo era.

Leena aguantó el sollozo con el corazón encogido, lamentándose de haberla incitado a que ella diera el paso, apenas un rato antes. Ayden frenó a su amada para que no corriera tras la muchacha en un primer intento, pero cuando Cat traspasó las caballerizas y el huerto colindante, dejó que la siguiera si así lo quería.

Los hombres entraron en la taberna. Erroll estaba serio y aturdido, incapaz de hablar, necesitado de un buen puñetazo en el estómago para que reaccionara, había dicho Darren y esta vez los hermanos Murray no tuvieron otra que darle la razón. Susan los siguió a la zaga, pero se quedó en la puerta con el pequeño Cailéan en brazos, a la espera de que volviera su madre.

El silencio en el establecimiento se podía cortar como un pedazo de queso rancio puesto a la intemperie. Neall no dijo nada. En cuanto a sentimientos se refería, nadie mejor que uno mismo para saber qué se quería y quién mandaba. Si su amigo había renunciado a ser feliz con una buena y preciosa mujer, ya se arrepentiría lo suficiente en menos de lo que cantaba un gallo.

Erroll seguía enmudecido por primera vez en su vida y a los tres eso les preocupó más. Ayden miró de reojo a su hermano, como pidiéndole que se acercara, pero Neall le respondió con otro gesto que debían dejarlo estar. El mellizo Murray asintió y se frotó las manos, pidiendo al tabernero una ronda de licor, aunque no hubiera nada que celebrar.

Mientras tanto, Leena consiguió alcanzar a la joven. En apenas un par de días había descubierto en ella alguien completamente entrañable y digna de resucitar a ese irlandés cabezota. La joven ya había puesto mucha tierra de por medio y no se esperaba que nadie la siguiera. Cuando la pelirroja la enfrentó y la cogió por los hombros, no se sorprendió de que Cat fuera un mar de lágrimas y sintió que se le rompía el corazón.

¿Qué decirle? ¿Qué le gustaría oír en su caso? ¡Nada! La abrazó con fuerza y la muchacha sollozó durante largo tiempo, mientras la Stewart le acariciaba los cortos cabellos que apenas le llegaban por los hombros.

—Venid con nosotros, Catherine, allí tendréis un trabajo honrado y quién sabe si con el tiempo…

La muchacha la miró con sus ojos de gata, tristes y enrojecidos por el llanto. Negó con la cabeza con efusividad y desvió la mirada, perdida en el recuerdo del apuesto irlandés.

—No puedo, Milady. Mi abuelo…

—Podréis traerlo a Escocia con vos, si así gustáis, o enviarle el dinero que ahorréis como venís haciendo hasta ahora.

Cat puso un mohín lastimero en los labios. Era la oportunidad de su vida. Tener un trabajo honrado, junto a personas que se preocupaban por ella, pero no podía más que rechazarlo. La cercanía de Erroll la mataría, pues sería un querer y no poder constante.

—Os lo agradezco, Milady, de corazón, pero no puedo aceptarlo.

—¿Por qué, Catherine? Erroll no es el único hombre en la faz de la tierra y vos sois hermosa y muy joven, podríais…

—Lo siento, Leena, en Escocia no se me ha perdido nada. Quizás me arrepienta todos los días el resto de mi vida, pero si voy ahora con vos y vuestro prometido, no seré capaz de olvidarlo nunca.

Y dándole un beso en la mejilla y un breve abrazo, se fue corriendo como alma que llevaba el diablo. «Que Dios os acompañe, mo chuisle, que Dios os acompañe», le susurró la pelirroja, sabiendo que jamás podría olvidar a un hombre como Erroll por mucho que quisiera.

Leena regresó a la posada y pidió a Susan que la aguardara con el niño fuera un poco más. Estaba hecha un basilisco y se dirigió a la mesa que ocupaban los hombres. Parecían estar de velatorio. Hizo a un lado a Neall sin miramientos para estar más cerca de Erroll y no se amedrentó ante el gesto de advertencia que Ayden le dedicó antes de comenzar a hablar:

—¿Cómo habéis podido dejar escapar la oportunidad de ser feliz? ¡Sé que la amáis!

Erroll la miró airado. ¿Cómo se atrevía a hablarle en público en ese tono? ¡Por muy amiga suya que fuese de toda la vida! Respiró hondo antes de contestarle, aunque le costó mantener la compostura y parecer sosegado.

—Ella se merece un hombre que la respete y la honre, no solo que la ame. Se merece que le pongan el cielo a sus pies, un futuro sin altibajos y un amor sin reservas. Yo no puedo dárselo… ¿Acaso no lo veis?

Leena se quedó boquiabierta ante la declaración. ¿La amaba y la dejaba ir? ¡Maldito fuera!

—Es cierto, lo único que veo en vos es a un desconocido y a un cobarde —sentenció ella y, con las mismas, se dirigió afuera de la taberna, cogió a su bebé en brazos y se fue, dejando a los hombres aturdidos en el interior del local, a su futuro marido el primero.

La jaula del petirrojo
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