CAPÍTULO 35

EL REGRESO

 

 

 

Petersfield, Inglaterra, finales de octubre de 1335.

 

El camino a Southampton se hizo largo y sombrío, a pesar de que Ayden y Leena se veían radiantes por estar juntos de nuevo. Erroll no había abierto la boca ni para protestar ante las constantes meteduras de pata de Darren, señal evidente de que no atravesaba su mejor momento. Recordaba a la gata, lo llevaba marcado en el rostro y ninguno entendía por qué no daba media vuelta e iba a su encuentro, por qué se negaba a ser feliz.

Ayden estuvo tentado varias veces de coger al irlandés por la pechera y sacudirlo, pero era un alma en pena, un pobre diablo sin agallas o con demasiadas, visto lo visto. En el fondo de su corazón lo entendía, lamentablemente. Erroll no había olvidado aún a la condesa Stafford. ¿Lo conseguiría algún día? El veneno de esa maldita víbora aún corría por la sangre de su amigo y, hasta que no se curara definitivamente, no sería capaz de abrir los ojos y darse una oportunidad.

Observó extasiado cómo Leena dormitaba sobre su pecho y le dio un suave beso en su pelo anaranjado y de suaves tonos rojizos. A veces se pellizcaba el antebrazo para cerciorarse de que no era un sueño, que volver a estar con ella era real, una bendición del cielo tras tanta penuria. Azuzó el caballo un poco para no quedarse rezagado. ¡Era tan feliz! La abrazó un poco más fuerte y se sintió afortunado. El poder cabalgar con ella, bajo ese cielo ceniciento y augurando agua era lo mejor del mundo. Escuchó los balbuceos de su hijo y cerró los ojos dando gracias a Dios. Se sintió libre y en paz.

Mientras tanto, Neall acompañó un largo trecho a Susan, pendiente de que la joven no fuera a tener ningún percance con el caballo llevando a su sobrino en brazos. La joven era divertida y locuaz, a pesar de su apariencia tímida del principio. Mas cuando Leena la relevó en el cuidado del bebé, el joven Murray no dudó en excusarse de las señoras y en quedarse algo apartado y con aire ausente, quizás ensimismado en su bella morenita, a la que echaba mucho de menos y que había dejado en Escocia bastante contrariada. Se juró a sí mismo que la compensaría cuando volviese a tenerla entre sus brazos.

Mas de repente, y al pasar por un valle que daba a los elevados túmulos de Heath, una extraña nube negra pareció salir de la nada y enfilarse hacia ellos a una velocidad vertiginosa. Los caballos se asustaron y la comitiva tuvo que frenarlos en seco y apearse con premura, temiendo que se provocara una estampida. Neall estuvo atento y cogió a Susan en volandas, mientras que Ayden hacía lo mismo con su futura mujer y su hijo. Erroll y Darren se ocuparon de coger con fuerza las riendas de los caballos. Todo fue demasiado rápido como para conseguir organizarse más y cerrarse en círculo.

La bandada de cuervos negros los sobrevoló emitiendo un graznido ensordecedor que erizó el vello del más valiente de los escoceses y provocando el sollozo desconsolado del pequeño Cailéan. Leena lo resguardó entre el plaid y contra su pecho, susurrándole frases dulces para devolverle el sosiego al pequeño, a la vez que se cobijaba ella en el de su gran oso. Ayden la apretó con fuerza, sintiendo el cuerpo de las dos personas que más quería descansar sobre él.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Darren persignándose y acercando el caballo al de su hermana en cuanto hubo pasado la nube de pájaros.

—No lo sé, pero nunca había presenciado en mi vida algo semejante —contestó Ayden, mientras se interesaba por el bienestar de Susan y Erroll y se fijaba en el rostro blanquecino de Neall—. ¿Qué os ocurre, bràthair?

—No lo sé —le contestó Neall tembloroso y lívido como un muerto—. Ha sido todo muy extraño…

Erroll guió las riendas de su caballo hacia donde estaba su amigo y le puso una mano en el hombro para tranquilizarlo. Estaba preocupado, hacía mucho tiempo que no lo veía con tal desasosiego. Muchas veces había vivido con Neall las pesadillas que le habían atormentado el sueño y pidió a Dios que no volvieran a desvelarle, pues habían estado a punto de volverle loco por la falta de descanso. Sin embargo, que en ese momento estuviese además despierto y con los mismos síntomas, le inquietó.

El sudor perlaba el rostro de Neall como si tuviera fiebre y las manos le temblaban a pesar de que se afanaba por sujetar las riendas de su caballo. Darren se mantuvo cerca, pero palmeando los cuartos traseros de la bestia de guerra para que no fuera a espantarse al percibir el temor en su amo. Susan se quedó de pie al lado de Neall, con el rostro tan brillante como él.

Leena mojó un pañuelo limpio con agua de su pellejo y se lo pasó al irlandés para que le refrescara el rostro a su futuro cuñado, mientras le pellizcaba las mejillas a Susan para devolverles el color.

—¡Bràthair-cèile, por Dios bendito, parece que habéis visto un ánima! Estáis asustando a la pobre Susan.

La joven esbozó una ligera sonrisa, casi imperceptible y agarró la manita regordeta de Cailéan, buscando poder relajarse con el contacto del bebé. Sin embargo, Neall no reaccionaba, ni siquiera porque fuera la primera vez que Leena se dirigía a él como si ya fuese la mujer de su hermano. Ayden inevitablemente sonrió, aunque no apartó ni un instante la mirada de él.

Finalmente, y viendo que no le entraba el alma en el cuerpo, el mellizo Murray apartó al resto del grupo con la excusa de dar de beber a las bestias en un charco cercano y dejó un rato a Neall a solas con el irlandés.

—No es normal en vos esta reacción estando despierto. ¿Qué habéis sentido? —le preguntó Erroll en cuanto los otros se hubieron ido un poco más lejos.

Neall lo miró con los ojos turbios y se mordió el labio hasta hacerse sangre. Erroll le susurró un: «tranquilizaos, caraid, ya pasó», a sabiendas de que sus palabras caerían en saco roto. El más joven de los Murray asintió sin convicción, miró al gran túmulo de arena y piedras y se estremeció. Erroll lo abrazó con fuerza, insistiéndole en que se tranquilizara, que no estaba solo. Neall volvió a asentir antes de acabar fijando su vista al suelo y decir:

—He sentido la muerte. La he sentido como aquella vez cuando vi caer a Leonor por el acantilado de las Bullers de Buchan… La he sentido… —repetía en un extraño trance.

Un escalofrío sacudió de la cabeza a los pies al irlandés. Él siempre había sido muy respetuoso con esos temas que se escapaban de cualquier explicación racional. Las premoniciones y la muerte eran dos de ellos. Acabó maldiciendo por lo bajo.

—¿Cómo es posible? —preguntó apenas sin voz.

—No lo sé, pero la he visto y sentido…

Erroll miró a su alrededor con desconfianza, intentando buscar una explicación a lo que Neall le había dicho, pero nada. Bufó y se frotó la cara con ahínco. Después le hizo una señal al resto del grupo para que se prepararan para emprender la marcha y le susurró a Neall con un tono desenfadado:

—Mejor será que nos vayamos pronto de aquí... No conviene ser agoreros en lugares sagrados y mucho menos nombrar un destino tan siniestro. ¿No creéis?

Neall apretó los labios para no decir nada más, echó un vistazo a la extraña colina, tumbas de ancestros, y se persignó. Todos se subieron a los caballos y, cuando aún no habían avanzado más que un corto trecho, el sonido de otras bestias a galope tendido los alertaron e hicieron que se pusieran en guardia.

Los desconocidos eran tres y venían por el camino de Southampton. A simple vista, no parecían soldados de Eduardo Plantagenet, y los escoceses y Susan suspiraron tranquilos. Tendrían serios problemas de encontrarse con un destacamento militar, por muy pequeño que fuese, ya que las mujeres no llevaban salvoconducto ni acreditación alguna que atestiguara quiénes eran ni de dónde procedían. Por ende, los cabellos pelirrojos de los hermanos Stewart eran como un reclamo a gritos para esos malditos sassenachs.

Tras unos instantes de inquietud, Leena alzó la voz con tono inseguro, dirigiéndose a su amado:

—¿Ese no es…?

—Lockhart —sentenció él con un tono casi interrogante y asintieron ambos.

—¿Qué demonios hace aquí? ¿No estaba en su tierra, en Ayrshire?

A Ayden le sorprendió la expresión resuelta de ella y contuvo la sonrisa en sus labios. Volvía a ser la misma de siempre: dicharachera, burlona, sensual… y de opinión clara y lúcida. En definitiva, la mujer de la que se había enamorado desde niño y de la que no podía sentirse más orgulloso y feliz. Sin embargo, al mirar a su hermano, cambió el gesto y se recriminó el estar en ese nimbo de felicidad de forma perenne, como si no le importara otra cosa.

Al menos se alegraba de que el pequeño susto hubiese despertado de su letargo al irlandés, incluso estuvo a punto de ir dónde Erroll para saber algo más sobre su hermano antes de que llegara su cuñado. Era lo menos que podía hacer por Neall tras tantos desvelos.

Para Ayden, la llegada de Sir Lockhart solo podía significar dos cosas y ninguna de las dos era buena. Rezó una oración breve en silencio para que desapareciera el extraño resquemor que le oprimía el pecho. Por su parte, Neall Murray se mantuvo quieto y expectante como un halcón ante su presa, intentando mantener inútilmente una pose contenida y despreocupada ante la presencia del caballero escocés.

El resto de la pequeña comitiva suspiró tranquila al saber que eran amigos los que venían. El grupo de tres personas, encabezadas por el Laird Lockhart, llegó a donde ellos estaban y los saludaron afables, como si hubiese sido lo más normal del mundo encontrárselos en aquel valle, aunque el rostro de Symon evidenciaba algo bien distinto, indescriptible y sombrío.

Ante esa sospechosa actitud, Neall no solo no mejoró el propio estado de su semblante, sino que creció en él un sentimiento de desconcierto, de ira incluso. Como buen previsor que siempre había sido, Ayden se interpuso entre ambos hombres al ver que su hermano resoplaba y se pasaba las manos por los cabellos con fuerza cuando Symon se bajó de su montura. ¿Cuándo iban a dejar esa rivalidad entre ellos? Los demás lo imitaron, salvo Neall, que puso voz a la pregunta que se hacían todos.

—¿Qué hacéis vos aquí? ¿Y ellos?

El joven capitán no salía de su asombro. ¿Cómo no estaba salvaguardando a su hermana y a su esposa? Fuera lo que fuera, mejor tratarlo con los pies en el suelo. Al final, accedió a descabalgar de nuevo. Así no llegarían nunca a la ciudad costera de Southampton. Se fijó en las dos personas que acompañaban a Symon y a punto estuvo de soltar un exabrupto al reconocer a Malen. ¿Qué hacía ella con su cuñado y en Inglaterra? Al tercer hombre que completaba el pequeño séquito no lo conocía, debía de ser el segundo del Laird Lockhart, pero… ¡qué diablos! ¿Malen?

Neall dio un paso al frente con los puños apretados y lívidos. Quería explicaciones y las quería ya. Ayden lo contuvo apoyando la palma de su mano sobre el pecho de su hermano. Si su cuñado no daba una respuesta convincente y pronto, de seguro que nadie lograría impedir que Neall le rompiera la nariz de un único puñetazo. Aún recordaba el que él se había ganado por permitir que Leonor entrara en Rowallan sola a rescatar a Elsbeth.

Y si Neall no lo hacía…, de seguro acabaría haciéndolo él mismo, porque dejar a las mujeres solas con media Escocia en guerra era imprudente y temerario. Eso hasta el más tonto lo sabía y su cuñado, un caballero de pro, no era precisamente tonto. ¿Les habría pasado algo a Elsbeth y Leonor? Se puso en lo peor. Por cómo rehuía la mirada de su hermano, Ayden supo que se trataba de la española.

—Viendo que os demorabais tanto en el regreso, he venido a buscaros yo mismo —afirmó con solemnidad el caballero, sacudiéndose de los guantes el polvo del camino.

Ayden blasfemó por lo bajo. Justo el tipo de contestaciones que le hacían hervir la sangre hasta a un lagarto. ¡Estupendo! Contó hasta tres y, como Neall parecía estar contando más que él, se adelantó.

—Hablad claro, Symon. ¿Qué ha ocurrido tan importante como para venir a nuestro encuentro? —preguntó el mellizo impaciente, temiendo que su hermano se perturbara aún más.

—Tuve un sueño.

—¿Tuvisteis un sueño y os cruzáis un país en guerra para contárnoslo? —le preguntó jocoso Darren, que tampoco salía de su asombro.

—En mi sueño apareció un Cù Sìth79 —sentenció el Laird Lockhart mirando por primera vez a Neall a los ojos y callando al resto.

El resto de escoceses lo miraron con asombro y Leena se abrazó a Cailéan con premura, totalmente desconcertada. Susan miró a su amiga sin entender, pero la pelirroja no parecía estar en condiciones de explicarle qué era ese Cù Sith. La inglesa observó el rostro de cada uno de los presentes y se asustó. Ella no era supersticiosa, pero después de lo vivido con esa bandada de pájaros… La incertidumbre la llevó a dejar su habitual prudencia y a preguntar.

—¿Un Cú Sìth, qué es eso?

Erroll dijo con voz temblorosa:

—Algo que mejor no nombrarlo para que no aparezca, pues presagia la muerte.

Ayden masculló un: «dejémoslos a solas», entendiendo perfectamente que Sir Symon Lockhart no se habría atrevido a venir a su encuentro si no fuera por una razón de peso y no solo por un sueño. El único motivo para dejar a su esposa, su tierra y su país no podía ser otro que Leonor. El grupo se quedó apartado y en silencio, a la espera de que ambos hombres resolvieran sus cuitas.

—Decidme que mi esposa está bien. Vuestro sueño me importa muy poco, francamente, Symon.

—No sé si está bien.

Esta vez, Neall lo cogió por el cuello de la camisa y lo acercó como si fuera un muñeco de paja a pesar de la envergadura de su cuñado.

—¿Qué queréis decir con que no lo sabéis?

—Lo que habéis entendido y, si no os calmáis, juro que me iré yo solo en su busca y a donde sea.

—¿Qué? —le preguntó tan airado que lo tiró de espaldas al suelo.

Neall se llevó la mano al pecho, incapaz de respirar.

—Calmaos, Neall. Así no arreglaremos nada —le sosegó Ayden tras dedicarle una furibunda mirada a su cuñado, que estaba en el suelo y embarrado.

—Él… —Neall no conseguía hablar y las lágrimas amenazaban con velar sus ojos.

—¿Qué le habéis dicho?

—Aún nada… —se excusó el caballero mientras se levantaba y se sacudía las ropas.

—Hablad u os juro que lo lamentaréis por los restos —le amenazó Ayden, que no podía seguir viendo a su hermano en ese estado.

Sir Lockhart comenzó a contar la historia. Los cada vez más habituales desencuentros de Elsbeth y Leonor por nimiedades y el fatídico día en el que la melliza Murray había discutido en público con ella. También les explicó cómo pensó que todo se solucionaría tarde o temprano, que el haberse ido con Mackenzie sin dejar el más mínimo rastro era producto del enfado, pero que volvería al cabo de unos días como siempre había hecho.

Ayden se compadeció de su cuñado. Había estado entre dos aguas y eso no era plato de buen gusto para nadie. Todos sabían los lazos sentimentales que le unían aún a la española, la lealtad y el amor que le profesaba a su hermana y lo difícil que habría sido lidiar entre ambas. Sin embargo, el que lo compadeciera no solucionaba nada. Leonor estaba embarazada y había sido imprudente. ¿Cómo se le había ocurrido dejar Ayrshire con la única compañía de Mackenzie por un simple rifirrafe? Resopló. Neall seguía en shock y él tenía que tomar las riendas para saber qué hacer.

—¿Tenéis alguna pista de su paradero?

Symon asintió, rebuscó entre sus ropajes y le tendió un sobre lacrado y abierto a Ayden, mientras que Neall se llevaba las manos al rostro, ocultándoselo.

—No lo entiendo… —le dijo el mellizo devolviéndoselo.

—Es una carta de Isabel, por eso no la entendéis. Por lo que cuenta, ha habido más. He preguntado a mis hombres y me lo han confirmado. Esta llegó dos semanas después de que Leonor y Alex se marcharan. Hasta entonces removí cielo y tierra por hallarla, os lo juro, pero no encontré ninguna pista que fuera fiable sobre su paradero. Desesperado, he tenido la osadía de leer la carta y su contenido ha confirmado mis sospechas.

—¿Qué sospechas?

—Ha marchado a su tierra a ver a su hermana, quizás quiera estar acompañada por su familia llegada la hora del parto.

—Ella no se iría por estar acompañada a pocos meses de dar a luz —intervino Neall—. Me lo habría dicho, pues su deseo era venir con nosotros a Inglaterra y no el de regresar a su tierra. Tampoco se habría ido por una mera discusión con Elsbeth. Si no tuviera una verdadera razón de peso que la respaldara, Mackenzie la habría disuadido.

—Cierto, Leonor no se expondría… —comenzó a decir Ayden y su hermano continuó.

—Salvo que pensara…

—Que Isabel se encuentra en verdadero peligro —terminó de decir Lockhart.

—Cierto, Alex está enamorado de ella. Él mismo me lo dijo, aunque estaba resignado a no volver a verla —masculló Neall pensativo.

—¿Quién nos lo iba a decir? ¡El picaflor enamorado! —exclamó Ayden que perdía un poco el hilo de la conversación.

—Torres más altas han caído, bràthair-cèile.

—¿Y cuál puede ser el motivo?

El Laird Lockhart se encogió de hombros, aunque los hermanos Murray supieron al instante que les estaba ocultando algo.

—¿Y cómo se lo ha tomado Elsbeth? —preguntaron ambos hermanos casi al unísono.

—Vuestra hermana está de los nervios. No come, no duerme…, por lo visto, el día del enfado, deseó con todas sus fuerzas que Leonor desapareciera de su vida y se siente la causante de todo mal. Mi situación con ella tampoco es que mejore…

Neall se frotó de nuevo el rostro. No le gustaba oír que su hermana se encontraba en semejante estado, pero mucho menos que había deseado que su esposa desapareciera. De solo nombrarlo, se le erizó el vello de la piel.

—En la carta, Isabel nombra a alguien que la acechaba, una especie de sombra que no da la cara. No detalla mucho más.

Ambos hermanos se quedaron perplejos unos instantes.

—¿Una sombra decís? —le preguntó Neall intrigado y dejando esa actitud pesarosa a un lado.

—¿Sabíais algo de eso, bràthair?

—No, pero cuando nos sobrevolaron los cuervos, cuando ellos pasaron sobre nuestras cabezas, vino a mi mente una imagen. Era la de una figura encorvada, enjuta y mezquina. Apenas pude distinguir sus rasgos, pero supe que se trataba de una mujer y que acechaba a mi esposa.

—¡Oh, vamos! —exclamó Ayden, aunque al ver que tanto su hermano como su cuñado coincidían por primera vez en algo, calló.

—Cuando soñé con el Cù Sìth tuve la misma sensación funesta y lo acompañaba una mujer como la que describís. Además, Isabel habla de que ha dejado de tener la sensación de que la seguían y de que se sentía más tranquila. ¿Podría tratarse de la misma persona?

—Demasiadas coincidencias… ¿No creéis? —intervino Ayden, que pensaba que su hermano y su cuñado se estaban volviendo definitivamente locos.

Los tres se quedaron callados, sumidos en sus pensamientos e intentando procesar toda la información. Ayden sabía que algo no encajaba, algo le estaba ocultando su cuñado…

—¿Por qué Malen viene con vos? —sondeó Ayden intentando atar cabos.

—En Ayrshire la acusan de haber envenenado la relación entre Elsbeth y Leonor y no la quieren allí. Temí un linchamiento o algo peor y le pedí que nos acompañara.

—¿Qué hay de cierto en esos rumores? —preguntó Neall desconcertado, pues conocía bien a la rubia y no era mujer de ir estropeando amistades.

—Vos lo habéis dicho: son rumores. Malen habrá tenido la vida que haya tenido en otro tiempo, pero desde que vino con vuestro clan ha sido una mujer ejemplar, dedicada a la cestería y a la recolección de frutos —Symon hizo una pequeña pausa antes de continuar hablando—. Elsbeth y ella no se han llevado nunca bien, es cierto, pero con Leonor terminó forjando una gran amistad.

—¿No nos retrasará el viaje? —preguntó Neall.

—¿Acaso vais a ir a Malaqa sin saber si están o no allí? ¿Os habéis vuelto loco, bràthair?

—Son dos malditas premoniciones, Ayden. Removeré cielo y tierra hasta encontrarla. ¿Acaso creéis que podré descansar hasta que no lo haga?

—Neall tiene razón, Ayden. No hay tiempo que perder. Zarparemos desde Southampton rumbo a Sevilla.

—¿A Sevilla?

—Sí, la corte del soberano castellano está allí. Dudo que Don Alfonso XI prescinda del talento de vuestro suegro. Asimismo, de no estar, iremos a Malaqa en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Cuándo? —preguntó Ayden, sabiendo que estaba todo decidido por mucho que le pesase.

—Mañana mismo. No hay tiempo que perder.

La cara de preocupación de su cuñado le dejó claro al mellizo que había algo más, algo que se había guardado y que no quería decir delante de él. Ayden se excusó y se fue con el resto del grupo a notificar el cambio de planes de su hermano, así Symon hablaría sin tapujos. Cuando el mellizo informó al resto de las intenciones de Neall, Erroll no parecía estar muy de acuerdo, pero Ayden terminó por convencerlo. Entretanto, Neall enfrentó a Symon y lo miró directamente a los ojos. Quería la verdad, por muy descorazonadora que fuese. Él también se había dado cuenta de que había algo más.

—Decidme de qué se trata, bràthair-cèile. ¿Qué ocurre? Sé que no nos habéis contado todo.

Su cuñado estaba realmente asustado. Un hombre curtido en mil y una batallas mostrándose esquivo y tembloroso. Se había cruzado medio país en guerra y se había adentrado en el del enemigo por una razón de peso y, por su gesto, nefasta. «¿Qué hombre se arriesga a tanto cuando le han puesto precio a su cabeza?», se preguntó cada vez más preocupado Neall, agriado por el nerviosismo del Laird Lockhart.

—Hablad sin demora, ¡por Dios! No me tratéis por tonto u os lo sonsacaré como sea —siseó Neall, apretando la mandíbula y los puños.

—Es cierto, hay más —respondió el caballero tajante y con un tono desesperado.

Sir Lockhart cogió aire y resopló, mientras se refregaba los ojos un poco y se recogía el pelo en un moño con una cinta. Neall dio un paso hacia él harto de la demora y su cuñado levantó una de sus manos en son de paz y la otra rebuscó en sus bolsillos algo que no tardó en sacar. Neall le arrebató el papel de las manos.

Esa es de Leonor…

Neall lo miró con el entrecejo fruncido, sabía perfectamente que era de su mujer, pero no la entendía.

—Está en castellano.

Y se maldijo por no haber sido tan aplicado en el idioma de su esposa como Mackenzie…

—Sí, es una respuesta a una de su hermana, quizás a la última que ella recibió.

—¿Por qué la tenéis vos? ¿Qué dice? —preguntó con inquietud, tocando el pliego de papel casi con devoción.

—Debió de escribirla antes de tomar la determinación de irse.

—¿Y qué dice?

—Que no se preocupe, que volverá a dar luz a su vida.

—Eso significa…

—Que si ha regresado allí es con la intención de eliminar a ese demonio.

Neall blasfemó una y mil veces.

—¡Pero si está embarazada! ¿No debería estar cansada, o bordando, o…?

—¿Leonor bordando? ¿Estáis de broma?

Ambos se rieron sin ganas. No era para menos. Neall acababa de enterarse de que su esposa se había hecho unas mil setecientas millas hasta Sevilla, embarazada y dispuesta a interponerse en el camino de algún depravado que quería amedrentar a su padre y a su hermana, con algún inexplicable fin.

—¿Quién puede ser esa mujer, de ser mujer, claro? —preguntó el halcón.

—No lo sé. Don Juan nunca me habló de tener enemistades, ni siquiera en la corte, con lo comunes que son debido a su cargo y posición. Tampoco ellos tienen servicio, pues la intención de Don Juan es tener un hogar a orillas del mar en Malaqa y otro junto a nosotros, más al norte.

—¡Y tan al norte! —exclamó Neall intentando tranquilizarse y quitarle hierro al asunto. En ese estado, de poco le serviría a su mujer.

—Entonces, ¿a qué vendrá ese acecho? ¿Y de quién?

—No lo sé, mi querido amigo, pero lo averiguaremos.

—¿Por qué habéis querido mantener a Ayden al margen?

—Acaba de recuperar a la madre de su hijo. Si supiera lo peliagudo de la situación, ¿creéis que no querría acompañaros como vos habéis hecho?

—Ciertamente, lo querría.

Se quedaron en silencio unos segundos. Finalmente, Sir Lockhart preguntó con tiento:

—¿No eran mellizos? Porque ese pequeñajo tiene su misma cara… pero, ¿qué ha pasado con el otro?

—Es largo de contar.

—No os preocupéis, Neall, tendremos tiempo de ponernos al día en el barco. Partiremos muy pronto.

—¿Cómo sabíais que me encontraríais aquí?

—Así me fue revelado.

—¿En el sueño?

El caballero asintió. Parecía pensativo y con pocas ganas de seguir hablando, en cambio, a Neall le dio justo por lo contrario a causa del nerviosismo.

—¿Creéis que esa sombra es la razón por la que Leonor se fue sin avisar?

El silencio de Sir Lockhart se le clavó como un puñal. Conocía demasiado bien a su cuñado, seguía ocultándole cosas. Pero, ¿el qué? ¿Qué podía haber peor de lo que ya le había contado? Indagó.

—¿Acaso hay más?

Symon apretó los labios y desvió la mirada para no delatarse o para ganar tiempo quizás. ¿Cómo decírselo? ¿Cómo?, se preguntaba, mientras asentía sin atreverse a pronunciar palabra. Neall no aguardó más, su paciencia era finita y, como respuesta, lo cogió del cotun con violencia. A punto estaba de zarandearlo para que hablara, cuando su cuñado le dijo totalmente descorazonado:

—Para lo que aún debo contaros, debéis juradme que estaréis tranquilo, Neall —prosiguió Sir Lockhart, intentando poner en orden sus ideas para saber qué decirle y cómo decírselo.

Neall asintió y lo soltó.

—Cuando al día siguiente descubrimos que Leonor se había ido con Mackenzie, hice una batida para encontrarlos sin resultado alguno. Solo hallamos esto en el camino que da al rio…

Neall miró el pañuelo burdamente cosido y supo que era de ella. Estaba manchado, pero no se atrevió a preguntar de qué por miedo a saber la respuesta. Su cuñado prosiguió:

—En nuestro clan hay una mujer sabia. Ella lee en las raíces de los árboles y en los posos que dejan las hierbas. Es muy venerada allí por sus predicciones, sus aciertos y por sanar a la gente...

Neall suspiró. Sus pensamientos estaban ya muy lejos, en una tierra desconocida, junto a su amada. Se había quedado más tranquilo sabiendo que Alex la acompañaba, a pesar de esa maldita sombra que sabía le robaría el sueño de ahí en adelante. Sin embargo, la expresión de preocupación de su cuñado no había cambiado en absoluto. Sabía la poca gracia que le hacía que el picaflor Mackenzie fuera el custodio de su mujer, pero él confiaba en su segundo, se lo había demostrado con creces e intuía que, si no metía mucho la pata, pronto serían cuñados. Sir Lockhart siguió hablando, pensando que su silencio no se debía a otra cosa que al impacto de la noticia.

—Le di el pañuelo para que me adivinara su paradero y solo me dijo que no era un pañuelo limpio, que nada podía hacer si tenía sangre.

Neall volvió a mirar extrañado el paño. Él conocía muy bien la sangre, había estado en muchas batallas y que lo aspasen si esas manchas lo eran.

—¿Cómo va a ser esto sangre?

—Eso dijo. No le presté atención, pensando que se le había ido la cabeza de tanto querer leer en donde nada hay escrito.

—¿Por qué me lo contáis entonces?

—Porque airada me gritó: ¡su esposa, la de los cabellos del sol, sabe que estoy en lo cierto!

—Elsbeth…

—¿Qué tiene que ver mi hermana con todo esto? ¿Acaso no fue un simple enfado entre ellas?

—Ellas…, ellas se enfadaron, ya os lo he dicho. Vuestra hermana llevaba días desquiciada. Sigue obsesionada con quedarse embarazada y Leonor…, el estar Leonor en estado no hacía más que empeorar la situación. Cada vez que defendía a vuestra esposa a ella se la comían los celos —Sir Symon Lockhart tuvo que parar visiblemente conmocionado. Tenía un nudo en la garganta y estaba al borde del llanto. Neall se preparó para lo peor—. Jamás tocaría a vuestra esposa, ¿lo sabéis verdad?

Neall asintió. Sabía lo mucho que la había querido, que habría dado la vida por ella de ser necesario. Sin embargo, también sabía que amaba a su hermana y que era un hombre de honor. ¿Acaso Elsbeth estaba perdiendo el juicio? ¿Qué demonios había pasado? Sir Lockhart prosiguió:

—Como os decía, vuestra hermana le dijo cosas horribles llevada por los celos esa mañana en su cabaña. Sí, no me miréis así. Leonor prefirió no vivir en el castillo apenas os habíais ido, quizás previendo el desasosiego que su estado de buena esperanza generaba en mi esposa. A Elsbeth le molestaba absolutamente todo lo que Leonor hacía y lo que no hacía también.

—Algo había oído… —le interrumpió Neall para que Symon cogiese fuerzas para seguir hablando.

—Sí, yo también. Ya me habían alertado algunos de mis hombres con los rumores al respecto, avisados por sus esposas o porque lo presenciaran ellos mismos, pero creí que eran chismes de viejas, carnaza para pasar el rato y olvidarse de la batalla y de lo que podría habernos pasado de no haber dado la orden de retirada Lord John de Elthan a tiempo. Sin embargo, hay quien dice que…

Neall alzó una ceja y resopló. Era cierto que habían estado cerca esa vez de no contarlo, pero… ¿qué tenía que ver con ellas dos? A Ayden y a él les preocupaba que su hermana no hubiese sido capaz de recuperarse del secuestro y la subasta sufrida en Rowallan, que la aparente normalidad fuese fruto precisamente de un espejismo insondable. Sus peores temores estaban siendo confirmados.

Quizás deberían haber aguardado más a que se recuperara emocionalmente antes de enrolarse en un matrimonio deseado, por supuesto, pero precipitado después de todo lo que había acontecido. Todo parecía haberse tejido de manera maliciosa alrededor suya: el secuestro, la pérdida de Blair Atholl, la inminente guerra, la desaparición de Leena y el anhelar hasta la locura la llegada del primogénito…

—¿Y qué dicen? —preguntó Neall intrigado y dejando a un lado las conjeturas.

—Que Elsbeth culpa a Leonor de su estado yermo y que la han oído desearle la muerte en más de una ocasión.

—¡Mi hermana jamás haría una cosa así! —bramó iracundo Neall sin dar crédito. Una cosa era que deseara que desapareciera, que ya clamaba el cielo y con la que tendría una larga charla, pero desearle la muerte… De ser cierto, su hermana había perdido el juicio.

—Esa mañana lo hizo delante de mí. Lo hizo, Neall, yo lo oí. ¡Incluso se puso feliz al saber que se habían ido a la mañana siguiente! Más aún cuando le eché en cara lo que la vieja sabia me había dicho y le enseñé el pañuelo… Demudó el rostro y no volvió a hablar desde entonces.

Neall no salía de su asombro. Se apresó los cabellos entre los dedos y tiró con fuerza, como si quisiera despertarse de una pesadilla…

—¿No habla?

Symon negó.

—¿Y quién le va a explicar el por qué no lo hace cuando Ayden llegue a Ayrshire?

—Mi hombre de confianza no viene con nosotros. Él regresa con vuestro hermano. Iremos solo con Malen.

—Decidme que no hay más.

—No, no lo hay.

 

 

Southampton, Inglaterra, al día siguiente.

 

El revés de la noticia de la desaparición de Leonor hizo que su última noche juntos en Southampton se ensombreciese y fuese anodina. Neall prefirió dormir al raso, al cobijo de las estrellas, en una necesidad imperiosa de sentir el frío en las sienes y meditar sin distracciones, de sentirse solo y de pensar en ella, solo en ella. El resto se mantuvo en silencio en el interior de la posada como velando a un muerto, justamente lo que ninguno quería. Si a la española le sucediese algo, Neall… Nadie quiso ser agorero, pero la pena les horadaba en el alma.

A la mañana siguiente, Symon, Malen y Neall emprendieron rumbo a Sevilla. La despedida fue breve a petición de este último. Ayden lo abrazó con fuerza, angustiado por verlo tan ojeroso, y sin darse cuenta, le dijo:

—Pase lo que pase, volved.

Neall asintió y se despidió con un abrazo de Erroll. Al resto, con una simple inclinación de cabeza. Leena tenía los ojos brillantes y se mordía el carrillo para aguantar las lágrimas. Mucho habían hablado su futuro esposo y ella esa noche y ambos coincidían en lo mismo. Temían por Neall, por lo que pudiera encontrarse o por lo que dejara de encontrar. Leonor era su vida.

Ninguno del pequeño grupo se apartó de la orilla hasta que el barco fue un mero punto en el horizonte. Susan se despidió de los hombres para dar de mamar al pequeño y Leena la acompañó a la posada. Al poco rato aparecieron Darren, Erroll y Ayden.

—¿Y nuestro nuevo amigo? —preguntó la pelirroja mientras ayudaba al pequeño a expulsar los gases con pequeños brinquitos, apoyándolo en su hombro.

—Se ha quedado en el puerto, averiguando sobre los pasajes, piuthar —le contestó Darren, a la vez que pedía una jarra de cerveza caliente para entrar en calor.

—Una ronda para la mesa, por favor —solicitó Erroll con una media sonrisa, lo que para el irlandés venía siendo un notable esfuerzo últimamente.

—¿Creéis que lo conseguirá? —preguntó Leena inquieta y bajando la voz.

—No lo sé. Están pidiendo salvoconductos y vosotras no tenéis. Habrá que recurrir a la vía de los sobornos, pero tampoco es que tengamos mucho…

A Ayden no le había hecho ninguna gracia eso de llevar un custodio con ellos. Las tonterías de su cuñado, que a veces se excedía de caballeresco. Le había hecho sentir un niño pequeño y le molestaba tener a alguien más a su cargo al que proteger. Sin embargo, cuando el hombre vino con la información necesaria para adquirir los pasajes para el puerto de la Isla de Arran, no le pareció tan mala idea llevarlo con ellos.

—Ya en Kingscross, tendremos que buscarnos la forma de que nos acerquen a Saltcoast o a Ayr. Imposible encontrar pasajes directos. Además, el puerto está atestado de sassenachs… —Se puso colorado al percatarse de que Susan era inglesa—. Disculpadme, señora, no era mi intención ofenderla.

—No os preocupéis. Entiendo que mis compatriotas no se lo pongan fácil a un escocés con aspecto fiero. ¿Me permitís que yo lo intente?

El hombre volvió a ruborizarse y asintió.

—Perderéis el tiempo, nighean. De esos no sacaréis nada más, pero id, vamos… Todos los sassenachs sois igual de arrogantes. En vuestra casa deberíais estar y atendiendo a vuestro esposo en vez de…

—Ya es suficiente —cortó secamente Ayden la conversación.

Coincidía con el hombre en que sería muy difícil encontrar pasaje para seis adultos y un bebé sin más. Pero si la joven se ofrecía a intentarlo… ¿Por qué no?

—Dejadme a Cailéan, Leena, por favor —replicó Susan, a su vez y obviando el comentario del bravucón.

La pelirroja le dejó al pequeño sin poner ninguna objeción. Ayden las miró confundido. ¿Para qué quería llevarse al niño? Aunque le hubiera gustado decir algo al respecto, calló. Al fin y al cabo, quién mejor que Leena, que se había valido sin él todos esos meses, para decidir algo tan nimio como si debía dejarle o no su bebé a Susan para tal menester.

El hombre de confianza de Lockhart acompañó a Susan a la puerta aún malhumorado y desde allí le señaló al capitán de uno de los barcos y al intendente de otro, pues a ellos tendría que dirigirse si quería conseguir los pasajes que los llevaran de vuelta a casa. A continuación, se cruzó de brazos, dejando muy claro que no pensaba que lo consiguiera.

Susan no dijo nada más, se recolocó el corpiño y sonrió con sencillez, iluminando su rostro con el simple gesto. El segundo de Lockhart le devolvió una especie de mueca bobalicona y, al darse cuenta de lo fácilmente que había caído en los encantos de la mujer, se envaró y puso un rictus serio.

El grupo se situó cerca de la puerta de la posada. Todos estaban expectantes y ávidos por saber qué haría la joven para conseguir los pasajes. Incluso hacían sus cábalas de lo que haría o dejaría de hacer antes de que la inglesa llegara a donde le habían indicado.

—¿Confiáis en ella? —preguntó el hombre de Lockhart a Leena, aunque no hubiese pronunciado su nombre.

—Por supuesto.

—¿Tanto como para dejarle a vuestro hijo a una sassenach y exponernos a todos a que nos denuncie?

El tono del hombre no le gustó a la joven madre y le contestó como se merecía, con la barbilla altiva y desafiante. ¿Quién se había creído ese botarate que era ella?

—Tanto y más, señor.

El hombre gruñó como respuesta y volvió a la mesa. No le gustaban las mujeres marimandonas del estilo de su hermana y de su madre, aunque no le hubiese importado meter en cintura a una como la pelirroja… Darren y Erroll lo imitaron, quedando solo los padres de Cailéan en la puerta. Ayden le susurró a su futura mujer:

—¿Creéis que lo conseguirá?

—Lo ha conseguido ya, mirad.

Ayden miró a la joven con detenimiento, con una mano sujetaba al pequeño Cailéan a su cadera con firmeza y con la otra se llevaba tras la oreja un mechón de cabello con una tímida sonrisa. Los dos marinos no dejaban de tener atenciones con ella y había una extraña disputa entre ellos. Al final, uno de ellos se fue haciendo aspavientos y ella regresó donde sus amigos.

—Decidme, ¿lo habéis conseguido? —preguntó Leena a sabiendas de la respuesta y cogiéndole al bebé de los brazos.

Cailéan hizo palmitas y Leena le recolocó la pelusilla rubia y ondulada que tenía por pelo.

—Sí. Seis pasajes directos a Ayr —afirmó con la misma sonrisa brillante con la que se había ido.

—Pero somos siete… ¿O el niño no cuenta? —intervino Ayden.

—¡Claro que cuenta, mi señor!

—¿Entonces? —preguntó el capitán escocés, rascándose la incipiente baba.

—Soy una pobre mujer que no sabe de cuentas y yo solo he pedido seis… Vuestro custodio podrá hacer la travesía con transbordo como tenía planeado —replicó coqueta.

Leena se echó a reír y Ayden tardó en darse cuenta de que la maldita inglesa lo había hecho a posta. Se sumó a las carcajadas, haciendo que el resto de hombres volvieran donde ellos.

—¿Qué ocurre?

—Tenemos pasajes a Ayr.

—¿En serio? —preguntó el bravucón anonadado—. ¿Y cuándo partimos?

Leena, Ayden y Susan volvieron a mirarse fugazmente y rompieron en carcajadas sin poder evitarlo. Por fin regresaba un soplo de aire fresco a las vidas de Ayden y Leena después de tanta fatídica vicisitud. La vuelta a casa era ya un hecho y las ganas de pisar Escocia harían de las horas previas al embarque puro tedio.

El capitán escocés miró a su amada con ojos enamorados. ¡Cuánto había soñado con ese momento! ¡Cuánta penuria vivida que olvidar! Desterró de su corazón esos malditos recuerdos. Era hora de mirar hacia delante, de sonreírle a la vida y de ser feliz. Se pellizcó la muñeca para saberse despierto. Sí, era feliz. Aún había mucho camino que recorrer, pero lo harían juntos, unidos, como la familia que eran.

¿O acaso era lícito pedir más?

La jaula del petirrojo
titlepage.xhtml
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_000.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_001.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_002.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_003.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_004.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_005.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_006.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_007.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_008.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_009.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_010.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_011.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_012.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_013.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_014.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_015.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_016.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_017.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_018.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_019.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_020.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_021.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_022.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_023.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_024.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_025.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_026.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_027.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_028.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_029.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_030.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_031.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_032.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_033.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_034.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_035.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_036.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_037.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_038.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_039.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_040.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_041.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_042.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_043.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_044.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_045.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_046.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_047.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_048.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_049.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_050.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_051.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_052.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_053.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_054.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_055.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_056.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_057.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_058.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_059.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_060.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_061.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_062.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_063.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_064.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_065.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_066.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_067.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_068.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_069.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_070.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_071.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_072.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_073.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_074.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_075.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_076.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_077.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_078.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_079.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_080.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_081.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_082.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_083.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_084.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_085.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_086.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_087.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_088.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_089.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_090.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_091.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_092.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_093.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_094.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_095.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_096.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_097.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_098.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_099.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_100.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_101.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_102.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_103.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_104.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_105.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_106.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_107.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_108.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_109.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_110.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_111.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_112.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_113.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_114.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_115.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_116.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_117.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_118.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_119.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_120.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_121.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_122.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_123.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_124.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_125.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_126.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_127.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_128.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_129.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_130.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_131.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_132.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_133.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_134.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_135.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_136.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_137.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_138.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_139.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_140.html