CAPÍTULO 07
OBSESIÓN
Edinburgh, Escocia, febrero de 1335.
¿Cuánto tiempo había pasado? Ayden estaba empezando a preocuparse por esa extraña costumbre de desmayarse tan propia de su cuñada. Solo que él no era Leonor y Erroll tampoco se parecía mucho a Sir Symon Lockhart, ya puestos.
Ayden se rascó la coronilla y adaptó los ojos a la penumbra. Estaba solo en la celda y se inquietó. El murmullo de una gotera y los sonidos de los roedores rompían el silencio del lugar. «¡Malditas ratas!», pensó, arrastrándose como pudo hacia el rincón opuesto hasta el punto de mimetizarse con las piedras de la pared.
Los juncos del suelo eran nuevos y olía a hierbas y aceites. Tuvo miedo de mirarse las piernas y engurruñó los dedos de los pies instintivamente. Suspiró al saber que no los había perdido y que, aunque le dolían como demonios, estaban ahí. Se sentía cansado y débil, tanto que le pareció un mundo arrastrarse de nuevo para coger la escudilla para orinar. ¿Dónde estarían todos y cuánto tiempo habría pasado desde…? El recuerdo del olor a carne y pelo quemado le hizo arrugar la nariz y frotarse las mejillas con fuerza. Estaba tan absorto en refregarse la cara que no se percató de la presencia de Sir Richard al otro lado de la reja.
—Veo que por fin os habéis despertado.
Ayden pegó un pequeño brinco y el vello se le erizó. La voz del carcelero se le antojaba ronca y juraría que había cierta emoción contenida en sus palabras. «Me estoy volviendo loco… este hombre no tendría buenos sentimientos ni por su madre», pensó sacudiendo la cabeza, ante la mirada atónita y algo risueña de ese malnacido. Pero ahí estaba, esperando a que Ayden dijera o hiciera algo, sin quitarle la vista de encima.
Se oyeron los pasos apresurados de alguien llegar por el corredor. Carcelero y preso miraron al joven que apareció junto a la cancela. La luz de la antorcha permitió ver sus rasgos y el gran manojo de llaves que portaba. Era prácticamente un niño. ¿Cómo lo habían alistado al ejército con tan corta edad? El muchacho temblaba y le costaba atinar con el ojo de la cerradura. El Alguacil le quitó las llaves al tercer intento y terminó el trabajo él mismo.
¡Cualquiera diría que estaba impaciente por entrar a compartir celda!, exclamó Ayden para sus adentros, aunque se arrepintió en el instante en el que oyó decirle al muchacho que los dejara solos. ¿Qué pretendía? Instintivamente, se bajó la camisola sucia y recolocó ese pestilente tartan, que además olía aún a humo.
Sir Richard de Stone lo miró de reojo mientras cerraba la puerta y colocaba la antorcha en un lugar que le permitiera ver al preso perfectamente, después se agachó frente a él con una estúpida e inquietante sonrisa en los labios. Acto seguido, lo miró a los ojos con intensidad y el escocés arrugó el entrecejo contrariado como respuesta, teniendo que hacer un gran esfuerzo por no repeler su contacto al quitarle los vendajes de los pies.
El joven se sintió extraño cuando empezó a tocarle de esa forma tan familiar y, en cierto modo, tan íntima. Pero, ¿qué podía hacer? Ese maldito bastardo estaba disfrutando de lo lindo con la situación, mas Ayden no se sentía con fuerzas de impedir ni el revoloteo molesto de una mosca. Cerró los ojos y se dejó hacer. Si se propasaba lo más mínimo, se juró que lo mataría con su último aliento, aunque se lo llevara consigo a la otra vida.
El cuerpo del capitán temblaba y apretó la mandíbula para evitar seguir demostrándole que estaba en sus manos. Sin embargo, era incapaz de controlar sus emociones. El silencio entre ellos le estaba carcomiendo por dentro y el pulso se le aceleró sin poder evitarlo. Sir Richard tenía los dedos finos y hábiles. Los nudos de las vendas cedieron con facilidad, mientras con los suyos propios había sido tarea imposible. No había duda de que sabía lo que se hacía y de que no era la primera vez a juzgar por la rapidez con la que dejó sus pies y manos desnudos de vendas.
Ayden no pudo pensar otra cosa que un «¿y ahora qué?», mientras se preguntaba si tendría fuerzas suficientes en el cuerpo para rechazar a un hombre de la constitución del carcelero. Quiso pensar en Leena, pero desechó la idea… hacía tanto tiempo que no se aliviaba a sí mismo que si recordaba una sola vez el aroma perfumado que emanaba de sus cabellos rojos se correría.
—Cuidado en quién pensáis, capitán Murray…
¡Maldito bastardo! Seguro que había hecho algún pacto con el diablo para leer su alma. Sin embargo, era la primera vez que no le llamaba perro, o bastardo, o simplemente escocés, que en su boca era lo mismo, dado el caso.
Ayden abrió los ojos y apretó los labios para evitar decir algo. El carcelero lo seguía mirando fijamente a los ojos mientras lavaba sus pies con sumo cuidado. ¿Cuántas veces lo habría hecho? La mayoría de las llagas de las quemaduras estaban prácticamente curadas, aunque algunas aún presentaban mal aspecto. ¿Cuánto tiempo había estado a la merced de ese depravado sin ofrecer la más mínima resistencia?
La maldita celda estaba inusualmente caliente por primera vez en toda su estancia y Ayden se pasó un dedo por el cuello de la camisa para aflojar un poco el cordón. ¡Lo que daría porque no estuvieran solos allí!
Sir Richard parecía concentrado en terminar de curarle las heridas con un ungüento pegajoso que le recordaba a los que utilizaba su cuñada, pero más pestilente y denso. Fuera como fuere, estaba sanándole las heridas y debería estarle agradecido, aunque no lo estaba, pues de no ser por él… no las tendría. Cuando terminó de vendarle de nuevo los pies, el Alguacil le frotó con los restos del ungüento las rodillas y se terminó de limpiar en un pañuelo de lino bordado que sacó con cuidado de su capa.
Ayden había contenido la respiración al sentir sus manos, suaves por el ungüento, calentándole la piel y Sir Richard se carcajeó en su cara mientras se levantaba y le daba parcialmente la espalda, momento que aprovechó el joven para recomponerse las telas de su tartan.
—¿Dónde quedó ese rostro fiero e impasible que no transmitía más que orgullo?
Ayden no contestó y bajó la mirada. No recordaba siquiera haberse quemado las rodillas, ni tampoco quedaba mucho de ese hombre al que ese bastardo se había jurado aplastar como a un gusano.
Las imágenes de las brasas acudieron a su memoria en un flash extraño. ¡Todo había ocurrido tan rápido! El cansancio extremo, Robert dando saltos tras depositarlo en el suelo, el penetrante olor a pelo quemado y la consiguiente pesadumbre en los rostros de casi todos. No, no quería evocar tales recuerdos, pues le desgarraban el alma y le levantaban el estómago. El escocés se miró las palmas de las manos con aprehensión, pero estaban totalmente recuperadas. Solo el color rosado de la carne sana le recordaba que allí había habido una lesión anteriormente.
—¡Hicisteis una carrera formidable!
El joven capitán apretó los labios y los puños, negándole la mirada al carcelero. No quería sus cumplidos, ni su reconocimiento, ni que lo curara como un padre cuando tiene al hijo enfermo… No quería más que estar solo y no deberle nada a ese ingrato. ¡¡¡Nada!!! Su mirada oscura lo inquietaba y era incapaz de pensar con claridad cuando lo tenía cerca. Solo deseaba verlo estrangulado y hacerle cada una de las perrerías que les había hecho a él o al resto de hombres.
Sir Richard percibió su rechazo y dio un paso atrás. Ayden irradiaba una furia contenida que lo enardeció hasta el punto de desear que fuese suyo. No había cosa que lo excitara más que provocarlo, sentir su empuje y su carne hincándose como garras. Se atrevió a acercarse y lo cogió por el cuello de la camisa, encontrándose con la sorpresa de esos ojos verdes, claros como el agua. También le excitó su cálido aliento, incluso el olor del sudor que transpiraba, deseó saborear sus labios prohibidos, sentir su fuerza arrolladora bajo sus manos, su abandono ante la falta de fuerzas…
Recordó el deleite de haberlo tenido solo para él esas dos semanas y el momento en el que había hecho que sacaran a Erroll de la celda a gritos para que los dejasen solos. El irlandés había hecho que llegara a temer por su vida y no había tenido más remedio que llamar a los guardias para que le prestaran auxilio.
Sir Richard había tenido la suerte de estar pasando revista a dos soldados holgazanes en la puerta que llevaba a las mazmorras, cuando supo del mal estado de su «preferido» por el relevo de guardia. Cuando llegó a la celda, había encontrado a Ayden inconsciente, malherido y con fiebres. Habían pasado dos días desde la dura prueba de noche, pero no había podido cerciorarse de su estado de salud al tener que preocuparse por el otro estúpido… ¿Cómo podía haber acabado como una bola de fuego si llevaba una clara ventaja? Finalmente, el otro había muerto y había tenido que dar explicaciones a sus superiores por ello. Había pensado dejar pasar unos días antes de volver a ver a los presos, pero saber del precario estado de salud de Ayden lo había hecho mandar al cuerno sus buenos propósitos.
La vida del capitán escocés había estado en sus manos todo ese tiempo y podría haberlo rematado allí mismo, preso de la agonía de las quemaduras y las fiebres, pero no lo había hecho. Muy al contrario, el cuerpo y la mente de Sir Richard habían reaccionado como si estuviesen arrebatándole su posesión más preciada. Y no tenía dudas de que lo era. En el fondo de su corazón, había querido que viviera más que nada en el mundo y, tras golpearlo en el estómago con todas sus fuerzas por provocarle esos sentimientos, lo había estado curando desde entonces.
Erroll se había agarrado a los barrotes de la reja y había presenciado el espectáculo de la patada. No había querido abandonar el lugar y gritaba como un poseso. A pesar de estar encadenado, se deshizo de dos guardias, por lo que tuvieron que venir cuatro más. Un palo en el cogote y lo arrastraron a una celda alejada por órdenes de Sir Richard.
Ya a solas, el carcelero se dedicó por entero a Ayden. Cada día había ido a su encuentro, mañana, tarde y noche, le había hecho tragar caldo a pequeños sorbos, cuidando de sus heridas, afeitándolo, limpiando sus descomposiciones y aseándolo con agua perfumada en mirto. Se había olvidado de sus obligaciones, del papeleo, de los trabajos de la cantera y del resto de presos. Para Sir Richard, esas dos semanas habían sido las más felices de su vida junto al joven capitán. Ayden era… no, jamás pronunciaría lo que su corazón sentía por ese joven.
Cuando esa mañana se lo había encontrado despierto, se había sentido victorioso por segundos y defraudado por momentos, pues sabía que jamás volvería a tocarlo con la misma libertad y de la misma forma con la que lo había estado haciendo esas semanas. Ya no estaría a su merced, salvo que hiciera oídos sordos y lo llevara a sus aposentos. «¿Y luego qué?», se reprochó a sí mismo, clavando sus pupilas en el bello rostro del joven capitán. «¿Acaso un hombre como Ayden accedería de buen grado a sus demandas? ¿O lo repudiaría como en su día hizo su padre?»
Sintió cómo el mero aliento especiado del joven y el leve calor que emanaba de su cuerpo azuzaba su entrepierna peligrosamente. Ayden lo hacía sentir vivo como nunca antes lo había conseguido hacer otro, pero no se sentía con fuerzas para pasar de ahí. Ahora podía leer en sus ojos claramente los sentimientos que le despertaba: odio, venganza… Esos que él mismo se había encargado de grabarle a fuego en el corazón. Se sentía poderoso ante él. Era su amo. Sin embargo, si descubría sus cartas… No, no podía hacerlo. No podía darle ese poder. ¡Quería someterlo!
De Stone se retiró lo justo para que la evidencia de su deseo no lo avergonzara y notó cómo el joven soltaba el aliento y le temblaban ligeramente las manos. Mejor así. Aún estaba a un palmo de su cara y lo agarraba de la camisa. No quería soltarse… ¡Maldito fuera! Su verga, dura como un asta, palpitó peligrosamente en el calzón. Le sonrió y repasó de arriba abajo sus facciones. ¿Cómo conseguía seguir pareciendo un dios dentro de ese infierno?
El Alguacil memorizó cada gesto, cada pestañeo de su «preferido» como si fuera el último. Después, tendría que coger a una de sus fulanas más asiduas y terminaría con ella el trabajo que el joven había empezado sin saberlo, porque ese hombre… ese hombre era capaz de desbaratar sus convicciones morales como en su día había hecho su padre. Tan extasiado estaba con tenerlo a escasos dedos de su boca que no escuchó venir los pasos que se acercaban prestos a la entrada de la celda.
—Milord…
El silencio, tras la interrupción del guardia, le hizo soltar a Ayden y alejarse de él. No quería rumores, no quería que nadie compartiera ese momento de intimidad. Miró de soslayo a Ayden antes de centrarse en el guardia. El rubor de sus mejillas indicaba que se había dado cuenta, o al menos sospechaba, lo que le hacía sentir. Tanto mejor, así sabría a qué se enfrentaba si contrariaba sus órdenes. Volvió a sentirse feliz, como a un niño que le regalaban el caramelo más grande de la feria. Ese hombre sería suyo… tarde o temprano.
—Milord… —volvió a insistir el mequetrefe sin que le hubiese dado permiso a hablar de nuevo.
—Espero que sea lo suficientemente importante para interrumpir mis… mis… quehaceres —añadió dándole parcialmente la espalda a Ayden para que el joven guardia no pudiera seguir inspeccionándolo—. O creedme cuando os digo que vuestra cabeza adornará alguna pica de la plaza de la villa.
Al joven guardia le temblaron las rodillas y soltó la información de sopetón, sin evaluar que no estaban en una audiencia privada y tampoco solos.
—Milord, el rey Eduardo se retira con sus tropas. También le ha dado la orden a Lord John de Eltham de hacerlo hasta la llegada del verano. Mantener las posiciones frente a esos bárbaros y con las inclemencias del tiempo está siendo sumamente costoso para la corona y las pérdidas son incalculables.
Sir Richard miró al soldado con intención de fulminarlo, o descuartizarlo, ya puestos. ¿Cómo se le ocurría dar semejante información frente a un capitán escocés? Cierto que Ayden era del bando de Balliol, pero después de todos sus…, llamémosle, «juegos», dudaba que no corriera tras las faldas de su hermano Arthur de tener la más mínima oportunidad. «Por encima de mi cadáver», pensó ante la idea de no ver a Ayden casi a diario.
—Milord… —repitió queriendo llamar la atención del Alguacil, sin darse cuenta de la carta que estaba jugando al interrumpir sus divagaciones de nuevo.
El carcelero sonrió con malicia al joven soldado, dejando que el brillo de su colmillo anunciara sus intenciones. Quizás no hiciera falta los desvelos de una puta para calmar su entrepierna después de todo. Después miró a Ayden con el rabillo del ojo. El escocés no parecía muy contento con la noticia. Por un momento pensó que quizás sí fuera leal a Balliol, o si atendía a que le rehuía la mirada, se había quedado tan contrariado con su proximidad que era incapaz de reaccionar coherentemente.
—Quieren que vos preparéis la recepción real para mañana por la noche, antes de que el rey emprenda su camino al encuentro de la reina Felipa en el palacio de Woodstock en Oxfordshire.
¿Se podía ser más imbécil? ¿Realmente se podía? De Stone avanzó con clara idea de estrangular a ese mentecato, pero una mano en el hombro lo contuvo. Miró por encima la mano grande y callosa de Ayden, aún le temblaba levemente. Sintió cómo poco a poco la fuerza inicial que había conseguido frenarlo se evaporaba entre sus dedos y Sir Richard tuvo que ser muy rápido para frenar la caída a sus espaldas del capitán escocés.
—¡Maldito seáis, muchacho! ¡Ayudadme!
El soldado no sabía muy bien a quién de los dos iba dirigida tal blasfemia, pero no tardó en coger al preso por los tobillos vendados y ayudar a Sir Richard a acomodarlo sobre el desvencijado camastro que había en el suelo. El Alguacil acompañó al joven bocazas al exterior a trompicones y mandó a uno de los guardias de la puerta que trasladasen al preso Erroll Flanagan a la celda de Ayden. El guardia se puso firme y entró con el manojo de llaves en mano, dispuesto a cumplir la orden de inmediato. No obstante, Sir Richard lo frenó añadiendo que le dieran ración doble de comida a los presos ese día y caldo de ave a Ayden. Lo quería en plenas facultades lo antes posible y, cuando así fuera, lo llevaran ante él.
—Sí, Milord. Lo que vos mandéis, Milord —replicó este último diligentemente, mientras miraba de reojo al pobre muchacho sabiendo que le había caído una buena…
Al día siguiente y algo más repuesto, Ayden fue llevado ante el Alguacil. Sir Richard no pudo disimular la alegría en sus ojos al verlo en pie, sin cojear apenas del pie derecho. No se acercó, se mantuvo al resguardo de un biombo que había en un rincón y del que no perdía detalle sin ser visto.
La estancia estaba en penumbra, solo había unos cuantos candelabros colocados estratégicamente en ciertos puntos, dándole un aire de santuario al lugar. El vello de la piel de Ayden se erizó ante la mezcla extraña de olor a cuero, cera, sangre y sexo que exudaba ese sitio. ¿Eran los aposentos de Sir Richard de Stone? ¿Y qué demonios hacía él allí? Recordó la familiaridad con la que lo había tocado el día anterior y quiso dar un paso atrás, convencido de que la boca de un lobo sería mucho menos peligrosa, pero los guardias lo empujaron hacia el interior y se marcharon prestos, cerrando la puerta tras de sí.
Los ojos de Ayden se agudizaron ante cualquier movimiento. Parecía estar solo en la estancia, sin embargo notaba los ojos de alguien clavados en la nuca. Se giró sobre sí, con los puños apretados, pero no vio a nadie. Las paredes tenían salpicaduras de sangre oscura y colgaban distintos látigos acabados en puntas de una silla. Se estremeció. Había mordazas, fustas y distintos objetos de madera que no había visto jamás.
Paseó el dedo por uno de los pinchos afilados y un leve quejido hizo que lo dejara rápidamente en su sitio. ¡Qué extraño! Escudriñó la estancia sin moverse de donde estaba en un principio, pero parecía seguir solo en ella y anduvo con más libertad.
De Stone lo admiraba en silencio detrás del biombo de madera, al amparo de la oscuridad. Seguía los pasos del escocés por su alcoba, los memorizaba, así como sus reacciones ante su extenso instrumental de placer.
Tragó saliva ansioso, empalmado como nunca antes, cavilando la manera de someterlo. Serás tarde o temprano mío, se dijo. Ayden parecía un león enjaulado y él solo deseaba doblegar a la fiera indómita que escondía dentro. Un nuevo quejido, más débil que el anterior, lo trajo de vuelta de sus pensamientos. ¿Qué haría cuando encontrara al joven? ¿Lo reconocería? Con él actuaré de forma diferente, pensó.
El olor a vela era asfixiante y Ayden sentía que se mareaba ante la visión del extenso instrumental de torturas. Deseaba salir de allí a toda costa, pero la puerta estaba cerrada con llave y la ventana no parecía buena solución, contando con que era una segunda altura sobre el acantilado. Se resignó a esperar a Sir Richard y enfrentarlo, o al menos que lo encontrara anímicamente lo más preparado posible. ¡Como si fuera fácil!
La habitación irradiaba un halo de intimidad turbadora, con esa cama mullida, las sábanas desordenadas y esos sillones acolchados que hacían que el cuarto de torturas fuera un campo de rodondedros a su lado. El aire era denso, irrespirable si lo comparaba con el frescor de finales de febrero. El quejido de algo o alguien lo sobresaltó de nuevo y dudó si acercarse o no durante un momento.
Ayden apartó el diván con mucho esfuerzo y encontró a un joven desnudo, hecho un ovillo y con claros signos de hipotermia a pesar del calor de la estancia. El capitán se acercó a la cama y cogió una de las pieles para cubrirlo y ayudarlo a salir de allí. Su piel era blanca y suave como la de una mujer, pequeños cortes la adornaban, cicatrizados con cera ardiente. Su pelo estaba enmarañado, sucio y apestaba a aceites exóticos, de esos que se compran en el mercado a un precio desorbitado en esos tiempos en guerra.
El joven temblaba y murmuraba cosas que no alcanzaba a entender por más que acercaba el oído a su boca. Intentaba zafarse de su abrazo con todas sus fuerzas, pero Ayden era más fuerte y lo doblegó, en un intento de transmitirle calor. ¿Qué demonios le habían hecho? A parte de los pequeños cortes, no parecía herido… Fue entonces cuando ató los cabos y le giró el rostro en busca de respuestas.
—¡Maldito bastardo… si solo es un niño! —gritó Ayden en un intento de desahogarse al reconocerlo.
¿Dónde estaba? ¡Quería verlo, quería enfrentarse a él con el último resquicio de sus fuerzas! Sollozó, mientras abrazaba al muchacho, que había abierto mucho los ojos, sorprendido por el arrebato del escocés. Ambos temblaban, uno de impotencia y otro por temor a que se presentara el Alguacil de nuevo. Ayden sabía que los estaba mirando, que estaría observando su reacción y todo lo que tuviera que decirle.
—Él os quiere a vos —susurró el muchacho—. No pronuncia otro nombre que no sea el vuestro…
—Antes muerto… —gritó Ayden a las sombras, derrumbándose—. ¿Me oís? ¿Eh! ¿Me oís? Antes muerto…—sollozó angustiado, sin tenerlas todas consigo.
La puerta de la estancia se abrió de golpe y varios guardias accedieron al interior. Iban a darle un mensaje a Sir Richard de parte del rey Eduardo de Inglaterra cuando escucharon los gritos. Ayden dio un respingo y, aunque iban armados hasta los dientes, vio en ellos su salvación, pues no iban vestidos como los de antes, reconociendo rápidamente el uniforme de la guardia real. Sin embargo, los intrusos se quedaron algo desconcertados por la estampa que le mostraban sus ojos: ¿un escocés abrazando a un joven medio desnudo en los aposentos de Sir Richard? Muchos eran los que conocían a Sir Richard en la corte, pero jamás nadie habría pensado que… Mejor guardar silencio, si atendían a su carácter sanguinario y vengativo. Dejaron el sobre lacrado encima de una mesa y rápidamente sacaron a los dos hombres a empujones de la estancia.
Al quedarse por fin solo, Sir Richard resopló intranquilo, excitado y rabioso. Ese joven bocazas le había desvelado a Ayden sus sentimientos de la peor forma posible. ¿Lo habría creído? A juzgar por su crudeza, sí. Mas él no podía perder su posición dominante, no soportaría que lo repudiara ni que tuviera semejante baza frente a él. No, no iba a consentirlo por más que le doliera. ¡Maldito necio! ¡Preferir la muerte incluso!
—¡Pues que así sea! —murmuró Sir Richard enojado por ver sus sueños rotos.
Marzo de 1335.
Pasaron varias semanas antes de que Ayden y Erroll tuvieran noticias del Alguacil. El mellizo se mostraba taciturno y no quería hablar de lo sucedido. El irlandés prefirió esperar a que estuviera preparado para contarlo, aunque el silencio era como un abismo que se había enraizado en su amistad y parecía separarlos poco a poco.
Durante ese tiempo, las tropas inglesas abandonaron prácticamente Edinburgh, albergando solo un retén lo suficientemente numeroso como para repeler un asedio. El clima se antojaba algo más cálido que las semanas anteriores y pequeños brotes de flores y briznas de hierba despuntaban entre los mantos escarchado de los páramos. La incipiente primavera parecía abrirse hueco tras ese invierno lluvioso y gélido, que sería recordado durante mucho tiempo por ser el claro vencedor en la batalla contra los sassenachs del rey Eduardo III.
Las carreras por la explanada, el trabajo en las canteras para la total reconstrucción de la muralla, la vuelta a la celda añorando que el día siguiente fuera distinto… ¡Solo Dios sabía por qué se cumplían unos deseos y no otros! Pues allí estaban de nuevo, en fila, esperando la suerte que quisiera darles su carcelero. Ayden no había vuelto a ver a Sir Richard desde ese día en la celda, aunque muchas habían sido las noches en las que había aparecido en sus pesadillas. La voz del Alguacil retumbó fría como un amanecer de invierno en las Tierras Altas.
—El que pierda será atado y sumergido en las negras aguas del lago que está a los pies del Castle Rock. Los elegidos son Ayden y Dacey.
Ayden y Dacey se miraron confusos. ¿Sumergidos? ¿Durante cuánto tiempo? Sir Richard les dio parcialmente la espalda, mientras los guardias les quitaban los grilletes y le daban una espada bastarda a cada uno.
El sureño le tenía verdadero pánico al agua, siempre se aseaba con un paño húmedo y era incapaz de zambullir ni siquiera la cabeza en un barreño para lavarse desde que de pequeño se había quedado enganchado en la rueda de una noria y había sobrevivido de milagro. El capitán escocés supo que quería quitárselo de en medio, que no condenaría a su amigo a semejante prueba.
—Lo siento, caraid. No puedo entrar ahí, no puedo…
La lucha comenzó desde el primer momento con una inusitada violencia. Ayden no culpaba a Dacey porque estuviera arremetiendo tan duramente con la espada, pues era cuestión de vida o muerte. Solo sumergirse en esas aguas durante un indeterminado tiempo tenía riesgo de muerte debido a las bajas temperaturas. Ayden no sabía qué hacer más que repeler sus embistes, observando de reojo cada gesto del Alguacil por si podía adelantarse a su siguiente jugada, pero ese hombre era tan duro como la piedra que llevaba en su propio apellido.
Durante la primera media hora, el mellizo repelió como pudo los estoques de su compañero, pero en un envite más duro de lo habitual de su oponente, Ayden hizo un quiebro instintivamente y dejó a Dacey desarmado. «Mucho ha durado», escuchó decir a alguien, pues la extrema habilidad del capitán escocés con la espada era sobradamente conocida por todos. Los ojos del sureño se llenaron de lágrimas e hincó las rodillas al suelo pidiendo clemencia, pero Sir Richard fue tajante al respecto.
—¡Al agua! —tronó iracundo, echándole una mirada de camino a Ayden que le heló la sangre.
Dacey corrió temeroso a los pies del escocés, sabiendo que este era el único que podría cambiar su suerte. El capitán aún estaba armado y le pidió entre susurros:
—¡Prefiero la muerte antes que meterme en el lago y lo sabéis! —exclamó desesperado agarrándose a la camisola de Ayden y suplicando en un tono más bajo, pero no por ello menos contundente—. No dejéis que me coja ese carnicero, por favor.
—No puedo hacer lo que me pedís, no puedo… —le susurró Ayden con lágrimas en los ojos, intentando ponerlo en pie y que entrara en razón.
La prueba era una inmersión, dura, fría, pero saldría de esa. Estaba seguro. No podía matar a su amigo a sangre fría. Miró a Sir Richard unos segundos, le imploró con la mirada… pero solo obtuvo la orden de que lo prendieran y acabaran con esto de una vez.
—No puedo… —repitió con apenas un hilo de voz.
—¡Yo sí!
Y arrebatándole la espada bastarda de las manos, Dacey se atravesó la femoral de un tajo, desangrándose en pocos minutos. Al ver lo que acaba de hacer, Ayden intentó contener la vía de sangre, caudalosa y limpia, mientras se le escapaba la vida de su amigo entre sus manos. El capitán lloraba desesperado con el cuerpo de Dacey abrazado y yerto, sin dejar que nadie se acercara a ellos, roto por el dolor, espada en mano de nuevo. No consiguieron desarmar al mellizo y separarlos hasta bien entrado el mediodía. El cuerpo sin vida de Dacey se había quedado rígido, en una inusitada pose. Los presos se persignaron a su paso, mientras era llevado a una improvisada hoguera cercana al lago.
El cielo comenzó a llorar por el caído. La lluvia eclipsaba las órdenes del carcelero y los guardias a duras penas entendían a qué debían atender primero. Ayden seguía arrodillado en el suelo, derrotado, expectante…, mientras la pira de fuego devoraba el cuerpo del sureño y luchaba con la suave lluvia. No obedeció las órdenes de Sir Richard de que se alejara. En realidad, nadie podía acercarse a él bajo ningún pretexto. En cambio, Erroll vio en sus ojos la fría mirada de quien espera tranquilo la muerte y temió que la locura se hubiera cebado con el espíritu de su amigo.
El irlandés no creía en supercherías de vieja, pero había visto a hombres que, tras un desagradable suceso en la batalla, no volvían a reaccionar jamás y parecían muertos en vida, totalmente ido su pensamiento. Cuando el mellizo no impidió el castigo de cuarenta latigazos siquiera con un desplante, se temió lo peor. Se había rendido, no había más. El cuerpo de Ayden cayó laxo sobre el albero ensangrentado a los treinta latigazos sin una queja de sus labios, pero Sir Richard lo mandó amarrar y terminó él mismo de darle el resto, a pesar de haber perdido el conocimiento.
¿Qué diablos le pasaba a ese hombre con Ayden? ¡Cualquiera diría que era algo personal! Si lo quería muerto, ¿por qué no darle una estocada de gracia y a marchar en paz? Parecía que lo quisiera ver sufrir, pero sufrimiento también veía en su rostro a cada latigazo que le daba. «¡Que me aspen si lo entiendo!», exclamó el irlandés enfadado para sí, sin saber qué poder hacer para ayudarlo.
Cuando terminó el castigo, Sir Richard desamarró a Ayden él mismo, dejándolo caer sobre su hombro. «¿Está muerto?», se preguntó Erroll angustiado, intentando acercarse lo justo para que el guardia no le asestara ningún golpe. No, pero sí tan débil que podría hallar la muerte sin los debidos cuidados en cualquier momento. Erroll observó la forma de cogerlo, la familiaridad con la que lo abrazaba después de todo… el irlandés no quería dar voz a lo que le rondaba por la cabeza, pero la actitud hermética de Ayden esas semanas y lo que estaba viendo ahora le dio que pensar. Nadie más parecía percatarse de lo que sucedía salvo él.
Bohann aún tenía lágrimas en los ojos por la muerte de Dacey y el posterior castigo de Ayden. Sabía que si intentaba consolarlo le quitaría importancia a su cara surcada de churretes y diría que no lloraba, que era solo la lluvia la que le cegaba los ojos. Ya nada sería igual sin el sureño. En cambio, Elman estaba callado, pensativo… ¿qué rondaría por esa cabeza astuta que no paraba nunca quieta? Erroll volvió su atención de nuevo a Ayden, mirando la escena contenido, pues sabía que ir en su ayuda, solo haría empeorar la situación.
Sir Richard mandó que llevaran a Ayden a sus aposentos y le prepararan un baño, pues a él le quedaba alguna cuenta pendiente aún por cumplir. Los soldados se miraron con extrañeza, pero corrieron para cumplir la orden. Cuanto antes lo hicieran, antes descansarían al resguardo de la lluvia y llenarían sus barrigas con un buen porridge. Erroll murmuró un «¡maldito bastardo!» al saber de sus intenciones, pero el Alguacil se hizo el sordo, sabiendo que la venganza siempre era más dulce cuando la servían en plato frío. Ese día no era el idóneo de poner a ese gallito contra las cuerdas. El irlandés era el máximo apoyo de Ayden y sin él… Se frotó las manos, mientras mostraba una sonrisa nerviosa en los labios.
A pesar de que se le había ido al traste todo el plan inicial, pues no había calculado hasta qué punto Dacey odiaba el agua, Sir Richard aún tenía ganas de probar esa silla que, según el mismísimo obispo en la liturgia de esa mañana, tenía el poder de salvar a los justos y condenar a los traidores, farsantes, ladrones y un largo etcétera. Salvar por decir algo, pues solo los inocentes salvaban su alma tras dejar su cuerpo en las profundidades del lago.
La tarde parecía que finalmente se arreglaría. Estaba dejando de llover y el cielo pasaba de un plomizo inquietante a un celeste inusualmente claro. Además, volvía a tener a Ayden entre las cuerdas y en su recámara, lástima haber tenido que dejarle algunas marcas, pero se había cuidado mucho de no deshacerle la piel a tiras y sabía que las heridas cicatrizarían bien pasado un tiempo. Se sentía feliz, decidiendo quién de todos ellos sería su siguiente víctima.
Elman dio un paso al frente ante el asombro de todos cuando Sir Richard explicó la prueba. El Alguacil esperaba una brutal riña y que se pelearan entre ellos para no ser el siguiente. Incluso esperaba que Flynn fuera el elegido, pues sabía la inquina que le tenían todos por la actitud rastrera y beligerante que tenía con todos desde aquel castigo de limpiar letrinas. El bastardo sonrió. Y eso que no sabían que él había sido el soplón del miedo que sentía Dacey por el agua y muchas otras bazas que guardaba para encuentros posteriores.
Erroll cogió por el antebrazo a Elman y le preguntó entre sorprendido y enfadado, pues ya era suficiente dolor en un día haber perdido a Dacey y tener malherido a Ayden:
—¿Qué demonios estáis haciendo?
—Confiad en mí.
Los guardias no dejaron que hablaran mucho más entre ellos. Elman fue atado a la «silla de la salvación», como así la había bautizado el Alguacil. Los presos miraban desde el muelle cómo la silla se iba perdiendo poco a poco entre las aguas, a medida que se iba soltando más cadena de la que iba trincando el respaldo. Bohann era incapaz de hablar. ¿Por qué su amigo había tenido que prestarse voluntario para tal barbarie? La silla se fue sumergiendo hasta desaparecer en las negras y frías aguas. Fue entonces cuando comenzó la oración por el alma del condenado, para obtener su perdón. Erroll se mordisqueó el labio con nerviosismo, con el estómago revuelto. La maldita oración se le antojaba interminable. Ningún hombre podría aguantar sin respirar tanto tiempo. Vio la angustia en los ojos de Bohann y se abrazó a él.
La cadena comenzó a chirriar y a recogerse eslabón a eslabón, trayendo consigo la silla vacía ante el asombro de todos.
—¿Cómo es posible? —preguntó Bohann sin entender qué había pasado.
Erroll se encogió de hombros como respuesta. Los presos comenzaron a dar saltos y gritos de alegría, sin saber muy bien qué había pasado en las aguas del lago. Si Elman había sido bendecido por Dios y lo había liberado de las garras de su carcelero, o si realmente su cuerpo descansaba en el fondo y había salvado su alma como había asegurado Sir Richard y el obispo.
Fuera lo que fuere, el cuerpo de Elman no aparecía por ningún lado por mucho que buscaban los perros por los alrededores y los guardias inspeccionaban el fondo con largos palos. Erroll deseó con todas sus fuerzas que hubiera conseguido salvarse. Elman era como un viejo zorro, muy hábil… tenía que haberlo conseguido, ¡por el amor de Dios! Perder a dos amigos en un mismo día era demasiado.
Regresaron a sus celdas al anochecer, con la esperanza de que Elman estuviera vivo y lejos de aquel mísero lugar. Erroll no pudo contener la alegría al ver a Ayden en la celda y fue a abrazarlo, aunque el escocés se quejó de su entusiasmo. No quiso preguntarle sobre Sir Richard, pero los ojos del irlandés hablaban por sí solos y el mellizo Murray lo conocía muy bien a esas alturas.
—No me ha tocado.
Erroll suspiró y puso los ojos en blanco, arrancando una sonrisa a Ayden. Este irlandés no aprendería nunca, pensó el mellizo antes de girarse un poco y sentir un dolor tremendo en la espalda.
—¿A quién se le ocurre desobedecerle abiertamente delante de todos? Pocos latigazos han sido para el monstruo que es. Y quedaos dormido como si os aburrierais…
Ayden asintió y se carcajeó a pesar de las heridas. No se había dormido por aburrimiento, bien lo sabía el Altísimo. Erroll era experto en quitarle hierro al asunto y, en cierto modo, tenían mucho que celebrar. Además, Dios le había puesto de camino a los aposentos de Sir Richard, lo más parecido a un ángel en ese infierno. Lord Eltham había parado e interrogado a los guardias al ver el estado del prisionero. A continuación, lo había mandado a lavar y curar lejos de las garras del Alguacil, con el que había asegurado tendría algo más que una charla de caballeros.
Sin embargo, pasada una semana y coincidiendo con la marcha de Lord John de Eltham de Edinburgh para reunirse con su hermano el rey de Inglaterra, De Stone los mandó a llamar de nuevo a la explanada. Ayden se encontraba mejor de ánimo y más repuesto. Las heridas de la espalda iban cicatrizando bien, aunque la tirantez y picazón que le producía le hacía desear tener mil uñas largas como las de un gato para aliviarse.
La prueba del día fue un duro mazazo para el mermado grupo del escocés, pues Bohann tendría que enfrentarse contra Flynn a las dagas. «No os fiéis de ese niño», le había dicho Erroll justo antes de empezar, pero el bueno de Bohann no pensó que el muchacho fuera un rival a la altura y lo subestimó. Cuando consiguió tenerlo a su merced, desarmado y entre sus piernas, Flynn lo engatusó poniendo su cara más inocente y apelando a su honor. Bohann se levantó, dando por terminada la lid, descuidando su flanco derecho. Flynn aprovechó la artimaña para dejarlo herido de gravedad.
Sir Richard no podía creerse la astucia del muchacho y lo aplaudió entusiasmado por el arrojo demostrado, acercándose a él y revolviéndole el pelo. Tras esto, el Alguacil miró al tendido y pateó el costado herido de Bohann hasta perder la consciencia, ante la mirada ferviente del joven.
Ayden apretó la mandíbula, pues sabía que su estado era tan lamentable que hasta una cucaracha podría patearle el trasero si se lo propusiera. No tenía más elección que intentar pasar desapercibido esa vez. La pelea entre Bohann y Flynn había terminado demasiado rápido y sabía que Sir Richard buscaría una nueva pelea sí o sí. Su amigo había sido llevado a un lugar más apartado y le habían dado licor de un pellejo de ovino, mientras un guardia comprobaba sus heridas antes de informar al Alguacil de que se encontraba suficientemente bien. Sir Richard asintió, mientras recorría con la mirada el rostro de los presos.
—Flynn y Erroll.
—Pero, Milord, yo…
No hizo falta que dijera nada, si hubiese tenido el poder de fulminar con la mirada, ese maldito niño sería un puñado de cenizas. Erroll se levantó con parsimonia de su sitio. Él había aprendido la lección y no dejaría que ese mocoso le tomara la delantera con sus artimañas.
Erroll llegó a inmovilizar a Flynn hasta tres veces, sin dejar que lo tocara siquiera. El Alguacil sonrió complacido por la demostración técnica del irlandés y su habilidad para esquivar a esa comadreja. Realmente Sir Flanagan era un hombre sin par, pensó De Stone mirando a Ayden unos instantes antes de volver a no perder detalle de la pelea. Flynn no era capaz de acercarse con la daga ni siquiera lanzándola y su rostro comenzaba a teñirse de carmesí por el esfuerzo.
Cuando Sir Richard dio por terminado el enfrentamiento entre aplausos, Erroll se dispuso a ocupar su lugar. El niño, enfadado por la humillación, aprovechó que acababan de colocarle los grilletes al irlandés para embestirlo con todas sus fuerzas por la espalda, haciéndolo caer de rodillas al suelo.
—¡Maldito niño del demonio! —blasfemó Flanagan sin poder evitarlo, mientras se levantaba de un salto y se ponía en guardia, previendo un segundo golpe.
Sin embargo, Sir Richard se acercó en unas cuantas zancadas al muchacho y lo elevó un palmo del suelo por la oreja izquierda para después dejarlo caer de bruces al suelo mientras le decía en voz alta:
—No hay nada peor que un perro que no es fiel a su amo.
¿Qué querrá decir ahora con eso? Ayden resopló intranquilo en su sitio. El Alguacil no hacía nada de improviso. Todo esto de las peleas no había sido más que un ardid para quitarse de en medio a alguien y en cuanto vio el habitáculo del castigo supo que desde un primer momento estaba dirigido para el niño.
La cara de Flynn se quedó nívea cuando el Alguacil lo mandó meter en una especie de ataúd con pinchos. Ahí no cabía ni Ayden, ni Bohann, ni Erroll, ni cualquier adulto de más de un metro setenta de estatura.
Flynn miró a los que habían sido sus compañeros con odio, esperando ver en sus rostros regocijo o alivio, pero nada de eso halló. Incluso Erroll parecía contrariado y triste a pesar de lo que le había hecho a Bohann y le había intentado hacer a él mismo. El niño aguantó como pudo las lágrimas y se dirigió a la que sería su tumba con certeza. Sin embargo, Sir Richard anunció antes de cerrar la compuerta que le aseguraría una muerte lenta:
—Os admiro, Erroll Flanagan de Lyon, después de cómo ha tratado a vuestro compañero, yo habría matado a palos a este perro.
—Solo es un niño… —dijo Erroll a sabiendas que nada cambiaría la suerte del muchacho.
—Es un maldito niño del demonio —dijo parafraseando sus palabras y cerrando la portezuela entre los gritos de dolor de Flynn.
Al cabo de una semana, el niño salió con vida y recibió el calor y el entusiasmo de sus compañeros, muriendo pasados tres días a causa del sangrado y la infección de las heridas de los pinchos, pero feliz por haber vuelto a ser parte del grupo.
La mañana que anunciaba el inicio de la primavera amaneció gris y tan silenciosa que parecía que le turbara la respiración de los hombres. Habían pasado tanto tiempo sufriendo los macabros juegos del Alguacil que ya ni contaban los días.
Los presos estuvieron durante un rato a la intemperie en la explanada, quietos, implorando en sus oraciones que el Alguacil hubiera muerto en su cama entre fuertes retorcijones y sangrado hasta la extenuación por los galenos. Sin embargo, y como siempre, De Stone aparecía lozano como una manzana madurada al sol a los pocos y a la vez interminables minutos, con su peculiar y desagradable sonrisa, además de los ojos inyectados en una rabia difícilmente contenida. Ese bastardo disfrutaba diezmando a los presos con sus crueles actividades, siendo el protagonista principal de sus pesadillas. Que Dios los acogiera pronto en su seno, rezaban muchos para sus adentros.
Solo unos cuantos se salvarían en esa mañana plomiza de marzo y otros… no tendrían tanta suerte. Si suerte era seguir viviendo en esas condiciones, claro. Ayden se maldijo por flaquear en el ánimo y pensó en Leena para infundirse valor. Sin darse cuenta, dio unos cuantos saltitos para desentumecer los músculos y el Alguacil lo miró y sonrió.
Ayden le sostuvo la mirada, serio. «Nunca os fiéis de una hiena» le había dicho su mentor y buen amigo Sir Ian Campbell. ¡Y qué razón tenía! Él saldría de esta, por Leena y por sí mismo, o eso imploraba al cielo noche tras noche cuando sentía que Erroll se había quedado dormido. Él compensaría a su «petirroja» por tan larga espera y serían felices, de una vez…
Los guardias comenzaron a vendarlos uno a uno para la siguiente prueba. Era la última gran treta del Alguacil, de la que se sentía plenamente orgulloso, pues no saber contra quién se luchaba aumentaba la probabilidad de que se hiciera hasta el límite de las fuerzas con tal de salvar la vida y aunque se tuviese en las manos la del propio hermano.
Justamente, así había pasado la semana anterior y Ayden aún recordaba los gritos del vencedor, con el vello como escarpias, al saber que había apuñalado hasta la saciedad a su hermano pequeño. Tras el suceso, las noches eran una continua pesadilla. Neall y Arthur morían en sus manos vilmente y Elsbeth, su adorada melliza, se sacaba los ojos con tal de no ver al monstruo en el que se había convertido. Los remordimientos le asfixiaban. Los rostros de sus adversarios y amigos le perseguían noche tras noche y había deseado morir tantas veces que no recordaría jamás el número. Cada vez quedaban menos. Él mismo había mandado al cementerio a varios hombres y sus rostros lo acompañarían grabados a fuego en su memoria para siempre.
No obstante, ese día gris, más propio del invierno, era especial. Ese día y por primera vez, Erroll y Ayden iban a enfrentarse el uno con el otro en una lucha a muerte y sin saberlo. Últimamente, el Alguacil parecía tener cierta prisa por terminar con los presos asignados o dejarlos los suficientemente tocados como para que no ofrecieran ninguna resistencia cuando volviera el rey de Inglaterra a Edinburgh.
De Stone había solicitado pasar una corta temporada en la capital del reino y rematar unos negocios muy ventajosos que le habían ofrecido a cambio de ciertos indultos. Si los presos no se mostraban totalmente sumisos ante el monarca, este no daría su consentimiento para que se ausentara y perdería la oportunidad de incrementar su fortuna notablemente. Por otro lado, también deseaba buscarle un marido adecuado a su sobrina Dunstana, cansado de los rumores que siempre rodeaban a esa cabecita loca que había adoptado su hermana apenas recién nacida y por la que sentía una predilección total.
Ese día, Sir Richard no pensaba deleitarse con sus preciados juegos de resistencia, como él mismo los llamaba, había decidido que haría correr a los presos durante una hora por la explanada y mandarlos a la cantera junto a cuatro guardias, mientras él despachaba unos asuntos de vital interés para su patrimonio. Pero el repentino y creciente interés que Dunstana mostraba por uno de los presos le había hecho recapacitar.
Esa niña caprichosa, a la que no podía negarle nada, le había plantado cara por primera vez en sus veintitrés años de vida, ni siquiera cuando la había obligado a casarse con ese viejo baboso se había mostrado tan agresiva y contundente. Mentiría si no dijera que había disfrutado al ver esa pasión en sus ojos. Pero lo que quería… o más bien a quién quería era imposible. La sola idea de ponerle al irlandés como su sirviente y en su camino…
El Alguacil arrugó con fuerza el papel que llevaba en las manos. Esa muchachita no hacía más que lapidarse su reputación con las idas y venidas de unos amantes de tres al cuarto. ¡Demonios! ¡Un preso! ¿Acaso no sabía tener cerradas las piernas?
Por todos era bien sabido que Dunstana parecía más hija suya que si en realidad corriera su sangre por sus venas, pero lo que le estaba pidiendo era imposible si quería casarla con algún Lord. No, esta vez no podía consentirla. No lo haría. Erroll no era como el resto de caprichos de su sobrina, del irlandés podría enamorarse y él acabaría con ese asunto más pronto que tarde. Solo faltaban unas semanas para acordar un matrimonio con alguien de alcurnia, bien posicionado y joven. Tenía en miras al primogénito de Lord Pulteney. El muchacho tenía una esmerada educación y exquisitos gustos, algo extravagantes según le habían dicho sus informadores, pero ¡qué diablos!
Si Dunstana se enamoraba de Erroll, el irlandés tendría los días contados. No lo iba a echar a perder por el capricho de una mujer, no ahora que estaba tan cerca de que pudiera darle una ansiada descendencia. Lo tenía decidido y mandó a su segundo y a otro de sus guardias a vendarle los ojos a todos los presos.
Nadie respiraba en la explanada. La última vez que los habían enfrentado entre ellos estaba aún demasiado reciente como para pensar que esa vez sería mejor. El mellizo se estremeció nada más ponerle la venda en los ojos. No había visto a su adversario, eso era parte del «juego», pero una especie de desasosiego empezó a corroerle por dentro. Una necesidad imperiosa que le apelaba a zafarse de ese maldito obstáculo que le impedía saber a quién se enfrentaría ese día. A él nunca le había fallado la intuición hasta entonces, frente a sí estaría Erroll, se jugaba el cuello. En realidad, se lo jugaban ambos. La mirada que el Alguacil le había echado a su amigo nada más llegar era más significativa que cualquier discurso. ¿Qué narices habría hecho el irlandés ahora? ¡Si apenas se habían separado en estas semanas!
«Erroll, soy yo, ¡Ayden!», se repetía para sus adentros, mientras en su corazón incrementaba el deseo de haber nacido con ciertos poderes sobrenaturales, aunque nada de eso tenía. ¿Cómo podría estar seguro? No se podía jugar la vida por cualquiera, no cuando habían enterrado ya a tan buenos hombres… no podía. Nada ni nadie le arrebataría la esperanza de volver a ver a Leena, de abrazar a su hermano, de disfrutar de un día nublado sin cuidar de sus espaldas. Sin embargo, merecía la pena arriesgarse por Erroll, era su amigo, su compañero… lo más parecido a un hermano que tenía.
Alguien le colocó en la mano derecha una daga baselard31. La empuñadura era de cuero y, por lo que el mellizo pudo apreciar al tacto, rematada con una especie de infinito en el pomo. Sus sentidos se agudizaron, como siempre que era inminente un enfrentamiento, por nimio que fuera.
Erroll resopló y tosió quedamente, impaciente por terminar cuanto antes. Estaba harto de los tejemanejes del carcelero y esa tos le impedía respirar con normalidad. Aún recordaba cómo lo había hecho correr bajo la lluvia hasta que sus rodillas cedieron por el cansancio y acabó hasta las orejas de barro. Dos días sin permiso para lavarse había sido la tortura más dura a la que se había visto sometido en mucho tiempo. Lo que para otro no hubiera sido ni un castigo para él era peor que los treinta latigazos que vinieron después. ¡Y todo por devolverle la sonrisa a una muchacha bonita que cruzaba por allí y a la que creía recordar de otra vez!
El irlandés volvió a toser, mientras tomaba el tacto de la daga entre sus dedos. El párpado derecho comenzó a temblarle. ¡Demonios! Algo no iba bien. ¿Qué le pasaba? Se sujetó un momento la sien con dos dedos con fuerza, por encima de la venda, y el temblor pasó. No era normal en él mostrarse nervioso en estas lides…
Frente a él, Ayden intentaba hallar la forma de parar el combate sin que el Alguacil la emprendiera con ellos o darle pie a otra artimaña. El capitán Murray pensó con amargura que ojalá se hubiese equivocado en su suposición, pero tras escuchar la tos no tenía duda de que era Erroll quien tenía frente a sí.
Su amigo llevaba unos días con esa carraspera desde que había tenido que correr durante largo tiempo más bajo un aguacero por sonreírle a la sobrina del Alguacil. Ayden refunfuñó. Ya habían pasado unos días después de aquel incidente. No podía ser todo tan simple, tenía que haber algo más. Sir Richard no mandaría a matar a un hombre por semejante tontería, menos uno que le daba tanto juego… Se dijo recordando un sinfín de imágenes de las últimas semanas y la demostrada valentía y destreza de su amigo. Además, ya lo había castigado por su osadía sumándole a la carrera treinta latigazos. ¿Quién iba a pensar que esa joven descarada era la sobrina del mismísimo Alguacil, la famosa Dunstana de Stone?
La mente de Ayden iba a la velocidad de un rayo para idear un plan que los sacase de esta. No obstante, si el Alguacil los había enfrentado era por una sola razón, quería ver muerto a uno de ellos. ¿Qué podía hacer? ¿Qué habrían hecho su padre o Sir Ian Campbell en su situación?
El rostro de su mentor se desvaneció en el momento en el que sintió el frío filo de la daga arañándole la piel y Ayden murmuró un «¡demonios!» por lo bajo. Había estado cerca y aún no sabía cómo advertir a su amigo que era él.
El irlandés siguió lanzando estocadas al aire, era bueno, pero con la daga, él era mejor. El capitán Murray tenía que parar el combate como fuera y se abalanzó sobre su amigo para neutralizarlo con un rápido movimiento, sin percatarse que, en el cuerpo a cuerpo, Erroll era muy superior y que lograría zafarse con facilidad. Sin embargo y durante el forcejeo, Ayden no había tirado el arma al suelo y sintió cómo su daga se clavaba lentamente en el costado del irlandés sin poder evitarlo.
—¡¡¡Noooooo!!! —alcanzó a gritar, mientras sentía que el cuerpo de su amigo se escurría entre sus brazos y caía de rodillas, herido y jadeante por el esfuerzo.
Ayden se quitó la venda de los ojos pese a la prohibición expresa del Alguacil, colocándose frente a Erroll para evaluar los daños. Su amigo aún tenía la venda en los ojos, tenía el ceño fruncido y aguantaba como podía el dolor, taponando la herida abierta con la mano. El mellizo le apartó un par de dedos y respiró medianamente tranquilo, pues con la debida atención médica, Erroll podría salvarse. Cogió a su amigo en brazos, mientras le susurraba lo mucho que lo sentía y que se pondría bien. Erroll no decía nada, solo apretaba los dientes, conteniéndose.
El resto de presos no llevaba ya la venda en los ojos y miraban la escena con el rostro blanquecino de la muerte. Estaban cansados, desmoralizados, sabían que podían ser los siguientes. Muchos de ellos desviaron la vista y se abrieron paso a la altura de Ayden, que iba camino al puesto de guardia del foso en busca de ayuda y sin mirar atrás, ignorando los gritos del Alguacil. Las amenazas sobre que ambos lo lamentarían se vieron ahogadas por el trote de tres caballos que subían la cuesta en dirección al castillo.
Ayden no pudo ver de quiénes se trataban. Amigos o no, esos jinetes eran la única esperanza de vida de Erroll en ese instante, la ventana abierta a la salvación cuando el resto de la casa se encuentra en llamas. Con la voz quebrada le dijo:
—Que Dios me perdone,
caraid, por haberos
fallado.