CAPÍTULO 26
LA GATA
Camino a Oxford, Inglaterra, 14 de septiembre de 1335.
La bajada de temperaturas había sido brutal para ser mediados de septiembre. Dormir a la intemperie había pasado a ser una prueba más de supervivencia. No había villa alguna a leguas a la redonda donde buscar refugio y, aunque hubiesen querido desviarse y pernoctar en alguna, el temor a que los hombres de Worthing supieran de su paradero les había hecho someterse a las inclemencias del tiempo.
La lluvia les había acompañado por el día y las heladas por las noches. A veces los charcos eran tan profundos que los caballos tenían que ser ayudados con cuerdas para salir del atolladero. Cuatro jornadas interminables de no ser por el achispado humor de Erroll, que los mantenía despiertos y pendientes de la próxima chanza. Según los cálculos de Stace, al día siguiente llegarían a Oxford y con ello al final de su viaje juntos.
Catherine arrugó el ceño al saber que pronto sus caminos se separarían sin remedio y se mostró taciturna durante unas horas. Sin embargo, el avivado y jocoso ingenio del irlandés consiguió salvar sus reservas y la joven comenzó a participar de los chascarrillos como los demás. La singular pareja solo se había separado en los turnos de guardia y, durante ellos, había sido Erroll el que se había acercado y aguijoneado a Darren con recuerdos de antaño.
Esa tarde, el Stewart andaba con un humor de perros y no quiso quedarse atrás, haciendo a todos partícipes de la fobia que tenía su amigo a estar sucio, provocando la risa y asombro de los presentes. Larkin había dicho que no se lo creía y Darren, con tal de no quedar como un mentiroso, había cogido un poco de fango del suelo y se lo había estallado a Erroll en la camisa, manchándole cuello y rostro.
—¡¡¡Por San Andrés Apóstol!!! ¿Os habéis vuelto loco? —le preguntó el irlandés airado a la vez que se quitaba con un par de dedos el barro de la cara con asco.
La respuesta no se hizo esperar. Erroll se fue arremangando y caminó con paso tranquilo hacia Darren, que no hacía más que dar traspiés al darse cuenta de lo que había hecho.
—Yo…, yo no quería…, yo…
El resto se fue haciendo a un lado y Neall tomó asiento en un lugar apartado como si se tratase de un simple espectáculo. ¡Cuántas veces los habría visto en esas lides de pequeños! ¡Si Sir William Brisbane había tenido el cielo ganado con su tutelaje!
Catherine se apresuró a pedirle ayuda al arquero, pero él ni se inmutó, señalándole un hueco en el tronco del árbol que le serviría de asiento. La muchacha dudó si quedarse a su lado unos segundos, aunque después prefirió quedarse de pie, nerviosa y con los brazos cruzados a la altura del pecho.
A Erroll no le fue muy difícil dar alcance a Darren. Se tiró sobre su espalda y, con una habilidad pasmosa, lo derribó. Larkin lo había seguido muy de cerca, riéndose de él y jactándose de que no tenía nada que hacer ante el espadachín. «Si supieras…», pensó sonriente Neall sin querer desvelar que solo Erroll había estado siempre a la altura de Ayden con el manejo de la espada.
Larkin se quedó pasmado al ver a Darren en el suelo, revolcándose como un cerdo y sin miras de ganar. Cerró la boca con rapidez por miedo a que le salpicara el fango y titubeó si acercarse o no a separarlos. ¡Santo cielo! ¿Quién se lo iba a decir? Si pensaba que llevaba la espada más bien para intimidar o por herencia y poco más. Erroll se veía incapaz de asumir que la situación la había provocado él con sus anteriores bromas y estaba fuera de sí. No dejaba a su adversario tomar resuello. Si no le hacía más daño era porque se le escurría por el barro, pero la intención era más que clara.
—¡Voto a Dios con el bardo! —exclamó entre asombrado y risueño Larkin.
Catherine se retorcía los dedos con la tela de su túnica. Daba pequeños pasos en su sitio y de vez en cuando miraba a Neall y le suplicaba con los ojos que interviniera. Temía que Darren le hiciera daño a Erroll. Seguramente estaba arrepentido por lo que había dicho y le estaba dando ventaja. ¡Pobre ingenua! Ayden ocupó el lugar que tan gentilmente había dejado Neall para ella y ni uno ni otro hicieron más que mirar y comentar los pescozones que Darren se estaba llevando.
La muchacha no salía de su asombro. Si seguían así, alguno lo acabaría lamentando. Aunque visto con otros ojos, la escena era más que turbadora. Quiso centrarse en otra cosa, mas esos torsos tan bien definidos, embarrados y atléticos la desconcertaban hasta el punto de sentir que terminaría ardiendo como una tea.
Darren consiguió trastabillar a Erroll tras varios intentos y el irlandés cayó de espaldas. Los Murray contuvieron un gesto de dolor, pero ella fue incapaz y soltó un grito. Ambos contendientes la miraron. Erroll perdió la ocasión de levantarse y Darren se colocó a horcajadas sobre él, tomándose la revancha.
—¡Parad! —exclamó ella con el corazón en un puño, pero los hombres siguieron a lo suyo.
Catherine corrió hacia ellos con la mala idea de separarlos. Intentó asir el brazo derecho de Darren, pero estaba escurridizo como una anguila a causa del barro y terminó de bruces en el suelo.
—¡Parad! ¿Acaso no me habéis oído?
Pero ellos siguieron enzarzados en la pelea. Ella se puso en pie y volvió a intentar separarlos. Ayden y Neall se levantaron y fueron a ayudarla, temiendo que, en el forcejeo, la joven resultase herida. Esos dos ya no estaban luchando simplemente por un chascarrillo inocente… Ni siquiera Neall pudo llegar a tiempo para alcanzarla. Catherine volvió a caer entre la maraña de brazos y piernas y acabó llena de barro de la cabeza a los pies.
Darren fue el primero en darse cuenta de que la joven estaba en la reyerta y frenó de golpe su ataque, levantándose. Erroll le pateó el culo como respuesta, sin percatarse del por qué de la retirada del Stewart y llevándose por delante a Catherine.
—¡Ay! —exclamó ella dolorida y en una posición poco decorosa, pues podía sentir el aliento cálido y agitado del irlandés en sus pechos.
Erroll se apresuró a hacerla a un lado, confuso, y la ayudó a ponerse en pie. Estaba avergonzado, más aún cuanto atisbó el deplorable estado de las ropas de ella. Catherine tenía el rostro manchado y sus grandes ojos del color del manantial resaltaban como estrellas en el ocaso.
El irlandés prefirió no mirarse ni las manos. Se sentía sucio en muchos aspectos… No entendía qué le había pasado. Miró a Darren y este le devolvió la mirada con rencor, frotándose el culo dolorido con ahínco. El resto los miraba entre serios y embobados, temiendo que una respiración más fuerte que otra avivara el fuego del bardo.
—Lo siento, Darren, yo…
—Id a bañaros antes de que caiga la noche —les ordenó Ayden con gesto serio—. Los dos os habéis comportado como niños y habéis estado a punto de hacerle daño a la dama con vuestras tonterías.
Los dos miraron a Catherine avergonzados. La pobre se sacudía el barro de la ropa y renegaba por lo bajo. Se fue directa a uno de los remansos del río Thames, a la altura del castillo Mill Stream, rezando a todos los santos conocidos que a esas horas no hubiese nadie cerca. A Stace no le dio tiempo de prevenirla y, por lo malhumorada que iba, prefirió rezar a molestarla. Yendo sola, nadie tenía por qué relacionarla con Larkin y había tenido la precaución de coger un par de cuchillos por si acaso.
Darren y Erroll se encaminaron a la orilla más cercana al molino, donde les había indicado Stace para que no se alejaran en demasía. Los dos habían sido incapaces de disculparse como debían y perdonarse, a pesar de estar profundamente arrepentidos de haber terminado como el rosario de la aurora y haber arrastrado a Cat en su gresca.
Nada más llegar, Erroll se quitó la ropa y se tiró de cabeza al río. No reparó en que la temperatura del agua le cortaría la respiración unos segundos. Tal era su necesidad de quitarse la mugre de encima que le importó un bledo quedarse tieso y que lo arrastrara la corriente. Se dejó llevar por ella un rato y se sumergió unos minutos.
El pelirrojo observó cómo su amigo nadaba y se perdía entre las oscuras aguas del Thames. Él prefirió ir lavándose por partes tras quitarse la ropa. Seguía ofuscado. Ambos habían propiciado una rivalidad inútil y habían actuado como niños, Ayden tenía razón en eso. No, no podían seguir así, se instó, habían estado muy cerca de hacerse daño. ¿Hasta qué punto a ambos les interesaba Catherine? ¿Hasta el de romper una amistad forjada durante años? Porque había sido por ella, de eso no tenía duda alguna, por lo menos por su parte. Era preciosa, pero no era la mujer que él estaría orgulloso de presentar a sus padres si aún vivieran. Ese pensamiento lo hizo sentirse ruin y al mismo tiempo sincero consigo mismo.
Darren tenía muy claro que, si quería recuperar las tierras de su familia y Doune, tendría que unirse a una rica heredera como fuera. A él lo del amor le parecía más un yugo que un estado de felicidad. Las preocupaciones no iban con él y ya era bastante mayor para cambiar. El caballero escocés se juró a sí mismo no avivar una llama que pudiera quemarle después y discurría con esos pensamientos cuando la vio aparecer entre los árboles y se quedó helado.
—¡Oh! Lo siento. No sabía que andaríais por aquí, os hacía en la parte alta del río… —comenzó a explicarse ella dándose la vuelta con rapidez cuando se quedó boquiabierta al ver salir del agua a Erroll tan campante.
Catherine se tapó los ojos y volvió a girarse dándoles a ambos la espalda. Erroll alzó una de las cejas y se sintió orgulloso de su desnudez a pesar de no haber recuperado todo el peso perdido. ¡A eso se le llamaba poner toda la carne en el asador! No se esperaba que ella se sonrojara como una amapola al verlo, ni que abriera aún más los ojos al percatarse del estado semi contento de su miembro. Sonrió. Muchos años de entrenamiento en las aguas heladas de las Highlands como para que las del río Thames no le recordara a un caldo templado.
El irlandés miró de reojo a Darren. Lo miraba serio y le pedía con aspavientos que se cubriera. A Erroll le dio por reír a carcajadas, provocando que ella se girara y volviera a poner esa cara entre atónita y fascinada unos segundos antes de volver a cubrirse los ojos con las manos. Para ser una mujer que viajaba y trabajaba con hombres se había sonrojado como una adolescente. Dos veces.
—Será mejor que me vaya —susurró Catherine con un hilo de voz.
El pelo mojado le caía en ondas oscuras sobre sus hombros y se había vestido con un chalequillo y calzas de cuero y una camisola blanca. El pantaloncillo se le ajustaba a sus formas como un guante y ambos no dudaron en babear con el suave contoneo de sus caderas mientras se iba sendero arriba hasta que desapareció.
Erroll seguía con la camisa enrollada a la altura de sus partes, pero no parecía tener prisa por vestirse. En cambio Darren lo hizo en un santiamén y sacudió la muda sucia lo mejor que pudo. Neall apareció ante ellos como si hubiese crecido de forma espontánea y Darren se llevó la mano al pecho.
—Avisad, seabhag, que casi me matáis del susto.
Neall hizo un amago de sonrisa con el gesto torcido y se echó el pelo hacia atrás repetidas veces. Despidió al Stewart con un gesto y no se lo pensó más, aunque esperó a que su compañero fuera una mota en el sendero para mirar a su amigo. Erroll supo a leguas que había algo que le quería decir y no se atrevía, así que se lo puso fácil:
—¿Qué? —preguntó dejando caer las letras y colocándose la camisa arrugada por la cabeza.
—Nada…
—¡Oh, vamos! ¡Dais más rodeos para hablar que una mujer! Preguntadme lo que queráis saber o vayámonos con viento fresco —replicó Erroll risueño, colocándose las calzas sin prisa.
—¿Es ella?
—¿Es ella? —repitió el irlandés poniendo cara chistosa—. ¿A qué os referís con «es ella»?
—La gata…
—¿De verdad os creéis esos cuentos de viejas, càraid?
—No me tratéis como a un necio. Os conozco como si fuerais parte de mí mismo y veo cómo la miráis.
—Igual que la miraríais vos de no estar felizmente casado, con hambre de lobo.
—No es lo mismo.
—¡Claro que es lo mismo! Catherine es preciosa pero hemos venido a rescatar a vuestra futura cuñada y a vuestros sobrinos, para nada más —terminó el irlandés con tono serio.
—¿Y si fuera ella? ¿No lo habéis pensado?
—No es el momento —respondió tajante, cabeceando, y haciéndolo a un lado.
—¿Hasta cuándo vais a dejar que esa arpía sea dueña de vuestro corazón?
—No me tentéis, càraid. Yo no he tenido la suerte de enamorarme de alguien que se lo merezca y a Catherine la aprecio lo suficiente como para no querer que pague los platos rotos.
Neall bufó y Erroll dio por terminada la conversación. Regresaron al campamento, pero de los ingleses, solo estaba Larkin.
—¿Dónde…? —comenzó a preguntarle Neall a su hermano, que afilaba primorosamente ambos filos de su espada.
—Se han adelantado para saber si está despejado el vado de los bueyes. Stace no se fía de que Worthing tenga apostados hombres durante el camino y no nos mandará aviso con Jacob hasta que esté seguro de que ninguno corremos peligro.
Darren terminó de cepillar su montura y no añadió nada más. Seguía mosqueado y, si por él fuera, se marcharía a Guildford sin esperar nada más. Pero jamás discutiría una orden de Ayden, pues siempre había valorado su buen juicio. Si él no quería correr riesgos y poner en aviso a los guardias de la zona, lo respetaría. La vida de su hermana estaba en juego y no quería asumir tal responsabilidad. Sin embargo, Larkin manifestó su disconformidad e impaciencia.
—Estoy cansado de esperar. ¿Y si reconocen a Catherine? ¿Qué va a hacer con un viejo medio ciego y un niño que solo sabe dar pedradas? Podríamos habernos hecho pasar por clérigos o por estudiantes de la Universidad para entrar en Oxford sin ser vistos para tantear después las tabernas en busca de fortuna. Quizás Worthing haya entendido el mensaje y desista. ¡Tampoco le debo tanto, rediez!
La animadversión que sentían Erroll y Neall hacia Larkin cada vez era más difícil de disimular. Les molestaba que continuamente estuviera poniendo pegas a todo y no aportara soluciones.
—¿Y de dónde sacaríais las ropas? ¿Caerían del cielo? —le preguntó Neall jocoso.
—Nos-nos haríamos con ellas por-por el camino… —titubeó el joven dándose cuenta de que su plan tenía muchos flecos—. Durante las lluvias, las exhibiciones en la plaza son poco concurridas. Las cartas y los dados son nuestra forma de ganarnos el pan. Un par de manos con suerte…
—¿Asaltar a clérigos y estudiantes? —le preguntó interrumpiéndolo el irlandés alzando la ceja derecha y chasqueando la lengua—. ¿Os habéis vuelto loco o qué? Además, vuestra buena suerte ya se ha cobrado tres vidas.
—Erroll… —intentó avisarlo Ayden.
—Solo les robaríamos las ropas… —intentó justificarse Larkin, que parecía haber menguado un palmo según hablaba.
Erroll fue a contestarle, mas la mirada furibunda de Ayden lo calló antes de emitir sonido alguno.
—Menos mal, Larkin, aunque dejar en trapos menores a unos desconocidos tampoco es la mejor forma de pasar desapercibidos… —le expresó Ayden, pasándole el brazo por el hombro al muchacho y arguyendo con tono conciliador—. Pondríamos en sobre aviso no solo a los hombres de Worthing, sino también a toda la guardia real. ¿Os imagináis? En menos de una semana, los ocho estaríamos adornando las afueras de Oxford con nuestras insignes cabezas.
—Es cierto, Ayden, no lo había pensado.
Larkin se excusó y se apoyó en un tronco, algo apartado de la hoguera y del grupo de escoceses, claramente avergonzado. Ayden le musitó por lo bajo a Erroll:
—¿Se puede saber qué os pasa? ¿Es esa la forma que tenéis de hacer amigos?
—No pretendo que ese muchacho sea mi amigo, captain —le respondió el irlandés con retintín, un poco harto de que todos fueran ese día en su contra.
—Nadie dice que lo sea, pero al menos no lo hagáis un enemigo. No hay cosa que avive más una deslealtad que el orgullo herido.
Erroll meditó las palabras de Ayden y concluyó que tenía razón. Otra vez. Resopló y se pasó los dedos por el cabello húmedo.
—Lo siento. No sé lo que me pasa últimamente…
—Yo sí. Dejad que vuestra cabeza piense si vais a seguir reprimiendo lo que dice vuestro corazón. Por ahí viene Jacob, veamos qué nuevas trae.
El joven llegó dejando caer el paso, se frotó las manos y se las llevó a la boca para entrar en calor. Los demás esperaron en silencio a que empezara a hablar. El rugido de uno de sus estómagos le instó que se diera prisa. Darren se excusó y se cruzó de brazos, como si las tripas así entendieran que no era momento de tomar parte.
—El camino está despejado. Stace dice que nos encontraremos en la taberna del Lobo. En la plaza hay un mercado ambulante que ocupa prácticamente todo el espacio. Es imposible actuar, pues la única zona que queda libre nos cubriría de barro hasta los tobillos.
Jacob tomó resuello y se quedó unos segundos hipnotizados por las lenguas ávidas de las llamas. Ayden sabía que le estaba ocultando algo.
—¿Qué más?
—Nada más.
El malabarista lo miró con los ojos y dudó. No sabía si debería seguir hablando. Tampoco Stace le había dicho que guardara el secreto. El grupo se dispersó y comenzó a recoger sus enseres. Todos salvo Ayden, que se quedó cruzado de brazos y al lado del muchacho. Ambos observaron las lenguas de fuego. El crepitar de las llamas llenó sus silencios hasta que un madero se consumió ante ellos en un pispás. Jacob suspiró y habló con voz monótona y suave.
—Sí, hay algo más. Catherine y Stace han ido a visitar a unos conocidos. El viejo se quiere asegurar de que no pondrán objeciones con vuestros pases.
—No lo entiendo, ¿por qué con nuestros pases?
—Cuando hemos llegado, los estudiantes habían cerrado tres de los cuatro accesos de la villa. La guardia no deja pasar a nadie que resulte ligeramente sospechoso y el color de pelo de Darren podría llamar la atención.
Ayden observó las pavesas incandescentes en silencio y no dijo nada.
—Oxford es una ratonera, señor. De ahí que hayamos elegido la taberna que está a las afueras, para evitar que os puedan apresar. Si se enteran de que sois escoceses…
Ayden lo miró con el fuego reflejado en los ojos.
—No me miréis así. Los cuatro sabéis guardar muy bien las apariencias, pero mi madre era escocesa y reconocería a un norteño a mil leguas a la redonda.
—¿Los demás también lo saben?
—Catherine lo sospecha, pero no me ha dicho nada. Anda obnubilada con el rubiales…
Ayden hizo todo lo posible por reprimir la sonrisa en sus labios. El gesto de Jacob era serio en cambio, muy serio.
—¿Larkin?
—Si se entera Larkin no lo quiero ni pensar.
—¿Hablabais de mí?
Jacob se enderezó como un junco de río.
—Le decía a Ayden que tendremos que tener cuidado de no llamar la atención. Estamos cerca de las tierras de Worthing y no sabemos de cuántos hombres dispone.
—¡Bah! Esta noche mismo pienso recuperar el dinero perdido y saldar mi deuda —respondió el espadachín tan seguro que apostaría su caballo de ser suyo, pues de hecho, era el de refresco de los escoceses.
El camino hacia Oxford estaba encharcado y silencioso. Los cascos de los caballos rompían ese mutismo incómodo y susurrante, mientras la gélida brisa silbaba acariciando las orejas de las bestias de forma insistente y monótona. Rayo resopló y Neall le palmeó el cuello para tranquilizar a su fiel amigo. Había casas dispersas a ambos lados del camino, pero las gallinas no cacareaban, refugiadas en los voladizos y hechas unas bolas de suave plumón. No había rastro de otros animales, aunque de vez en cuando se escuchaba un balido o un mugido a lo lejos. A duras penas se fueron haciendo paso entre los muchos visitantes que iban a pie.
Por el camino, Erroll entabló amistad con un grupo de muchachos que estudiaban a Sócrates, más concretamente su mayéutica y ponían en práctica lo aprendido debatiendo las respuestas que se habían dado para llegar a la conclusión con un concepto general. El irlandés se lo rebatía todo con maestría y ejemplos y los tenía a todos embobados. Algunos aldeanos comenzaron a interesarse y fueron añadiéndose al grupo. No entendían apenas nada de lo que decían, pero la pasión con la que Erroll rebatía los argumentos le había hecho ganar una gran masa de simpatizantes.
—¿Cómo demonios lo hace? —se preguntó Ayden dando voz a un pensamiento, divertido porque el grupo de estudiantes no tenía las de ganar con las demostraciones del irlandés.
Neall se encogió de hombros y miró a su amigo. El muy bribón estaba como pez en el agua discutiendo sobre qué era realmente el conocimiento.
—Si estuviésemos en un pedregal se haría amigo de las piedras, siempre ha sido así —respondió Darren entre risas y dejando las rencillas atrás.
—A Dios gracias vuelve a ser el mismo de siempre… —susurró Neall aliviado, al comprobar que habían llegado a la taberna en cuestión sin haberse perdido.
—Sí, eso es cierto, bràthair —respondió Ayden cruzándose de brazos satisfecho—. Me preocupaba que lo que habíamos vivido en St. Margaret le hubiese arrancado el alma.
Neall lo miró con preocupación.
—¿Y esa tal Dunstana…?
—Apenas sé de ella. Erroll me ha contado poco. Solo que lo trató bien y que es un alma atormentada que buscaba atención y cariño. Por lo visto, no es la bruja que todos me decían que era y con eso me conformo. ¡Ya veis! Aunque cuando volvió a prisión voluntariamente estaba bien jodido.
—¿Y si ella era la gata? —preguntó Darren sin pensar.
—¡Vos lo que queréis es tener vía libre con Catherine! —replicó Neall con jactancia y hoyuelo incluido, muerto de la risa.
—No, Neall. Catherine es preciosa, pero yo necesito recuperar Doune por encima de todo.
—¿Incluso a costa de vuestra propia felicidad?
—¡Yo no estoy enamorado como aquí el amigo! —exclamó el pelirrojo entre risas, mientras señalaba con la cabeza al irlandés.
La voz de Stace les hizo erguirse como a niños pillados en plena fechoría. Le seguían Catherine y Jacob.
—¿Quién puede enamorarse en otra estación que no sea primavera? —preguntó Stace mirando en derredor—. ¿Y dónde está Larkin?
Era evidente que el cuarto de la discordia había levantado el vuelo. Ninguno supo darles noticias del espadachín, pues los escoceses pensaban que se habría adelantado en el camino con Jacob y este que estaría tras la estela de Ayden.
—En fin, esperemos que no se busque problemas —musitó el titiritero—. A mi compañero de guardia lo veo en su salsa con esos estudiantes, deberíamos sacar la gorrilla y provecho. ¡Pocos se atreven a enfrentarse a los estudiantes en lo que a dialéctica se refiere!
Todos rieron por la ocurrencia. No era mala idea… Los últimos rayos de sol teñían las maderas húmedas de una cálida melancolía. Oxford era tan bulliciosa como Edinburgh, solo que la media de edad era mucho menor. Podía diferenciarse a simple vista quién era oriundo de la villa y quién no. No solo por el porte distinguido, los libros a cuestas y ese aire sabihondo de quien creía que iba a comerse el mundo a través de los estudios, pero nada sabía de la vida.
Había pequeñas escaramuzas por doquier. Estudiantes contra aldeanos, estudiantes contra comerciantes, estudiantes y más estudiantes. Los guardias hacían la vista gorda e intermediaban en la medida de lo posible. La Universidad era una fuente de ingresos vital para las arcas gubernamentales y reales. Jóvenes pudientes de toda Europa venían a Oxford en busca de la sapiencia y de los placeres que daba vivir lejos de los yugos familiares. Jóvenes ricos y con eso bastaba para acallar a la muchedumbre.
Catherine miró fugazmente a Erroll y entró en la taberna sin decir nada. Ayden percibió en su semblante serio que algo no iba del todo bien, quizás Stace había vuelto a prevenirla o a cantarle las cuarenta. Era obvio que la trataba como a la hija que había perdido tiempo atrás y no lo culpaba por ello. ¿Cómo habría llegado una mujer como ella a una compañía de artistas ambulantes?
Ayden había especulado mucho sobre el tema junto a Neall, pero no habían llegado a ninguna conclusión. La joven había comentado tener un abuelo materno por única familia en Sutton, una villa ganadera al sur de la capital del reino. Quizás Stace le había estado insistiendo en volver a casa ahora que estaban más cerca, pues el hombre tenía intención de liquidar la compañía en cuanto ellos partieran a Guildford.
Los escoceses se entretuvieron charlando de todo y de nada entre ellos, mientras se hacían con las habitaciones y llevaban a los caballos a la parte de atrás de la taberna, junto al abrevadero. El ambiente era húmedo, pero esperaron en la puerta de la taberna, con tal de no dejar a Erroll atrás. Pasado un rato, los estudiantes comprendieron que su contrincante era un hueso duro de roer y se despidieron, aunque por el camino siguieron intentando discernir y argumentar con nuevas teorías lo aprendido entre ellos.
La muchedumbre ovacionó al irlandés como si fuera un héroe de guerra en cuanto se quedó solo. Era evidente que se respiraba un aire de contenida belicosidad hacia los estudiantes y su creciente adueñamiento de la vida en general.
Catherine se recolocó la capa al volver a la puerta y se encasquetó el sombrero hasta las orejas. La joven tenía el estómago revuelto y una opresión en el pecho desde que había llegado a la villa a media tarde. Había hecho participe a Stace de su aprehensión, pero el titiritero lo había achacado al cansancio y a la falta de comida caliente. Ella sabía que no era así. Tenía la sensación de que los observaban y, sabiendo que los hombres de Worthing estaban cerca, ese sentimiento no era muy halagüeño. Se acercó a Stace y Jacob con una sola intención.
—Voy en busca de Larkin a la Guarida —susurró prácticamente sin decir nada más y tomando rumbo a la calle principal.
Stace la frenó de sopetón en mitad de la calle y solo le preguntó:
—¿Dónde?
—Ahí dentro me han dicho que se ha encontrado con el Gallo y temo que vuelva a desplumarle lo poco que le queda.
—¿Se puede ser más estúpido? —añadió Jacob haciendo un aspaviento que llamó la atención del capitán Murray.
Ayden se acercó. Stace tenía cogida a Catherine por el brazo y forcejeaba mientras le decía:
—No, no iréis.
—¿Se puede saber qué os pasa? —se interesó Ayden pues ninguno de los tres era de dar otro espectáculo que no fuera para ganarse el sustento.
Ninguno de los tres le respondió y Stace siguió hablándole a Catherine, en un intento de convencerla:
—No vais a meteros en la boca del lobo porque ese necio quiera probar fortuna o sentir la soga al cuello. Larkin se las apañará solo.
—Sí, como la última vez —refunfuñó ella.
Stace la encaró agarrándola por ambos brazos.
—En Oxford no se andan con chiquitas, niña, dadles un motivo y probaréis la horca o el cepo.
Catherine miró a Ayden con ojos implorantes, aprovechando que no tenía conocimiento de nada.
—No entiendo qué mal puede haber en que le diga que termine la partida y vuelva…
Stace fulminó al escocés con sus ojos casi ciegos. Su expresión era tan fría que al mellizo se le erizó la piel y su voz le acompañó tan susurrante y cortante como el filo de su espada recién afilada.
—Ella tiene problemas con la justicia. Si algunos de esos la reconoce…
—¡Stace! —le recriminó ella enfadada—. ¡Lo prometisteis!
—No me habéis dado otra opción.
Ayden se cruzó de brazos. Seguía sin entender. No se imaginaba que Catherine fuera una delincuente y así lo hizo saber.
—Aparte de los cuchillos, la muchacha tiene una habilidad innata con las manos… —comenzó a decir el hombre e hizo un gesto con las manos que rápidamente entendió el escocés para desgracia y sonrojo de la joven.
—¡¡¡Stace!!! —le gritó enfurecida y a punto de anegar sus ojos con las lágrimas. Le dio un empujón que casi hizo caer al titiritero—. ¿Ese es el respeto que tenéis por vuestros muertos? ¡Idos todos al Infierno!
Comenzaba a tomar la esquina de la callejuela cuando Erroll la frenó.
—Tenemos que hablar —le dijo él.
Ella miró hacia Stace y Ayden y resopló. Lo que menos le apetecía era hablar con el irlandés en ese momento.
—Idos con vuestros estudiantes y dejadme en paz.
—No, quiero disculparme y vos me oiréis —le replicó Erroll dolido porque no pudiera dedicarle unos minutos.
—¿Disculpas por qué, por reíros a mi costa? No, Sir. No hace falta, de vuestra boca no saldría más que otra mentira y no me apetece escuchar ni una más —le dijo ella haciéndolo a un lado.
¿A qué se refería? ¿Le habría confirmado Jacob algo sobre su origen?
—Yo… —Erroll la cogió del brazo de nuevo. No podía tener más razón, desde que se habían conocido no había hecho más que mentirle, y tampoco podía dejar que se fuera. No así, dejando que pensara que era un bellaco. Le importaba lo que pensara de él, no en los términos que Neall barruntaba, pero sí lo suficiente como para sincerarse de una vez.
—¿Algo más? —le preguntó ella tajante y soltándose con un mohín de disgusto.
—Os hemos mentido. Es cierto que no somos quienes hemos dicho ser. Somos escoceses, bueno, yo medio irlandés y estamos en una misión secreta para rescatar a la futura esposa de Ayden.
Catherine se giró y lo encaró. Las últimas horas del atardecer dejaban destellos cobrizos en su pelo y su gesto era tan transparente como sus ojos. No lo había creído, pensó él con tristeza. La dureza en su semblante hablaba por ella.
—¿Ahora viene la parte de lo bien que os queda la falda?
Erroll la miró enfadado, una cosa era que no lo creyera y otra que se riera cuando le estaba abriendo su corazón. Si Ayden se enteraba de que Catherine sabía su secreto dejaría de confiar en él. ¿Habría hecho mal confesándole la verdad?
—Para empezar no es una falda, sino un feileadh mor y todo lo que acabo de contaros es tan cierto como que cada mañana sale el sol.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué me lo contáis a mí? ¿Por qué ahora?
—Porque confío en vos.
—Nadie es quien dice ser. Vos mismo deberíais saberlo. Vuestro secreto estará a buen recaudo, pero nada más. He de irme —le respondió con ojos tristes.
Esta vez nadie consiguió pararla y se perdió entre las callejuelas. Erroll quiso ir tras ella, pero Stace le puso una mano en el hombro y lo sujetó. Ayden se quedó a su lado en silencio.
—Dejadla, se le pasará.
Erroll se frotó las mejillas y dijo necesitar un trago. Los otros dos no lo acompañaron y Ayden no intervino hasta que estuvo seguro de que su amigo no podía oírle.
—¿No teméis que vaya a por Larkin ahora? —le preguntó Ayden.
—No, no lo creo. Irá a ver a ese conocido al que visita siempre que venimos. No es tonta y sabe lo que se juega. Jacob irá en su lugar.
—No entiendo. Si la tal Guarida es un sitio peligroso para Catherine, ¿cómo enviáis a Jacob?
—Lo es, Ayden. Pero Larkin no apostaría la virtud de Jacob en la mesa. ¿No creéis?
Ayden fue incapaz de conciliar el sueño en toda la noche. Se quedó en el amplio voladizo del tejado de la taberna, apoyado sobre la pared calcárea y pidió estar solo a sus compañeros. Darren ya llevaba un rato entre siete sueños. El Stewart no era muy dado a quedarse despierto tras la cena si no era estrictamente necesario. Erroll estaba sediento después de embelesar al público con otra de sus historias y no le discutió, aunque le extrañó un poco el verlo tan taciturno.
—Deberíais estar repicando como las campanas. Es cuestión de días que lleguemos a Guildford. ¡Vamos, fear, Leena sabrá como recompensaros! —le dijo guiñándole un ojo y entrando de nuevo en la taberna tras despejarse un poco.
Neall se mostró reticente al principio. Le costaba dejar solo a su hermano. Sin embargo, Ayden lo calmó diciendo que necesitaba pensar en cómo abordar a su mujer después de tanto tiempo y que los ronquidos de Darren no ayudaban mucho a esa paz que necesitaba.
—Pero abrigaos bien. No querréis presentaros ante ella moqueando y hecho un despojo…
—Gracias, bràthair. Debe ser el tutelaje de Sir William Brisbane, porque no me explico que Erroll, Darren y vos compartáis la misma forma de dar ánimos.
Neall sonrió.
—Ella os ama.
Ayden lo miró en silencio. Lo amaba. Había pasado algo más de un año y ellos no eran los mismos de antes. Ambos tenían heridas muy profundas que ni cataplasmas ni agujas conseguirían cerrar jamás. ¿Sería suficiente lo mucho que la amaba? ¿Sería capaz de perdonarlo por no haber previsto que sus acciones podían arrastrarla a ella al abismo? ¿Seguiría siendo la mujer de la que se había enamorado? Sí, sí y sí.
No confió nada a su hermano de lo que le había relatado Stace sobre Catherine. No porque no pudiera, sino porque no quería preocuparlo más. La joven le recordaba de algún modo a Leonor cuando llegó a Blair Atholl. También arrastraba sus sombras, su pasado, pero había algo en su interior que le hacía apostar por ella a pesar de todo. Neall había visto esa luz como él, que desaparecieran sus sombras solo era cuestión de tiempo. Despidió a su hermano y se recolocó la capa. Se quedó tan quieto que los lugareños que iban y salían de la taberna no se percataban de su presencia y ni lo saludaban.
Stace lo acompañó un par de horas, pero llegada la medianoche, se fue a dormir sin más. Mientras tanto, Ayden permaneció allí, al resguardo y pensativo. Al poco tiempo de haberse ido Stace, llegaron Jacob y Larkin. Este último apenas era capaz de dar un paso sin tambalearse tres. No lo vieron y él tampoco quiso dejarse ver. Aguardó preocupado y en silencio, dejando que las horas pasaran y la villa se fuera despertando como un gato en pleno desperezo. Esperó a que hubiese amanecido en su totalidad para flexionar las piernas y sentirlas con un extraño hormigueo.
¿En qué tejado habría pasado la noche la gata? Ayden echó una última mirada a su alrededor y suspiró. La espesa capa de niebla, acompañada de la incesante lluvia, no invitaba a salir a nadie de sus casas salvo para recados de extrema necesidad. A los pocos que había podido ver desde que había amanecido, corrían de un sitio a otro con una manta sobre sus cabezas para evitar la lluvia. El estómago le rugía voraz y la garganta la sentía áspera como la suela de una bota. Un caldo caliente le despejaría y ayudaría a calmar su desasosiego. Si tras el desayuno ella no había vuelto, avisaría a Stace y la buscarían por cielo y tierra si fuera necesario.
No era buen día para hacer las exhibiciones en la plaza como había predicho el joven Jacob y, aunque los comerciantes les hubiesen hecho un hueco entre sus puestos, la poca afluencia de público no habría compensado el riesgo que suponía el ser reconocidos por cualquiera. Había poca gente en la taberna y tomó asiento en la barra tras sacudir su capa y pedir una copa de vino especiado caliente.
—Que sean dos.
Ayden no la había oído llegar.
—Nos teníais preocupados, Catherine.
—Podéis hablar en singular. No veo que nadie salvo vos se haya preocupado por mi marcha.
Su tono de voz denotaba cierta desazón y melancolía. ¿Se refería a Erroll? El irlandés había preguntado en numerosas ocasiones por ella durante la cena y no dejó de hacerlo hasta que Stace le dijo que la joven estaba visitando a un pariente lejano. Ayden resopló y se sintió molesto. Debería haberle dicho la verdad. ¿Y si le hubiese pasado algo? Definitivamente estaba perdiendo facultades.
—Salvo Stace, los demás no saben que no estáis descansando en vuestro catre.
—No creo que hubiese cambiado el resultado por ello.
El tabernero les puso la copa acompañada de un trozo de torta de avena y cecina. Catherine se lo agradeció con una sonrisa.
—¿Qué pretendíais desapareciendo? Si los hombres de Worthing…
—Si los hombres de Worthing recuperan el dinero perdido, adiós hombres de Worthing —le dijo apurando la copa de un solo trago y jugueteando con la torta hasta que la desmenuzó.
Ayden resopló otra vez. Esos malnacidos no se conformarían con un hueso pudiendo capturar un botín mayor. Pero, ¿cómo decírselo? Catherine lo desconcertaba, a ratos parecía fuerte e independiente y, en otros, frágil y desvalida.
—No deberíais beber así, os va a sentar mal —le reprochó Ayden, incómodo.
«La inocencia se paga cara y más cuando la engalana un exterior tan atrayente», pensó. Bebió un sorbo de su copa sin paladearlo siquiera. Ella lo miró con sus ojos de gata y Ayden sintió cómo le temblaban las rodillas. Se convenció de que solo ella podría darle una oportunidad al desgastado corazón del irlandés. Sonrió al pensarlo y ella lo debió malinterpretar, pues se afanó en contornear con sus dedos el borde de su copa vacía.
—Recientemente me han dicho que bebo como un escocés, aunque yo no os veo con la copa vacía…
Ayden la miró sin mover ni un solo músculo de su cara. Sabía que lo estaba probando y que no era la primera copa que se bebía esa noche.
—¿Dónde habéis estado, Catherine?
—Vendiendo al mejor postor lo único que tengo —bromeó muy seria y poniendo una pequeña bolsa de monedas encima de la barra.
Ayden tragó saliva a pesar del nudo en la garganta y rezó a todos los santos porque no fuera lo que se estaba temiendo. Sus ojos verdes se clavaron en el océano y ella se carcajeó.
—¿También os ha contado eso el viejo chismoso?
El capitán fue incapaz de contestar, avergonzado por saberse descubierto.
—No os preocupéis. No he estado con hombres ni he robado nada esta vez —le dijo con una risilla nerviosa y enseñándole las manos vendadas.
Él no pudo reprimir ponerlas entre sus manos y mirarla a los ojos, nuevamente. ¿Cómo y con qué se había herido las manos? Estaba a punto de preguntarle cuando ella habló.
—He estado tintando género en el barrio de los telares. El trabajo es duro, pero pagan bien y al terminar la jornada. Hacía mucho tiempo que no lo hacía y, bueno, tengo las palmas de las manos en carne viva, pero sobreviviré.
Ayden se quedó contrariado y titubeó antes de preguntarle:
—¿Por qué de noche?
—Porque si se enteraran me lapidarían por bruja —susurró en su oreja, traviesa.
El capitán escocés alzó una ceja, en su rostro se podía leer que creía que le estaba tomando el pelo. Ella volvió a reír con esa risa juvenil y fresca que tanto le recordaba a Leena.
—Os contaré algo… Muchos piensan que el proceso de dar color a las telas tiene algo de mágico o inquietante. Algunos incluso lo ven como diabólico… Nada tiene que ver con eso. Son tinturas sacadas de minerales y bichillos machacados, para que me entendáis.
Él no quiso decirle que conocía algunos detalles de lo que le hablaba, pero la dejó desahogarse y que le diera sentido a su noche en vela.
—Es cierto que hay que tener habilidad para saber sacarle el mayor partido y vivacidad a los colores, pero nada tiene que ver con la magia. Os lo aseguro y aunque la mezcla del color azul y amarillo dé verde…
Ayden alzó las cejas de nuevo. Sabía que la Iglesia no veía con buenos ojos las mezclas, pues aseguraban que eran cosa del demonio. De ahí que la mayoría de las tintoreras fueran mujeres, pues las veían impuras y dadas a las malas artes por naturaleza. También veían la pérdida de esas almas como un mal menor y consentían las prácticas de tintorería porque la mayoría de las familias pudientes, las que dejaban generosos donativos tras la misa, distinguían su alta alcurnia con los ropajes de llamativo colorido. El joven se preguntó si de verdad no habría algo mágico, que no maligno, en crear esos colores a partir de otros. Nunca se había parado a pensarlo hasta entonces.
—¡Es cierto! No me miréis así. Consigo tonos de verde que jamás se conseguirían con las hojas de sauco o de abedul. Es como un juego…, ¿sabéis?
Sus ojos resplandecían, brillantes, dejando ver que ese oficio, al que apenas prestaba tiempo, era lo que le entusiasmaba en realidad.
—Mirad —susurró sacando unos cuantos pañuelos de su zurrón.
Ayden se asombró. Nunca había visto telas con esos colores y boqueó como un pez.
—¿Có-cómo lo hacéis? —tartamudeó mientras tocaba codicioso una de ellas, pues era el color exacto de sus ojos.
El rostro de Catherine lució una hermosa sonrisa, pues supo lo que el hombre estaba pensando.
—Sí, esta noche he probado con dos tonos más.
—Es el color de mis ojos…
—Y este —dijo sacando otro pañuelo y añadió con humildad—, el de los ojos de vuestro hermano.
—Es increíble…
—¡Bah! No ha sido tan difícil —sonrió, cambiando totalmente de actitud—. ¿Sabéis? Muchas de mis compañeras no quieren trabajar con la tintura añil porque huele muy mal, pues se extrae de hojas recién cogidas y remojadas en orina fermentada —añadió arrugando de una forma muy graciosa la nariz—, y porque es muy fácil acabar con las manos azules durante más de una semana. Si usar este tinte ya es de por sí complicado, mezclarlo en su justa medida es una proeza de la que me siento orgullosa. Las otras se limitan a hacer paños azules, yo busco los colores que me rodean y los plasmo. Con la daga cuento las gotas exactas de añil para sacar justo el color que quiero.
—¿Y el amarillo…?
—Dependiendo de si quiero tonos claros u oscuros, los mezclo con cáscara de cebolla para los primeros o con cáscara de nuez.
—¡Vaya!
—Cuando se le coge el truco es algo tan sencillo como hacer pan. Pero la Iglesia prohíbe a sus clérigos acercarse al barrio, incluso aconseja a los creyentes que no aporten por allí. Solo cuando quieren sacrificios o hacer la vista gorda a alguna tropelía propia se acuerdan de nuestras «malas» artes…
Ayden escuchaba en silencio la historia y sin soltarle las manos, acariciando los nudos de los vendajes con el pulgar instintivamente.
—El tintorero para el que he trabajado tenía un encargo desde hacía tiempo de un color muy peculiar. Me había mandado a llamar, pero yo me había excusado porque estaba trabajando con la compañía. Solo a mí me confía las mezclas, entre otras cosas, porque no vivo aquí y no confía en que alguna de las otras se vaya de la lengua. Si me pillaran en el proceso, me acusarían de brujería por ello, por lo que siempre trabajo de noche. Sé que él se lavaría las manos y no me defendería, me lo tiene dicho, y por eso me paga tan bien.
—Miserable… —susurró Ayden.
—Esos colores mezclados son los que alcanzan un valor más alto por su rareza y yo consigo colores muy hermosos. El color exacto que le habían pedido es este —dijo enseñándole un paño de un verde esmeralda exquisito—. Es para el traje de bodas de una dama de la capital. Deben de ser muy ricos, ya solo la tela le va a costar lo que cuesta este recinto.
—Veo emoción en vuestros ojos cuando me habláis del oficio y, sin embargo, preferís lanzar cuchillos u otros menesteres… —dejó caer Ayden.
Catherine clavó sus ojos de gato en él y se humedeció los labios. Se pensó qué contestarle. Era difícil explicarle que ella sentía la necesidad de ver mundo, que la aventura era lo que motivaba su corazón y que estar anclada entre cuatro paredes la asfixiaba… Era difícil explicarle que los errores se pagaban caros y que la única tierra a la que podría volver estaba maldita. Era difícil hacerle entender a un hombre que las mujeres también tenían inquietudes más allá de cuidar a un esposo y tener una recua de hijos.
—Aquello fue hace mucho tiempo y no me arrepiento. La necesidad hace a las personas lobos y esa persona a la que le robé se lo tenía merecido.
—No tenéis por qué contármelo… —comenzó a decir Ayden.
—¿Contaros el qué? —interrumpió inesperadamente Erroll bostezando, colocándose tras Catherine y apoyando su mano en el hombro de la joven sin darse cuenta de lo que entrañaba el gesto—. Anoche no os vi en la cena, mo baintighearna, os perdisteis una historia formidable. Vuestro pariente…
—No lo dudo, Erroll —le interrumpió ella—. Y, ahora, si me disculpáis… —dijo levantándose y dedicándole una tímida sonrisa a Ayden.
El capitán escocés no dudó en que estaba evitando a su amigo por el motivo que fuera. Se dio cuenta de que aún llevaba el pañuelo del verde de sus ojos en su mano y fue a devolvérselo. Ella, en cambio, lo cogió y se lo anudó a un remache del cinto que atravesaba en diagonal el cotun y le palmeó ligeramente el pecho.
—Para que se lo regaléis a vuestra dama, seguro que sabrá bordarlo.
La nostalgia volvió a las palabras de Catherine. La joven recordó a su madre junto a las madreselvas cosiendo, mientras ella se entretenía en coger lilas en el valle y revoloteaba como un pajarillo entre las ovejas. Eran tiempos felices que jamás volverían. Eran tiempos que enterrar a cal y canto en su corazón. Ayden se lo agradeció con una inclinación de cabeza y una sonrisa, aunque Erroll no pudo evitar que se le contrajera el rostro. Cuando parecía que iba a irse, la detuvo agarrándola por la cintura con la yema de los dedos.
—¿Tenéis un momento?