CAPÍTULO 33

EL MALNACIDO

 

 

 

Jardines de Guildford, finales de septiembre de 1335.

 

Ayden apretó los dientes y los puños. ¿Qué hacía ese malnacido todavía allí? ¿Acaso quería regodearse de lo que le había hecho a ese pobre infeliz? No lo entendía. ¿Qué hacía en Inglaterra en vez de estar defendiendo Blair Atholl o rindiéndola al bando inglés como buen «desheredado» de Bruce y fiel a Balliol y los Plantagenet? ¿Y quién era quién lo acompañaba? ¿Algún hombre de confianza o algún destacamento inglés como refuerzo para su batalla en el norte? Porque había escuchado el bufido de otro caballo… ¿O ya estaba tan loco que escuchaba más de una bestia?

La guerra se había recrudecido en Escocia y el pequeño grupo de escoceses había sabido que Perth era un hervidero de confrontación por las nuevas que le habían dado en la villa de Wanborough. Ellos se habían alegrado por tan buena nueva. Tenían las de perder, lo tenían claro, pero al menos morirían luchando por la tierra que los vio nacer. Su primo, Sir Andrew Murray, estaba dando mucho de qué hablar por su valentía y coraje. ¿Cómo estaría su hermano Arthur, seguiría siendo su mano derecha?

—¿No decís nada?

Ayden le respondió con silencio, sabiendo que eso enfurecería a su adversario.

—¿No es muy tarde para andar jugando a los héroes? —insistió el conde divertido a la vez que calmaba a la bestia con unas palmaditas en la testuz.

—Yo no juego a nada, conde —replicó el mellizo con más retintín del que hubiese querido mostrar, pues Kenion se carcajeó.

—Observo que aún os reconcome que nos dieran a mí y a mi familia lo que consideráis vuestro desde la cuna…

—¿Y qué hacéis aquí que no lucháis por lo que es vuestro por derecho, según vos? Tengo entendido que mi primo se lo está poniendo muy difícil a los sassenachs en Perth y que vuestro querido suegro vuelve a estar enfangado hasta el cuello, por así decirlo.

El silencio de Kenion le advirtió que, aunque pobre y desahuciado, tenía una última buena baza antes de morir.

—¿No lo sabíais? —insistió—. Yo andaría presto, por el buen futuro que le guarde a vuestra santa esposa y a vuestros hijos… ¿Quién sabe si cuando lleguéis os los encontraréis como lo he hecho yo?

—¡Maldito Murray del demonio!

Sir Kenion Strathbogie tuvo intención de bajarse del caballo y hacer que se comiera sus palabras una a una. ¿Todos los Murray eran unos pavos reales orgullosos aún habiéndoles quitado hasta la última de sus plumas? Ayden siempre había sido el mejor de ellos, el que lo había respetado y tratado como a un perfecto rival. Sin embargo, sus ojos refulgían un odio que le recordaba tanto a él mismo…

No, no se ablandaría. No era Neall, pero se las pagaría. Él tenía el as y un comodín. Todo le estaba saliendo a la perfección: el contraluz, el pésimo estado físico y moral de su adversario, la jugada perfecta montada a su grupa, el factor sorpresa… Su vida estaba en sus manos y no se negaría el verlo rogar por clemencia si fuera preciso.

—Jugaré a ser Dios, capitán Murray, y os concederé un deseo —comenzó a tentarle el conde, como si el cargo de demonio le viniese como anillo al dedo.

Ayden intentó fijarse en algún detalle que pudiera ofrecerle ventaja frente al jinete, pero el sol era cegador y apenas veía la imponente silueta recortada a contraluz. No tenía duda de quién se trataba, pues reconocería ese tono de voz siempre. ¿Cómo se atrevía Kenion a hablar de juegos en un momento así, a blasfemar de esa manera?

Su mente comenzó a deshacer nudos en una red tan grácil como la de la tela de una araña. El corazón se le sumó con un tam-tam quedo, apenas perceptible, pero constante. Un latido que reverberaba sinuoso en su sien, que hacía germinar de la nada una salida a la sinrazón. Si Leena y sus hijos no estaban allí enterrados, ¿dónde estaban? Una tenue luz de esperanza brilló en su corazón, pero sabía que ese hijo del demonio, de haberla, se la apagaría de un soplido. Seguiría su juego, no le quedaba otra.

—No estoy para bromas, Kenion —musitó con mucha menos convicción.

—Ya os veo, ya… Tampoco yo tengo mucho tiempo, por lo que me habéis dicho —le espetó con sorna.

Ayden fue a levantarse, pero a punta de espada, Sir Strathbogie lo frenó.

—Mejor desde donde estáis, donde yo pueda veros.

—Estoy desarmado —arguyó Ayden, levantando las manos en alto—. Si lo que queréis hacer es matarme finalmente, ahorraos el juego del ratón y el gato y terminad de una vez.

El conde Atholl chasqueó la lengua.

—¿Y perderme cómo me suplicáis que os arranque la vida o que os devuelva a ella?

Ayden se llevó una de las manos a los ojos para ocultarse del sol. Se encontraba débil, mareado por los días de ayuno y se sentó sobre las piedras. Estaba a su merced, que ese bastardo mostrara las cartas, el filo de su claymore, o lo que fuera, mas que lo hiciera pronto, pues no quería que Neall y el resto lo vieran y se enfrentaran.

—Bien, decidme… —le dijo mirando a la nada y repasándose el cabello enmarañado con los dedos—. ¿De qué estáis hablando y qué es eso de que ahora sois un pozo de los deseos?

Sir Strathbogie estalló en carcajadas.

—Muy bueno lo de que soy un pozo de los deseos, hubiese preferido ser un genio o un semidios, ya puestos, pero viniendo de un Murray, ser un pozo es lo más parecido a un halago…

Tha mi sgìth68, Kenion.

—Iré al grano, pues. Si os dieran a elegir entre vuestra amada o vuestros hijos… ¿A quién elegiríais?

—¿Se trata de alguna broma macabra? —demoró Ayden la respuesta, intentando contener las ganas de ponerse en pie y zarandearlo.

—¡Elegid!

—¿Entre Leena y mis hijos?

—Sí.

—¿Qué sentido tiene? ¿Acaso están con vida? ¡Kenion, por Dios, decídmelo! —le suplicó agarrándose a la bota de esa bestia.

—Solo elegid.

—Está bien, seguiré vuestro maldito juego con tal de que me dejéis en paz… —Tras un instante, Ayden contestó apesadumbrado y sabiendo que su elección no sería comprendida por nadie más que por él mismo—. Que Dios y Leena me perdonen, pero la elijo a ella.

Un hipido ahogado hizo que Ayden se incorporara. ¡No podía creérselo! ¿Estaba allí? ¿Ella estaba allí? El conde de Atholl esta vez no le impidió levantarse y acercarse, incluso guardó la claymore en su vaina. El sollozo se hizo cada vez más audible y por fin la claridad dejó al oso ver a su prometida, a la luz de sus ojos, al sentido de su vida.

—No esperaba otra elección de vos —le espetó Sir Strathbogie socarrón, mientras la ayudaba a bajar del caballo por un brazo.

Leena se quedó inmóvil unos instantes, incapaz de dar el único paso que la separaba de su amado por miedo a que se desvaneciera como un sueño. Su corazón tamborileaba con un ritmo que recordaba al inicio de una batalla. Estaba sin aliento. ¡Había deseado tantas veces tirarse del caballo o alertarlo! Pero sabía que Kenion estaba en ventaja y que, si no seguía sus directrices, lo lamentarían.

Los ojos de Ayden, que seguían fijos en ella, la traspasaban. Se sentía incapaz de gobernar su cuerpo, de avanzar para caer rendida en ese deseado y necesitado abrazo. Miró al bastardo instintivamente, cohibida, pero este no hizo más que empujarla un poco con el pie, echándola en brazos de Ayden.

Por su parte, el capitán Murray la acogió con desesperación en su pecho y comenzó a besarle el pelo, mientras la abrazaba, fundiéndola, abrigándola, transmitiéndole con su cuerpo que estaba allí, con ella, que no se separarían nunca más... Le susurraba, entre sollozos, lo mucho que la amaba, rogándole por Dios que lo perdonara por no haber ido antes en su busca.

Ella sintió la tibieza de sus lágrimas en su pelo y las suyas propias correr por su rostro. Cada una de ellas era un hálito de vida en su cuerpo, era un renacer, un pálpito, un sueño… Cerró los ojos y se dejó querer, incluso acunar como una niña. Lo amaba. ¡Había echado tanto de menos oír el latido de ese corazón! ¡Había soñado tantas veces con yacer ambos sobre un lecho de flores al sol como aquella primera vez!

—Vuestro recuerdo es lo único que me ha mantenido con vida, mo mathan69 —pronunció la petirroja sin darse cuenta.

Ayden tomó el rostro de su amada y la besó. Primero con ternura, después con hambre ciega, como si devorarla fuera lo único que la mantuviera unida a cada poro de su piel. Ella quiso abrir los ojos, pero se rindió al beso, sin ni siquiera importarle que el demonio los mirara desde lo alto de su caballo con lujuria contenida. Tampoco le importó lo que pudiera pensar de ella, ni que deseara ser él.

—Dejad algo para la intimidad, por los clavos de Cristo… —masculló el conde, removiéndose en su montura y algo molesto por la efusiva muestra de amor que estaba presenciando en esos momentos—. Ya tenéis lo que habéis deseado y ahora me cobraré mi parte. ¿No os parece?

Ayden hizo un esfuerzo sobre humano para separarse de ella, pero jamás podía darle la espalda ni bajar la guardia ante un ser abyecto como Sir Kenion Strathbogie.

—¿Qué queréis decir? —preguntó el mellizo contrariado.

Leena sintió que las piernas no le respondían. El deseo… Ayden la había elegido a ella y no a Cailéan… Quiso gritar pero la angustia se cebó en sus cuerdas vocales y solo pudo ahogar un aullido lastimero. ¿Ese era el as que Kenion tenía tan bien guardado? ¿Acaso iba a ser capaz de privarle también de su otro hijo?

Ayden se asustó al ver cómo Leena intentaba desasirse de su abrazo. La cogió en volandas, temeroso de que le hiciera daño y la parapetó, mientras ella se aferraba a su espalda. Sentía los dedos de Leena engarrotados por los nervios clavándose en sus hombros. Estaba al borde del crispamiento y se asustó al escucharla gimotear:

—El niño… Susan tiene al niño… No dejéis que se lo lleve también. Ayden, por favor… Cailéan es lo único que me queda… —consiguió decirle entre sollozos.

Ayden miró hacia Sir Strathbogie y lo enfrentó. No sabía quién diablos era Susan, pero recordó que al principio había escuchado otro caballo, aunque no había ni rastro de él por los alrededores.

Cailéan, su hijo se llamaba Cailéan… «pequeño oso». Se lo había puesto en su honor, no tenía duda. Una lágrima brotó imparable hasta la comisura de su boca. La sal le borró el sabor de los besos de su primer y único amor, la ilusión de encontrarlos a los tres con vida se desvanecía pero no dejaría de dar gracias por haberla encontrado.

«No dejéis que se lo lleve también», le había dicho Leena. ¿Qué había pasado con el otro bebé? ¿Quién se lo había llevado y por qué? ¿Kenion? La mente de Ayden bullía como un caldero de agua hirviendo. Si ese malnacido había tocado a su hijo lo lamentaría. Quiso estrangularlo con todas sus fuerzas y romperle el cráneo con una de las piedras que había creído sería también su tumba. La hiena rio, adivinando los sentimientos de la pareja.

—Un trato es un trato, caraid. Yo os di a elegir y lo hicisteis con total libertad. Olvidaos del otro niño y partid a Escocia. Ese fue el trato con Leena y también con vos. No hay vuelta atrás.

—¿Ese fue el trato?

Ayden la miró de reojo sin terminar de comprender a qué se refería ese bastardo y Leena sollozó. «Hijo de la gran…». La petirroja no pudo devolverle la mirada a su amado. La vergüenza teñía sus mejillas y nublaba sus ojos con una pesadumbre inmensa.

No la perdonaría, pensó, había dado a su primogénito al diablo. No la perdonaría, se repetía una y otra vez. Leena maldijo por lo bajo al conde por haberle hecho creer que perdería también a Cailéan. Ese mal bicho no dejaba títere con cabeza… Sin embargo, no se fiaba. Una cosa solo le daba tranquilidad y era que Susan había seguido su recomendación de quedarse en un segundo plano y no se había acercado.

—No se puede conseguir todo en la vida… ¿Verdad, caraid? —Silencio—. Os daré noticias del niño una vez al año como habíamos convenido. Nada más. Pero si indagáis por vuestra cuenta, o se lo quitáis a la familia que lo ha acogido como a su heredero o primogénito, lo mataré, los mataré a los dos. ¿Entendido?

Ayden temblaba de impotencia. Sí, él había elegido y era un hombre de palabra. ¿Comprendería Leena que no luchase por sus hijos? Ambos estaban a salvo, pero renunciar a uno de ellos… Su corazón lloró. Mientras Sir Strathbogie estuviese vivo sabrían de él. ¿Sería suficiente para ella? Quiso abrazarla de nuevo y consolarla, pero algo entre ellos había cambiado, volvía a estar como al bajar del caballo, como si no lo reconociera… ¿La había perdido después de todo lo que habían luchado?

¡¡¡Noooooo!!!, gritó una voz en su interior.

Todo pasó en unos segundos. La ira se apoderó del mellizo y derribó al malnacido del caballo. No se lo pensó. Rodaron forcejeando por el suelo entre los gritos asustados de Leena. Aunque Ayden tenía físicamente las de perder, el espíritu del oso herido lo invadió y Kenion tuvo que recular sorprendido por la extrema demostración de fuerza. Apenas podía responderle ni a los puños ni a los zarpazos. Ayden lo cogió por el cuello y aprisionó con fuerza hasta dejarlo casi adormecido por la asfixia. No atendía a las súplicas y lloros de ella. No hasta que le gritó con todas sus fuerzas:

—¡¡¡Parad!!! ¡Parad y castigadme a mí! Él le salvó la vida. Él le dio una oportunidad, aunque lejos de mí…, de nosotros… Vendí mi alma al diablo por mantenerlo con vida. Soltadlo, por el amor de Dios, o habremos perdido a Ruari para siempre…

—¿Por qué? —estalló Ayden sin soltarlo, aunque aliviando la fuerza que sus dedos ejercían sobre el cuello del bastardo.

—Porque no tuve otra opción —sollozó la petirroja tapándose unos instantes el rostro—. El sheriff lo habría utilizado como moneda de cambio contra mí, contra Lord John de Eltham y contra los mellizos. Nada sabía de vos, si estabais vivo o muerto… Yo… luché por sobrevivir.

Ayden resopló. ¿Se estaba echando la culpa? ¿Después de todo lo que Leena habría pasado durante esos meses, no solo lo exoneraba a él de no haber podido rescatarla antes, de no haber dado señales de vida, de haberla dejado sola sin pedirle una mísera explicación, sino que también eximía a Kenion…?

Lo soltó, sin importarle que la cabeza de su antiguo vecino golpeara el suelo y fue al encuentro de ella, de su Leena, buscando el consuelo de un hombre herido en sus brazos, porque las peores heridas nunca fueron las del cuerpo, sino las del alma. Ella lo acogió entre hipidos y le acarició los cabellos sudorosos, se los quitó de la frente y lo besó muy cerca de la ceja.

—Di mi palabra… —musitó ella, como necesitando saber que la perdonaba.

Él la miró un instante, devolviendo la expresión de dolor a su rostro, esa que ella supo calmar con otro beso.

—Y yo lo deseé —expuso afligido—. Deseé estar con vos antes de que con dos pequeños desconocidos, por mucha sangre de mi sangre que fuesen.

Ella lloró. ¿Qué decirle? ¿Cómo consolarlo si lo entendía? Él no los había cobijado en su vientre sintiéndolos crecer, no había sentido el desgarro de las entrañas durante el alumbramiento, ni la sensación de pérdida que se sentía después, tampoco el cosquilleo de la leche subiendo por la mama y la cara de gratitud del pequeño al recibirla, el ansia, el hambre de madre… No, él no había vivido eso, mas allí estaba un guerrero como él, implorándole perdón cuando ella era la que había tenido que decidir tan cruda suerte. Ambos volvieron a abrazarse, buscando el necesitado consuelo en el otro. Ruari sería una dura piedra que ambos llevarían siempre en el corazón.

El malnacido fue recuperando la consciencia y las fuerzas progresivamente, en vez de estar enfadado, el muy cabrón sonreía.

—Veo que estar en prisión todo este tiempo os ha sentado de maravilla… —comentó con un quejido y llevándose las manos aún a la garganta.

Leena lo miró confusa.

—¿En prisión, Ayden?

—Mi hermano y yo fuimos acusados de traidores, en realidad, todos mis hombres.

La petirroja había escuchado rumores, pero nada comparable a oírlo de boca de su amado.

—¿Con qué cargos?

—Con los de existir, mismamente —intervino Sir Strathbogie, dando a entender que el motivo real había sido la animadversión a esa familia y poco más.

—No entiendo…

Ambos supieron a qué se refería la joven. Todos sabían cómo acababan los traidores a la patria. Todos tenían en su mente el final del gran Sir William Wallace acusado de rebelión, traición y crimen contra su majestad. Y, aunque ellos habían sido demasiado jóvenes para haber presenciado tal salvajismo, sus padres y sus abuelos se lo habían narrado con tal detalle los hechos que se helaba la sangre y se avinagraban las entrañas.

—Erroll y yo sufrimos meses de torturas en el Castle Rock.

—¿Erroll y vos? —A Leena le dio miedo preguntar por la suerte del resto del grupo y se mordisqueó el labio superior insegura.

—Mi hermano, Leonor y Alex están bien —musitó el oso adivinando sus pensamientos.

—¿Y el resto?

—Murieron de camino a la tierra de los Mackenzie —sentenció con pesar.

—Fue un día de buena caza, es cierto —apuntilló Kenion, limpiándose la sangre del labio.

Ayden reprimió las ganas de volver a estamparle la cabeza contra el suelo y no tener esta vez piedad, mas la mano de ella en su antebrazo lo contuvo.

—Hacedle caso a Lady Stewart, mathan. La vida de Cailéan está aún en mis manos.

Leena se irguió como si acabaran de hincarle una aguja en el trasero y miró hacia donde ese bastardo había echado un par de ojeadas mientras se recomponía su desastrado atuendo tras la paliza recibida. Sintió que las piernas volvían a flaquearle. Ahogó un chillido y se llevó las manos al corazón. Un hombre desconocido y grande como una montaña tenía sujeta por la cintura a Susan, amenazándola con rebanarle el cuello. Estaban semi ocultos al cobijo de los árboles y ella no los había visto hasta ese instante, pensando que la joven estaba con su hijo muy lejos, en la villa y fuera de peligro.

—No seréis capaz… —consiguió pronunciar Leena con un hilo de voz.

El malnacido alzó una ceja e hizo una mueca grotesca, mezcla de risa y sorpresa.

—¿Acaso lo dudáis? Bien me conocéis desde niño…

—También he conocido otro rostro muy diferente en los últimos meses… —replicó ella, apelando a esa mísera parcela que el conde de Atholl había dejado para su conciencia.

—He cumplido con mi parte y he de irme, Leena. Cumplid ahora vos con la vuestra. Tendréis noticias del otro niño a través de mí y solo así. Si os empeñáis en buscarlo, he dado órdenes muy claras de hacerlos desaparecer.

—Maldito bastardo… —dijo Ayden mientras se dirigía a él para intentar cogerlo del cuello de nuevo.

Leena consiguió enlazarlo por la cintura y desde atrás, de no haber sido así, Ayden habría conseguido llegar a Sir Strathbogie antes de que montara en su caballo. Sabía que su amado podría mandarlo al infierno donde nunca debió de haber salido, pues antes había estado sorprendentemente cerca, pero luego, ¿qué? Perderían cualquier rastro de Ruari y ese hombre que sujetaba a Susan podría ensañarse con ella o con Cailéan. No, lo dejarían marchar, que fuera el destino el que le hiciera pagar por todo el mal que había hecho.

Con un solo movimiento de dedos en el aire, la montaña que tenía sujeta a Susan desapareció entre la negrura del bosque y la joven madre corrió al encuentro de su amiga, jurándose a sí misma que no habría día que no buscara a su pequeño petirrojo hasta comprobar que estaba bien con sus propios ojos.

—¿Estáis bien?

Susan asintió, bebiéndose las lágrimas.

—Leena, ese hombre tenía órdenes expresas…

—Tranquila, bancharai70d, ya pasó todo —le dijo Leena sonriéndole, cogiendo a Cailéan en brazos y quitándole importancia al temor que la invadía.

Ayden se quedó unos instantes rezagado, como si su cerebro intentara procesar todo lo vivido esa mañana. Vio cómo su Leena se alejaba presurosa al encuentro de su hijo. ¡Suyo! Así, con mayúsculas, de los dos… El nudo alrededor de su nuez le impedía tragar saliva. Tuvo que sentarse unos instantes sobre el montículo de piedras que había creído fuera la tumba del amor de su vida, de su esperanza.

¡Lo que había llorado a la nada! No se arrepentía, le había servido para dejar toda la sinrazón de esos meses atrás. Dios le había abierto una ventana ante la negrura más infinita, había obrado un milagro y no podía hacer cosa que dar gracias. Leena se encontraba bien, la había sentido en sus brazos, la había besado y era real. Sabía que no se desvanecería, pero tuvo miedo, todo el que no había tenido al enfrentarse a ese bastardo. Se sintió perdido y sin saber qué hacer. ¿Y ahora qué?, se preguntó mientras observaba cómo las mujeres intercambiaban algunas palabras.

—Id con él, Leena. Ahora os necesita más que el niño… —la apremió Susan, viendo que, ese gran oso del que tanto había oído hablar, iba a derrumbarse de un momento a otro.

Leena miró hacia Ayden con Cailéan en los brazos y su sonrisa se iluminó más que un día de sol. Mas no le dejó el bebé a Susan, como esta había previsto, sino que corrió al encuentro de su hombre para mostrárselo.

—Voy a presentaros a vuestro athair71, pequeñín.

Susan prefirió callar su opinión. La siguió de cerca, pues sabía que la pareja tendría que hablar y tendría que hacerlo a solas tarde o temprano. Ya tendrían tiempo de asumir su paternidad o el oso acabaría huyendo a su cueva más raudo que el diablo.

—Ayden…

Él la miró a contraluz. Sonrió al reconocerla e hizo amago de levantarse, pero Leena aprovechó para ponerle al bebé en el regazo. Padre e hijo se miraron muy serios. Ayden no supo qué decir, entreabrió la boca un par de veces y ambas la volvió a cerrar. Temía moverse y que esa cosita regordeta se cayera.

Por su parte, Cailéan lo observaba con ojos curiosos y, pasado el temor inicial, le dedicó unas palmitas y gorjeos más derecho que una vela. Ayden no pudo reprimir el impulso de alzarlo y abrazarlo y fue entonces cuando el niño lloró. Susan fue a cogerlo, pero Leena la frenó con sabiduría.

—Necesitan tiempo para conocerse —le dijo prácticamente con los labios.

Cailéan dio un hipido y su labio inferior tembló con el puchero. Ayden tuvo un primer impulso de devolvérselo a las mujeres, ¡pero qué lo asparan! ¡Era su hijo! ¡Suyo! Agradeció al cielo no haberlo tenido antes en los brazos o la decisión ante el malnacido hubiese sido más difícil. Se acercó a su carita poco a poco, haciéndole ver al pequeño que era inofensivo, hasta que rozó nariz con nariz. Al bebé le hizo gracia y rio contento. Esa risa fresca e inocente curó el corazón de Ayden. No había bálsamo mejor para el alma que tener a su familia consigo.

—Le gustáis.

—¡Claro, soy un gran oso! —exclamó él sonriente y alargando mucho la última palabra para jugar con el pequeño.

Cailéan aplaudió. Definitivamente, habían congeniado a la perfección. No obstante, Susan se interpuso y cogió al pequeño en brazos para sorpresa de ambos.

—Señora, es hora de…

—Sí, claro, Susan —afirmó a la vez que cogía la mano de Ayden entre las suyas—. Nosotros aprovecharemos para hablar mientras tanto si no os importa.

—Por supuesto, señora.

—Y no me llaméis señora.

—Sí, señ… Sí, Leena. No me alejaré.

Susan se sentó a una distancia prudente en unos bancos de piedra del jardín, dándole la espalda a la pareja. Ellos tenían mucho de qué hablar y, bueno, tras más de un año sin verse… ¿Quién le decía que no acabaran…? La joven sonrió al ver, por primera vez en su vida, una historia de amor con final casi feliz, pues solo era cuestión de tiempo que Dios les devolviera a Ruari. ¿Acaso no habían sufrido bastante ya? Se acomodó y le sacó el pecho pesado y henchido al bebé, susurrándole un:

—Es vuestro turno —A lo que Cailéan palmeó agradecido.

Entretanto, Leena se había sentado en el regazo de su amado y dejaba descansar su mejilla en el hombro de él, mientras Ayden la miraba enamorado y con ojos cargados de promesas. Le acariciaba distraído los cabellos, esos con los que había soñado tantas noches, pura lava incandescente, fuente de sus más íntimos deseos. Estaba enamorado, como aquel primer día que la vio corretear por Blair Atholl tras sus hermanos mayores.

El capitán Murray le pasó el índice por el óvalo del rostro… ¡Cuánto tiempo hacía de aquello y, a cada día que pasaba, su amor había crecido y se había afianzado como si eso fuese posible! Una media sonrisa traviesa asomó en su rostro al recordarla tan entregada en aquel valle de flores cuando la hizo suya por primera vez.

De repente, ella se puso seria y lívida como si fuera a desmayarse. Se le escapó de los labios un hipido y refugió su bello rostro en los cabellos de él. ¿Qué le había pasado? ¿Conseguiría él alejar los demonios que le atormentaban? Por su vida que lo haría, solo deseaba una cosa en esta vida y era hacerla feliz.

El recuerdo de no haber podido hacer más por encontrar a Ruari era un duro escollo que probaría su amor siempre, germen de reproches cuando la vida les diera reveses. ¿Estaría por ello así? ¿Conseguiría perdonarlo?, se preguntó con desasosiego. Él rara vez había sentido lo que era el miedo, pero en esos momentos lo sentía, y la abrazó con fuerza.

Leena suspiró y le dio un tímido beso en el cuello como respuesta, aferrándose más al cuerpo de él. Sus pensamientos eran otros muy distintos a los de él. Para ella, Cailéan había sido su fuerza durante todos esos meses. El único que le había hecho no caer en la sinrazón tras perder a su pequeño pelirrojo, pero Ayden…, Ayden era su razón de vivir. Si lo perdía…, si le perdía… No lo soportaría.

—¿Qué os ocurre, ghràidh72? —le preguntó él sin poder reprimir por más tiempo la angustia.

Leena se sentó erguida y lo miró unos instantes a los ojos, para después clavar la mirada en el regazo, conteniendo el llanto. Le pidió que la abrazara de nuevo y él lo hizo sin dilación y tan fuerte como desesperado. La amaba, era su siervo, su amo y su señor. Nada ni nadie los separaría esta vez, se juró, ni siquiera el recuerdo de su propio hijo.

—¡Cuánto recé por vos, mo mathan73…, cuánto! —sollozó ella.

Lo necesitaba, más que respirar, más que el sol, más que seguir viviendo. Necesitaba sentirse protegida, necesitaba el calor de su cuerpo y prender de nuevo su corazón. Él, temeroso de que se derrumbara, de que llegara esa fatídica parte en la que ambos se separarían para siempre, agotados de luchar, le imploró que lo mirara de nuevo a los ojos.

—He vuelto, mo ghrà. Ni el infierno pudo alejarme de vos, pues solo vuestro recuerdo daba luz a mis noches y esperanza a mis días…

Sin embargo, las palabras de Ayden no tuvieron el efecto deseado o él no lo percibió así, pues Leena comenzó a llorar entre hipidos. El joven sintió tal terror al ver su expresión, tanto que se aferró a ella con temor a que fuera un fantasma y se desvaneciera. ¿Qué le había dicho que la había disgustado tanto? ¿Era real? ¿Lo era? Llegó a dudarlo y para comprobar que no era un espejismo como antesala de la muerte la apretó contra su pecho hasta el quejido.

—Sois real…

—¡Claro que lo soy! —le contestó ella entre hipidos y una leve risita, dejándole entrever en sus ojos lo enamorada que estaba.

¡Cuánto la quería! Solo así él la soltó levemente, con sus ojos verdes más claros que nunca. «Ella está aquí y es tan real como la brisa que hace ondear sus cabellos», pensó mientras se le escapaba un suspiro.

—¿Seremos capaces de volver al punto dónde lo dejamos? —le preguntó ella aún con un mohín lastimero en el semblante.

—¿Por qué no empezar en este…?

Ella volvió a lloriquear como aquella niña de largas trenzas que recordaba sobre su regazo, él le secó las mejillas a besos, susurrándole palabras de amor.

—¿Qué os reconcome el alma, mo bhean 's mo ghràidh74?

—Vuestra esposa…

Ayden arqueó la ceja, intentando averiguar cuál era el verdadero problema al que se enfrentaba. ¿Por qué esa cara? ¿Acaso ella no deseaba serlo?

—Sí, siempre os he considerado mi mujer y no deseo otra cosa que haceros mi esposa y formalizarlo ante los ojos de Dios y de los hombres.

Leena lo miró con sus ojos ambarinos y brillantes. Las palabras de él, de tan hermosas, caían como estrellas en un lago, impermeables, pues la congoja que tenía no le hacía disfrutarlas. Le estaba pidiendo desposarla y ella…

—No puedo, Ayden. No soy digna de ser vuestra esposa —musitó apenas.

Él la giró en su regazo para tenerla frente a frente. No admitiría un «no» como respuesta, no sabiendo que lo amaba y después de todo lo que ambos habían luchado por estar juntos. Ayden le mostró un rostro desconocido para ella hasta entonces, en él había enojo, fiereza y unas particulares ganas de darle unos azotes por decir tonterías. Ella se mordisqueó el labio nerviosa y eso terminó de encenderle el ánimo. Ayden chasqueó la lengua y miró hacia otro lado. La petirroja lo desarmaba con un solo gesto. ¡Pardiez! Mejor dejaría a un lado la posibilidad de darle una azotaina, pues ya estaba lo suficientemente excitado. Solo pensar en sus posaderas redonditas y al alcance de su mano…

—¡Por supuesto que sois digna y que seréis mi esposa! ¡Faltaría más! —exclamó con vehemencia y haciendo un lado su hambre de ella—. ¿Acaso no os lo he demostrado desde siempre?

Las lágrimas de ella volvieron a rodar por sus mejillas entre hipidos. ¿Qué le pasaba y cómo consolarla? Él no era bueno con las palabras como Erroll, pero intentaría convencerla por las buenas o se juró que se la echaría al hombro y la secuestraría en el peor de los casos.

—Sois la única mujer con la que he soñado desde que tengo uso de razón, que me ha robado el aliento incluso cuando dormía… Sois mi bella petirroja, dueña de mis pensamientos, de mi cuerpo y de mi alma. Si no sois vos, no será nadie.

—Soy la madre de vuestros hijos…

Él sonrió, creyendo que se auto-convencía, pero fue justo lo contrario. ¿Qué demonios temía? Fuera lo que fuera se enfrentaría a él, habían superado la muerte y las torturas… Vencerían.

—Sí, esa sois, mo beatha75.

—No… —negó ella con pesadumbre e intentando zafarse de su abrazo.

Él la atrajo hacia su cuerpo de nuevo.

—Ayden, por favor… —le susurró y él dejó de forcejear, mirándola incrédulo—. ¿Podréis vivir con eso?

¿Eso? ¿Eso, qué era «eso»? ¡Santo Cielo! Él frunció el ceño y puso expresión de no entender. ¿Por qué derroteros terminaría saliendo la conversación?, se preguntó frotándose la cara con ambas manos un instante y tomando todo el aire que sus pulmones permitían. Estaba ansioso por saberlo, pues era la única forma de hacerle frente a los miedos de ella, a sus propios miedos. Sin embargo, fue su conciencia la que habló.

—¿Con un hombre que no ha sido capaz de devolveos a vuestros dos hijos? ¿De ahorraos tantas penurias? ¿A «eso» os referís? —le preguntó él con un matiz de reproche.

Leena lo abrazó entre sollozos.

—No, Ayden. No es por vos.

Ayden capturó una lágrima solitaria en su mejilla y la acarició humedeciendo algunas de sus pecas.

—¿Entonces?

—¿Seréis capaz de perdonarme? ¿Seréis capaz de perdonar a la madre que ha entregado a uno de vuestros hijos para sobrevivir?

Era «eso»… Ayden no demoró su respuesta. Tenía que eximirla de culpa, de consolar la pérdida de su hijo asegurándole que no cejarían en buscarlo nunca. Tenía que ser el hombre que ella necesitaba que fuera, por los dos…, por los tres…, por todos.

—Lo habrían matado, mi dulce Leena, a él o a Cailéan. ¿Acaso entregar al pequeño no fue la única opción que tuvisteis para asegurar que siguiera viviendo?

Ella asintió gimoteando y Ayden le susurró un: «él vive gracias a vos», sin dejarle de acariciar el pelo y quitarle las lágrimas que humedecían su bello rostro.

—¿Acaso tuve yo elección entre escogeros a vos o a ellos?

Ella negó con la cabeza y se quedó pensativa mirando el castillo de Guildford. Se estremeció. De pronto, susurró un nombre.

—Ruari.

—¿Uhm?

—Vuestro primogénito se llama Ruari.

—Mi primogénito… —repitió él pensativo.

—¿Volveremos a verlo algún día?

—Dios es justo, así lo dispondrá. Debemos tener fe, ghràidh.

Ella sonrió y lo abrazó con fuerza. ¡Sería una buena osa, de pajarillo solo le quedaría el apelativo! Sonrió. La confesión de sus pecados y el énfasis puesto en el abrazo hicieron que ambos corazones se aceleraran sin remedio. Ella lo miró un instante, sonrojada, y él suspiró con tal de no saquearle la boca como un bestia.

—Os he añorado cada día desde que nos despedimos en Blair Atholl —le susurró ella enamorada, dejando que se mezclaran sus cálidos alientos.

La bestia aguantó la respiración unos segundos antes de responderle a su amada:

—Cada día y cada noche, mo ghrà.

Leena le dio un suave beso en los labios. Su contacto efímero solo había hecho más patente el hambre que arrastraba de ella. Gruñía por pura ansia de poseerla… La admiró lobuno y ella le reprendió con la mirada, como solo una madre sabía hacerlo. Ayden puso los ojos en blanco y se carcajeó, mientras levantaba ambas manos en alto a modo de rendición.

—¿Qué? —preguntó ella sin terminar de entender.

—Este oso se rinde ante vuestros pies, mo baintighearna.

Una sonrisa de satisfacción asomó a su bello rostro. Amaba esa forma peculiar que tenía de adorarla sin caer en la pedantería ni en las florituras vanas. Lo que le decía, sabía que salía puro de su corazón. Le siguió las facciones con las yemas de los dedos, dejando honda huella en el corazón de él.

—¡Se parecen tanto a vos!

—¿Sí?

—En la forma de los ojos, la nariz…

Él se rio.

—¡Son niños! ¿Cómo podéis verle parecido?

—Lo tienen, fijaos bien. Era como tener dos Ayden en miniatura en mis brazos y demandando leche y mimos.

—Ruari… —Apenas era capaz Ayden de pronunciar el nombre de su primogénito sin que le temblara la voz.

—¡Ruari es tan parecido a Cailéan y a la vez tan diferente! Como si ambos fueran una misma gota de agua… Solo es posible diferenciarlos por el color de pelo.

—¿Es pelirrojo como vos?

Ella volvió a asentir, pero sin lágrimas en los ojos, soltando todo el aire que llevaba dentro lentamente. Él la abrazó. Leena, su Leena, estaba de vuelta, lo sabía… ahora sí.

—Tuvo que ser una elección muy difícil para vos.

—Sí, pero un pelirrojo siempre llamaría más la atención en una familia inglesa y quizás, solo quizás, algún día se preguntara quién es él en realidad y de dónde procede.

—¿Por eso lo elegisteis a él?

Leena volvió a asentir.

—Por eso y porque era el más fuerte de los dos. Margaret lo cuidará por mí. Sé que le enseñará a no odiar a los escoceses…

—¿Margaret?

—Era una reclusa. Se encariñó con Ruari, a pesar de que al principio me odiaba solo por lo que mi pelo y yo representábamos.

—¿Cómo se lo dejasteis a ella entonces, mo beatha? —le preguntó angustiado.

—Porque sé que daría su vida por el niño y es lo suficiente sassenach para no levantar sospechas. Nuestros comienzos fueron difíciles, pero sé que me tomó aprecio al final.

—¿Os lo dijo?

—A su manera, pero estoy tranquila porque es aquí donde lo siento —dijo tomando la mano de su amado y llevándosela a su corazón, sonrojándose al notarla cálida en su pecho.

Ayden la abrazó.

—Algún día, volverá a nosotros, señ… Leena —interrumpió Susan, dándole el bebé a su madre y haciéndole una pequeña genuflexión a Ayden—. Milord…

—No soy ningún Milord, baintighearna. Mi nombre es Ayden y, si no escucho mal, por ahí vienen mi hermano, el vuestro —dijo mirando a Leena y viendo cómo la nueva la sorprendía felizmente—, Erroll y una gata.

—¿Y una gata, Milord? —le preguntó la joven extrañada porque hubiesen venido con animal de compañía.

—Sí, de nombre Catherine. Y, por cierto, el vuestro es…

—Susan.

—Gracias, Susan, por cuidar de mi mujer durante todo este tiempo y… de mi hijo.

—No es nada, Milord, digo…, Ayden.

—¿Tenéis dónde ir, Susan?

Ella miró a Leena y dudó qué decir. En realidad, no tenía a nadie, pero irse a Escocia, a una Escocia en guerra, y rodeada de desconocidos… Siempre le quedaba la otra opción, pensó tocándose el vientre, la que tantas veces había rondado su cabeza esos días y que en esos momentos veía más lejana que nunca al ver a la pareja reunida y que la felicidad era posible.

—¡Como para hacer una emboscada, càraidean! —gritó Ayden y el murmullo de los que se acercaban cesó de repente para dar paso a un tropel precipitado.

Susan se fijó en los hombres y en la mujer que llegaban, pero sobre todo en ellos. ¡Menudos ejemplares! Si esos eran los que le esperaban en Escocia, iba a darse la oportunidad de intentarlo. Acarició temerosa el zurrón de hierbas que colgaba de su falda. Nunca las había usado, siempre había pensado que un hijo era una bendición. ¿Y si no funcionaban? Si no lo hacían, sería solo porque el destino no estaba de su lado y volvería a la madre tierra donde no debió salir. Una oportunidad, deseó al cielo.

Los recién llegados se habían quedado sin habla y boqueaban como salmones recién pescados del río. El primero en reaccionar fue un hombre de gran parecido a Ayden y grande como una montaña. Susan dio un paso atrás temerosa y él le dedicó una sonrisa rápida antes de centrarse en la pareja y en el bebé:

—Maldito bribón, ¿habéis invocado al diablo? —le espetó a la vez que abrazaba a Leena con afecto y acariciaba la mejilla del bebé.

—Algo así, bràthair

—¡Leena, mo piuthar! —gritó uno de ellos y arrollando al primero, palpando a la Stewart sin creerse que estuviera presente y en carne y hueso—. ¿Estáis bien?

—Estaría mejor si no me apretarais hasta el punto de la asfixia, Darren —intentó bromear ella.

Cailéan empezó a llorar y Susan lo cogió en brazos para consolarlo. Los recién llegados miraron por instinto alrededor, buscando un segundo niño. Ayden hizo las presentaciones con un nudo en la garganta para que Susan supiera de quiénes se trataban:

—Ellos son Neall, mi hermano; Darren, el suyo; Erroll y Catherine —explicó señalando a cada uno—. Esta es Susan y, el pequeño, Cailéan.

Neall no se atrevió a preguntar, pero la prudencia de Darren siempre había brillado por su ausencia en los momentos claves.

—¿Y el otro?

—Ruari no está con nosotros —sentenció Leena muy seria, cogiendo la mano de Ayden y buscando su apoyo. Él asintió, respondiéndole con dulzura el gesto.

Con esa afirmación, nadie de los presentes dudaría que el pequeño había fallecido por alguna causa y evitarían muchas preguntas de cara a un futuro. Si conseguían saber el paradero de Ruari y traerlo de vuelta, ya darían todas las explicaciones pertinentes. Entre tanto, evitar un enfrentamiento con el conde de Atholl era fundamental si no querían perderle la pista al pequeño.

—Lo sentimos mucho… Nosotros…

—Lo sabemos, Erroll.

Neall se dirigió a Susan y esta dio un paso atrás.

—No tengáis miedo de él, Susan —prorrumpió Erroll—. No muerde.

—Y tampoco lo hará si aprecia seguir teniendo en su sitio sus…

La mirada reprobadora de Neall acalló a Darren y Erroll le dio un pescozón por metepatas.

—Veo que habéis estado entretenido, bráthair —le dijo risueño Ayden.

—No lo sabéis bien —le contestó el menor de los Murray, guiñándole un ojo a su hermano y pidiéndole permiso con una de sus sonrisas con hoyuelo a la sassenach para que le dejara coger a Cailéan.

El pequeñín le sonrió como si lo conociera de toda la vida y palmeó al verse tan alto.

—Le gustáis —afirmó Leena, dejándose abrazar en el regazo de Ayden.

—Claro que sí, soy su tío. ¿Cómo no le iba a gustar? —se jactó Neall con orgullo, mientras miraba embobado al pequeño—. ¡Se os parece, Ayden!

—¿Qué sabréis vos? ¡Si sois el pequeño! —murmuró este.

—Sí. ¿Verdad que sí, Leena? —preguntó buscando el apoyo de la petirroja.

Ella asintió sonriente.

—No podíais haber elegido mejor el nombre —se carcajeó Neall, haciendo que el «gran» oso se azorara.

—Dejadme probar —interrumpió Darren, aunque el intento de coger al pequeño se quedó en eso, en un intento, pues fue acercarse y Cailéan comenzar a llorar, aferrándose con fuerza al cotun de Neall.

Erroll se acercó y se lo quitó a Neall como si tal cosa. El pequeño palmeó y jugueteó con el pañuelo que el irlandés llevaba anudado al cuello y estratégicamente colocado para evitar que le preguntaran por las marcas que le había dejado cierta gata la noche anterior.

—¿Qué le pasa a este niño? —bramó Darren al ver que, en cuanto se acercaba, Cailéan hacía pucheros.

—Paciencia, Darren. Es pequeño, pero no tonto.

—¿Qué queréis decir con eso, estúpido irlandés?

—Que sabe a quién arrimarse. Eso es todo, señor suspicaz.

—Suspicaz vais a encontrar mi puño en vuestra boca.

—Haya paz —medió Leena, levantándose de su cómodo asiento y dándole la mano a Ayden para no perderlo de vista—. Avanza el día y tendremos que buscar algún sitio donde pasar la noche.

Ayden entrecerró los ojos y se humedeció los labios. Neall se cruzó de brazos y miró hacia otro lado, rogando que los otros dos gallitos no se hubiesen dado cuenta. Sobre todo Darren, que andaba como un lobo amarrado a una estaca y continuamente sacando uñas. Seguro que ponía inconveniente a que la pareja pasara la noche en la misma habitación a pesar de tener un niño en el mundo. Se mordió la lengua al recordar a su otro sobrino, al que jamás conocerían y alabó la fortaleza de su hermano y su futura cuñada.

Dejaron todo listo antes de marcharse y borrar cualquier vestigio del paso de los escoceses por allí. No tardarían mucho en averiguar lo que había pasado en Guildford y estallaría un auténtico polvorín. Tuvieron la precaución de enterrar a dos de las reclusas del jardín bajo las piedras y con los nombres de Leena y Susan, pero si alguien se aventuraba a exhumar los cadáveres y reconocieran que no eran ellas…

Catherine aconsejó hacer noche en Aoltone. Todas las villas alrededor de la capital eran bien conocidas por su activo comercio. Susan alabó la elección pues, aunque hubiese más presencia de soldados controlando que las transacciones y acuerdos fueran justos para ambas partes y no hubiese peleas, ir solo por caminos poco transitados sumaba el hándicap de perderse, de ser emboscados y de encontrarse algún retén real mayor en busca de insurrectos.

El grupo emprendió el camino a buen trote. Cuanto antes se alejaran de ese lugar maldito y de la capital del reino, más oportunidades tendrían de sobrevivir y regresar a Escocia. Sin embargo, los caminos eran un hervidero de asaltantes y tuvieron que emplearse a fondo para no caer en manos de indeseables.

Ya en la villa, encontraron alojamiento tras visitar varias tabernas completas y los hombres hicieron uso de sus salvoconductos por primera vez ante el posadero.

—No quiero problemas. Cada hombre que duerma con su mujer y el que despunta tiene sitio en el granero. Las habitaciones son pequeñas, pero limpias. No encontrarán nada mejor en sábado.

Era cierto. La maldita coincidencia de que fuera sábado y estuviesen en feria. Neall miró a Darren y Susan con preocupación. No podían dejarla sola y menos con el pequeño, tampoco podían montar guardia en su puerta sin levantar suspicacias. ¿Qué podían hacer? No les quedaba otra que alojarse uno de los dos con ella durante la noche. Rezó porque al pelirrojo no se le ocurriera seducirla… Sin embargo, Darren se acercó al posadero y, sin mediar palabra con el resto, le preguntó con un perfecto acento inglés:

—¿Me indicáis dónde está el granero?

Neall lo miró sorprendido y lo acompañó a la puerta de salida tras haber obtenido las señas.

—¿Estáis seguro?

—Por supuesto, para mí sería una tortura compartir estancia con esa beldad y no echarle mano a lo que tiene bajo la túnica.

Neall alzó la ceja y miró instintivamente hacia donde estaban todos. Darren puso los ojos en blanco. ¿Tan enamorado estaba de la morenita que ni se había fijado en Susan? ¡Por el amor de Dios!

—¿La habéis visto?

—Sí, claro que sí —replicó Neall un poco azorado.

—Indudablemente, estará más segura con vos.

Neall respiró hondo y puso cara de implorar que no le dejara ese mal trago. Si Leonor se enteraba de que había compartido alcoba con otra mujer… ¡Maldito pelirrojo del demonio! ¡Le tenía mucho apego a cada parte de su cuerpo! Exhaló el aire y apeló a toda su buena voluntad. No podía dejar a la mujer sola sin protección y, mucho menos, cuando se hacía cargo de amamantar a su sobrino.

—Mejor no pensarlo —dijo en voz alta afligido y Darren se carcajeó.

Caraid, tenéis el cielo ganado…

Se acercó al resto del grupo con cara de pocos amigos y con el dedo amenazante. Erroll se rio de su estado de nervios:

—No es para tanto, caraid.

—Guardaos el «caraid» donde os quepa —masculló Neall irritado.

Erroll se sorprendió ante su respuesta, aunque solo hizo falta echarle un leve vistazo a Susan para darse cuenta de que lo que le había caído a su amigo era una penitencia.

—Haya paz —medió Ayden y antes de que la propia Susan interviniera.

—No os preocupéis por mí, estaré bien en el granero. Cailéan y yo no echaremos en falta nada. Decídselo a su cuñado.

Todos la miraron como si le hubiesen salido escamas o una segunda cabeza.

—Dejad al pelirrojo que se lo coman las chinches. Vos venís conmigo —expuso Neall algo más convencido y guiándola por el antebrazo.

Ni Ayden ni Erroll fueron capaces de decir nada al respecto. Susan miró un par de veces hacia atrás a Leena, como pidiéndole consejo y ella la tranquilizó con un gesto. Susan miró a su apuesto acompañante y agradeció que la sostuviera en cierto modo o el niño se le escurriría, pues sentía cómo las rodillas le flaqueaban. Ninguno había caído en la cuenta de que podían haberle dicho al entrometido del tabernero que no eran pareja, pero eso hubiese sido quitarle la oportunidad a Catherine de despedirse de Erroll.

La noche se avecinaba fría y larga para estar tan cerca de la onomástica de San Miguel. El irlandés atrajo hacia su boca a Catherine sin ningún disimulo y ella ronroneó entregada ante un beso voraz y sin tregua. Leena los miró boquiabierta y sonrojada. Nunca había visto a nadie en público darse ese tipo de invitación. ¡Y cómo enardecía el ambiente! Se abanicó con la mano y Ayden contuvo la sonrisa en los labios. ¿Se despedían… o no? Realmente la pregunta era si se darían cuenta o terminarían sofocando sus ansias en el angosto pasillo.

Leena dio un paso hacia la que sería su habitación. Desde luego, ya tendría tiempo de preguntarle a Erroll por la joven en cuestión. ¿Habría asentado por fin la cabeza? Por lo poco que había conocido a la gata, parecía justo la mujer que necesitaba el irlandés.

Ayden la siguió de cerca, deseoso y a la vez con cierto temor. Las expectativas tras más de un año del uno sin el otro eran altas y rogaba a Dios que las torturas del alma no le pasaran factura en una noche como esa, sino que se disiparan como la bruma de la mañana con el nacimiento del sol. Esa era su noche, su primera noche, la primera de muchas, de toda una vida juntos.

Agradeció a su hermano la oportunidad brindada, pues sabía lo difícil que estaría siendo para él estar de duermevela con esa joven. Le debía algo así como la vida por lo que estaba haciendo. No solo por esa noche en sí, sino por todo, por acompañarlo en tamaña empresa, dejando a su propia mujer por ser su apoyo… ¿Cómo podría agradecérselo? Lo pensaría, mas ¡que lo asparan! No renunciaría a una noche con Leena ni por todo el oro del mundo. Apartó a Neall de sus pensamientos, agarró a su petirroja por la cintura y la condujo al nido, cerrando la puerta tras de sí.

Sí, la noche se avecinaba fría y larga. Bendito fuera Dios.

La jaula del petirrojo
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