CAPÍTULO 29
LA HORCA
Camino a Wallingford, mediados de septiembre de 1335.
Jacob tragó saliva y escupió sangre otra vez en un leve intento de aclararse la voz. Sus celos y su imprudencia los habían condenado. No sabía cómo salvarla, pero lo intentaría. La miró arrodillada a sus pies y se sintió una alimaña. Él merecía lo que le pasara, pero solo él, nada más que él. Los churretes de la cara de Catherine evidenciaban que había llorado y todo era por su culpa. Quiso morir, pero con eso no solucionaría nada, al menos de momento. Echó una ojeada a su alrededor. Le dolían los ojos, los sentía hinchados. Deseó haber sido diestro con la espada como Ayden, rápido con el arco como Neall, bueno con los puños como Darren y… pensó en el maldito irlandés que parecía ser bueno en todo. Por primera vez desde que lo había conocido, deseó que estuviera cerca.
—Yo fui el que cogió el dinero y la espada —comenzó a decir—. Ella no tiene nada que ver, por favor, dejadla marchar.
—¿Y por qué os llevasteis estos papeles también? —le preguntó Worthing arrugándolos y tirándolos al suelo con desdén—. ¡No valen nada!
Catherine cerró los ojos y rezó porque la presión de creerlos en peligro no le hiciera confesar el secreto de los escoceses. Jacob cruzó los dedos y siguió.
—No le iba a decir a la tabernera que era su escudero y dejarlos allí. ¿No os parece?
Al sheriff no le hizo gracia el tono del muchacho y acarició con la otra mano los cabellos de Catherine. Jacob se creció, pero el que estaba pendiente de él le dio con el puño en el costado, otra vez, antes de que pudiera hacer nada. Una sonrisa perversa se le dibujó en el semblante al sheriff.
—¿Os creéis muy listillo, amigo? Pero el dinero no es mucho y la espada… ¿Qué espada? —le preguntó con socarronería a sus hombres a la vez que se la tiraba a uno de ellos y este la guardaba a buen recaudo—. Pagaréis por vuestros pecados, amigo.
Catherine cerró los labios para evitar decir alguna imprudencia. Worthing los tenía a su merced. Hubiesen dicho lo que fuera, pagarían el desatino de Jacob con creces. Una lágrima resbaló por la mejilla de ella y el muy bastardo se agachó y se la lamió. Todavía la tenía agarrada por el pelo, casi piel con piel y disfrutaba como un condenado teniendo a esa preciosidad a su merced.
—¡Nos vamos a Wallingford! —proclamó el sheriff sabiendo que si seguía por ahí, tendría que compartirla con el resto—. Disponed prestos lo que necesitéis antes de que esos nos alcancen. No quiero perderme la diversión.
En el corazón de Catherine brilló una llama tenue de esperanza. Ese «esos» significaba que Stace, Larkin y los escoceses andaban tras sus pasos, que no estaban de acuerdo con esa vileza. Suspiró. Worthing la subió al caballo, delante de él, asegurándose de tener buenas vistas. Jacob fue echado a una grupa sin contemplaciones como el saco de huesos, carne y sangre que era.
Cuando llegaron a la villa de Wallingford a media tarde causaron sensación. Cruzaron la muralla de piedra como auténticos héroes, aunque nadie los conocía. Worthing se atrevió a contar la historia como le vino en gana a voz en grito y nadie osó rechistarle. Tenía el don de la palabra, maldito fuera. Su elocuencia solo podría verse ensombrecida por el talento de Erroll y el irlandés no estaba. Catherine observó cómo los lugareños la miraban con desaprobación, pero ella siguió erguida sobre su montura, pues no tenía nada que esconder.
La máxima autoridad local y señor del castillo no dejó que se defendieran de las acusaciones del sheriff y dio veracidad y carta blanca al asunto expuesto, dando por hecho hasta la mentira más nimia. La cantidad de dinero robada se había quintuplicado sospechosamente para darle credibilidad a la historia y de la espada solo hablaron como el objeto robado en cuestión, pero no de que hubiese sido incautada por los hombres de esa bestia. Un ajusticiamiento era la respuesta a las plegarias del señor de Wallinford para dar circo y arena a sus coterráneos.
La villa era más grande de lo que esperaban, aunque se veía a leguas que la guerra les estaba pasando factura en la descuidada apariencia de las casas y en la podredumbre esparcida por el suelo. Seguía perteneciendo al condado de Oxford, pero desde muy antiguo, acuñaban su propia moneda y eran reconocidos por haber sido capaces de repeler la invasión vikinga siglos atrás. Sin embargo, no debían estar muy acostumbrados a recibir forasteros con este tipo de alegaciones y los seguían atraídos como moscas a la miel.
Worthing hizo amarrar a Jacob a un poste hasta el momento en el que se decidiera su suerte. Los niños se arremolinaron para ver al cautivo y le tiraban desperdicios y barro como diversión. Catherine intentó ahuyentarlos, pero lo único que consiguió fue que la tomaran con ella también y la llamaran «bruja». Jacob aprovechó que no había ningún hombre de Worthing cerca para apelar su atención.
—Idos ahora, Catherine. Tardarán unos minutos en presentarse en la plaza y yo distraeré a estos pequeños bribones. Escondeos y esperad que venga Stace con los demás —susurró con un hilo de voz—, os lo ruego.
Ella lo miró como si se hubiese vuelto loco o alguien le hubiese lavado con agua y sal la sesera.
—No os dejaré aquí solo —le contestó ella con voz firme, haciendo aspavientos para espantar a esos condenados críos.
—Por favor, no seáis cabezota. ¡Os lo ordeno!
Ella se plantó frente a él en jarras y le dijo:
—Lo que me faltaba, Jacob. Cada vez reconozco menos en vos a mi dulce amigo de siempre.
—Yo… Lo siento —susurró él con la voz rota.
—No es a mí a quien le debéis una disculpa —respondió Cat con calma y él asintió.
—Quizás no llegue a tiempo para dársela, Catherine. ¿Lo habéis pensado? Idos ahora y hacédselo saber. Yo… me cegué por los celos. Os he amado desde que llegasteis al campamento, pero para vos solo he sido y seré un amigo. Ahora lo comprendo.
Catherine cogió su rostro magullado entre sus manos, frente con frente, y después le dio un beso. ¿Qué decirle? Si era cierto. Ella lo quería como a un hermano menor, ese con el que había soñado tener tantas veces. El sonido de un tambor los alertó de que la decisión ya estaba tomada y Jacob la miró a los ojos.
—Ya no queda tiempo…
—Jamás me habría ido sin vos.
—Entonces, sed fuerte por mí, Catherine, y rezad por mi alma.
Ella asintió y se bebió sus lágrimas. Los hombres de Worthing se hicieron paso entre los chiquillos y desataron a Jacob. Los desgraciados sonrieron al apartarla de su camino. Jacob trastabilló, debilitado. Lo llevaron al cadalso a trompicones y de ella no se ocupó nadie. La muchedumbre se agolpaba para coger los mejores sitios. Era demencial. Niños, ancianos, padres de familia que deberían estar ocupándose de llevar a su casa algo de comida esperaban como hienas el espectáculo de sangre.
El señor del castillo se había engalanado con sus mejores ropas para presenciarlo todo desde un palco. Faldones con escudos, trompeteros y niños que esperaban el retoque de tambores metiéndose el dedo en la nariz. Catherine los siguió entre la muchedumbre. No dudaba en pedir clemencia con tal de salvar la vida de Jacob, pero solo un hombre podría parar esa locura y… ¿querría hacerlo?
Worthing se mostraba triunfal, ocupando un sitio preferente en el palco, a la derecha del señor, como no podía ser de otra forma. Su palabra era ley y se sentía orgulloso y henchido como un palomo en primavera.
El verdugo le desató las manos a Jacob y un hombre enjuto lo midió con sus palmas hasta la altura del cuello. Catherine creyó desfallecer al saber lo que implicaba eso. Un hombre de Dios regordete subió con pesadez las escaleras hasta el cadalso. Su amigo se puso de rodillas e imploró su perdón. El sacerdote le aplicó los óleos e hizo la señal de la cruz sobre su frente y sobre su corazón. Worthing apareció de la nada al lado de Catherine y la cogió por la cintura.
—¿Disfrutando del espectáculo, mi bella dama?
—¿Qué queréis? —respondió ella quitándole la mano, entre lágrimas.
—Solo hay una forma de rebajarle la pena a vuestro amigo y que solo quede en una llamada de advertencia para que no vuelva a cometer semejante acto… y es que confeséis que vos lo habéis inducido a ello.
¿Qué significaba eso? ¿Se tragarían que ella había sido capaz de persuadirlo a cometer un robo? Ella no era nadie, pero era la única ventana abierta ante un incendio que asolaba los cimientos con feroces llamas.
—¿Y qué ganáis vos con ello?
Él le sonrió con lujuria…
—¿Qué tal probar vuestras mieles?
Catherine tragó saliva y lo miró con dureza a los ojos. Volvía otra vez a la misma insinuación, pero esta vez no se precipitó a contestar. Su rostro gatuno era pura ira contenida y la voz pareció no salir de su garganta.
—¿Y la espada?
—Os la devolveré cuando hayáis cumplido el trato.
—De acuerdo —musitó ella más con un cabeceo que con la voz.
Se hicieron paso entre el gentío. Worthing parecía un semidiós entre tanta podredumbre de almas. Algunas de ellas incluso le besaban los pies cuando se demoraba en el paso. Era patético. Catherine no sabía con qué extraño espectáculo compensaría a ese gentío hambriento de sangre, pero entendía que, para salvar a Jacob, el peso de la función recaería en ella. La joven miró desde lo alto de la tarima a los presentes y fugazmente a su amigo amordazado. Jacob intentó zafarse de los dos forzudos que lo agarraban sin éxito al verla.
Worthing la empujó ligeramente para que empezara a hablar. Jacob se retorcía y lloraba, le imploraba que lo dejara estar con cada fibra de su ser. Le quitaron la mordaza y lo dejaron acercarse a ella. El sheriff se mantenía firme al otro lado y la tenía agarrada de la cintura aún. Quería que hiciera una imprudencia a la vista de todos, que se desbarrara. Jacob se arrodilló a sus pies y se agarró al faldón del vestido, desconsolado.
—Salid de aquí os lo suplico —le imploró.
El sufrimiento ajeno siempre había sido el mejor consuelo para quienes tenían el corazón yermo. Sin embargo, la desolación de Jacob hizo a las hienas dar un paso atrás. Era desgarrador oír sus lamentos. Ella apenas lo reconocía de lo maltratado que estaba y se arrodilló frente a él y le tocó el rostro hinchado. Habló con voz alta y clara, entre los lloros de él.
—¡Ambos somos culpables!
—¡No, no, no! ¡Solo lo hace para protegerme! —gritó a la muchedumbre, que murmuraba entre sí, cautivada por la escena.
—¿Incitasteis vos al muchacho al robo? —le preguntó Worthing a Catherine, haciendo a Jacob a un lado.
Erroll acababa de llegar a la villa junto al resto del grupo. El repique de tambores y trompetas los alertó, también que no hubiera ni un alma por las calles. Un anciano les dio señas de dónde encontrar el macabro espectáculo en cuanto le preguntaron si celebraban algo. Erroll rezó para sus adentros, deseoso de no haber llegado demasiado tarde.
Los escoceses llegaron a la plaza. El irlandés se hizo paso a codazos entre la gente. El cadalso estaba a contraluz y no distinguía nítidamente quiénes estaban en la tarima. Erroll se quedó un segundo paralizado al ver a Catherine en el cadalso junto a un irreconocible Jacob. Los lamentos del muchacho le erizaron la piel.
Todos estaban como hechizados por lo que presenciaban y nadie se movía a su pesar. El castigo, para ser efectivo, tenía que ser ejemplarizante y público. La advertencia de que Dios dotaba a algunos hombres del poder de hacer justicia divina entre ellos. El grupo de recién llegados alcanzaba la tercera fila del fondo cuando Worthing volvió a repetir la pregunta ante la falta de contestación de la joven. Erroll dio algunos codazos más. «Escuchad a Jacob, no habléis», pidió con fervor.
Sin embargo, Catherine asintió mientras Jacob lo negaba a gritos. El irlandés no podía creérselo. No, ella no había podido robarles sabiendo lo que se jugaban. No, tras haberle contado lo del rescate de Leena y después de haberle abierto su corazón. Sintió que este se le rompía en mil pedazos y un nudo en la garganta lo aprisionaba y no lo dejaba respirar. Parecía que estuviese en la horca exhalando su último aliento. Neall le puso la mano en el hombro para reconfortarlo y asumió el ir haciéndose hueco entre los congregados.
Todo pasó muy rápido. No habían alcanzado las primeras filas cuando Jacob fue arrastrado al tocón de madera y el ayudante del verdugo le cogía con fuerza ambas manos. Catherine se agarró a Worthing y le imploró:
—¡Ese no era el trato!
—El trato era que le perdonaría el poner su cabeza adornando una de estas picas y que gozaría a cambio de vos. ¿Acaso queréis romperlo?
Catherine negó llorando al ver cómo el verdugo esperaba la orden.
—¡¡¡Alto!!! —gritó una voz en la muchedumbre y todos se giraron para mirar a Erroll—. ¡Retiro los cargos de robo! Dejad a ese hombre y a esa mujer libres.
La rabia pudo con Worthing. El señor del castillo se puso en pie desde su lugar privilegiado para saber a qué se debía tal interrupción. No estaba contento. Los aldeanos murmuraban y los guardias estaban inquietos por si tenían que enfrentarse al pueblo.
—¿Qué ocurre, sheriff? ¿Quién es este hombre? —preguntó en tono petulante el señor de la villa.
—¡El afectado! —gritó Erroll, anticipándose.
—¿Y retiráis los cargos buen hombre? —preguntó a Erroll, asomado a su palco—. ¿Después de lo que os han hecho?
Erroll asintió.
—Encomiable. De seguro acabáis de ganaros un lugar preferente a la derecha de nuestro Padre, nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, como máxima autoridad aquí y en los alrededores, se me ha pedido que haga justicia y eso haré —Worthing sonrió victorioso mientras el otro hablaba. Se dirigió al pueblo que lo miraba anonadado—. El delito ha sido cometido y como tal tendrá su castigo. Seré indulgente esta vez. Ella será marcada y pasará lo que resta de día y noche en el cepo. Él… él… Verdugo, acabad con lo que teníais previsto y vayámonos a tomar un refrigerio. Estoy sediento.
Los escoceses intentaron llegar al cadalso para evitarlo, pero los guardias se lo impidieron. No podían llegar siquiera a las primeras filas. Stace maldijo por lo bajo y Larkin miró a Ayden como pidiendo consejo. Este resopló y se llevó las manos a la cabeza. No podían arriesgarse más. No, sin acabar detenidos. Larkin se escabulló enfadado entre la gente. No quería presenciar esa escena, más sabiendo que él era el origen de todo.
Neall abrazó a Erroll con fuerza para evitar que viera lo que estaba a punto de suceder y aguantó los puñetazos de este para que lo soltara, entre sollozos. El crujido del hueso tras el filo del hacha y el grito de agonía de Jacob les avisó de que habían ejecutado la orden. Solo en ese momento, Neall lo soltó.
El verdugo mostró la mano cortada al público antes de volver a dejarla en el cesto, mientras que un matasanos le hacía un rápido torniquete en el brazo para que el joven no se desangrara. Se dispuso a ir a por la siguiente mano, cuando el señor del castillo le hizo un gesto con la mano para que no lo hiciera. Tenía un pañuelo tapándole la boca y era evidente que la escena le había levantado el estómago.
Erroll estaba alcanzando la segunda fila cuando el verdugo se acercó a Catherine con un hierro candente, le arrancó de un tirón la manga del vestido y la marcó en el brazo izquierdo con un aspa. Ella se retorció de dolor y se volvió pálida como la nieve, pero no le dio el gusto de oírla gritar. Neall consiguió ahogar el grito de desgarro de Erroll en su mano y le susurró:
—Si ella no lo ha hecho, no lo hagáis vos.
Erroll asintió y se refregó el rostro para borrar las lágrimas. El olor a carne quemada hizo que la gente arrugara el rostro y diera un paso atrás. No debían estar acostumbrados a ver marcar a una persona como a una res. Todos esperaban los usuales cinco latigazos en la espalda y de rigor. Worthing, en cambio, disfrutaba del espectáculo. Catherine se mantuvo en pie, sin moverse, agarrando con el brazo derecho el otro codo. Sus mejillas seguían pálidas. No miraba a ninguna parte, como si su cuerpo se hubiese quedado como una cáscara vacía.
Worthing le dijo algo al verdugo y este cogió del cesto la mano amputada y se la acercó para que pudiera verla de cerca. Catherine no pudo soportarlo más y su temple se desplomó como un castillo de naipes al ver la mano a escaso palmo de su rostro. Se desmayó, justo como lo había previsto el malnacido, que la cogió en volandas en el último momento y la apoyó en su pecho, con una familiaridad que a Jacob le dolió más que la amputación de su mano y que a Erroll le enfureció. Neall contuvo al irlandés por segunda vez y le advirtió con un solo nombre: Leena.
—No puedo dejarla así, Neall. No puedo.
Su amigo asintió. Él tampoco lo habría hecho de ser Leonor, que no fuera el momento para que fuera su gata, no significaba que pudiera mirar a otro lado sin más. Catherine se fue despertando poco a poco y casi se cayó del susto al verse en manos de ese cerdo. Se puso de pie y se atusó las faldas, se recolocó el corpiño y un mechón de pelo tras la oreja. Esos simples gestos le contrajeron el rostro de dolor al notar la tirantez de la quemadura del brazo. Aún así, estaba hermosísima, pensó el irlandés y, para su desgracia, lo debieron de pensar todos, pues no había hombre en la plaza que no estuviese embobado mirándola. Worthing le ató las manos a la espalda y la dejó a cargo de dos de sus matones.
—¡Dejadla en paz, malnacido! —le gritó Jacob al sheriff, pero nadie le echó cuenta.
El joven forcejeó para que lo dejaran pronto libre. El matasanos le insistió que se estuviera quieto o se desangraría. Jacob lloriqueaba de pura impotencia. Miró al irlandés y lo apremió con el gesto, hasta que vio su mano pinchada en una lanza y vomitó.
Erroll adivinó en los ojos de Jacob que el muchacho prefería la muerte a que Catherine terminara en los brazos de ese bastardo. Estaba desesperado. Él también. Llegaría a un acuerdo fuera cual fuese el trato que habían alcanzado para que siguiera vivo. Se escurrió entre la multitud para hacerse cargo de Catherine, pero un sonriente Worthing lo recibió con dos guardias y con un dedo en alto.
—Lo siento, amigo. La joven llegó a un trato y la palabra del señor del castillo es la ley aquí. Así que, apartad antes de que vuestro bonito cuello adorne la horca.
Worthing tanteó sus ropas y le tiró una bolsa de cuero con el dinero y los papeles arrugados a Erroll a los pies. El irlandés no se movió, desafiante, y miró a Catherine. La joven le rehuyó la mirada avergonzada. Un crío le agarró de los bajos de su túnica y le dio la bolsa, siendo el único momento que dejara de mirar al sheriff.
—Coged vuestro dinero y salvoconductos y marchad a la capital. Esta mujer es asunto mío.
—¿Catherine? —le preguntó el irlandés a ella directamente, ninguneándolo.
—Haced lo que os dice, Erroll. No perdáis vuestro tiempo con una ladrona —le contestó sin mirarlo, a punto del llanto.
Erroll apretó la mandíbula y los puños, pero se contuvo. Él sabía que tenía que haber una buena explicación para todo lo que había pasado. Ella no era una ladrona… Lo que le había contado Ayden sobre aquel hurto de antaño… Si Cat fuese una ladrona se hubiese limitado al dinero y a la espada, pero jamás se habría llevado los salvoconductos, de eso estaba seguro.
Por otra parte, el desasosiego de Jacob era una prueba más que convincente para saber que ella no había tenido nada que ver en todo ello. No, se negaba a creer que le hubiese robado. No después de lo que había pasado entre ellos. Él sí se sentía un ladrón, le había quitado la inocencia como un cualquiera y eso no se lo perdonaría nunca.
El populacho se disgregaba comentando lo sucedido. Esperaban la horca y, a falta de más sangre o penas, se fueron por donde habían venido. Erroll miró nuevamente a los ojos al sheriff Worthing. Darren había dado en el clavo al describirlo como el hermano gemelo del conde de Atholl, pues no se podía parecer más en los gestos y arrogancia a Kenion.
—¿Y la espada? —le preguntó el irlandés con voz átona.
Worthing sonrió, dejando ver unos dientes tan oscuros como sus intenciones.
—¿Qué espada? —le preguntó.
Neall tuvo que agarrar a Erroll para que no hiciese una estupidez, pero Jacob se adelantó:
—Decidle cuál de vuestros hombres la tiene y terminemos esto de una vez por todas.
El rostro de Worthing se puso colorado como si hubiese estado días enteros expuesto al sol. Hizo un gesto al aire con sus dedos índice y corazón que nadie, salvo el verdugo, entendió. El matasanos trastabilló temeroso al ver las tenazas al rojo vivo, pero Jacob no se inmutó. Verdaderamente, ese chico estaba buscando la muerte… El ayudante del verdugo agarró con fuerza al muchacho mientras el otro le abría la boca con una mano y cogía las tenazas con la otra.
—¡¡¡Alto!!! —gritó Erroll—. Dejad al muchacho y terminad con esto de una vez. Olvidémonos de la espada, ¿de acuerdo?
Worthing alzó la mano y el verdugo bufó como un toro, tirando las tenazas al rojo sobre la lumbre con desdén. Seguidamente, el sheriff se hizo paso entre ellos y pasó junto a sus custodios y Catherine camino al cepo. Los pocos que aún estaban en la plaza los siguieron como moscas a la miel.
—Neall, dadme vuestra espada —le exigió Erroll volviendo sobre sus pasos.
—¿Qué pensáis hacer? Son demasiados… ¡Diablos! —le susurró Neall, sopesando las posibilidades que tendrían de salir con vida si se enfrentaban a los hombres de Worthing.
El joven Murray miró al palco y suspiró de alivio al ver que estaba vacío, aunque eso no quitaba que los siguiesen quintuplicando en número. Se llevó la mano a la empuñadura de su claymore y dudó si sacarla. Erroll lo miró y se quedó con los brazos en jarras.
—No voy a hacer ninguna tontería, caraid, os lo prometo. Mas necesitaré algo con qué defenderla esta noche.
—Entiendo.
Una mujer como ella en un cepo y toda una noche… ¿Cuántos serían los que se acercarían con la misma y única intención de violarla? Neall se rascó la barba de varios días e intentó que Ayden le prestara atención, pero este estaba muy atareado discutiendo con uno de los guardias para que Jacob no fuera al calabozo esa noche.
—Os acompañaré. Lo haremos todos.
—No, caraid. Se lo debo. Necesito hablar con ella y no habrá mejor momento que este que no puede ignorarme o salir corriendo. ¿No os parece?
Neall sonrió inevitablemente, hasta en los peores momentos el irlandés conseguía arrancarle una sonrisa. ¡Maldito bribón! ¿Cómo se lo tomaría la gata? ¿Lo dejaría Worthing? Vio como Erroll se alejaba y comenzaba a hablar con el sheriff. Si había alguien que pudiera convencer a ese bastardo, ese era el irlandés. Se acercó a echarle una mano a Ayden mientras tanto.
—¿Qué ocurre, Ayden?
—Este hombre, que no ceja en llevarse a Jacob al calabozo, dice que estará más seguro que con nosotros.
Neall comenzó a reírse a carcajadas, aunque cuando vio la expresión de hastío de su hermano, se calló.
—¿Le cortáis la mano por un simple hurto y es de nosotros de quien debe tener miedo? —le preguntó sin poder creerse que estuviesen hablando realmente en serio.
El ayudante del verdugo tartamudeó.
—Lo-lo que di-diga Worthing. Mi señor le ha dado carta blanca en el asunto.
Los Murray miraron esperanzados a Erroll, de él dependía que pudieran atender a Jacob convenientemente y poder cauterizarle la herida a fuego. La venda comenzaba a estar empapada y, si no hacían algo rápido, se desangraría. Neall fue junto al irlandés y le expuso la situación. Worthing se jactó:
—Realmente o sois santos o los hombres más tontos que hay en la faz de la tierra… Si a mí me hubiesen robado, ese andaría engordando gusanos hacía tiempo y sería el primero en violar a esta. ¡Menudo trasero tiene la muy puta!
Erroll tuvo que contar muchos números antes de aplacar las ganas que tenía de dejarle sin una muela en esa cara de bastardo redomado. Neall le imploró con los ojos que no hiciera nada, aunque a él mismo le hervía la sangre. ¡Cómo podía ser tan parecido a Sir Strathbogie, por el amor de Dios!
Los dos guardias dejaron de custodiar a Catherine. La joven no hubiera podido escaparse aunque quisiera, pues le habían inmovilizado las manos en el cepo, aunque no los pies. También le habían recogido los cabellos con una cuerda de guita y se mordisqueaba los labios nerviosa, con la mirada fija en el suelo. Estaba abochornada y había escuchado toda la conversación.
—Sí, precioso —afirmó Neall ante el asombro de Erroll—. Pero, ¿qué me decís del muchacho? Ya ha sido castigado y ha aprendido la lección sin duda. La muchacha también recibirá su escarnio público…
—Hablando de eso —le interrumpió Erroll—. Os ruego que me permitáis acompañarla durante esta noche.
Los ojos de Worthing se volvieron pequeños, redondos y oscuros como una comadreja. Erroll se mantuvo firme y a la carga.
—He sido el afectado en todo esto. Si hay alguien con derecho a tocar ese trasero…, ese soy yo. ¿No creéis?
La mente de Neall viajó algo más de un año atrás, cuando para poder introducirse en el castillo de Rowallan, Erroll se hizo amigo de unos petimetres ingleses y de Lord Peter Pulteney, más conocido como Pet. No terminaba de acostumbrarse a ver a su amigo desempeñar el papel de rufián sin atisbo de educación. Por suerte para Erroll, el desconcierto que generaba en sus allegados le favorecía frente al desconocido precisamente. Worthing rompió a reír con ganas.
—Creo que empezamos a entendernos, pensaba que os faltaban los sesos en la cabeza. Está bien, está bien. Os dejaré a cargo de la rea. Nadie que no sea vos tendrá derecho a acercarse a ella sin vuestro consentimiento durante esta noche.
Erroll reprimió sonreír. ¡Lo había conseguido!
—Sin embargo, me gustaría preguntaros algo antes de irme. ¿De dónde habéis sacado una espada como esa?
—¿No decíais que no la habíais visto? —le preguntó Erroll con cara de monaguillo inocente.
—No, no, claro que no la he visto —arguyó Worthing, sintiéndose cazado en sus propias mentiras, aunque como hiena astuta, sabía cuándo debía emprender la retirada—. Pero el muchacho cantó todas sus virtudes. ¿No pensaríais que todo ese dinero era vuestro?
Erroll se carcajeó.
—Eso no es ni la décima parte de lo que vale esa espada ni la historia que lleva grabada en su empuñadura…
Worthing le hizo un gesto de que le siguiera contando, mientras que Neall echaba ligeras miradas furtivas tanto a Jacob como a Catherine.
—Se la gané a un norteño en un duelo —añadió el irlandés—. A Lord John de Eltham le gustó tanto, que temimos que quisiera quedársela como botín y por eso nos dirigíamos a la capital.
—Sí, es digna de un rey…
El tono codicioso de su voz lo delató, pero ahondar más en el tema hubiese sido un suicidio. El sheriff solo se tendría que inventar cualquier excusa para ponerles la soga en el cuello y listo, mismamente con decir que eran escoceses y sus cuerpos ondearían como banderolas en las picas del palco del castillo.
—Debe de serlo —replicó Neall al ver el color blanquecino de los nudillos de su amigo.
—Zanjado el tema de la espada, no tengo mucho más que decir por aquí y me esperan para la cena —les dijo el sheriff guiñándoles un ojo—. Si me disculpan…
En cuanto Worthing y sus hombres hubieron abandonado la plaza, Neall le dio su claymore y le advirtió para que no hiciese ninguna tontería. Un hombre nervioso era un hombre imprudente y no podían retrasar más el viaje a Guildford. Le habló con crudeza para abrirle los ojos de una vez.
—La espada era la herencia de vuestro padre y sé que le rebanaríais el pescuezo ahora mismo, pero no vale la vida de dos inocentes.
Erroll le enfrentó con el ceño fruncido.
—¿Acaso creéis que no lo sé? —le preguntó apartándolo, visiblemente airado—. Pero preferiría que os llevarais a ese niño de mi alcance, porque os juro que lo remato aquí mismo.
Neall no tardó en hacer lo que decía. Llegó hasta su hermano y se fueron dejando a la singular pareja en la plaza.
—Tenemos que buscar al herrero y cauterizar esa herida cuanto antes. Luego debemos descansar todo lo posible, mañana partimos sin falta a Guildford —les anunció Ayden.
Darren y Neall asintieron. Stace abrazó a Jacob, pero se ahorró las lamentaciones o reprimendas. Un malabarista sin una mano… El destino parecía que nunca iba a volver a sonreírle al muchacho. Se dieron cuenta de que Larkin no estaba con ellos, pero no quisieron esperarlo más. Ya los encontraría si quería hacerlo. Para Stace, la compañía de artistas dejaba de ser tal desde ese instante.
Erroll vio marcharse a sus amigos de la plaza. Una punzada de rencor arañaba su corazón para abrirse hueco, pero luchó porque no le afectara. Había perdido el único recuerdo que tenía de su padre… y todo por los celos de un pobre ingenuo. «No subestiméis al enemigo por pequeño y frágil que parezca…». ¿Cuántas veces había escuchado esa perorata en boca de Sir William Brisbane y no le había puesto mayor atención?
Era tarde y, junto al cepo, había dos antorchas encendidas que preveía no durarían toda la noche. Ahuyentó a los pocos adultos que quedaban en la plaza merodeándola con miradas libidinosas e increpó a unos niños que venían dispuestos a tirarle restos de comida a Catherine. No se libraron del primer bombardeo de inmundicias, pero cuando volvieron con la segunda tanda, fueron recibidos a punta de espada y corrieron despavoridos.
Las personas que pasaban por la plaza cuchicheaban y les dedicaban miradas de desaprobación. Se alegró de que Catherine no pudiera verlos. Él no bajaba la mirada y sonreía al ver que todos, sin falta, apretaban el paso y eludían el gesto. A pesar de las circunstancias, era el primer momento de paz en todo el día y respiró hondo. Arrugó la nariz con asco y se olió las ropas. Ambos apestaban y él se sentía tan sucio por dentro como por fuera, lo que no mejoraba un ápice su apreciación.
Se dio cuenta de que llevaba una hora junto a ella y no había sido capaz de dirigirle la palabra. Increíble, pero cierto, Erroll sin saber qué decir era un fenómeno tan extraño como que se oscureciera el sol en pleno día. Se levantó y rebuscó entre sus ropas el ungüento y se lo aplicó en el brazo sin decirle nada. Si algo bueno tenía la situación era que él mandaba, le gustase o no. Ella se mordisqueó los labios al sentir los dedos del hombre en su piel y suspiró. No pudo evitarlo. Su contacto la encendía inevitablemente.
Pasó una hora más sin dirigirse la palabra. Descubriéndose entre miradas furtivas. Finalmente, fue ella la que habló, cansada de verlo dar vueltas a su alrededor como una bestia en un chiquero:
—Parad ya… ¡Santo Cielo! E id a daos un baño. ¡No quiero ni imaginar lo que estáis sufriendo!
Erroll la miró sorprendido y se colocó frente a ella con los brazos en jarras.
—¿Preferiríais quedaros sola y sin poder defenderos de esos truhanes antes que soportar mi hedor? —le preguntó ofendido y oliéndose las ropas de nuevo.
—Nuestro hedor… y sí, preferiría estar sola, aunque os conozco lo suficiente como para saber que no os marcharíais tampoco.
Erroll resopló ante su tono resignado. ¿Qué demonios le había hecho a parte de desvirgarla como un semental? ¡Que alguien se lo explicara! Refunfuñó y se llevó las manos a la cabeza, desperezándose. ¿Acaso no entendía que, si la dejaba sola en el cepo, lo más suave que le harían era mearle encima?
—Yo…
—No digáis nada más, por favor —insistió ella.
Sin embargo, el nudo de la garganta comenzaba a aflojarse y no estaba dispuesto a marcharse a Guildford a la mañana siguiente sin decirle lo que pensaba.
—Sé que vos no habéis tenido nada que ver en el robo.
La miró esperando que dijera algo, que hiciera algún gesto y terminó sentándose antes de que ella hablara.
—¿Eso os ha dicho Worthing?
La voz le salió a Cat entrecortada, con un ligero matiz triste.
—No, eso lo he sabido desde el primer momento —le contestó él a la vez que quitaba unas briznas de hierba que habían crecido en los postes del cepo.
—¿Por eso estáis aquí?
—No.
Ella resopló, ni la postura ni la conversación la hacían sentir cómoda precisamente. Quizás sí fuera bueno aclarar las cosas entre ellos, por el bien de ese bonito recuerdo que siempre iba a guardar en su mente.
—Siento lo de vuestra espada, he oído que era de vuestro padre. En cuanto salga de aquí, veré qué puedo hacer para recuperarla.
Erroll dejó su cómoda posición para arrodillarse frente a ella y cogerle el rostro entre las manos, suplicante.
—Prometedme que os olvidaréis de la espada… ¡Hacedlo, Cat!
Le temblaban las manos y, sin embargo, el gesto era de una fiereza que la conmocionó unos segundos. Catherine lo miró contrariada, pues no se esperaba su reacción.
—¡Hacedlo! —insistió él.
—Lo haré hasta el día que deje de importaros y, ahora, si me lo permitís, me gustaría descansar en la medida de lo posible.
Erroll no entendió muy bien a qué se refería con el principio de la frase, pero había dado su palabra y con eso se contentó. Pasaron la noche sin añadir nada más, aunque a veces se sorprendían mirándose el uno al otro. A la luz de la antorcha y con el pelo recogido cayéndole a mechones sobre el rostro estaba subyugadora… Más de un mal pensamiento se le cruzó por la mente, recuerdos de la noche que habían pasado juntos y que le hacían desear llevar su feileadh mor de siempre y no esas apretadas calzas.
Tuvo que dar varios paseos para desentumecer las piernas, no se quería ni imaginar lo mal que lo estaría pasando ella, pero seguía callada y la respetó. Para Erroll, estar en silencio era como estar sucio y a veces volvía a olerse las ropas y poner cara de conejo, arrugando la nariz. Dio gracias porque estuvieran casi a oscuras y que no viera nadie lo mal que lo estaba pasando, sobre todo ella.
El día amaneció lluvioso. Las nubes eran oscuras y tan esponjosas que daban ganas de descansar sobre ellas. Apenas habían cabeceado un poco cuando el ruido de unos pasos los alertó. Los guardias se presentaron con la luz del alba, o más bien con el canto del gallo, porque el cielo estaba tan cerrado y la lluvia era tan fina e insistente que no había rayo de sol que cruzara el firmamento. Traían unas antorchas consigo, pero pronto volvieron a quedarse prácticamente a oscuras al mojarse. Bien podían haberlas traído impregnadas en azufre y cal y no en brea con el día como estaba.
Saludaron a Erroll con la cabeza y sacaron a Catherine del cepo. La joven apenas podía sostenerse en pie y se apoyó en uno de los postes, con miedo a caerse y hacer aún más el ridículo. Uno de ellos le frotó las rodillas por encima de la falda al ver que era incapaz de sostenerse en pie. Erroll les dijo:
—Yo me encargo.
El guardia unió las cejas frunciendo el ceño y se apartó al ver la empuñadura de la espada.
—Está bien —musitó con desgana.
El otro guardia le dio una nota a la joven con disimulo, aprovechando que Erroll no los miraba. Ella la guardó entre sus ropas presta, pues sabía que sería la cita con Worthing para recuperar la espada. A Catherine le dolía el brazo como si un centenar de sanguijuelas le hubiese estado chupando la sangre, pero se alegró de ver que no tenía ni mal aspecto ni mal color.
Erroll dejó que Catherine diera unos pasos para comprobar que estaba bien. Los primeros fueron vacilantes, después consiguió ponerse derecha incluso. Tenía el pelo enmarañado y las mejillas sonrosadas. Había llorado en silencio y eso le provocó una punzada de dolor en el pecho al irlandés. Los surcos blanquecinos y verticales así lo anunciaban. ¿Por qué no había permitido que la consolara? Seguía sintiéndose mezquino y con un nudo en el estómago… ¿O era más una sensación de vértigo insalvable?
Era la primera vez en su vida que dudaba de lo que quería y a quién quería. Suspiró. No podía prometerle nada. Aún no. No se sentía capaz. Quizás fuera mejor alejarse y que pensara toda su vida que era un maldito cretino sin escrúpulos. Se acercó a la fuente y lavó su pañuelo, para después limpiarle con delicadeza el rostro, mientras le sonreía sin enseñarle un solo diente.
—No querréis que Jacob os vea así. ¿Verdad? —fue lo único que alcanzó a decir.
Ella lo miró con sus grandes ojos de gato, cristalinos, y frunció la boca, a punto de romper en llanto. Erroll no se reprimió y la abrazó. Catherine se desahogó sobre su pecho, sin emitir ningún ruido. Los guardias ya se habían ido y estaban solos en la plaza.
—Lo siento…
—Yo sí que lo siento —suspiró él con el corazón encogido.
Ayden esperó en la esquina de la calle a que la pareja se separara. Había estado hablando con Neall por la noche y ambos habían llegado a la misma conclusión. Erroll necesitaba tiempo para recoger todos los pedazos rotos de su corazón. Era la única manera de que siguiera latiendo… No sería fácil. Ayden lo sabía mejor que nadie, pero también que era inútil luchar contra el destino. Si Catherine era la gata, si era la persona que conseguiría sanar el destrozo de la condesa Stafford, finalmente lo lograría. No podía ser de otra forma.
Erroll le acarició la mejilla a Catherine y se humedeció los labios. Quiso besarla, lo ansiaba, pero su corazón encogido sintió alivio al ver que Ayden iba a su encuentro. Ella se separó unos pasos y se cruzó de brazos, poniendo mal gesto al rozarse la herida.
—¿Os encontráis bien, Catherine?
Ella asintió sin responder, con el rostro tan blanquecino como la luna. Se sentía avergonzada y arrepentida por todo el retraso que habían podido causarles.
—¿Hay algo que podamos hacer por vos antes de marcharnos? —insistió el capitán escocés que, aunque ansiaba emprender camino lo antes posible, no quería dejar a la joven desamparada.
Erroll se irguió. El nudo en el estómago se fue haciendo cada vez más grande. Se irían en cuestión de minutos y no volvería a verla. Estuvo a punto de decir algo, pero calló por cobardía.
—¿Podríais decirme cómo está Jacob, señor? —le pidió ella con voz trémula y sin mirar a ninguno a los ojos.
—Mejor. Está con Stace en una casa abandonada a las afueras. No tiene pérdida si seguís esa calle de allí —le puntualizó señalándola.
Catherine se limpió del rostro una lágrima furtiva y volvió a asentir. No quería que se fueran, no quería, pero otra mujer los esperaba, además de la tal Kelsey. Ayden pensó que su cara de disgusto se debía a la suerte del muchacho y añadió:
—No os preocupéis por él, mujer, sanará. Es un muchacho fuerte y, al ser la mano izquierda, podrá desenvolverse en la vida sin que nadie lo señale.
Ella asintió e instintivamente se dio la vuelta al escuchar los cascos de los caballos. Eran Neall y Darren con las monturas. La saludaron y le tendieron una capa seca para que no se resfriara.
—Gracias, señor —le dijo a Neall—, que Dios os guarde.
Erroll fue el último en montar a caballo, pero cuando estuvieron listos, todos se despidieron de la joven con la cabeza. Catherine se mantuvo a pie, quieta, como cuando la mujer de un pescador esperaba paciente que la mar le devolviera su hombre. Era el momento de separar sus caminos hasta que el destino quisiese jugar de nuevo con sus hilos.
Neall y Darren comenzaron el trote. Ayden aguardó con paso rezagado, temiendo que Erroll se quedara atrás. Había algo en el ambiente que lo inquietaba. Un extraño silencio que gritaba agónico entre esas gotas de lluvia fina y mansa, un murmullo creciente que se confundía con los latidos, cada vez más fuertes, de su corazón, un desasosiego que quebraba el alma como un rayo parte el tronco más robusto en dos... Ya salían de la plaza cuando alguien gritó desde la diagonal opuesta:
—¡¡¡Alto!!!
Ayden frenó el caballo instintivo para ver de qué se trataba. El semblante se le oscureció al comprobar que eran guardias de la villa y hombres de Worthing los que los reclamaban. Dudó si salir al galope o esperar, pues apenas veía a Neall y Darren al fondo de la calle. Mejor así, pues en caso de tener que huir, sería más difícil pillarlos si gozaban de una gran ventaja. Ayden miró a Erroll. El irlandés estaba asustado y se aferraba a las riendas del caballo con fuerza, en una lucha interior más que evidente. No podía dejarlo solo. Su amigo no hacía más que mirar a Catherine, que seguía sola en medio de la plaza, más cerca de ellos que de los recién llegados.
«¿Qué debo hacer?», se preguntó el capitán Murray con apremio. No supo con certeza qué intenciones tenían hasta que vio a un Larkin totalmente desfigurado entre ellos. Cualquier atisbo de duda se disipó en ese instante.
—¡¡¡Alto!!! —volvieron a gritar los hombres del sheriff, mientras se organizaban por grupos y tomaban parte de la plaza.
Larkin se intentó zafar de su opresor. Se le veía la angustia en su rostro. ¿Qué había hecho? O más bien, ¿qué les había dicho para terminar llevándolos hasta ellos? Le miró el rostro ensangrentado y no pudo reprimir un «pobre diablo». Lo habían torturado con saña, estaba maniatado y se debatía como un león. Ninguno lo había visto desde la tarde anterior. ¿Lo habrían estado atormentando desde anoche? Desde luego le habían dado una buena paliza.
Ayden pudo ver que le faltaban dientes y que incluso le habían quemado parte del pelo. Las piernas tenían laceraciones profundas y negras. El capitán escocés pensó que realmente el muchacho debería tener una fortaleza de hierro porque no sabía cómo podía seguir en pie en esas condiciones.
Alguno de los guardias debió percatarse de la presencia de Catherine y decir algo, porque Larkin le gritó a la joven para que se apartara. Ella no se movió. ¿Lo habría escuchado? El espadachín consiguió darle un empellón a su captor y sobresalir unos pasos por delante del pelotón.
—¡Corred, Catherine! ¡Corred! ¡La espada! ¡Lo saben!
No pudo decir mucho más. Ayden no pudo evitar cerrar los ojos al ver cómo uno de esos malditos sanguinarios le cortaba la cabeza a Larkin de un tajo y el cuerpo caía como un plomo ensangrentado sobre el albero húmedo. Worthing se quitó el bacinete y Ayden blasfemó, atrayendo un segundo la mirada de un extasiado Erroll. El sheriff sonreía macabro y con la cara ensangrentada. Era la viva imagen del demonio. Ayden sintió náuseas, no le había dado tiempo de prevenir a Larkin siquiera. Todo había sido por ayudarles, por prevenirlos, por enmendar que hubiese vendido su procedencia en parte. Vio la espada ejecutora y la reconoció.
—¡Hijo de la gran…! —exclamó.
Larkin ni siquiera los había delatado. Ese esbirro del demonio solo había tenido que fijarse un poco en la claymore para darse cuenta de que no era una espada de dos filos cualquiera. Ayden rezó porque Erroll no se diera cuenta de quién era ahora el dueño de su herencia paterna. El irlandés estaba aún pendiente de Catherine, aunque el gesto de repugnancia en su rostro le advertía que había visto lo sucedido.
Catherine se tambaleó al ver la cabeza de Larkin rodando y sucia por el barro. Se quedó paralizada, abrazándose a sí misma sin poder reaccionar. Erroll le gritó para que se apartara y ella lo miró con los ojos bañados en lágrimas, sin moverse. Sin embargo, cuando vio a tres arqueros tomar posiciones para abatir a los escoceses, la joven no dudó en colocarse en su campo de visión, girándose en redondo y haciendo un aspaviento para que los dos jinetes se marcharan de una vez por todas. Worthing gritó:
—¡Deshaceos de la mujer e id a por ellos!
Acto seguido, apuntaron hacia Catherine y Erroll precipitó su caballo hacia ella.
—¡Seguid sin mí, Ayden! Os lo ruego —le gritó, mientras cargaba con la bestia en tropel.
Ayden maldijo en alto y tiró con fuerzas de las riendas.
—¡Cogedla, viene con nosotros!
A Erroll no le hacía falta que se lo dijera. ¡No pensaba dejarla allí ni por todo el oro del mundo! La cogió al vuelo y repelió las primeras flechas, parapetando a la joven con su cuerpo. Ayden le cubrió la retirada y salieron al galope camino a las afueras de Wallingford, dejando atrás el castillo y las murallas. Nadie los siguió en principio, aunque no serían tan ilusos como para creer que se darían tan pronto por vencidos. Tenían el tiempo justo para poner la mayor distancia posible de por medio y perderlos de vista. Se jugaban demasiado… las cartas iban a ser repartidas y ninguno quería perder baza.
Alcanzaron a Darren y a Neall en los alrededores y le explicaron lo sucedido con extrema rapidez. Ayden convino en rodear la villa e ir a por Stace y Jacob, pero Darren se negó en redondo y, antes de que pudiera explicarse, Ayden blasfemó otra vez.
—¿Se puede saber por qué juzgáis todo lo que digo?
Darren refunfuñó.
—¡No me habéis dejado ni explicarme! —le gritó el pelirrojo.
Ayden lo atravesó con una mirada fiera y buscó apoyo en su hermano y Erroll, pero ni siquiera Catherine le dio la razón. Los tres estaban callados y expectantes. No podían tardar en irse o los alcanzarían sin remedio.
—¡Explicaos pues!
—Vos, Erroll y Catherine marcharéis a Guildford. Neall y yo pasamos más desapercibidos y nos jugamos menos en esto… —rectificó a tiempo—. Mi hermana ya tiene quien la proteja. Nos reuniremos en la muralla del castillo con vosotros. Solo juradme que no haréis una tontería y que nos esperaréis antes de entrar en la fortaleza.
Ayden lo sopesó. Era cierto que no podían arriesgarse más, pero hacerlo esperar en la muralla…
—Lo intentaré.
Darren iba a protestar y Neall intervino.
—Es más de lo que pensaba que os iba a dar. No hay tiempo que perder, caraid. ¡Vámonos!
En cuanto vieron que Ayden, Erroll y Catherine no eran más que lejanos puntos en el camino y que no los seguían, se dirigieron a la cabaña donde habían quedado con Stace y Jacob esa mañana. Sin embargo, las trompetas los avisaron de que algo grande se cocía en Wallingford y, por el ajetreo, el guiso no olía nada bien.