CAPÍTULO 32
PIEDRA SOBRE PIEDRA
Ribera del Blackwater, 24 de septiembre de 1335.
Ayden no entendía dónde estaban su hermano ni su cuñado. Habían pasado tres días y estaba empezando a preocuparse, a esas alturas ya deberían haberlos alcanzado. Los «y si…» asomaban a sus pensamientos tantas veces que comenzó a sentirse incómodo y con una pesadumbre agorera que no le hacía retener nada en el cuerpo. Inquieto, se giró en su montura una vez más oteando el horizonte.
—Dejad de preocuparos, caraid. Estarán bien —le dijo Erroll al ver su intranquilidad—. Ya veréis… Seguramente se trate de algo tan sencillo como que estén intentando despistar a los hombres de Worthing o dando un ligero rodeo para no levantar sospechas ante alguna patrulla de soldados del rey Eduardo.
Ayden asintió no muy convencido y miró a Catherine. La joven intentaba a duras penas mantener los ojos abiertos y cabeceaba. Ya en alguna ocasión, se había quedado dormida sobre su pecho y se había vuelto como una amapola al despertarse. Él le quitaba importancia al hecho y aguantaba la risa cuando la primera reacción de ella era siempre mirar al irlandés.
Esos días se había mostrado esquiva con ellos desde el rescate en la plaza, sobre todo con Erroll, aunque ambos se proferían miradas cargadas de ardientes promesas que bien podían caldear toda la isla de Skye en invierno sin falta de leña. No entendía por qué Catherine había preferido montar con él y no con el irlandés el resto del camino, si ambos parecían ser las chispas incendiarias de un pedernal… Sonrió de solo pensarlo.
Habían sabido por una pequeña caravana de mercaderes, que estaban a una jornada de camino como mucho del castillo de Guildford, que el recorrido sería más descansado y todo recto cuando llegaran a la villa de Wanborough. Además, les habían confesado con cierto alivio, que el camino estaba despejado de soldados del rey, en otrora ocasión necesarios para mantener a raya a los bandidos y salteadores de caravanas. Sin embargo, ahora los soldados reales eran temidos por los continuos chantajes y vilezas a los que sometían a los que se encontraban.
La impaciencia empezaba a hacer mella también en el ánimo del capitán escocés. Esta vez no podía fallarle a Leena, se repetía incesantemente, no podía. Desde que había abandonado Edinburgh, Ayden soñaba a menudo con ella. Algunas veces los sueños eran tan vívidos que se despertaba jadeante y excitado, incluso manchado con su propia semilla como un adolescente. Necesitaba hundir sus dedos en la melena de fuego de su petirroja y atraerla hacia él, sentir los latidos de su corazón contra su pecho, la tibieza de su piel y devolverle el brillo a sus ojos. Necesitaba saber que podría perdonarlo por haberla dejado sola durante tanto tiempo.
—¿Descansamos entonces? —preguntó Catherine, desentumeciendo los músculos de la espalda.
—¿Uhm?
—Le pregunto, señor, si descabalgamos... como ha mandado parar el caballo…
—Sí, claro, claro —comentó Ayden cayendo en la cuenta de que no era lugar ni momento de seguir soñando—. Está bien. Aún nos queda un largo trecho siguiendo la ribera del río Blackwater, después haremos un alto para comer y al anochecer llegaremos a Wanborough como teníamos previsto.
—Y para cuando amanezca estaremos en Guildford —añadió Erroll, sobresaltando a Catherine, que no se esperaba que estuviese tan cerca.
La gata dejó de desperezarse e intentó bajarse del caballo antes de que el irlandés lo hiciera, pero él, se adelantó muy caballeroso, le puso las manos sobre la cintura y la bajó. Ayden miró hacia otro lado para que no se cohibieran, o quizás, simplemente para no presenciar una escena de amor que tuviera que aliviar solo después y con apremio imaginándose que era Leena.
—Iré a por agua —arguyó ella, palmoteándole las manos a Erroll, pues aún estaban en su cintura.
—¡Os acompaño! —replicó al instante él, provocando que Ayden mirara al cielo y sonriera.
—No es necesario, Erroll —dijo en voz más alta y rotunda, aunque luego terminó algo más comedida y sonrojándose—. Además me gustaría asearme…
—Razón de más, mi bella gata. ¡Quién sabe con quién podríais encontraros por el camino!
—¡Ni que me fuera a encontrar con un oso! —exclamó ella llevándose las manos al talle, aunque más risueña desde que el irlandés había usado cierto apelativo…
—Con un oso espero que no —replicó Ayden desde una prudente distancia—, por el bien del oso, digo.
Erroll lo miró primero con enojo, pero al caer en la cuenta de que se refería al propio mellizo, se carcajeó. No estaba muy acostumbrado a que Ayden se prodigase con dobles sentidos ni juegos de palabras y se alegró de que el carácter se le fuera dulcificando poco a poco, ahora que tenía tan cerca el volver a ser feliz.
—Yo también espero que no nos encontremos con un oso —le dijo guiñándole un ojo y cogiendo los pellejos de cabra casi vacíos para llenarlos de agua.
El rostro de Catherine mostraba la más absoluta perplejidad al respecto. ¿De qué estaban hablando esos dos? ¿Desde cuándo había osos por esa zona?
—Yo lo que espero es no encontrarme con ningún bicho… —dijo ella, emprendiendo el camino sin darse cuenta cómo los hombres cruzaban sus miradas y Ayden se tapaba la boca con ambas manos para evitar emitir sonido alguno.
Sin embargo, Erroll teatralizó como si una flecha le hubiese atravesado el corazón y, moviendo solo los labios, le confesó a Ayden desde lejos un: «¿me ha llamado bicho? ¿A mí? ¡Nooo!», haciendo que el mellizo Murray ya no pudiese contener la risa por más tiempo y estallara en carcajadas. Cat se dio la vuelta curiosa y los encontró a uno doblado en dos de la risa y al otro haciendo gestos grandilocuentes.
—¡Jesús! —exclamó ella con un bufido y colocándose un mechón de cabello tras la oreja.
Erroll se enderezó como al niño que lo pillaban haciendo travesuras e iban a darle un buen tirón de orejas, mas la reprimenda no llegó. Ella volvió a girarse y a emprender camino, mientras que él se apresuró a seguirla de forma solemne y cabal.
—Era solo una broma, mujer —se atrevió a decir casi a la orilla del río, cuando ya no se veía a Ayden ni a las monturas ni de lejos—. Haya paz.
La gata lo encaró dispuesta a sacar las uñas.
—¿Qué paz ni gaitas? Nada me debéis, Erroll. Además, ¿se puede saber por qué me habéis acompañado? Lleváis días evitándome y justo ahora…
El irlandés no la dejó terminar, la cogió del brazo y la encaró aturdido. Desde luego, la que estaba de broma debía ser ella y una que no tenía ninguna gracia, por cierto.
—¿Que yo os evito? ¡Vos sois la que lo venís haciendo desde que os rescaté de esa maldita plaza!
—No hace falta que gritéis… Sorda, como que no estoy aún…
La sorna con la que se dirigió a él le molestó mucho más de lo que jamás admitiría bajo tortura. Esos días había estado comiéndosela con los ojos literalmente, sin quitarle la vista de encima ni un segundo. Ella apenas le había dedicado unos instantes, solo unos pequeños triunfos que le habían sabido a gloria cuando la pillaba mirándolo y se sonrojaba con candidez, haciendo que él se encendiera y excitara como nunca hasta entonces.
¿Qué diablos tenía que lo cautivaba tanto? ¡Era tan distinta a todas las que había conocido! Catherine era sencilla, independiente y locuaz, era muy inteligente a pesar de no saber más que leer a trompicones y los números, que la supervivencia ofrecía en el día a día. Era dulce y a la vez fiera. ¡Se había sorprendido tanto de que decidiera cambiar de montura y que prefiriera ir con Ayden que con él!
Entendía que le debía una explicación por lo ocurrido entre ellos, por su falta de tacto…, mas las palabras se le clavaban como puntillas en la garganta. ¡Maldito fuera! La había desflorado como un bestia y, de solo pensarlo, en vez de arrepentirse, lo único que deseaba era repetir cada instante entre ellos una y otra vez.
—¿Erroll?
—¿Sí? —preguntó él percatándose de que se había quedado parado en el sendero y mirándole… ¡El escote!
—¿Se puede saber que os pasa? ¿Estáis nervioso por lo que podáis encontraros mañana en Guildford?
—No, yo…
¿Cómo decirle que en lo único que pensaba últimamente era en yacer con ella? La miró a los ojos, a esos ojos grandes y que cambiaban de color según el día, a esos ojos en los que se perdía y encontraba un remanso de paz, en los que no se sentía juzgado y sí venerado, en los que podría perderse por una eternidad porque le hacían tocar el sol sin quemarse.
No se lo pensó más y la besó. Atrás quedaron los buenos propósitos de no encapricharse con nadie y de ser un perfecto caballero. Tomó su boca con rudeza y con necesidad, mordisqueando sus labios y enlazando su lengua hasta oírla gemir. Ella no se opuso, también lo deseaba. Lo sabía, lo había sentido en las pocas miradas que le había dedicado.
Sin embargo, los remordimientos comenzaron a aguijonearle el alma al verla tan entregada. Ella era una buena mujer, no podía enamorarla, no podía utilizarla y decirle que rehiciera su vida sin él sin más.
—Catherine…
Ella vio la duda en sus ojos y se separó con lentitud. Tenía las mejillas arreboladas y los labios del color de la sangre, hinchados por el ardor del beso. Las pestañas se le unían en racimos de tres, negras como el azabache. La gata dio un paso atrás, con el ceño ligeramente fruncido y secándose la humedad de la boca con el dorso de la mano.
—No digáis nada. Lo siento y perdonadme —se disculpó dándose la vuelta y agachándose para coger los pellejos de cabra del suelo.
Erroll blasfemó por lo bajo y puso uno de los brazos en jarra. ¿Ella se disculpaba? ¿Ella? La cogió de la cintura prácticamente en volandas y la volteó para tenerla frente a frente.
—Sois vos quien tenéis que perdonadme. Sois vos la que deberíais poner tierra de por medio porque no hay hombre en la faz de la tierra que os convenga menos que yo.
—¿Por qué? —consiguió balbucir ella con las lágrimas a punto de ser derramadas.
Erroll bufó y cogió una de las blanquísimas manos de ella y se la llevó al corazón. Cat puso cara de no entender.
—¿Lo oís latir?
Ella asintió.
—Pues no es más que un reloj que me mantiene vivo y sin vivir.
—No entiendo…
—Hubo alguien a quien amé con toda mi vida en otro tiempo. Alguien que, cuando no me quiso en la suya, me la arrebató dejándome sin posibilidad de amar. No puedo ofreceros más que lo que veis.
Catherine miró su mano, en su pecho, y lo acarició. Erroll suspiró y tragó saliva con dificultad.
—Está bien. Vos habéis puesto las cartas sobre la mesa y yo decido si jugar o no.
—Exacto.
—Nunca he sido afortunada en el juego, pero mientras me queden cartas, jugaré.
Erroll arqueó la ceja sin creérselo. ¿Hablaba en serio? Sin promesas, sin ataduras… sin pensar en un futuro que se le antojaba incierto. Dudó. Era demasiado bueno para no estar soñando y se frotó los ojos.
—¿Me estáis diciendo…?
—Que me beséis, sí.
—¡A sus órdenes, mo captain!
Y la besó con toda su alma, pues corazón no tenía desde que Kelsey se lo quedó, como bien le había dicho. La gata le ronroneó en la comisura de los labios tras acercarse a su boca y no esperó más para cogerla por las nalgas y atraerla más hacia sí. Erroll deseaba todo de ella, su aliento fresco, su piel de miel… Deseaba cada gemido que le arrancaba al mordisquearle el cuello, cada temblor al soplar por la superficie húmeda de sus besos, cada suspiro quedo con el que terminaba al pronunciar su nombre. Era «su» gata, o eso desearía él, la mujer que volvería a la vida su corazón maltrecho.
Erroll la afianzó sobre su duro abdomen para que no se esfumara, pues los sueños había que agarrarlos, cerrar con fuerza los ojos y dejarse llevar sin más. Con una mano la elevó un poco y hundió su rostro entre sus pechos, provocando que ella se arqueara. Olía ligeramente a sudor y a ese perfume que emanaba, subyugador almizcle.
De repente, Erroll se irguió, se acomodó las ropas con premura y se mantuvo quieto, implorando silencio a Cat.
—¿Qué ocurre?
—¿No lo habéis oído? —respondió él, aún jadeante.
—Solo el ulular de un búho… —dijo ella contrariada, pues no eran horas de que ese pájaro cantase.
—Ayden nos llama… Vestíos, por favor.
—¿Que nos llama? ¿Cómo que nos llama? —preguntó ella recolocándose la ropa y mirando a su alrededor.
—Es una larga historia.
—Que no tendréis tiempo de contarle, me temo —dijo una voz áspera y burlona tras ellos.
Erroll intentó girarse, pero la espada con la que le amenazaban le dejó claro que, si se movía, era hombre muerto.
—¿Qué queréis? —preguntó el irlandés con tono conciliador, dándose la vuelta con las manos en alto muy lento, para intentar cubrir a Catherine con su envergadura.
—Lo que es vuestro…
—No tenemos nada de valor. Marchaos antes de que lo lamentéis —le replicó respirando en parte tranquilo al ver que no era un hombre del rey, sino un simple cuatrero.
Erroll sabía que no podía juzgar a su enemigo por la primera impresión. El hombre era de complexión ancha y se veía fuerte, algo más joven que él, también rubio y hasta diría que atractivo. El irlandés apretó la mandíbula con desaprobación. Estaba en clara desventaja sin sus armas, ¡pardiez!
—¿No? Yo veo algo que vale más que el oro y lo quiero —replicó apartándolo con desdén para ver a la gata.
—No vais a tocarla —sentenció Erroll con firmeza y volviendo a su lugar.
—Os llevo un rato observando y me gusta cómo vuestra gata afila las uñas. ¿Así la habéis llamado, no? Además, no la tocaré si a ella no le place, pero que deseará tocarme a mí, os lo aseguro… —respondió el recién llegado petulante, sabedor de que era bien parecido.
—¡Jamás! —exclamó interponiéndose de nuevo en su campo de visión.
—¿Qué más os da? La mujer no es vuestra. Os he oído hablar antes, que ella decida —Y haciendo a un lado a Erroll, le preguntó—: ¿Qué decís, preciosa? ¿No queréis que yo termine lo que este necio ha empezado? Vengo bien armado… —rio.
Erroll dio un paso al frente, cada vez con menos paciencia, pero el cuatrero lo frenó.
—¡Eh, eh, eh…! No me gustaría que la gata presenciara como os ensarto, amigo. Ya sabéis cómo son las mujeres con la sangre y no voy a perder la oportunidad que vos habéis tenido.
Catherine dejó su posición y se colocó al lado de Erroll para ver mejor a su oponente. El irlandés estaba desarmado y era evidente que empezaba a ponerse nervioso, cualquier equivocación podía ser fatal a esas alturas. Miró al cuatrero con curiosidad, pues no todos los días se peleaban por ella dos hombres en apariencia física sin par.
—¡Menudos ojos, gata! —exclamó sonriente al ver la supuesta buena predisposición de ella—. No podía ser el nombre más apropiado, preciosa.
Erroll intentó volver a ponerla a recaudo tras él, pero ella se negó.
—La gata va a elegir y me elegirá a mí —se jactó fanfarrón—. Tenedlo claro.
Catherine tuvo que controlar las ganas de reír. Ese hombre tenía un ego casi tan grande como Erroll.
—¿De qué os quejáis, hombre? —siguió en su afán de quedar encima del irlandés—. Vos la habéis gozado primero y si hubiese querido os habría matado en pleno acto.
—¿Os he de dar las gracias, entonces? ¡Voto a Dios! —replicó Erroll burlón y asqueado alzando una ceja.
—Con haceros a un lado será suficiente, gracias —le dijo el cuatrero ocupando con maña su lugar.
Catherine vio cómo los puños de Erroll estaban listos para noquear al intruso, pero no podían arriesgarse a que fallara o a que esa bestia fuera tan fuerte como aparentaba. Ella guardaba un pequeño estilete en el corpiño, con suerte, si lo engatusaba… Sin embargo, un movimiento a lo lejos atrajo más su atención. Frenó con un gesto a Erroll y este masculló una maldición.
—No hay cosa que me excite más que el ulular de un búho —susurró coqueta, aunque sonrojada.
Erroll la recordó arrebolada entre sus brazos, con ese ligero rubor en las mejillas y suspiró sin poder evitarlo. La gata se acercó más al cuatrero de lo que por pudor se consideraba correcto y le preguntó:
—¿Sabéis hacerlo?
Erroll la miró extrañado por sus palabras. El presuntuoso alzó una ceja y se relamió, mientras la cogía por la cintura y le dedicaba una mirada triunfal al otro.
—Sus deseos son órdenes para mí —musitó hechizado por sus ojos y emprendió el canto.
Catherine entreabrió los labios para distraerlo y acarició su pelo rubio y pajizo, complaciendo sus últimos hálitos de vida. El silbido de una flecha rasgó el canto del búho, haciendo que la víctima abriera mucho los ojos y cayera de bruces ante ellos. Le había atravesado el cuello en dos. Las gotas de sangre moteaban el rostro de Cat que, paralizada por completo, dio un paso atrás chocándose con Erroll.
—Pero qué… —comenzó a decir este.
—Han llegado —dijo ella simplemente, aún con voz temblorosa.
Erroll estaba confuso e incapaz de reaccionar aún. Se fijó en la flecha y cayó en la cuenta sonriente.
—¡Sí, han llegado! Justo a tiempo. ¡Vamos, Cat! —exclamó, recogiendo los pellejos de agua y llenándolos con rapidez—. No hay tiempo que perder.
Cogió a la joven de la mano y tiró de ella durante todo el camino de regreso. Catherine lo seguía en silencio, aunque a veces echaba la vista atrás. Temblaba. Sabía que Neall era bueno con el arco, se lo había demostrado muchas veces, pero estaba realmente impresionada y con un nudo en la garganta del que era difícil librarse. Cuando llegaron al improvisado campamento, Ayden recibió a su amigo con un puñetazo en el estómago que lo dobló en dos. Ella se soltó de la mano asustada y dio dos pasos atrás, sintiendo que las rodillas no iban a poder sostenerla por mucho más tiempo.
—¡Diablos! ¿Se puede saber qué os pasa? —consiguió mascullar el irlandés al cabo de un rato sin aliento.
Neall y Darren no intervinieron. Se mantuvieron con los brazos cruzados, expectantes y funestos. Se situaron tras Ayden como muestra de apoyo. Catherine miró a su alrededor, pero era cierto, estaban solos. Una extraña congoja la fue aprisionando por segundos. Sabía que no debía intervenir, pero ¿dónde estaban Stace y Jacob? Los hombres seguían enfrascados en su particular lucha.
—¿Qué se suponía que debía hacer si al llamaros no solo no respondéis, sino que además no aparecéis presto? Ni un grito de alerta para saber que estabais en peligro, ¡pardiez! —le expuso Ayden con evidente enfado y propinándole otro puñetazo que lo dejó de rodillas.
Erroll calló y asumió el golpe sin un mal gesto ni reproche. Se lo merecía, pues había puesto su vida, la de Catherine y la del resto del grupo en juego. No volvería a pasar, se prometió. Ayden seguía desahogándose, nervioso.
—¿Cómo iba a saber que os estaban atacando? Pensé que…, bueno… —dijo señalando a Cat y haciendo que esta clavara los ojos en el suelo unos segundos, ruborizada—. Pues eso…, que estabais… ¡En fin…! No que un cuatrero os tenía a ambos amenazados.
—Suerte que iba solo, Erroll —apuntó Darren, aunque ante la mirada de Neall, calló.
—Nos jugamos mucho, ¡diablos! —siguió Ayden—. Estamos a un paso de Guildford. Si ese infeliz no hubiese venido solo, nos habrían quitado los caballos y posiblemente ahora estaríamos criando gordos gusanos para la eternidad. ¿Se puede saber en qué estabais pensando?
—¿O con qué más bien? —volvió a apuntillar Darren, que por primera vez tenía la oportunidad de tomarse una ligera revancha en esos años con el irlandés.
Neall lo miró tan fieramente que Darren se encogió.
—Traemos malas noticias —dijo Neall dando un paso al frente y haciéndole un gesto a su hermano para que se contuviera. Era importante lo que iba a decir y necesitaba de su aplomo para afrontar la situación.
Los ojos de Catherine se abrieron alarmados ante sus palabras y se llevó intuitivamente la mano al pecho.
—Cuando llegamos a la cabaña, había mucha gente arremolinada en la puerta. Había hombres de Worthing y soldados del rey. No sé cómo los encontraron, tomamos precauciones para que nadie supiera dónde se alojaban…
—¿Do-dónde están? —titubeó Catherine con ojos llorosos.
Neall no le respondió, ya era bastante duro lo que iba a contarle.
—Pronto se sumaron los que os habían flanqueado en la plaza por cómo iban armados y porque Worthing estaba al frente. Nos escondimos entre la gente para pasar desapercibidos. Stace salió escoltado de dos hombres armados del lugar. Su rostro estaba magullado… —hizo una leve pausa y se fijó en la reacción de la muchacha, aún estaba bien, quizás fuera más fuerte de lo que aparentaba—. Erroll, el día está refrescando. ¿No os parece?
El irlandés miró a Catherine y lo entendió al instante. La muchacha insistió:
—¿Dónde están, Neall? ¿Dónde están Stace y Jacob?
—Como os decía Neall —comenzó Darren al ver que Neall intentaba encontrar el valor suficiente para decir lo que habían presenciado—, y a pesar de tener el rostro magullado, el muy bellaco de Stace sonreía. Eso nos aturdió, sobre todo cuando vimos salir en sacos lo que debía de ser...
La joven se llevó las manos a la boca y ahogó el grito en sus manos. Erroll le pasó el brazo por los hombros para sostenerla. Temblaba como una banderola azotada por el viento en medio de una tormenta. Si seguía así…, se desplomaría.
—¡¡¡No, no, no!!! —gritó desconsolada Catherine, aferrándose al pecho de Erroll y llorando—. No puede ser, ellos no, no…
El irlandés la sostuvo, dejando que llorara aferrada a su hombro, maldiciendo en silencio que Darren no supiera mantener la boca cerrada y estuviese dando tantos detalles innecesarios.
—Stace acabó ahorcado y arrastrado con una soga al cuello por todo el pueblo…
Neall le pegó un codazo en el costado al pelirrojo y lo parapetó al observar el destello de ira en los ojos de Erroll y de su hermano. No era momento de discutir ni de pelearse, por mucho que desease ser el primero en hacerle saber a Darren un par de cositas sobre modales.
Catherine no podía respirar bien. Abrió la boca y cogió aire con angustia. Sentía que se estaba mareando, pero no podía dejar de repetirse sin descanso que Darren y Neall se habían equivocado, que no era posible… que Jacob… No, no podía ser cierto, sollozó entre lágrimas.
—Todo pasó muy rápido, Catherine. Os juro que no pudimos hacer nada por ellos. Stace hizo un quiebro y se zafó de sus custodios. Fue la muchedumbre la que no le dio la oportunidad de escapar —se excusó Neall con profundo pesar, asqueado porque se hubiesen tomado la justicia por su mano con un anciano ciego y le hubiesen echado el lazo como a una bestia, arrastrado por un caballo hasta la muerte por toda la villa. También estaba enfadado por el modo en el que Darren había relatado el final del chico.
Ayden avisó a Erroll de que la gata estaba a punto de desmayarse. El irlandés la tenía bien cogida por los hombros, pero la asió por la cintura para evitar que se desplomase. Apenas tuvo tiempo de cargarla cuando notó que su cuerpo se quedaba laxo. Se sintió protector, posesivo y su dueño… A pesar de su fuerza, Erroll tuvo que dar un paso atrás para sostenerla bien. Saber el final que habían tenido Stace y Jacob, lo había dejado con mal cuerpo. Resopló. No podía con la impotencia y la bilis hasta que la miró a ella, rendida en sus brazos por la aplastante noticia.
No era puro deseo lo que los unía. Sus fuertes manos le sudaban de puros nervios y su cabeza echaba humo. La había puesto en peligro hacía un momento y la reprimenda de Ayden no era nada comparada con la que se estaba dedicando a sí mismo. Sus compañeros pendientes de la misión, de que todos estuviesen a salvo y él solo pensando con su maldita entrepierna. Darren tenía razón, aunque… ¡que le asparan si se lo iba a decir! Ya hablaría con él sobre cómo dar noticias. ¿Cómo se le ocurría decir algo así a bocajarro? ¿Y le decía a él que tenía menos tacto que un borrico? «¡Maldito Stewart!», refunfuñó.
Erroll la miró con ojos de corderito degollado y, si no fuera porque la tenía en brazos, se habría abofeteado la cara. Él no tenía corazón, no tenía nada que ofrecerle salvo el intentar desenamorarse de una vez por todas de la arpía y ser libre. Sin embargo, el mero aroma de la gata lo volvía loco, en celo, vivo… Sí, ese cuatrero había dado en el blanco. No se había saciado de ella. Nunca lo haría, le decía una voz en su interior que parecía imposible acallar.
Sin mediar palabra, la llevó hacia un lugar más tranquilo y se sentó en lugar seco mientras la arropaba con su propio plaid hasta que se recuperara. La abrazó con fuerza, acariciándole inconscientemente el brazo y dibujándole el perfil del mentón. Catherine se aferró a su calor como si su vida dependiera de ello. Él le susurró palabras de consuelo, a la vez que le refrescaba el rostro y el cuello con un pañuelo húmedo. Él lo hizo también, si cabe con más urgencia, pues el contacto bajo la manta ponía su cuerpo tenso, presto y dispuesto. ¡Jesús, con la gata!
Sabía que estaba despierta, pero necesitada de consuelo y la abrazó aún con más fuerza. ¿Quién confortaba a quién realmente? Él también sentía la muerte del viejo y la macabra muerte del muchacho. Ella gimoteó como si le hubiese leído el pensamiento y la besó en la frente. Suspiró.
Sus tres amigos se alejaban para dejarles intimidad o para resolver cuitas pendientes. Tarde o temprano tendría que pedirle disculpas al mayor de los Murray y darle las gracias a Neall por tan fabuloso tiro. Le debía una… más.
Ayden aguardó a que los tres se encontraran lo suficientemente lejos de la pareja como para que no pudieran escucharlos. Tomaron el sendero que llevaba al riachuelo, justo el opuesto que habían tomado Erroll y Catherine para no encontrarse con el cuerpo del cuatrero, y en cuanto dejó de verlos, el mellizo Murray no tuvo tantos miramientos como el irlandés y cogió del cotun a su futuro cuñado, para sorpresa de Neall.
Los ojos de Darren se abrieron asustados, con un velo de ingenua ignorancia. No entendía la reacción del, siempre comedido, Ayden. No obstante, el capitán escocés no se apiadó de él y le dejó muy claro que su actitud había sido impropia de un caballero. Neall se abstuvo de intervenir por segunda vez en lo que llevaban de mañana, pues opinaba igual que su hermano.
—¿Cómo se os ocurre? —le increpó el mellizo apretando los dientes y marcando la mandíbula, bastante enfadado.
—Yo…
—Es lo más parecido a una familia que tenía —le espetó alzando más la voz y agarrándolo con más ímpetu de los ropajes.
Neall intentó en vano separarlos cuando vio que su hermano descargaba en Darren algo más que la rabia por su falta de tacto. También que empezaba a ganarse de nuevo el apodo, recuperando su habitual fuerza de oso a pasos agigantados. ¡Cualquiera diría que le sacaba casi cinco dedos de altura! No sería él quien se enfrentara de motu proprio al mellizo estando enfadado. Se arrepintió de haberles dado alcance antes de llegar al castillo, pues estaban muy cerca. Ya en la muralla se habrían centrado en la misión y, después de resuelto todo, habrían buscado la mejor manera de notificar la tragedia. ¿Por qué pelearse ahora que estaban a nada de rescatar a Leena y los niños? Darren siguió excusándose. ¡No se había inventado nada!, repetía una y otra vez.
—¿Por qué os ponéis todos así? —replicó el Stewart, que no entendía nada en absoluto—. Porque le dulcifique la historia a Catherine no va a cambiar que han muerto. Además, ella tiene un abuelo, si mal no recuerdo.
—Pero, ¡Stace y Jacob eran su familia también! —intervino Neall, que no había dicho nada hasta el momento—. Al menos os podíais haber ahorrado los detalles. Decirle a una mujer que sus compañeros han sido descuartizados y masacrados por el pueblo…
—¿Y no es cierto? No pudimos hacer nada. A Jacob lo sacaron en tres sacos y Stace se aventuró como loco hacia la multitud. Lo raro fue que no le hubiesen hecho lo mismo que al malabarista y que decidieran ponerle la soga al cuello y llevarlo a rastras hasta que se le saliese la lengua negra como el carbón de la garganta.
—¡Diablos! ¿Acaso no tenéis sangre en el cuerpo? —le gritó Ayden enfadado y apenado por la vileza cometida—. Hemos convivido con ellos estos días y parece que no lamentéis su muerte.
Darren se llevó las manos a la cabeza y resopló.
—¿Creéis que es fácil para mí asumir que he llegado tarde, que hemos llegado tarde? —rectificó mirando a Neall.
El aludido se rascó la barbilla, bufando y fijando la vista en el suelo. Neall jamás olvidaría la imagen de los sacos ensangrentados saliendo de la posada y de Stace arrastrado por la bestia, pues había rememorado la muerte de su padre con él. Darren no se había percatado de la similitud y siguió hablando, necesitado de desahogar su alma, de liberar esa cadena que parecía que le sujetaba a la vez el cuello.
—Ese muchacho no tenía ni diecisiete años —añadió Darren abatido— y Stace, aunque hábil, era un anciano casi ciego. Ese Worthing sabía que volveríamos, que nos quedaría claro el mensaje.
—¿Qué mensaje? —le interrumpió contrariado Ayden que, al estar enfadado, no conseguía ver con claridad lo que insinuaba el Stewart.
—Que nadie le estafa y quien lo hace…
Ayden resopló. Era cierto, solo quedaba Catherine del grupo de artistas. Se pasó las manos por el pelo y miró breve hacia el improvisado campamento, donde habían dejado a Erroll con Catherine.
—¿Creéis que ella está en peligro también? Ese hombre que abatí antes… —indagó Neall, encajando el engranaje que faltaba en sus propios pensamientos.
—Pudiera ser —dijeron Darren y Ayden al unísono. Ambos se miraron y sonrieron un instante, dándose una tregua.
—¿Deberíamos decírselo?
—No tenemos pruebas y solo la preocuparíamos. Dejémoslo en que fuera un mirón enardecido por la pasión de la pareja.
—¿Es que ellos…? —empezó a preguntar Darren, aunque no terminó de preguntarlo ante la mirada reprobadora de los hermanos.
—Quizás, con nosotros estar pendientes…, sea suficiente —se apresuró a contestar Ayden, buscando la aprobación de su hermano.
—¿Ni siquiera a Erroll? —inquirió contrariado Darren.
—A Erroll menos que a nadie —instó Neall.
Darren entornó los ojos sin entenderlo.
—Está empezando a creer que Catherine es la gata, pero necesita tiempo para zanjar definitivamente lo de Kelsey… Si supiera que está en peligro, se precipitaría.
—Si es «ella»… —dijo el pelirrojo enfatizando el pronombre—, ¿qué problema hay? Además ya se la ha llevado a la cama y al bosque… —añadió sin poder evitar mostrar una sonrisilla—. ¿Qué más da?
Neall puso los ojos en blanco, al más puro estilo Leonor, invocando toda la paciencia posible. ¿Cuándo iba a madurar Darren? ¿Cuándo? Pero no fue él quien le explicó esta vez por qué debían callar lo que sabían.
—Pues que, al primer problema con la gatita, añoraría a la arpía y se iría todo a pique.
Neall asintió.
—Entiendo… Tiene su lógica —Darren hizo una pausa antes de continuar—. Yo… Lo siento. Quizás no haya sido la mejor forma de decirle lo de Stace y Jacob a Catherine. Le pediré disculpas. Lo que menos he deseado era que se angustiase.
—Eso lo sabemos —opinó Ayden—. Olvidémoslo, ¿de acuerdo? Emprendamos camino. Tomaremos una comida consistente en Wanborough y al amanecer estaremos en Guildford.
—No hay más tiempo que perder, càraidean —exclamó con énfasis y como si el destino le hubiese restado de golpe veinte años menos.
Los hermanos se miraron y sonrieron.
—Bràthair, ¿habéis pensado que los bebés pueden parecérsele? —le preguntó Neall con sorna a su hermano a media voz.
—¡Os he oído! —exclamó Darren unos pasos por delante de ellos, dándose la vuelta y señalándolos con el dedo acusador y una sonrisa en la cara.
—Y también podrían parecerse a vos…
—¡Dios os libre! —replicó riéndose Neall y dándole un codazo a su hermano para devolverle el ánimo.
Castillo de Guildford, 27 de septiembre de 1335.
Cuando habían entrado en el castillo la mañana anterior, el grupo que formaban Catherine y los escoceses se habían encontrado con que no había ni un alma en los alrededores. El mellizo había sentido una aprehensión en el pecho tan fuerte que a punto había estado de bajarse del caballo. Los alrededores de la muralla estaban quemados, las copas de los árboles parduzcas y medio desnudas, los jardines debían de haber sido hermosos, pero en la actualidad no eran más que la antesala del mismísimo infierno. El olor era igual de nauseabundo dentro que fuera del recinto y aún se masticaba el olor inconfundible de la carbonilla y de… putrefacción.
—¡Diablos! ¿A qué huele? —había dicho Erroll nada más cruzar el portón de la muralla y se tapaba el rostro con un pañuelo con repulsa.
Ayden recordó cómo todos habían azuzado sus monturas hasta llegar a los pies del castillo asqueados por ese olor que se impregnaba en las fosas nasales y la garganta. Nadie los conocía, ni sabían de su llegada y aprovecharían el factor sorpresa, pero esta se la habían llevado ellos sin lugar a dudas.
Durante aquella cena en Wanborough, que en esos instantes se le antojaba al mellizo tan lejana, habían pensado llamar a las puertas de la prisión con la excusa de que eran comerciantes que se habían perdido. Los cinco fueron incapaces de cambiar la expresión del rostro. Horror y desolación… además de ese inconfundible olor a muerte en cada rincón de ese castillo maldito los tenía con las entrañas anudadas a la garganta. Se habían encontrado la torre principal cerrada a cal y canto al llegar y ni un alma por los alrededores. Habían tardado mucho en decidirse cómo entrar sin dar la voz de alarma... ¿Acaso había alguien que pudiera darla?
Ayden recordó que había tragado saliva con dificultad, temblando, repitiéndose que Dios no podía haberle hecho llegar tarde por segunda vez. Se había aferrado con fuerza a la empuñadura de su claymore para aunar el temple necesario para afrontar lo que el destino le deparase. Estaban en manos de Dios, o del destino, o de quien quiera que fuese. Neall le había pasado un brazo por el hombro y eso lo había reconfortado. Él lo había mirado con pesar, sabiendo a la perfección lo que su hermano estaba cavilando.
Todo había ocurrido tan rápido y a la vez tan lento que el mero hecho de recordarlo lo acongojaba. Catherine se había ofrecido voluntaria para acceder por uno de los ventanucos que daban a las partes altas del castillo y así abrirles la puerta principal, pues ni un alma había por esos lares. Ella era la más ágil y menuda y, en caso de necesitarlo, ellos podrían cubrirla ante cualquier imprevisto. Habían sido tantas las ganas de estrechar a su «petirroja» en sus brazos que el mellizo no había valorado el peligro que hubiese sido el encontrarse a alguien armado en su interior.
Los minutos habían ido pasando y el silencio los asfixiaba con sus huesudos dedos de aire en la garganta, las entrañas o el corazón. La angustia de no saber de la joven, de que no se hubiese asomado a una de las ventanas con rapidez y nada más entrar, les había llevado a pensar mil tragedias, pero lo peor había sido ver que ella misma había abierto sola la puerta principal para brindarles paso, tan blanca como una luna llena de Samhuinn, tan decrépita… como un fantasma.
Los recuerdos de Ayden se confundían a partir de entonces. No sabía si le había preguntado a Catherine dónde estaban o si había corrido escaleras arriba como un loco. Solo recordaba silencio y su dedo señalando la planta superior. Evocó, sollozando, cómo había buscado en cada una de las estancias sin resultado alguno hasta que había llegado a una y el corazón se le había parado literalmente hasta descubrir que ese cuerpo tumbado y torturado no era de una mujer, sino el de un hombre.
Lo habían encontrado tirado, amarrado a un tosco taburete y dentro de una jaula. La habitación estaba ricamente ornamentada y, por los objetos personales que había en ella, debía haber pertenecido a un hombre, posiblemente al sheriff de la prisión. La víctima parecía haber muerto a causa de las heridas y entre sus propios excrementos. Pero ¿quién era? ¿Qué había hecho para merecer tal castigo? Las preguntas venían a la mente de Ayden en la soledad de sus pensamientos y como venían se iban sin respuesta, porque ninguna era lo suficientemente racional para justificar ese salvajismo desmedido.
El hombre estaba atado de pies y manos, terriblemente torturado hasta el punto de haber tenido que mirar hacia otro lado con ganas de vomitar. Las moscas entraban y salían de las cuencas de sus ojos vacíos sin tanto miramiento. Entre Ayden, Neall y Darren colocaron el taburete en su sitio y con él a su víctima. Catherine esperaba fuera de la estancia, claramente afectada por el descubrimiento.
Los ropajes que la víctima llevaba parecían ser de buena calidad, como si hubiese estado preparándose para un festejo importante. La camisa estaba ajada y el chalequillo abierto. En su abdomen, su verdugo se había entretenido en grabarle con el filo de una daga la palabra: «traidor».
Recordó haber dado unos pasos atrás y cómo las piernas no le habían respondido al descubrir que no era la única jaula de la estancia, pues al fondo de la misma, había un enrejado semi oculto con vistas a la cama. Había temblado tal y como lo hacía en ese instante, pues tenía la indudable certeza de que su amada Leena había estado allí dentro. ¿El por qué? Ni él mismo se lo explicaba, ni tampoco el cómo ni ninguna de las miles de preguntas que se le amotinaban en la cabeza. Simplemente, lo sabía.
Estaba roto… ¿la encontraría?
Ante la falta de respuesta, Ayden había blasfemado tan alto y tan fuerte que su hermano, sus compañeros y Catherine se habían estremecido y aguantado las ganas de unirse a su clamor. Su desgarro no era cosa de este mundo y todos habían coincidido en que sería prácticamente imposible encontrar a la joven y a los pequeños con vida. Había estado suplicando, llorando y sollozando… ¿durante cuánto tiempo? Como si le importara, él era un hombre herido de muerte y la esperanza se había desplomado a sus pies. Ella no estaba y él había vuelto a llegar tarde.
¿Por qué el sheriff tenía una jaula humana dentro de sus aposentos, por el amor de Dios?, se había estado preguntando durante todo ese tiempo. ¿Y quién era el demonio que le había hecho semejante aberración a aquel hombre? Y si ese era el sheriff…, ¿dónde estaban el resto de reclusas?
Ayden había vuelto a los pies de la victima, en un intento de encontrar alguna pista o para despedazarlo con sus propias manos si se trataba de ese malnacido, o para arrancarle una confesión a su alma si alguna vez poseyó una. Se estaba volviendo loco, pero Leena había su razón de vivir durante todo ese tiempo. No podía renunciar a ella y seguir viviendo, sin ella, no quería vivir.
Recordó cómo se había terminado sentando un instante al lado del cuerpo torturado, con la cabeza entre las rodillas, intentando pensar con claridad. La estancia le daba vueltas. Darren y Neall habían aprovechado para cachear a la víctima en busca de las llaves que le abrieran las mazmorras o alguna pista de dónde estuvieran, porque en la estancia no había rastro de ellas.
Sin embargo, un silencio en la conversación nerviosa de Darren le había hecho mirarlo sorprendido y como tal se había quedado él al ver el objeto que tenía entre los dedos: su broche. No había duda de que era el suyo por la cabeza de oso y las inscripciones gaélicas en la parte posterior que le había hecho grabar su padre.
—Este hombre está vivo —había mascullado Neall además en ese instante.
Darren había dado un paso atrás temeroso.
—No puede ser…
La conversación, los gestos, los sentimientos de angustia los había revivido incesantemente en esos días, sumido en un maldito bucle que sabía que lo terminaría volviendo loco. ¿No lo estaba ya? Ni siquiera tenía hambre, aunque la sed empezaba a resecarle no solo la boca, también la percepción clara de su alrededor.
El grito de Erroll los había alertado desde fuera, cuando los había mandado a llamar para que acudieran prestos a las mazmorras. Él había dudado de si acompañarlos, más aún cuando ese hombre seguía aún con vida y podía darles alguna respuesta. Pero ese pobre infeliz era incapaz de tomar prestado más que el aire que respiraba.
—No hablará. Es imposible —le había dicho su hermano, haciéndolo a un lado.
Seguramente, Neall habría observado lo afectado que él estaba, pues lo había parapetado con su cuerpo para ahorrarle ver cómo le clavaba la daga curva en el corazón a ese pobre infeliz para que dejara de sufrir.
La aprehensión volvió a su estómago como una losa al rememorar cómo el hombre extrañamente había sonreído al poner fin a su vida. Darren, asqueado y maldiciendo, se había dirigido hacia la puerta para adelantarse a la llamada de Erroll.
—Gracias, bràthair… —le había susurrado él.
Neall le había dado un abrazo como respuesta. Su hermano pequeño haciendo su propio papel… ¡Cuánto había extrañado esa camaradería antaño!
Allí estaba solo. Dos largos días y los que quedaran hasta que le viniera el día de su muerte. El viento sopló con fuerza haciendo crujir las ramas de los árboles. Ayden abrió los ojos sobresaltado, deseando que todo se tratase de una maldita pesadilla, pero no, ahí estaba, desolado y sobre esa tumba. ¿Por qué?, gritó a la nada esperando una respuesta que jamás tendría.
—Mi Leena…, mi dulce petirroja… Mo ghrà, llegué tarde… ¿Podréis perdonarme? —No hacía más que repetirse Ayden sin descanso mientras chocaba una piedra contra otra, abstraído en su propia tristeza y reflexiones.
El encontrar los cuerpos calcinados en el jardín lo habían desmoralizado aún más. Crispado, había buscado en cada uno de ellos las pruebas que le demostraran que no se trataba de ella. El alivio inicial pasó a la máxima tristeza cuando, en los jardines, encontraron aquel maldito montículo de piedras con un cartel que ponía el nombre de su único amor. Al menos, Leena había tenido una sepultura digna y un cartel que la recordaba, se había dicho en un intento de hallar algún consuelo, pero el dolor había sido tan demoledor que, si no hubiese sido por su hermano, en ese momento se habría herido mortalmente con su propia espada.
Quiso llorar. ¡Maldito Neall! ¡Siempre tan inoportuno! ¿Por qué no le había dejado hacerlo? Quería reunirse con ella y con sus hijos. ¿Por qué no lo comprendían? No quería seguir viviendo, no así: solo, consumido en su propia tristeza y seco.
Se había deshecho de Erroll y del resto como un oso herido y enjaulado, a manotazos, desgarrado por el dolor. Los había injuriado y arremetido contra ellos con todas sus fuerzas, los había echado como un loco a mandoblazos, fuera de sí y al borde del llanto, hasta que ellos se habían ido finalmente cabizbajos, sabiendo que no podrían hacer nada para consolarlo hasta que él lo quisiera, pero no había consuelo para él. No lo había…
Había despedido a punta de espada a sus amigos e incluso había marcado la garganta de su hermano con el filo de su claymore. Buscaba con desesperación reunirse con ella, poco le importaba ya en esta vida… Recordó cómo Erroll se había interpuesto entre él y Neall y había intentado hacerlo entrar en razón sin resultado. Estaba destrozado, pero no se arrepentía de haber llegado a ese extremo con tal de estar solo.
Y sin embargo, Neall había sido el último en marcharse, temeroso de que cometiese una locura. Lo conocía bien. ¡Se parecían tanto! Cada vez más… Era asombroso cómo ya lo que más distaba entre ellos fuese un simple color del cabello. Había entendido que la locura le habría hecho sentirse presionado, enjaulado de nuevo, al límite del abismo y había soltado la cuerda para que no se asfixiara con ella ni se rompiera. Lo había comprendido y le había dado tres días para volver a verlo. «No más», le había dicho con rotundidad. Él había asentido, sin saber muy bien a qué, pues pasado ese tiempo, no encontrarían más que un cuerpo sin vida. Lo tenía claro.
Pero, en realidad, ¿cuánto llevaba allí postrado ante su tumba? ¿Un día? ¿Dos? ¿Una maldita eternidad? Ayden resopló y sollozó de solo recordar lo sorprendidos que se habían quedado al ver el broche y la inscripción grabada a punta de daga en el pecho de ese hombre. «Traidor, traidor…», se repetía. Esa alevosía tenía la firma de alguien muy conocido. Quizás ese bellaco había vengado la muerte de su amada y de sus hijos, pero seguía odiándolo con todas sus fuerzas. No le confería el perdón. ¡No podía! Por su culpa se había desencadenado todo, por el odio desmedido que le tenía a su familia desde pequeño.
Pasó la mañana emborrachado de sus propias lágrimas y de la lluvia que cayó y que no sintió sobre su cabeza. Después aparecieron unos tímidos rayos de sol tras la tregua que había dado la tormenta. El capitán escocés apretó con fuerza el broche de oso hasta sentir dolor, hasta clavar la aguja en la carne. Sabía que lo había llevado con ella, pero no al final… No sentía ni frío ni calor, no sabía la hora que era ni le importaba. Solo que había pasado algo más de día y medio agarrado a esas rocas y odiándose por no haber llorado antes. Comprendió por fin que había llovido porque tenía las ropas húmedas. Estaba muerto o le faltaba poco, pensó. Su cuerpo se estremecía, delirante por la fiebre, pero él solo quería acabar con su desasosiego. Ella había mantenido la esperanza de volver a verlo en ese infierno como él había hecho en las mazmorras del Castle Rock. ¿Por qué llevaba ese hombre, fuera quien fuese, el broche en uno de sus bolsillos? Jamás lo sabría.
Comenzó a hipar, angustiado y sacó la daga tembloroso, mas terminó lanzándola al suelo, a unos palmos de la tumba. Ese huerto estaba marchito, como su corazón. Había claros montículos de piedra y arena que advertían que Leena y los pequeños no habían sido las únicas víctimas. ¿Habría habido algún tipo de devastadora epidemia?
Él nunca se había sentido tan vacío como en ese momento. Era una cáscara yerma con el único deseo de morir cuanto antes. Sollozó. Estaba solo… Solo estaría por el resto de su vida. Acarició el montículo de piedras y arena con nostalgia. Si fuera valiente, si lo fuera… ya estaría junto a ellos. Notó como las gotas de sus propias lágrimas oscurecían la piedra y se limpió el rostro con la manga. Estaba solo… Las imágenes se confundían en su cabeza y sintió cómo su estómago gruñía como un trueno, desesperado por falta de alimento. Quiso acallarlo con su daga. Matar a ese oso que se rebelaba en su interior.
Miró el broche que aún tenía en la mano izquierda con expresión triste y el ansia de devolvérselo a ella lo superó. Ayden removió las piedras con una necesidad imperiosa y agónica de ver su cuerpo. Sabía que le mortificaría, que no superaría verla en ese estado, pero lo que lo conmocionó fue descubrir que allí no había nadie. Se sentó desesperanzado y primero se rascó la coronilla, para terminar con la barba con desespero.
¿Qué significaba eso?
Se arrodilló sobre la tumba más pequeña y la despejó de rocas, arañó la superficie dura de la tierra durante unos minutos pero allí tampoco había nada. Esa tierra nunca había sido removida, ni arada para la siembra. Era dura y pedregosa. Nadie podía haber sido enterrado allí. Tan absorto estaba el mellizo en sus pensamientos que no se dio cuenta de que se acercaban un par de caballos. Uno de ellos se quedó a prudente distancia. El otro era una bestia tan imponente como Gigante, que hizo que el escocés cayera de bruces para no ser pisoteado.
Ayden nunca había sido hombre de renegar de todos los Santos, pero llegado a ese estado de nervios, lo hizo sin importarle la crudeza y el tono de los mismos. Habían estado a punto de aplastarlo con la bestia y no sabía si agradecerle la consideración o encomiarlo para que lo reconsiderara, dado el caso. El caballo le bufó en la cara y buscó su perdón en cierta forma. Ayden no podía ver a contraluz quién montaba a la bestia, pero reconoció rápidamente la risa del malnacido. ¿Kenion? ¿Habría muerto y el mismísimo demonio venía a recogerlo?
—¡Mirad quién nos encontramos aquí! Pero si es el cobarde que dejó sus tierras, el traidor a su rey, a su patria, a su clan y, como no, a la mujer que amaba…