CAPÍTULO 03
LA PROPUESTA
Castle Rock, Edinburgh, finales de agosto de 1334.
Sir Kenion Strathbogie abordó el tema sin preámbulos a los soldados que se habían acercado al saber que un conde escocés preguntaba por uno de ellos. La curiosidad y los agasajos, en forma de fuerte cuirm y ricas viandas, que había traído consigo el conde, ablandaron la lengua de más de uno. Cuando el escaso público que rodeaba al conde de Atholl estaba más elocuente y vivaracho, ausentándose incluso de sus obligaciones de guardia, fue el momento idóneo para preguntar a los presentes si alguno sabía el paradero de Lady Leena Stewart.
Los soldados se inquietaron y se miraron los unos a los otros, en silencio. No hacía falta que dijeran mucho más, por sus miradas cómplices sabía que todos conocían a quién se refería. Uno de ellos describió con sus manos el cuerpo sinuoso de la joven y se tocó su propio cabello rojizo. El otro debió caer en la cuenta de quién le hablaba y asintió entre risas, aunque al cruzar la mirada con el conde, cerró la boca a cal y canto. El silencio podía hablar a veces más que un bardo. Se leía la curiosidad en sus miradas por saber a qué venía el interés del conde por conocer el paradero de la muchacha.
—A esa zorra le tengo ganas… —alcanzó a decir Sir Strathbogie tan convincente que los hombres le mostraron sus negras sonrisas con lujuria, mientras se recolocaban el uniforme para no hacer más evidente lo empalmados que estaban de solo escuchar el nombre de semejante hembra.
¡Malditos necios!, exclamó para sí el malnacido. ¡Ni en mil vidas tomarían entre sus piernas a una mujer como ella…! Sir Kenion Strathbogie le tenía una profunda simpatía a la joven Stewart, algo extraño en él, que no quería a nadie. En su día, ella había mandado a paseo su compromiso con el pelele de Neall Murray y tal humillación pública era más gratificante que cualquier recompensa de títulos y riquezas que pudiera obsequiarle Eduardo Balliol. Lo que había disfrutado esos días no tenía nombre, sobre todo cuando a la semana siguiente, durante la partida de caza del jabalí, el estirado de Sir Alastair Murray había sido arrastrado hasta la muerte por el caballo. Se lo tenía bien merecido, él y todos los varones que había engendrado, por haberles hecho siempre sombra ante su padre, por haberle robado el cariño desde pequeño.
No pudo contener la risa al recordarlo y los soldados ingleses dieron unos pasos atrás, temerosos de que se volviera loco y la emprendiera a golpes con ellos. Tal era su fama sanguinaria que los muy necios se quedaron como ratoncillos encogidos esperando que les diera el zarpazo. Sin embargo, Kenion seguía con la mirada distante y respiraron tranquilos unos segundos, mientras veían la maldad apoderarse del rostro del conde de Atholl. Un velo de oscuridad que habría hecho temblar hasta al alma más valiente.
El recuerdo de cómo se desarrolló el duelo con Sir James Stewart, hermano de Leena y Darren, le trajo en cambio un profundo sinsabor al malnacido escocés. Si realmente se hubiera parado a pensarlo, era la única muerte que le pesaba en el alma y podría decirse que incontables era el número más acertado para definir cuántas había sesgado en su vida. Sir James había conquistado el corazón de su adorada Elsbeth con su porte de educado caballero, buena planta y brillante porvenir, algo mayor que ella y con ese halo de madurez que lo hacía irresistible ante las féminas. ¡La enamoró! ¡A su adorada Elsbeth, al amor de su vida desde pequeño…!
Kenion lo había odiado desde lo más profundo de su ser desde que se percató de cómo ella lo miraba. Él era más joven, más inexperto… y el maldito primogénito de los Stewart le hacía sentir un imberbe aficionado a las armas. A su lado, se sentía completamente eclipsado y cuando, tras un breve viaje a las tierras de su abuelo materno, regresó y supo del compromiso de la pareja no dudó en querer retarlo. No obstante, muchas fueron las veces que el entrometido de Neall Murray medió para que la sangre no llegara al río. «Estúpido», pensó mientras recordaba los intentos fallidos de ese mequetrefe por hacerlo entrar en razón. Otro que lo hacía sentir escoria con su sola presencia…
Cegado por los celos, finalmente Kenion consiguió el duelo que quería, mas cuando Sir James lo venció limpiamente, el joven Strathbogie no soportó que lo dejase vivo y ver mancillado por siempre su honor. Terminó con el hermano de Leena como la alimaña que creía que era, con todo el odio que tenía dirigido a Elsbeth por haberlo apartado de su vida como a un don nadie. Llegó a creer que la joven lo tenía embrujado y que Sir James no era más que otra víctima de sus sortilegios. Solo se vanaglorió del dolor que le hizo sentir a Neall con ello, pero que Dios se apiadara de su alma, habría preferido matarla a ella mil veces. Para colmo y en vez de correr a sus brazos por ser el vencedor, Elsbeth había adoptado el papel de viuda doliente desde entonces y se había mostrado distante y fría como un témpano de hielo con él. «Bruja…», musitó, apretando los puños con fuerzas hasta que sintió que la sangre dejó de fluirle por los dedos.
Su cara mostró el triunfo de quien llevaba gran ventaja en la partida que tenían entre manos y sonrió por el daño causado, aunque tan pronto como le vino la felicidad se esfumó al recordar que jamás volvería a gozar de su cuerpo tembloroso, ardiente y suplicante. «Elsbeth…».
Los hombres lo observaban extrañados entretanto, comprendiendo que la pelirroja era una cuenta pendiente que tenía ese traidor escocés. Frente a él, no había quien no lo mirase con respeto y pavor, pues tales eran las historias que se contaban de él que hasta el demonio se avergonzaría a su lado, pero de espaldas era otro cantar, bailando y riéndose sobre su sombra, pidiendo que muy pronto ese malnacido escocés estuviera bajo tierra como tantos otros.
Paladearon las últimas gotas de cuirm de sus copas y esperaron que dejara esa expresión de loco para poder hablar. ¿Qué se traería entre manos con semejante mujer? Si pensaba que podría competir por su mano con el mismísimo conde de Cornualles andaba listo, pues Eduardo III de Inglaterra siempre estaría a favor de la unión de la pelirroja con su hermano antes que desposarla con un noble escocés.
Mientras tanto, en la sala de Audiencias del castillo, Leena esperaba a que Eduardo III de Inglaterra le dijera de una vez a qué se debía tal ultraje, por qué había sido prendida y capturada como a una vulgar ladrona, despojada de sus ropas y recluida en las cocinas, de las que solo había salido para servir las mesas de los barracones. Odiaba el olor a comida que se le impregnaba en el pelo y el brillo grasiento que empezaba a tomar su piel. Odiaba las miradas obscenas que le dedicaban los soldados, los tortazos en el trasero y algún que otro magreo, parado a tiempo por los oficiales a punta de espada y que le habían regalado esos cerdos sin escrúpulos. Odiaba, sobre todas las calamidades y humillaciones que había tenido que pasar cada uno de los treinta y cuatro días que llevaba presa en el Castle Rock y no saber si su hermano había conseguido salvar la vida después de todo.
Eduardo Plantagenet dio las últimas órdenes pertinentes para que ajustasen las nuevas cuentas a su tesorero y los términos del contrato a su escriba. Los hombres se despidieron con una grandilocuente genuflexión y aseguraron que esperarían fuera hasta nueva orden. Eduardo III asintió y pareció no percatarse de la presencia de Leena hasta pasado un rato, a pesar de encontrarse en el centro de la estancia, quieta como una estatua, a la espera de saber su suerte.
El día había llegado, tantos y tantos días demorados con fútiles excusas para no recibirla en Audiencia y, cuando por fin llegaba tan ansiado momento, se sentía como una hoja en otoño ante la tempestad que la haría caer el suelo para siempre. Las manos de la joven se enlazaron nerviosas por los dedos índices, en un intento de contener el temblor. Cuando fijó por fin la vista en ella, el rey repasó la figura de la joven con placer y de arriba abajo, recordando lo hermosa que estaba el día que la capturaron, salvo por esas dichosas telas a cuadros que tanto gustaban en el norte y que él odiaba con todas sus fuerzas. Sonrió y Leena dio un pequeño paso atrás instintivamente.
La joven iba ataviada con un humilde camisón de lino y un faldón oscuro que le llegaba hasta los pies. Un pequeño delantal evitaba que sus pezones mostraran el frío que pasaba con las raídas ropas, aunque dejaban ver un entre perfil de lo más sugerente. El pelo lo llevaba recogido con un moño bajo y, a pesar de no llevar ningún adorno que realzara su hermosura, podría competir con su propia esposa Filipa en belleza.
Eduardo volvió a sonreír complacido, sabía que había acertado en la elección de buscarle una esposa a su hermano. Hermosa como la que más, superviviente y heredera de un clan justo en el corazón de Stirling. ¿Qué mejor partido podía hallar para su querido hermano? De seguro, ese mes en las cocinas y sirviendo a soldados y borrachos le haría apreciar la oferta con otros ojos más humildes y otro temple menos soberbio.
—Su Alteza, espero que haya encontrado a los malhechores que con tanto ahínco buscabais y hayáis eliminado de mi familia las sospechas infundadas de traición a la corona escocesa. Es mi deseo tener una audiencia con Eduardo Balliol, como súbdita suya que soy.
Leena observó cómo sus palabras caían en saco roto y el monarca inglés le regalaba una sonrisa torcida, a la vez que se acercaba a ella con paso seguro. A menos de un palmo, la miró a los ojos y le tomó la barbilla con la mano derecha, colocándole el rostro de uno y otro perfil. Sin mediar palabra, le quitó de la mejilla izquierda un poco de tizne y Leena se sorprendió de la delicadeza del tacto de su mano. Lo recordaba tosco y despiadado de su primer encuentro y este cambio de humor se le antojaba que era peor de lo que cabía suponer. ¿No estaría pensando que ella… y él…?
—No temáis de mí —le dijo—. No soy yo quien ha puesto en el punto de mira a vuestra familia, sino ese al que llamáis vuestro rey.
Leena abrió mucho los ojos sorprendida por la confidencia. A la luz, los ojos de la muchacha se veían ambarinos, rozando un amarillo oscuro que le daba un aire de otro mundo, mientras sus cabellos brillaban como lenguas de fuego rojo que, a conjunto con sus labios, humedecidos con timidez hacía solo un instante, parecían estar gritándole un «poseedme».
Esta mujer podría volver loco a cualquier hombre sin pretenderlo, pensó Eduardo III de Inglaterra, inhalando aire hasta que no hubo un hueco vacío en su cuerpo y con las mismas exhalándolo lentamente, haciendo todo lo posible por contener las manos alejadas de esa camisa raída y de sus firmes senos. Incapaz de pensar con coherencia, se olvidó del destino inmediato de Leena, de su esposa y de la mismísima Inglaterra, quitándole de un movimiento rápido el par de horquillas que sujetaba el moño y haciendo que la melena de la muchacha cayera en una cascada incendiaria sobre la espalda.
Lord Eltham entró en la estancia sin previo aviso y su hermano se irguió como el niño que era cazado in fraganti en la despensa junto al bote de melaza. John se acercó al centro del aposento lentamente, sin saber muy bien cómo interpretar la escena de intimidad que le revelaban sus ojos. El rey alejó los dedos de los mechones de cabello de la escocesa con resignación y un pequeño suspiro, mientras retrocedía un paso hacia atrás y se acercaba para recibir a su hermano con un abrazo.
Leena se giró levemente y parpadeó, como si hubiera estado sumida en un hechizo y sin saber muy bien qué había pasado. Se sentía extraña, como desnuda ante esos desconocidos, y cruzó los brazos sobre el pecho, en un acto reflejo de taparse. No reconoció al joven que acababa de entrar, aunque la familiaridad que había entre ambos y cierto parecido físico le dio la clave para deducir que era el archiconocido Lord John de Eltham.
—¿Se lo habéis dicho? —le preguntó entre susurros el conde de Cornualles a su hermano, pero lo suficientemente alto como para hacer partícipe a la joven de lo que estaban hablando.
—Aún no… yo…
John miró a los ojos a su hermano. Era la primera vez que el rey de Inglaterra se quedaba sin palabras y entendió el por qué al situarse ante su futura prometida. Leena Stewart era una especie de cervatillo asustado con el corazón de un león, lo mismo parecía estar a punto de salir huyendo que ser capaz de abrirte en canal con una de sus garras.
El magnetismo de la mujer era arrollador y hasta el mismo conde de Cornualles dudó de si sería capaz de quitarle los ojos de encima. Cuando su hermano le dijo que se casaría con una escocesa, el caballero inglés había puesto el grito en el cielo y se había negado con rotundidad al principio. «¡Oh, vamos! No me podéis hacer esto, Eduardo. Las escocesas son poco femeninas y mandonas, ¿acaso queréis tener sobrinos llenos de pecas y con el pelo rojo?», recordó que le había dicho a su hermano y rey, mofándose de la imagen estereotipada que tenían de los escoceses. Y, ahora, ahí estaba él, frente a una diosa de cabellos rojos y ojos del color del ámbar, la más grácil y hermosa criatura que jamás había visto.
—Mi señora… —comenzó a decirle, tomando las manos de Leena entre las suyas.
Ella lo miró a los ojos y John de Eltham palideció. ¡Diablos! Podría vender su alma sin dudarlo por besar sus labios rojos como grosellas en ese instante. Tan embelesado estaba en ella que no prestó atención a que su hermano daba la autorización para que entrara en la estancia su escriba personal seguido de Eduardo Balliol. Los hombres intercambiaron unas breves palabras, mientras Leena recuperaba la libertad de sus manos y volvía a abrazarse con una creciente desazón por dentro. La muchacha sentía que el suelo comenzaba a ceder bajo sus pies y se tambaleó ligeramente, buscando el equilibrio al apoyarse en una silla.
Eduardo Balliol se acercó a la pareja con una expresión desconcertante en el rostro, mezcla de alivio y frustración, y presentó sus respetos a John de Eltham con una leve inclinación de cabeza, mientras se dirigía a Leena con un tono glacial:
—Mo baintighearna, ¿estáis bien? No tenéis buen color… —le dijo, apartándola un poco de John y acercándola a la ventana en busca de aire fresco.
La verdad era que Leena no se sentía nada bien, a pesar de estar la estancia caldeada por la chimenea, temblaba y sentía el estómago revuelto hasta el punto de querer vomitar. Se llevó las manos a la boca y salió corriendo hacia la puerta ante el desconcierto de los cuatro hombres que, seguros de que no podría escaparse, se limitaron a ver qué sucedía como meros espectadores. John fue el único que tuvo intención de ver qué le ocurría, pero Eduardo Balliol lo frenó en seco por el brazo y le masculló mientras se adelantaba:
—Si se entera de que su hermano está vivo en Ayrshire, o de que no hemos dado caza a todos los Murray, jamás se casará con vos. Sed cauto y dejádmelo a mí.
El rey de Escocia salió de la estancia tras los pasos de la joven. Se encontró al soldado de la puerta, estirado como la lanza que portaba en su mano derecha, pero haciendo visajes extraños con los ojos en dirección a donde ella estaba. Descubrió a la muchacha al fondo del pasillo, vaciando el contenido de su estómago en un extraño macetero de piedra y se inquietó. Eduardo Balliol arrugó la nariz, asqueado, bien podía habérselo indicado con un simple gesto de la mano y dejarse de tonterías. Suspiró y se acercó a la muchacha.
—¿Os encontráis bien? —le preguntó mientras le ofrecía un pañuelo de encaje para secarse.
Leena asintió ruborizada y se incorporó poco a poco, aún le temblaban las piernas y un sudor frío le perlaba la piel, pero se encontraba mucho mejor.
—El porridge hecho por una cocinera francesa puede resultar un arma letal a tener en cuenta…
Eduardo Balliol la miró serio, pero poco a poco su cara fue dibujando una expresión divertida, hasta que comenzó a reírse en sonoras carcajadas que hicieron que el resto de los hombres que los esperaban en la estancia salieran al pasillo y los mirara sin perder detalle. El rey inglés se acercó y le tendió la mano a la pelirroja, sin perder la ocasión de susurrarle al oído:
—Tenéis toda la razón, Milady. Ese porridge es obra de un demonio…
Leena sonrió levemente, sabiendo que su destino no estaba en sus manos por más que lo retrasara y deseando que las malas noticias que iban a darle no tuvieran nada que ver con su hermano y su prometido. Sin embargo, la suerte debía de estar en remotos lugares más soleados que esa lúgubre mañana en Edinburgh, porque la joven necesitó sentarse en una silla para no desmayarse al enterarse de que todos sus peores temores se habían cumplido. Su hermano muerto, los Murray, uno muerto y el otro en prisión… No quiso saber más, no podía soportarlo, se asfixiaba… la sola idea de saber cuál de ellos había sobrevivido, aún estando encarcelado, le destrozaba el corazón. ¿Sería Ayden? Que Dios la perdonara, pero deseó con todos los poros de su piel que así fuera, porque de la cárcel se salía con un indulto pero de bajo tierra, no.
—Como única heredera del clan Stewart…
A Leena la cabeza le daba vueltas y sentía que iba a desmayarse en cuestión de segundos, agradeció no llevar el corpiño, aunque seguía sin sentir cómo el aire le entraba en el cuerpo. Miró a Balliol con los ojos nublados por las lágrimas, sabía que se dirigía a ella, pero no entendía qué le decía. Sintió que alguien la cogía de la mano con delicadeza y le acariciaba el dorso con el pulgar. Ella solo quería despertarse de este maldito sueño, incluso volver a las cocinas, servir mesas y seguir en la más pura ignorancia.
¿Qué esperaban de ella esos hombres? Seguía sin entender lo que le decía con exactitud el rey, pues su mente se había bloqueado al saber la suerte de sus seres queridos. Algo de una boda, del rey de Inglaterra y de que no tenía otra alternativa si no quería acabar sus días en cualquier prisión inglesa. A medida que se lo repetían, el tono era menos dulce e imperaba una necesidad de hacerle entender que no tenía más opción.
Leena intentó prestar atención y cerró los ojos por un momento, llenando sus pulmones de aire. Solo pensar en pronunciar sus votos a otra persona que no fuera Ayden… «Todos muertos…», se repitió. Sollozó, con los ojos aún cerrados, deseando tener una daga escondida y la fuerza de Leonor para acabar con su vida en ese instante. Pero no, ella no podía hacer eso, aunque lo deseara, no cuando en su interior crecía el fruto de la unión con su amado.
Lord Eltham pidió a los presentes que los dejaran a solas. Su hermano, el rey de Inglaterra, protestó, pues no estaba dispuesto a perder la oportunidad de tener Doune y los alrededores de Stirling bajo la corona inglesa por los llantos de una muchacha, por muy bonita que fuera. Quería esa alianza o Leena se pudriría en Guildford, así lo había decidido. John conocía bien a su hermano y asintió. Eduardo Plantagenet cedió entonces a dejarlos a solas, aunque tardó en abandonar la habitación. Balliol y el escriba lo esperaban en el pasillo con la cabeza gacha, esperando pacientemente a que el rey de Inglaterra quisiera retirarse a sus aposentos y abandonara ese ala del castillo para poder seguir departiendo qué hacer con los vulgos resistentes a la avanzadilla inglesa.
Entretanto, John tomó la otra mano de Leena entre las suyas de nuevo mientras se sentaba a su lado. Poco a poco, la respiración de la joven se fue normalizando y el conde de Cornualles esperó a que se hubiera sosegado del todo para comenzar a hablar.
—¿Tan humillante os parece la propuesta, Milady?
Leena lo miró con sorpresa, como si acabara de aparecer ante sus ojos por arte de magia y se enjugó las lágrimas, mientras mostraba un mohín lastimero en los labios. John estuvo tentado a besarla. ¿Era real? Sus ojos parecían dos soles en un cielo de lluvia y sus labios… Se preguntó si sabrían dulces, como sospechaba, y si serían tan jugosos como una fruta madura recién cogida del árbol. Apartó la mirada de ella o no lograría más que nublar el juicio y desear poseerla allí mismo. Ella parecía tener algunos años más que él, pero… ¿a quién diablos le importaba?
—No sois vos, Milord… —susurró con un suspiro, dejando su mirada perdida en la ventana.
Leena estaba triste, muy triste, la congoja le impedía hablar y decirle a su acompañante lo que clamaba a gritos su corazón. Estaba destrozada. En poco más de un mes, el destino le había sesgado la vida como si fuese una espiga de trigo llegado el final del estío. No fue capaz de ver las intenciones del joven caballero, sumida en su profundo desconsuelo.
Ajeno a esos desvelos y cautivo por su hermosura, Lord Eltham buscó los labios de la joven y los besó. ¿Qué tenía que perder? No todos los días tenía la oportunidad de compartir intimidad con una diosa y algo dentro de él le decía que sus destinos no se enlazarían después de todo. Sonrió al comprobar que los labios eran tan suaves, cálidos y tan dulces como había imaginado, con un toque salado debido a las lágrimas que habían surcado su rostro para morir en su boca. Su lengua no había encontrado respuesta a pesar de tener fama por su gran destreza en esas lides y, después de un instante, se apartó para mirarla a los ojos, con extrañeza.
—Lord Eltham… yo…
Alguien llamó a la puerta y enseguida entraron unos lacayos con una gran tina de agua humeante y varias criadas con diversos objetos y un vestido. Leena abrió mucho los ojos, aterrada, e intentó llamar la atención del conde de Cornualles, aunque su voz parecía haberla abandonado del cuerpo.
—Milord, Su Majestad ha dispuesto todo para que la novia esté lista para la ceremonia de esta tarde.
—¡Perfecto! —exclamó él con una radiante sonrisa, deseoso de salir rápido de la estancia, con miedo de darle tiempo a su prometida a echarse atrás.
El conde cruzó la habitación en dos zancadas y le guiñó un ojo antes de salir por la puerta. Lord John de Eltham era apuesto, mucho más que su hermano, y unos años menor que Leena, aunque su porte aguerrido supiera ocultar esa diferencia a la perfección. En otro tiempo, la unión con el mismísimo hermano del rey de Inglaterra habría quizás colmado su corazón de dicha, pero tras conocer el verdadero amor, aquel que nunca había pedido nada porque lo daba todo a cambio, aquel que se resistía siempre a abandonar a su alma gemela a pesar de haber cruzado la línea al mundo de los muertos… Tras conocer cómo era que le acariciasen a una el alma, Leena sabía que jamás podría amar a ningún otro.
La Stewart se dejó bañar, vestir y peinar, embellecer como a ninguna otra por las tres sirvientas parlanchinas, aunque ella no abrió la boca en ningún momento. Las mujeres cotorreaban sobre lo buena moza que era y la suerte de haber encontrado tan buen partido. Sin embargo, el rostro de la pelirroja delataba su tristeza más infinita. El pelo se lo fueron recogiendo en tirabuzones y enlazado con flores pequeñitas dándole aspecto de una ninfa del bosque. ¿Qué más podía hacer? ¿Tenía alternativa? ¿Y si Ayden solo estaba preso?
Pensó en el bebé que tenía en sus entrañas y en los dos caminos que le había puesto ante sí la vida. Si aceptaba la unión, ocultando su embarazo, Lord Eltham jamás se lo perdonaría, quizás incluso la repudiaría o mandaría a azotar o a abortar… Solo de pensarlo, sintió un desasosiego en las entrañas y se llevó las manos al vientre liso aún y de solo dos faltas. No, no podía hacerle eso al joven conde, no podía hacerse eso a sí misma, ni al hijo que crecía en su interior, ni siquiera a Ayden... De igual modo, si Lord Eltham asumiera a ese hijo como suyo, si le diera tanto sus apellidos como su nombre, ¿cómo podría criarlo viendo en él los rasgos de su verdadero padre?
Los lazos ajustados del corpiño de ese maravilloso vestido que le acababan de ajustar a la cintura la hicieron soltar el aire contenido de sus pensamientos. Estaba decidida, rechazaría la propuesta de matrimonio y asumiría su destino en la cárcel, que Dios se apiadara de su alma y le diera fuerzas para criar lo más honradamente posible a su hijo.
—Llamad al conde de Cornualles, necesito verle con urgencia —expresó la escocesa de repente.
—Pero, Milady, no es aconsejable antes de la boda ver a su esposo…
La mirada fulminante de la Stewart y la mandíbula apretada a punto de soltar un grito hizo dudar a la más joven de las tres sirvientas, aunque las otras dos siguieron atusando el vestido como si no la hubieran oído.
—¿Acaso no me habéis oído? —preguntó altanera Leena. ¿Qué se habían creído esas tres, por Dios bendito?
Una de las sirvientas más mayores la miró como una gallina clueca al paso de un halcón en el cielo, de reojo, y chasqueó la lengua a la vez que negaba con la cabeza.
—Vosotras dos, haced lo que os dice, pero no os deis mucha prisa por el camino.
Cuando las otras desaparecieron por la puerta como si acabaran de ver al mismísimo lobo, se dirigió a Leena con una voz susurrante y dulce.
—¿Estáis segura de querer darle ese futuro a vuestro hijo? —la interrogó cuando se cercioró de que se habían quedado a solas.
—¿Cómo sabéis…?
—Soy vieja, pero no estúpida, baintighearna. Estáis de tan poco tiempo que vuestro prometido no se daría cuenta del engaño.
—Sois escocesa…
La mujer asintió y Leena cambió su gesto hostil por el de súplica. Estaba sola y era la primera vez que alguien no la rechazaba ni por ser mujer ni por sus orígenes.
—¿Cómo podría vivir sabiendo que, día a día, estoy mintiéndole a mi propio hijo?
—Sois una mujer valiente, baintighearna. Vuestro hombre es muy afortunado…, pero quizás esté criando malvas en algún camposanto. Vos tenéis la oportunidad de darle un buen futuro al niño, pensadlo al menos.
Leena suspiró. Ella también lo había pensado, pero la intuición de que Ayden estaba vivo y movería cielo y tierra para buscarla le pudo.
—Lucharé con todas mis fuerzas para que crezca orgulloso de su nombre, de su familia y de sus padres mientras me quede sangre en las venas…
—Que así sea, baintighearna. Rezaré por vos.
Leena asintió y respiró hondo. En ese momento se abrió la puerta y entró el conde de Cornualles, elegantemente vestido, pero con un gesto serio e inseguro a la vez. La criada se inclinó ante ambos y, cogiéndose los bajos de la falda, salió rápidamente de la estancia, persignándose.
Lord Eltham la despidió con una mirada glacial, sin entender muy bien a qué venía semejante escena. El contraluz de la ventana le impedía ver poco más que la silueta de su prometida. Se acercó lentamente, temiendo que se desvaneciera como por arte de magia y cuando la luz le permitió verla mejor se le paró el corazón.
—Lord John de Eltham…
Él se llevó los dedos a los labios, sabiendo que el final de ese sueño estaba cerca y que se despertaría, saboreando los últimos momentos para guardarlos en su memoria para siempre.
—¡Lord Eltham! —insistió con más fuerza, mientras él pasaba con delicadeza su dedo índice por el brocado del corpiño y el corazón se le desbocaba de los nervios—. Yo…, yo no puedo casarme con vos —consiguió decir al fin.
Él suspiró. No le había dicho nada que no sospechara a esas alturas. No sería una mujer si no se lo pusiera un poco difícil o al menos eso le decían todos sus compatriotas desposados. A eso había que añadirle el peculiar carácter indómito escocés, del que la joven hacía gala de forma evidente.
El silencio más absoluto se adueñó de la estancia y las miradas hablaron tanto como el latido de sus corazones. El conde pensó que se trataba de los nervios propios de quien, en cuestión de horas, iba a casarse, aunque en el fondo sabía que había algo más, lo había intuido desde el primer momento. Dejó que rostro se mostrara sereno y comprensivo, para después cogerla por la cintura con suavidad y atraerla hacia su cuerpo con suavidad. Quiso consolarla, calmarla, ser el hombre que ella deseaba que fuera, solo por unos minutos al menos.
Leena temblaba, presa de la angustia de quien se juega todo a una carta muy mala y sabiendo que el rey cumpliría su amenaza de llevarla a Guildford. Ella había escuchado hablar sobre ese lúgubre castillo, antes hermoso y lleno de vida, ahora venido a menos y lleno de dolor y muerte. Un penal de mujeres principalmente y conocido hasta en Francia por la crueldad con la que se trataba a los presos, que apenas sobrevivían un año y ya daban de comer a los gusanos en el infierno.
Lord Eltham estaba ajeno a los pensamientos de su prometida, hechizado por su hermosura y por la posibilidad de hacerla aún su esposa. ¡Quién se lo habría dicho tan solo unos días antes!
—No temáis, mujer, prometo que aprenderemos a amarnos y daré mi vida por haceros feliz.
—Y no lo dudo, Milord, pero yo no podría corresponderos de igual modo. Yo…
—Decidme, mujer, hablad. ¿Qué tenéis?
Los ojos ambarinos de Leena se humedecieron de nuevo y ella desvió la mirada hacia sus manos, intentando hallar las palabras adecuadas. John pensó que estaba tan hermosa que parecía irreal. El color verde pálido del vestido resaltaba su piel blanca como la luna, mientras que el bordado de pequeñas flores que realzaba el busto hacía que la mirada recabara en la deliciosa curvatura de sus senos más tiempo del debido.
—¿Acaso vuestro corazón pertenece a otro hombre?
A Lord Eltham le habría gustado controlar el tono de su voz, pero los celos que sintió cuando Leena le confesó que no solo amaba a otro hombre, sino que además esperaba un hijo suyo, lo hicieron enloquecer durante un breve instante.
—¡Mentís! —exclamó—. ¿Tan horripilante os parece la idea de casaros con un inglés que inventáis semejante infamia?
Leena ocultó su rostro entre sus manos y se hizo prácticamente un ovillo, importándole muy poco que se arrugara el vestido y se le deshicieran los tirabuzones que con tanto esmero le habían trenzado con flores. Sollozó y su angustia era tan grande que creyó que el corazón se moriría preso del dolor infinito que tenía desde que el rey le había anunciado la muerte de su hermano y de uno de los Murray. «¿Acaso no os dais cuenta de que os señalarán como a una ramera en cuanto sepan de quién es vuestro vástago?», le increpó su propia voz interior.
—¿Preferiríais haberos enterado en unas horas? ¿Cuando en el lecho conyugal descubrierais que no soy virgen y que en unos siete meses acunaríais un hijo que no es vuestro?
—¡No, claro que no! ¿Por quién me tomáis? —preguntó frotándose el rostro y apartando la silla con ímpetu.
Leena se armó de valor y lo miró a los ojos.
—No es por vos, ni porque seáis inglés, pero mi corazón le pertenece…
Él rehusó devolverle la mirada en un principio, obstinado, infantil… Ella le giró la barbilla con dulzura y finalmente claudicó, con la cabeza llena de pensamientos, de deseo y de pesar. ¿Quién era ese hombre? ¿Quién? ¡Maldito fuera!
—Os propongo una alianza…
—Pero, ¿qué decís? —replicó él contrariado sin dejarla terminar.
Ella le puso un dedo en los labios y le instó a que aguardara a saber todo lo que tenía que decirle antes de emitir un juicio.
—¿Y bien? —preguntó con el dedo de ella aún en sus labios, abrasador, deseando chupárselo, besarla y hacerla perder la razón por él, olvidar al otro, pero… ¿a quién?
—Su Majestad ha propuesto este matrimonio con la única finalidad de disponer de mis tierras. Muerto mi hermano, yo soy la única heredera de Doune y de los alrededores de Stirling, ¿no es cierto?
—Sí, pero…
—Dejadme continuar, por favor. Si yo os vendiese mi título y mis tierras por el precio simbólico de mi libertad. ¿Tendría validez?
—Solo si se hace todo dentro de un marco legal, con testigos que afirmen que no estáis coaccionada a hacerlo. Algo difícil si sois prisionera, ¿no creéis?
—Pero ¿podría hacerse?
—No veo por qué no…
—¿Y aceptaríais?
Lord John de Eltham murmuró algo entre dientes para terminar blasfemando palabras muy poco usuales en la boca de un caballero de tan alta cuna. Él quería desposarse con ella, incluso pasando por alto el hecho de que tuviera un hijo de otro en el vientre, del que solo sabía porque confiaba en su palabra… ¿Y si todo era una estratagema para ganar tiempo y escapar? La cogió por los hombros y esta vez fue él quien la encaró.
—Mi hermano…
Como si el mismísimo diablo hubiese sido invocado, apareció Eduardo III de Inglaterra como un huracán, seguido de un par de frufrús de faldas. Las criadas mojigatas debían de haberle ido con el cuento al rey de la extraña orden dada por la joven y oliéndose el percal, el rey había hecho aparición en el peor momento.
—¡¡¡Vuestro hermano jamás accederá a semejante parafernalia!!! —gritó iracundo Eduardo de Inglaterra—. Si no desea casaros con vos por el motivo que sea que se pudra en el penal, ella y su maldito orgullo escocés.
Leena se mordió el labio para no contestarle, pues hablaba de oídas y de lo que ese par de zorras cabezas huecas hubieran podido decirle. Además, contrariarlo podría llevarla a la horca, aunque en ese instante, la joven Stewart no sabía que sería mejor. La idea de verse recluida en Guildford el resto de su vida no la seducía en absoluto. Instintivamente, apretó la mano del conde de Cornualles en busca de protección. Él era el único que podía hacer algo por su suerte, aunque dudaba que el rey hiciera caso a alguien con semejante temperamento, ni siquiera a su hermano.
John le apretó la mano y luego se la soltó, alejándose de ella y acercándose a su hermano, en un intento de persuadirle de su obsesión de mandarla al penal. No quiso desvelarle los verdaderos motivos por los que se negaba al enlace, pues la podrían acusar de amoral o de engendrar en su vientre al hijo del demonio… la excusa perfecta para matar a esa diosa que podría haberlo engañado como a un necio de haber querido pensar en sí misma. Le explicó con serenidad los términos del pacto, pero ni dándole el reino de Francia, su hermano parecía querer considerar otra opción que la que había pregonado a gritos.
—No negociaré con una mujer y me sorprende que vos hayáis accedido a hacerlo —sentenció con acritud a su hermano menor, pensando que debía estar preso en algún tipo de encantamiento—. Dispongan lo necesario para llevarla al castillo de Guildford. Solo dos personas de confianza, cuanto menos sepan a dónde la llevamos, mejor que mejor.
—Dejadme que yo sea uno de esos hombres al menos —le pidió descorazonado Lord Eltham, sabiendo que no había nada que hacer y que su hermano no cambiaría de opinión.
—Si me falláis, hermano, juro por nuestra sangre que os mataré.
El camino al castillo de Guildford fue tortuoso y el mal tiempo los acompañó como un tercer escolta más. Lord Eltham intentó no acercarse a Leena más de lo que lo hacía el otro soldado. La situación era difícil y no comprendía el empeño de recluirla a pesar de que la muchacha había accedido de buen agrado a darles sus tierras.
—Sir Darren Stewart no está muerto, solo está desaparecido… —le había dicho su hermano para que de una vez John lo entendiera—. Si no es a través del matrimonio, no tendremos la certeza de que Doune pasa a la corona inglesa. ¡Podríais haberla seducido! ¡Solo es una mujer!
Ojalá todo hubiese sido tan fácil como lo planteaba su hermano. Leena era la princesa de un cuento encantado, inaccesible, mágica, fugaz como una estrella del cielo en verano… Su cuerpo y su corazón habían pertenecido a otro hombre y ella lo seguía amando. El fruto de su unión siempre le habría recordado ese amor frustrado y contra eso… no había seducción que valiera.
¡Mas si pudiera de algún modo mejorar su estancia en Guildford, no se sentiría el maldito ogro del cuento…! Saber que estaba embarazada y que iba a una muerte segura tampoco le aliviaba la desazón que anidaba en su cuerpo. Él no luchaba contra mujeres, niños ni ancianos desvalidos ¡por el amor de Dios!
Muchas fueron las veces que quiso preguntarle el nombre del padre de la criatura que gestaba su vientre, demasiadas las que estuvo a punto de suplicarle que no renunciara a la vida por un ingrato que no había movido ni un solo dedo por socorrerla en todo ese tiempo.
Tardaron algo más de dos semanas en alcanzar su destino en el condado de Surrey y a unas treinta millas del corazón de Inglaterra. El castillo se levantaba con su gran torre cuadrada sobre un remonte, entre una arboleda agreste y accesos olvidados de la mano del Altísimo desde hacía mucho tiempo.
Todo era siniestro y parecía haber sido sacado de la peor de las pesadillas, a pesar de ser un paraje que otrora vez tuvo que ser hermoso. Los jardines de alrededor de la muralla crecían salvajes, formando un cerco de rosales viejos y espinosos que bien podían actuar como una defensa más contra una posible invasión. Pero, ¿quién querría adentrarse en ese olvidado castillo normando? Alejado de los caminos de comercio a la capital, era el cuartel general del sheriff de Surrey y Sussex, un hombre despiadado y lascivo que hacía cuanto se le antojaba y al que nadie parecía querer pedirle cuenta de sus fechorías, como pago quizás de una antigua deuda.
Lord Eltham dejó atrás su montura con el ánimo más negro que las nubes que los habían acompañado durante todo el trayecto y con la sensación de que iba a arrepentirse de acatar la orden de su hermano por primera vez en la vida. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¿Cómo iba a ser capaz de dejarla allí? Aquello parecía más un retiro para enfermos mentales que una prisión venida a menos.
Las presas deambulaban con las herramientas de labriego tras faenar en los campos colindantes. Sus manos y pies había sido trabados con cadenas y vestían con poco más que una tela basta de saco y unos delantales con bolsillos. Sin embargo, lo que más le había inquietado al conde no era la falta de recursos de los que disponían, pues la mayoría no calzaba ni zapatos, sino la mirada vacía, al punto de la locura, de la mayoría de ellas.
Leena se lo puso fácil, bajó de su caballo con el porte de una reina, tomó resuello y ocultó su labio inferior en algo parecido a una mueca. Después observó con ojos resignados el que sería su nuevo hogar hasta el fin de sus días y lo abrazó con fuerza, para sorpresa del conde, mientras le musitaba:
—Vos no tenéis la culpa, no os martiricéis más. Solo cumplís órdenes.
Lord John de Eltham la acompañó al interior del castillo, conociendo a su carcelero y la mala vida que llevaría. No pudo despedrise de ella como habría querido. Al salir de esa jaula, tuvo que tragarse las lágrimas al verla partir, pues se sentía la persona más vil en la faz de la tierra por permitir que una inocente viviera en tales condiciones. El camino de vuelta lo hizo solo pues, como su hermano le había encomendado, se deshizo de su compañero de viaje nada más emprender el regreso a Edinburgh. Eduardo III de Inglaterra no quería testigos. Nadie salvo él y el rey de Inglaterra sabrían el paradero de la joven. Sin embargo, a cada milla que se separaba de ella, sentía que crecía sobre él una pesada lápida que le impedía seguir viviendo.
Nada más llegar a Edinburgh, buscó a su hermano y le dijo que el trabajo estaba hecho. Las palabras se le agarraban a la garganta, hirientes, como dardos envenenados. Eduardo lo miró tan preocupado como extrañado, no reconociendo las ojeras y el semblante serio que acompañaba a su leal mano derecha. Ante la pregunta de si se encontraba bien, John se excusó de que se sentía cansado del viaje y se retiró a sus aposentos sin ganas de seguir con la conversación por más tiempo. Eduardo lo dejó partir, sugiriéndole que lo visitase a la hora de la cena, que gozarían de buena compañía.
«Nada como una dulce compañía para quitársela pronto de la cabeza», había pensado el rey, sin apreciar el alcance y lo costosa que había sido esta misión para John. El joven conde apenas le prestó atención, deseoso de llegar a sus aposentos y dar forma a la idea que atormentaba sus sueños desde hacía días. No había otra solución. Necesitaba un cómplice donde poder descargar su conciencia, alguien que le hiciera el trabajo sucio y que no temiera contravenir la orden de un rey.
Sabía que ese hombre había estado preguntando por ella. Un hombre poderoso, temerario, al que si se le abordaba correctamente no dudaría en ayudarlo, en ayudarla… y al que conocía muy bien. Solo confiarle lo que sabía era poner en sus manos el que fuera acusado de traición. Pero las palabras de ella le pesaban en el alma como si fueran las mismísimas piedras de Stonehenge. Sí, el tenía la culpa, la tendría que haber puesto a salvo tras matar al otro soldado, haberla llevado a Francia, haberle proporcionado una vida mejor… pero había sido un cobarde y eso no se lo perdonaría nunca.
A cada paso que daba estaba más decidido. No le gustaba tener que recurrir a nadie y menos a alguien tan despreciable como ese, pero en esos momentos, Sir Kenion Strathbogie era la única esperanza que tenía la joven Leena de seguir con vida.