CAPÍTULO 16

EL RESCATE

 

 

 

Edinburgh, primeros de julio de 1335.

 

Ayden no terminaba de entender cómo Erroll había preferido volver a la vida en una celda húmeda, sucia y angosta, con un régimen de comidas inmundo, antes que disfrutar de la libertad, del sol y de una mujer hermosa. Si Dunstana era como él se la había retratado, ¿qué hacía allí? Era la oportunidad de ser feliz junto a una mujer que, si bien no era Kelsey, físicamente se le debía parecer mucho y que tenía mejor corazón. El capitán escocés no quería nunca recordar que era la sobrina de ese bastardo y que se esperaba la llegada de Sir Richard a Edinburgh de un momento a otro.

Solo dos semanas en esa pútrida celda y Erroll había vuelto a perder el lustre que había traído de la casa de Dunstana. Era como si la falta de sol lo marchitara. Sin embargo, entre ellos la relación fue a mejor y Ayden agradeció en el alma que su amistad hubiese conseguido superar el bache de antaño. Estaba rememorándole por enésima vez cómo su Leena prácticamente se le había declarado, cuando un guardia los interrumpió de malas formas.

—¡Levanta, cojo, nos vamos!

Erroll achinó los ojos para ver mejor al individuo que portaba la antorcha, pero la luz era cegadora y no lo vislumbró bien. Le pareció que pertenecía a la guardia de su majestad Eduardo Balliol por los ropajes, pero no estaba del todo seguro. ¿Y siendo escocés se había atrevido a dirigirse a Ayden de tal forma?, algo no encajaba.

El irlandés apretó los puños y cogió un puñado de arena entre los dedos. Si se atrevía a volver a insultarlo lo lamentaría. Ayden le susurró que se calmara y se levantó renqueante. La falta de ejercicio le estaba pasando factura a la pierna ciertamente y le dolió horrores al ponerse en pie.

—¡No tengo todo el día, vamos!

Por lo que Ayden pudo saber por el camino, y no precisamente por el carácter locuaz del guardia, el rey Eduardo de Escocia lo había mandado a llamar. Era la primera vez que salía de las mazmorras en dos meses, justo los dos meses que Sir Richard de Stone se había olvidado de él, y cierto miedo lo atenazó a pesar de saber que no iba a verlo.

La luz del sol le cegaba y descubrió que su propia sombra tenía mejor aspecto que él. Cualquiera que se cruzaba a su lado contraía el gesto, pero él no podía hacer otra cosa que tragarse su orgullo y caminar lo más derecho que sus pies le permitían. Ayden entró en la lujosa estancia del castillo que era destinada para recibir a los altos mandatarios y se sintió como un animal salvaje cuando el rey vociferó:

—Adecentadlo antes de traerlo a mi presencia, ¡por el amor de Dios! ¡Apesta!

Ayden fue conducido a las cocinas sin dilación y allí mismo le prepararon un baño tras una de las despensas. Se sintió abochornado ante los gestos de repugnancia de las sirvientas que acudieron a ayudarlo a desvestirse, dándose asco de sí mismo. Sin embargo, pronto olvidó hasta la compañía cuando se introdujo en el baño de agua caliente, pues sintió un placer tan grande que temió echarse a llorar. Tras quitarse la mugre, le peinaron el pelo y le adecentaron la barba en la misma tina. Con tan poco y parecía un hombre nuevo.

Ya ninguna arrugaba la nariz con asco sino que las pestañas aleteaban tan rápido como palpitaban los corazones de las muchachas. Aún desmejorado por ese año en presidio, Ayden Murray era un hombre sin par. Miró a su alrededor, provocando una serie de murmullos, risitas a sus espaldas y peleas por ser la afortunada que lo enjuagase.

No obstante, el capitán escocés tenía a esas alturas tan mal concepto de sí mismo que no advirtió que se lo estaban disputando y pidió por favor que lo dejasen solo, para desilusión de ellas.

Terminó de asearse y vestirse con las ropas prestadas, aguardando a que viniera alguien a buscarlo con un nudo en la garganta. Las jóvenes le interrumpieron para pedirle disculpas por su comportamiento y él las aceptó, sin entender muy bien por qué ese cambio de actitud. ¿Tanto les había repugnado su aspecto? Sí, debía de ser eso, pues hasta el guardia que lo guiaba a la sala podría decirse que sonreía incluso. ¿Tan mal olía? «¡Pobre Erroll!», pensó.

Los mismos petimetres le recibieron con escasa ceremonia, aunque con mayor interés. El rey fue directo al grano, pues ya habían perdido demasiado tiempo esperándolo:

—Quiero que volváis a ser capitán de mis ejércitos y que lideréis la campaña junto a Sir Kenion Strathbogie.

¿El rey Balliol le estaba hablando en serio? Ayden estuvo a punto de blasfemar pero se contuvo. Sir Ian Campbell le había dado una esmerada educación y no pondría en tela de juicio su labor porque el rey dijera una insensatez. Sin embargo, no podía pasar por alto la ocasión para dejar muy clara cuál era su postura:

—No lucharé más contra Escocia —Fue su respuesta, más tajante de la deseada, sabiendo quiénes estaban en la junta.

No supo de donde le había venido el puñetazo, pero no tuvo duda de parte de quién venía. Ayden estaba débil y desprevenido, por lo que cayó de rodillas con las manos en el estómago y echando sangre sobre la alfombra mullida. Si no fuera porque no quería recibir otro golpe, se habría encarado con Sir Strathbogie y le habría preguntado qué tal era estar rodeado de sassenachs como vecinos y si había encontrado el que fuera su castillo a su gusto.

Alguien se adelantó a cualquier respuesta y lo agarró del pelo, por lo que tuvo que tragarse su propia sangre para no escupírsela a la cara. «Vaya, vaya…», se sorprendió a sí mismo de que hasta la intuición hubiera comenzado a fallarle, pues el del golpe no había sido otro que el maldito Lord Beaumont y no su querido yerno como él hubiese esperado.

Pero el haber recordado que sus tierras estaban en manos de ese infame había sido un profundo error y un dolor que no había conseguido superar aún. Los recuerdos de Leena, de su familia, de Erroll…, todos se agolparon en sus ojos como gotas de agua salada de un mar bravío y tempestuoso. Sintió la humedad de un escupitajo en la cara y como le jalaban aún más del pelo, mientras le pisaban con crueldad el pie vendado. Poco le podía impresionar ya cualquier artimaña, había tenido un cruel maestro.

En la estancia hacía calor y se deshizo la lazada de la camisa. Se enderezó como pudo y se plantó frente al rey. ¿No era eso lo que querían? ¿La excusa para humillarlo definitivamente, ajusticiarlo o mandarlo a galeras?

—¡Maldito estúpido! —le escupió Lord Henry Beaumont de nuevo, con unas ganas imperiosas de vengarse por los meses que Sir Andrew Murray, Guardián de Escocia y primo de Ayden, le había tenido confinado en sus propias tierras de Dundarg.

El caballero sabía que la falta de información del preso durante ese tiempo jugaba a su favor y soltó su estoque.

—Las Lowlands pertenecen a Eduardo III de Inglaterra y ni vuestro hermano ni vuestro primo podrán hacer nada por evitarlo. ¿Lo entendéis? Así que meteos vuestro orgullo escocés por donde os quepa y volved con nosotros o pudríos en la alcoba de nuestro queridísimo Alguacil si eso os place más —proclamó Lord Henry Beaumont con sobrada soberbia.

Sir Kenion Strathbogie y Sir Thomas Wake sujetaron a Ayden, porque el preso lo habría estampado en la pared de haber estado suelto. En otro tiempo, Kenion habría disfrutado de lo lindo con la lengua mordaz de su suegro, pero últimamente sus posiciones eran tan enfrentadas como el frío y el calor.

Había terminado odiando todo lo que pudiera recordarle a Lord Beaumont por sus continuos desprecios y veladas acusaciones, incluido su hija Katherine, con la que se había casado sin tener el mínimo empeño. Estaba harto de ser un escocés renegado entre ingleses, de que sus tierras fueran puestas al servicio del ejército de Eduardo de Inglaterra y diezmadas y saqueadas hasta dejarlas sin raíces, de ser un don nadie ante el pelele Balliol.

También le habría gustado decirle a Ayden que contuviera su lengua y que ganara algo de tiempo, pues sabía de muy buena tinta que un ejército de trece mil hombres iba de camino al corazón de la Escocia libre, Glasgow, para atacar aprovechando que Edinburgh seguía asediado. No era el mejor momento para jugar a los héroes. Tras Glasgow iría Perth y con ella, Blair Atholl. ¿Acaso el sobrino de Robert Bruce y él podrían esperar que los Guardianes de Escocia lo ayudaran sin poner en riesgo el norte? No, alea iacta est, que cada uno se cubriera sus propias espaldas.

De estar solos, Kenion le habría dicho que fuera listo y pensara en su cuello o en su retaguardia, ya puestos, y que accediera a comandar lo que fuese. Quizás incluso le confesara que se pasara de un bando a otro según la guerra se decantara, porque nadie iba ni a aplaudirle ni a regalarle nada por ello.

Los Murray de Blair Atholl siempre serían mirados con recelo por parte de todos, como él mismo. Nadie confiaba en nadie y la lealtad se vendía demasiado cara como para ofrecerla siquiera. En el campo de batalla que hiciera luego lo que su corazón le dictara. Pero le dijera lo que le dijera, no creería sus palabras, ni que estaba ayudando a Leena y que tenía aún un poco de alma que salvar.

—Lo que quiero son las Highlands en mi poder —replicó más sereno el rey de Escocia— y vos vais a ayudarme a conseguirlas.

—No.

—¿Cómo os atrevéis, ingrato? —replicó Lord Beaumont, dispuesto a golpear a Ayden de nuevo.

—¿Ingrato? ¿Quién se está pudriendo en una maldita cárcel después de haber sido despojado de sus tierras y haber vilipendiado a su clan? ¿Quién ha escuchado una palabra mía ofensiva hacia vuestra causa?

Las palabras de Ayden brotaron fuertes, desde el corazón y preñadas de un resentimiento que él mismo desconocía.

—Dejadlo hablar, Henry. Tiene razón.

Lord Henry Beaumont asintió con desgana, en sus ojos brillaba la crueldad del niño al que le habían negado dar una patada final a un perro moribundo.

—¿Cómo os podría ayudar? ¿Acaso no veis en qué me han convertido? Vos dudasteis de mí, de mi familia… Nos lo quitasteis todo. Nos habéis dejado encerrados a Erroll y a mí aquí durante meses, bajo el yugo de los ingleses y de ese despiadado Alguacil y sin mover un solo dedo… Eso sin contar con que vuestros hombres le pusieron precio a la cabeza de mi hermano cuando os demostró sobrada lealtad. ¿Y ahora me pedís que sea vuestro capitán? ¿Así vais a gobernar Escocia?

Lord Beaumont fue a cruzarle la cara por su insolencia pero el rey lo frenó, quería escuchar lo que tenía que decir. Esos hermanos hablaban por boca del pueblo, habían sido leales y ninguna prueba le habían podido traer sus secuaces que dijera lo contrario. ¿Se habría excedido o equivocado encerrándolos? Quizás ganara la tierra con sangre, pero no lograría el corazón de sus súbditos. Ayden era el pueblo, las raíces que le faltaban para aspirar a una monarquía fuerte y duradera. Si no era capaz de ganarse su respeto, no lo conseguiría con ninguno.

Eduardo Balliol nunca había aspirado al trono de Escocia hasta que murió el archienemigo de su padre, Robert Bruce. Su vida había transcurrido apacible en Normandía, alejado de la política y de cualquier contienda. Por ello, cuando los barones Thomas Wake y Henry Beaumont recurrieron a él para recuperar sus tierras y el trono que le pertenecía por derecho, no se lo pensó. Necesitaba acción, necesitaba volver a creer en sí mismo. Sin embargo, debería haberse ido ganando poco a poco más apoyos al margen del bando de los «desheredados», se recriminó en principio para terminar pensando: ¡Maldita fuera la falta de don de gentes con la que había nacido!

Cuando el rey de Inglaterra accedió a apoyarlo en secreto, Eduardo Balliol creyó que el camino de la victoria sería como andar sobre un camino de pétalos de rosas. ¡Cuán equivocado estaba! Su tocayo y homónimo inglés compartía su odio por la dinastía Bruce y no había dudado en brindarle todo lo que necesitaba. Eduardo III de Inglaterra era mucho más joven que él, pero cuánto admiraba su valentía y dotes de mando. Además, tenía apoyos humanos y recursos suficientes para poner Escocia a sus pies.

¿Qué podía ir mal? Iluso. Aún con los trece mil hombres que habían reunido para devastar su país, sabía a ciencia cierta que solo obtendría cenizas, miseria y unos súbditos que renegarían de él a la primera de cambio. Pues ahí seguían, cinco años después, sin un claro vencedor de la contienda. ¿De qué pasta estaban hecha esos malditos highlanders? Dios debió utilizar otro tipo de arcilla con ellos, porque otro razonamiento era incomprensible…

Había conseguido exiliar al pequeño David Bruce, heredero legítimo de su padre, a Francia con gran parte de su corte y, por ende, se había ganado como enemigo al mismísimo rey Felipe VI de Francia. ¡Mon Dieu! ¿Qué pintaba Francia en esto? Había conseguido una aplastante victoria en la batalla de Halidon y había mermado con creces la nobleza insurrecta de su país, así como diezmado los clanes hasta el punto de hacerlos casi desaparecer en algunos casos… pero nada parecía suficiente. El pueblo escocés se resistía a él más que un gato al agua y sus corazones, por más que los fustigaran, pertenecían al niño-rey.

¿Qué más podía hacer? ¿En qué se estaba equivocando? Miró a Ayden. Él tenía la respuesta. Ahí estaba: demacrado, doliente, sin nada que perder…, echándole en cara lo mal que lo había tratado después de haberle dado su lealtad y lo entendió todo.

—No, quiero ganarme a mi pueblo y, precisamente por eso, sois el ejemplo vivo de que Escocia puede cambiar su historia, reponerse de sus heridas bajo mi mandato. Pensadlo, Ayden, en una semana me daréis una respuesta.

Ayden cabeceó y se cruzó de brazos. No cambiaría de idea, no bajo esas condiciones. Había perdido los contactos con el exterior y no podría avisar de ninguna forma a su hermano Arthur, ni a su primo Andrew, ni a nadie. Ponerse al mando de las tropas de Balliol y preparar una ofensiva letal en verano y contra su propia gente… ¿Ese hombre no tenía corazón? ¿Así pensaba ganarse al pueblo?

Eduardo de Escocia lo dejó a solas con sus pensamientos durante unos segundos. El resto, incluido Sir Kenion Strathbogie, abandonó la estancia tras los pasos del rey. Lord Henry Beaumont parecía que iba a seguirlo también y cerrar la puerta, pero se paró justo antes, con la mano acariciando el pomo y mirándolo de medio lado con una sonrisa sarcástica en el rostro, de esas que a Ayden le habría gustado eliminar con un buen puñetazo.

—Si os negáis, no dudéis que De Stone estará encantado de volver a meteros en cintura y ningún Lord John Eltham podrá impedirlo.

Ayden se quedó en silencio, mirándolo directamente a los ojos y con los puños blancos de lo apretado que los tenía. La mandíbula le dolía y se pensó mucho lo qué preguntarle y cómo hacerlo para no darle un as en la manga con el que poder jugar en su contra.

—¿Por qué a mí? ¿Por qué ese odio?

En ningún momento pensó confiarle a ese desgraciado que el carcelero lo que deseaba era echarle el guante, pero de otra manera. Aunque él parecía conocer al Alguacil Mayor muy bien.

—Sir Richard y yo éramos amigos —Lord Henry Beaumont dejó de jugar con el pomo de la puerta y, cuando se cercioró que no había nadie en el pasillo que pudiera escucharlo, volvió a entrar y siguió con su historia—. A la semana de la coronación de nuestro excelentísimo rey Eduardo III de Inglaterra, el rey nos mandó a tantear el terreno con el «rey capucha».

Ayden resopló ante el desprecio con el que había nombrado a Robert Bruce, pues «rey capucha» hacía referencia a los primeros tiempos en los que Robert había sido aspirante al trono en su lucha con los Balliol y con John Comyn. Bruce había sido perseguido hasta la saciedad por sus detractores y había tenido que esconderse para no ser apresado en numerosas ocasiones, de ahí el nombre, o más bien el desprecio.

Lord Beaumont siguió hablando. Su voz albergaba un cierto grado de añoranza a tiempos mejores, de juventud…, a los que le encantaría volver con la sabiduría que le dan a uno los años.

—Vuestro padre nos recibió en el Parlamento. Ese rey engreído no estaba dispuesto, o estaría indispuesto, quién sabe… —se jactó, haciendo referencia a las continuas enfermedades de piel que sufría su amado rey Bruce, íntimo amigo de Sir Alastair Murray, su padre.

—La cuestión es que en la recepción que tuvo lugar por la noche, vuestro padre nos dejó en evidencia con su arrogancia y perspicacia frente a los mandatarios franceses, italianos y portugueses que allí estaban. Reconozco que bebí en demasía y que tampoco fui capaz de controlar mi boca… ¡Maldito él y toda su casta!

Lord Henry Beaumont se tomó su tiempo para seguir hablando, divertido porque Ayden estuviera haciendo grandes esfuerzos de contención. Se echó una copa de licor ambarino y la olió con deleite, haciéndole el gesto de si quería una. Ayden negó con la cabeza con rotundidad, aunque no le habría venido mal un buen trago.

—Mi juventud nos llevó a retarnos contra él en duelo, mi juventud o más bien los devaneos de Sir Richard, que no dejaba a vuestro padre ni a sol ni a sombra.

—¡Maldita víbora…!

—Cuidad esa boca, muchacho. Yo no soy Eduardo Balliol y no habría cosa con la que disfrutaría más en estos momentos que arrancándoos el corazón de cuajo —le advirtió con el dedo índice, sin dejar la copa y bebiendo un trago corto de licor—. Como os decía, Sir Richard bebía los vientos por vuestro padre…

Ayden miró hacia la lumbre de la chimenea y apretó aún más los labios, tenía las piernas ligeramente separadas y los brazos adormecidos por el esfuerzo de tenerlos cruzados con fuerza contra el torso.

—No parece que os sorprendáis mucho de lo que os digo. ¿Acaso él..?

—¡No! —le respondió furioso Ayden dando un paso al frente, lo que hizo recular al barón levemente.

—Entiendo… La cuestión es que acabamos citados al alba en un duelo absurdo. Vuestro padre era un guerrero sin par, he de asegurar sin pesar, y nos venció en un abrir y cerrar de ojos a los dos por desgracia —dijo con desdén, aunque sus ojos reflejaban cierto dolor—. Para mayor deshonra, nos perdonó la vida, aconsejándonos que nos dedicáramos a otra cosa: panadero, en mi caso, y a carnicero, en el de Sir Richard. Curioso que en cierto modo, vuestro estimado carcelero le hiciera caso. ¿No es verdad? Creo que es algún tributo extraño que le rinde a la memoria de vuestro difunto padre…, incluso en el mío no iba mal encaminado —apuntó tocándose la oronda tripa que empezaba a echar después de un año sin pisar el campo de batalla—. Como veis, sé muy bien de qué hablo.

—¿Por qué me necesitáis precisamente a mí?

—El rey es un sentimental. Cree que vuestra figura ayudaría a que muchos se rindieran de forma pacífica.

—¿Quién depone las armas así cuando han violado a sus mujeres y arrasado sus tierras?

—Alguien que aprecia la vida, supongo. No tenéis más que una semana y esperamos que Sir Richard de Stone llegue en cuestión de días. Vos mismo.

Así se despidió. En cuanto llegó a la celda, Ayden le narró el encuentro con pelos y señales a Erroll. El irlandés se frotó las manos nervioso, pues el ultimátum estaba claro: o aceptaban o los dejaban en manos del Alguacil.

—¿Qué vamos a hacer?

Ayden alzó una ceja. En ningún momento se había planteado atender la petición de Balliol, aunque era nombrarle a De Stone y pensar en ser capitán hasta de los cuatro jinetes del Apocalipsis. Se miró la ropa andrajosa de siempre, pues no le habían dejado traerse la que le habían prestado para que lo recibiera el rey, y se frotó las sienes como si las ideas fluyeran más claras de ese modo.

—No tengo ni idea, Erroll. Lo que sé es que van a atacar Glasgow con trece mil soldados y que no va a quedar nada de la Escocia que conocemos dentro de poco —expresó con pesadumbre—. No me siento con fuerzas para seguir luchando, si os soy sincero.

—¿Ni siquiera por Leena?

Ayden se encogió de solo oír su nombre y apretó los labios, conteniendo la explosión de tristeza que lo embargaba. Suspiró.

 

 

No habían pasado ni cinco días cuando el guardia que les traía la comida diaria les informó de que Sir Richard había llegado la noche anterior. Ayden se puso tenso y Erroll le cogió la mano para transmitirle fuerza. Sin embargo, el mellizo sintió que el mundo se caía a sus pies y se retiró al rincón más oscuro de la celda. Volvía a estar sucio y a oler mal, los hombres de Balliol vendrían a buscar la respuesta en dos días si el señor Alguacil no los había matado antes.

¿Qué haría el muy cretino cuando se enterara de que Erroll había vuelto por propia voluntad? ¡Qué insensato había sido, por el amor de Dios! Ese hombre no conocía lo que era la piedad y, si era cierto que con el casamiento de su sobrina se marcharía a la capital, no querría dejar ningún cabo suelto. Porque eso eran ellos: cabos sueltos, nada más.

Escuchó cómo se acercaban unos pasos y se agazapó en las sombras. Erroll estaba en la penumbra, en silencio, pero notó que sus músculos se ponían en tensión también. ¿Quién sería? Desde que no iban a la explanada ni a las canteras, nadie los visitaba más de una vez al día, a no ser que alguien requiriera de su presencia. Tembló. ¿Lo habría mandado a llamar Sir Richard? Ayden se encogió aún más de solo pensarlo. ¡Maldito sassenach del demonio! ¡Bien podía haberse despeñado en un desfiladero o haber pasado una larga temporada en la capital si tanto le gustaba la corte! Aguzó el oído. Si sus sentidos no le fallaban, venían dos personas y no una, como era lo habitual siempre.

La celda se iluminó en parte, pero el resplandor le impidió ver de quién o quiénes se trataban. Por la envergadura de la sombra que proyectaba el guardia no era el mismo de siempre, sino ese muchacho asustadizo que sacaba a pasear los perros del Alguacil o, más bien, los perros lo sacaban de paseo a él. ¿Qué hacía allí y a quién acompañaba? Las sombras se mezclaban con las lenguas de luz de la antorcha y era difícil apreciar nada. Erroll seguía en silencio, pero claramente expectante.

Ayden no pudo entender lo que decían, pero el guardia parecía estar tranquilizando a la persona que acompañaba. Eso le extrañó, mas prefirió seguir oculto en parte entre las sombras y tranquilo, sabiendo que no se trataba de una visita del Alguacil.

Todo pasó muy rápido: el ruido de las llaves de la cancela, ver cómo se desplomaba el joven guardia sin venir a cuento, el chirrido del portón de hierro que le hizo taparse los oídos… ¿Qué estaba pasando? Sus ojos no habían terminado de acostumbrarse a la brillante luz de la antorcha, pero juraría que estaban arrastrando el cuerpo del guardia al interior de la celda y, por los jadeos, con bastante esfuerzo.

Los lamentos que amenizaban ese lugar infecto cesaron por arte de magia y un escalofrío le recorrió el cuerpo al capitán escocés, engurruñando los dedos sanos del pie por puro instinto.

—¿Ayden? ¿Erroll? —susurró una voz que le pareció tan conocida que Ayden estuvo a punto de echarse a llorar, pues lo había dicho tan bajo que incluso dudó de haberlo oído siquiera.

Silencio. Erroll se mantuvo en un estado casi catatónico y él se clavó las uñas en los muslos, evitando respirar. Sus latidos resonaban tronadores en su pecho, mientras su mente se negaba a dar cabida a la esperanza de que la voz fuera de…

—¿Ayden? ¿Erroll? —volvió a repetir la voz un poco más fuerte y con más temple.

Erroll se movió por fin, acompañado por el chirriante sonido de las cadenas, pero no hizo nada más, mirando a la visitante como hipnotizado. Ayden soltó el aire que llevaba en el cuerpo. Quienquiera que fuese era mujer, menuda y había dejado tumbado en el suelo a ese guardia.

Ayden sintió que el corazón se le iba a salir por la boca de un momento a otro. Esa voz… No, no podía ser Leonor. Descartó la posibilidad con rapidez, pues sabía que había que estar muy loco para dejarla entrar en las mazmorras de St. Margaret. Su hermano no lo habría permitido, ¿verdad? ¿Tan desesperados estaban por sacarlos de allí?

Quienquiera que fuese se adentró en la celda y se tapó la boca para sofocar un grito y alertar a los guardias. El contraluz le impedía ver quien era pero ese olor a flores exóticas…

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué os han hecho esos bastardos? —susurró la voz al acercarse a Erroll y aproximarse a él.

No tenía la menor duda de que su hermano Neall se había vuelto loco o ella actuaba a sus espaldas. Se alegró de verla y a punto estuvo de tocarla para constatar que no era una alucinación. No, allí estaba ese precioso ángel sureño, mirándolos como si se hubiesen convertido en sapos.

Ayden se dio un repaso y se dio cuenta de que la barba le había crecido bastante en esos cinco días y que Erroll lucía la suya de hacía semanas. Sus cuerpos estaban llenos de cicatrices y habían perdido bastante peso… ¿Acaso podría reprocharle el haber arrugado la nariz al verlos? Esos malditos cinco días no los habían sacado ni para hacer sus necesidades en un intento burdo de que se pensaran mejor la respuesta que debían darle al rey.

El ángel retrocedió un par de pasos y Ayden tuvo miedo de que desapareciese tal cual había venido. Quiso estirar el brazo para agarrarla, decirle a Erroll algo para que lo hiciera, pues se encontraba más cerca, pero era como si el cuerpo de su amigo se hubiera convertido en piedra, como si no le respondiera y fuera la propia cárcel de su alma. Había soñado que venían a rescatarlos tantas veces que su mente se negaba a creer que realmente estuviera sucediendo.

Observó como espectador cómo el ángel desvestía al guardia y no volvía a mediar palabra con ellos, quizás enfadado porque no lo hubiesen reconocido. Cuando terminó, se acercó de nuevo a Erroll y, justo cuando iba a hablarle, él la cogió por el brazo con brusquedad. ¿No se había dado cuenta de quién era? ¿Estaría realmente soñando y por eso el irlandés actuaba así?

—¿Qué pretendéis, baintighearna? —le preguntó Erroll con voz ronca y seca.

—Haceos pasar por él, ¿no es obvio?

Sí, indudablemente era Leonor. Ella y sus contestaciones que sentaban como un jarro de agua fría en la cara y en enero. Podía ser la más dulce de las flores o la más brusca de las compañías, todo en uno pero, sin dudarlo siquiera, era la más valiente de todos ellos.

Erroll maldijo por lo bajo como respuesta y oyó cómo el ángel se recriminaba por lo bajo por no haber tenido más tacto. Estaban juntos de nuevo, ¡malditos fueran! Que se dejaran de chanzas y actuaran rápido. Leonor abrazó al irlandés con fuerza y ambos hombres abrieron mucho los ojos, pues no se esperaban su reacción.

Erroll se quedó quieto, como si Leonor no fuera ella y formara parte de alguna de las macabras pruebas de Sir Richard. Sin embargo, el olor a jazmín de la joven hizo que se refregara los ojos con fuerza y sonriera entre lágrimas. No era una ilusión. Cuando lo había dado todo por perdido ante la negativa de Ayden a comandar los ejércitos de Balliol, había aparecido el ángel. El irlandés terminó abrazándola también.

Ayden sintió una punzada de envidia sana y una impaciencia desmedida, pero su cuerpo seguía como una estatua hechizada, como le había pasado a Erroll al principio. Observó cómo su cuñada sacaba unos paños húmedos y una navaja de la cesta de los ungüentos.

¿Cómo había conseguido que los guardias la dejaran pasar con semejante arsenal? Y ahora que caía en la cuenta…, ¿cómo diablos había tumbado al guardia? Porque no parecía herido, ni muerto, estaba como dormido. Sonrió ligeramente al pensar que si había sido capaz de tumbar a un guardia joven y de su envergadura sin un arma… ¿Qué haría con la navaja que tenía en las manos? ¿Debería advertirle a su hermano de con quién se había casado? ¡Menuda mujer!

Leonor comenzó a rasurar a Erroll con maestría, a pesar de la falta de buena luz. No habló durante el proceso y las mil preguntas que ambos querían hacerle las callaron por temor a que los escucharan. No había tiempo que perder, fuera cual fuese el plan.

Ayden los siguió mirando con los ojos entornados, cavilando. Estaban a dos días de darle una respuesta a Balliol, acababa de llegar Sir Richard a Edinburgh y la villa real era un hervidero de tropas que se dirigían a Glasgow para dar el varapalo final a los insurrectos del niño-rey David. Que lo llamaran egoísta pero, a pesar de lo peligroso que era que los rescataran precisamente en ese momento, ¡Dios, no podían haber sido más acertados!

Cuando Erroll estuvo listo y perfectamente ataviado con las ropas del joven guardia, amordazaron al pobre muchacho y lo encadenaron para que no pudiera dar la voz de alarma al despertarse. Ayden contuvo la risa al ver cómo le quedaban las ropas del joven a su amigo, sobre todo cuando se dio cuenta de que le costaba mantenerse erguido con la coraza. Si Erroll estaba en semejante estado de debilidad… No quiso ni pensar qué pasaría cuando él intentara ponerse en pie. Ayden por fin habló, mascullando con amargura:

—Muy loco tiene que estar mi hermano para haber dejado entrarais aquí. De aquí nadie sale, piuthar-chèile48.

¿Por qué diablos había dicho semejante estupidez? Si estaba bailando por dentro porque sus plegarias habían sido escuchadas y estaban a un paso de la ansiada liberación. Se dio cuenta de que ella se mordió la lengua y no le contestó para no ofenderlo. Lo que hizo que aún se sintiera peor, pues recordó que Erroll le había contado que habían intentado rescatarlos ya en al menos otras dos ocasiones.

—¡Vamos! —le contestó su cuñada como única respuesta.

Desde luego que se lo tenía merecido por ser ave de mal agüero. Leonor les resumió en voz muy baja en qué consistía el plan, recalcando que tendrían que improvisar en parte, pues las vestiduras que tenían preparadas para disfrazarlos y hacerlos pasar por monjes eran inservibles, a pesar de todo el peso que habían perdido en casi un año de cautiverio.

La voz de Leonor le sonaba musical, incluso cuando nombraba al Alguacil Mayor y la supuesta misión de llevar a Ayden a sus aposentos privados. ¿Cómo sabía ella que…? Les confió que habían conseguido que un cardenal, antiguo amigo de Sir Symon Lockhart, les firmara un salvoconducto en caso de ser apresados en el intento de huida, pero ese era un último recurso al que prefería no tener que recurrir bajo ningún concepto.

El plan parecía demasiado sencillo como para salir bien. Cierto que los guardias estarían más pendientes de controlar las tropas de paso y del día de mercado, pero de ahí a que los dejaran pasar así como así…

Ayden escuchó algo de que en las caballerizas los esperaba un escudero de confianza del cardenal con los caballos listos para partir y que los acompañaría hasta la zona de mercaderes, donde se separarían y llegarían hasta el muro de guarda de la villa. Un favor muy grande debería de deberle ese cardenal a su cuñado para que se implicara tanto en el tema. Eso, o que fuera leal a la dinastía Bruce sin importarle su propia posición o represalias por parte del actual rey en funciones. Leonor les pidió que actuaran con normalidad en sus papeles de preso y soldado raso. Ambos asintieron y los tres se encomendaron a Dios.

Leonor le tendió las manos a su cuñado y le ayudó a ponerse en pie. A Ayden le habría gustado que lo abrazase como a Erroll, necesitado de contacto humano tras tanto tiempo solo, pero tragó saliva y calló. Las rodillas las sentía como la mantequilla batida y, al iniciar la marcha, estuvo a punto de caerse. Los grilletes le pesaban como quintales y no ayudaban a sus maltrechos pies a dar cinco pasos seguidos sin tener que respirar hondo. Desesperado por ralentizar la huida en demasía, estuvo a punto de renunciar a ser libre y decirles que se fueran sin él, aunque bien sabía que no lo harían.

«¡A por todas!», se instó con vehemencia y consiguió seguir el paso de Leonor y Erroll, aunque renqueante. Leonor puso cara de espanto al ver cómo cojeaba, pero él le hizo una mueca a modo de sonrisa y le susurró:

—Podría haber sido mucho peor, piuthar-chèile, podría haber sido mucho peor.

Leonor asintió y le devolvió la sonrisa. Ella tampoco atravesaba su mejor momento. La vio demacrada y ojerosa, muy delgada y, por primera vez desde que la conocía, descubrió en sus ojos el miedo.

Anduvieron por los pasillos angostos de las celdas hasta que dieron con la salida. Podrían haber hecho ese camino con los ojos cerrados que no se habrían equivocado a pesar del laberinto subterráneo.

La luz del sol de verano les cegó brillante y abrumadora. Los olores de las calles los recibieron como un mercader más, ofreciendo desde podredumbre hasta los más suculentos manjares que ponían a la venta. La inminente guerra forzaba a la muchedumbre a hacer acopio de alimentos y gastarse sus últimas monedas en productos de primera necesidad. El sonido de las cadenas lo acompañaba como su propia respiración.

Ayden observó que Leonor estaba en lo cierto de un solo vistazo, por lo menos habían duplicado el número de centinelas por ser día de mercado y por la afluencia de mercenarios dispuestos a vender sus servicios por un jornal.

A lo lejos, pudo ver el rastrillo abierto en el muro de guarda cercano a la Royal Mile. Para llegar hasta él y cruzar la pasarela, había que llegar a las caballerizas primero, que el escudero del cardenal estuviese realmente apostado con los caballos y pasar por un sinfín de puestos a lo largo de la explanada y del muro de guarda sin levantar sospechas, evitando los guardias apostados en la Torre de David. Contuvo el aliento.

La muchedumbre podría ayudarles a ocultar más fácilmente su huida o ralentizarla, ese era el único problema que en apariencia tendrían si todo salía bien. Eso al menos les había dicho ella. Leonor, ¡qué gran mujer! Se alegró porque su hermano hubiese encontrado por fin una esposa a la altura de su buen corazón.

En el camino hacia el exterior, ninguno de los tres se encontró a ningún guardia que les bloqueara el paso, ni tampoco al cruzar el patio de armas. Erroll iba cogiendo confianza en sí mismo a medida que se acercaban a las caballerizas. El puñetero irlandés parecía que floreciera como una flor en primavera con la calidez del sol.

De repente, alguien gritó: «¡alto!» y el corazón de Ayden se paró un solo segundo, sumándose al silencio que se produjo justamente después. Su cuñada dio un paso inseguro al frente, esperando que si fuera a ellos volvieran a repetir la orden, pero la notó nerviosa. Se estaban jugando el cuello… Allí nadie esperaría a ver el salvoconducto del cardenal. Los matarían como a perros si descubrían la falsa y preguntarían después, o los dejarían en manos del Alguacil Mayor. ¡Maldito fuera mil veces!

Pasado el primer instante de incertidumbre, decidieron seguir andando con total normalidad, aminorando el paso por si se trataba de ellos, hasta que el silbido de una flecha pasó a escasa distancia de la oreja de Ayden.

«Hijo de la gran…», masculló el mellizo, pues ese maldito inglés no se había andado con miramientos. Ayden se irguió con arresto, pero el esfuerzo de seguir andando era muy grande. Escuchó cómo se acercaba alguien a la carrera y suplicó a Dios que no les descubrieran.

—¡Alto! —repitió enfadado un guardia de los Plantagenet corriendo hacia ellos, jadeante por el esfuerzo—. ¿Dónde se supone que lleváis a ese prisionero, escudero?

No era uno de los guardias que conocían. ¡Gracias a Dios! O habría reconocido a Erroll nada más verlo. Ayden se abstuvo de suspirar, aunque le apetecía más que un suculento plato de estofado.

Fue entonces cuando descubrió las dotes interpretativas de su cuñada, esas que en más de una ocasión le había referido Erroll que había empleado en el rescate de Elsbeth en Rowallan y que tanto le había costado creer. Cualquiera que conociera a Leonor un poco podía ver su temperamento guerrero, pero el coqueto…, debía de tenerlo a buen resguardo y ofrecérselo a su hermano, como buena esposa. Evitó sonreír por la ocurrencia. ¿Cómo pensaba esas cosas cuando se estaban jugando el cuello?, se reprochó.

—¡Dios mío, señor, qué puntería! —exclamó Leonor, haciéndose la gratamente sorprendida, jugueteando con el cordoncillo de su corpiño y dando tiempo a que Erroll recuperara la compostura, pues se había vuelto del color de la cera—. Podríais haber dejado a esa chusma clavada en el sitio, pero a mí, sin trabajo. El señor Alguacil quería que lo llevara a su presencia para divertirse después con él un rato y me mandó que le curara las heridas —dijo enseñándole el ungüento de la cesta, mientras le decía a modo de jocosa confidencia—. Teme que en este estado, no le dure ni un soplido y ¡adiós a la diversión! —exclamó con una sonrisa fresca y despreocupada.

Ayden la miró con los ojos entrecerrados. ¿Quién era esa y qué habían hecho con la mujer de su hermano? El soldado inglés le sonrió ante tal desparpajo y el extraño acento que tenía. Ayden dio gracias porque su hermano no anduviera cerca y estuviera al otro lado de la muralla para que no se pusiera hecho un basilisco por nada. Sin embargo, ese mentecato inglés se dirigió a Erroll con un leve tono de reproche:

—La próxima vez paraos o no erraré, estúpido.

—Lo siento, mi señor —dijo al principio con cierto titubeo y después, señalando con la cabeza a Leonor, concluyó—. La belleza de la acompañante debió despistarme.

¡Ese era Erroll y sus contestaciones! ¿Por qué él se veía incapaz de decir algo semejante? Se le ocurría a posteriori, pero en el momento… El inglés sonrió y asintió.

—Realmente es hermosa, pero quizás sea demasiada mujer para un simple soldado, ¿no creéis? Si queréis mi consejo muchacho: alimentaos mejor y haced más ejercicio, en cuanto a vuestro aspecto se refiere, y no piquéis tan alto al elegir a vuestra compañía —y dirigiéndose a Leonor, le dijo con una leve genuflexión—. Señora, si necesitáis más ayuda con este rufián, no tenéis más que decírmelo.

La española le respondió con una leve bajada de barbilla y una media sonrisa a causa del cumplido. Su rostro decía muchas más cosas y entendió el velo de tristeza que lo empañaba. El demacrado aspecto de Erroll no le hacía justicia, el irlandés siempre había sido la predilección de las mujeres y no solo por su labia. De él mejor no hablar.

Ayden se miró por encima y a punto estuvo de echarse a llorar pues apenas se reconocía. Leonor se despidió del guardia y les susurró que siguieran con su papel, pues les estaría observando hasta que los perdiese de vista con toda seguridad. Su cuñada comenzó a caminar con el irlandés y él los siguió como pudo en dirección a los establos lentamente y sin mirar atrás.

Erroll la miró de reojo, nervioso y después asintió, cubriéndola con su cuerpo si necesitaba echar un vistazo para ver si el guardia seguía mirándolos. Cuando se hubo cerciorado de que nadie la veía, Leonor trastabilló a Ayden y este se sorprendió. ¿Qué demonios…? Sin embargo, el capitán escocés entendió la estrategia de su cuñada cuando le abrió los grilletes con la llave del guardia que aún llevaba guardada entre las ropas.

—¿Podréis cabalgar? —le susurró ella con voz temblorosa.

Ayden dudó, pero se obligó a transmitirle algo de confianza y a no ser más que un estorbo.

—Soy hijo de un padre que aseguraba haber nacido encima de un caballo, mo baintighearna —le respondió, asintiendo agradecido por no tener que seguir soportando el peso del hierro en sus muñecas y en sus tobillos.

Leonor guardó rápidamente los grilletes en la cesta y él admiró el desparpajo de su cuñada en cuidar todos los detalles para ganar tiempo en la huida y le dijo por lo bajo:

—Gracias.

—No me deis las gracias hasta que ambos abracéis a Neall, ¿de acuerdo? ¡En marcha!

¡Ay, Leonor! ¡Cuánto la había echado de menos!

De las alforjas del caballo del cardenal, Leonor sacó un plaid limpio y se lo echó por los hombros, mientras le ayudaba a subir al caballo junto a Erroll. Él necesitando ayuda para hacerlo. ¡Para qué había quedado, por el amor de Dios!

El irlandés consiguió montar sin problemas. ¿Qué estaría pensando? Atrás dejaría los horrores de la prisión, pero se convertiría en un forajido cuando sobre él no pesaba condena alguna. Se corrigió. Sobre ninguno pesaba tal condena, ¿pasarían a ser proscritos o dejarían pasar la falta? ¡A saber!

Ayden se fijó en el hombre del cardenal. El muchacho tenía cara de ángel y, nada más ayudarlo a subir a la bestia, le dio el salvoconducto del cardenal a Erroll. El irlandés agradeció al muchacho su inestimable ayuda y los tres montaron a caballo siguiendo el plan que tantas veces le había repetido por lo bajo la española durante el camino.

Erroll asumió el mando de la pequeña comitiva y encaminó su caballo y el de Ayden hacia la salida del rastrillo. Su rostro se iba transformando a cada paso del caballo, viendo cada vez más cerca que abandonarían ese lugar para siempre. Lejos de Sir Richard, de la escasez de alimento, de las torturas, de la falta de higiene y lejos de Dunstana. El irlandés echó la vista atrás un segundo y se lamentó por no haberse despedido siquiera de ella. ¿Qué pensaría de él además de que era un desgraciado? Apretó los labios y se obligó a seguir adelante. Ella tenía su futuro muy bien definido y él no formaba parte de él. Estaba comprometida con un Lord inglés. No había más que hablar del asunto.

Las alforjas de sus monturas tenían mudas de su talla y se fueron cambiando la indumentaria con disimulo. Por primera vez los planes parecían salir bien y sin contratiempos. Leonor se fue separando paulatinamente de ellos para no retrasarlos en la huida y se mimetizó con el gentío, dedicándoles una sonrisa y un leve gesto con la mano. ¿Cómo podría agradecerle algún día lo que había hecho por ellos?, pensaron ambos al unísono. Realmente era un ángel…

Sin apenas darse cuenta, ambos estaban a una media legua escasa de la ansiada libertad. El gentío del mercado los absorbió y Ayden respiró tranquilo sabiendo que estaban fuera del alcance de las flechas de los guardias del castillo. Siguió con la mirada la trayectoria de la joven para asegurarse de que no tendría ningún problema y se inquietó un poco al verla mirar a su alrededor con una expresión de miedo en sus ojos. Sin embargo, no descubrió nada ni nadie que pudiera infundirle tal temor y cruzaron el puente levadizo, dejando atrás el grueso del mercado, de sus gentes y la parte antigua del burgo.

El corazón comenzó a latirle desbocado cuando divisó al grupo liderado por su hermano Neall y su cuñado. No podía creérselo: ¡iban a conseguirlo! Sin embargo, su cuerpo no terminaba de reaccionar al júbilo que su mente sentía, incapaz de ser expresivo, a pesar de querer gritar a los cuatro vientos que volvía a ser libre.

El último tramo lo hicieron al galope y, cuando Ayden frenó el caballo a la altura de los suyos, creyó que se caería pues las piernas no le respondían. Neall se acercó corriendo y tomó las riendas. Estaba tan contento que sus ojos brillaban. El más joven de los Murray esperó a que su hermano desmontara, pero Ayden era incapaz de decirle que no podía. Blasfemó.

—¿Se puede saber qué os pasa? ¿Acaso no os alegráis de vernos? —le preguntó extrañado Neall.

Su hermano miró desconcertado a Erroll. El irlandés parecía tener mejor aspecto y recuperarse por momentos bajo la luz del sol. Su amigo cabeceó e hizo un gesto a Erroll para que no dijera nada más, advirtiéndole que hablarían más tarde. Después se acercó a Ayden y lo ayudó a desmontar. ¿Qué diablos le pasaba a Ayden? Los hombres que los acompañaban y conocían no daban crédito, pero si solo una pequeña parte de lo que decían que hacía el Alguacil Mayor a los prisioneros era cierta…

Ayden se sintió como si Erroll y él se hubiesen convertido en Bugul Noz49 o algo así. No le gustaba ser el centro de atención y menos aún cuando se sentía poco más que un despojo. Reprimió las ganas de mandarlos al cuerno, ¿acaso no habían visto nunca a un hombre herido? Puso los pies en el suelo y Erroll le susurró un: «volvemos a ser libres». Sí, el resto quedaba atrás, aunque lo llevaría literalmente a rastras siempre.

Ayden no se arrepentía, pues con su sacrificio, le había salvado la vida a su hermano y a Leonor. Miró alrededor y vio a Alex Mackenzie entre ellos. Otro más, al menos ellos lo habían conseguido. ¡A Dios gracias! Todo lo había hecho de corazón y Ayden contaba los minutos por saber qué había sido de Leena en todo ese tiempo. ¿Lo habría esperado? El nudo en la garganta se hizo más fuerte y ahogó un gemido. Neall se acercó a él y lo abrazó con fuerza, abarcándolo con su espléndida musculatura, intercambiando los roles de hermano pequeño y mayor por un momento.

—¡Cuánto he soñado este momento! —exclamó Neall visiblemente emocionado.

—Yo también —le contestó él sin saber muy bien qué más decir.

¡Eran tantas las palabras que brotaban como un torrente en su mente, que quedaban reprimidas en su boca, que se ahogaban en los lagrimales de sus ojos!

Erroll se abrazó a Neall con fuerza e intercambiaron algunas palabras, mientras uno a uno se acercaban a Ayden y le ofrecían unas suaves palmadas en la espalda y frases de aliento. Neall no le quitaba ojo al camino por el que debía llegar Leonor y, de pronto, se quedó rígido y gritó:

—¡Maldito cabrón!

Nadie supo muy bien a qué venía aquello, pero los dejó a todos con la palabra en la boca. Cualquier basilisco parecía más inofensivo que él en ese instante y, si no lo conociera como lo conocía, Ayden habría jurado que había la misma expresión de temor en sus ojos que la que había visto en Leonor poco tiempo atrás. Lo vio marcharse presto y solo. No frenó la carrera por mucho que se lo pidió Sir Symon Lockhart.

—¿Qué tripa se le habrá roto ahora? —preguntó su cuñado haciendo aspavientos al aire—. ¿No sabe lo peligroso que puede ser volver a la villa ahora? Si alguien lo reconoce…

—¿No debería de haber llegado ya Leonor? —apreció Erroll cayendo en la cuenta.

Ayden asintió y Sir Lockhart blasfemó.

—¡Voto a Dios! Si le pasa algo…

Erroll le frenó en seco con una mano sobre el pecho.

—Ya con que uno se arriesgue es suficiente. Si las cosas se ponen feas, será mejor ir en tropel.

Sir Lockhart no solo asintió, rezó en voz alta porque Neall llegara a tiempo de socorrer al ángel.

La jaula del petirrojo
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