CAPÍTULO 37
DE MAL EN PEOR
Sevilla, España, finales de octubre de 1335.
Alex tragó saliva, tenía los puños tan apretados que le dolían. No se podía creer lo que Isabel le estaba diciendo. ¿Cómo podría renunciar a ella? No podía. Sintió que el aire no le llegaba al cuerpo, que sus pulmones se negaban a respirar. Esa no era la solución, no podía serlo. Tenían que pensar con frialdad. Sí, eso harían. Ser astuto como un zorro y trazar un plan. Sin embargo, era verla y encandilarse, preso de su hechizo.
Ella miraba ausente hacia la tapia, hacia el bosque que amenazaba salvaje, sin fijar la vista en nada en particular en realidad. Le pareció ver al raposo cobrizo, pero debían ser imaginaciones suyas. Ningún animal se acercaría tanto a plena luz del día con una montaña como Mackenzie cerca.
Alex resoplaba y ella le cogió la mano para sosegarlo, para decirle con una caricia, suave y continua, que no se preocupara, que estaría todo lo bien que pudiera estar y que lo llevaría siempre en su corazón. Sin embargo, él se zafó.
—No permitiré vuestro sacrificio —replicó con vehemencia—. Hallaremos otra salida. Nos marcharemos todos a Escocia de inmediato y ese maldito castellano no podrá hacer nada por impedirlo.
Ella lo miró con ojos tristes, cada vez más verdes, cada vez más claros debido a las lágrimas. Hipó, llevándose la mano al pecho. Esa que lo había estado acariciando distraída antes. Él, sin dudarlo, la apresó, notando en el dorso de su mano los latidos acelerados del corazón de su reina, el suave contorno de sus turgentes senos… Isabel aguantó la respiración por su parte y titubeó cuando comenzó a hablar:
—Turas math dhut, mo ionmhainn83 sionnach84.
Alex sonrió, a pesar de la despedida. Había mejorado muchísimo su gaélico desde su última visita a Escocia.
—¿Querido zorro rojo? No sé qué me halaga más… —le susurró seductor al oído.
Isabel se sonrojó y contuvo las ganas de no pedirle que siguiera acariciándola con su aliento en el cuello, presa de puro éxtasis. Lo había dicho sin pensar, solo con el deseo de que tuviera buen viaje, de hacerle entender que debía irse y olvidarla, de que no podía fallarle a su familia, ni siquiera arriesgarse por ello.
El gorjeo del agua cayendo sobre el pilón amortiguaba el latido in crescendo de sus corazones. Pura magia, ella hacía pura magia y una a la que Alex no renunciaría. Así lo había decidido. No estaba dispuesto a arrepentirse toda su vida de no haber jugado hasta su última carta por ella. Se acercó a Isabel sin darle tregua a moverse. La insignificante distancia a la que estaban se estrechó, dejándole el espacio justo entre él y la pared de piedra. La joven abrió mucho los ojos sorprendida por el arrebato del escocés, pero en ningún momento intentó huir.
Alex sabía que estaba expectante, que lo estaba invitando a que siguiera en cierto modo. Sonrió, ambos lo hicieron. Lo había perdonado. El corazón del escocés no cabía en sí de gozo. No se lo pensó más. Tomó sus labios con premura, pasión y deleite, los dibujó con su lengua y luego se apartó solo un dedo, aguardando que fuera ella quien lo buscara.
Isabel se había quedado como el pececillo que boqueaba fuera del agua esperando más y apenas abrió los ojos para abalanzarse a su boca. Estaba sedienta de él. Lo deseaba. Desde aquella primera vez que sus miradas se cruzaran en Blair Atholl, no había pensamiento ni sueño que le hubiese dedicado a otro hombre. Saboreó con inocencia los labios de Alex, imitando la forma de hacerlo de él, sin saber que ese candor ingenuo le estaba volviendo loco.
—Que Dios me perdone… Os deseo —le susurró él en los labios, frente con frente.
Ella enmarcó el rostro con sus manos y comenzó a tatuarle la piel a besos. Primero, los pómulos, con sus sutiles y casi transparentes pequitas; después los párpados, seguidos de la punta de la nariz… Alex temblaba, pues jamás nadie lo había hecho sentir tan indefenso, jamás nadie le había transmitido tanta ternura. Cuando Isabel llegó a la comisura de sus labios, cogió presto su nuca y la devoró. No soportaba más la agonía de no paladear cada resquicio de su boca. Ella le gimió entre sus labios, presa, suya… No pensaba soltarla, salvo que ella se lo pidiera.
Isabel notó un cosquilleo febril en la piel. Alex no le daba tregua. Los jadeos se le escapaban junto a los gemidos sin poder contener ni un ápice de su alma. Era suya. De un momento a otro desaparecía entre sus fauces y no lamentaría nada. Olvidó sus intenciones y la despedida, olvidó su nombre y lo que sus vestiduras representaban, olvidó que tenía que ser fuerte y olvidarlo, pues prefirió que el recuerdo de ese hombre la acompañara siempre.
—Permitidme besaros… —le volvió a susurrar él, esta vez en el oído.
—¿Acaso no lo hacéis? —le dijo ella con la voz entrecortada, anhelante.
Alex la miró unos segundos y sonrió libidinoso, paseando su lengua por sus labios lentamente, relamiéndose e hipnotizándola con sus felinos movimientos. Cogió ambas manos de Isabel por las muñecas y con una sola de las suyas, después las sujetó con fuerza por encima de la cabeza de ondas tan brunas como una noche sin estrellas. ¡Estaba tan bella! No podía dejar de besarla, sabiéndola a su merced, forzando a que mantuviera la espalda quieta y pegada al muro de piedra.
Ella volvió a jadear al verse expuesta. ¿Qué le hacía? ¡Maldito fuera! Perdía el norte y la razón con un solo beso… Sus pechos apretaban la tela y sus pezones agonizaban ante el roce recio de esta, excitados. Sin soltarla, Alex caldeó con su aliento la túnica e Isabel gimió entrecortadamente, cerrando los ojos. Él sonrió y mordisqueó con suavidad el paño, humedeciéndolo, mientras con la mano libre acariciaba el perfil de la joven, bajando por su cuello y apresando el otro pezón con un pellizco. Ella sofocó un grito en su boca, que hizo que su miembro palpitara desesperado bajo el hábito. ¡Cuánto la deseaba! Y la tenía a su merced… Lo sabía, lo sentía, pues notaba su piel caliente y húmeda, sus latidos acelerados, su necesidad de ser tomada y su rendición.
La mano libre buscó el tobillo izquierdo de Isabel y lo acarició en círculos, subiendo paulatinamente por la piel sedosa de sus piernas y sus corvas. Era una pura tentación. Nunca había deseado tanto seducir a una mujer ni se había tomado tanto tiempo para ello. Tragó saliva, ansioso por descubrir sus curvas y deleitarse con ellas. Le soltó las manos y comenzó a besarle las rodillas, desnudando poco a poco las piernas de la joven.
Ella se quedó quieta, en la misma posición en la que él la había dejado, confiada. Él siguió en sentido ascendente por sus muslos hasta que llegó al vértice más íntimo de su deseo. Isabel gimió extasiada, seguía con los ojos cerrados y él aprovechó para acariciar con la yema de sus dedos otros labios, más húmedos, más tentadores.
Alex notó con el tacto de sus dedos cómo apretaba las nalgas y deseó ser la piedra donde se sentaba para no perderse ni uno de sus movimientos. Isabel fue dejando caer las manos con lentitud, pero él volvió a aprisionárselas contra la pared, sin dejar de acariciarla, sin dejar de besarla en la boca, en la mandíbula y en el cuello. Sintió cómo se aceleraba su pulso y cómo lo deseaba. La habría tomado allí mismo y en ese instante de no haber sabido que era virgen, de no haberle querido regalarle algo más especial a su futura esposa. Porque, si en algo estaba Isabel en lo cierto era que, o era de Dios, o no sería de nadie que no fuera él mientras le quedara un hálito de vida en el pecho. Se llevó los dedos a la boca y los saboreó, necesitado de los matices de su humedad, embriagado por el olor de su cuerpo, mezcla de dama de noche y deseo.
Isabel mordisqueó entre gemidos el cuello del joven, incapaz de hablar, obnubilada por la imagen de él llevándose los dedos a su boca tras haberla tocado… ¡Todo era tan excitante, tan nuevo, tan…! ¡Era tocar el cielo con los dedos, por Dios bendito! No quería pensar. Se sentía agua en sus brazos. Ahogó un grito en la suave mandíbula de Mackenzie, de textura cálida y de vello incipiente, cuando volvió a embestirla con los dedos con más ímpetu y creyó que se desmayaría de un momento a otro.
—Alex… —susurraba entre gemido y gemido, mientras él se sentía el hombre más dichoso de la faz de la tierra.
—Decidme, mo cwen.
—¿Es esto el cielo?
Él acalló las carcajadas que brotaban en el interior de su pecho. Era feliz. Nunca se había sentido más dichoso en su vida como cuando estaba con ella. Aumentó el ritmo y aceleró el pulso de la joven hasta que sintió cómo se derramaba pronunciando su nombre entre jadeos.
—Necesito besaros —le dijo y ella asintió sin saber muy bien a lo que se refería.
Alex dejó las manos libres de Isabel, que se recostó en la piedra, intentando recuperar el aliento y sin perder esa risa bobalicona en los labios de quien estaba en las nubes y no pensaba bajar en un buen rato. El escocés descubrió con mimo sus partes más íntimas al levantar con cuidado la túnica hasta la cintura. Era una diosa hecha carne, pensó.
La brisa erizó la piel de Isabel. Él acalló las protestas de la española con un ligero mordisco en el muslo que la hizo estremecer y perdurar el orgasmo, aprovechando para acometer con su lengua febril el ansiado jugo de su deseo. Estaba preparado, sabía que el cuerpo de la joven se rebelaría intentando levantarse, pero su mano izquierda descansaba con fuerza en su abdomen, impidiéndoselo. La deseó tanto que le dolía, ansiaba tanto fundirse en su piel que no oyó como, a lo lejos, alguien la llamaba.
Los jadeos de Isabel se hicieron más insistentes, casi sollozos incontrolables que arqueaban su espalda y esparcían sus cabellos como lenguas vivas y negras. Era una diosa y él solo su humilde siervo. Vestida de postulanta, tomar el cuerpo de la joven era como profanar el tesoro más sagrado del templo de Dios, pero que lo excomulgaran o mandaran arder en el infierno. ¡Dios bendito! No se arrepentiría jamás de no atravesar las puertas de San Pedro por elegirla a ella.
—¡Santa María Madre de Dios! ¿Qué estáis haciendo? —increpó la madre superiora totalmente fuera de sí.
Alex tapó con rapidez las piernas de Isabel y la joven dio tal respingo que a punto estuvo de caerse al pilón. Ambos se irguieron y pusieron la cabeza gacha ante la mirada inescrutable de la madre Magdalena, como niños pequeños que los habían cogido con las manos llenas de harina. Isabel, roja de la vergüenza, y Alex conteniendo una sonrisa nerviosa y traviesa en los labios.
—No me digáis más —comenzó a decir la monja entre paseos mirando a Isabel e ignorando a ese cartujo que no había visto en su vida y que, indudablemente, recordaría de habérselo cruzado alguna vez por el camino—. Este hombre debe ser la tentación de la que tanto me hablasteis en confesión. ¡Un monje! ¿En qué estabais pensando, niña? ¡Dejarse seducir por un hombre de Dios!
—Madre, yo…
—¡Silencio! La carne es débil, pequeña Isabel, y el demonio se viste de muchas formas para tentarnos —dijo echando una mirada al cartujo, que había recuperado su apostura y la miraba directamente a la cara el muy descarado—. La sangre hereje que corre por vuestras venas ha mancillado vuestra razón y, si no fuera por la grave situación en la que os encontráis, yo misma os laceraría la piel con el cilicio hasta que recuperarais la cordura.
Alex dio un paso al frente con los puños cerrados, pero la madre superiora lo frenó con brío, a pesar de no llegarle ni a la altura de los hombros. La mera insinuación sobre la sangre manchada de la que iba a ser su prometida lo había encendido como una chispa de pedernal en un granero. Sin embargo, la pequeña mano de Isabel lo contuvo con una caricia y lo calmó en un instante, sin quitarle la mirada a la madre superiora. Esta resopló.
—¿Qué ocurre, madre?
La monja dudó y sus ojos se ensombrecieron, húmedos. Dejó a un lado lo que había visto y se centró en lo que de verdad importaba. Ya tendría tiempo de reprenderla como se merecía si conseguían salir indemnes de lo que se vaticinaba.
—Estáis en peligro, pequeña.
Isabel y Alex bajaron la mirada para intercambiarla fugazmente. ¿De qué estaba hablando esa mujer ahora? ¿De qué amenaza hablaba?
—Los hombres del rey han apresado a vuestro padre y a Leonor cuando se disponían a salir a vuestro encuentro —dijo sin mirarla al rostro, con un evidente desagrado en su semblante—. Acababa de terminar de hablar con él y vuestra hermana se había quedado descansando al amparo de Dios en la capilla. Pero, por alguna extraña razón hecha verbo, no estabais allí.
Isabel se quedó en estado de shock y fue Alex quien tuvo que asirla por la cintura para que no se derrumbara.
—No puede ser —repetía en una letanía apenas susurrada y constante.
—¿Con qué cargos, madre?
—Con el de negarse a cumplir los deseos del rey. Don Ramiro viene con ellos.
—¿Qué deseos son esos? —preguntó Alex, negándose lo que su mente le decía a gritos.
El silencio de su amada y de la madre superiora certificó sus peores temores. No se lo pensó.
—¡Nos vamos! —exclamó cogiéndola del brazo y haciendo a un lado a la monja.
Isabel se zafó entre sollozos, rogándole que se calmara. El momento había llegado y su corazón se rompía a pedazos, pequeños y cortantes como guijarros.
—No puedo dejarles aquí… No puedo.
—Claro que sí, los soltaran en cuanto vean que habéis vuelto a huir —le imploró Alex, volviendo a asirla del brazo y de un giro echándosela a los hombros.
—¡Virgen Santísima! —comenzó a decir la madre superiora, pero en vez de recriminarle la actitud al monje, como habría esperado Isabel que hiciera, le alentó—. Apresuraos, hombre de Dios y seguid ese camino que lleva a los huertos, desde allí saldréis por un lateral a una zona muy poco transitada del convento y llegaréis al río.
La mujer acarició la mejilla de Isabel y le hizo la señal de la Santísima Cruz en la frente.
—Que Dios os bendiga, hija mía.
—Gracias, madre —respondieron la pareja al unísono.
—Y por favor, Alex, bajadme…
—Solo si me prometéis no hacer ninguna tontería.
—Os lo prometo.
El escocés la bajó con cuidado, sin soltarla y siguieron las indicaciones dadas por la monja. Escucharon gritos de hombres y órdenes, ladridos de perros, e incluso cascos de caballos al galope por los alrededores. No podían parar para ver si los seguían… ¿Qué más daba? Si podían sentir el aliento hostil de sus perseguidores en la nuca. Mas, el destino no estaba por la labor de ponerles las cosas fáciles a la pareja pues, llegando al río Guadalquivir, se encontraron con que no había ningún puente cerca, ningún carro o vía de escape con la que poder poner tierra de por medio entre sus opresores y ellos.
Alex sabía que con esos ropajes no llegarían tampoco muy lejos y que cualquier flecha podría herirles, herirla… Por primera vez en su vida, sintió pavor. Si la cogían huyendo con él, no tendrían piedad. Tenía que enfrentarse a ellos ahora que aún gozaba con una ventaja. Frenó el paso ante la expresión de horror y sorpresa de Isabel.
—¿Qué hacéis? —preguntó ella extrañada al ver que dejaba de correr.
—No puedo arriesgarme a que os maten.
—Y yo no puedo arriesgarme a perderos… —le confesó ella, dando alas a lo que ambos sentían.
Sin embargo, Alex supo que tendría que ser fuerte y no un iluso. Sus perseguidores pronto les darían alcance. Dios no estaba con ellos. No podía cumplir su sueño de desposarla, no a costa de poner en riesgo su vida. Él no conocía esa maldita ciudad, ni tampoco vías de escape, no tenían medio para alejarse... ¿Qué otra cosa le quedaba que resignarse? A su pesar, renunciaría a ella. Necesitaba poder explicarle que no había alternativa, convencerla de que ganase tiempo para poder volver a buscarla en otra ocasión, pero cómo, sin dudar de nuevo de él.
—He sido un egoísta, Isabel. Solo he pensado en mí y en cuánto os deseo. He deshonrado la confianza de la mano que me da de comer y consuelo. Os he separado de vuestra hermana y vuestro padre. ¿Creéis que, pasado un tiempo, no me lo reprocharíais? No soy nadie, ni siquiera tengo honor al que aferrarme. No voy a seguir, prefiero morir a hacerlo.
La expresión de ella le anticipó que estaba a punto de desmayarse. ¡Hasta en eso se parecían las hermanas Ayala! Mas, en el último minuto, Isabel apretó los dientes y se recompuso.
—Yo os amo, testarudo Mackenzie.
Él se llevó la mano al corazón y apretó los labios. Dio un paso hacia ella, la cogió por la cintura y la besó con tal pasión que pensó que ambos levitaban varios palmos del suelo.
—¡Soltadla malnacido o los mato aquí mismo! —gritó Don Ramiro fuera de sí al ver a su futura esposa en manos de otro.
Alex se separó muy lento de ella, amparándola con su cuerpo, y lo miró furioso cuando vio a quiénes se refería ese cerdo. Llevaba a Leonor cogida del pelo, de rodillas, con la daga arañándole la piel del cuello. El cuerpo inconsciente de Don Juan yacía bajo su pie derecho. Su señora no suplicaba, solo le pedía con los ojos que luchara hasta el final. Él no era tan valiente…
—¡Matadlo! —bramó Don Ramiro fuera de sí al ver que ese ingrato no se separaba de Isabel y sin soltar su presa.
Alex se interpuso entre Isabel y los seis soldados que acompañaban al castellano. Se apreciaba que eran lo bastante diestros por la sola disposición con las que asían sus armas. El escocés tragó saliva nervioso. Todo lo tenía en contra, no solo el número. Si consiguiera vencerlos, dudaba que le diera tiempo a llegar a Don Ramiro y salvar a Leonor. Se lamentó por haber sido tan imprudente y haberla besado, enfureciendo de paso a ese bastardo. Sin embargo, el sabor de sus labios lo acompañaría siempre, hasta al más allá. ¡Valía la pena, diablos!
Los rodearon. Alex la dejó a un lado para que no la hirieran en la reyerta entre los sollozos quedos de ella, que no dejaba de mirar a su hermana y pedirle perdón. Cuando los soldados desplegaron sus armas, Isabel se agarró al brazo de su amado asustada y Alex le susurró:
—No temáis por mí, mo cwen. Si ha llegado mi hora, moriré feliz sabiendo que me amáis.
Ella lloró y se cogió con más fuerza a su brazo. Tenía que impedirlo. No podía cargar con la muerte ni de su familia ni de Alex en su conciencia. Él se zafó, acariciando sus dedos con suavidad. Necesitaba libertad de movimiento y le pidió que aguardara dos pasos más atrás para protegerla. Sin embargo, uno de los soldados de Don Ramiro se colocó muy cerca de Isabel para evitar que huyera.
Alex sabía muy bien que no saldría vivo de allí y contuvo el aliento unos segundos, encomendándose a Dios. En cuanto lo hubo hecho, se colocó en posición para recibir a sus oponentes. Los cinco soldados dieron un paso hacia delante y cerraron el circulo. Armados hasta los dientes y con sus cotas de malla y media armadura, difícilmente había hueco donde poder asestarles un golpe letal que los diezmara. Él solo disponía de su claymore y de su bravo corazón.
La lucha comenzó encarnizada desde el principio. No esperaron a enfrentarse al escocés uno a uno. Le temían. Le habían visto entrenar en los Reales Alcázares y ninguno de esos mequetrefes estaba dispuesto a perder la vida ese día. Al cabo de un largo rato, las fuerzas de Mackenzie comenzaron a flaquear, exhausto de que no se enfrentaran uno a uno, los muy cobardes. Cometió el error de mirar a Leonor, siquiera un segundo para saber cómo estaba, y se ganó una estocada en el hombro, empapando la túnica cartuja al instante.
No le dieron cuartel. Uno tras otro fueron comiéndole terreno, hiriéndole sin gravedad y de continuo, agotando sus fuerzas. Las estocadas del escocés eran potentes y mortales. De no haber sido por las armaduras, ya no hubiese quedado ni uno vivo.
El soldado que custodiaba a Isabel la cogió por la cintura con fuerza, haciéndola gritar, cumpliendo órdenes de Don Ramiro que, cansado de que sus hombres no consiguieran doblegar a un solo hombre, no quería esperar más. El chillido de la joven desconcentró de nuevo a Alex, haciendo que, en un choque de espadas, saliera despedida la claymore por los aires.
No había llegado el arma al suelo cuando lo tenían arrodillado y con el montante afilado a punto de cortarle la garganta. Se maldijo por no haber previsto que era una situación estudiada previamente.
—¡¡¡No!!! —gritó Isabel, zafándose de su custodio y arrodillándose frente a él, llorando.
Miró a Don Ramiro y le gritó a pesar de los ruegos quedos de Alex de que no vacilara y se negara a ser su esposa pasara lo que pasara con su vida, mas ella no lo escuchó.
—Haré lo que me pidáis, pero dejadlo volver a Escocia junto a mi hermana y mi padre. Me casaré con vos y prometo seros fiel por el resto de mis días.
Don Ramiro la levantó como una pluma de al lado de su oponente y la encaró satisfecho.
—¿Prometéis olvidaros de ellos?
Ella asintió llorando.
—¡¡¡Deshaceros de él!!!
—Pero…
—¿No pensaríais que soy tan necio como para dejarlo vivo? ¡Acabad con él!
Isabel se desvaneció en brazos de ese bellaco al ver cómo ensartaban el costado de Alex y tiraban su cuerpo al río como un vulgar saco, mientras Leonor se debatía por acercarse a la orilla y darle una oportunidad a su fiel amigo o correr para separar a su hermana de ese depravado. Poco tardaría en descubrir que los astros no habían hecho más que alinearse en su contra.
Malaqa, España, mediados de noviembre de 1335.
Habían pasado semanas angustiosas antes de poder llegar a Malaqa. Estaban solos, en parte podían respirar tranquilos porque el rey no se hubiese vuelto a fijar en ellos. La lluvia los había acompañado todo el camino y era claro reflejo de su estado de ánimo. Una lluvia fina y constante, como las lágrimas de su propio corazón agonizante. Don Juan y Leonor habían tenido que huir prácticamente con lo puesto.
La partera de palacio le había aconsejado a Leonor que descansara y que no emprendiera viaje después de todo lo que habían pasado. Mas era eso o morir, bien se lo habían dejado claro los hombres de Don Ramiro. No los querían en Sevilla, por miedo a que armasen un escándalo o impidieran el inminente enlace. El pequeño Ruy iba con ellos, mustio por la pérdida de su héroe.
Cabalgaron un par de jornadas totalmente rotos, sin importarle la inclemencia del tiempo, el desastrado camino y la falta de sustento. La imagen de Isabel se les había grabado a fuego en la retina. Un ánima viviente, eso es lo que había quedado de su hermana al saber a su amado muerto, resignada a vivir con un hombre al que detestaría siempre por haberla alejado de sus seres queridos.
Leonor se atormentaba por lo ocurrido, por no haberse mostrado más cauta y haber organizado mejor el encuentro con su hermana en el convento. Sabía que alguien los había delatado, pero quién. No había sido la madre superiora, por más que creyera que era una bruja camuflada en hábitos santos, les había ayudado después de todo. Gracias a ella, no la habían recluido en un hospicio y le habían dado la oportunidad de marchar a Malaqa, para poder así regresar a Escocia después de todo lo sucedido.
Habían estado a punto de ser acusados de traición, pues varios testigos habían sido comprados por escasas monedas para afirmar que padre e hija habían llegado a renegar en público del rey por no atender a sus demandas y bendecir el enlace de Isabel con el ricohombre. Todos amigos de Don Ramiro o personas sin principios y serviles a la llamada del oro. Desde entonces, su padre no había levantado cabeza y había guardado silencio. Don Juan le decía que no perdiera la esperanza, que cada nuevo día era un regalo y que deberían verlo como tal. Ella lo miraba como si le hubiese salido un forúnculo en la frente.
—¿Acaso no visteis cómo se llevó su cuerpo el río? ¿Acaso podré olvidar el grito desgarrado de Isabel al saberlo muerto?
Leonor se llevó la mano al pecho en busca de un poco de sosiego. Se sentía mal e hicieron un alto en el camino, pero no solo era tristeza, impotencia y ganas de asesinar a ese bastardo castellano con sus propias manos, era un malestar físico que crecía en su interior como el bebé que acunaba en sus entrañas. Temió no poder darle la oportunidad de la vida a su retoño, a la carne de su carne, a Neall… No, no podía pensar en eso, pero… ¡se sentía tan débil!
Se sentó para recuperar el resuello y se llevó las manos al rostro. Abrumada, oteó el horizonte necesitada de su halcón. ¿Cómo se tomaría el no encontrarla en Ayrshire cuando regresaran de rescata a Leena? ¿Y el haber perdido a Alex, al que sabía había llegado a querer como a un hermano?
—¿Leonor?
La voz del escocés hizo que diera un brinco en el asiento. ¿Era posible? Se giró y a punto estuvo de desmayarse de la impresión de verlo. Sucio, demacrado y como un mendigo, pero vivo.
—¿Cómo…? —fue a preguntar, incapaz de pronunciar nada más, pues la emoción de volver a verlo con vida la había dejado sin palabras.
—La madre superiora me acogió en el convento. No me preguntéis cómo conseguí salir de ese río o por quién fui ayudado, ni yo mismo lo sé. Por lo visto me he llevado largo tiempo más muerto que vivo…
Leonor se tiró en sus brazos y a punto estuvo de caerlo de espaldas. ¡Estaba vivo! ¡Alex estaba vivo! El duro golpe recibido de tener que dejar a Isabel en manos de ese indeseable y la muerte de su amigo los había devastado. Ella había sufrido contracciones continuas y constantes, pesadillas que le alteraban el sueño y no la dejaban descansar más que en las siestas. Encima habían tenido que marchar de Sevilla por miedo a que Don Ramiro cumpliese su amenaza de hacerle algo a Isabel si se demoraban lo más mínimo. ¡Maldito bastardo! Si no la quería, ¿para qué demonios quería casarse con ella? ¿Por rivalidad con Alonso?
—¿Acaso hay una beldad mayor en este reino?
Esas habían sido las palabras de Mackenzie, las que se le habían grabado a fuego en la memoria. No, no había mujer casadera más bonita y dulce que «su» Isabel, pensó Leonor. ¡Maldita había sido su suerte nacer tan bella!
Pasados unos días, aún le tocaba el brazo de vez en cuando para cerciorarse de que su amigo estaba vivo, que no habían podido acabar con su vida, al menos la física. Estaba desolada y Alex no estaba mucho mejor que ella. Añoraban a Isabel. El escocés estaba resignado a vivir vacío, según sus propias palabras, y eso le rompía el corazón.
El mal tiempo o el destino quiso darles una tregua, o eso pensaron cuando, estando los tres en la plaza del mercado eligiendo una pieza de pescado en salazón para el almuerzo de ese día, un crío vino con Ruy diciendo que unas personas que hablaban raro los buscaban.
Leonor miró a Alex y se llevó la mano al vientre.
—¡Son ellos! ¡Es Neall! Lo sé.
Alex Mackenzie siguió a los niños para ir al encuentro de los escoceses que, por lo que le habían dicho, no podían estar a más de dos millas de distancia.
¡El gran día había llegado! ¡Por fin!, exclamó para sí Leonor mientras se acariciaba con alegría el pesado vientre. ¿Cómo no había presentido que Neall estaba tan cerca? ¿Acaso era un regalo del cielo? ¿Qué nuevas traerían de Leena y los pequeños? ¡Eran tantas las preguntas y tanta la necesidad de respuestas! Sus oraciones parecían haber sido escuchadas. Cuando más lo necesitaba, su halcón aparecía sobrevolando el cielo.
Sabía que la llegada de su esposo y de Sir Lockhart sería el bálsamo que sanaría sus destrozados nervios y aliviaría la pesada carga de dejar todo atrás y regresar a Escocia sin Isabel. Aún no podía creerse la buena nueva…
El comentario del pequeño de que hablaban raro le había hecho sonreír. Habían hablado de tres… ¿Quién sería la tercera persona que los acompañaba? Porque dedujo que venía acompañado de Sir Lockhart, pues el castellano de Neall era tan poco fluido que dudaba pudiera arreglárselas sin intérprete y mucho menos cruzar medio país solo. ¿Vendría Elsbeth también con ellos? Se tensó instintivamente recordando sus duras y últimas palabras, lo que le había hecho sufrir su actitud celosa y desconsiderada en Ayrshire. Quizás con la venida al mundo de su primogénito, las aguas se calmasen, aunque no las tenía todas consigo. No obstante, estaba dispuesta a hacer las paces con ella por la felicidad de Neall.
La verdad era que no podía sentirse más dichosa. ¡Eran tantas las preguntas que quería hacerle a su amado esposo, tantos los besos que le quería dar…! Se tocó la oronda barriga de nuevo y se preguntó si la reconocería o la confundiría con un tonel. Sonrió. Solo de pensar en su viril torso desnudo y se encendía por dentro. El embarazo no había hecho más que aumentar con creces su deseo. ¿Cuánto más tendrían que esperar? Lo deseaba tanto que le dolía su ausencia hasta en el pensamiento.
El nacimiento de su vástago estaba próximo. Lo presentía y tendría la dicha de compartirlo con él. No había nada ni nadie que pudiese perturbar su felicidad.
Eligió la pieza más grande de pescado en salazón del puesto, mientras su padre, Don Juan de Ayala, le decía que no debería de comerlo en su estado porque recordaba cómo a su esposa se le hinchaban los pies.
—¡Vamos, padre! Bien sabéis que cada embarazo es distinto y eso normalmente ocurre en verano… Además, prometo desalarlo lo suficiente como para que os quedéis tranquilo —le dijo dándole un sonoro beso.
Don Juan se sonrojó ante la muestra de cariño. No terminaba de acostumbrarse a las continuas atenciones de su primogénita, pero últimamente estaba preocupado. Leonor no tenía buen color y así se lo hizo saber.
—Desde que vinimos de Sevilla, no habéis descansado. Me preocupan esas ojeras y esa falta de color que os acompaña siempre…
Sin embargo, ella le quitó importancia y cogió la mano de su padre, llevándosela al vientre. Hacía días que notaba unos extraños calambres que le atravesaba el vientre y había expulsado una mucosidad extraña y sanguinolenta. Era cierto, no se encontraba bien, pero no era de alarmar a nadie. Tampoco tenía a nadie a quién preguntar y había echado de menos a su madre y a su yaya más que nunca. Sin embargo, la expresión de su padre, primero de contrariedad, tornó a absoluta alegría cuando sintió la patada del que iba a ser su futuro nieto.
—¿No os duele? —le preguntó maravillado.
—¿Le dolía a madre?
—No, claro que no…, pero me parece tan milagroso que seáis capaces de gestar una vida en vuestro interior. Gracias, hija… Yo…
—Lamento habérosla recordado.
—No, no, mi vida. Todo lo contrario. El futuro nacimiento de este nieto hace que ese día no fuera en vano y que haga las paces con Dios. Pero, de verdad, mi niña, habéis perdido el color del semblante. ¿Os encontráis bien?
Leonor resopló.
—La verdad es que patalea como un caballo, debe presentir que se acerca su padre…
Ambos rieron.
—Será vuestra razón para vivir, mi pequeña.
Leonor abrazó a Don Juan y, en ese momento, el buen hombre se giró. No pudieron ver cómo la sombra acechante se cernía sobre ellos tiñéndolo todo de muerte y sangre. No pudieron prever que esas serían las últimas palabras que compartirían, que el sueño de ver crecer a ese vástago moriría con ellos. La joven notó cómo de repente su padre se ponía tenso y se separó lo justo para ver su expresión de dolor. Don Juan se llevó la mano a la espalda, boquiabierto, con los ojos en blanco.
—Lo siento, hija.
—Padre, ¿qué…?
No pudo frenar la caída del cuerpo yerto de su padre sobre ella, haciéndola caer sobre el puesto de pescados y tirando con ellos todo lo que se encontraba en su camino. Leonor sintió cómo alguien se abalanzaba sobre ella y justo después un dolor fino cercano al costado. ¡Maldito destino que en un segundo arrasaba con todo lo que más quería!
Observó horrorizada a su padre, sin poder creerse lo que estaba ocurriendo. Intentó hacer tapón en la herida abierta para que no se desangrara, aunque bien sabía que su alma ya estaba con el Altísimo. Lloró mientras lo veía morir en sus brazos, acunándolo. Su garganta se negaba a gritar y pedir auxilio. El engendro se echó hacia atrás y se arrebujó en su capa, riendo como una hiena, mientras no dejaba de murmurar.
—Hijo por hijo, maldita mora. Hijo por hijo.
Leonor tocó entre sus costillas y supo que pronto se reuniría con su padre. «No, no… mo seabhagh. Mo ghrà, perdonadme, os he fallado». Sus pensamientos volaron con el amor de su vida. ¿Sería alguna vez capaz de perdonarla por haber puesto en riesgo la vida de su hijo? Estaba en la villa, a apenas dos calles. No podía ser cierto. ¿Por qué, Dios? ¿Por qué me arrebatáis la vida ahora? Dejadme al menos vivir lo suficiente para que mi niño nazca, rogó.
Descubrió la cara del engendro que se les había echado encima por primera vez. Supo que era la sombra que tantas veces le había descrito su hermana y, con solo mirarla a los ojos, vio el odio de una madre consumida por él.
La arpía solo reía y reía, totalmente desquiciada, mientras Leonor intentaba apartar el cuerpo de su padre, entre sollozos, con el corazón totalmente destrozado. «¿La madre de Gonzalo? No puede ser. No…». Lloró. «¡Maldito destino que siempre se cobra su parte cuando menos se lo espera uno!», exclamó para sí perdiendo los nervios, pues acababan de arrebatarle un pedazo de su alma a sangre fría, a su padre, a su querido padre y no solo eso.
Cada vez le costaba más respirar, presa de la angustia por saberse herida, quizás de muerte. «¿Por qué, Dios, por qué ahora? ¿Qué culpa tiene mi niña? Ella es inocente. ¡Salvadla, os lo suplico!», imploró como último deseo por segunda vez.
Leonor, aturdida y aterrada por lo inesperado del ataque, era incapaz de pensar en otra cosa que en su vástago. Estaba sola, en el suelo y con su padre en el regazo. Sola. Se moriría sin dar a luz a su hija, sin ver el rostro de Neall. No, se negó a sí mismo, aguantaría. Su vestido estaba manchado de la sangre de su padre, de la suya…, mejor no pensarlo.
Los gritos de sus propios vecinos y del tendero debieron alertar a más gente, porque la plaza pronto se convirtió en un hervidero de caras preocupadas comentando lo que había pasado. Unos hombres quitaron el cuerpo sin vida de Don Juan con rapidez, persignándose y rezando. Miraban a Leonor con disgusto, quizás recordando de repente lo que había pasado tiempo atrás en esa casa.
De repente, un rayo de luz, un soplo de vida entre tanta muerte, pues Leonor escuchó los gritos de Alex, de Symon y de Neall, de «su» Neall… Suplicó tener el tiempo suficiente para despedirse de ellos. Mas sus ojos se cerraban sin poder llegar a verlo, ¡estaba tan cansada! No sintió cuándo su halcón la cogió en brazos, ni cuándo la llevaron a su casa, tampoco cuándo la partera introdujo la mano en su cuerpo para saber si el pequeño se encontraba bien.
Sir Lockhart se quedó en la plaza con el cuerpo sin vida del buen Don Juan, reclamando justicia a gritos y la guardia llegó, como siempre, tarde. La arpía no se había movido de su sitio, esa nefasta sombra que se les había aparecido en sueños y llegado antes que ellos. No le importó que la apresaran. El caballero escocés contuvo las lágrimas y rogó a Dios, mientras el cuerpo de su buen amigo se enfriaba en sus brazos.
Mientras tanto, en casa de los Ayala, la partera junto a Malen intentaban sin éxito salvar la vida de ambas. La mujer miraba asustada a la escocesa y se persignaba entre rezos, mientras le señalaba temblorosa con el dedo lo que la otra podía hacer. Malen lloraba en silencio y evitaba mirar a Neall.
Despertaron a Leonor como pudieron entre sollozos contenidos para que las ayudara con la labor del parto, en un intento de evitar abrirla en canal y acelerar así su muerte. La española abrió los ojos, aferrándose unos instantes más a la vida, y las consoló al verlas tan tristes. Cogió la mano de su amado Neall, que no se separaba de ella y les dijo que no se preocuparan por ella, pues tenía su destino escrito en las estrellas y que hicieran todo lo posible porque Ashlyne viviera.
Neall la miró desconcertado, roto por el dolor. Él la quería a ella, no a ese crío que pedía una oportunidad a costa de su madre. Él lo veía así y se aferró a sus manos, entre lágrimas. ¡Cuánto entendía en ese momento la elección de su hermano, cuánto lo entendía…! Malen repitió el nombre de la niña para cumplir la última voluntad de la madre.
Ambas mujeres intentaron sacar a Neall de la habitación en el momento del alumbramiento, duro como el que más, pues una vida nacía y se apagaba otra, mas ni siquiera Alex habría podido disuadirlo. Con las manos manchadas de su sangre, supo que había llegado tarde. El joven le besó la frente sudorosa a su esposa y no prestó atención al vástago que nacía de las entrañas de su aingeal.
—No me dejéis, mo ghrà. No podré vivir sin vos.
Leonor sonrió levemente ante sus palabras. ¡Cuánto lo quería! ¡Que Dios se apiadara de sus almas! El fin se acercaba fulminante y la necesidad de despedirse le hizo recurrir a su último aliento:
—Tendréis que hacerlo, mo seabhag —le rogó Leonor con una templanza impropia ante alguien con tantas ganas de aferrarse a la vida—, por ella, por nuestra Ashlyne. Sed feliz y cuidadla, mo ghrà, prometédmelo.
Neall la besó en los labios, llevándose su último aliento.
—Yo...
Leonor se fue sin su promesa, con su vida y con su alma. Se fue y los sueños del halcón también se fueron con ella. Pasaron horas antes de que Neall levantara la cabeza de su regazo, de que dejara de besar y llorar sobre sus manos, cada vez más frías.
—Rachainn leat gu cùl na
cruinne… air bhàrr neòil seòladh85
—le dijo rememorando la vez que la vio saltar en las Bullers de
Buchan y deseó ir tras ella, volar tras ella, por
siempre.