CAPÍTULO 36

HERMANAS CLARISAS

 

 

Sevilla, España, finales de octubre de 1335.

 

Se habían pasado más de un mes buscando a Isabel sin resultado alguno. Un mes… ¡por los clavos de Nuestro Señor Jesucristo! Un mes, donde su padre, Alex y ella habían escarbado hasta debajo de las piedras para no saber de su hermana más que no estaba junto a ellos. Para colmo, no había habido día que no se presentara Don Alonso a saber nuevas sobre el paradero de Isabel, para mostrar su frustración, su arrepentimiento y dejarle claro al escocés que seguiría luchando por ella. Cuando ya habían perdido la esperanza de volver a verla, la carta de la Madre Superiora del Convento de las Hermanas Clarisas los había cogido de imprevisto.

El joven mensajero les sonrió y alzó la mano para recibir su moneda. Miró a Ruy con ojos traviesos e invitadores y Leonor los dejó marchar juntos a la plaza para que jugaran. La joven miró el lacre con disgusto. Habían ido al dichoso convento hasta en tres ocasiones y las tres les habían cerrado la puerta sin darles más explicación que el silencio. Rasgó el lacre con furia. ¿Acaso las monjas no seguían los Diez Mandamientos? ¡Claro! ¡Y de ahí el silencio! ¡Serán…!, exclamó para sí enfadada.

¿Qué hacía su hermana de postulanta en un convento? ¿Se había vuelto loca? Miró a Alex interrogante y sin querer regañarle más. El rostro del joven Mackenzie era la viva imagen de una tragedia griega. La nuez temblaba en su garganta y sus fuertes manos se agarraban al borde de la mesa tan blancas como requesón recién hecho.

Leonor le colocó la mano en su hombro para reconfortarlo, pero su contacto fue el acicate para que el joven capitán escocés saliera apresuradamente de la sala y de la casa.

—Dadle tiempo. Volverá.

—¿Mackenzie o vuestra hermana?

—Isabel, padre. Alex solo ha ido a meter la cabeza en el abrevadero más cercano y a gritar alguna palabra malsonante en gaélico.

Don Juan sonrió con tristeza.

—No os preocupéis, la convenceremos. Es tiempo de que vuelva a casa.

—¿Y si prefiere quedarse allí? —preguntó Don Juan con la voz estrangulada.

 

 

Alex se sentía ridículo con las vestiduras eclesiásticas, pero si quería colarse en ese convento, si quería marcharse a Escocia con la conciencia tranquila de que lo había intentado absolutamente todo con ella, debía hacerlo.

—¡Estaos quieto, insensato! Y guardad vuestra claymore a buen recaudo si no queréis tener problemas con la ley…

—No voy armado… —comenzó a decir Mackenzie, cayendo en la cuenta de a lo que realmente se refería su señora. Picarón, clavó su mirada en ella con una sonrisa torcida.

Ella susurró a la vez que le guiñaba el ojo:

—Lo sé.

Leonor le devolvió la mirada y le hizo burla. A continuación, se puso de puntillas para anudarle al cuello la vestidura talar de lana blanca con el escapulario. No podían arriesgarse a que se le cayera el capucha y vieran que no estaba tonsurado. Para terminar, le colocó la cogulla y él respiró tranquilo.

Pero el rostro del muchacho estaba pétreo y tenía un ligero velo húmedo en su piel. No quedaba nada del ligero bronceado que había cogido durante el tiempo que llevaba en Sevilla, sobre todo en ese último mes, en el cual ambos habían cabalgado mucho en busca de alguna pista.

—¡Oh, vamos! ¡Cambiad esa cara! —exclamó Leonor con enojo, pues no le gustaba verlo tan apesadumbrado—. Si fuerais un cartujo de verdad hasta yo querría estar encerrada en vuestra celda e ingresar en vuestro convento, o mejor aún, os obligaría a tomar el status familiar.

Alex abrió mucho los ojos y luego los entrecerró. No sabía si eso era bueno o malo… Últimamente, Leonor le decía ese tipo de comentarios sin pensarlos antes y él acababa echándose cubos de agua helada del pozo para aliviar su quemazón. Sabía que la española amaba a Neall, pero ¡que lo asparan! Si su adalid no llegaba pronto, el día que lo pillara no lo dejaba vivo. Sonrió. ¿Serían las dos hermanas tan fogosas? Tragó saliva y suspiró. No era momento de desenvainar «su claymore». Cerró los ojos y se concentró en lo que Leonor le había dicho que debía hacer al llegar allí.

Se habían tenido que conformar con el hábito donado de un viejo hermano cartujo, pues había poco tiempo para buscar otras ropas o mejor plan. Este tipo de monje no era exactamente un sacerdote al uso, pues no hacían sus votos solemnes de por vida, como bien le había explicado Don Juan. También le había dicho que tendría poco tiempo para convencerla, ya que a los cartujos solo se les tenían permitido salir fuera del monasterio los lunes durante tres horas a dar un paseo y solo podían charlar en ese tiempo.

—¿Y si no la encuentro o se niega a hablarme?

—Confío en que sabréis hacerla entrar en razón y si no queda otra…

Alex miró a Don Juan sin terminar de entender a qué se refería y miró a Leonor en busca de ayuda. Ella carraspeó y, colocándose la mano en el vientre, se sentó con aire cansado.

—Lo que mi padre quiere decir es que la saquéis de allí como sea, Alex. Nosotros tenemos prohibido el acceso a los jardines o verla si no es ella la que convoca la cita.

—¿Y no sospecharán de mí?

—Hijo, por extraño que parezca, los conventos femeninos reciben bastantes visitas de otras órdenes monásticas. Solo tendréis que argüir que es vuestra prima y que deseáis darle vuestra bendición a su postulado.

—¿Sin más?

Don Juan de Ayala asintió y continuó:

—Solo deberéis estar muy atento a cualquier mirada o a cualquier murmullo a vuestra espalda. Si os encontráis con algún cartujo visitando a algún familiar, y este no os reconoce como hermano de su orden, dará la voz de alarma sin dilación. Deberéis llevar bajo la túnica vuestra espada, por si acaso.

Alex miró cómo asentía Leonor. Se sentía confuso, casi tanto como llevando esos ropajes de clérigo.

—¿Acaso no son gente de paz? —preguntó tras colocarse por cuarta vez el capuchón.

—El Convento de las Hermanas Clarisas pertenece a la Orden de Calatrava…

—He oído hablar de ellos —interrumpió el escocés a Don Juan, con un brillo de admiración en sus ojos—. Esos caballeros cistercienses son considerados grandes guerreros en Tierra Santa y en todo el orbe cristiano.

—Sí, más bélicos que santos para ser hombres que han encomendado su alma a Dios —añadió Leonor con retintín mientras se tomaba un sorbito de vino dulce.

Don Juan recriminó con la mirada a su hija y siguió aleccionando al capitán Mackenzie. Si algo bueno habían conseguido con la escapada de Isabel era que ambos hombres habían logrado limar asperezas por el bien común, dándose la oportunidad de conocerse. Leonor diría incluso que, ante la opción de elegir esposo para su hermana, Don Juan elegiría al joven escocés antes que al ricohombre castellano por segunda vez en su vida.

—Los reconocerás por su capa y una cruz griega roja con flores de lis en las puntas, aunque he visto aún a algunos presentarse ante nuestro rey Don Alfonso con ambas insignias. No temáis. Ellos no tienen por qué saber que no sois un simple monje salvo que os cojan en falta.

El tono con el que Don Juan de Ayala dijo esto último hizo reír a Leonor. Ambos hombres la miraron intrigados, aunque bien sabían a qué falta se referían conociendo el currículo de picaflor que arrastraba Mackenzie.

—En ese caso —agregó Leonor con socarronería—, mi querido capitán tendrá que explicarles quién es.

Alex se cuadró. ¿Acaso le estaban intentando decir que, si las cosas se ponían feas, no dudara en levantar su espada contra esos hombres y mujeres de Dios? No había pensado en que Isabel se le resistiera, aunque si quería ingresar en un convento y no había dado señales de vida en un mes, debería empezar a pensar en la opción de llevársela a rastras si fuera preciso. Solo por recuperarla se levantaría en armas contra el mismísimo rey. Solo por ella mandaría su alma al infierno sin vuelta atrás y las veces que hiciese falta.

—De acuerdo.

Se dirigieron al convento sorteando callejuelas sucias y huertas. El palacio de Fadrique se erigía soberbio entre los jardines y casas colindantes que formaban parte del recinto. Era el enclave ideal para la comunidad de monjas clarisas desde que Don Sancho IV el Bravo hiciese su donación para que se construyera allí el monasterio. Las monjas gozaban de gran libertad cerca de los límites de la muralla y al amparo de la corona castellana.

Cuando ya faltaba poco para llegar, Leonor se puso enfrente de su amigo y le chistó:

—¿Nervioso?

Alex asintió y musitó:

Lionar bearn mór le clachan beaga80.

—Ojalá tengáis razón, càraid. No os preocupéis, ¿de acuerdo? Después de todo lo que habéis vivido y por lo que habéis luchado esto es coser y cantar.

—¿Lo dice la que no sabe hacer ni lo uno ni lo otro?

Leonor se sonrojó de primeras y después le dio por reír. Don Juan había llamado a la aldaba de la puerta del convento y esperaba que le abrieran. Por cómo se restallaba los nudillos, el castellano estaba casi tan nervioso como ellos.

—Exacto —replicó Leonor cuando consiguió dejar de reír, colocándole el capuchón convenientemente y atusándole la tela recia a la altura de los hombros—. Solo os pido que tengáis paciencia y despleguéis vuestra mejor arma.

Alex Mackenzie dispuso el cinto que sujetaba la espada con extraordinario disimulo y de tal forma que no se viera ni cayera, después miró a ambos lados de la calle y casas, por si alguien se había percatado del movimiento. Ella volvió a sonreír.

—¡No me refería a esa arma! —exclamó jovial.

El escocés alzó una ceja y ella tragó saliva. ¡Estaba condenadamente atractivo hasta con hábito! ¿Cómo lo hacía? Leonor invocó todas las imágenes más repugnantes de su existencia para no ponerse colorada como una amapola. Alex mejoraba con el tiempo como el buen vino y deseó que su hermana fuera lo suficientemente lista como para no dejarlo escapar. La atracción entre ellos era un secreto a voces. El que ella se hubiese refugiado en el único sitio donde ningún hombre pudiera encontrarla era revelador. Ambos tenían que aclarar lo que había pasado en el baile, abrir sus corazones y dejarse llevar. Solo era cuestión de tiempo que ambos se dieran cuenta de que habían nacido el uno para el otro.

La puerta se abrió con un chirrido espeluznante. ¡Esas monjas deberían engrasar los goznes, por Dios bendito! ¡Como para entrar en plena noche sin querer ser vistos!, pensó Leonor tapándose los oídos. Quizás hasta lo hicieran por eso, para evitar habladurías y malos entendidos con los vecinos. No eran monjas de clausura, sino una orden mendicante, y vivían con holgura para los tiempos de infortunio de la época gracias a que las huertas circundantes, el palacio y la torre del infante habían pasado a ser cedidas al convento de religiosas franciscanas en 1277.

Los tres pasaron a un recibidor lúgubre, húmedo y austero, tanto, que solo una sobria pila de agua bendita de mármol tosco y sin ningún labrado era su único ornamento. La monja que les había abierto la puerta era novicia. Leonor lo supo no solo por el atuendo, que era diferente al de otras monjas clarisas que conocía, sino también por la actitud de la muchacha al ver que con ellos entraba un cartujo desconocido y grande como una montaña. En un principio titubeó si dejarlo o no entrar, pero nada más ver el rostro de Mackenzie le dio paso y le preguntó su nombre.

—Alejandro —le dijo él con su habitual y deslumbrante sonrisa.

Leonor puso los ojos en blanco. Si desplegaba sus armas demasiado pronto, el muy bribón terminaría con una cohorte de monjas a sus pies más dispuestas que las mujeres del harén de Yusuf I, rey nazarí de Granada. Don Juan y Leonor disimularon sus pensamientos yendo a persignarse con el agua bendita.

—Bienvenido, hermano. Es la primera vez que venís a visitarnos… ¿Qué se os ofrece?

«Y espero que sea la última», pensó él sin decir nada de primeras, pero al ver que la joven no le quitaba la vista de encima, respondió:

—Sí, me han dicho que las huertas y jardines de este convento son un refugio para el espíritu.

—Pues espero verlo por aquí cada lunes, siempre agradecemos las visitas de otros hermanos de oración —añadió ella iluminando su semblante como si fuese una aparición mariana.

«¡Y tanto!», musitó en voz queda Leonor desde el otro lado de la estancia ganándose un pellizco disimulado de su padre en el antebrazo, además de una mirada que le impelía prudencia.

—Os diré por dónde están los jardines, si me lo permitís —añadió ignorando a los seglares—. ¿Nos acompañará al Ángelus?

—Otro día.

—Por supuesto, acompáñadme hermano Alejandro, por aquí.

Apenas se habían ido la novicia y Alex hacia los jardines, cuando apareció la madre superiora para recibir a Don Juan y a Leonor con semblante serio.

—Los estábamos esperando —expuso con sequedad y clavando los ojos en la oronda tripa de la joven, le preguntó—. ¿No la acompaña su esposo, señora? ¿O sois vos la oveja descarriada de la que todo el mundo habla?

Leonor se envaró y mordió la lengua para no soltarle un improperio a esa bruja disfrazada de santa y su padre habló por ella para no empeorar más la situación:

Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó —parafraseó Don Juan la parabola del hijo pródigo.

—Bien conozco las escrituras, Don Juan.

—Pues entonces deberíais saber que, cuando el hijo admitió ante el padre que había pecado contra el cielo y contra él, llamándose indigno, el padre les dijo a sus siervos que sacaran su mejor vestido y adornos, organizando una fiesta por su llegada.

—No es el caso.

—¿No? Porque mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.

—Sé lo que os ha hecho sufrir esta joven, amigo mío, y no solo a vos, me temo.

¿A quién más se refería si podía saberse?, se preguntó Leonor malhumorada. Además, ¿quién se creía ella para juzgarla? Vengó a su madre y su hermana asesinadas y había pagado con creces su deuda. ¡Santo Cielo! ¿Acaso le habían dado otra opción? Sin embargo, su padre siguió hablando con sencillez, con un tono íntimo y desgarrado, de esos que nacían de la confianza y amistad de hacía tiempo.

—Sabemos lo que me hicieron sufrir esos asesinos, que no solo me arrebataron ese día a mi mujer y a mi hija Elvira, también despojaron de la inocencia y virtud a mi primogénita. Dios es justo y me ha devuelto a la luz de mis ojos.

—Pensaba que la joven Isabel era vuestra luz...

—Y lo es, ambas lo son.

La madre superiora se dio por vencida de momento. Le echó una mirada reprobadora a la joven embarazada y asintió.

—Nos aguarda un gran escollo, Don Juan. Leonor bien ha demostrado salir hacia delante sin vuestra ayuda después de todo lo que pasó y tampoco dudaré que volvió al redil como aseguráis, pero a mí la que me preocupa es Isabel.

—En eso estamos de acuerdo. No perdamos más tiempo y decidme de qué se trata.

Los tres se dirigieron a una estancia situada en la planta alta de la torre de Don Fadrique, en honor al infante. La torre era toda ella de ladrillo, con algunos elementos decorativos en piedra, escasos, para el gusto de la época y suficientes, para tratarse de un convento. No era muy grande y de planta cuadrada, con unas vistas al río, a la colina y a la campiña magníficas.

Leonor se tomó con calma el ascenso y tomó aire junto a las saeteras de la primera planta. Se empezaba a encontrar pesada para subir cuestas y escaleras, aunque todavía le faltaran dos meses largos para dar a luz. En el segundo tramo, y durante el resuello, Leonor bordeó con los dedos las ventanas con arcos de medio punto, apreciando su acabado artesano. Resopló sin fuerzas.

—¡Vamos, Leonor! No tenemos más tiempo que lo que dura el Ángelus, quizás un poco más —le instó su padre para que no se demorara.

La joven hizo un último esfuerzo y echó una última mirada al horizonte, implorando a su madre que le diera fuerzas y sabiduría para lo que se iba enfrentar. ¿Qué les estaba ocultando esa mujer? La estancia de la madre superiora tenía un escritorio de madera de castaño labrado, un par de sillas, un arcón y un reclinatorio.

—Os hablaré claro, querido amigo. No estáis aquí por la donación «pro anima» que se requiere para que la postulanta aspire al noviciado.

Leonor se agarró el vestido con fuerza y con los nervios a flor de piel entró en la estancia. A pesar del esfuerzo, su rostro perdió el color y la superiora la acompañó a una de las sillas y le ofreció un vaso de agua.

—Tomad resuello… Todos queremos el bien de Isabel. Sé lo que la queréis, querida. Es mutuo. No os toméis a mal lo dicho antes —se excusó.

El anillo de oro de cargo de la superiora, que ostentaba en su dedo anular, ensimismó un segundo a Leonor. No sabía qué pensar. No se fiaba de esa mujer. El tono había sido conciliador y su voz parecía querer acariciarla como una madre, pero sentía que había algo oscuro en ella que no terminaba de encajar en su semblante, como un velo de malicia que no sabía cómo explicar, como una vara de olivo oculta y lista para el azote . Mas su padre tenía fe ciega en ella y jamás osaría contrariarlo al respecto sin pruebas.

—Contadnos, por el amor de Dios. ¿Qué ocurre? —se anticipó su progenitor preocupado, nervioso por la mala nueva que pudiera darles.

La madre superiora tendió una carta a Don Juan. Solo ver el lacre real y supo que nada bueno hallaría en sus letras. Durante ese mes apenas había visto al rey y ahora sabía bien por qué, lo había estado evitando. Leyó la carta con avidez y su semblante fue mostrando lo que más temía.

—¿Por eso quiere ingresar en el convento?

—Por este y otros muchos motivos que no me atañe a mí comunicaros, sino a ella —expresó solemne la madre superiora, sopesando la cruz de madera y plata tallada que le colgaba a la altura del pecho.

—¿Qué dice la carta, padre?

Don Juan miró de soslayo a la superiora y, obviando contestar a su hija, dijo:

—¿Podremos verla?

—Solo uno. Creo que en este caso, necesita los consejos de una mujer casada antes que la reprimenda de un padre.

Don Juan resopló.

—Bien, pues que vaya Leonor entonces y ella le confíe el contenido de primera mano. Mientras tanto, nosotros intentaremos llegar a un acuerdo.

—Pero, padre…

—Vuestra hermana se encuentra en la capilla privada —informó la madre superiora a Leonor, interrumpiéndola a la vez que se frotaba las manos y guardaba la carta a buen recaudo. Le dio una serie de indicaciones para que no se perdiera—. Nada más bajar, tendréis que pasar por el pasillo aledaño al claustro y al ofertorio. Después no hay pérdida, pues está a mano derecha. No preguntéis a las hermanas, o creerán que buscáis la capilla comunal donde se celebrará el Ángelus en breve. No creo que queráis participar…

Leonor fue a contestar, pero su padre se adelantó.

—Haced lo que os ha dicho.

Leonor se levantó en silencio, apoyando su mano en la espalda y encaminándose hacia la puerta. No era mujer de obedecer órdenes, pero no había tiempo que perder si quería convencer a Isabel o que lo hiciera Alex…

«Dudo que podamos hacer frente a los designios del rey…», oyó que decía ese pájaro de mal agüero. Leonor pensó si volver adentro y la miró ceñuda. Apostaría un brazo y no lo perdería a que había visto una sonrisa en la comisura de sus labios. Maldita arpía…, ¿a qué jugaba? ¡Ojalá el cilicio le irritara bien y no le gustara!

Bajó las escaleras sujetándose la preñez con una mano, más por acto reflejo que porque lo necesitara, apoyándose con la otra en los salientes de los ladrillos de la pared. Hizo el recorrido que le había dicho la madre superiora, levantando murmullos entre todo grupo de monjas que se cruzara. Cuando por fin llegó a su destino, resopló.

La casi total ausencia de luz la hizo parpadear, frotarse los ojos y frenar abruptamente el ímpetu con el que había pensado entrar en la capilla. El ambiente era denso, húmedo y lúgubre. ¡Bien podían haber puesto un postigo para poder airear la estancia de vez en cuando!, gruñó para sí. No entendía cómo su hermana podía querer estar allí siquiera un segundo. ¿Qué diría la carta? Los pensamientos se le agolpaban provocándole un incipiente dolor de cabeza.

Leonor intentó recordar todas las posibles conversaciones que había practicado antes de venir a verla pero su mente se había quedado en blanco. Avanzó entre los reclinatorios individuales hasta el altar abovedado. Allí estaba Isabel, sola y de rodillas, frente a la imagen de Nuestra Señora. Tenía los brazos alzados y en cruz, de su mano derecha pendía un rosario que recordaba muy bien: el de su madre.

Sintió una punzada en el corazón y cerró un instante los ojos. «¡Guiadme, madre!», le imploró con más fe que a cualquier reliquia, santo o escrituras. «Si este es su destino, hacédmelo ver de algún modo. Mas si no lo es, ayudadme, os lo ruego».

Isabel vestía una túnica blanca con forma de saco y atada a la cintura con un trenzado de cuerda de pita. Sus sandalias eran sencillas y tenían las suelas desgastadas. Estaba preciosa con lo que se pusiera, pero esa ruda tela, más que conferirle aspecto de ángel, se lo despojaba. Leonor aguardó a que su hermana terminara su letanía con los brazos cruzados, pensando en mil y una formas para sacarla de allí.

—Isabel —la llamó con una voz tan débil que dudó que hubiese salido de su cuerpo.

Percibió cómo su hermana exhalaba todo el aire que tenía en el cuerpo, antes de ponerse en pie.

—No sabía que acompañaríais a padre al convento —se limitó a decir, sacudiéndose las palmas de las manos y las rodillas.

—Hemos estado este último mes buscándoos por cielo y tierra. ¿Cómo lo dudáis siquiera?

—No blasfeméis…

—No digáis ni hagáis más tonterías. Ya no sois una niña —le recriminó Leonor.

—Precisamente por eso he de quedarme aquí.

—¿Por qué, Isabel?

—¿Acaso no habéis leído la carta o hablado con la madre superiora?

—No me gusta esa bruja, Isabel. Os está sorbiendo el seso.

—No habléis así de la hermana Magdalena, Leonor. Cuando vos os fuisteis a Escocia, fue mi único consuelo, mi única madre.

—¡No! Madre no hemos tenido más que una. No lo olvidéis.

—Y murió.

—Sí y juro que lamentaré toda mi vida el haber llegado tarde. Mas no las comparéis. ¡Jamás! ¡Porque no es justo! —exclamó alzando la voz.

—¿Y quién habla de justicia? —le espetó Isabel en jarras, en un ataque de ira que bien dejaría boquiabierta a la madre superiora—. El rey me ordena casarme con Don Ramiro sin dilación. Don Alonso está que trina porque ha utilizado el mismo ardid que él iba a emplear.

—Se lo tiene bien merecido… —musitó la mayor de los Ayala.

—¿Os lo ha contado?

—Tanto Alonso como Alex y con más pelos y señales de las que me gustaría recordar —resopló Leonor tomando asiento en una de las bancas de rezos.

Isabel tragó saliva y apretó los párpados un instante. Las pestañas zaínas se le humedecieron de forma inevitable. Recordar la escena de Alex con esas dos… pelanduscas… era demasiado doloroso aún.

—No puedo dejar el convento, Leonor. Despojarían a padre de todos sus privilegios y tierras. Incluso amenazan veladamente con airear de nuevo vuestro caso.

—Sé cuidarme sola y padre lo hará también. Pero no es solo por eso por lo que estáis aquí. ¿Me equivoco?

Isabel negó con la cabeza.

—Entonces, ¿qué vais a hacer?

Isabel miró a su hermana como si se hubiese transformado en un ser mitológico de esos que tanto le gustaba describir a su abuelo y a su padre.

—¿Acaso no lo veis y no habéis oído lo que os he dicho?

—Tenéis otra opción.

Isabel negó con tozudez. Sabía lo que su hermana le iba a decir, pero solo escucharlo de sus labios era como si la posibilidad, esa remota esperanza, prendiera fuerte en su corazón.

—No puedo, Leonor. Sé lo que vi.

—Él no es así, bien lo sabéis. Pensó que os estabais prometiendo con Don Alonso. ¿En qué estabais pensando cuando os puso el collar? ¡Eran tan obvias sus pretensiones para con vos!

Isabel sollozó y se llevó la mano a la cruz de madera que pendía en su pecho a la altura de su corazón, intentando sacar fuerzas de algún resquicio de su alma. Leonor prosiguió, necesitaba abrirle los ojos aunque doliera.

—Tendríais que haber visto a Alex durante este mes, Isabel. No ha habido palmo de tierra donde no os haya buscado. Estaba como loco. Él os…

—No, no lo digáis. No digáis nada que no haya salido de su boca antes, porque nada justifica su comportamiento, ni que no confiara en mí. Además, pasado un tiempo, yo no sería para él más que una muesca en su cinturón de conquistas…

—Eso es lo que teméis. ¡Os importa tanto que preferís no dejaros llevar por temor a que termine! Me recordáis tanto a mí, que me asustáis, mi querida Isabel. Mas amar es un riesgo, el mayor de todos, porque es el único que os hace sentir realmente vivo.

—¿Y de qué me serviría? Si salgo de aquí el rey me obligaría a casarme con Don Ramiro.

—Regresemos a Escocia. Busquemos una aldea tranquila de las tierras altas y recuperemos nuestras ganas de vivir.

—¿Y Alex? No puedo regresar y ver cómo termina casándose con otra. No puedo…

—Ni contigo ni sin ti.

Isabel bufó, con lágrimas en los ojos.

—Nunca estaréis plenamente segura de haber acertado, pequeña.

—De lo que estoy plenamente segura es de que empezar algo en este momento es abocarlo al fracaso.

—Le romperéis el corazón —dijo Leonor con el corazón encogido—. Él espera poder veros en el huerto.

—No puedo, Leonor. No puedo verlo… Explicadle que todo fue un error, que yo…, que yo no le amo…, que deseo entregar mi vida a Dios… Yo…

La mayor de los Ayala se acercó y la abrazó, rompiendo ese espacio inútil que las separaba. Le acarició los cabellos como cuando era pequeña y percibió cómo el pecho y el pulso de su hermana se sosegaba poco a poco. Cuando estuvo más tranquila, Leonor le susurró:

—No conocéis a los escoceses. ¿Creéis que se va a conformar con lo que yo pueda decirle?

Isabel la miró y el ángel supo que no debería haber hablado. Sintió cómo el pecho de su hermana volvía a contener el aliento y se le desmadejaba en sus brazos, con las manos ocultándose el rostro, lamentándose en una agonía que le traspasó el corazón.

—Tendrá que hacerlo —dijo casi en un suspiro, aunque su corazón le gritaba justo lo contrario.

«Lo quiero..., ¿para qué seguir engañándome?», se recriminó con pesar la dulce flor. Ese mes había sido una tortura para ella. La distancia y el tiempo solo habían intensificado el desasosiego por volver a ver a «su escocés» y, sin embargo, aunque sabía que lo amaba con toda su alma, era cerrar los ojos y verlo con aquellas arpías.

—Porque no puedo… No puedo olvidarlo con esas mujeres, no puedo olvidar verme arrinconada por Don Alonso… Me siento sucia. No lo entenderíais… —lloró, purificando sus ojos y liberando lo que su corazón encerraba.

Leonor la cogió de los hombros y le levantó la barbilla para encararle el rostro. Sabía lo que estaba sufriendo. ¡Claro que lo sabía! Ella sufrió algo parecido cuando vio a Neall con Malen en la festividad de Samhuinn. ¡Se le antojaba tan lejano aquello!

—Yo lo entiendo mejor que nadie. ¿Acaso olvidáis lo que me hizo Don Gonzalo? Dejad de ser una niña y pasad página, mo chuisle. Os lo digo por experiencia. Si preferís lamentaros el resto de vuestra vida casándoos con Dios o con cualquier otro, haced de tripas corazón y no os demoréis mucho, pues Alex os espera en el huerto y no tenemos más tiempo que lo que dure el Ángelus-Sexta.

—¿De verdad que está aquí? —preguntó Isabel con actitud medrosa y a la vez esperanzada.

Leonor asintió y se mordisqueó el labio nerviosa. Ojalá pudiera quitarle el mal trago a su amigo o abrirle los ojos a su queridísima hermana, pero en cuestiones de amor… eran ellos los que debían resolver sus cuitas. Deseó que el joven escocés desplegara sus mejores armas, pues se iba a encontrar con un escollo difícil de salvar. Isabel se levantó temblorosa y miró hacia la puerta.

—¿Cómo… cómo lo han dejado entrar?

Leonor puso los ojos en blanco y suspiró, mientras se atusaba el vestido y con sus dedos dibujaba el contorno de una capucha de hábito alrededor de su cabeza. Apreció el sutil cambio de actitud de su hermana y una pequeña llama prendió en su corazón. «Quizás aún haya un rayo de esperanza», pensó la primogénita.

—¿En serio? —le preguntó la pequeña de los Ayala, dudando si creer que hubiese sido capaz de vestirse de monje con tal de poder hablar con ella.

El deseo de verlo de esa guisa fue más fuerte que sus reservas y, sin despedirse tan siquiera de su hermana, marchó hacia el huerto como un huracán. Leonor sonrió en cuanto se hubo marchado. «No está todo perdido. Ahora os toca el turno, Mackenzie», susurró.

Isabel se protegió de la brillante luz del día con la mano derecha y con la otra se cogió las faldas de la túnica para poder ir más rápido. La brisa le acariciaba el rostro y el sol hormigueaba en su piel. Hacía calor para ser octubre… ¿O era su cuerpo el que se incendiaba a cada paso? Sonrió. Solo un par de días antes, las hermanas clarisas habían temido salir nadando en barcaza por el diluvio, incluso habían rezado durante toda la noche rogándole a Dios que fuera benévolo.

La tierra del huerto estaba húmeda y sorteaba los brillantes charcos con pequeños saltos por miedo a caerse en ellos. Zigzagueó entre los árboles, evitando encontrarse con cualquier hermana que pudiera llamarla para ir a la oración, sintiendo cómo las ansias por estar cerca de él derribaban las barreras que su mente había intentado construir. No había sido fácil huir del dolor que le producía el recuerdo. Lo quería a pesar de todo, ¡maldito fuera! Y había rogado a Dios que la última imagen que guardara de él no fuera con esas dos furcias con tanta intensidad como la de no volver a verlo.

Alex escuchó sus pasos y se giró, dedicándole una mirada de lobo hambriento nada más verla. Ella bajó el rostro con pudor, evitando que leyera ese mismo deseo en sus ojos. Estaba tan apuesto que cortaba la respiración. ¡Que ardiera su alma en el infierno!, pensó ella, pues su cuerpo se rebelaba húmedo ante el escocés, incluso vestido de monje.

Isabel contuvo persignarse y jugueteó con un hierbajo que había a sus pies. Él le tomó la barbilla y se acercó con decisión, necesitado de perdón, necesitado de su mirada tan inocente como traviesa, necesitado de su cuerpo y, más aún, necesitado de su alma. Devorarla sería demasiado sencillo. Él quería fundirla en su piel, hacerla suspiro, latido y pensamiento. Quería todo de ella, hasta sus silencios, y no se resignaría a perderla sin luchar hasta su último hálito.

—Parecéis un ángel —le susurró con voz ronca y afectada, maldiciéndose por la falta de autocontrol que tenía la parte baja de su cuerpo.

Isabel lo miró e hizo un mohín lastimero con los labios. Uno que él conocía muy bien en boca de su señora. ¡Se parecían tanto y a la vez eran tan diferentes! Alex sabía que las barreras iniciales de Isabel flaqueaban y debía aprovechar la oportunidad como fuera. Tenía que ser fuerte por los dos y asumir su error como un hombre. Se arrodilló ante los pies de su amada y le cogió las manos para besarlas.

—Os ruego que me perdonéis, mo cwen81. Os he fallado. Solo pido a Dios que no sea demasiado tarde en vuestro corazón.

Isabel se quedó muda ante el gesto y el apelativo. «Mi reina», le había dicho en un lenguaje tan antiguo como la tierra lo era para el hombre, con esa voz profunda y seductora que la había hecho temblar de la cabeza a los pies. Cerró los ojos para sentir los labios de su amado en su piel y se obligó a soltar el aire que contenía su cuerpo para no acabar desmayándose. Se arrodilló a la vez frente a Alex, le cogió el rostro y clavó sus ojos verdes en él. Dejaría hablar a su corazón. Si era la última vez que iban a verse, quería guardar un bello recuerdo.

—No hay nada que perdonar.

—No es eso lo que me dicen vuestros ojos, lamentablemente —le dijo él apesadumbrado.

—¡Mis ojos no hablan, Alex! —exclamó ella sin poder evitar que se le escapara una sonrisa, de esas que, de tan deslumbrantes, conseguían intimidar hasta al sol.

—Eso es lo que vos os creéis, mo cwen —respondió él con una ligera mejoría de ánimo que le iluminó el semblante al instante—. Pero no solo me hablan, sino que me muestran vuestro interior.

Isabel se sonrojó y él se echó a reír. Su inocencia se le antojaba como una flor que recién abría los pétalos al mundo. Era tan hermosa por dentro como por fuera y temió tocarla. Sin embargo, fue ella la que pasó uno de sus dedos por el rostro, delineando su perfil ante la extrañeza de él. «Es casi tan impulsiva como su hermana…» y ese pensamiento le hizo sonreír. Eso y las cosquillas que le había hecho al paso por la comisura de los labios. Alex cerró los ojos y grabó a fuego su contacto. La quería. ¿Cómo decírselo sin que huyera o empezara a gritar? Contuvo el deseo de atrapar uno de esos suaves dedos con la boca.

—Isabel, yo…

El ensimismamiento se rompió y ella quitó con brusquedad la mano, poniéndose de pie y cruzándose de brazos.

—No sigáis, mo maighstir —lo interrumpió ella para evitar llegar a oír lo que tanto ansiaba—. La decisión de ordenarme como clarisa está tomada.

Él se ensombreció unos segundos, contuvo el gesto y dejó perdida la mirada en el suelo, recuperando el temple y la fuerza. Cuando se hubo recompuesto, volvió a capturar y apretar las manos de Isabel con suavidad. Esta vez, aprovechó el desconcierto de ella para perderse en sus ojos verdes.

—Entendería que me odiarais, entendería que no me quisierais volver a ver, incluso que os desposarais con Don Alonso porque no os merezco, pero…

Ella volvió a taparle un instante la boca con sus dedos.

—Callad, os lo suplico. Es cierto, no lo entenderíais.

Él se aproximó con sed de saber y con hambre de su cuerpo.

—¿Por qué? ¿Tanto me odiáis por lo que pasó que renunciáis a ser feliz y a seguir viviendo?

—No.

Los ojos de Isabel se humedecieron, parecía que iba a seguir hablando, pero se lo debió pensar mejor. El nudo que oprimía la garganta de la joven era tan visible que la sensación de angustia se agarró a las entrañas del escocés.

¿Le estaría mintiendo? ¿No era por eso por lo que tomaba los hábitos? Cuando supo por boca de Don Alonso que lo habían visto fornicando con las gemelas creyó morir, realmente quiso morir. ¡Se había arrepentido tanto durante el acto! Pero en aquel momento estaba rabioso, celoso y dolorido, presa fácil para esas arpías que solo tuvieron que saber encender la lujuria durante meses contenida. No se excusaba, él había sido el único responsable de dejar campear al demonio inseguro y voraz que todos llevábamos dentro, ese pendenciero arrogante que tanto tiempo había sido parte de su alma.

Alex cogió por los hombros a Isabel y ella tembló en sus brazos. Lo deseaba, podía sentirlo en cada poro de su piel, en la forma de humedecerse los labios y entreabrirlos, en la rendición de su cuerpo en cuanto la había agarrado. ¿Sería capaz de perdonarlo? ¿Sería capaz él de perdonarse a sí mismo? Necesitaba saber, aunque fuera lo último que hiciera en la vida.

—¿Entonces? ¿Por qué queréis enterraros en este sitio, cuando percibo el deseo con el que me miráis? —preguntó lanzándole un órdago para ver cómo reaccionaba.

—¡Seréis creído! —exclamó ella sin poder contener la risa.

«Me la comería aquí mismo…», pensó Alex. Ella era su reina, con esa risa que le daba la vida y a la vez le rompía el pecho en mil pedazos.

—¿Estoy mintiendo acaso? —insistió él, temeroso ahora de su respuesta.

Isabel volvió a sonrojarse y se giró dándole la espalda lo justo para no enfrentarlo, aunque llevaba una de sus manos aún cogida a la de él.

—No, como tampoco tiene sentido que sigamos afligidos por algo que no está en nuestras manos cambiar. Mi destino es este, seamos amigos.

—Vuestro destino está unido al mío por más que insistáis —le dijo a escasos dedos de su rostro, sintiendo cómo se enlazaban sus cálidos alientos en un baile seductor e inquieto.

—Ojalá fuera cierto —le susurró ella con deseo y haciendo que hirviera la sangre en él—. Yo también lo creía así, pero no puedo…

—¿Por qué? —le volvió a insistir sin obtener respuesta y terminando por anticiparse—. ¿Qué puedo hacer para que me perdonéis por aquello?

—No tengo nada que reprocharos, Alex. Siempre fuisteis un hombre libre.

—Eso no es del todo cierto, mo cwen. Desde que os conocí, solo he deseado estar con vos.

—A veces el deseo no es suficiente, amigo mío.

La perdía, la estaba perdiendo… ¡Maldito fuera!

—Aquel día…

—¡Olvidadlo! ¿Qué sentido tiene enraizarlo en nuestro corazón? Yo ya no soy libre de elegir… —musitó ella dejando escapar un suspiro triste de sus labios.

—Nunca es tarde para empezar de cero.

Go gcuire Dia an t-adh ort82, mo maighstir —susurró ella, despidiéndose.

No, no, no… No podía despedirse ahora. Alex sintió que le faltaba el aliento y le fallaban las fuerzas.

—Si vos no me acompañáis en mi viaje… ¿Cómo voy a tener suerte, mo cwen?

—No puedo acompañaros.

—¿Por qué? —insistió decidido a no marcharse de allí sin saber la verdad.

Isabel enfrentó su mirada con aflicción, mordisqueándose el labio inferior. Se pensó unos instantes cómo darle la noticia de los designios del rey castellano pues, lo dijera como lo dijera, el golpe sería muy duro para ambos. Podía percibir no solo el deseo de Mackenzie por ella en cada uno de sus gestos, en la cadencia de su voz… Él… él… compartía con ella un mismo sentir, por así decirlo, algo más allá de lo físico.

—Si salgo de este convento, tendré que casarme con otro hombre —susurró con un deje melancólico en la voz.

—¿Con Don Alonso?

—No, no con él. El rey ha sellado el compromiso con Don Ramiro Flórez de Guzmán.

Alex maldijo.

—¡Vuestro padre no me ha dicho nada!

—Él acaba de enterarse por la madre superiora al igual que vos y mi hermana. La carta llegó hace una semana, de ahí que os permitiera saber dónde estaba.

—No entiendo.

—La noche de la fiesta salí a dar un paseo a caballo, quería estar sola y desahogarme. Me encontré a Leonor en los establos harta de llorar.

—¿A vuestra hermana? —preguntó contrariado el escocés, recordando que tampoco había sabido nada de ese encuentro.

—No, con quien me encontré fue con Doña Leonor de Guzmán, gran amiga mía desde la desgracia de mi familia y dama de la corte. Creo habérosla presentado…

—Sí —afirmó secamente, pues la favorita del rey no le interesaba en absoluto.

—Ella me dijo que la reina tenía entre la espada y la pared a su esposo, Alfonso XI, que lo amenazaba con no volver a ver al heredero y con una guerra con Portugal si no pasaba más tiempo con ella y repudiaba a la favorita, dicho sea de paso. También le dijo que tenía testigos de su infidelidad y que, si no se atenía a razones, llevaría el caso hasta al mismísimo Papa. Yo intenté tranquilizarla, pero tenía el corazón destrozado…

Isabel tomó resuello antes de seguir hablando. Alex se mordió la lengua para no hacerlo.

—Ella se acarició el vientre y supe que estaba de nuevo embarazada y tan enamorada que había renunciado a ser una mujer respetable, que transigiría con tal de no renunciar a su amor.

—¿Y qué tiene esto que ver con vos?

—Impaciente…

Él sonrió sin ganas.

—El testigo de la reina no es otro que Don Ramiro. Él es uno de los que le facilitaba los encuentros secretos del rey con Doña Leonor y le conviene tenerlo contento. Le concedería media Castilla con tal de que guardara silencio. Pero el muy bellaco es tan necio que, en vez de cubrirse de oro, ha preferido pedir mi mano.

Alex apretó los puños con el deseo de estrellarlos en cualquier sitio y descargar su impotencia. Ni bellaco ni necio, lo que era un taimado al que había menospreciado por creerlo poco inteligente. Sin embargo, había sabido descubrir la joya que más valía de todo el reino: Isabel, «su» Isabel.

—Doña Leonor era la única que sabía que me refugiaría aquí unos días en el convento. No me miréis así. Fue muy duro para mí veros con ellas, admitir la obsesión de Don Alonso… Necesitaba devolver la paz a mi espíritu y por eso me refugié donde solo Dios pudiera encontrarme.

—Dios y Doña Leonor —apostilló con evidente dolor Alex.

Isabel obvió el comentario. Nada más verlo, nada más saber que sería la última vez que lo vería en su vida, había decidido abrir su corazón y liberarlo, aunque le pesara siempre no haber sido igual de valiente para tomar la decisión de huir con él.

—Me extrañó verla al cabo de cinco días pidiendo audiencia para verme a la madre superiora. Ella odia los conventos y parecía desesperada. Venía sola y con un velo sobre la cabeza para que nadie la reconociera. Ni yo misma lo hice hasta que no se lo quitó.

—¿Qué os dijo?

—Me pidió perdón.

El rostro de Alex se contrajo contrariado. Un tic apareció en su mandíbula, pequeño e insistente, del puro nervio e impotencia que ocultaba. Una de sus cejas se mostraba alzada y rezumaba dudas por cada uno de sus poros. Los segundos que Isabel se tomó de resuello, dirigiéndose ambos hacia el pilón donde desembocaba la acequia de agua, le resultaron interminables. Isabel bebió del chorro cristalino y se humedeció el cuello. El día se iba volviendo cada vez más encapotado y olía a futuras lluvias, aunque al poco salía un sol radiante que desbarataba cualquier vaticinio.

Alex la miró tan prendado como hambriento. Ardía. Dudó cuánto tiempo más podría estar cerca de ella sin besarla. Aprovechó que ella se había sentado en el borde de piedra del pilón para refrescarse. Pero Dios no era compasivo, ver cómo las gotas de agua resbalaban del cuello níveo de la joven para terminar humedeciendo la fina tela de la túnica era un verdadero martirio.

—Me pidió perdón, Alex —continuó—, por haber revelado mi paradero al rey y, arrepentida, había venido a advertirme de la carta que iba a llegar en cuestión de días, semanas a lo sumo. También me pidió que huyera antes y yo me negué.

Isabel bajó la barbilla, tenía los ojos al borde del llanto y a su hermosa boca asomó un compungido e incipiente puchero. Continuó con la conversación apoyada en el murete de piedra. Siempre le había gustado mucho ese sitio, desde siempre, prácticamente recóndito al que nunca iban las monjas debido a lo cerca que estaba de la tapia del convento y que allí el huerto era una maraña salvaje, incluso habitado por bestias salvajes.

En uno de sus largos paseos, hacía solo una semana, había descubierto un zorro justo donde ahora se encontraba Mackenzie, uno con el mismo color de pelo castaño rojizo que él y ojos inteligentes, y así lo había llamado «Mac». Ella no se había asustado y el animal tampoco, cada día la había acompañado en su meditación y justo hoy no había rastro de él. Sonrió con tristeza al pensar que no era que se hubiese asustado de la presencia del escocés, sino que era él mismo.

—¿Por qué, mo cwen?

Ella lo miró batiendo sus largas pestañas, apresándolo entre ellas como si fuera una tela de araña y él un insignificante insecto.

—La orden era clara, mo maighstir. Si no me caso con Don Ramiro, despojarán a mi padre de su casa, sus bienes y sus títulos. Si no me caso, el rey no dejará que mi hermana regrese a Escocia.

—¡Pero eso no puede hacerlo! El rey es amigo de vuestro padre… y… ¡vuestra hermana está desposada con un escocés!

—Don Alfonso XI no es amigo de nadie y, menos aún, si está en juego el seguir con «su» Leonor. Es cierto que no tiene potestad sobre mi hermana y que pertenece al marido, pero él no está aquí ahora para objetar nada. Si el bebé nace en suelo castellano…

—Será su súbdito y podrá disponer de él. ¿Me equivoco? —inquirió.

—No, lamentablemente no os equivocáis. Para cuando mi cuñado llegara, el pequeño podría estar muy lejos, o incluso haber desaparecido de la faz de la tierra.

—¿Y qué haremos entonces? No puedo renunciar a vos… No puedo…

La jaula del petirrojo
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