CAPÍTULO 25
LAS CARTAS SOBRE LA MESA
Nottingham, principios de septiembre de 1335.
Al día siguiente, ninguno de los escoceses le preguntó a Erroll sobre su nueva herida de guerra. Sabían por Neall qué había pasado y todos coincidían en la valentía e imprudencia que había demostrado el joven Jacob. El grupo de comediantes de Stace parecía poder valerse por si solo, pero eran confiados y eso había llevado a la mitad de ellos a criar malvas. No estaban entrenados ni preparados para repeler un ataque de los hombres de Worthing o de cualquier otro. El irlandés podría haber desmenuzado a ese pobre muchacho con solo levantar su claymore. Decidieron que deberían de adiestrarlos en lo más básico si querían seguir con ellos.
—Si no hubiese sido Erroll, cualquier otro habría partido a Jacob en dos —expresó angustiado Neall—. ¿Cómo pudo ser tan imprudente? Enfrentarse a un hombre armado con solo una piedra y sin saber si traía o no buenas intenciones…
—Ese muchacho hizo lo que habríamos hecho cualquiera de nosotros: protegerla —le interrumpió su hermano.
—Además, ¿quién tendría buenas intenciones? ¿La habéis visto bien? —preguntó Darren jocoso y haciendo la silueta de una mujer atractiva con las manos—. Y esos labios, tan rojos como grosellas y sus… —dijo poniendo los ojos en blanco y bamboleando unas manzanas a la altura del pecho.
Ayden se quedó boquiabierto. Conocía poco a su futuro cuñado, pero que lo asparan si no se había bebido algún brebaje extraño y era así siempre. Neall apenas le prestaba atención, más pendiente de que entrase por la puerta su amigo con los nuevos salvoconductos que los acercarían más a la capital del reino y con ello a Guildford.
Erroll entró de improvisto y la escena de Darren hablando de Catherine en esos términos no le gustó en absoluto, pero calló. Tiró los documentos firmados y sellados sobre la destartalada mesa y, sin mediar palabra, se tumbó encima del catre mirando al techo. Estaba muy cansado. La actuación de la tarde en la plaza había sido un éxito rotundo, pues no cabía ni un alfiler en la plaza. También los donativos habían sido acordes a la afluencia de público y muy generosos.
El irlandés no quiso participar en la conversación, a pesar de que sus amigos se esforzaron por llevarla hacia otros derroteros menos felinos. Neall les pidió a su hermano y a Darren que lo dejaran a su aire. El mellizo no quiso salir de la estancia sin decirle nada, aunque a todas vistas, Erroll quisiese quedarse solo.
—No os demoréis, bardo. Es hora de irse a cenar —le advirtió Ayden pasado un rato, aunque Erroll ni se inmutó.
Ayden bufó y con las mismas salió tras su hermano y Darren. ¿Qué diantres le pasaba ahora al irlandés? Como única respuesta, Erroll se giró en el catre y le dio la espalda. Necesitaba unos minutos de silencio, despejar su cabeza un poco y cerrar los ojos. El ruido de unos nudillos llamando en la puerta lo espabiló de la duermevela en la que se había sumido sin saberlo.
—Ya voy, càraidean, no puede uno ni echarse unos minutos a solas.
La puerta se abrió y una mujer, que al pronto no reconoció, ocupó todo el dintel. Se incorporó un poco y esperó a que hablara.
—Soy Alice, la tabernera.
La figura oronda de la tabernera ocupaba toda la puerta, de haber querido salir no habría podido hacerlo de ningún modo posible. ¿Qué hacía esa mujer allí? Se levantó de un salto del catre y se recolocó la ropa para recibirla.
—Decidme en qué puedo serviros, Alice.
La tabernera pareció titubear, pero cuando se arrancó a hablar, no tomó ni resuello.
—No deberíais dejar sola a una mujer como la vuestra, amigo. Venía con tal disgusto que se ha bebido hasta el agua de mis macetas… No sé si me entendéis.
—Mi mujer… —El tono de la voz de Erroll no fue ni de afirmación ni de pregunta. Le hizo gracia que la tabernera pensara que Catherine era algo suyo. Porque hablaban de ella, ¿no? Sin embargo, en vez de sacarla de su error, le preguntó—. ¿Y dónde está mi gatita?
Esto último lo había dicho sin pensar, pero sin duda le hizo sonreír.
—La he acompañado a la habitación del fondo que está desocupada y además estaréis más cómodos pues el jergón es más grande.
Erroll alzó las cejas tan divertido como sorprendido. ¿Le estaba diciendo que fuera a compartir cama con su… «esposa»? Inevitablemente, sonrió por la perspectiva, aunque no tenía intención. No si quería seguir siendo dueño de sí mismo. Alice malinterpretó el gesto y dio un paso al frente.
—Sea por lo que sea por lo que hayan discutido, señor, quedaos al menos en la habitación. Los tres hombres que ayer no hacían más que interrumpir su historia durante la velada, no paraban de decirle obscenidades a la pobre. Sé cuando a un hombre le entra por el ojo una hembra, amigo —susurró mirando hacia la escalera, no fueran a haberla seguido o estuviesen cerca—. Si yo fuera vos arreglaría las cuitas con ella y atrancaría la puerta, pues no los veo con buenas intenciones.
—Se refiere a…
—Sí —afirmó sin dejarlo terminar—. A uno casi lo trincha como un pollo con una daga y los otros dos se levantaron para saldar la afrenta. Mi marido y yo hemos tenido que intervenir. Tres contra una, por muy buena que sea con las armas, que no lo dudo… La obligué a subir las escaleras y la ayudé a desvestirse. Mi marido los ha apaciguado con un plato de estofado extra…
—¿Y nuestros amigos?
Erroll dudaba que hubiesen dejado a Catherine desamparada o sola. A Jacob no lo había vuelto a ver desde el incidente de la piedra… La tabernera habló y se puso en jarras, no parecía mujer de tener por virtud la paciencia.
—Salieron a tomar el fresco hace rato y no han vuelto aún. En cuanto la vieron quedarse sola…
—¿Todos? —preguntó sin dejarla terminar.
—Hasta el más joven de ellos.
Esa mujer era bruja o leía el pensamiento, pensó Erroll.
—Gracias y no se preocupe que le pagaremos por el desvelo.
—No es dinero lo que busco, señor. Yo también fui joven un día y sufrí mucho las infidelidades de mi primer marido. Sé lo que se siente y no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Una muchacha no debería beber como un escocés… —dijo con un tono despectivo que dejaba bien claro lo que pensaba de sus congéneres—. No una tan joven y bonita como ella. ¡Ándese con ojo si no quiere perderla! Pues repetía mucho que acabaría volviendo con su abuelo y que seguro que vos terminabais vuestros días en la cama de alguna fulana.
—¿Eso ha dicho? ¿Con esas palabras? —se interesó Erroll aguantándose las ganas de reír y de saltar por su buena suerte al ver que la tabernera asentía.
—¡Tal cual! Así que no os preocupéis por la cena, que ya os la subo yo —le dijo empujándolo hacia el pasillo—, que no hay cosa peor que irse a la cama con el estómago vacío y con la mujer pensando que os encamáis con otra.
—Hacedme un último favor y, en cuanto lleguen mis amigos, avisad de donde me hallo a Neall, el arquero.
La tabernera puso expresión lobuna y Erroll entrecerró los ojos y fue el que se puso en jarras esta vez.
—¡Señora, que estáis casada!
—¡Y podría ser vuestra madre! Lo que no quita que no deseara encerraros a los tres en el cobertizo.
—¿Qué tres?
—El rubio que se parece al arquero… ¡Bah! Me iré, mi pobre tabernero alcanzará las puertas del cielo esta noche.
Erroll se quedó boquiabierto. Últimamente terminaba con esa expresión más de lo que le gustaría. No quiso imaginarse al tabernero en esa actitud y mucho menos a su señora, aunque se sintió halagado por ello. ¡Qué demonios!
Se aseó con la puerta abierta para controlar que ninguno de esos bribones subiera por la escalera y no había terminado de cerrarla cuando vio a Neall subir los escalones de tres en tres. Erroll le explicó la situación lo más conciso que pudo, omitiendo muchos detalles, sobre todo los últimos. Neall chasqueó la lengua y le puso la mano en el hombro.
—No hace falta que me digáis más, Erroll. ¿Desde cuándo me tenéis que dar explicaciones de vuestros devaneos?
—¿No habéis escuchado nada de lo que os he dicho?
—Sí, claro que sí, pero esos tres no parecían ser muy peligrosos. De todas formas, los tendremos vigilados hasta que se vayan a dormir. Ya me inventaré algo para que el resto no os molesten —terminó diciendo Neall, mientras se le dibujaba ese maldito hoyuelo rompecorazones en la mejilla izquierda.
Erroll estuvo a punto de contarle lo de la tabernera, pero dejaría que la mujer disfrutara de las vistas una última noche. Y, ¿por qué demonios todo el mundo se pensaba que se terminaría encamando con ella? Era preciosa sí, pero ellos no estaban en Inglaterra ni mucho menos para ir dejando bastardos ni corazones rotos por doquier. Además, la tabernera debía haberse equivocado con el hombre al que se refería Catherine. ¡Si en toda la tarde no se había separado de Neall ni para respirar! «Que si tenso el arco por aquí, que si dejo caer la flecha por allá, que si pestañeo y ronroneo…». Menos mal que Leonor no los había acompañado, porque no quería ni imaginarse la lucha de gatas que habrían protagonizado. «O sí», se dijo sonriendo.
El irlandés despidió a su amigo y dudó qué hacer. ¿Cómo se tomaría Catherine que entrara en su estancia sin previo aviso? Suspiró y se tocó la ceja. Una herida más o herida menos… ¿Qué más daba? Tocó en la jamba pidiendo permiso, pero nadie contestó. Abrió la puerta con sigilo y preguntó:
—Catherine, ¿estáis bien?
No hubo respuesta. Erroll entró en la habitación con sigilo temiendo despertarla. La tabernera había dejado la ventana abierta y la claridad de la casi luna llena dejaba entrever lo suficiente como para no tropezarse con el camastro, una jofaina y un par de sillas. Catherine parecía dormida y Erroll no quiso molestarla, se sentó en una de las sillas, junto a la ventana y dormitó.
A medianoche llegó la tabernera con la cena prometida. Les sorprendió no verlos encamados y así se lo hizo saber:
—¿Aún estáis así?
Erroll le guiñó un ojo y le dio un bocado a la torta de avena con melaza.
—¿Está demasiado agotada para un segundo asalto no os parece? —le espetó él socarrón.
La tabernera resopló y puso los ojos en blanco. Se veía claramente que no había habido «asalto», pues el bardo no se había quitado ni las botas. A esa joven tendría que darle un par de lecciones antes de que se fuera. Si ella tuviera esos ojos, ese semblante y ese cuerpo no dejaría hombre vivo sin catar… y menos uno que le susurrara cosas al oído como de seguro hacía ese. ¿Y a él qué le pasaba que no daba el paso de una vez por todas? ¡Hombres!, refunfuñó.
—Por la mañana refresca, os aconsejo que le deis calor. Las sillas le dejan a uno la espalda baldada…
Erroll le gruñó por el comentario con cara de ofendido y ella le guiñó un ojo para quitarle importancia, cerrando la puerta. Atrancó el pomo con una de las sillas, pues no esperaba que llegase nadie más, y dudó de si volver a la dura silla o no. Masculló algo ininteligible, no le gustaba quedar como un niño de teta. Estaba claro que estaba perdiendo su don con las mujeres. Antes lo creían a pies juntillas y, en cambio, ahora… Le hizo caso a la mujer y se recostó en una esquina de la cama. También se quitó la capa para colocársela a la joven por si era cierto que refrescaba de madrugada. No supo cuándo se había quedado dormido, pero sí que lo había hecho mirándola.
La noche pasó sin sobresaltos, pero no había ni amanecido, cuando se despertó cruzado de brazos y con un cuchillo a la altura de la nuez de Adán. Cuando Erroll sintió el filo cortante de la hoja ya era demasiado tarde para alcanzar su propia arma, por lo que abrió los ojos para buscar una oportunidad antes de que fuese hombre muerto. ¿Por dónde habían entrado esos malditos gusanos si estaba atrancada la puerta? Chasqueó la lengua. ¡La ventana! Bien podía haberse tragado su orgullo y no haber sucumbido a la tentación del mullido jergón. Era un hecho que estaba perdiendo facultades.
Catherine lo miraba asustada desde el otro lado de la habitación, flanqueada por dos de esos necios de los que la tabernera bien lo había prevenido. Recordaba muy bien sus caras… La joven apenas llevaba una túnica blanca prestada y debía ser de la oronda tabernera porque cabían al menos dos más como ella ahí dentro y aún sobraría tela. Erroll pudo vislumbrar su perfecta silueta a contraluz de solo un vistazo y se reprochó que su cuerpo pensara más en eso que en quitarse al estúpido que tenía a su lado y lo amenazaba con un arma.
—¿Ahora no sabéis qué decir? ¡Con la labia que os gastabais en la taberna y en la plaza! —exclamó uno de ellos.
Catherine forcejeó para que la soltaran sin conseguirlo. Su expresión dejaba ver que no entendía nada. Para empezar, ¿qué hacía Erroll en su cama? Ellos habían…, habían… ¡No podía ser, se acordaría! ¿Verdad? ¿Y de dónde habían salido los otros tres? Miró hacia la puerta y vio como una silla bloqueaba la entrada, después miró a Erroll y sollozó.
El irlandés no podía creerse que él formaba parte de todo eso, menos cuando tenía una daga a punto de rebanarle el cuello, pero aprovecharía la confusión de ella para distraer a esos tres. Abrió mucho los ojos y luego los entrecerró, humedeciéndose los labios y palpándose el calzón, como si no tuviese otra cosa mejor que hacer.
—Os veo muy tensos y aquí todos hemos venido a por lo mismo —susurró el irlandés a los presentes, mirando a Catherine con lascivia y acariciándose el miembro con deseo.
—También os gusta… ¿eh? —le dijo uno de los dos bastardos que la sujetaban y que se había atrevido a manosearle un pecho a la joven.
—¿Y a quién no le gustaría?
—¡¡¡Seréis cerdo!!! —le gritó Catherine enfadada a Erroll, mientras que los que la tenían presa se echaron a reír.
Erroll evitó su mirada felina llena de odio. No podía hacer otra cosa en su situación que forzar el juego y distraerlos…, o ambos acabarían muertos. La mente se le iluminó como un claro día de sol.
—¿Conocéis un juego chino llamado pupai o dominó?
Los tres hombres se miraron entre sí y sonrieron con malicia. No conocían ese juego, pero les divertía la situación de que el bardo estuviera tan empalmado como ellos. El que lo amenazaba con el cuchillo miró a sus compañeros para saber qué debía hacer y descubrió las buenas vistas que ofrecía la joven tras el manoseo que le había dado su amigo minutos antes. Excitado, dejó de ejercer tanta presión sobre la garganta de Erroll.
—Es el momento de comenzar el juego, amigos —arguyó el irlandés ante el asombro del resto.
Con indudable pericia, Erroll deslizó entre sus dedos el broche abierto de los Lyon y se lo clavó en la ingle a su captor. El hombre se retorció de dolor, mientras un chorro de sangre manchó la cara del irlandés, que aprovechó para hacerse con el puñal del herido ante la cara de estupefacción de los otros dos y lanzárselo al cuello a uno de los que custodiaban a Catherine. Ella a su vez vio la oportunidad de verse libre del brazo derecho y cogió la daga del cinto del fallecido para quitarse de encima al tercero, pero antes de que ella hubiese podido amenazarlo, Erroll ya estaba detrás suya y asumiendo el mando de la situación.
—¡Decidme a qué habéis venido realmente! Hablad u os mato aquí mismo —la voz de mando del caballero era ronca y oscura. No parecía el mismo hombre, pensó Catherine.
El hombre ojeó a su compañero de la derecha, muerto en el acto, y al que se desangraba por segundos junto a la puerta.
—Nos manda Worthing, quería cobrarse la deuda con la muchacha. La suma que le debe Larkin lo vale.
Erroll noqueó de un golpe al hombre dejándolo tirado en el suelo y cogió a Catherine por el brazo.
—No hay tiempo que perder y dudo que solo hayan venido tres. Debemos avisar al resto.
Ella iba a hacer lo que le pedía cuando la volvió a coger esta vez de la cintura, atrayéndola hacia sí con fuerza. Los pechos de ella se bambolearon y sus pezones se le clavaron en la piel como dos guijarros fríos. ¡Cuánto la deseaba por el amor de Dios! Erroll respiró hondo al ver la expresión de susto de ella, seguía manchado de sangre y no había tiempo para mucho más. El irlandés colocó su frente sobre la de ella y musitó:
—Vestíos, ¡Santo Cielo! O tendré que pelearme con todo un escuadrón.
Catherine sonrió nerviosa, aún le temblaban las piernas y Erroll le echó su capa por encima. La joven sintió la mirada de deseo de él recorrer cada palmo de su piel y no supo ni cómo atinó a coger las botas y sus pertenencias. Estaba confusa y el dolor de cabeza, producto de la resaca, la tenía en un estado de semi consciencia que no le dejaba ver del todo lo cerca que habían estado de perderlo algo más que su virtud. Sin embargo, se obligó a rememorar cada instante, cada segundo que había estado entre sus brazos.
Erroll le echó un último vistazo antes de salir por la puerta y dejar que se vistiera a solas y suspiró. Los escoceses se asustaron mucho cuando lo vieron aparecer ensangrentado de cabeza a los pies. Neall le dio un abrazo, incapaz de articular palabra. Se había pensado que lo de la noche anterior era una simple excusa para llevársela a la cama y no. El irlandés dio una breve explicación de lo que había pasado y les dijo que los esperaría junto a los caballos, pues necesitaba quitarse esa mugre de encima. Los otros tres sonrieron y Erroll los azuzó.
—Cuanto antes, càraidean. Hay que poner tierra de por medio.
Ayden resopló y se frotó el rostro con fuerza en cuanto su amigo se hubo ido por la puerta. Darren habló mientras se colocaba y recontaba las armas:
—Y eso que aún no ha salido el sol…, pero me temo que ese tal Worthing no va a cejar en su empeño. Mucho menos cuando sepa que se han deshecho de alguno de sus hombres.
—Lo sabemos, Darren —replicó Ayden, incluyendo a su hermano y sin perder detalle a sus reacciones—, pero no podemos dejarlos atrás ahora. Larkin es bueno con la espada, pero es solo uno. Ya habéis visto de qué manera se las gasta ese bastardo y, ante un grupo numeroso, ni Stace ni Catherine tendrían oportunidad de defenderse. Y Jacob, bueno, es un rey David en potencia, mas dudo que Worthing sea su Goliat.
Neall los miró con preocupación.
—¿En qué estáis pensando, bràthair? —le interrogó Ayden cruzándose de brazos.
—Vimos lo que les hacían esos piratas a las mujeres en Rowallan, Ayden. Lo que le hicieron a Elsbeth… Si ese cerdo ha puesto los ojos en Catherine nada impedirá que pierda la oportunidad, salde la deuda o no nuestro nuevo compañero de viaje.
—Comparto lo que pensáis, Neall, pero no creo que sea el momento de hacer partícipe a Erroll de vuestras conjeturas. Nunca antes lo había visto con el rostro tan descompuesto, ni siquiera tras las torturas de Sir Richard Stone. Esa joven le importa.
—¿Es que Erroll y Catherine…? Bueno ya me entendéis… —comenzó a preguntar Darren.
Ayden y Neall se miraron como si no entendieran de qué árbol se había caído el Stewart de pequeño. ¿No había escuchado que habían pasado juntos la noche?
—Es tan obvio que ni os contesto —rio con ganas Neall.
Darren se sonrojó y le tiró un cojín, dándole en la cabeza. Neall iba a devolvérsela cuando Ayden les dijo:
—¿Qué parte de tenemos que irnos de aquí por patas no habéis entendido aún? —preguntó de modo solemne mientras abría la puerta para ir a la planta baja.
Nada más quedarse solos un momento, Neall le tiró el cojín al Stewart dándole de lleno, se recolocó la capa y salió con el mismo rictus solemne que su hermano. Darren resopló y salió calzándose la última bota. Ni por todo el oro del mundo pensaba quedarse solo en esa taberna.
Aún no había amanecido cuando los escoceses y Larkin estaban montados sobre sus caballos y habían liquidado la cuenta con la taberna, más un cuantioso extra para que se deshiciera de los cuerpos de esos dos indeseables y retuviera en la medida de lo posible al tercero.
Catherine estaba discutiendo con Stace y Jacob al lado del abrevadero. El titiritero no parecía muy contento y la obligaba a mirarlo cogiéndola por la barbilla.
—Estáis en peligro, niña. ¿No lo veis? Worthing es poderoso y rico y parece haberse fijado en vos.
—¿Y qué queréis que haga?
—Regresad a casa, con vuestro abuelo. Olvidaos de vuestra sed de aventuras y buscaos un buen marido. Candidatos seguro que no os faltan.
Catherine miró a Erroll de soslayo e hizo un mohín triste. Se zafó con brusquedad de la mano que la sujetaba y se montó a caballo.
—No puedo regresar al que fue mi hogar, Stace. No, con las manos vacías.
La muchacha azuzó el caballo y todos la siguieron en dirección al sur. Ese día, Catherine estuvo callada y ausente. Nadie se acercó para consolarla, aunque muchas fueron las veces que la vieron llorar. Stace tenía razón, tal y como estaba el panorama, lo mejor que podía hacer era regresar a su casa.
Erroll cabalgó cabizbajo y en silencio también. Ayden sabía que estaba haciendo un gran esfuerzo por no acercarse a ella. Su carácter protector y caballeroso le estaría incitando a gritos que lo hiciera…, pero los fantasmas del pasado a veces pesaban más que la voluntad de un hombre. ¡Catherine era tan diferente a Kelsey y a Dunstana! No obstante, el mellizo Murray había descubierto algo en el semblante de su amigo nada más verla que le había dado la esperanza de que fuera ella la que rompiera esa dependencia por un amor imposible. Estaba seguro de que Catherine podría hacerle olvidar a la condesa Stafford, tiempo al tiempo.
No dejaron de cabalgar en todo el día y, durante la cena, ella fue la que dio el primer paso y se acercó al irlandés, diciéndole:
—Tenemos que hablar, seguidme.
Erroll dejó el cuenco de comida y no se lo pensó. El resto de hombres alzaron las cejas en silencio, sorprendidos, y Jacob blasfemó por lo bajo. Ayden miró al muchacho y se apiadó de él, pues se vio a sí mismo muchos años atrás, cuando andaba loco de amor por una pelirroja que no le hacía ni caso. Stace consoló al malabarista con sabias palabras:
—Cada uno elige su camino, amigo. De vos depende, ayudar a que los peregrinos anden sin piedras o guiarlos al acantilado.
La pareja se fue alejando en silencio y sin prestar atención a los rumores que habían suscitado al irse. La luna les permitía ver lo suficiente como para no tropezarse por el sendero. Ella se recolocó el chal por encima de los hombros y se giró para mirarlo cuando perdieron de vista la fogata y el campamento.
—Que-quería daros las gracias por lo de esta mañana… —comenzó a decir con titubeo.
—No hay de qué, mo baintighearna.
Ella no pudo por menos que sonreír ante la deferencia en gaélico. Él esquivó su mirada unos segundos, pero volvió a perderse en sus ojos, totalmente seducido. Dio un paso hacia ella. Catherine no se movió y pestañeó con timidez. Ella, que se había criado entre hombres siempre, no entendía qué le pasaba con Erroll, que con su sola presencia lograba ponerla nerviosa.
—Yo…, no recuerdo muy bien cómo llegué a la habitación, ni qué pasó luego. Cuando me desperté tenía a uno de esos cerdos encima y vos no os despertabais. No sé que me asustó más —rio—, si verlos a ellos o a vos a mi lado.
—¡Vaya! —exclamó Erroll contrariado y cruzándose de brazos, pues no se esperaba ser comparado con esos tres impresentables.
—No me mal interpretéis, Sir. No sabéis cuánto os agradezco que estuvieseis allí. Esos hombres…
Erroll puso un dedo en sus labios y le pidió silencio. No quería pensar qué le podría haber pasado de no estar en la estancia. Él mismo no las había tenido todas consigo, se dijo recordando el filo de la navaja en la garganta. Hecho que lo hizo tragar saliva y acercarse peligrosamente a ella, con la necesidad imperiosa de tocarla y saber que era real, que estaba viva, que lo habían conseguido después de todo. Ella lo miró con sus ojos de gato, brillantes como estrellas.
—Esos hombres querían llevaros con Worthing para saldar la deuda de Larkin —terminó de decir él, resoplando y quitando el dedo índice de sus labios. La presencia de Catherine lo turbaba y atraía a partes iguales, como el reflejo de la luna en el fondo del pozo.
—Sí, me lo ha dicho Stace —respondió de nuevo con timidez. Catherine jugueteó con unas raíces que había en el suelo, un poco azorada por lo que iba a decirle—. Me enfadé mucho cuando os vi en la habitación, Erroll, y parecía que no fueseis a hacer nada. No comprendía…
—Que hubiésemos pasado la noche juntos y no intentara salvaros de ellos —ironizó el joven con un tono amargo en la voz. Eso era lo que pensaba de él: ¡perfecto!
—Exacto. Yo… ¿Pasamos la noche juntos? —preguntó ella cayendo en la cuenta de lo que significaba lo que acababa de decirle —. ¡Ay, Jesús!
A él le dio por reír. ¡Estaba tan bonita! Quiso abrazarla, pero se contuvo, había perdido la cuenta de las veces que se había obligado a no acercarse a ella desde que la había conocido. ¿Cuántos años tendría? Sus mejillas se habían vuelto rojas como una amapola, no le hacía falta poder verlas a la luz del día para saberlo.
—No de la manera que pensáis… —agregó él para tranquilizarla, aunque terminó por sonrojarse también.
Recordarla con esa túnica inmensa, que en vez de ocultarla, había dejado ver sus redondeadas formas le hizo suspirar.
—¿Y de qué manera si no? —le preguntó ella sin entender.
—Estabais dormida cuando llegué. La tabernera me imploró que hiciera las paces con mi esposa y la cuidara de esos mentecatos y así hice.
—¿Que os imploró qué?
Los ojos de Catherine se convirtieron en dos lunas.
—Que hiciera las paces con mi esposa.
—¿Por qué esa mujer iba a creer que yo lo era?
¿Cómo explicarle lo que la tabernera le había dicho sin ofenderla? ¿Cómo justificar la chispa de orgullo y regocijo que había sentido en el pecho con ello? No, no podía decírselo sin que pensara que estaba loco o que era un narciso presuntuoso. Estaba tan bonita…, volvió a repetirse para sus adentros. Sin pensarlo, se fue flechado a su boca y la cogió por la cintura para que no lo rechazara. Sintió la calidez de sus labios y se deleitó en ellos, capturándolos con un hambre desconocida. Eran jugosos y llenos, como esos pechos que había entrevisto pero que no se atrevía aún a tocar. Su lengua buscó el contacto de la de Catherine y ambos gimieron a la vez. Él se retiró, recuperando el aliento. «¿Qué diablos estoy haciendo?», se reprendió.
Ella seguía aún jadeante, con los labios entreabiertos, sin importarle que supiera que quería más. ¡Estaba tan entregada! Erroll la soltó como si se quemara. Deseó ser otro, alguien casquivano y disoluto que no pensara más allá de su entrepierna. Parte que, por cierto, empezaba a rugir rabiosa después de ese beso ardiente y cargado de deseo. «No eres un perro en celo, maldito irlandés», se recriminó sin mucha convicción, intentando acompasar su corazón desbocado.
—Lo siento yo… —comenzó a excusarse.
—Más lo siento yo —masculló ella y él hizo como que no la había escuchado.
Erroll no tenía entre sus planes a corto plazo enamorarse, mucho menos iniciar una aventura de la que alguno pudiera salir dañado. Catherine y él se verían al día siguiente y al otro y… No quería engañarla y prometerle lo que jamás podría darle. Él pertenecía aún a una persona, por muy absurdo que le pudiera parecer al resto del mundo y a él mismo. Sin embargo, cuando estaba junto a Catherine, no necesitaba echar mano a sus continuos chascarrillos, no necesitaba llenar el silencio con palabras constantes porque solo una mirada, una sonrisa, pasaban a ser un todo perfecto y comprendido.
—Será mejor que volvamos con el resto. Perdonadme, os lo ruego. No sé lo que me ha pasado.
—No hace falta que os excuséis más, Erroll. Ambos somos mayorcitos…
El irlandés la miró de soslayo. Estaba seguro de que la joven no lo había entendido por su gesto mustio y al borde de las lágrimas. Odiaba verla así. Ella lo había apartado para darle las gracias por su ayuda y, en cierto modo, él la había seducido para dejarla dos minutos después con dos palmos de narices. Mas no podía hacerle comprender que, o paraba, o la tiraría entre esos zarzales para hacerla suya, que era en lo único en lo que pensaba cada dos por tres.
—No quiero que el resto se preocupe por lo que os pueda pasar.
Ella asintió a desgana y lo siguió sin añadir nada más. Al llegar, le dio un abrazo a Jacob y compartieron unas gachas, aunque ella apenas probó más que un par de cucharadas. Al otro lado de la fogata, Neall observaba a Erroll en silencio. No lo reconocía, él que era el súmmum de la vivacidad y andaba con cara de rábano cocido. No creía que pudiera ser tan tonto como para haber dejado pasar una oportunidad como esa, ¿verdad?
Su amigo tenía en sus manos borrar para siempre el recuerdo de ese amor envenenado, de ser el mismo de siempre, de dejar de vagabundear de cama en cama en busca de migajas. Habían vuelto demasiado pronto… ¿Qué había pasado? ¿Se habrían besado siquiera? Neall resopló entre risas, porque parecía una vieja alcahueta ávida de chismes.
Ayden chasqueó la lengua a su lado, por su mirada, debería estar pensando lo mismo. Intercambiaron un gesto y los dos terminaron a carcajadas ante la mirada atónita del resto. ¡Solo Dios sabía lo contento que estaba de tener a Ayden y Erroll de vuelta! Ya habría tiempo de juntar a esos dos si el destino lo hacía posible. Quizás su hermano y él estuvieran equivocados y Catherine no fuera la ansiada gata o quizás no fuera el momento. Darren se acercó a ellos.
—«Los gatos salvajes se juntarán con hienas y un sátiro llamará al otro; también allí reposará Lilit y en él encontrará descanso» —citó el joven Stewart solemne—. Isaías, 34:14.
Neall levantó una ceja, sorprendido.
—¿Y eso?
—Por muy hermosa que sea Catherine, aún nuestro amigo está bajo el embrujo de Lilit…
—Suave forma de llamar a esa arpía —rumió Ayden con desagrado, sin disimular su odio por la condesa Stafford, pues a su futuro cuñado no le faltaba razón.
No tardaron en coger los caballos en cuanto los hombres hubieron apagado las brasas con una buena meada. Catherine miró hacia otro lado. Esas tonterías le parecían ridículas en hombres de pelo en pecho, ¡pero ellos se lo pasaban tan bien!
El grupo cabalgó durante toda la noche, sin apenas descanso. Todos pensaban que, cuanto antes pasaran por las tierras de Worthing, antes podrían respirar tranquilos. Northampton era la boca del lobo. Ese bellaco era dueño y señor de muchos terrenos de allí, pero dar un rodeo para llegar a Oxford y, con ello, a Guildford supondría dos semanas más. Necesitaban esas autorizaciones por si los paraban durante el camino y Ayden no veía la hora de rescatar a Leena. Ni siquiera se lo plantearon.
Hicieron cuatro grupos de guardia. Stace pidió estar con Erroll. El irlandés no puso objeción, pues le había cogido cariño al titiritero, aunque siguió con interés el resto de emparejamientos para saber con quién estaría Catherine. No se sintió mucho más tranquilo al saber que le había tocado con Darren. Estaría segura, sí. Pero ¿estaría libre de las insinuaciones del Stewart? Se obligó a no pensarlo, aunque se pasaba a menudo a hacerles una visita.
Algo parecido le pasó a Larkin, deseoso de que Ayden le tocara de compañero de guardia para que le enseñara algunos trucos con la espada. Sin embargo, al mellizo Murray le tocó con el joven Jacob y a Larkin con Neall. Este último no hacía más que resoplar porque el espadachín lo exasperaba y siempre lo terminaba dejando solo en la guardia para ir a hablar con su hermano. Incluso llegó el punto en el que era el mismo capitán escocés quién lo mandaba con algún recado nimio con tal de no cogerlo por el cuello y retorcérselo. Solo habían pasado dos días juntos y ya no lo podía ni ver.
—No lo soporto —le confesó Neall a Erroll—. Es engreído, rufián y un perrito faldero de mi hermano.
—¿Son celos?
—¿Son celos los vuestros con Darren?
Erroll no se esperaba tal respuesta. Neall lo conocía de al derecho y de al revés y habría notado que, las bromas que normalmente había habido siempre entre ellos, se habían vuelto más incisivas, cargadas por el diablo como aquel que decía.
—¿Por qué me hacéis esa pregunta? Yo no tengo nada con Darren… —comenzó a excusarse Erroll con fingida inocencia, pues sabía que no estaba siendo muy justo con ciertos comentarios hacia su compañero, utilizando su natural mordacidad para que el joven no tuviera oportunidad de deslumbrar a Catherine.
—Anoche…
—Sí, me pasé, lo reconozco —lo interrumpió—. No sé qué me pasa con ella, Neall. Desde Kelsey, ninguna mujer me había interesado tanto. Es inteligente, locuaz y destila una inocencia que me vuelve loco.
En ese preciso instante, Darren desplegó una de sus mejores sonrisas e hizo reír a Catherine. El semblante de Erroll se ensombreció.
—¿Os habéis enamorado? —le preguntó Neall entre incrédulo y esperanzado.
—¡Claro que no!
—Ya…
No le quiso insistir. Erroll podía ser la persona más abierta del mundo, pero también la más testaruda. Se quedaron en silencio unos minutos, atentos a la conversación de la pareja. Neall observó que el pelirrojo se tomaba muchas libertades para no pretender que Catherine fuera algo suyo y parecía empeñado en agasajarla. El resto había ido a por agua al río Ouse, los ingleses lo llamaban Great, pero de «great» tenía poco en comparación con los suyos del norte, se burlaban los escoceses entre risas confidentes. No tardarían en venir.
Ella le sonreía con amabilidad a Darren aunque, si su intuición no le fallaba, esas miraditas que le echaba a Erroll significaban mucho más. El capitán Murray temió que la joven se convirtiera en un problema para la convivencia entre ellos. ¿De qué estarían hablando? Últimamente estaba de un curioso que ni él mismo se reconocía. Sonrió.
—¿En serio? ¡No me lo puedo creer! —le respondió Catherine entre risas a su compañero de guardia.
—Os lo aseguro, preguntádselo si no me creéis.
Ella pareció dudar, pero terminó por dirigirse hacia donde estaban Neall y Erroll. El irlandés se puso en guardia y le echó una mirada de advertencia a Darren. El Stewart le sacó la lengua y se encogió de hombros. Así que Neall y él se esperaron cualquier cosa. Fuera lo que fuera, el pelirrojo se iba a cobrar que la noche anterior le contara que había tenido que compartir cama con su hermana Leena hasta que había pasado a ser tutelado por Sir William Brisbane.
Sin embargo, la confidencia había causado el efecto contrario al deseado, pues ella también había terminado confesando que tenía pavor a verse sola y que entendía que un niño le tuviera miedo a la oscuridad. El abrazo que se dieron y la sonrisilla maliciosa de Darren había puesto de un humor de perros al irlandés, que había terminado haciendo la guardia solo subido a un árbol para no tener que darle explicaciones a Stace.
Catherine titubeó antes de hablar y echó una última mirada al ingrato de Darren, que sonreía de oreja a oreja. Erroll se preguntó si no había tenido suficiente con haber salido victorioso de la vez anterior. A su vez, Neall hizo como que repasaba las plumas de sus flechas, pero no se alejó mucho y el irlandés se lo agradeció.
—Darren me ha contado que habéis pasado mucho tiempo con los bárbaros del norte. ¿Es cierto que ellos no llevan nada debajo de esa especie de falda?
«¡Santo cielo con la voz de la inocencia!», estuvo a punto de exclamar Neall, que agradeció no estar bebiendo nada en ese momento, porque habría pulverizado medio monte. Miró de reojo a Erroll y le dijo con los labios y ese maldito hoyuelo encantador: «quien siembra, recoge».
El irlandés miró ceñudo a Darren y desplegó su sonrisa más seductora con Catherine. Si se creía ese señoritingo que iba a poder con él, lo tenía claro. La invitó a sentarse y se acercó aún más. Ella jugueteó nerviosa con los bajos del vestido y le rehuyó la mirada. La había puesto nerviosa con su cercanía… «¡Conseguido!», se dijo, a la vez que le contestaba a la muchacha con un tono grave y sensual.
—Mo baintighearna, si hay hombres que ocultan su partes pudendas es porque tienen poco que enseñar. Tengo entendido que, esos que llamáis bárbaros, llevan tal atuendo porque no les cabe en los calzones —remató guiñándole un ojo.
Neall estuvo a punto de aplaudirle. Ese era el Erroll al que había echado tanto de menos. Catherine no se pudo sonrojar más. Sin embargo, no se amilanó. Miró a Darren y se sintió utilizada. No volvería a estar en medio de los dimes y diretes de esos dos.
—Lástima, mo maighstir, que, por circunstancias, no hayáis nacido al otro lado de la frontera entonces. Buenas noches.
Neall se tapó la boca con fuerza para no reírse. Si la contestación de su amigo había sido ingeniosa, la de ella había sido mucho mejor. Le recordó a Leonor con su «maighstir» y sintió una gran desazón. ¡Cuánto la echaba de menos! Catherine apresuró el paso en dirección al río. Estaba claro que ambos la habían utilizado y que ambos habían recibido su merecido. Sobre todo, Erroll, que la miró con ojos de corderito degollado. Neall fue a hablar, pero Erroll alzó el dedo advirtiéndolo:
—Ni se os ocurra contárselo a nadie más. No sabéis las ganas que tengo de decirle de quién soy hijo.
Ambos rieron a carcajadas y Darren se acercó con la cabeza gacha, pidiendo paz y sumándose al divertimento.
—La gata ha afilado sus uñas… —comenzó a decir Neall.
—¡Y qué gata! —replicó Darren, ganándose un codazo de cada uno en el costado.
A la mañana siguiente, hicieron un alto en Cytringan, una villa al norte de Northampton. No pararon más tiempo de lo que duraba la actuación por miedo a que los hombres de Worthing les dieran alcance o los emboscaran. Catherine seguía distante en cuanto al trato con el resto de los integrantes del grupo y no se alejaba más que lo necesario. Desde lo que le había pasado en la taberna, cualquier persona le parecía sospechosa o con mala intención. Jacob parecía su sombra y no la dejaba sola, mientras que Larkin permanecía escondido por temor a que lo descubrieran.
Stace y ella hicieron un número impecable de lanzamientos de cuchillos, incluso utilizaron a Jacob como cebo para darle más emoción al espectáculo. El joven malabarista hizo su propio dúo con Neall y sus bolas de cuero más desgastadas fueron trinchadas por las flechas del arquero a la distancia y donde le pedían. En la plaza no había lugar para un alma más.
El juego de espadas brilló con luz propia, sobre todo cuando se taparon los ojos, arrancando más de un aplauso del público. Erroll hizo el colofón con una leyenda nueva, la de Liban la sirena, dentro de las historias de la Leabhar na h-uidhre64. Los congregados lo escucharon absortos, pues la mayoría no conocía la vieja historia irlandesa y los conquistó el caso de la mujer pez con la voz de un ángel.
Stace los felicitó al terminar y les dio su parte de lo recaudado, gran parte en especias, por lo que llenaron las alforjas de viandas variadas. Solo se permitieron una ronda en la taberna para celebrarlo. Catherine se mantuvo distante del irlandés y, cada vez que iba a comentarle cualquier menester, terminaba mordiéndose la lengua y mirando para otro lado.
El regreso al campamento lo hicieron en silencio y tomaron las precauciones necesarias para que no los siguieran. Larkin parecía un león enjaulado, a pesar de estar en campo abierto.
—¡Creía que no llegaríais nunca! —refunfuñó.
Pero Ayden empezó a darle detalles sobre el duelo con Darren y el brillo de sus ojos centelleaba ávido de acción.
La comitiva puso rumbo a Oxford sin dilación. Dos de los escoceses siempre iban en la retaguardia por lo que pudiera pasar. Ayden y Darren estaban adelantados y llevaban sus caballos al trote. Catherine dejó caer el paso de su montura hasta que casi lo puso en paralelo con el de Erroll, dejando atrás las rencillas de los hombres con faldas o con los feil… no se qué. Neall y él estaban charlando sobre buscar una herrería en Oxford donde afilar las espadas, cuando se dieron cuenta de que no estaban solos. Ambos se sorprendieron al verla y Neall azuzó a Rayo para alcanzar a su hermano y a Darren.
—He interrumpido vuestra conversación… Lo lamento —le susurró ella con candidez.
Él la miró con una de sus sonrisas deslumbrantes. Ese día sin hablarse había sido una tortura al más puro estilo Sir Richard de Stone. No lo admitiría ante nadie, pero había echado de menos su compañía, sus preguntas y esa vitalidad que emanaba. Durante los lanzamientos de cuchillos había llegado a sentir miedo y pensado que ahogaría a Stace con sus propias manos si la alcanzaba. El irlandés agarró las riendas con fuerza y se envaró sobre el caballo. No debía dejar que los sentimientos le nublaran la razón y se repitió, una vez más, y ya iban unas cuantas, que no estaban en Inglaterra para esos menesteres.
—No se trata de eso —se disculpó—. Desde que va a ser padre, Neall anda muy casamentero. Él se piensa que nosotros… Bueno, que vos y yo…
—No me puedo creer que os falten las palabras —se rio ella sin escandalizarse ni negar tajantemente la posibilidad.
Erroll se sonrojó. La risa de ella tiñó de una luz especial el momento y el irlandés tuvo que centrarse para no decirle alguna galantería. Se había quedado sin palabras. ¡Él! Que hasta hablaba en sueños, según su madre…
—¿Puedo preguntaros algo sobre la historia de Liban?
—¡Claro! ¿Qué queréis saber? —le respondió él con curiosidad.
—¿Por qué Liban iba a querer dejar la paz de las aguas para entregarse al santo Beoc o a cualquier otro hombre? ¿No prefería estar sola y ser libre?
—Quizás se aburriera o deseara descubrir mundo.
—Pero acabó en una Iglesia, admirada y repudiada a la vez por ser mitad doncella y mitad pez… ¿Qué necesidad tenía?
—Quizás la de amar y ser amada —le respondió Erroll, que jamás se había hecho antes semejante pregunta.
—Tal vez —le contestó insegura y siguieron cabalgando juntos un trecho en silencio.
La tarde iba tocando a su fin y pronto pararían a descansar. Erroll sentía la garganta seca y una extraña opresión en el pecho, pues crecía en él la necesidad acuciante de preguntarle algo a la joven y temía que volviera a enfadarse o que la respuesta no fuera de su agrado. Cuando más claro tenía que dejaría pasar la ocasión, su boca se rebeló y habló:
—Catherine…
—¿Si?
—¿Por qué no hay ningún hombre que os espere en casa?
Ella lo miró felina y a él se le erizó la piel. Quizás la pregunta había sido demasiado íntima o directa para ser planteada. ¿Por qué quería saberlo? Maldito Neall… ¡Era como el gusano que podría la manzana! Catherine se tomó unos segundos para contestar.
—Puede que no haya conocido al hombre que me haga dejar la seguridad del mar —le dijo guiñándole un ojo y mencionando la leyenda de la sirena Liban.