CAPÍTULO 08
LA JAULA
Castillo de Guildford, Inglaterra, principios de octubre de 1334.
Leena había estado a punto de echarse a correr en brazos de Lord John de Eltham en cuanto había divisado el castillo. A cualquiera en su sano juicio le habría dado escalofríos un lugar así y no tanto por el exterior con sus piedras enmohecidas, la dejadez del edificio y ese extraño olor a podredumbre y a descomposición que contrarrestaba con la belleza de los jardines… No, era algo más profundo y soterrado que helaba la sangre: ese lugar rezumaba maldad y la muerte parecía estar acechando por los rincones. Lord Eltham observó la expresión de horror de la joven y se sintió incapaz de dejarla allí. Dio la orden de volver a Edinburgh ante la mirada atónita del guardia que los acompañaba y de la propia Leena.
En cambio, en el momento en el que ella vio la duda en los ojos del conde, se decidió. No podía volver a Edinburgh y casarse con otro hombre que no fuera Ayden. Tenía que ser fuerte y afrontar su destino por muy cruel que este pareciera y ser fiel a su corazón. Más aún, sabiendo que su amado estaba vivo. La pelirroja tomó aire y decidió ser la más fuerte de los dos y, mientras descabalgaba, fue despidiéndose del conde inglés con unas palabras de consuelo. John se bajó del caballo y corrió tras ella, agarrándola del brazo e insistiéndole:
—¿Realmente es esto lo que queréis? Yo puedo poner el mundo bajo vuestros pies.
Leena lo miró con ojos vidriosos, sin saber qué decir. No dudaba de sus palabras, por supuesto. Ella quería volver a la paz cálida de esos días de junio, al descubrimiento de la pasión en brazos de su capitán, a sentir el latido del corazón de Ayden palpitando en sus sienes al cobijo de su cuerpo desnudo… por supuesto que no quería estar allí. ¡Santo cielo! Lo había perdido todo en unos meses.
Ya solo le quedaba «él», pensó tocándose el vientre con una honda pena. Algo en su interior le decía que ese sitio sería su tumba, si Dios no hacía algo por evitarlo, pero al menos podría llorar su pena a solas y vería crecer a su hijo sano y salvo de las garras del rey. Eduardo de Inglaterra no se tragaría que ese hijo era de su hermano y no cejaría hasta acusarla de adulterio y quitársela de en medio. Al fin y al cabo, ese hombre solo quería asegurarse el enclave de Doune.
Si la situación no hubiese sido tan peliaguda hasta tendría gracia, pues el rey de Inglaterra tenía fama de hombre cabal y justo, muy al contrario que su hermano John que, a pesar de su juventud y caballerosidad con ella, era conocido en media Escocia por ser una de las espadas más mortíferas del bando inglés. Ironías del destino, sin duda, pero no quería probar en sus carnes la justicia del rey, pues con ella no había atendido a razón alguna.
No había vuelta atrás. No pondría en peligro a su hijo por nada en el mundo. ¿Quién sabía lo que haría el rey si se sintiera engañado? ¡Si supiera que el heredero de Doune no tenía su sangre!
La joven Stewart dejó que el joven conde la acompañara a su destierro y, a cada paso que daba, tenía que controlar las ganas de vomitar que le producía ese lugar. Una reclusa, enjuta y pálida como un ánima, los guió hasta los aposentos del sheriff de Sussex, encargado de la custodia del lugar.
La puerta del despacho estaba entreabierta, aún así llamaron y aguardaron a que alguien abriera. Tras unos minutos de espera, una joven morena, y otrora vez hermosa, les abrió. Su aspecto era lamentable y se limpiaba la comisura de los labios con la manga de la camisa. Leena se fijó en su vientre abultado y se parapetó el propio con sus brazos, temerosa. El ánimo de Leena comenzó a flaquear.
Los ojos de sorpresa y reproche de la joven a la joven que los había guiado hasta allí dejaron constancia de que esta tenía que haber avisado antes que había visita. Una voz cavernosa le preguntó desde el interior que a qué se debía la interrupción y que aún no estaba satisfecho.
Lord Eltham abrió de un empellón la puerta y Leena se estremeció. Nunca lo había visto tan furioso, en realidad, nunca lo había visto así hasta entonces. El sheriff se recolocó el calzón al ver que un desconocido perturbaba la paz de su santuario y la joven que había abierto la puerta se puso a llorar en silencio, mientras la primera de ellas aprovechó para huir sin ser vista.
Leena le cogió la mano a la muchacha en un gesto de solidaridad, asegurándose a la vez un punto de apoyo en caso de perder las fuerzas. La joven la miró con sus grandes ojos grises y le hizo un mohín lastimero como respuesta.
John de Eltham comenzó a discutir con el tal señor Craig Gibbs sobre el estado decadente del castillo y de la forma tan inapropiada que tenía de ejercer sus funciones. También lo puso al corriente de la situación de Leena y el trato de favor que debería recibir si no quería ser confinado en el peor puesto del reino.
El sheriff lo escuchaba en silencio, mientras observaba a la nueva presa sin prestar mucha atención a las palabras del conde, quedándose solo con lo esencial para no ser descubierto. John se puso en el campo de visión de Craig y este masculló algo por lo bajo que Leena no llegó a entender. Debía de ser una grosería por la reacción que tuvo John de cogerlo por el cuello de la camisa, exigiéndole que se disculpara.
—Lo siento, señora, si os he ofendido… —expresó el sheriff formalmente, aunque en sus palabras no había ni pizca de arrepentimiento.
Tras una breve charla, ese enorme cerdo gritó un nombre: Susan, provocando en la muchacha de los ojos tristes un respingo.
—Mostradle a la futura condesa su habitación. La contigua a esta es muy confortable, por ejemplo, y encontrará todo lo necesario —dijo con renovado entusiasmo y algo de retintín, a la vez que inclinaba la cabeza, como si estuviese haciendo una extraña reverencia.
—Yo… —comenzó a decir Leena, a la que apenas le salía la voz del cuerpo, pues el mero hecho de pensar tener cerca a ese hombre día tras día la descorazonaba—. Yo preferiría compartir celda con Susan, señor Gibbs. Si a vos y a ella no les resulta un inconveniente. No me gusta estar sola y tampoco quiero ningún trato de favor.
John la miró contrariado, pero entendió perfectamente que lo que Leena quería era la seguridad que le proporcionaría unas rejas para estar lejos de ese hombre. El conde asintió y observó por un instante los dedos enlazados de ambas mujeres, unidas ante la adversidad de un destino que no merecían. Después, escudriñó al señor Gibbs y le habría sacado los ojos de las cuencas por mirar a Leena de una forma tan indecente. «¡Maldito bastardo!»
—Bien, alojaréis a mi prometida con ella hasta que venga a buscarla y —dijo el conde señalando a la mujer y puntualizando la relación que lo unía a la joven Stewart—, ahora, cuando se vayan las damas, vos y yo hablaremos tranquilamente de hombre a hombre. ¿De acuerdo?
Craig mandó a Susan que acompañara a Leena a su celda y que trasladaran del cuarto contiguo todo lo que precisaran para estar más confortables. La muchacha suspiró tranquila por poder irse de allí sin mayores consecuencias y por el giro que había dado su suerte con la llegada de la nueva.
No obstante, antes de que las mujeres abandonaran la estancia, Lord Eltham la cruzó en un par de pasos y abrazó a Leena por la cintura con fuerza, dándole un cálido beso en los labios que la cogió totalmente desprevenida. Un beso que era muy diferente de aquel primero que le había dado en Edinburgh, un beso profundo, con sentimientos y que ella le devolvió con otro suave en los labios de agradecimiento por sus desvelos, mientras le susurraba un «estaré bien.»
Esa pequeña muestra de afecto le dio al conde el empujón necesario para no albergar ninguna duda de que la mantendría a salvo costase lo que costase. Él había hecho todo lo que había podido, incluso había intentado convencerla de nuevo de que la mejor opción era que se casara con él y darle sus apellidos al vástago que llevaba en sus entrañas, pero el corazón de la escocesa pertenecía a otro. Entretanto, mientras el futuro de ese hombre al que ella amaba se cerniese incierto, él cuidaría de ella, se prometió.
Leena se separó de él y bajó sus largas pestañas cobrizas para evitar llorar allí mismo. Se marchó sin mirar atrás, temiendo no ser lo suficientemente fuerte para afrontar la adversidad que le aguardaba. Cualquier idea que se hubiese hecho de cómo sería vivir en Guildford se quedaba corta, lejana y totalmente desnaturalizada. Aquello era peor que la muerte, porque era una muerte en vida. Anduvo por los pasillos sin soltar los dedos de esa muchacha a la que apenas conocía y con la que había creado un vínculo que perduraría para siempre.
No supo cuándo empezó a llorar y a beberse sus propias lágrimas, pero cuando llegaron a la celda, la congoja le podía más que seguir respirando. Susan la miró en silencio, entendiendo lo duro que iba a ser verse encerrada por primera vez. Ella llevaba seis años en Guildford y lo peor no era la soledad de la celda, ni los trabajos en las cocinas, en las letrinas o los jardines, lo peor era cuando el cerdo de Craig Gibbs se acordaba de ella y acudía a él sin rechistar.
La muchacha se afanó con el candado y tiró las llaves lejos de la reja. No quería tener la tentación de querer escaparse otra vez, pues sabía muy bien lo que le pasaba a la que intentaba escaparse y no quería volver a la estancia del sheriff en mucho tiempo.
Susan la dejó desahogarse mientras iba y venía con muebles, mantas, un jergón y algunos enseres que le harían la vida más fácil. Hasta que al cabo de las horas, cuando ya estaban instaladas, la joven se asomó por una rendija que tenía oculta y daba al exterior y le dijo:
—Su hombre acaba de irse.
Leena se sorbió la nariz y se enjugó las lágrimas con la manga de su vestido.
—No es mi hombre…
—Ya, y me imagino que por eso estáis aquí. ¿No es cierto? En Guildford no encontraréis a ninguna mujer que haya cometido otro delito que el ser mujer y pobre. Por cierto, mi nombre es Susan Collins —se presentó tendiéndole la mano.
Leena agradeció el gesto y se preguntó por qué estarían allí entonces. ¡Ser pobre no era un delito en Escocia! Quizás no la había entendido bien.
—Yo soy Lady Leena Stewart y no estoy aquí por…
—Da igual, no tenéis por qué decírmelo si no queréis… —le respondió Susan incómoda, cayendo en la cuenta de que esa mujer era una total desconocida y, por raro que pareciera al verla en esa celda, una dama.
Leena supo que no debía haber nombrado el título de su casa. Hacía tiempo que no hacía nuevas amistades y se sintió en desventaja. Para romper el silencio que se había adueñado de la celda, comenzó su historia sin mirar a la joven. La pesadumbre atenazaba las primeras palabras, después simplemente fluían solas, necesitadas de ser contadas. Comenzó desde aquel día que había viajado a Blair Atholl en su juventud y se había reencontrado con el apuesto Ayden, tan caballeroso y atento con ella desde que era una niña y cómo no le había prestado mayor interés.
—¡Cómo somos las mujeres! ¿No es cierto? Os fijasteis en su hermano, que no dudo que no fuera espléndido, pero que no os adoraba como el más rubio.
A Leena le hizo gracia la forma de simplificar la historia de Susan. En realidad, así había sido, porque atractivos y grandes hombres, los dos lo eran y mucho. Sonrió por primera vez desde que había entrado en Guildford y supo que su estancia sería menos dura junto a esa joven escuálida de ojos tristes.
Ante el interés mostrado por su historia, la Stewart siguió hablando. Era una gran oradora y tenía totalmente enganchada a Susan, tanto que no se dieron cuenta que venían a por ellas para los trabajos en el huerto. La muchacha era la misma que los había guiado a ver al sheriff y, aunque venía a recogerlas, también se quedó a escuchar, aferrada al barrote de la reja. Solo cuando se le escapó un suspiro de amor, se percataron de su presencia.
—¡Maldición, Laurie! ¿Cuánto llevas aquí?
La joven comenzó a titubear.
—¡Oh, Dios mío! Si se entera…
Laurie abrió el candado con manos temblorosas y Susan cogió de la mano a Leena y la llevó prácticamente en volandas a pesar de su delgadez.
—No oséis contrariarlo, Leena. No le miréis fijamente a los ojos. Si se dirige a vos, contestadle con humildad. Le gusta que nos dirijamos a él como Milord…
—¿Habláis del sheriff? —preguntó Leena, a la que comenzaba a faltarle el aliento por la inesperada carrera por los pasillos de la fortaleza.
Susan y Laurie asintieron. Se pararon frente a una pared y Leena pensó que se habían vuelto locas. ¿No iban al huerto, por qué internarse por el castillo? Una de ellas descubrió un enorme agujero negro en la pared y se agacharon para pasar por él.
—¿Pretendéis que me meta ahí dentro? —preguntó escandalizada la pelirroja al ver que se trataba de un pasadizo hediondo y lleno de telarañas.
—Si preferís que él os la meta ahí fuera…
Los ojos de Leena se abrieron tanto como su boca por lo que había creído entender. Laurie recibió un codazo en el costado de parte de Susan por la impertinencia y le masculló un: «ella aún no sabe nada, no me ha dado tiempo de advertirla».
—¿Queréis decir…?
—No hay tiempo para eso, Leena. Si el señor Gibbs nos coge, ni vuestro conde podrá salvaros de que os ponga la mano encima —le replicó Susan con medio cuerpo dentro de ese extraño túnel.
—Sois la siguiente —le dijo Laurie —. Yo cerraré la entrada. Hoy no me toca huerto.
Al final del pasadizo la esperaba Susan, que la ayudó a saltar el último tramo, a quitarse las telarañas del pelo y a recomponer sus ropas. Le dio una pequeña azada y la apremió para que la siguiera por un sendero pequeño hasta que ante ellas se descubrieron las puertas del paraíso.
Leena jamás había visto un lugar tan bello como ese. Los manzanos crecían alineados entre los setos y sus frutos destacaban grandes, maduros y jugosos. Hasta donde la vista alcanzaba, había árboles amarillentos de hoja caduca, que se intercalaban con otros lilas originarios seguramente de Glen Brittle, de la Isla de Skye, hermosos como ellos solos. Pequeñas estatuas de piedra rompían la frondosidad de las plantas con sus bellas formas moteadas por el verdín que las oscurece en invierno. Una estampa colorista que invitaba a creer en hadas, elfos y duendes y donde el tiempo se paraba inevitablemente.
Susan le dio un tirón de la manga del sencillo vestido de paño y le enseñó cómo cavar y desbrozar las malas hierbas. Al final de la tarde, Leena estaba agotada y tenía el rostro como una de esas manzanas rojas tan apetecibles. No había avanzado ni la mitad que sus compañeras, pero le había puesto todo el empeño del mundo. Se había corrido la voz entre las mujeres de que era «la nueva» y había sido recibida con muchos cuchicheos a sus espaldas y pocas caras amables. Susan le presentó a algunas reclusas, pero en cuanto sabían que era escocesa la rehuían como a la peste, sobre todo una, la que parecía la cabecilla, Margaret Blydon.
La Stewart hacía años que no se ocupaba de ninguna tarea significativa que no fuera el bordar y coser ricos paños y los dedos de las manos comenzaban a engarrotárseles debido al esfuerzo. Susan le dedicaba a veces una sonrisa cómplice sin dejar su tajo y le mostraba la mejor forma de coger la azada para que no le doliera tanto.
Cuando Leena vio que el resto de mujeres dejaban sus herramientas y comenzaban a sacudirse la tierra de manos y faldas, dejó la suya a buen recaudo y se secó el sudor de la frente con un pañuelo que llevaba oculto en el corpiño del vestido. Sin prestar mayor atención al revuelo que se había suscitado, bebió un poco de agua de una vasija de barro y suspiró. Fue entonces cuando supo que no estaban solas, sobre todo por el rostro lívido de su compañera y esa extraña pose de sumisión que solo le había visto hacer cuando estaba con el señor Gibbs.
Leena no sabía muy bien cómo actuar. ¿Cuánto tiempo llevaría ese hombre observándolas? Con el porte de una reina, la escocesa se enderezó y miró por un instante al sheriff, aunque bajó rápidamente la vista como le habían recomendado que hiciera. Intentó contener los nervios y el ánimo ante su escrutadora mirada, pero si seguía allí de pie mucho más tiempo, acabaría volviéndose loca o cometiendo alguna insensatez.
Craig Gibbs no supervisaba los jardines más que de tarde en tarde. Sin embargo, un destello rojo le había llamado la atención desde su ventana cuando fue a cerrarla y se había pasado la tarde observando embelesado cada una de las idas y venidas de «la nueva». Los movimientos gráciles y desinhibidos de quien no se siente observada lo excitaron mucho más que esas jóvenes escuálidas y taciturnas que se llevaba al lecho o donde pillara. La discusión que había tenido con Susan, aunque finalmente bien resuelta, lo había dejado algo taciturno hasta que había despedido a ese conde engreído, hermano del rey.
Leena era el soplo de vida que faltaba en ese cementerio al que había sido destinado desde que lo cogieran borracho en horas de trabajo hacía cinco años. Toda ella desprendía una energía y una frescura irresistible. ¡Se veía tan hermosa entre tanta podredumbre! Ella era una rosa entre espinos, un primer rayo de luz que se embebe en las gotas de rocío que refrescan las mañanas… Ella era la fruta prohibida por la que cualquier hombre daría el cargo, el honor y la vida si fuese preciso.
El sheriff se maldijo porque Susan había sido así hasta hacía bien poco. ¿Cómo esa necia osaba decirle que detestaba llevar en su vientre a su hijo? Blasfemó entre dientes. Se olvidaría de ella si era lo que quería y se dispuso a sustituirla bien pronto. No había movimiento de la escocesa que se le escapara y con los que no se excitara. Estaba perdido y acababa de conocerla. La tenía al alcance de su mano y no podía tocarla. Deseó que ese maldito conde se cayera del caballo y no volviera jamás a su encuentro.
«Su prometida», así se había referido a ella, mientras era veneración lo que traslucían sus ojos. ¡Maldito necio! ¿Cómo dejaba una rosa en un sitio como ese? ¿Más cuando llevaba a su hijo en sus entrañas y la guerra se cernía como un cuervo negro sobre sus cabezas?, blasfemó de nuevo. Algo olía a podrido en toda esa historia y se juró que lo averiguaría. ¿Las dos preñadas…? ¡Menuda coincidencia!
El sheriff se fue con un humor de perros tras decirles que prosiguieran con sus quehaceres. No había sido buena idea tener a esa escocesa tan cerca. Se asomó de nuevo por la ventana de su alcoba y respiró el frescor del atardecer otoñal con los ojos cerrados. Necesitaba bajar el calor que le consumía por dentro, pero algo en su interior se resistía a no dejar de deleitarse en la fruta prohibida.
El vestido de la pelirroja se le ajustaba a las nalgas al agacharse y la mente de Craig Gibbs era incapaz de pensar en otra cosa que en ponerla a cuatro patas y cubrirla como si fuese una yegua en celo. La zorra de Susan lo había dejado insatisfecho por la inesperada visita, ¡diablos! No tardó en aprovechar el ver a la condesita en tal pose quitando hierbajos para agarrarse el miembro henchido y duro y darse un buen repaso hasta quedar totalmente saciado. Una y otra vez, pues no se cansaba de verla y, cuanto más la miraba, más hambre tenía de su cuerpo.
«Es la prometida de un conde», se decía sin éxito. «Quedaos con Susan, insensato», se repetía, pero demasiados años haciendo lo que le venía en gana pasaban factura en su mente depravada y maquinaba mil y una formas de satisfacer su reciente obsesión por ella. Nunca antes se le había vetado nada y el saberla inalcanzable le había encendido la sangre más que mil yescas ardiendo. Eso, y el rechazo de la joven Collins.
Pero ¿por qué se había atrevido a ir al huerto? ¿No había tenido bastante con estimularse solo en una de las corridas más gloriosas de su vida? No, había necesitado verla de cerca, observarla en ese entorno idílico y desnudarla con la mirada. Había necesitado ver su reacción, su sonrojo, la fuerza que ocultaba en su interior… Poner celosa a Susan, quizás. Apenas había podido verla cuando entró en su habitación junto a ese engreído. Le había parecido hermosa, de cara aniñada y grandes ojos, pelo salvaje y rojo, pero poco más.
Craig no supo cómo pero allí estaba de nuevo frente a ella, ante las caras atónitas del resto de presas. Antes apenas había conseguido murmurar unas blasfemias, pero satisfecho ahora, salivó ante su piel nívea y sus mejillas encendidas por el esfuerzo, se jactó de sus ojos miel y de los mechones desmarcados de sus cabellos, supo que tenía pequeñas pecas que le salpicaban la nariz y una boca roja como un fruto maduro. Era como contemplar una ninfa y no pudo soportar el deseo de tocarla.
Leena pegó un brinco al sentir la mano sudorosa del sheriff en la suya y fue incapaz de seguir con esa actitud distante que le habían aconsejado encarecidamente si quería zafarse de él. Apartó su mano con un gesto brusco y aprovechó para pasar detrás de su oreja un mechón de sus cabellos.
Craig se relamió los labios y se ajustó el calzón con la correa de cuero. Nadie en el jardín respiraba salvo él. Las reclusas comenzaban a marcharse, o a desaparecer entre los arbustos, temerosas de ser reclamadas ante su presencia. No había mujer que no hubiese probado sus tropelías y desease su muerte más que la libertad misma. Por miedo a quedarse sola, Leena dijo con la voz más segura que pudo encontrar dentro de su cuerpo:
—Si me disculpa, señor. Mi compañera me espera para irnos a la celda.
Craig sonrió. La pelirroja volvió a dar un respingo al ver sus dientes negruzcos y esa mirada sucia recorrer el perfil de sus senos. Apretó los dientes y se dispuso a andar hacia Susan, pero la mano que antes había tomado la suya se lo impidió. Leena miró con fiereza esos dedos que le marcaban el antebrazo como en hierro candente y, con las mismas, subió la mirada hasta encontrarse con los ojos del sheriff. Craig se sorprendió por el desafío y la soltó, dedicándole una carcajada que hizo que la joven se sonrojara y acelerara el paso hasta llegar a la altura de Susan.
El corazón de Leena latía como los redobles de un tambor, sintiendo la mirada de ese cerdo en cada uno de sus pasos, en cada poro de su piel… Esa risa repulsiva le atenazaba el alma a su espalda y sentía las rodillas temblorosas. Nunca había pasado tanto miedo antes y solo cuando alcanzó a su compañera de celda, exhaló el aire que guardaba dentro.
Susan le aferró la mano con fuerza y la guió de regreso a la seguridad de los barrotes. Conocía muy bien la sensación que estaba padeciendo su nueva amiga, aunque parte de ella sintió un alivio inconfesable por no ser ya la favorita de ese ser tan repugnante.
Craig era como una montaña de sebo humana, nada del hombre más bien tímido y bonachón de antaño. Todo en él era repulsivo: su rostro amarillento, sus dientes ennegrecidos y esos ojos azules, pequeños y zafios que parecían desnudarte hasta el alma. La madre naturaleza o la herencia de unos padres poco agraciados se habían cebado con su persona. Todo en él era indeseable: esa barba descuidada con grandes claros, las manos sudorosas, ese vientre orondo que solo parecía recogerse para mostrar su «siempre dispuesta» verga…
Susan maldijo por lo bajo y Leena entendió que ambas estaban pensando en el asco que le producía la presencia del señor Gibbs. Sin embargo, cuando llegaron a la celda, la muchacha parecía enfadada con ella:
—¡Jamás! —la amenazó con el dedo índice levantado y el brazo izquierdo apoyado en jarra en la cadera en cuanto cerró el candado y tiró la llave fuera—. ¡Jamás volváis a desafiar a ese hombre! ¿Me oís? Vos no sabéis de lo que es capaz.
—Pero él… —Leena comenzó a balbucear con lágrimas en los ojos.
Susan y Laurie eran su único apoyo hasta ahora. Las demás la habían tratado como si tuviese alguna enfermedad infecciosa en el huerto y solo porque era escocesa y tenía el pelo rojo. Habían pasado apenas unas horas y se le antojaba que su estancia en Guildford iba a ser el mismísimo purgatorio. Ese sheriff no osaría ponerle una mano encima. Lord Eltham le había dicho que era su prometida y que esperaban un hijo. ¿Cómo iba a tocarla sin esperar que el conde no lo rajara en dos?
—Nada ni nadie detiene al señor Gibbs. Solo el diablo podría pararlo.
—Soy la prometida del conde y espero un hijo suyo —sentenció la Stewart, rehusando la mirada de Susan.
—A otra con el cuento, Milady —exclamó la muchacha, que se sentó cerca de la pared tanteando las piedras—. Ese niño es del capitán escocés. Vi cómo os besaba el conde y vuestra respuesta. Eso no era amor... Yo lo sé. Nadie renuncia al amor verdadero mientras el otro está vivo.
Leena se sentó a su lado, se tapó la cara con ambas manos y comenzó a llorar desconsoladamente. Ella no sabía cómo salir de ese embrollo. ¿Y si el señor Gibbs descubría que todo era una patraña para ganarse con el tiempo el perdón del rey? ¿Y si a John le pasaba algo y nadie sabía dónde se encontraba? A cada pregunta que se hacía, más grande era su desazón.
Susan no se esperaba su reacción y al principio se mantuvo en sus trece, ofuscada. Esa escocesa se había puesto peligro innecesariamente, ¡santo cielo! ¿Cómo había podido llegar a ser tan insensata?, se preguntaba a regañadientes. Sin embargo, poco a poco fue dulcificando las facciones de su rostro y terminó por darle un abrazo.
—Lo siento, Milady —le susurró—. A veces no sé muy bien lo que digo y mucho menos cómo comportarme… ¿Qué más da el hombre que haya puesto su semilla en vos? El hijo es vuestro y tenéis que protegerlo del sheriff.
—Es cierto, mi hijo puede que jamás vea a su padre y yo no podía casarme con otro sabiendo que aún estaba vivo —lloriqueó Leena entre hipidos—. El conde le ha dicho que era suyo para que nadie me moleste. Es un buen amigo. No creo que el señor Gibbs se atreva a…
Susan le cogió la mano y se la puso en el vientre. Los ojos de la pelirroja se abrieron al notar el movimiento de su tripa y exclamó un: «¡oh!». Mas, cuando entendió quién era el padre del hijo de la criatura que llevaba su compañera en el vientre, no supo qué decir.
—Sí, es de él. Este y otros tres que he enterrado ya.
Leena no salía de su asombro. ¿Qué tipo de relación unía a Susan con semejante engendro? Observó con detenimiento a su compañera, a pesar de la mala vida que llevaba y de esos grandes ojos tristes, era muy hermosa. Tenía el pelo del color del azabache y la piel tan clara como la luna, sus ojos parecían grises, aunque a la luz del sol eran de un increíble azul. ¿Cuántos años tendría? Temió preguntárselo, pero algo en su interior le decía que no llegaba a tener ni veintitrés. ¡Tan joven y pasando tanta calamidad!
—No entiendo… ¿Son suyos y los mata?
La muchacha negó y se irguió. No parecía dispuesta a hablar y no quiso presionarla. Se acababan de conocer, se recordó. Un pequeño ruido hizo que Leena la imitara instintivamente y al poco tiempo apareció Laurie en la puerta de la celda. Su gesto era asustadizo y mordisqueaba su labio inferior con los dientes. Suspiró antes de señalar a Leena y decir:
—Vengo a por ella.
Susan blasfemó y cogió las manos de la pelirroja entre las suyas. Se le habían quedado frías como carámbanos de golpe y del susto había dejado de llorar. La escocesa temblaba y se abrazó el vientre con fuerza, aunque apenas se le notaba el embarazo. Susan la abrazó a su vez y le susurró:
—Haga lo que haga, no supliquéis, no lloréis y, sobre todo, no dejéis que os pegue. Yo os protegeré.
Leena asintió y se sorbió la nariz, quitándose los restos de las lágrimas de las mejillas. ¿Cómo iba a poder salvarla de ese maldito hombre?, pero quiso dejar algo más tranquila a su compañera y asintió.
—Mucho mejor, Milady —le dijo pellizcándole una de las mejillas, ante el mohín infantil de la escocesa.
Laurie abrió la cancela en silencio, la dejó pasar y después la cerró, susurrándole a Susan que se acercaría por la noche a verla. La reclusa se agarró a los barrotes y las despidió con una sonrisa triste. No habían cruzado el pasillo cuando Leena la oyó rezar y, sumándose a la plegaria, se santiguó. Laurie la acompañó a la estancia del señor Gibbs y llamó con los nudillos a la puerta.
—Adelante.
Leena entró sola. No quiso mirar a la muchacha por si volvían a flaquearle las fuerzas y aguardó en silencio a que Craig Gibbs dejara lo que estuviera haciendo con unos papeles y le dijera lo que fuera.
—Pasad, pasad… Milady.
El tono con el que dijo «Milady» no le gustó en absoluto, se estaba burlando de ella... Otra vez. Seguramente querría probarla, pero esta vez no lo conseguiría, se juró.
—Vuestro… «conde» os ha dejado a mi cargo y, dependiendo de lo que le digáis a su hombre de confianza, este será generoso con nuestro penal y en especial con mi persona…
Leena evitó mirarlo a los ojos y colocó sus dedos entrelazados sobre su regazo.
—Pronunciad una sola queja y juro por todos los santos que hallaréis la muerte.
La pelirroja mantuvo su actitud, en silencio, mordisqueándose el interior de los carrillos para evitar contestarle.
—¿Me habéis entendido? —le inquirió el sheriff, deseando sentir la fuerza de su mirada.
—Sí, Milord.
—Veo que os han aleccionado bien —exclamó carcajeándose y recostándose en su sillón.
Tras esa apreciación, hubo uno de esos silencios incómodos. Leena pensó que hasta el aire enrarecido de la estancia era insoportable. Terminó cediendo al impulso de mirar esa cara rolliza y grasienta, incumpliendo a medias una de las reglas. Sus largas pestañas caoba se irguieron unos instantes y, ante el feroz deseo que apreció en los ojos del sheriff, bajó la mirada de nuevo rápidamente.
—Sois muy hermosa… Creedme que no será fácil para mí tener a mis dos florecillas juntas y no poder cuidarlas como se merecen.
Leena se movió nerviosa en su asiento. La mirada libidinosa del hombre la tenía envarada y alerta. Estaba hablando de Susan, obviamente, y eso la inquietó aún más. Apenas conocía a la muchacha de unas horas, pero algo le decía que podría confiar siempre en ella.
—No habría cosa que me gustase más que veros a ambas entregadas a mi persona, quizás incluso satisfaciéndoos vosotras mismas…
La pelirroja no habría sabido qué contestarle aunque hubiese querido. Ella siempre se había rodeado de hombres caballerosos y hasta el extremo corteses, o al menos, con una pizca de pundonor. Esa forma de hablar la inquietaba, la hacía sentir sucia. ¿Hablaba de tener relaciones íntimas con las dos a la vez? ¿Se olvidaba de que era la mujer de otro hombre y de que ambas estaban embarazadas? ¡Maldito degenerado! Aunque de semejante parásito empezaba a esperar cualquier cosa.
—¿No decís nada? He visto que os lleváis muy bien y Susan es muy complaciente. Os encantaría. Además, ¿quién iba a enterarse? ¿Acaso no estáis ya embarazada?
Leena se mordió la lengua por no contestarle. Tenía que pensar algo y pronto. Algo que lo dejara fuera de juego y que hiciera que la dejara en paz. De pronto, una fugaz idea iluminó su mente.
—Veo que mi futuro esposo no ha sido del todo sincero con vos.
Craig Gibbs se incorporó un poco en su sillón. No esperaba que dijera nada, mucho menos que quisiera hacerle una confidencia. Su voz era suave como las ondas de su pelo y de sus labios brillaban perlas a medida que hablaba. La curiosidad por saber a qué se refería lo cautivó. ¿Tendría algo que ver con el dinero?
—Hablad.
—John no ha sido hombre de una sola mujer antes de conocerme.
—¿Y quién lo es? —se jactó el cerdo, recolocando la verga en el calzón.
Leena obvió el comentario y siguió hablando pausadamente, midiendo mucho sus palabras.
—Cuando él y yo… bueno, ya me entendéis —dijo con estudiada picardía, haciendo que los sentidos de Craig se agudizaran—, mantuvimos relaciones íntimas… Él había estado recientemente con otra mujer.
—¿Y? —preguntó intrigado por saber el resto de la historia.
—Ambos contrajimos ciertas pústulas, bastante incómodas, todo sea decirlo. El rey Eduardo mandó llamar a un médico de confianza y nos reconoció a los dos. Cuando dio su diagnóstico, se enfadó muchísimo conmigo, pensando que yo era la que había contagiado a su hermano y por eso le obligó a que me trajera aquí hasta que estuviese totalmente curada.
—Vaya, vaya, vaya… —susurró entre dientes el sheriff con las manos entrelazadas frente al rostro, como si estuviese rezando.
—El rey había consentido nuestra unión para ganarse permanentemente un enclave en Stirling, pero quería que su hermano estuviese listo para la gran cruzada contra los seguidores del rey capucha —alegó, haciendo ver que ella era leal al bando inglés—. Además, si seguíamos juntos, ninguno de los dos podríamos curarnos definitivamente y corríamos el riesgo de que nuestro heredero no naciese sano.
Craig Gibbs asintió. Había oído hablar del conde de Cornualles y de su letal espada. A él le había parecido un joven común y engreído en cambio. Se imaginó la cara del rey, al que solo había tenido el honor de ver una vez y de lejos, y sonrió. La escena no era para menos. Un hombre con esa quemazón en la entrepierna no sería válido en el campo de batalla ni en ningún sitio. Él mismo había pasado muchas veces por ese tipo de «pupas» y no se las deseaba ni a su padre, que fue un completo bastardo. Ciertamente eran dolorosas e, incluso a veces, llegaban a ser sangrantes. ¡Maldita fuera su suerte! Si la pelirroja estaba contagiada, pasarían meses antes de poder tocarla como él deseaba.
—¿Y qué hay de vuestros hermanos? Por lo que me dijo el conde, sois la heredera de Doune… y si tenéis hermanos varones, hay algo que no me cuadra.
Leena pensó que era el primer cerdo listo que se encontraba en la vida.
—Sí, tengo dos hermanos: James y Darren. Ellos son fieles al niño-rey y pusieron el grito en el cielo cuando supieron que me había entregado voluntariamente al conde de Cornualles, pues ya tenían concertado mi casamiento con un Laird viejo y depravado, de esos que abundan en el norte.
—Y claro, ante semejante perspectiva, seducir a un joven conde…
—Era mi única salvación —sentenció Leena con una dulce sonrisa y una batida de pestañas, ni ella podía creerse que estuviese coqueteando con un enviado del demonio—. Es cierto que mis hermanos asaltarían un convento con tal de rescatarme, ya conocéis a los escoceses… pero también supongo que conoceréis las hazañas de mi futuro esposo. El rey Balliol no solo los ha despojado de su título y tierras, sino que también espera darles muerte en la próxima cruzada.
—¿No os importa?
—¿Acaso a ellos les importaba mi felicidad cuando quisieron casarme con ese vejestorio? —preguntó Leena haciendo tripas corazón por toda esa sarta de mentiras.
—Además de hermosa, sois lista. Debería cuidarme de vos.
—Al menos por el momento —le dijo recordándole el tema de las pústulas con una sonrisa encantadora.
—Lo que no quita que podamos divertirnos de otra manera…
Leena no supo qué responder. ¿A qué se refería con eso? De repente cayó en la cuenta de a qué se refería y aguantó las nauseas que le produjo la imagen.
—¿Y perder la oportunidad de cubriros de oro?
Craig la miró con los ojos entrecerrados. ¿Había osado amenazarlo? Su cara se mostraba como la de un ángel inocente y esas pestañas, largas y espesas, le estaban volviendo loco. ¿Cómo iba a poder tener las manos alejadas de ella? Sonrió con la boca torcida, mientras se lamía el labio pensando en cómo sería tenerla abierta de piernas. ¡Nunca había estado con la favorita de un conde!
Su suerte cambiaba por fin desde que fue destinado a esa prisión inmunda, aunque le hubiesen dado carta blanca para hacer lo que le viniese en gana. ¿Qué sería esperar unos meses hasta que estuviese libre de esas pústulas y de la indeseable barriga? Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unos golpes en la puerta. El rostro espantado de Laurie les advirtió que algo no iba bien. Ni siquiera había esperado a que el sheriff le diera la entrada.
—Lo ha vuelto a hacer —dijo la muchacha y se echó a correr sin esperar respuesta por parte del sheriff.
—¡Diablos! —gritó Craig y empujó la silla a un lado para levantarse cuanto antes—. Acompañadme.
Leena no quiso preguntar. Fuera lo que fuese, a ella poco le importaba, aunque cuando se dio cuenta de que se dirigían hacia su propia celda se inquietó. El sheriff abrió la reja de un empellón y se quedó en el centro unos segundos. La pelirroja apenas lograba adivinar que pasaba en el interior, pues el cuerpo rechoncho del hombre le impedía ver a Susan. Estuvo tentada a apartarlo y ver a su nueva amiga. ¿Qué diablos había hecho? Recordó sus palabras y se abrazó a sí misma. Yo os protegeré, había dicho.
Craig se dio la vuelta y cogió a Leena por los hombros, mientras le susurraba:
—Salvadla y no os tocaré, os lo prometo.
La voz del carcelero parecía extrañamente afectada. Ese cerdo guardaba algún tipo de sentimientos por la muchacha. ¡Aunque maldita fuera la forma de demostrárselo! ¿Y acaso había pensado tocarla? Estuvo a punto de vomitarle encima del asco que le había dado la simple sugerencia, pero se aguantó.
Fue entonces cuando la Stewart se armó de valor, lo apartó y supo qué había pasado. Susan se había cortado las venas y se desangraba lentamente. Un gran charco viscoso y parduzco teñía el albero y sus ropas. Poco le importaba en esos momentos que cumpliera o no su promesa. La vida de la muchacha estaba en sus manos. Leena sintió que se iba a marear y se agarró fuerte al antebrazo del hombre. Estaba segura que lo había hecho por ella, aunque por lo que había dicho Laurie, no era la primera vez. Consiguió arrodillarse y se arrancó rápidamente dos tiras largas de las enaguas para frenar la hemorragia. No podía flaquear ahora, Susan la necesitaba.
—Haced que traigan caldo de ave, paños limpios y aguja e hilo.
El sheriff se quedó en silencio, sin hacer nada y con los ojos vacíos.
—¡¡¡Haced lo que os digo si no queréis que muera!!! —le gritó, despertándolo de su letargo.
Leena se quedó a solas con Susan en su regazo durante un tiempo indeterminado, había conseguido parar la hemorragia de las muñecas y la acunaba diciéndole palabras de aliento. Poco podría hacer ella si la muchacha se rendía a la muerte. Parecía inerte y, aunque su corazón seguía latiendo débil en el pecho, dudaba hasta de que respirara. Leena comenzó a gimotear, a la vez que la mecía cada vez más fuerte.
—No me dejéis sola, por favor. Os necesito —imploró con los ojos cerrados.
—Ha prometido que no os va a tocar, ¿verdad?
Su voz era tan frágil que dudó si lo había soñado. Leena abrió los ojos y se encontró con la mirada azul grisácea de Susan. No pudo por menos que sonreír. ¡Maldita loca y testaruda!
—Y vos habéis cumplido vuestra promesa.
—Sí —sonrió y se dejó abrazar. ¡Hacía tanto que no recibía una muestra de cariño desinteresada!