CAPÍTULO 04

EL DESAFÍO

 

 

 

St. Margaret, Edinburgh, mediados de octubre de 1334.

 

El corazón de Escocia había pasado a estar completamente en manos de los sassenachs desde que las tropas de Plantagenet habían conseguido sitiar el castillo de las Doncellas, como algunos aún llamaban por aquel entonces al Castle Rock de Edinburgh por haber sido uno de los santuarios de Lady Morgan le Fay, medio hermana del legendario rey Arthur.

Eduardo Balliol no había movido ni un dedo por recuperar el castillo, símbolo de quién gobernaba realmente en su país, pues necesitaba el poder y los medios que Eduardo III de Inglaterra le suministraba para mantener a raya a los insurrectos fieles al niño-rey Bruce. Tampoco había hecho nada por cambiar la suerte de los presos, fuera cual fuese el delito o cargos de los que se le acusaban, y mucho menos aún por indagar, siquiera por curiosidad, qué había sido de Lady Stewart cuando supo que no habría boda y que Doune y la tierra de los Stewart pasaban a ser expropiadas en nombre de su homónimo inglés.

La despreocupación de Balliol contrastaba con la implicación de Plantagenet, que no hacía más que dar órdenes y disponer de ese trocito de Escocia al gusto como del resto de su reino. Conquistar Escocia era el paso previo a un ambicioso plan que Eduardo Plantagenet llevaba en mente desde hacía mucho tiempo: reclamar el trono de Francia. Así, no solo daría un puntapié en el trasero a su primo Felipe de Valois, al que se negaba a ver como Felipe VI de Francia, sino que lapidaría cualquier intento de David Bruce de reclamar de nuevo el trono de Escocia.

Su ambición no tenía límites pero, como todo buen gobernante, necesitaba el apoyo del pueblo y como signo de buena voluntad o, simplemente, como una medida de racionamiento de víveres de cara al invierno, lo primero que hizo el monarca inglés fue adelantar muchas de las ejecuciones pendientes y dar numerosos indultos a cambio de dinero, títulos o tierras, con la intención de buscar nuevos aliados que se unieran a la causa de su protegido.

Muchos presos consideraron la oferta del indulto o del perdón, otros volvieron a sus hogares, o a lo que quedaba de ellos, con el ánimo por los suelos y la lección bien aprendida para los restos. Sin embargo, por más diligencias que llevaron a trámite entre los jefes de clanes y barones feudales más importantes de Escocia y en cualquier lugar donde se pudiera apelar justicia, ni Sir Symon Lockhart, ni Sir William de Irwyn, ni Sir John de Lyon, tío materno del irlandés, consiguieron que Ayden y Erroll gozaran de tal suerte. Los cargos seguían sin ser claros y un rey descargaba responsabilidades sobre el otro, eternizando las gestiones que les otorgara la ansiada libertad.

La familia escocesa de Erroll, los Lyon, movieron todos los hilos habidos y por haber, incluso llegando a sobornar a los jueces que viajaban a lo largo y ancho del país impartiendo justicia en el nombre del rey sin resultado. Para Sir John de Lyon era la forma de agradecer a su sobrino no haber reclamado Glamis como justo heredero, llegando incluso a pedir el indulto al mismísimo rey Eduardo de Escocia y ofreciéndole como pago dejar de ser imparcial en la pugna por el trono. Sin embargo, aconsejado por Lord Henry Beaumont, el monarca decidió no tomar parte en el asunto, excusándose por no poder hacer más. En definitiva, lavándose las manos y poniendo a su homónimo inglés como excusa de nuevo para darle un escarmiento a quienes, en cierto modo, le habían fallado, al saber que la cantidad incautada de oro en la misión que los Murray y Erroll habían llevado a cabo recientemente en suelo francés era mínima.

—Habéis hecho bien, Su Majestad —expresó Lord Beaumont terminando el último sorbo de su copa de coñac francés y jugueteando con las últimas gotas del borde antes de apurarlo—. Así aprenderán, ellos y muchos otros, a temer a la autoridad.

—¿Y sí…?

—¿Si fueran realmente leales a nuestra causa queréis decir? —expresó dando voz a la incertidumbre de Balliol.

El monarca asintió y dejó su copa prácticamente intacta en la repisa de la chimenea, con la mirada perdida en la lumbre.

—Los escoceses son fuertes, un poco de entrenamiento extra motivará sus corazones y mantendrá sus mentes ocupadas. No hay mal que cien años dure o eso dicen, ¿no creéis?

 

 

Ayden y Erroll esperaron estoicos la llegada del nuevo Alguacil de la prisión de St. Margaret, deseando que fuera todo lo benévolo que le permitiera su cargo o que estuviera tan asqueado de todo que los dejaran con la rutina de los trabajos diarios y en paz. Habían gozado de un par de meses de trabajos forzados y asueto, en cuanto a interrogatorios se refiere, con el estómago hecho argamasa tras el anuncio de que pronto vendría el nuevo Alguacil.

No había alma que dijera una sola buena cualidad del temido individuo y todos los presos que habían sido capturados por el bando inglés durante la batalla de Halidon parecían conocerlo o tenían a alguien cercano que podía enseñar muñones, quemaduras, cuencas vacías de ojos o piel arrancada a tiras. Ayden agradeció a Dios que ellos hubiesen escapado de tal suerte y que su hermano hubiese sido recogido por un ángel y llevado sano y salvo a Blair Atholl.

«Blair Atholl…». Era nombrar el que hasta hacía poco había sido su hogar y sentir una nostalgia infinita y una rabia incontenible. Sintió los dedos entumecidos por el frío y la espera. Llevaban al menos dos horas en la explanada junto al foso y el viento comenzaba a arreciar con tal fuerza que a veces le era imposible mantener la formación en línea, como le habían ordenado al salir de la celda.

Ayden y Erroll habían puesto en tela de juicio alguna de las habladurías, aunque comenzaron a creerse lo que les contaban cuando a las filas se sumaron hombres aguerridos como montañas de otros pabellones y celdas subterráneas que afirmaban haber sufrido a manos de ese sanguinario todo tipo de atrocidades. Hubo uno que se meó encima de solo nombrar al que iba a tener sus vidas a partir de ahora en sus manos. Ayden resopló. A otro de ellos les faltaba una oreja y, cuando supieron que el propio Alguacil se la había arrancado de un mordisco, Erroll estuvo a punto de vomitar.

—Saldremos de esta —le susurró al irlandés—. Ya veréis.

Aunque Ayden empezaba a no tenerlas todas consigo. Los hombres temblaban, no sabía muy bien si por el clima o por el temor de encontrarse cara a cara con el Alguacil. Parecía que ante sus ojos iba a materializarse el mismísimo diablo en persona, pues esa era la fama que le precedía al muy bastardo. Él quería conocerlo ya de una vez, que Dios lo perdonara si pecaba de soberbia, pero la incertidumbre a lo desconocido le corroía más que cualquier prueba de esa bestia.

Acababan de estrenar el mes de diciembre y los copos de nieve comenzaron a caer copiosos bajo un cielo gris como el acero. Algunos de sus compañeros no tenían buen aspecto a la intemperie y se sacudían más que tiritaban como hojas de otoño ante la escasez de atuendo y el viento que no había dejado de arreciar. Por algún extraño motivo que desconocían, el nuevo Alguacil quería recibir a los prisioneros en perfecta línea de a dos, con el torso descubierto, encadenados a la espalda y con la cabeza gacha. Nadie se atrevía a hablar por temor que alguien pudiera escucharles y acabar con su lengua como condimento del estofado del domingo, aunque todos repasaban mentalmente las barbaridades narradas por los más veteranos.

Supieron que Edinburgh había sido sitiada completamente por las tropas del rey Eduardo III de Inglaterra, porque muchos presos habían sido liberados o ejecutados. Pero de eso ya hacía un tiempo más que prudente y, los que no habían recibido tal medida de gracia, sabían que pasarían muchas estaciones antes de que nadie se acordara de ellos. Asimismo, todos los altos cargos del castillo habían sido depuestos y sustituidos por otros de completa confianza de los sassenachs. ¡Que Dios los tuviera en su Gloria, eso no podía ser bueno!

El nuevo Alguacil Mayor llegó tarde y sin avisar, dando un silencioso paseo a sus espaldas. Algunos prisioneros estaban cansados y su posición no era la comandada, otros bufaban o tiritaban convulsivamente debido a la fría nieve. Solo cinco hombres de treinta y tres aguardaban su llegada firmes y con una capa de nieve considerable sobre su pelo, su rostro y sus hombros desnudos. Sin previo aviso, Sir Richard de Stone sacó de su abrigo de paño rojo oscuro una regleta de madera y comenzó a apalear salvajemente a uno de esos pobres desgraciados que no habían seguido sus órdenes. Primero le dio en las corvas, haciendo que el joven cayera de rodillas, y luego en la nuca con tal fuerza que clavó la mandíbula en el barro.

La sorpresa y el susto hizo que algunos hombres se arremolinaran alrededor y que, ante la sola mirada del ejecutor, volvieran a su sitio rápidamente. Algunos hombres se mostraron inquietos, incluso los guardias que lo acompañaban, pero nadie fue capaz de rechistar. El salvajismo con el que siguió golpeando al joven era devastador. Brazos, piernas, cráneo… ninguna parte del cuerpo dura o blanda fue excluida.

Ayden apretó tanto las mandíbulas que sintió el sabor de su propia sangre entre los dientes, pero antes de escupirla, prefirió tragar. Miró de reojo a Erroll, sabía que su espíritu era muy parecido al de Neall, el menor de sus hermanos, y temió que cometiera alguna imprudencia o saliera en defensa de ese pobre desgraciado al que los daños cerebrales dejarían mermado de por vida.

El mellizo Murray exhaló con fuerza el aire por la nariz y captó brevemente la atención del irlandés, transmitiéndole con los ojos la necesidad de guardar la calma. Erroll hizo un mohín con los labios y miró al frente. Si volvía los ojos hacia el muchacho y lo veía, terminaría dando un paso al frente, arrastrando con él a Ayden a causa de los grilletes que los unían pie derecho con izquierdo. La nuez de Adán de su garganta era el único reflejo visible de lo mal que lo estaba pasando. También se percató de que a veces su cuerpo se rebelaba y daba un ligero respingo, sobre todo cuando la regleta daba contra el hueso y era perfectamente audible el sonido que hacía al astillarse. Él mismo, si no se estuviera mordiendo la lengua por dentro, habría arremetido contra ese inglés sanguinario sin dudarlo, pero con ello solo conseguiría la muerte de ambos.

Para terminar, el Alguacil cogió al prisionero por la cabellera húmeda por la nieve y pegajosa por la sangre e hizo que lo mirara. El joven apenas podía mantenerse erguido, con la cara goteando y manchada de sangre, incapaz de sujetar por sí solo su cabeza. Los pies le caían hacia dentro y las rodillas cedían con su escaso peso. Un gemido espectral nacía de lo más profundo de su garganta y Ayden sintió cómo el vello de sus brazos se erizaba como las púas de un erizo.

El Alguacil se relamió los labios y, muy cerca de la cara del moribundo, le espetó un «maldito perro escocés, no servís para nada». Ayden no pudo contenerse ante el insulto e hizo un casi imperceptible movimiento, el justo para que fuera captado por el agresor que, dejando caer al suelo al muchacho como una piel muerta y escupiéndole entre los ojos, se rio murmurando un «vaya, vaya, vaya…».

Erroll intentó tapar el campo de visión de su amigo con su propio cuerpo, disimular, toser, ¡algo!..., pero en cuatro zancadas el Alguacil tenía a Ayden frente a frente. Él, que había intentado por todos los medios que Erroll no se expusiera, acababa de meter la pata hasta el corvejón con ese malnacido.

—¿Algo que objetar, perro escocés?

El capitán Murray le aguantó la mirada y no respondió. El Alguacil le escupió a la cara y se limpió los restos de su boca con los dedos sin dejar de observar su reacción, para terminar cogiendo por el pelo de la nuca a Ayden, acercándose a escasos dos dedos de su cara. La cara del escocés mostraba las ganas que tenía de dejarse llevar y asestarle un golpe con la cabeza, noquearlo y borrarle esa estúpida sonrisa de la cara, pero finalmente se contuvo, sabiendo que eso era lo que ese bastardo quería.

El Alguacil se mordisqueó el labio, echándole el cálido aliento de su boca en la cara. ¡Cómo estaba disfrutando finalmente el haber sido enviado a Edinburgh! Primero lo había visto como un castigo a causa del desliz de haberse pasado con sus nuevos jueguecitos, por lo visto una de sus últimas víctimas era el sobrino de un primo lejano del rey y este no había tenido más remedio que tomar cartas en el asunto.

La villa real le había parecido deplorable hasta ese mismo instante. Tras unos segundos de tenerlo a su entera merced, contuvo el aliento ante los ojos del escocés, pero este no volvió a caer en un error. «Lástima», aunque en realidad se congratulaba de encontrar unos cuantos prisioneros a la altura de sus necesidades. Aún tenía ganas de divertirse un poco y posó sus ojos en el que tenía a la derecha y le asestó tal puñetazo en el vientre que lo dobló en dos.

Erroll escupió sangre, antes de volver a incorporarse en su sitio, sin dejar de mirar al frente, marcial. Sintió vergüenza de sí mismo porque lo hubieran cogido desprevenido, más pendiente de las reacciones de Ayden que de las suyas propias. ¡Si lo viera Sir William Brisbane le espetaría que no era más fuerte que una inglesita...! El siguiente golpe lo resistió sin apenas tambalearse, tragándose las bilis y las ganas de devolverle un puñetazo que dejara a ese petimetre tendido en el suelo. Ayden lo miró de reojo. Él también le tenía ganas, podía leerlo en sus ojos, pero le pedía prudencia a gritos.

—Uhm… mucho mejor —sentenció el Alguacil antes de asestarle otro y volver a situarse frente a Ayden y mirarle a los ojos, desafiándolo.

Erroll volvió a escupir hacia un lado, se limpió el resto de sangre de la comisura de los labios y volvió a su pose inicial, ante la estupefacción de la mayoría, pues cualquiera diría que el rictus de su boca mostraba una sonrisa. Entretanto, el Alguacil seguía su particular duelo de titanes con Ayden. No había nada que le deleitase más que doblegar un corazón valiente, moral y orgulloso. Un corazón que, aparentemente, no conociera el miedo, porque él le enseñaría lo equivocado que estaba.

El mellizo primero le miró a un ojo, después a otro, con templanza, quizás crecido por los mismos nervios. El Alguacil le sonrió, no estaba acostumbrado a que los hombres mostraran arrojo ante su presencia y se congratuló de hallar por fin a alguien digno de sus juegos. En realidad, si su ojo clínico no le fallaba, en ese grupo había cinco potenciales hombres que le harían más amena la estancia en esa húmeda región norteña, más de lo que había encontrado nunca en todos sus años de servicio a la corona.

Alrededor del primer agredido, la nieve se volvía roja y su compañero de cadenas apenas conseguía mantenerlo en pie, temeroso de que la emprendiera contra él por no mantener en orden la fila. Los quejidos del moribundo eran desgarradores y parecían salir de la misma tierra. Hasta donde alcanzaba la vista, todo se veía blanco, salvo ellos, el puente del foso y la muralla.

El Alguacil dio una palmada, e instintivamente, todos los presos se irguieron en sus puestos. Dos de los soldados que acompañaban a ese engendro de Satanás se pusieron tras él y este les dio una orden en pocas palabras. Los soldados se miraron el uno al otro, contrariados, mostrando en sus caras el desconcierto que les había producido la orden. El Alguacil Mayor solo tuvo que levantar un poco la barbilla para que corrieran prestos a hacer lo que se les había ordenado.

Los dos soldados se acercaron al moribundo y le quitaron el grillete del pie con manos temblorosas. Nadie respiraba, hasta el joven amasijo de carne, sangre y huesos parecía contener la respiración. Todos temían lo que sucedería a continuación, nadie dudaba de lo que pasaría.

Erroll cerró por un instante los ojos y Ayden reconoció en sus labios cómo musitaba una vieja plegaria católica por su alma. El grillete de la mano no quiso ceder fácilmente y el hombre, al que estaba unido por la cadena, comenzó a implorar en voz alta por su vida.

—Levantad la mano —le dijo uno de los soldados al ver que era inútil que el moribundo realizara el gesto y, de una estocada, la mano del joven cayó a la nieve entre alaridos desgarradores que levantarían de la paz de sus tumbas a todos los muertos.

Sin dilación, el más veterano le asestó un golpe mortal en la nuca con la empuñadura de su espada, en un acto más de misericordia que de brutalidad. Seguidamente, lo arrastraron por el manto de nieve virgen, dejando un reguero de sangre y horror a su paso, hasta que llegaron a una de las laderas escarpadas de la fortaleza, lo levantaron por encima del muro y lo despeñaron.

El sonido sordo del cuerpo reventarse contra las piedras los encogió a todos salvo al Alguacil, que tenía esa sonrisa estúpida de satisfacción por la labor cumplida. Los soldados se sacudieron las manos, como queriendo ahuyentar los restos del alma que acababan de sentenciar. Después de eso, el silencio se hizo en la explanada y el viento dio paso a una lluvia fina que acababa en el suelo en forma de aguanieve.

Fue entonces cuando el Alguacil dio tres palmadas y hubo hombres que respiraron tranquilos. ¿Sería algún tipo de señal? Después de lo que habían visto, ni Ayden ni Erroll estaban dispuestos a mover un pelo de su sitio salvo que ese salvaje se lo pidiera expresamente y se quedaron alerta. El Alguacil volvió a pasearse delante de sus rostros, escrutando sus miedos, socavándolos con su malévola sonrisa para a continuación dar la orden de que se rompieran las filas y los hombres volvieran a los barracones hasta nueva orden.

Ayden y Erroll comenzaron la marcha hacia su celda. Nadie parecía querer hablar. El ruido de las cadenas lo decía todo. Sin embargo, el silencio era la peor de las torturas para el irlandés y comenzó a tararear viejas estrofas de su tierra natal por lo bajo. Algunos hombres lo miraron extrañados, incluso se atrevieron a reprocharle su actitud. Erroll los miró con gesto serio y después les sonrió afablemente, aunque con tristeza en el semblante.

—Esto no ha hecho más que empezar, càraidean30. Si esa bestia ve nuestro miedo… estamos muertos.

Ayden asintió, aunque su ánimo no estaba para cánticos precisamente. Siguieron subiendo la cuesta empedrada que los separaba de los barracones y tuvieron que hacerse a un lado para que no los embistieran tres caballos. Erroll apartó justo a tiempo a Ayden del camino, conteniendo como pudo el empuje del cuerpo de su amigo sobre él y le volvió a sonreír, pero esta vez sin tristeza.

—Han estado cerca…

Ayden nuevamente asintió sin decir nada y le echó un brazo por encima a Erroll. Los guardias del Alguacil les dieron el alto a los recién llegados antes de que prosiguieran hacia el interior del castillo. La fila se había detenido y el mellizo observó a los jinetes que los habían pasado sin miramientos segundos antes. Uno de ellos era una mujer y, aunque no se parecía en nada a Leena, sintió una punzada nostálgica en el corazón, deseando que, estuviera donde estuviese, fuera feliz.

La muchacha pareció darse cuenta de que la miraban y se irguió. Erroll echó una ojeada a quienes tenían acaparada la atención de su amigo y volvió a sonreír con cierta picardía. Si no supiera lo tremendamente enamorado que estaba Ayden de su «petirroja», habría jurado que se había quedado embelesado con esa rubia de piernas largas, que bien mirada, estaba más que bien. Sintiéndose observada, la muchacha se sonrojó y cogió las riendas, sin esperar que el guardia le diera el salvoconducto de entrada.

—¡Milady, esperad! —le gritó en vano el guardia.

Los escoltas de Milady azuzaron sus imponentes caballos tras la joven y se perdieron en lo alto del camino. Erroll le dio un codazo en el costado a Ayden para que reaccionara y emprendiera de nuevo el paso hacia los barracones, pues se estaban quedando los últimos.

—La mañana horrible acabó con buenas vistas al menos… —le susurró Erroll a Ayden guiñándole el ojo.

—¿Qué?

—Ya sabía yo que ni siquiera os habíais fijado en la dama… ¡No tenéis remedio, caraid!

Ayden no sabía muy bien a quién se refería Erroll y le siguió al barracón sumido en sus pensamientos de nuevo.

 

 

El Alguacil no dejó pasar más de un día sin volver a llamar a su presencia a los presos.

—No creáis que os libraréis de los trabajos de la cantera… —comenzó su discurso de nuevo en la explanada, a la vista de todos los que quisieran ver lo bien que se manejaba en el cargo—. Semanalmente, os llamaré ante mi presencia, revisaré las celdas y contestaréis a mis preguntas. Nadie quiere que olvidéis vuestras raíces y el por qué estáis aquí —gritó con entusiasmo mientras varios soldados les repartían un raído lienzo de tela escocesa que parecía haber sido sacado del fondo de un lago por lo sucio y tieso que estaba— y, para evitar que os congeléis vuestras partes, comenzaremos el día cada mañana corriendo por esta bella explanada, porque no hay nada como llenar los pulmones del aire cálido de vuestra amada Escocia.

—No pretenderá… —musitó Erroll repugnado por el tacto de la tela y extendiéndola a lo largo. Al acercar la nariz al lienzo, puso cara de conejo y el mellizo tuvo que hacer grandes esfuerzos por contener la risa. Este Erroll… no aprendería nunca.

Bohann Morrison les pidió que guardaran silencio y Ayden se sintió abochornado porque el isleño tuviera que llamarle la atención. Bohann era un joven muy corpulento y callado hasta el punto de que Erroll y él habían pensado durante más de un mes que era mudo. El muchacho debía tener la edad de Alex Mackenzie, era fuerte como una montaña y testarudo como un buey, además de ser noble como el que más. Su historia era como la de tantos otros pobres infelices. Hacía seis meses que había sido capturado por el bando inglés durante el asedio de Stirling. Era la feria del ganado y nadie se esperaba que un vasto ejército rodeara la villa en sus cuatro puntos cardinales. No había por dónde escapar.

Elman Shaw les había contado la historia con pelos y señales durante los trabajos en la cantera más de veinte veces. Bohann lo escuchaba en silencio, como si el hombrecillo no estuviera narrando realmente su propia vida, la de él y la de su amigo. Elman era uno de esos hombres que suplían su falta de fuerza y envergadura con un cuerpo fibroso y una agilidad que Ayden quisiera para sí. Era rápido como una liebre y pronto comenzaron a llamarlo «Hareman» en honor a dicho animal. Sus ojos eran negros y vivaces y, como narrador, no tenía parangón.

Junto a Dacey Junter, el sureño, habían hecho piña y en los breves momentos de asueto de la comida se contaban anécdotas y fantaseaban para no perder la ilusión por la vida. De Dacey sabían muy poco, pues era muy reservado con sus orígenes. En realidad lo era con todo lo relacionado con su vida, aunque las cicatrices que tenía por todo el cuerpo delataban que esta había sido de todo menos fácil.

Tanto Elman, como Bohann y Dacey se habían conocido durante el asedio a Stirling y habían presenciado la derrota y entrega de llaves de la villa al bando inglés sin poder hacer nada. Habían sido supervivientes de la barbarie y sometimiento de Stirling. Poco había que contar más que horror, sangre e inocentes masacrados. Conocían al nuevo Alguacil de oídas y, como había dicho Bohann muy serio:

—Que Dios se apiade de nuestras almas.

Fue la primera vez que Ayden dio crédito a lo que se decía de su nuevo carcelero. Ese muchacho no era de exageraciones, no contaba teatralmente las cosas como Elman, ni omitía los detalles más sangrientos como Dacey. Si el Alguacil era el mismísimo diablo, cuidarían mucho sus espaldas de caer en sus manos. El trío de hombres acogieron pronto al irlandés y al «mellizo», como todos lo conocían en prisión, como parte de su pequeño grupo.

Ayden asintió y se irguió en su sitio. Bohann tenía razón: nadie quería otra demostración de fuerza del bravucón del Alguacil. No tan pronto al menos, aunque sabía que ya era bastante duro para Erroll tener sus ropas infectas de pulgas, sucias y no poder lavarse cuantas veces quisiera. Desde aquella vez que había acabado de barro hasta las orejas siendo niño y el hedor le duró durante días… no había vuelto a ser el mismo. Sus nuevos camaradas no entendían que Erroll odiara estar sucio con todas sus fuerzas y temió que el irlandés prefiriera que lo empalaran antes que ponerse ese andrajo nauseabundo anudado a la cintura.

Ante el mohín de enfado del irlandés, que no sabía qué hacer con la asquerosa tela, aunque sí dónde se la metería al presuntuoso Alguacil… Bohann le gruñó, por si no le había quedado claro que, o se quedaba callado y quieto, o le haría tragarse el tartan. Erroll lo miró con los ojos entrecerrados, comprendiendo al fin que no había otra cosa que claudicar y obedecer, pero para hacer más visible su enfado, bufó primero y se cuadró después.

La humillación siempre había sido uno de los principales ejercicios de entrenamiento, así que… ¿cómo no iba a serlo dentro de la mente enfermiza de un torturador? A Ayden le costaba entender la obsesión que tenían por sus faldas todos aquellos que no eran escoceses. ¡Allá ellos con sus costumbres! Siempre intentando saber qué tenían bajo las faldas… ¡como si de entre sus piernas no pendiera lo mismo!

El Alguacil siguió su grandilocuente discurso durante unos minutos más y luego los dejó ir hacia la cantera. Por lo visto la tela era solo para llevarla durante los ejercicios matutinos y los trabajos forzados. Una manera de exhibirlos, señalarlos y matarlos de una pulmonía más pronto que tarde. Se acercaba el invierno y ya había varios presos que tenían una tos ronca, cargada de mocos y sibilante. Si solo un día acataban tal orden, esos pobres no llegarían a los rezos del domingo. No obstante, esa mañana el Alguacil los dejó marchar con sus picos, sus cestas de mimbre y sus humildes ropas, tan desgastadas como su templanza.

Erroll estuvo más callado que de costumbre. De vez en cuando echaba una mirada al trapo de cuadros que le había tocado e hincaba con más contundencia el pico en la piedra, sacando grandes lascas.

—Si seguís así os haréis daño —le recriminó Ayden, sujetándole la mano.

El irlandés se sorbió la nariz y enjugó con las mangas de su camisa el sudor de su frente. Hacía tanto frío que las gotas se endurecían y arañaban como guijarros. Miró a Ayden y el mellizo comprendió que por fin se daba cuenta de dónde estaba.

—¿Qué hacemos aquí, caraid? Nosotros no hemos hecho nada por lo que tengan que retenernos. No somos ladrones, ni asesinos, ni hicimos mal a nadie… Solo cumplimos órdenes del rey y abandonamos las tierras cuando nos ordenaron. No dieron a nuestros hombres la oportunidad de parlamentar ni defenderse, ni siquiera sé cómo nos salvamos aún de tal emboscada…

Ayden vio la pesadumbre en sus ojos. Ninguno de los dos habían nombrado antes ese fatídico día, por temor a que el otro le dijera la suerte de Neall, de Leonor y de Alex… No habían tenido noticias suyas, ni para bien ni para mal y, aunque eso los desasosegaba, al menos les daba una mínima esperanza de que estuvieran vivos y hubieran alcanzado la tierra de los Mackenzie. Ayden siguió picando en silencio, mientras Erroll arrastraba las pesadas piedras a su cesto.

Era bien entrada la noche cuando por fin entraron en su siniestra celda. La llama de la antorcha se sacudía por las corrientes de aire de las galerías subterráneas y temieron en más de una ocasión quedarse sin luz. No le tenían miedo a la oscuridad, pero su carencia envalentonaba a las ratas y más de un preso había sido herido cruelmente por estos roedores durante la noche. Allí nadie les curaba las heridas y, cualquier infección, por pequeña que fuera, podía significar la amputación de algún miembro o incluso la muerte.

Ayden se quedó dormido pensando en las palabras de Erroll y sus sueños se convirtieron en pesadillas. Se despertó sobresaltado en más de una ocasión. «Esto no ha hecho más que empezar, càraidean». «¿Qué hacemos aquí?». Le repetían las voces en su cabeza una y otra vez. Imágenes de familiares y amigos difuntos, del compañero preso que había sido arrojado por la muralla el día anterior. «¿Qué hacemos aquí?.»

—¡Despertad, Ayden! Vienen a buscarnos y tenemos aún que ponernos… esto —le dijo el irlandés echándole la tela a la cara, como si fuese un juego de niños.

Ayden abrió los ojos sobresaltado, le había costado horrores conciliar el sueño y, cuando por fin parecía que las pesadillas habían terminado, tenía que desentumecer los músculos y ponerse esa cosa anudada a la cintura y que no le llegaba ni siquiera a las rodillas. ¿De dónde habrían sacado semejante tela? ¡No recordaba ningún clan escocés que llevase un tartan tan feo! Ambos se quitaron la camisa y los calzones de un tirón, mientras el cuerpo reaccionaba a la humedad de la celda con varios espasmos que hicieron batir sus mandíbulas sonoramente.

—Ahora toca que venga Deirdre con la palangana de agua caliente y nos frote la cabeza mientras nos desparasitamos el uno al otro y ella se persigna escandalizada por los cantos soeces que le dedicamos a las muchachas...

Erroll se rio al recordar la cara de espanto de la mujer cuando le dedicaron semejante escena tras la caza de un jabalí. Ya contaban con más de catorce años y venían con las ropas totalmente desgarradas. Neall, Ayden y Erroll se habían quedado desnudos ante ella como tantas otras veces, pero ya no eran precisamente los niños que en su día fueron y la pobre mujer no hacía más que santiguarse, excusándose de su rubor. Ellos la miraban muertos de la risa, escandalizándola con sus cánticos alegres, enardecidos por las jarras de cuirm que habían bebido en la posterior celebración.

—Ya sois demasiado mayores para que esta vieja os vea de tal guisa —replicó Erroll, mientras imitaba la voz de Deirdre y sus carcajadas resonaban en las galerías subterráneas.

Sin embargo, Ayden se quedó mirándolo como si fuese la primera vez que viera un hombre desnudo.

—¿Qué…?

El mellizo no dijo nada y se acercó a él con el gesto serio, tocándole el costado. Erroll aguantó estoico el gesto de dolor, pero la verdad era que acababa de ver todas las estrellas del firmamento juntas en esa maldita celda.

—¿Por qué no habéis dicho nada? —preguntó enfadado el capitán Murray, tocándole de nuevo con dos dedos el tremendo moratón del costado derecho.

—¿De qué serviría? ¿Vendrá una joven dama de largas piernas y rubia caballera a socorrerme? —le respondió divertido Erroll con otra pregunta, aunque su tono de voz vislumbraba la amargura de saber que nadie vendría a ayudarlo y mucho menos a preocuparse por sus heridas.

—Podéis tener una costilla rota… —dijo Ayden.

—Pues tendrá que curarse sola y… ¡por Dios, tapaos! Después de tanto tiempo sin gozar de una mujer, ver vuestra erección matutina no es lo que considero la mejor forma de empezar la mañana.

Ayden se sonrojó y se anudó rápidamente la tela a la cintura. Ese trapo apenas le cubría por encima de las rodillas. Erroll resopló al ver cómo le quedaba a Ayden el nuevo atuendo, porque era un reflejo vivo de cómo le quedaría a él mismo. Ambos se miraron y sonrieron. Sabían que el día sería duro, que podría ser su último día y aprovecharían cada segundo al máximo.

 

 

Cuando los presos llegaron a la explanada se dieron cuenta de que estaban solos. Los soldados debían haber sido engullidos por la tierra o no se explicaban dónde se habían metido. Tampoco había rastro del Alguacil, ni de nadie. ¿Será alguna otra prueba del Alguacil? Dudaban mucho que fuera tan fácil poder escapar… Formaron las filas en el orden de la presentación y esperaron al menos media hora a pies quieto que viniera alguien. Les habían quitado los grilletes y, tras los primeros minutos de espera y sin vigilancia, muchos fueron los que estuvieron tentados de echarse a correr. Algunos de ellos cuchichearon inquietos, olvidándose de qué le había pasado a su compañero por no seguir las órdenes.

—Algo no encaja… —musitó Ayden en voz baja.

La oscuridad iba dejando sombras alargadas a su alrededor, tenebrosas, con los primeros rayos de luz del sol. El cielo estaba inexplicablemente limpio de nubes para ser diciembre y el costo de tan buena mañana era el frío desgarrador que los había acompañado allí sin hacer nada.

No tardó en aparecer un valiente o un temerario, según se mire, en la segunda fila que se echó a correr hacia la muralla y de un salto limpio pasó hacia la ansiada libertad. Transcurrió un breve rato y no apareció nadie. ¡Nadie! Otros dos corrieron hacia el mismo lugar por donde había saltado su compañero y desaparecieron en el horizonte. Nadie.

Erroll descansó el peso del cuerpo en el otro pie, desentumeciendo las piernas y frotándose los brazos para entrar en calor. Ayden lo sujetó por la muñeca, temeroso de que fuera a hacer alguna tontería. Erroll chasqueó la lengua y le susurró:

—Confiad un poco en mí, caraid. No va a tardar más de un minuto para que empiece la cacería.

Como tantas otras veces, Erroll no se equivocó. Tenía que ser algo parecido a un don pues, no había terminado de decirlo, cuando un silbido anunció una jauría de perros desbocados que pasaron veloces a su alrededor sin prestarles siquiera atención.

Los perros saltaron la tapia y los presos de la explanada respiraron tranquilos unos segundos. El Alguacil se acercó riéndose al grupo junto a un par de nobles y tres soldados. «Hijos de la gran…», masculló Ayden. El Alguacil lo miró unos segundos, sabiendo que había dicho algo, pero no quiso aguarle la fiesta a los dos caballeros que lo acompañaban. Ellos habían venido a probar cómo sus perros se comportarían en una cacería, no a ver un capitán escocés molido a palos en el suelo. Ya le llegaría el día de morder el polvo, ya se encargaría él personalmente de que así fuera, pensó con esa extraña sonrisa macabra en el rostro.

El capitán Murray se fijó en la mano derecha del Alguacil y le hizo un leve gesto a Erroll para que mirara. El irlandés asintió y, por su expresión, había pensado las mismas palabras que él se había atrevido a pronunciar en voz queda momentos antes. Los perros seguían el olor del tartan de sus víctimas como si de ello dependieran sus vidas. Seguramente los tendrían hambrientos, rabiosos y enseñados para que persiguieran ese trapo infecto. Ayden no dudó que esa tela habría sido impregnada con algún olor que enloquecía a esos cancerberos del demonio, nunca mejor dicho. Esos perros impedirían cualquier intento de escapatoria y, si osaban quitarse la tela, las crudas temperaturas harían el resto.

Estuvieron a pies quietos durante un largo rato, tanto que a Ayden comenzaron a temblarle las rodillas, pero ante el primer atisbo de flaqueza que mostró su cuerpo, volvió a erguirse. El Alguacil sonrió. El muy cabrón estaba pendiente de todo a pesar de su animada conversación con los nobles. Los soldados les habían traído unas sillas y un magnífico ágape mientras esperaban el regreso de los perros. Los presos los miraban de reojo, rugiéndoles las tripas como leones, avergonzados de sí mismos y sin poder evitarlo. Muchos llevaban meses de privaciones, incluso años, y verlos comer era una tortura. A lo lejos, comenzaron a escucharse gritos desgarradores… y Ayden sintió que la tierra temblaba bajo sus pies.

Uno de esos guardianes del mismísimo Hades saltó limpiamente la tapia del muro y se dirigió hacia los comensales. Más de un preso dio un paso atrás instintivamente, muerto de miedo y ¡como para no tenerlo! La bestia tenía las fauces llenas de sangre y la boca llena. Se puso al lado del demonio y le escupió lo que llevaba a medio masticar. Al distinguir lo que era, el que estaba al lado de Dacey, vomitó. Eran vísceras… humanas.

Ayden sintió ganas de romper la fila y agarrar a ese malnacido del cuello cuando este premió a la bestia con un trozo de cecina y queso. El perro lo lamió, pero dejó los pedazos junto a las vísceras, pues se encontraba lleno. Fuera quien fuese su víctima había sido un suculento festín para ese perro del demonio. El maldito bicho levantó el hocico ensangrentado y le enseñó los dientes a Ayden, consciente de la hostilidad de su mirada. Seguidamente y con las mismas, se acurrucó a los pies de su amo, dormitando, aunque pendiente de cualquier movimiento por la posición de sus orejas. El perro gruñó ante el leve tintineo de las cadenas de Ayden y el joven capitán supo que no había nada que hacer. Ese perro estaba tan bien entrenado como el mejor de sus hombres y que él mismo. No quedaba otra que esperar a los demás.

Los otros perros no tardaron en aparecer, jadeantes, ansiosos como el anterior y moviendo el rabo alegremente por el deber cumplido. Cada uno de ellos soltó su víscera, tres de ellos la misma, el último de ellos parte de lo que había sido un rostro, incluida la oreja.

—Buenos chicos… ¡Sí, señor! Espléndidamente entrenados, Milord.

Uno de los nobles se acomodó en el asiento y se reajustó el calzón, orgulloso, por el cumplido. El sujeto tenía la nariz llena de venillas rojas, una enorme papada y una barriga que hacía que difícilmente pudiera volver a verse de nuevo los pies. Respondió a la intensa mirada de Ayden escupiendo en el suelo y le sonrió con bravuconería. El Alguacil no pasó por alto el intercambio de gestos y le susurró algo al oído. Al condenado le brillaron los ojos y su sonrisa le mostró una boca sucia y descuidada.

—¿En serio? —alcanzó a oír Ayden que decía antes de echarse a reír a carcajadas.

Se levantó de la silla con aparente agilidad a pesar de que su volumen recordaba más a una morsa que a un ser humano y se dirigió a Ayden. Erroll no había estado atento en esos últimos minutos, más pendiente de que no le rugieran las tripas como leones enjaulados ante el olorcillo que trasminaban de las viandas y dio un respingo al ver al noble coger por la barbilla a su amigo y obligarlo que lo mirara a los ojos.

—Ciertamente es hijo de Sir Alastair Murray. Tiene los ojos y el semblante de ese malnacido escocés. ¡Dios quiera que los demonios bailen siempre sobre su tumba!

Ayden resopló y empezó a contar mentalmente. Se instó a que, dijera lo que dijera, ese inglés no le haría perder los nervios, pero el noble parecía no querer ponerle las cosas fáciles. La vida no siempre le daba a uno la oportunidad de cobrarse viejas rencillas y más aún con un hombre que no podía defenderse.

Era indudable que ese muchacho era el vivo reflejo de su padre, de la misma estatura y complexión, con el mismo aire templado en el rostro que rallaba la arrogancia, el mismo color de sus ojos, no así de sus cabellos… Para el noble, era como volver a la juventud, treinta años atrás, cuando el ingrato de Alastair le había hecho morder el polvo en todas las justas y había proclamado a la más bella del lugar a Lady Annabella de Irwyn, mujer sin par, sin lugar a dudas, y que había terminado casándose con ese bellaco… De solo pensarlo, al maldito noble le sentó mal la digestión.

—¿Llegasteis a conocer a su esposa, Sir Richard? —preguntó dirigiéndose al Alguacil.

Este negó con la cabeza, permaneciendo en un segundo plano, aunque sin quitarle los ojos de encima a Ayden. Él también había tenido el gusto o la desgracia de conocer a un hombre tan valiente y tan audaz como Sir Alastair Murray. Muchas eran las veces que habían coincidido en contiendas e incluso en el Parlamento, una vez que acompañó a Eduardo III de Inglaterra, tras su coronación a tierras escocesas.

Sin embargo, él prefería medirse con hombres que dieran la talla y demostrar su valía realmente antes que crearse una falsa fama. Él había admirado al padre y ahora tenía en sus manos al hijo. Solo esperaba que se pareciera a su progenitor en lo personal la mitad que en el físico. Él conseguiría amoldarlo a su imagen y semejanza o lo despedazaría como a una lagartija. Mientras tanto, el noble siguió con su bravuconada, enardecido por saberse en una situación superior. El Alguacil se preguntó cuánto tardaría Ayden en dejar su actitud marcial.

—¿No? La muy puta era bellísima y solícita como la que más. No había hombre que no dejara meter bajo sus faldas…

Hasta el Alguacil se sorprendió de su osadía.

—¡Maldito! —gritó Ayden sin poder contenerse por más tiempo y agarrando al noble del cuello con ambas manos.

Erroll no sabía que hacer, se sentía un pelele unido a él por las cadenas. De seguro que podría su amigo con ese cerdo y con varios más si se lo propusiera aún estando con la desventaja de estar encadenado. No eran muchos, si todos se pusieran a una… Pero echó una ojeada y supo ciertamente que solo los ayudarían Bohann, Elman y Dacey, también estaban los perros y preferiría no tener que enfrentarse a ellos con el estómago vacío.

El noble seboso empezaba a estar amoratado y el Alguacil miraba la escena divertido incluso. Erroll solo dijo su nombre y Ayden reaccionó y liberó al noble, sabiendo que había llegado su hora. ¡Pero qué a gusto se había quedado!

El maldito inglés aún no era capaz de respirar con normalidad y el Alguacil le dio un par de golpes en el pecho para que reaccionara. Su rostro seguía ennegreciéndose por momentos y el otro noble dejó de comer el refrigerio para acercarse a ver qué pasaba, ajeno a todo lo sucedido.

—¿Qué ocurre, Sir Richard?

El Alguacil levantó los hombros como si no supiese nada, mientras que la morsa seguía intentando recuperar el resuello con los ojos inyectados en sangre.

—Ha sido mirar a este preso a los ojos, nombrar a su señora madre y atragantarse. ¿No es cierto?

Erroll no pudo más que abrir mucho los ojos sin entender por qué encubría a Ayden. El seboso miró al Alguacil con inquina, pero asintió. Podía verse el miedo en sus ojos. Ese bastardo no había movido un solo dedo por ayudarle, si no llega a ser por el compañero del preso estaría bailando entre ángeles. ¡Mas que cayera muerto si le agradecía a un sucio escocés el haberle salvado la vida! Aún tenía el miedo metido en el cuerpo y un dolor atroz en la garganta. Ese malnacido se las pagaría… tarde o temprano. ¡Los dos! Él no era hombre de dejar deudas pendientes y no dudaría en hablar con el rey sobre lo sucedido.

—¡Santo cielo! —exclamó persignándose el otro—. ¿Con solo mirarlo? ¡Deberían sacarle los ojos por ello!

Ayden apretó la mandíbula, tenía todos los músculos del cuerpo en tensión. Erroll lo sujetó fuerte por la muñeca para que no volviera a hacer ninguna tontería. El daño ya estaba hecho y temió las represalias. El Alguacil miró a los ojos al hijo de Sir Murray, pero no vio miedo en ellos. Dejarlo ciego no le iba a producir ningún placer, no podría trabajar en la cantera, ni tampoco podría participar convenientemente en sus juegos… No, dejarlo ciego no era opción. Él quería averiguar su talón de Aquiles y, cuando lo hiciera, lo escucharía rogar a sus pies. Todos lo escucharían, estaba decidido.

—No nos alarmemos como las mujeres, Milord —medió Sir Richard de Stone—. Tan solo ha sido un fuerte ataque de tos —recalcó mirando al seboso para que ni se le ocurriera insinuar lo contrario—. Si creyéramos en los poderes sobrenaturales de estos escoceses, ¿qué haríamos desayunando tan tranquilos y participando de la partida de caza? No son más que perros… pero si os place, dejaremos que corra hasta que nos suplique que pare o cualquier otra que sugiráis.

—Está bien como decís —dijo el noble recolocándose el pañuelo que llevaba anudado al cuello para evitar tener que estar dando futuras explicaciones a cualquiera que se cruzase por el camino—, y el resto que marche ya para la cantera. ¡No queremos holgazanes en Edinburgh!

Abrieron los grilletes de Ayden y lo dejaron sin cadenas. Erroll lo miró a los ojos y frunció levemente los labios, transmitiéndole toda la fuerza y ánimo del mundo. Antes de separarse le susurró:

—Saldremos de esta, caraid. No podrán con nosotros. Este Alguacil no parece más duro que Sir Ian Campbell.

Ayden sonrió. Erroll sabía qué decir y cuándo decirlo. El nombrarle a su mentor y tutor en las artes de la guerra le dio fuerza y templanza. Esos bastardos lo conocían, sabían de quién había sido hijo y quién lo había tutelado. No los defraudaría. Si por algo se caracterizaban Sir Ian Campbell y Sir William Brisbane era por su estricta disciplina y control. Habían sido entrenados por la guardia personal de Robert Bruce y le demostraría a esos bastardos de qué pasta estaba hecho. Aunque para ser sinceros, no las tenía todas consigo. Miró al cielo e invocó mentalmente la imagen de su amada, solo por ella estaba dispuesto a pelear hasta su último hálito de vida. «Mi Leena…».

La jaula del petirrojo
titlepage.xhtml
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_000.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_001.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_002.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_003.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_004.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_005.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_006.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_007.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_008.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_009.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_010.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_011.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_012.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_013.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_014.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_015.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_016.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_017.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_018.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_019.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_020.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_021.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_022.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_023.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_024.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_025.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_026.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_027.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_028.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_029.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_030.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_031.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_032.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_033.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_034.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_035.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_036.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_037.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_038.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_039.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_040.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_041.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_042.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_043.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_044.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_045.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_046.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_047.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_048.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_049.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_050.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_051.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_052.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_053.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_054.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_055.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_056.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_057.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_058.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_059.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_060.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_061.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_062.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_063.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_064.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_065.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_066.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_067.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_068.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_069.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_070.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_071.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_072.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_073.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_074.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_075.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_076.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_077.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_078.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_079.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_080.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_081.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_082.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_083.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_084.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_085.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_086.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_087.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_088.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_089.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_090.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_091.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_092.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_093.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_094.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_095.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_096.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_097.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_098.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_099.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_100.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_101.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_102.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_103.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_104.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_105.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_106.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_107.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_108.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_109.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_110.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_111.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_112.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_113.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_114.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_115.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_116.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_117.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_118.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_119.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_120.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_121.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_122.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_123.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_124.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_125.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_126.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_127.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_128.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_129.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_130.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_131.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_132.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_133.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_134.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_135.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_136.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_137.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_138.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_139.html
CR!XZM2S8TF2915NBXNV5TT4GJP23V6_split_140.html