CAPÍTULO 20

LOS CAPRICHOS DEL REY

 

Sevilla, España, noviembre de 1334.

 

El rey Alfonso XI de Castilla mandó a su viejo conocido Don Jofre Tenorio, Almirante Mayor de la mar, Alcaide de los Reales Alcázares sevillanos y primer señor de la villa de Moguer, a recibir a Don Juan de Ayala e Isabel a puerto. El Almirante no era hombre paciente y el retraso del navío empezaba a malhumorarlo a pesar de la tregua que le había dado la lluvia durante la espera. El rey lo había elegido entre todos sus vasallos porque, hasta hacía bien poco, había sido el superior de Don Juan de Ayala y su cargo obligaba al castellano a acatar sus órdenes sin rechistar.

Cuando Don Juan de Ayala lo descubrió entre la muchedumbre, maldijo y no precisamente para sus adentros. Él pensaba marcharse hacia Malaqa sin pasar siquiera por la corte. Ya instalado de nuevo en su hogar, mandaría las diligencias pertinentes a Su Majestad haciéndole saber que estaba de nuevo en el reino, no antes. ¿Cómo podía el monarca haberse enterado de cuándo llegaba? Y lo que era peor, ¿por qué había mandado a Don Jofre a buscarlo?

Su hija Isabel lo miró con desaprobación, pues no estaba acostumbrada a ese tipo de improperios por parte de su padre. No obstante, al hacerle saber su progenitor que habían venido a darle la bienvenida de parte del rey, entendió su malestar. La presencia del Almirante solo podía significar una cosa y era que el ansiado retiro de su padre a tierras malagueñas iba a ser pospuesto de forma irremediable. El monarca no se tomaría tantas molestias si no tuviera en mente algo y, por el rango de quien los esperaba, tenía que ser importante.

Don Juan conocía a su rey Don Alfonso como si fuera un hijo, pues en cierto modo, lo había visto prácticamente nacer y había sido su hombre de confianza hasta hacía bien poco. ¡Maldita fuera su suerte! Tenía que haber sido un siervo menos cabal y más dispensable, se dijo con pesadumbre.

El bote que los llevaba al embarcadero zozobró al llegar a la orilla y chocó con brusquedad, movimiento que hizo que Isabel trastabillara y a punto estuviera de caer al río. Don Juan reprendió con la mirada a su hija por no haber esperado que el bote estuviera totalmente quieto para levantarse. Ella alzó la barbilla muy digna y se cruzó de brazos, hastiada de que siguiera tratándola como a una niña pequeña. «Ha sido un traspiés, nada más», le dijo ella. «Uno que os podía haber llevado al fondo del río, Isabel. Vuestra hermana…», había comenzado a decir su padre cuando el gesto enfadado de ella lo frenó.

Era cierto, no era justo que la comparara con Leonor. Ambas eran distintas y tan valiosas que se sintió dichoso de ser padre de tales hembras. El carraspeo del Almirante le recordó a Don Juan de Ayala que no era hombre de paciencia, que el cielo amenazaba de nuevo lluvia y que, cuanto antes despacharan los asuntos en la corte, antes podrían marcharse a retomar sus vidas donde las habían dejado.

El de Ayala recompuso sus ropas, se irguió y se dirigió hasta el que hacía bien poco había sido su superior, estrechándole la mano con aplomo y palmeándole la espalda con cierto cariño. La verdad era que se alegraba sinceramente de verlo y, por el gesto del hombre ante tal muestra de afecto, el sentimiento era mutuo. Don Jofre bajó la cabeza ante Isabel, le cogió la mano y le besó los nudillos, demorándose hasta el punto de hacerla sentir incómoda.

—Cada día estáis más hermosa, muchacha. Los jóvenes caerán a vuestros pies en la corte… y, hasta yo mismo, si pudiera o mi esposa lo permitiera.

Isabel se sonrojó y apartó la mano con rapidez. Los «halagos», por así llamarlos, de una persona que, bien podía ser su padre por edad, la abrumaban sobremanera. Don Juan se abstuvo de decir nada, aunque la fina línea en la que se habían convertido sus labios le hizo saber que el comentario le había sentado tan mal como a ella. Isabel intentó relajarse y evitar pensar en el escrutinio a la que la estaba sometiendo el Almirante. Viendo que la joven no atendía a sus lisonjas, el Almirante Mayor de la mar y primer señor de la villa de Moguer hizo un gesto a un par de lacayos y subieron las pertenencias de los recién llegados a la carreta.

Don Juan echó una última mirada a la galera, fondeada no muy lejos del embarcadero, allá donde había calado suficiente para no quedar varada. Echó de menos no saber nadar tan bien y tan rápido como para alcanzar el bote de nuevo, volver a Escocia y saber de Leonor. Algo en su corazón le decía que estaba en peligro y temió no volver a verla después de su reencuentro por primera vez.

Las aguas del río Guadalquivir estaban turbias y pestilentes, había llovido hacía poco y, si no se daban prisa, volvería a hacerlo con mayor fuerza antes de llegar a los Reales Alcázares. Don Jofre había sido tajante: «El rey quiere veros lo antes posible». Don Juan asintió sin ganas, habría preferido no tener que pasar por palacio, mandar a algún mensajero con una excusa y marchar rumbo a Malaqa lo antes posible. Sin embargo, se acercó al hombre que había contratado para tal viaje, le dio una moneda de plata por las molestias y se despidió de él.

Isabel se dirigió a la carreta, se colocó una capa con capucha para evitar las inclemencias del tiempo, subió y tomó asiento en la parte de delante, junto al cochero. Su padre iría a caballo junto a Don Jofre y los dos lacayos irían detrás, corriendo, a falta de sitio por los bultos. La joven se recostó en el asiento y cerró los ojos. Su padre la miró con un mohín de preocupación, pues desde que habían dejado Escocia, su hija no había cambiado ese semblante mustio. «Quizás no sea tan malo pasar unos días en la corte. La distracción le hará olvidar a Leonor y a…»

Don Juan de Ayala se exigió a sí mismo pensar que el grupo de escoceses había conseguido escapar de sus perseguidores y que habían llegado sanos y salvos a la tierra de los Mackenzie. Incluso habían cambiado sus planes de viaje y demorado su regreso a Malaqa hasta tener la certeza de ello, pero pasado un mes y de no haber sabido nada, habían regresado al sur con el corazón encogido y sin mucha esperanza. No tenía mucho sentido seguir esperando nuevas en tierra extraña.

A cada día que pasaba el consejero del rey castellano estaba más tranquilo, pues le había hecho jurar a Sir Symon Lockhart por su honor, que lo tendría informado de cualquier novedad o desenlace y así había sido. El presentimiento de que seguía con vida le reconfortaba de día y le acompañaba en sueños por la noche. Don Juan había recuperado el amor de su hija mayor y se sentía feliz. ¿Se estaría haciendo viejo?

La llovizna comenzó mansa como una cortina de agua pulverizada y tan constante que, cuando llegaron a los Reales Alcázares, estaban calados hasta los huesos. Como si la morada de Dios fuera, poco antes de cruzar la puerta del León, la lluvia cesó y un arcoíris dividió el cielo en dos, entre nubes grisáceas, esponjosas y rápidas, sin dejar rastro del aguacero que había enfangado los caminos y dejado los tenderetes de la plaza desiertos.

Al resguardo de la estructura de la cada vez más ruinosa mezquita, los lugareños esperaban y miraban al cielo, temerosos de que la lluvia volviera a echar a perder los productos que estaban vendiendo. Los más afortunados se habían amparado bajo los techados que se habían levantado en el patio de los Naranjos para vender frutas y hortalizas, aunque pronto fueron desalojados del lugar de culto por varios sacerdotes, pulcramente ataviados para oficiar la misa, por el ruido que hacían con su animada charla.

Don Juan se bajó del caballo e hizo el último tramo a pie. Isabel abrió los ojos al parar la carreta y, tras recolocarse las faldas y sacudir la capa, quiso tenderle la mano a su padre para que la ayudara a bajar. Con cuidado, agarró los pliegues del vestido para evitar mancharse los bajos de barro, mas se vio en volandas sin previo aviso, cruzando la puerta de palacio hasta llegar a lugar seco y limpio. Isabel no ofreció resistencia, pues aún el sueño le podía y los párpados le pesaban. Sin embargo, al darse cuenta de que no era su padre el que tan gentilmente la había llevado, se sintió confusa, perdiendo por unos segundos la razón o cualquier signo de verborrea.

—Gracias, mi señor, yo… —«Piensa, Isabel, piensa, que os está mirando con ojos de perrito faldero»—. Le agradezco que me haya traído hasta aquí —le respondió nerviosa y se reprendió por lo poco locuaz que había sido. «¡Pues sí que has pensado, hija, y encima os sigue mirando y ni siquiera os contesta!»

Don Alonso Ortiz Calderón solo dejó de mirarla cuando se acercó el Almirante, íntimo amigo de su padre, seguido de un rostro que le era del todo familiar. El joven se cuadró y saludó a los caballeros. Sabía de la llegada del archiconocido Don Juan de Ayala de tierras lejanas, pero en ningún momento recayó en que lo haría acompañado de su hija menor, a la que creía en un Convento de Hermanas Clarisas. ¡Bendito fuera el Cielo por haber prescindido de un ángel y no haberla llamado a la oración! Él mismo pidió perdón por tal blasfemia, pero nunca antes había visto un ángel de carne y hueso…

El primer señor de Moguer sonrió levemente al ver el estado de embelesamiento en el que había quedado el joven al ver a Isabel, pues seguramente él había hecho el mismo ridículo minutos antes. Una punzada de celos, o más bien de orgullo, se le clavó en el corazón, pues Isabel parecía sonrojarse con el muchacho y no se había mostrado indiferente como con él. ¡Malditos años! Él seguía sintiéndose un buen mozo, capaz de hacer gritar en la cama a una joven como ella o a veinte más, pero la edad no perdonaba y era lógico que ella titubeara ante un joven gallardo como Don Alonso y no ante él, que empezaba a peinar más canas que otra cosa.

Tenía que quitarse a esa niña de la cabeza, pues todo el camino se lo había pasado mirándola. Quizás fuera a hacerle una visita a su amante, pues de seguro su mujer se encontraría indispuesta. Miró primero a Don Alonso Ortiz y después a Isabel, que aún seguía algo ruborizada por la situación. Cuando Don Jofre a punto estuvo de decir algo, la joven se dirigió a su padre, en voz suave y, prácticamente en un susurro, le imploró:

—Os ruego, padre, que me permitáis dar un paseo por los jardines, mientras despacháis los asuntos con Su Majestad. El aire fresco me vendrá bien para reponerme de tan largo viaje.

Don Juan tomó entre sus manos el rostro de su hija y le dio su bendición con un beso en la frente.

—No os alejéis, ¿de acuerdo?

¿Le había dado permiso para que paseara sola por los jardines? ¿Acaso el hombre se había vuelto loco? Don Alonso y el Almirante Mayor cruzaron una mirada de disgusto y a punto estuvieron de tomar cartas en el asunto. Isabel no les pertenecía, pero bien darían ambos todo lo que tenían porque así fuera.

—Gracias, padre, así haré —respondió ella con una sonrisa y con las mejillas arreboladas aún.

Isabel se despidió de los otros dos caballeros con una genuflexión y se fue en dirección a los jardines. Don Alonso Ortiz la siguió con la vista, visiblemente interesado, hasta que el primer señor de la villa de Moguer, Don Jofre Tenorio, carraspeó para atraer la atención del joven y presentárselo a Don Juan de Ayala como requería alguien de su rango. Esa palomita no sería suya, pero tampoco sería de Don Alonso, al que su propio padre quería ver dentro de la Orden de San Juan a toda costa como prior de León y de Castilla, u ostentando cualquier otro buen cargo.

La familia de Don Alonso así lo había decidido para que su linaje quedara así bendecido por la gracia de Dios, pero los planes del monarca castellano eran otros. El rey prefería ver a uno de sus mejores hombres comprometido con alguna dama de alcurnia, que le diera muchos hijos y lo atara de por vida a la corte. Sería mucho más fácil disponer de sus servicios, como uno de los más afamados capitanes de su ejército, sin tener que solicitar permisos ni dispensas superiores eclesiásticas. A su joven edad, ya era conocida la gran valentía de Don Alonso Ortiz en la batalla y su prudencia a la hora de tomar grandes decisiones.

Los hombres marcharon al interior de los Reales Alcázares. Don Alonso se marchó hacia las caballerizas a reclamar un pago que le debían, aunque de buen gusto se hubiese ido de paseo con la dama y habría exigido la deuda otro día. Se despidió echándole una última ojeada a los jardines.

Los otros dos no quisieron hacer esperar al rey, mucho menos desde los varapalos que habían estado sufriendo en la frontera y que le habían agriado el carácter. Si pensaban que muerto el perro se acabaría la rabia, se habían equivocado. Los castellanos habían festejado que Muhammad IV hubiese sido asesinado por sus propios nobles, resentidos por la alianza que había llevado a cabo con ciertos sultanes de Marruecos.

Le había sucedido Yusuf I, hermano menor de Muhammad IV, que a pesar de contar con solo dieciséis años, había demostrado gran juicio y valentía. Después de la pérdida de Gibraltar y Algeciras ese mismo año, que lo heredara prácticamente un niño era lo mejor que podía pasarles a los vasallos castellanos, pues parecía más interesado en firmar una tregua que en proseguir la cruzada de su hermano.

No obstante, el joven Yusuf se había rodeado de la flor y nata para que lo aconsejaran en todo lo que a política se refería y de ahí que, el regreso de Don Juan de Ayala para las negociaciones, fuera imprescindible. Nadie mejor que él para tratar con los ministros y visires árabes del sultán, sobre todo con el historiador Ibn-al-Jatib, al que no parecía escapársele ni una y que había rechazado negociar con más de un potentado.

Los árabes seguían siendo un hueso duro de roer para el monarca castellano y cada paso fronterizo que ganaban era a costa de un precio muy alto. Don Alfonso no quería más errores, ya tendría Don Juan de Ayala tiempo para descansar en otro momento.

Mas, el principal escollo al que se enfrentaba el soberano era la rivalidad de algunas familias por ostentar los altos cargos de la corte y la poca disposición que ponían ante jurar plena obediencia a su señor. Tras el asesinato de Muhammad IV a manos de sus propios hombres, el rey castellano veía traidores por todas partes. Temía que la idea de traición se extendiera a sus propios súbditos. El caso de su tío Don Juan Manuel, señor de Villena y adelantado mayor de Andalucía, había sido la punta del iceberg, pero las voces discordantes entre sus propios vasallos cada vez eran más numerosas, haciendo tambalear el reino. ¡Malditos desagradecidos! ¡Anhelaba los sabios consejos de su amigo como el sediento necesitaba agua para no morir de sed!

Don Alfonso XI de Castilla los aguardó impaciente sentado en su sillón del trono. Le acababan de notificar que Don Juan de Ayala había vuelto con su hija menor Isabel y que la joven era una beldad como pocas. La idea le alegró el día, porque sería muy fácil comprometerla con algún súbdito díscolo a cambio de su lealtad. Tendría que elegir bien con quien desposarla y deseó que fuera de carácter más dócil que Leonor, a la que había conocido hacía unos años en nefastas circunstancias. Aún recordaba lo difícil que había sido salvaguardar aquel escollo y el declive personal de su buen amigo Don Juan. Tenía en sus manos el atraer al consejero de nuevo a la corte si jugaba bien sus cartas, un buen casamiento podía beneficiarlos a ambos. El compromiso de matrimonio de una mujer hermosa podía ser un as en la manga muy valioso y doblegaría hasta al más audaz. Sonrió para sí y se frotó las manos, deseando que llegaran el Almirante y Don Juan en breve. ¡Tenían tanto de lo que tratar!

En cuanto los vio llegar, despachó pronto a los pusilánimes que lo rodeaban y le llenaban la cabeza de bagatelas. Le alegró ver a su amigo con tan buen semblante, pues había temido que le diera un arrebato de esos tan suyos y se quedara con esos bárbaros escoceses, sobre todo cuando tuvo noticias de la muerte de Don Gonzalo de Ansúrez a manos de uno de ellos, en combate justo, como bien había descrito su vasallo de propio puño y letra al rey.

Don Juan cruzó presuroso la estancia e hincó una rodilla ante su rey, mientras le cogía la mano que se le tendía y besaba el sello de oro con el escudo castellano. Comenzaron a hablar de todo y de nada, hasta que por fin el monarca dispensó al Almirante de quedarse con ellos y se quedó a solas con él.

—Me teníais preocupado —le susurró Don Alfonso en cuanto Don Jofre Tenorio cerró la puerta tras de sí.

Don Juan de Ayala no contestó y, con un gesto, le ofreció una copa de vino a su señor.

—Acompañadme también vos. No me gusta beber solo —le dijo al ver que el hombre no hacía lo mismo.

—Gracias, Su Majestad.

—Llamadme Don Alfonso, Don Juan, creo que nadie se lo merece más que vos en este reino.

Ambos bebieron un trago largo de vino y se aclararon la garganta. ¿Por dónde empezar? A Don Juan de Ayala le flaqueaban las piernas, pues temía mucho lo que iba a pedirle.

—Os necesito, amigo. Yusuf I quiere firmar una tregua pero no se fía de mis emisarios. Ninguno sabe la lengua como vos y entre dimes y diretes los despachan sin haber avanzado un ápice en las negociaciones.

Don Juan resopló. Había algo más, se jugaba lo poco que le quedaba y no perdería ni un alfonsí de oro. Conocía demasiado bien al monarca como para hacerlo. Si solo se tratara de las diligencias con los ministros del séptimo sultán de Granada, podría vivir en Malaqa sin problemas, pues la cercanía con la ciudad del reino taifa era un indiscutible punto a su favor y no lo habría requerido a su presencia con un recibimiento tan rimbombante. Las alcobas que habían dispuesto para él y su hija solo las ocupaban altos mandos o ricohombres. Había algo más, lo daba por hecho.

—No me habéis hecho llamar con tanta urgencia para tal menester. ¿Me equivoco? —preguntó y aguardó la respuesta en silencio.

—Bien me conocéis… —suspiró el rey.

—Hablad pues.

Los nervios de Don Juan fueron bajando hasta el estómago, sin dejar que ni vino ni aire pasaran por su garganta.

—Como bien sabéis, desde que se ocuparon las tierras de Álava y las villas colindantes a Navarra, se incrementaron los fueros y las villas de realengo, la zona ha prosperado de forma notable, adquiriendo gran importancia militar…

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo, si puede saberse? —le preguntó Don Juan impaciente por saber qué diablos pintaba él en todo ese asunto de señoríos, realengos y demás enjundias.

—Si terminado el encargo para Yusuf I, vos tomarais cargo del señorío de Ayala…

—¡Imposible!

—¿Imposible? ¿Cómo osáis cuestionar algo sin mencionároslo siquiera?

—Vos mismo confirmasteis el cargo a mi sobrino Don Fernán de Ayala cuando la región se unió a la corona de Castilla. No soy el heredero directo, ni quiero ni pretendo serlo. No estoy dispuesto a entrar en disputa con Don Fernán, ni tampoco deseo perder lo poco que me queda en esta vida por ello. Bien sabéis lo que le pasó a Don Juan de Murga, hijo natural del anterior señor de Salcedo y de Álava, cuando quiso ostentar el cargo. Yo no quiero acabar en una zanja y dándole de comer a los cuervos, mi señor. No anhelo los privilegios ni de un señorío ni de un villazgo, solo quiero vivir en paz el resto de vida que Dios me dé, nada más.

—¿Quién me iba a decir a mí que vuestro primo se alzaría en rebeldía contra mi persona? ¡Después de todo lo que he hecho por Don Fernán y así me lo paga…! —se lamentó el rey.

—¿Qué queríais, que pusiera su tierra a vuestros pies? No después de haber echado a su padre Don Pedro López de Ayala del reino.

—No habléis tan a la ligera. Eso fue por acercar de nuevo posturas con mi tío Don Juan Manuel.

—Acciones que tienen alto precio, mi señor. Después de repudiar a su hija Constanza, ¿qué esperabais que hiciera vuestro tío? Más aún cuando vuestro matrimonio con Doña María de Portugal tampoco ha sido por amor…

—No me cambiéis de tema, os lo ruego. Los habitantes de Vizcaya no me reconocen como señor y, mientras vos os dedicabais a viajar a las islas bárbaras, he tenido que poner en su sitio a Don Juan Núñez de Lara, que me reclamaba las tierras y fueros para su señora. ¡Sin vos mi reino es un caos! ¿No lo entendéis? ¡Os necesito!

Don Juan calló. Nunca había escuchado suplicar a un rey. Don Alfonso se recompuso y siguió exponiendo los hechos.

—Vuestro primo no ha movido un dedo por ayudarme a pesar de que su señorío se encuentra allí. Otro como mi tío Don Juan Manuel… y sí, hice mal en repudiar a Constanza, lo admito, aunque he de decir a mi favor que intacta la dejé.

—¿Qué no hace un padre por una hija querida? Bien lo deberíais saber —masculló Don Juan en voz baja, con los brazos cruzados frente al pecho y mientras miraba los jardines a través del ventanal. Quien hubiese aconsejado al rey quitarle los títulos a la familia Díaz de Haro bien podía ser mandado a pender de una guita hasta su último estertor, pensó pues mala solución tenía el problema que se le planteaba.

—Obviaré eso, por la amistad que nos une —le replicó el rey con enojo en su voz.

—Lo siento, Majestad, pero no comprendo qué se os ha perdido en el norte teniendo Al-Andalus entre las cuerdas. ¿Acaso no sabéis que por la fuerza jamás admitirían a Su Señoría como rey?

—Tarde para ese consejo, amigo.

—¿Y queréis que yo me enfrente a mi primo?

—¡Dejémoslo estar! Ya se me ocurrirá algo para meterlo en vereda.

Don Juan resopló y se llevó la copa de vino a la boca. Cuando una idea rondaba al monarca… malo, pues hacía oídos sordos y la llevaba a cabo, perjudicara a quien perjudicase. Que Dios los pillara confesados si volvía a pensar en él para semejante tarea. Su sobrino no era hombre al que le temblara el pulso y, por lo que creía suyo, era capaz de enfrentarse al mismísimo rey.

El monarca castellano no entendió al principio cómo su buen amigo y mejor consejero, Don Juan de Ayala, renunciaba a la posibilidad de ostentar la titularidad del señorío de su familia. Él se lo ponía en bandeja como pago a sus negociaciones con los moros. Ese Don Fernán no iba a menospreciar el poder del rey de Castilla. «¡Mira que no ayudarlo frente a Juan Núñez de Lara! ¡Habrase visto cosa igual!»

Sin embargo, Don Juan de Ayala lo tenía tan claro como que la tierra era una esfera, como aseguraban desde Isidoro de Sevilla hasta Johannes de Sacrobosco, sin contar los antiguos textos griegos, aunque jamás lo admitiría en público por temor a que lo tomaran por un hereje. Tras los viles asesinatos de su mujer, de su segunda hija Elvira y de sus sirvientes, Isabel era lo único que le quedaba y no la expondría a una pugna familiar por ostentar un título que no deseaba en realidad.

—Pensadlo bien, amigo —le insistió el rey, ajeno a los pensamientos de su leal súbdito—. Aún tenéis una hija casadera y poco que ofrecer para una dote en un futuro. Me han dicho que es hermosa, dejadme al menos que, como pago por vuestros servicios con Yusuf, Isabel sea admitida en la corte para buscarle un buen marido.

Don Juan lo miró con fiereza, pero tuvo que callarse lo que pensaba de tal ofrecimiento. No podía negarse al rey, no dos veces seguidas, al menos. O aceptaba uno o lo otro. Que su pequeña se había convertido en una mujer hermosísima, él mismo podía verlo, no era falto de vista ni de entendederas. Mas como su padre que era, tendría la última palabra antes de desposarla. ¡Ya pudiera oponerse el rey, que para eso en sus venas también corría la sangre de los Ayala!

—¿Y qué me decís de Don Gonzalo? ¿Fue todo como me hicisteis saber por carta?

El rey sabía qué hilos tocar y cuándo. Había aprendido bien de su propio consejero. Un silencio incómodo turbó el momento, como si el alma del recién nombrado hubiese tomado asiento al otro lado del trono. El hecho de que el monarca hubiese rehusado mirar directamente a los ojos a Don Juan le advertía que intuía que había más de lo que había escrito.

—La secuestró apenas a unas horas de casarse.

Los ojos de Don Alfonso XI se clavaron en los de su confidente con fijeza. Su semblante serio le hizo saber que esperaba que continuara.

—Se batió en duelo con el que ahora es mi yerno, mi señor. El escocés le ganó en combate justo y le supliqué a al señor Ansúrez que se marchara… —La voz comenzó a temblarle a Don Juan pero siguió. Don Gonzalo había sido como un hijo para él y aún le costaba recordar lo mucho que se había equivocado con su persona—, pero él no quería seguir viviendo.

—¿Luego es cierto que amenazó con matarla después de verse vencido?

—Con una cruz de madera —asintió Don Juan.

—¿Con una cruz de madera? —repitió el rey incrédulo.

—Sí, la tenía cogida de forma que parecía una daga…

—No me digáis más… ¡Debió heredar la demencia de Doña Justa! —exclamó Don Alfonso persignándose como si pudiera contagiarse del mal de solo nombrarlo.

—¿Aún vive?

—Eso parece —dijo el monarca bajando el tono de voz—. Nadie sabe nada de ella desde que dejó el Convento.

Don Juan musitó algo. ¿Debería darle el pésame por la muerte de su hijo o debería dejarlo estar? ¡Cómo habían cambiado sus vidas en tan poco tiempo!, se lamentó. Solo quedaba viva la madre de Don Gonzalo, Doña Justa, de la familia Ansúrez. ¿Quién lo iba a decir? Ella era la única superviviente de su familia, a pesar de que, poco después del nacimiento de su segundo vástago y aquejada siempre de fuertes dolores de cabeza, había tenido que ser recluida en un convento a causa de una extraña enfermedad mental.

El rey no sabía si habría llorado incluso la muerte de su hijo, pues por mucho que habían dado aviso a la Madre Superiora del Convento, la señora no se presentó a los sepelios, ni hubo nadie de la familia que llorara la muerte del ricohombre. Don Alfonso se lamentó de que tan buen capitán hubiera perdido el juicio totalmente por la hija mayor de Don Juan de Ayala hasta el punto de buscar su ruina y muerte, pero a esas alturas, ¿acaso se sorprendía de lo que una mujer podía trastocar la mente de un hombre?

La conversación se vio interrumpida por alguien que solicitaba audiencia. El rey le dio permiso para que quienquiera que fuese entrara en la estancia. Ambos guardaron la compostura ante la llegada de la nodriza, un niño pequeño y unos guardias. ¿Por qué osaban interrumpir al rey? Don Juan fue a amonestarlos, cuando el infante corrió hacia el monarca entre grititos y le echó los brazos.

De Ayala miró sorprendido la familiaridad del gesto, observando cómo Don Alfonso se deshacía en mimos con el pequeño a la vez que se lo cambiaba de rodilla y le hacía la jaca, plenamente complacido. Los gorjeos y palmadas del niño daban a entender que el placer era mutuo. A continuación, ordenó a la nodriza y a los guardias que habían entrado acompañándola que los dejaran de nuevo a solas. Ella intentó protestar, pero al rey solo le hizo falta levantar una ceja para que la mujer huyera despavorida y blanca como la cera. Los guardias intercambiaron una fugaz mirada entre ellos y de un taconazo obedecieron la orden sin dilación.

Al cabo de un rato, Leonor de Guzmán entró en la estancia sin ser anunciada. Iba buscando al pequeño Fadrique para supervisar que le dieran un baño y lo último que había pensado era que el monarca siguiese acompañado a esas horas de la tarde. La reacción del monarca, ante tal interrupción y viniendo de cualquier otra persona, habría sido una ira difícilmente contenida. No obstante, a Don Alfonso le brillaron los ojos y le delató la sonrisa al verla, haciendo un gesto para que se acercara y poder presentarla a su viejo amigo con la solemnidad que su amor merecía:

—Don Juan, os presento a Doña Leonor de Guzmán, hija de Don Pedro Núñez de Guzmán y de Doña Juana Ponce de León —Tras una breve pausa en la que Don Juan apreció la duda del monarca de hacerle partícipe del secreto a voces que todo el reino comentaba, el monarca le confió—. Madre de mis hijos: Pedro, Sancho Alfonso, Enrique y Fadrique Alfonso.

El pequeño Fadrique gorjeó al saberse nombrado por su padre y aplaudió con sus manitas regordetas. También aprovechó la llegada de su madre para echarle los brazos y juguetear con los lazos del corpiño del vestido.

Don Juan hizo una reverencia a la joven y bella viuda de Don Juan Velasco, al que había conocido en vida, y ella le correspondió con una breve genuflexión, algo arrebolada aún por la presencia del consejero, al que no había esperado encontrar cuando fue al encuentro de su amante y en busca del niño.

—Doña Leonor, permitidme que os diga que cada día estáis más bella, si eso fuera posible —respondió Don Juan con humildad y bajando los ojos.

La favorita del rey era de la edad de su primogénita, de igual nombre e indiscutible belleza. La una con la piel del color de la luna, elegancia en el porte y risueña, la suya de piel canela clara, fuerza indómita y de ojos oscuros que si pudieran bailarían. La nostalgia le embargó al caballero, pues apenas había tenido tiempo de despedirse de «su Leonor», quizás para siempre, Dios no lo quisiera. Agradeció al cielo que su hija nunca hubiese querido pasar largas temporadas en la corte, pues no le habría gustado verla como la favorita del rey, por muy buen amigo que este fuera.

Jamás juzgaría la decisión de Don Alfonso de tener en boca de todos a su amante, pues tal era su amor por la joven que ciego estaba. El monarca castellano había intentado acallar los rumores casando a Leonor de Guzmán con el ex novicio y ex militar Don Fernando, que tan buenos servicios le había prestado en el campo de batalla, pero este había vuelto al convento al saberse engañado, perjurando que él no sería un cornudo como había sido su padre. Don Juan se sonrojó de solo recordar el escándalo y, sin esperar a que lo invitaran, se echó una copa de vino.

—Muchas gracias, Don…

—Don Juan de Ayala, para servirla —dijo el caballero, tomando con la mano libre la de la joven y besándosela, mientras ella sujetaba al pequeño Fadrique a su cadera para que no se escurriera por sus faldas.

—Vos debéis de ser el padre de la joven Isabel…

Don Juan asintió con desgana. ¿De qué conocía la favorita del rey a su hija? ¡Ah, sí! Debían haber coincidido en el convento, cuando la reina había intentado alejar a su marido de su amante viniéndose a vivir a los Reales Alcázares y este había escondido a la joven con las monjas hasta que las aguas amainaran.

—¿Se encuentra también en Sevilla? —le interrogó ella interesada por saber qué había sido de su joven amiga.

—¿Uhm? —le preguntó Don Juan sin haberle prestado toda la atención que debiera, absorto en sus pensamientos y en las travesuras del infante.

—Que si Isabel encuentra aquí en palacio…

—¡Ah, sí! Disculpad a este pobre viejo, mi señora. Mi hija debe de estar en los jardines. No hay llovizna que sea capaz de menguar su gusto por las flores de estos patios.

—Si los señores me lo permiten, mi rey… —hizo una genuflexión acompañada de una pícara sonrisa a Don Alfonso—, Don Juan —respondió imitando el gesto, que no la sonrisa—, me gustaría verla. ¡Tenemos tanto de qué hablar!

Don Alfonso hizo un gesto con el dedo índice y ella se marchó entre palmaditas de Fadrique y frufrús de faldas. Ambos hombres se quedaron observando en silencio cómo se alejaba por la puerta opuesta por la que había venido, hasta que la cerró tras de sí.

—¿Y bien? ¿No os gustaría dejar a vuestra hija en la corte? Aquí no le faltaría de nada… —le preguntó el monarca con curiosidad al que bien podría ser su padre, tanto por edad como por las veces a las que le había pedido consejo.

El rey se puso serio ante el silencio de Don Juan.

—Bien, pensadlo. Mientras tanto, quiero saber lo que pasó con Don Gonzalo con exactitud para dejar el tema zanjado. Si se enteran de que fue ajusticiado portando la cruz de Nuestro Señor Jesucristo son capaces de organizar una cruzada contra los bárbaros del norte y yo no resistiría una contienda más. Esto no saldrá de aquí, pero necesito saber los detalles para acallar futuros rumores.

Don Juan tomó aire y suspiró, le costaba aún rememorar los hechos sin que un nudo le atenazara la garganta. No le faltaría de nada…, le acababa de decir el rey sobre dejar a Isabel bajo su tutela o la de la reina. No sabía si tomárselo como una bendición o como una amenaza. La corte estaba llena de peligros y él tardaría en volver de tierra hostil. ¿Cómo prevenirla de que anduviera con cuidado de los hombres? Él había querido a Don Gonzalo de Ansúrez como a un hijo y ese amor y esa confianza le había arrebatado a lo que más quería: su familia. A las personas se las conocía en los pequeños detalles y no en las grandes palabras, se recordó.

—Sí, Su Majestad.

Don Juan de Ayala contó los hechos con detalle, como si se tratara de una de esas audiencias extranjeras que venía a bien traducirle al monarca. Don Alfonso permaneció en silencio, con los codos apoyados en el reposabrazos del trono y las piernas cruzadas, de vez en cuando se acariciaba la barba y chasqueaba la lengua. Detalló cómo Don Gonzalo se había acercado sin dar aviso con un objeto en alto hacia Neall Murray, su hija y él mismo.

—¿Llegasteis a temer por vuestras vidas?

Don Juan asintió con lágrimas en los ojos y le explicó cómo el ricohombre había sido abatido por tres flechas y que sonreía en la hora de su muerte.

—En fin, ¿qué hombre en su sano juicio no hubiera dudado de sus intenciones? No puedo decir otra cosa que yo mismo habría obrado igual que esos escoceses… —musitó el rey—. Demencia, como os he dicho anteriormente, no hay más.

Don Juan asintió.

—¿Y vuestra primogénita vino con vos?

—No, mi Señor. Ella se desposó con un escocés.

—Es cierto, me lo habéis dicho. ¿El mismo que se había batido en duelo con Don Gonzalo? —Don Juan volvió a asentir—. ¡Cómo son las mujeres! —rio a carcajadas el rey, aunque al ver que su amigo no sonreía siquiera dejó de hacerlo para hablarle con seriedad—. No parecéis muy contento… ¿Qué no me habéis contado? ¿No es el joven de vuestro agrado? Porque como padre podríais haberlo impedido, ¿no es cierto?

«¡Ja!», se jactó con ironía Don Juan para sus adentros, como si las hijas como Leonor hicieran caso a los padres, bien podía dar fe de sus pensamientos Don Alvar Pérez de Guzmán, padre de la favorita de Don Alfonso…

—El joven es todo un caballero. Cierto que a su familia le han despojado de sus tierras hace poco, pero no me preocupa, sé que sabrá cuidarla y protegerla con su vida si es preciso… —comenzó a decir Don Juan.

—Debe de amarla, ciertamente. ¿Y sabe lo de…?

—Sí —afirmó el de Ayala sin querer recrearse en la respuesta.

—Entiendo. Un hombre sin par, desde luego. Sin embargo, hay algo que os preocupa, amigo mío, lo presiento. ¿Se trata de Leonor? —Don Juan negó emocionado.

—¿Entonces?

—No al menos directamente.

—¡Ajá! Entonces, ¿qué es? —le preguntó el rey intrigado y poniendo sus manos en sus hombros, pidiéndole que se sincerara como un amigo y no como un súbdito.

—Sí, hay algo que me preocupa. No estáis falto de razón, Alteza. La situación política en ese país es un hervidero de traiciones. Eduardo III de Inglaterra está adueñándose de cada vez más tierras escocesas y, en cualquier momento, podría estallar la guerra.

—Eso no es nada nuevo…

Don Alfonso parecía no entender qué tenía eso que ver con Don Juan, pues su yerno era capitán y su hija se manejaba mejor con las armas que su propia guardia personal, para ser sinceros y lamentándolo mucho.

—Don Alfonso, ¿creéis que Felipe VI de Francia va a dejar que su sobrino inglés se haga cada vez más fuerte? Francia podría ser la siguiente en tomar partido en la guerra de la isla. Ya lo ha hecho cobijando al heredero de Robert Bruce… Y la ambición de Eduardo III no conoce límites. Bien sabemos que no parará hasta hacerse con el trono francés. Escocia solo es una excusa, una espina que tiene clavada en el pie…

Don Alfonso rio ante la comparación.

—Si fuera listo mi homónimo inglés entregaría el ducado de Guyena y firmaría una tregua con su tío. Dicen que es un hombre cabal, pero a veces a mí no me lo parece.

—Eduardo III de Inglaterra jamás perdonará que la Asamblea de Vincennes eliminara su derecho a reclamar la corona francesa por ser nieto por parte de madre de Felipe IV el Hermoso.

—¡Gracias a Dios! ¿Alcanzáis a saber lo que supondría la unión de Inglaterra y Francia para Castilla? Sería el principio del fin para mi reino.

—Tampoco una guerra entre Francia e Inglaterra creo que nos favoreciera…

—Mientras se entretengan entre ellos, no pensarán en adueñarse de nuestro comercio. Lo lamento, estoy siendo un desconsiderado teniendo a vuestra hija casada con un escocés, pero también sabéis que serán acogidos en mi corte en el momento que deseen.

—Gracias, Majestad, aunque no creo que se dé el caso en breve.

—¿Eso es lo que os preocupa? ¿No decíais que no se trataba de Leonor?

—Ella lo es todo. Temo no volver a verla por culpa de la guerra…

—También temo yo no ver a «mi Leonor» cada día, amigo, pero Dios es justo y proveerá. Ya veréis. Alguien conseguirá cortarle a ese inglés engreído las alas y si no es así, ya usaremos el don de vuestra diplomacia para llegar a buen fin.

—Me honráis con vuestras palabras, pero me temo que esto se escapa a mi intelecto. Algo muy gordo se avecina…

—¡Supercherías! ¡Os estáis haciendo viejo! —exclamó entre carcajadas el rey.

—Eso será… —musitó Don Juan poco convencido de que se solucionara el conflicto pronto.

Don Alfonso cogió una campanilla que estaba semi oculta en un recodo del trono y en menos de un minuto se presentó un diligente lacayo a sus pies.

—Mi buen amigo Don Juan, tened a bien dejar a Isabel en mi corte unos días. Vos podréis partir mañana mismo a tierra nazarí si gustáis y, a vuestra vuelta, os acomodaréis junto a mí. ¡Os he echado en falta, amigo! Además, se acerca el invierno y los caminos se volverán intransitables en cuestión de un par de semanas si las cabañuelas no se equivocan. No me quedaría tranquilo sabiendo que os he dejado marchar a vos y a vuestra dulce Isabel en semejantes condiciones, tras lograr lo que nadie ha conseguido.

—Pero, mi Señor… Aún no sé si lograré el convenio.

—Nadie mejor que vos para conseguir esta tregua. Os lo aseguro.

Don Juan no quería quedarse en Sevilla, quería ir a Granada cuanto antes, llegar a un acuerdo provechoso para ambas partes con los ministros del sultán Yusuf y volver tan rápido como el viento para poder retirarse a Malaqa. Sin embargo, los planes del rey eran otros. Ese as que siempre se guardaba hasta el último momento.

—Haré que trasladen vuestras pertenencias a un ala tranquila del Alcázar y en primavera volveréis a vuestra vida contemplativa en Malaqa, si ese es vuestro gusto. No antes.

—Pero, Majestad…

Un guiño dio por terminada la conversación.

—Avisad para que adecuen las estancias —le dijo Don Alfonso al lacayo, mientras ignoraba los deseos de quien había sido su hombre de confianza—. Aunque quizás Isabel prefiera la habitación de las damas de la reina…, le preguntaré a Leonor —y, advirtiendo la sonrisilla del lacayo, puntualizó— de Guzmán, pues ella es la que se hace cargo del séquito de damas que acompañan a mi esposa.

Don Juan calló. Estaba claro que no iba a convencer al rey de permanecer a su lado. ¿Y acaso podría negarse a la invitación u orden, según se mirara? Suspiró. ¡Con las ganas que tenía él de llegar a casa y disfrutar de la playa en invierno! No había espectáculo más hermoso que ver una tormenta en alta mar desde tierra firme.

Por otro lado y bien pensado, a Isabel le vendría bien el trajín de la corte, hablar con gente, olvidar o, al menos, seguir con su vida normal de hasta entonces. Odiaba con todas sus fuerzas ver a su benjamina tan mustia desde la despedida apresurada de su hermana en Blair Atholl y, por qué no ser claros, de ese muchacho escocés, del que él había conseguido averiguar poco más que el nombre y que era la mano derecha de su yerno.

De Ayala sabía que, si apostaba la mitad de sus bienes a que el joven Mackenzie era la principal causa de la tristeza que se había adueñado del semblante de Isabel, no perdería ni una dobla ni un alfonsí. Últimamente apostaba demasiado a la ligera sobre hechos ante los que en otro tiempo ni habría opinado a causa de su habitual prudencia.

 

 

Al día siguiente, Don Juan marchó presto hacia territorio nazarí, con la intención de ser recibido lo antes posible por los diplomáticos del sultán. Había oído hablar del historiador Ibn al-Jatib y de un tal Abu al-Nuayn Ridwan, hombres con los que tendría que llegar a un entendimiento si querían gozar de una tregua. Estaba emocionado en cierto modo. No siempre podía tener ocasión de hablar con personas tan cultas e instruidas y, por raro que pareciera, no se sentía como un bicho raro como en la corte castellana cuando se tocaban temas de filosofía, astronomía o metafísica. Además, los castellanos no podían permitirse perder otros enclaves o terminarían perdiendo lo ganado en batallas gloriosas como la de la Estrella en Teba.

¡Qué tiempos! El solo recordar aquella batalla y la tragedia que vino después le hizo llorar en silencio durante horas, a caballo, sin apenas prestar atención a los valles y colinas que dejaba atrás. Agradeció el viajar solo esa vez, pues la misión debía ser alto secreto. Si lo conseguía, Don Alfonso le quedaría en deuda por siempre, pero si no…, solo se habría perdido la vida de un hombre y muy pocos sabrían por qué, cuándo ni dónde.

De Ayala añoró la paz de su pequeña casa a orillas del mar, a su esposa cada vez que venía a recibirlo, sobre todo en los últimos momentos en el que resplandecía en una bella madurez y dejando que creciera un nuevo hijo en su vientre… Lloró por ella y por su hija Elvira, tan dulce y primorosa como una flor de jardín sin espinas.

—¡Pobre de mí! —exclamó en voz alta, como si alguien que no fuera la naturaleza pudiera oírle.

El viento agitó las crines del caballo y le besó la cara con su aliento gélido. Las lágrimas se le secaban dejándole la cara ligeramente rígida. Los recuerdos le abofeteaban con una necesidad imperiosa de salir a flote después de tanto tiempo. La imagen de Leonor ocupó su pensamiento y se reprochó por el tiempo que habían perdido odiándose el uno al otro por algo que escapaba del entendimiento…

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Siempre había sido tan suya, tan salvaje… ¡Cuánto la echaba de menos! Rezó por ella una oración y pidió al cielo, a su esposa y a su hija Elvira, que la protegieran. También deseó que llegara pronto la primavera para vivir en paz y esperar el momento en el que llegara la hora de reunirse con ellas de nuevo y sus mejores recuerdos.

Era egoísta, no quería vivir más y lloró porque sabía que Isabel aún lo necesitaba a su lado. No obstante, pronto su pequeña haría su vida, encontraría a un buen hombre y él solo sería un viejo estorbo. La añoró, ella siempre lo había acompañado, lo había apoyado, había logrado que volviera a sentir algo después de aquel golpe tan duro.

También rememoró el sermón que le había dado a su pequeña en cuanto a hombres se refería justo antes de partir para tierra nazarí. Sonrió al poner en pie la reacción de sonrojo de Isabel, señal de que aún era virgen. ¡A Dios gracias! y su posterior protesta ante los detalles del coito. No podía dejarla en la ignorancia y no podía dejar que la sedujera cualquier capitán de tres al cuarto en su ausencia. Los dos se habían sonrojado como amapolas del campo. ¿Le perdonaría alguna vez haberla hecho pasar por semejante trance? Pero ella tenía que saber que los hombres se movían por bajos instintos y que una joven debía esperar a que fuera su esposo quien la desflorara y no cualquier otro. «¡Cuán largo se hace un camino cuando se va solo!», pensó.

Don Juan no supo que, durante su ausencia, Isabel se pasaría noches enteras llorando por un amor imposible, expuesta a unos roles absurdos cortesanos que la exponían como un adorno bello, deseable y envidiable, que, a cada día que pasaba, muchos eran los que preguntaban al rey por su futuro y la posibilidad de desposarla.

Tampoco supo que su ausencia se le habría hecho insoportable de no haber sido por la grata compañía de Leonor de Guzmán y las continuas atenciones de Don Alonso Ortiz, que no la dejaba ni a sol ni a sombra. Isabel añoraba Escocia… Esa tierra era como un veneno que se adentraba en los poros para no salir jamás. Ella sabía que algún día volvería a sus verdes campos sembrados de lilas, soñaba con ello… y con él.

La jaula del petirrojo
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