CAPÍTULO 14
EL IRLANDÉS
Edinburgh, finales de junio de 1335.
«Estoy desesperado, llevo tiempo solo y he perdido la cuenta de los meses que llevamos presos aquí. Por uno de los guardias sé que estuve inconsciente varios días desde la última vez que visité al Alguacil. Se me revuelve el estómago de solo pensarlo. Era solo un niño, solo un niño… pero era él o yo».
Ayden se echó las manos a las sienes, acuclillado, con un fuerte dolor en el pecho. Le habría gustado no recordar las humillaciones, las torturas y sobre todo las caras de los que había conocido y habían muerto ante sus ojos o en sus manos. «Al menos, ellos han descansado», se dijo tristemente.
Cerró los ojos en un intento de ver su dulce cara, de rememorar aquella tarde en el campo de flores, cuando la hizo suya por primera vez… las imágenes se sucedían con rapidez, como nubes pasajeras azotadas por el viento que precedía a la tormenta. «Leena, mi petirroja, ¿dónde estaréis ahora?». La tristeza que sentía era tan grande que, si no tuviera la esperanza de volverla a ver algún día, ya se habría dado por vencido.
El chirrido de las rejas le trajo de sus ensoñaciones y entrecerró los ojos ante la luz de la antorcha que precedía a la silueta de su compañero de celda. ¿Era Erroll? ¡Bendito fuera el cielo! ¡Estaba vivo! Sin embargo, apenas podía reconocerlo, pues parecía una sombra de sí mismo, a pesar de que estaba mucho mejor físicamente de cómo se había ido. ¿Qué le ocurría? ¿No se alegraba de verlo? No, claro, que no. Había vuelto al penal y bajo la tiranía de un canalla. La risa parecía haberlo abandonado…
—Mi pobre Erroll, ¿qué os han hecho?
Pero Erroll no contestó. Su semblante era triste y evitaba mirarlo a los ojos. ¿Le perdonaría alguna vez haberlo herido, haberlo dejado en manos de «ella» en un intento de salvarlo de la muerte? Ayden lo observó en silencio. El guardián le puso los grilletes al irlandés y cerró la cancela. Después colocó lo que parecía ser la comida del día en una esquina y los dejó en la penumbra que lo había acompañado durante un tiempo que había pasado a ser indefinido. Ayden ya no recordaba la última vez que había sido convocado ni para salir al patio.
Erroll se frotó las muñecas y no dijo nada. Se alegraba de ver a Ayden, o lo que quedaba de él, pero un nudo en la garganta le impedía hablar como siempre. «¿Qué os han hecho?», le había preguntado Ayden. «¿Qué no os han hecho?», le hubiera gustado responderle. Mientras su amigo se había consumido en esa mísera celda, él había disfrutado de un estado de semi-libertad y de los favores de una mujer. Se sintió aún más ruin y mezquino que cuando se había levantado esa mañana y se había dado cuenta de lo que había hecho. Después de un sinfín de días sin ver a su amigo, no había sido capaz de darle ni un mísero saludo. Enfadado consigo mismo, cogió el plato, lo olió y lo estrelló contra la pared, con una furia impropia.
Ayden apenas lo reconocía. Esa actitud y silencio eran impropios en Erroll. «¿Qué os ha hecho esa bruja? ¡Os ha chupado la sangre!», calló Ayden, mientras se arrastraba hacia él con la intención de darle consuelo. Las cadenas chirriaron y el mero sonido que producían sentenciaba el alma. Erroll se apartó y rechazó la mano de su amigo en el hombro. Ayden se quedó confuso y volvió a su lugar, con un profundo dolor en el pecho, más que cualquiera de las pesadillas que había tenido que vivir hasta entonces.
Él solo conocía a Dunstana por lo que los presos le decían: que eran muchos los que habían pasado a ser su favoritos y pasados dos o tres meses acababan sus días como errantes sin cabeza, envenenados o en el cepo. Apetito insaciable, decían algunos entre risas. Aunque lo que todo el mundo sabía, gracias a la indiscreción de una criada, era que Dunstana buscaba quedarse preñada y cuando el hombre demostraba que no era capaz de hacer germinar su semilla, lo hacía desaparecer. La criada no lo había dicho literalmente, pero con la fama que le precedía a su tío... ¿Quién había dudado de que así fuese?
Ayden se sintió en un sinvivir. ¿Cómo podría recuperar la confianza de Erroll? Si él salía de su vida, las fuerzas le flaquearían, de eso estaba seguro. Lo había dejado en manos de una bruja, a falta de dejarlo morir en manos de un sanguinario. ¿Acaso había tenido elección? ¡Que Dios lo perdonara porque lo había defraudado! Aunque bien se estaba cobrando sus faltas, una a una, renegó al acordarse del infierno que había vivido todo ese tiempo solo.
A Dunstana de Stone la llamaban «mantis», porque a la ristra de sus «caprichos» se le sumaba el fallecimiento de dos maridos. De acuerdo que eran viejos decrépitos, pero el último no había llegado ni a consumar el matrimonio, según decían. ¿Cómo preguntarle si era cierto o producto de rumores de viejas ociosas?
Ayden se retorció los dedos de las manos con nerviosismo. Los de los pies se habían curado medianamente bien después de todo, aunque le acompañaría una cojera leve de por vida, sobre todo durante los cambios de estación.
Erroll se sentía morir ajeno a los sentimientos encontrados de su amigo. Los recuerdos del tórrido encuentro que habían mantenido la noche anterior retumbaban en su cabeza. ¿Lo había hecho solo por olvidar a Kelsey? ¿Y si la había dejado embarazada? Seguidamente, el irlandés se dejó caer en cuclillas en el rincón más sombrío de la celda y bufó. Lo más probable era que no, aunque los remordimientos no cesaban.
Ayden se sentó a su vez en el lado opuesto, lo que menos quería era contrariarlo o que discutieran. Como capitán, sabía cuándo debía dejar a un hombre su espacio. Erroll necesitaba estar solo como respirar. Lo observó en silencio. Su amigo tenía las rodillas flexionadas y ocultaba su rostro tras las manos. Oyó cómo sollozaba y lo soportó en silencio sin decir nada más, con el corazón encogido. Cuando percibió que su respiración se volvía más tranquila, el mellizo suspiró involuntariamente y Erroll lo miró entre los dedos que ocultaban su rostro en parte.
A lo lejos se escuchaban las campanas repicando para llamar a los fieles. A Ayden le hubiera gustado saber qué hora era, pero había perdido la noción del tiempo. Sabía que era de día, por la tenue luz que se colaba por la argamasa perdida entre las rocas por falta de mantenimiento, pero poco más.
—Nona —murmuró Erroll, sin moverse un ápice de su sitio.
¿Había conseguido articular palabra y solo había dicho eso?, se recriminó el joven, desde luego se había vuelto un necio rematado y sin remedio. Ayden lo miró y chasqueó la lengua como respuesta. ¡Vaya par!
La alegría inicial al ver a su amigo se había esfumado. Sí, Erroll estaba bien y ya no volvería a estar solo, pero eso significaba que estaría a merced del Alguacil de nuevo.
—¿Ya es verano? —preguntó el mellizo para romper el silencio.
Erroll asintió y dejó su posición a la defensiva por otra más cómoda. ¿Acaso el Alguacil se había olvidado de la existencia de Ayden? ¿Cuánto tiempo llevaba sin salir de allí? Temió preguntarle. Se sentía un ser despreciable. Ese hombre, uno de sus mejores amigos, le había salvado la vida y él se comportaba como un necio, incapaz de mostrarse feliz por seguir viviendo. Gracias a él, no había vivido esos dos meses en un infierno. ¿Qué habían hecho con él? Apenas lo había reconocido al llegar a la celda. ¡Si hasta pensaba que se había equivocado de lugar al ver todo el peso que había perdido! Él tampoco se encontraba en su mejor momento, para ser sinceros, sobre todo después de no haber dormido en toda la noche.
—Me gustaba Edinburgh en primavera más que en verano, aunque no es una mala estación. Vine un par de veces con mi padre al mercado de ganado, ¿sabéis? —preguntó Ayden como si estuviera rememorando tiempos mejores y Erroll fuera forastero o algo así.
El irlandés pensó que se le había ido la cabeza de estar tanto tiempo solo. Ellos habían sido casi vecinos. El castillo de Glamis no distaba tantas millas del de Blair Atholl y, desde que se había muerto su padre, pasaba más tiempo con Sir William Brisbane o con los Murray que con su propio abuelo y con su tío. Mas lo dejó continuar hablando, sin pronunciar palabra.
—En primavera el ambiente es más limpio por la lluvia y aromático por las flores. En verano, en cambio, hay demasiadas horas de sol y, cuando hay viento, resulta desagradable.
Erroll ahogó una carcajada y ocultó sus labios en un mohín lastimero justo después. Se estaban volviendo locos, definitivamente y sin lugar a dudas. ¡Que le devolvieran al Ayden de siempre! Ese que no se turbaba ni con una mosca, que guardaba los sentimientos mejor que nadie, que era leal hasta perder la razón, al amigo, al hermano, al amante… ¡Que se lo devolvieran! ¿Y él mismo dónde había quedado? ¡No eran más que sombras de ellos mismos por el amor de Dios! Uno por ese cerdo torturador y el otro por una mujer de corazón de hielo que le impedía rehacer su vida con tan solo un beso.
—Quería…, ella quería que le diera un hijo, Ayden —confesó Erroll, dejando la mirada perdida en la rendija de luz que se abría en la roca.
—¿Os referís a la sobrina de…?
—Lo sé, lo sé y en absoluto es como la gente cuenta. Os lo aseguro.
—Entonces, ¿por qué estáis aquí?
—Ni yo mismo lo sé, Ayden. Su parecido con Kelsey me abruma. Es como revivir de nuevo esa maldita historia una y otra vez. No me veo capaz, la sigo queriendo.
—¿A Kelsey?
Erroll asintió. El irlandés parecía atraer a las mujeres embaucadoras e insaciables como si poseyera una especie de imán. ¿Qué les daba que todas buscaban lo mismo? Instintivamente, este miró un par de segundos su entrepierna y volvió a soltar una carcajada. Esta vez no se reprimió y lo hizo tan fuerte que hizo retumbar todo el subsuelo de allí a la capilla de St. Margaret.
Ayden lo miró y se contagió con algo muy parecido a la risa histérica, aunque pronto tuvo que contenerse por el dolor que le provocaba en músculos y huesos. El mellizo guardó silencio expectante. En las cárceles se aprendía a escuchar y a interpretar hasta el murmullo que dejaban las gotas de humedad en las piedras. Mas en esa ocasión era una falsa alarma, nadie se acercaba.
Se compadeció de la mala suerte de su amigo en amores. Él ya sabía lo que buscaba esa mujer y Erroll se lo acababa de confirmar. Dunstana era hermosa, culta y embaucadora, tanto o más que Kelsey, según le habían dicho y buscaba un hijo a toda costa. Ayden se santiguó. «Nunca es bueno nombrar al diablo, por si aparece», le decía la vieja tata de pequeño y no le faltaba razón. No cejaría en su empeño, si se había encaprichado de Erroll, no lo dejaría escapar. Sin embargo, el semblante taciturno de su amigo le hizo preguntar:
—Y vos, ¿qué queréis?
—¿Yo? Creo que es tarde para saber lo que quiero… —suspiró Erroll echando la cabeza para atrás, ocultando la humedad de sus ojos—. Anoche acabé con el poco honor que me quedaba en el cuerpo y en brazos de ella.
Finales de abril de 1335
El resto de la semana había estado Dunstana ocupada supervisando el cambio de estación del ajuar y la elaboración de nuevos vestidos. Eso al menos de cara a la galería, pues había mandado investigar el suceso de la pintada en la puerta y sobornado a algunos criados para que le trajeran noticias. Sin embargo, la búsqueda había acabado de forma infructuosa. Nadie parecía saber nada o nadie quería hablar.
También había evitado encontrarse con Erroll a solas. Desde su encuentro en las cocinas, se sentía vulnerable. Solo pensar en el carácter protector, en su abrazo, sus palabras de consuelo, sus caricias, su olor varonil y limpio… Cada día estaba más convencida de que era el único hombre que podría romper el maleficio que cernía sobre su cabeza, que con él conseguiría tener el ansiado hijo que tanto deseaba.
Henry había desaparecido. Una carta, un adiós, una necesidad de separarse un tiempo de ella para poder servirla de nuevo como un guardián y no como un esclavo. ¡Cómo lo entendía! Se sintió feliz por él. Había roto con las cadenas y había buscado su propio camino. Lo echó de menos más de lo que le hubiese gustado tener que admitir, buscando su sombra en los pasillos, sus sabios consejos mediando con la servidumbre, su celo por cuidarla y sus dulces y sinceras palabras de amor, pero su objetivo era ese ansiado heredero y nada más.
Por su parte, Antoine y Abdul le hicieron una breve visita, pero se sintió indispuesta y se fueron pronto, sin ni siquiera esperar a tomar un tentempié. «Mejor así», se dijo Dunstana, que no tenía el horno para bollos.
Los días se sucedieron rápidamente y Edinburgh se engalanó de flores con la llegada de la Betane. Los ingleses miraban con recelo ese tipo de celebraciones paganas, con miedo a que ocultaran reuniones clandestinas o enmascararan una posible rebelión. Los Guardianes de Escocia seguían atrincherados en el norte, avanzando con una lentitud exasperante para los habitantes de las Lowlands. Si seguían así, desaprovecharían la tregua dada por el tiempo y el ejército de sassenach. Había muchos temerosos del yugo inglés que se volvían desleales y fieles a los desheredados de Bruce. El ejército de los Eduardo barrerían en verano Escocia como estaba previsto de seguir así.
Esa Beltane37, Dunstana se sentía radiante y feliz. Dio el día libre al servicio con motivo de la fiesta, pero ni uno solo de los sirvientes se lo agradeció. Sin el buen hacer de Henry, ninguno de la casa parecía querer que lo vincularan con la señora. Creyendo estar sola en la casa, Dunstana se dejó caer en un diván en el salón principal, casi a oscuras. El hogar estaba apagado y hacía frío en la habitación, pero a ella no le importaba. Últimamente, no le importaba nada.
Se sobresaltó al sentir unos pasos por el pasillo y una alegre melodía silbada. Ella cerró los ojos y se imaginó que aún vivía su madre adoptiva, cuando la vida era sencilla e ignoraba los problemas que le acarrearía crecer. Se mantuvo en silencio, esperando que quien quiera que fuese se marchara pronto y la dejara en paz. La melodía cesó y ella abrió los ojos. Suspiró, como si se hubiese roto el hechizo del ensueño, sin darse cuenta que tenía a Erroll enfrente.
—Milady, pensaba que estaba solo en la casa. Disculpadme si la he molestado.
Dunstana se irguió y miró donde la voz. Apenas veía su silueta a contraluz, pero era Erroll, sin duda. No llegó a levantarse del todo, descorrió un poco la cortina para que entrara más luz, achinando los ojos hasta que se acostumbró.
—No esperaba que hubiera nadie tampoco… con motivo de la Betane —aclaró.
La voz le salió temblorosa y se reprendió por ello. El irlandés llenaba la estancia y sus sentidos con su sola presencia, emanando una sensualidad irresistible. Dunstana se aferró al cojín en el que se apoyaba y desvió la mirada para dar por terminada la conversación. Mas el hombre parecía muy ufano y no quería marcharse. ¡Que no se lo pusiera más difícil, por Dios! Arrugó la nota de su tío entre sus dedos y, por instinto, la echó en la lumbre, pero erró. Él recogió el pergamino con una sonrisa.
—Buena puntería, Milady. ¿No es un día demasiado hermoso para malgastarlo a oscuras? —preguntó jugueteando con la bolita arrugada.
—Podría deciros lo mismo… —porfió, nerviosa porque lo desdoblara y lo leyera.
—No tengo a nadie con quién salir. Le recuerdo que estoy preso y a su servicio.
Dunstana se contuvo para no repetir sus palabras. Por ella, le daría la libertad en ese instante y que pusiera toda la tierra de por medio que le viniese en gana. No obstante, su tío se lo había dejado bien claro en la única condición expuesta: «Si se marcha, mataré a Ayden y colgaré su cabeza traidora del mástil mayor del Castle Rock para que todos puedan verlo».
—Aunque pensándolo bien… —comenzó a decir Erroll.
—¿Si? —preguntó sin prestarle mucha atención.
—Podríamos ir juntos a la pequeña villa de Dean. No hay mejores panes confitados en toda la comarca, ni mejores panes de frutos secos tampoco. Es un paraje muy hermoso y no está a más de diez minutos de aquí como mucho a caballo, Milady. El paseo será agradable. Los valles están verdes y moteados de flores de mil colores. Además, se levantan tantos molinos en los alrededores que son difíciles de contar…
—No hace falta que me contéis más bondades de ese sitio, Erroll.
Él calló pensando que lo mandaría a cualquier labor con tal de dejarla sola, pero no.
—Con solo nombrar los panes de frutos secos, me habíais ganado la partida.
Erroll sonrió y ella se derritió, juntando bien las rodillas para contener el creciente deseo que nacía entre sus piernas y pensando que con ese gesto ya la había ganado a ella hacía mucho tiempo, justamente en una fría mañana de enero.
—¿Dónde decís que está esa villa? —preguntó Dunstana para evitar seguir pensando en visitar molinos y retozar entre costales.
—Dean está en el camino del agua de Leith, señora.
—¿Y cómo es que no he oído hablar de ese sitio antes si tan cerca de aquí se encuentra? He visitado en numerosas ocasiones ese camino pero nunca he visto pueblo alguno en su paso —se acercó a él con intención de arrebatarle la nota, pero él se la guardó en el último momento.
¿A qué estaban jugando? Sus miradas parecían seducirse sin palabras, mientras que sus palabras esgrimían una conversación cotidiana, de lo más normal. Dunstana se ruborizó al verse pillada en el intento de coger el papel, en el segundo que habían chocado sus dedos y en la reacción de él. Erroll no supo qué decir, aunque tampoco hizo nada por remediar esa atracción mutua que sentían. El irlandés acarició la superficie labrada de la silla y terminó de hablar con más fuerza y empuje.
—Quizás no la conozcáis porque hay que salir del sendero y adentrarse media milla en el bosque. Pero es una villa muy próspera, os encantará.
—¡Estupendo! ¿Nos vamos entonces?
«Cualquier cosa que me saque de estas cuatro paredes y apague la lujuria que me reconcome por dentro», pensó Dunstana. Pero, ¿no era eso lo que precisamente buscaba: seducirlo, engatusarlo y hacer que plantara su semilla en ella? «No, Erroll es diferente», le había dicho su tío, él no querrá dejar un hijo bastardo… Se frotó las manos mentalmente, regocijándose en la idea de hacerlo su esposo. ¡Uf! Solo pensar en tener un marido tan apuesto en su cama todos los días y se le llenaba de mariposillas el estómago. Erroll puso algo de distancia entre ambos y se dirigió a la puerta.
—Dadme unos minutos para que ensille los caballos y prepare algo para el almuerzo.
—¡No me digáis que también sabéis cocinar! —exclamó ella entre incrédula y divertida. ¡Ese hombre era verdaderamente un portento!, pensó entusiasmada, mientras Erroll la miraba como si la duda le ofendiera o le hubiesen salido dos cabezas.
¡Claro que sabía cocinar! ¡Menudo era Sir William Brisbane como para no hacerlo! Su tutor era un experto cocinero y el tiempo de entrenamiento no solo lo habían dedicado al estudio del lenguaje de las armas y demás aspectos del arte de la guerra. Él había hecho de sus personas hombres notables e independientes, que no necesitaran de nadie para sobrevivir en caso de extrema necesidad.
—Os lo demostraré —fanfarroneó pícaro y guiñándole un ojo.
Si quedaba alguna parte por derretir en Dunstana, ese guiño cómplice la desarmó.
El camino a Dean se lo pasaron conversando tranquilamente, conociendo aspectos de su infancia, anécdotas, sueños por cumplir… ¡Dunstana era tan diferente a como todos creían! Y, sin embargo, ella misma le había confesado que no le importaba que la gente pensara así. Se había cansado de desmentir calumnias y hacer falsos cumplidos. El pueblo quería una bruja a la que quemar en la hoguera, una puta a la que vilipendiar en las veladas, una asesina en la que verter su odio, ya que no lo podían hacer contra su tío… Había crecido siendo la «sobrina de» y eso nadie lo cambiaría.
—Pero, Milady, podríais rehacer vuestra vida en otra parte.
—¿Y perder a la única familia que me queda?
—Sir Richard es mezquino, es…
—Sé cómo es mi tío, Erroll, pero es mi tío y lo quiero.
Erroll calló para no herirla, pero dudaba mucho que su tío quisiese a alguien a parte de a sí mismo.
Llegaron a Dean. Todo el pueblo olía a leña quemada y bollos recién hechos. Los ojos de Dunstana hicieron chiribitas de puro contento y Erroll la miró embelesado, pues era el rostro de la felicidad misma. ¿Qué le estaba pasando? Desde que habían salido de la casa no había dejado de pensar en ella como en una mujer y no como la sobrina del Alguacil.
Toda esa semana evitándola no había servido de nada. Su parecido con Kelsey, su amada Kelsey, era brutal. Parpadeó para comprobar que no se trataba de una ilusión. Salvo por los labios finos de Dunstana y la expresión de tristeza que la mayoría de las veces acompañaba su rostro, cualquiera podría haber dicho que eran hermanas. Se sintió morir. Por un lado, su cuerpo se rebelaba buscando su contacto, y por otro, su mente la repudiaba por ser quien era y por parecerse al amor de su vida.
Erroll necesitaba distraerse y dejar de pensar en Kelsey, por lo que sugirió comprar algo de comida. Ella le tendió una bolsa de monedas y él charló con algunos lugareños antes de dirigirse a un puesto. Le trajo unos bollos rellenos y otros con frutos secos, recordando que eran sus favoritos. Después siguieron camino hasta un hermoso claro de la ribera, a orillas del Leith.
El joven había conseguido dominar su instinto hasta el momento en el que la ayudó a desmontar de su yegua y el olor a lilas, a Kelsey, le embriagó los sentidos. Erroll resopló y gracias a Dios ella no se dio cuenta del gesto, más pendiente de la belleza del lugar. El irlandés bajó uno de los fardos, sacando un amplio mantel a cuadros típico escocés. Cualquier cosa que lo distrajera del olor a lilas y del maldito parecido que unía a Dunstana con su ex amante. Resopló, quizás no hubiese sido tan buena idea haber hecho una escapada al campo…
Dunstana estaba radiante y volvió a sonreír al pisar tierra firme. Hacía calor y fue a refrescarse al río. Era uno de esos días más típicos del verano que de una avanzada primavera. Cuando regresó, estaba todo dispuesto: mantel, tentempié de frutos, cecina y estofado, vino especiado, hidromiel… Cualquier cosa que se le pudiera antojar estaba al alcance de su mano.
—Uhm… delicioso —ronroneó dándole un mordisco a un bollo relleno de crema de arándanos.
Parte de la crema le resbaló por la comisura de los labios y Erroll la atrapó con un dedo y la chupó. Los ojos de Dunstana centellearon ante un gesto tan sensual y sencillo, pero se contuvo. Ese hombre no era como el resto, se repitió. No lo quería para lo que al resto y no se conformaría con menos a no ser que fuera su última oportunidad. La atracción entre ellos era indiscutible, pero no quería precipitarse.
Almorzaron tranquilamente bajo la luz de los rayos del sol que se escapaban entre las ramas de los pinos. El olor a hierba mojada se mezclaba con el de las flores blancas y amarillas que los rodeaban. El murmullo del río amenizaba los silencios como parte única de la conversación. Se sentían tan a gusto que no necesitaban estar hablando de continuo, lo cual era muy relajante. Compartieron manta y se tumbaron en un claro para ver pasar las nubes, se confiaron secretos y detalles de su infancia. Estaban tan plácidamente que no se dieron cuenta de que el cielo se había nublado en cuestión de minutos y amenazaba lluvia.
Erroll ayudó a levantarse a Dunstana y, tras sacudir el plaid, se lo echó sobre los hombros a modo de capa.
—Si llueve, no os calará el vestido.
¡Como si le importara!, pensó Dunstana haciéndose un nudo en el plaid para que no se le cayera al montar su yegua. Erroll era el perfecto caballero, siempre anteponiendo el bienestar de su acompañante al suyo propio. ¡Qué afortunada sería la mujer que consiguiera robarle el corazón definitivamente! Le resultaba imposible comprender qué le había pasado por la mente a la tal Kelsey para dejar a un hombre como ese, pues no podía imaginarse que ese conde reuniera en su persona mejores cualidades en conjunto que el irlandés. «En fin, mejor para el resto», pensó con alegría, pues le había dejado al resto vía libre para conquistar su corazón roto.
El chaparrón primaveral les cogió nada más empezar el viaje y, cuando llegaron a Edinburgh, al menos él estaba calado hasta los huesos. ¡Menudo día de la Beltane! ¿No se hacían esos días especialmente para anunciar el verano, los días largos y cálidos, los días de pleno sol?
Dejaron los caballos a resguardo y Erroll le quitó sus monturas para que descansaran. El trayecto era corto, pero lo habían hecho al galope y bajo una lluvia que, aunque breve, había sido torrencial. La casa seguía en silencio y entraron por la puerta de atrás, riéndose, pues habían estado a punto de caerse en el barro del patio y acabar embozados hasta las cejas. Sus respiraciones eran agitadas y la complicidad que los había acompañado a lo largo del día se intensificó de forma irremediable por la situación.
Erroll la ayudó a desatar el nudo del plaid empapado con dedos hábiles, dejando al descubierto el vestido también calado y ceñido al busto y las caderas. El irlandés desvió la mirada con rapidez, aunque no con la suficiente como para que Dunstana no hubiese advertido el deseo en sus ojos. Ella sonrió por saber el efecto que le causaba. No había sido cosa de su embriaguez… y contempló sin disimulo el rostro y cabellos húmedos del joven. Estaba tan apuesto que parecía haber revivido de uno de esos patios con esculturas italianas que tanto le gustaban y ruborizaban de pequeña por la falta de atuendo.
—Debéis de quitaros pronto el vestido, Milady, u os constiparéis.
—¿Es una proposición, caballero?
A Erroll lo cogió desprevenido. ¡Él que siempre tenía un chascarrillo guardado en la manga!
—Yo…
—¡Es broma! —le dijo dándole un pequeño empujón en el hombro, pero algo le preocupaba, podía leerlo en sus ojos—. ¿A qué tenéis miedo, mi caballero irlandés? ¿A que os seduzca y dejarme embarazada? —le preguntó con un deje de amargura—. Muchos lo han intentado antes que vos y ya veis. Sé que os habrán advertido de que no me sois indiferente.
Erroll dudó, hablaba en broma y a la vez en serio. ¿Acababa de decir lo que él había creído escuchar? El deseo de sus cuerpos venció a los buenos propósitos. ¡Estaba tan hermosa! Tenía las mejillas arreboladas por la carrera bajo la lluvia, los ojos sedientos de pasión y las manos ávidas de tocarlo. Podía percibirlo.
—No, yo…
—¿Tanto me parezco a ella?
Dunstana supo que había dado en el clavo por la expresión de sus ojos y, aunque él lo negó con la cabeza y estuvo a punto de levantarse, la mano de ella lo frenó, guiándolo hasta su pecho.
La piel del cuerpo de ella estaba fría y húmeda por la lluvia, sin embargo, irradiaba una calidez que invitaba a perderse por sus finas curvas, a dejarse mecer entre los turgentes senos. ¡Dios, era como tocar a Kelsey de nuevo!, exclamó para sí y ese mismo pensamiento le hizo echar marcha atrás.
—Ni mucho menos, Milady, yo…
El calzón delataba su estado de ánimo y ella sonrió, introduciendo la mano de él en su corpiño para que abarcara su pecho por completo. Él gimió y cerró los ojos.
—Dunstana…
—¡No sabéis lo mucho que me gusta que me llaméis por mi nombre! —le dijo ella acercándose peligrosamente a su boca, notando su aliento dulce sobre sus labios y el pellizco de sus dedos en su pezón.
Alguien carraspeó y ambos se separaron como activados por un resorte. Dunstana se recolocó el corpiño, al amparo del cuerpo de Erroll, para atender al recién llegado.
—¿Interrumpo algo, querida?
Antoine no daba crédito a lo que sus ojos le mostraban. ¿Dunstana saciando su sed con un criado? ¡Mon Dieu! Segundos más tarde y los hubiera pillado in fraganti besándose o incluso consumando en medio de la cocina. ¿Y no lo habían invitado? ¡Inverosímil! ¿Quién era ese rubio y por qué él no lo había conocido antes? Observó que tenía buenas espaldas, demasiado bien definidas, para ser un simple ayudante de cámara. Estaban empapados por la lluvia… ¿Solo por la lluvia?, se jactó. No había podido ver los ojos de ella, pues el perfil gallardo del hombre la ocultaba, pero inevitablemente se había puesto celoso.
—No, claro que no Antoine. No os esperaba.
El francés no pudo disimular su enfado cuando tuvo frente a sí a Erroll. ¿No era ese el preso del que toda la villa hablaba? ¿Ese que admiraba todo el mundo por su lealtad y por haberse salvado de las garras del Alguacil? ¿Qué hacía al amparo de Dunstana y seduciéndola a plena luz del día?
—Seamos claros, cariño. ¿Qué tenéis con este bárbaro?
Erroll alzó mucho las cejas y cerró los puños. ¿Ese pedante le había llamado bárbaro? ¿Ese que, si mal no le fallaba el oído, poco tenía de francés salvo el nombre? Dunstana cubrió su puño con su mano, advirtiéndole con la caricia que no tomara parte de la afrenta. Erroll suspiró. En el fondo se sintió aliviado por la llegada del mequetrefe libidinoso ese pues, gracias a su interrupción, no habían hecho una tontería de la que tener que lamentarse. Adoptando su papel de criado, le preguntó en un perfecto francés si deseaban que encendiera la chimenea de la habitación de la torre.
—Oui, oui —le respondió sin prestarle mucha atención.
—Et vous voulez aussi que les vaches volent38? —Le preguntó Erroll antes de irse y dudando del origen del francés.
—Oui, oui.
Antes de hacer lo que había sugerido, le susurró a Dunstana:
—Madame39, este tiene de francés lo que yo de bárbaro.
Dunstana tuvo que hacer un gran esfuerzo por no reír convulsivamente. Aún sentía en su cuerpo el cálido abrazo de Erroll, las huellas de sus manos en la tela de su vestido, el deseo ardiente de saborear su boca. Habría mandado al infierno a Antoine de haber podido y habría retomado ese instante mágico en el que prácticamente había rozado sus labios. Los pasos del irlandés se perdieron por el pasillo y la mujer clavó los ojos en su amante.
—¿A qué se debe el placer? —le preguntó educadamente.
Antoine no era de los que hacían visitas sin tener un propósito y tampoco era de los que andaban solos. Se había extrañado de que no lo acompañara Abdul y de esa mirada posesiva que le había dirigido a Erroll nada más entrar. No era propio de él. Algo le preocupaba…
—¿Es cierto que vuestro tío ha concertado un matrimonio con Lord Pulteney?
—¿Ya no lo llamáis Peter? —le preguntó ella obviando responderle demasiado pronto.
¿Cómo se había enterado? La nota venía lacrada y Erroll la había guardado sin mirarla… ¡Erroll! «¡Dios bendito, aún la tiene entre sus ropas!», se dijo para sí preocupada. Le habría gustado correr escaleras arriba y arrebatársela antes de que pudiera leerla y se desvaneciera la única posibilidad de que la tomara en cuenta. Sin embargo, el rostro de Antoine le dejó muy claro que estaba muy lejos de dejar zanjada la conversación con ella.
—No —negó Antoine más serio que de costumbre.
—¡Vaya! —exclamó asombrada Dunstana por la contestación tan tajante.
—¿Acaso habéis olvidado lo que os hizo?
Antoine parecía enfadado, guardando las distancias. Dunstana se tocó la mejilla por instinto y evitó mirarlo a la cara.
—Sí, lo recordáis muy bien.
—Estábamos muy borrachos… —intentó disculparlo ella, si en realidad tenía algo que justificar.
—Eso no excusa que os pegara y mucho menos que se excitara con ello —Antoine cruzó la estancia y la encaró, tomándola por los hombros—. No os podéis casar con Lord Pulteney. Él…
Erroll interrumpió la conversación entrando en la sala y anunciando que la alcoba de la torre estaba lista para los señores. A Dunstana no le dio tiempo de decirle nada y puso un mohín lastimero al ver que desaparecía tan rápido como había venido.
—Él tampoco os conviene, Dunstana.
—¡Al diablo con lo que me conviene, Antoine! ¿Me convenís vos acaso? ¿Me conviene perderme durante días con más de un hombre en mi alcoba mientras mis sirvientes cuchichean sobre mí a mis espaldas? ¿Me conviene atarme a otro matrimonio si de antemano sé que no podré dejar descendencia?
—¡¡¡Lo de Peter no fue puntual, Dunstana!!!
Ella se quedó quieta. Antoine jamás había levantado la voz, ni siquiera lo había hecho aquella vez a la que se referían. Dunstana se instó a sosegarse y, con todo el temple que pudo encontrar, le dijo:
—Vayamos a la torre y hablemos. La servidumbre no tardará en llegar de la Betane y no quiero alimentar aún más los rumores.
Antoine asintió y la siguió en silencio. La habitación estaba cálida en su justa medida, las cortinas descorridas para que entrara el sol y las contraventanas ligeramente abiertas para que la estancia estuviera aireada. Erroll había dejado una botella de hidromiel y los pastelillos rellenos que habían sobrado del almuerzo en una bandeja.
—Parece que le gusta complaceros… —observó el francés con el ceño fruncido—. Aún así…
—Olvidémonos de Erroll, Antoine. ¿Cómo os habéis enterado de mi compromiso con Peter y qué habéis querido decir con que no fue algo puntual?
El hombre se bebió de un trago una copa a rebosar de hidromiel.
—Tengo a un conocido en la capital. Vuestro tío lo está pregonando a los cuatro vientos, querida…
Eso no era muy propio de su tío, pensó Dunstana. Pero la familia Pulteney era altamente conocida, noble y con buenas rentas a sus espaldas. Quizás Sir Richard al ver el compromiso formalizado, se habría excedido en las celebraciones… Antoine se estaba bebiendo otra copa más de un solo trago cuando Dunstana lo paró a la mitad.
—Seguid contándome.
Antoine resopló.
—Peter y yo nos conocemos desde hace tiempo. Hemos compartido cama y mujeres, no solo a vos —Dunstana dijo un «lo entiendo» y él siguió—. Yo estaba encaprichado con él, veía a través de sus ojos y no me importaba que se excediera en sus juegos de alcoba pues, cuando yo le pedía que parara, él lo hacía.
—¿Qué queréis decir?
—A Peter le gusta someter a su pareja…
Los ojos de Dunstana se abrieron mucho y la boca hizo una «o» fruncida y pequeñita. ¿Se refería a usar látigos, cuerdas, cadenas… como utilizaba su tío?
—Pero si él con nosotros nunca…
—Él aquí no era el mismo. No se mostraba tal cuál es. Peter es un asesino.
Antoine le cogió las manos y se las apretó con fuerza. Ella las apartó.
—¡Oh, vamos, Antoine! Os estáis quedando conmigo. ¿Esto es algún tipo de broma o un ataque de celos porque terminaré casada con él? ¿Porque es lo que querríais vos mismo?
—No, Dunstana. No tiene nada que ver. Os contaré algo que prometí no volver a rememorar en la vida y de lo que me siento terriblemente atormentado. Hace algo más de siete años, si mal no recuerdo, conocimos a una tal Constanza. Una italiana bellísima, se daba un aire a vos, por cierto. La cuestión es que acabamos encamados. A ella no le importaban las inclinaciones primitivas de Peter, incluso se las aplaudía o buscaba nuevos juegos con los que tenerlo contento.
Dunstana no quiso interrumpirlo y decirle que no sabía exactamente a qué se refería. Antoine parecía realmente afectado, pero por paradójico que pareciera, a medida que iba hablando, su cuerpo se liberaba de la tensión que lo había acompañado desde que había ido a visitarla.
—Él era muy joven, en realidad, los dos lo éramos. Constanza era hija de un afamado capitán de barco italiano, mucho mayor que nosotros. Una diosa que nos enseñó a satisfacerla y conocernos, que respetaba nuestra relación y participaba activamente en ella. Peter era su favorito, pero qué más me daba. Yo solo deseaba verlo feliz.
—¿Y qué tiene qué ver eso con…?
—No seáis impaciente, ma petite pêche40. Veréis, yo me contentaba con participar y disfrutar de ambos. Ella nos enseñó a hacer bien los nudos de las sogas, a usar el calor de la cera derretida, la fuerza del látigo… también a dominar el dolor e incluso a ansiarlo. Fue tan buena maestra que Peter se volvió loco, obsesionado cada vez más con sus juegos.
Dunstana ahogó una exclamación y Antoine volvió a cogerle la mano, aunque esta vez era más una caricia que una presión.
—Yo era el único que compensaba su ansia…, pero un día, el juego se les fue de las manos. Yo me encontraba cansado y no me había presentado a la cita. Una soga mal anudada, una banqueta coja…, ¿quién sabe lo que sucedió allí salvo ellos? El resto os lo podéis imaginar. Podría haber sido yo la víctima, ¿sabéis? —expuso nervioso y con la voz rota.
—¿Queréis decir que…?
Antoine asintió y prosiguió.
—Peter se asustó mucho y vino a buscarme. Por aquel entonces, aún teníamos nuestro cuerpo lleno de moratones, incluso nos jactábamos de ello. No hubiéramos podido pedir ayuda a otra persona sin llamar nosotros mismos la atención. Cuando volvimos a la casa, no pudimos hacer nada por ella, ¿lo entendéis? Si no hubiesemos rebasado el límite tantas veces…
—Constanza estaría viva.
—Sí —Suspiró con pesar, apurando el resto de la segunda copa de hidromiel. Las palabras parecían querer salir en tropel—. A pesar de que Peter había cortado la cuerda con rapidez, ella ya no respiraba. Nos asustamos —La voz se le entrecortaba, visiblemente emocionado—. Si pedíamos ayuda, acabaríamos en prisión, en la horca y con la reputación de nuestras familias. Nuestro futuro… ¿Y de qué hubiera servido? Su cuerpo estaba bastante frío y su cuello había ennegrecido en poco tiempo. Poco se podía hacer, pues estaba muerta.
Dunstana no podía creérselo. Lo miró entre horrorizada y asqueada. Había estado acostándose con dos verdaderos extraños y uno de ellos sería su esposo en menos de dos meses.
—Entiendo que pongáis esa cara, ma petite pêche. Le hice prometer a Peter que no diría nada con una sola condición.
—Que dejara esas prácticas…
Él asintió.
—Por eso os enojasteis tanto.
—Mis padres me mandaron al sur de Francia para evitar el escándalo. Supe de las nuevas compañías que Peter frecuentaba, de las subastas de mujeres, de los bajos fondos… Yo solo pensaba en volver y sacarlo de todo eso. Lo conseguí —musitó con amargura.
Dunstana jugueteó con sus cabellos. Estaba totalmente apesadumbrado, pero necesitaba vaciarse, confiar en alguien…
—Cuando os conocimos y vi su interés por vos no lo pensé. Nos lo pasábamos bien, ¿no es cierto?
La joven asintió.
—Cuando esa noche vi que cogía un pañuelo de seda y os ataba las manos, me dije: «es algo inocente, un poco de vidilla nada más». Pero habíamos bebido mucho y el brillo lujurioso en sus ojos lo delató.
—Recuerdo que le dijisteis que parara…
—Pero no me hizo caso.
Dunstana se mordisqueó el labio, recordando que la había penetrado con brusquedad y que le había dejado marcados los dedos en la piel y señales de los mordiscos de los dientes alrededor del cuello. En un principio le había gustado, pero luego el dolor se le había hecho insoportable y le había pedido que parara, como Antoine.
Había sido en ese momento cuando Peter se había enojado y le había pegado en la cara, arañándole la mejilla con el sello de oro familiar. También recordó con aprehensión cómo le había lamido con pura lujuria la sangre del rostro y cómo Antoine se había vuelto entonces como loco y lo había sacado de la habitación a rastras, discutiendo fuertemente en el pasillo.
Ella no había entendido nada. Estaba algo borracha y aturdida por el golpe, apenas había sido capaz de entender lo que decían o su mente lo había borrado simplemente y como una especie de mecanismo de defensa. Solo recordaba que Peter se había marchado esa noche y no lo había vuelto a ver, mientras que el francés había vuelto a entrar en la estancia y la había desatado sin añadir nada más. Al día siguiente regresó para interesarse de nuevo, y se había marchado para no volver a saber de él hasta que había venido acompañado por Abdul.
—Peter es peligroso, Dunstana. Él es como esas bestias de las fábulas bárbaras. Las temporadas que pasa con sus amigos de correrías de la capital es un ser totalmente distinto, depravado, voraz…
Ella arqueó la ceja, ¡como si no fuese suficientemente depravado a los ojos de Dios compartir mujer y hacer un trío! Antoine no pudo hacer otra cosa que sonreír y quiso explicarse con corrección.
—No me refiero a compartir cama ni a experimentar modos de placer convencionalmente prohibidos, Dunstana. Me refiero a que se vuelve un salvaje. Sin mí a su lado, volverá a las andadas.
—No me tocará.
—¿No? ¿Y quién se lo va a impedir si se convierte en vuestro marido? ¿Vuestro tío? Porque lamento deciros que se rumorea que también practica ese tipo de cosas…
—Pues rechazaré el compromiso.
—Ojalá esté en vuestra mano hacerlo, ma petite pêche, pero lo veo harto improbable a estas alturas.
—Algo se me ocurrirá, Antoine, soy una mujer de recursos.
—Recordad que él también.
—Lo haré.
Antoine se despidió por una larga temporada. No había vuelto a referirse a Erroll y Dunstana se lo agradeció. Ya había sido bastante duro prevenirla del que a ciencia cierta sería su tercer esposo como para discutir con él la importancia que tenía el irlandés en su vida. Lo echaría de menos a pesar de todo. A él y a Abdul, sonrió. Debería haber sido más valiente y haber aceptado la invitación que había venido a ofrecerle el francés y desaparecer de la isla, viajar a través del viejo continente, conocer nuevas ciudades, nuevas personas…, pero se veía incapaz de empezar de cero.
—Quizás algún día os tome la palabra, mi querido Antoine.
—Os estaré esperando.
Y tras esas palabras, se había marchado.