CAPÍTULO 02
MEDIAS VERDADES
Castillo de Doune, Stirling, 21 de agosto de 1334.
Leena Stewart y su hermano abandonaron las tierras de los Murray al galope y con el corazón encogido por las nefastas noticias. ¿Un ejército se dirigía a Blair Atholl? Pero, ¿por qué y con qué intención?
La joven aguantó erguida sobre su montura hasta que supo que no era más que un punto en el horizonte para los ojos de su amado. Fue entonces, y solo entonces, cuando tuvo la sensación de que una de esas piedras milenarias que se repartían mágicamente por Escocia y desafían la gravedad y el paso del tiempo, aplastaba su débil esperanza de volver a ver a Ayden. Se sintió mareada por ello y se aflojó las lazadas del corpiño lo justo para dejar pasar mejor el aire. Gimoteó, pues no entendía por qué el destino les deparaba un futuro tan descorazonador.
El plazo del monarca Balliol no expiraba hasta dentro de dos días, aunque ya les habían llegado rumores sobre el nombramiento oficial de Sir Kenion Strathbogie como conde de Atholl y señor de las tierras de los Murray, como único pago a su lealtad al bando de los «desheredados» por la pugna al trono de Escocia.
Sir Strathbogie era un sanguinario, si él mismo encabezaba ese ejército… La pelirroja se estremeció en su silla de montar solo de pensarlo, aún sentía en sus labios el calor de los besos de Ayden en el recodo de la escalera de la torre de homenaje y la desesperación en sus ojos verdes cuando tuvo que decirle adiós. Sollozó, ella confiaba en las habilidades bélicas de su capitán, pero por lo que decían, los otros los superaban en un número tan considerable que hacerles frente habría sido condenar a la caravana de niños, ancianos, mujeres y animales a una muerte segura. Ella sabía que Ayden no lo permitiría, lo conocía demasiado bien. Haría lo que fuera preciso para que su clan empezara su nueva vida en el condado de Ayrshire como tenían previsto y eso era realmente lo que la desasosegaba.
Aún recordaba las últimas horas en el castillo de Blair Atholl, nítidas, como si las estuviese viviendo en ese preciso instante y se llevó las manos al corazón con aprehensión. Los reels25 y los jigs 26que habían bailado juntos hasta bien entrada la noche, sin importar las miradas, cuchicheos y sonrisas que habían ido levantando a su paso.
¡Maldita fuera por no haberse decidido antes y haberse casado esa misma tarde, aprovechando las nupcias de Neall y Leonor! Porque así ella estaría yendo camino al norte junto a su esposo y no a un castillo frío sin nadie que le llenara el alma de palabras de amor, que le jadeara al oído lo mucho que la amaba cuando lograba llegar al éxtasis, que la colmara de besos y caricias cuan larga era…
¡Maldita fuera por no haberse dado cuenta que Ayden era el elegido! Ayden y nadie más. Se juró que, pasara lo que pasara en las horas venideras, él sería su hombre. Tan cierto como que la luna seguía al sol que los ingleses no dejaban títere con cabeza a su paso por los pueblos que arrasaban.
Ella de buena gana se habría quedado junto a su amado. Sin embargo, Ayden había sido tajante al respecto: hasta que no pasara el peligro, su petirroja seguiría su vida en el castillo de Doune o donde quisiera. No los unía ningún compromiso formal ante Dios y pocos eran los que sabían que eran pareja. Además, ser la prometida de un hombre al que acababan de señalar como traidor y al que le habían puesto precio a su cabeza, no era el futuro que Ayden quería para ella precisamente. Cuando todo se resolviera, o al menos eso deseaba la pareja con todas sus fuerzas, el joven le había jurado que iría a buscarla a los confines del mundo si fuera preciso para hacerla su mujer. Aún así, Leena habría dado todo lo que tenía por poder seguirlo en la huida, como su esposa, su prometida o su amante, poco le importaba con tal de estar a su lado. ¿Y si no lo volvía a ver?
La Stewart fue incapaz de contener el suspiro ante tal pensamiento y Darren la miró de reojo, sin querer preguntarle abiertamente qué había entre Ayden Murray y ella, porque era de lo más evidente. ¡Diablos! ¿Qué debía de hacer él en ese caso? Como hermano y único pariente masculino vivo, él tenía la obligación de preservar el honor y la virtud de su hermana a toda costa, aunque fuera su amigo el que pudiera poner en tela de juicio los mismos.
Sir Darren Stewart murmuró por lo bajo todas las maldiciones que en su día había aprendido del temperamento de Neall y Leena le devolvió la mirada, seria, reprochadora, pero muda. Él le había jurado a su amigo y Laird Murray que protegería con su vida a su hermana si fuese necesario, pero su espíritu aventurero habría preferido quedarse con sus amigos antes que custodiar a la muchacha por los despejados caminos a Stirling hasta su hogar, el castillo de Doune. ¡Él quería aventuras por el amor de Dios! Había nacido para eso.
El castillo de los Stewart se levantaba entre bosques frondosos y altos matorrales. Lo limitaba el río Teith en su flanco derecho, ruidoso en sus meandros e inusualmente crecido ya para esa época del año. A su izquierda, el riachuelo Ardoch Burn competía ese año con pequeños peces plateados que saltaban sobre sus rocas. Nunca se había fijado en lo hermoso que estaban los alrededores de Doune en esa época del año.
Desde el castillo, se accedía a él bajando una pronunciada pendiente rodeada de altos brezos y monte bajo. Los árboles de alrededor habían sido cuidadosamente podados o talados para que no supusieran ningún peligro o herramienta útil a posibles asaltantes. Todos salvo uno, el árbol del ahorcado, que se levantaba robusto a medio estadio del portón principal de la fortaleza anunciando que, en esa tierra, se tenía la potestad y venia real para ajusticiar a los malhechores.
A decir verdad, Sir Stewart solo había visto una vez que fuera utilizado para tal menester y un escalofrío recorrió su cuerpo inevitablemente al recordar cómo tuvo que aguantar las ganas de vomitar mientras el hombre se mecía oscilante con la soga alrededor del cuello, con los ojos abiertos, desorbitados y sin brillo. Recordó cómo le impresionó ver cómo el ajusticiado sacaba la lengua ennegrecida a la muerte, entre espasmos, para terminar haciéndose sus necesidades en los calzones al ver cuán temible era. Desde que era el Laird de esas tierras, muchas veces había estado tentado en talar el árbol, pero siempre que iba a ordenar hacerlo, la voz de su padre le recordaba que:
—Un hombre debe temer a la ira de Dios y a la de otros hombres, mo balach27. Los hombres tendemos a ser como lobos y nunca viene mal que nos lo recuerden.
Chasqueó la lengua, recriminándose por pensar semejantes cosas, pero su mente vagaba por donde quería llegado a un punto y siguió en su distracción sin prestar mucha más atención al camino. El joven Stewart respiró el aire a brezo, pinos y abedules que tantos recuerdos de pequeño le traía a su mente. Estaban cerca de casa, ya habían pasado una de las veredas del río y podía ver la torre cuadrada de homenaje desde donde estaban y la alta copa del árbol que tantas noches le había quitado el sueño. Ya tendría tiempo de hablar con su hermana después de dejar a los caballos, darse un buen baño de agua caliente y tomar algo, pues se sentía famélico. Sin embargo, una quietud impropia en el bosque que colindaba a la fortaleza le advirtió que la labor encomendada de cuidarla no iba a ser pan comido precisamente.
A esas horas, el trasiego de los lugareños llenaban los caminos al castillo, bien porque quisieran vender sus viandas en él, bien porque formaran parte del servicio o mantenimiento del mismo. Muchos eran los tenderetes que se levantaban respaldados por la colina para evitar los azotes del viento. Pero los caminos estaban desiertos, no olía al humo propio de las chimeneas y ni siquiera le llegaba los fragantes olores a pan y guiso de venado con los que Maud solía deleitarlos siempre. Eso le dio que pensar y escudriñó entre los árboles cualquier señal de alerta.
Mientras tanto, Leena no prestaba atención a las cavilaciones de su hermano y seguía cabizbaja montada en su yegua. De repente, un alarido que parecía nacer de la misma tierra hizo que su caballo se desbocara y trotara en dirección a ninguna parte. A pesar de ser una gran amazona, la joven estuvo a punto de caer en varias ocasiones, pues la bestia parecía poseída por el mismísimo duende Puck 28y su intención de tirarla parecía tenerla grabada a fuego.
¿Qué diablos había sido tal grito o, mejor aún, qué diablo era el que lo había proferido? Su melena pelirroja ondeó al viento como una bandera debido al frenesí de la bestia que montaba y el ruido de un cruce de espadas le advirtió que los estaban atacando. Temerosa, no sabía qué hacer. ¿Y si su hermano necesitaba ayuda? ¿Debería dejar que la yegua siguiera alejándola del claro del camino y pedir ayuda en el castillo? Finalmente, miró hacia atrás con miedo a caerse, ya que podía más su curiosidad por saber el destino de Darren que mantenerse encima de esa bestia loca.
Su hermano se defendía presto por lo poco que pudo ver, haciéndole frente a tres hombres armados con lanzas y cuchillos, deseoso de alcanzarla antes de que la yegua la llevara al desfiladero y la tirase sobre los afilados cantos de la vereda del río. Pero esos malnacidos comenzaron a salir como setas tras un par de días de lluvia y pronto vio como su querido hermano era abatido, arrastrado y rodeado por un numeroso grupo de mugrientos ingleses, o al menos de ese bando eran sus raídos uniformes. ¿Serían desertores? ¿Habrían asediado Doune?
Mil y un pensamientos bloquearon por unos instantes su mente, temiendo por la vida de todas aquellas personas con las que había compartido gran parte de su infancia y adolescencia. Sin embargo, el ruido sordo de quien golpea un saco con violencia hasta el punto de romperlo atrajo su mirada, solo que no era un saco lo que estaba tendido en el suelo, agonizante, era su hermano. No hubo bellaco que no lo pateara, golpeara con puños y palos y zarandeara en busca de algo de valor. «¡Malditos sean por siempre!», exclamó para sí la joven antes de ver cómo lo ponían en pie, ensangrentado de arriba a abajo y en su último hálito de vida.
De pronto, vio el árbol y lo entendió todo. ¿Qué mejor manera de doblegar al pueblo que atemorizar a sus habitantes? «Haz algo, Leena, o lo matarán», la apremió su propia conciencia mientras se persignaba y no lo pensaba más.
—¡Noooo! —alcanzó a gritar cuando vio que uno de los ingleses aprovechaba la semiinconsciencia del joven escocés para darle otro golpe de gracia antes de colocarle la cuerda al cuello.
Leena no supo cómo pero consiguió cargar a la yegua del demonio sobre los asaltantes, que dejaron al malherido y se abrieron paso para no ser arrollados entre improperios. Asimismo, consiguió zafar el cabo de la cuerda que tenía ya atada alrededor del cuello y lo aflojó. No pudo quitárselo del todo, aún así, emprendió la huida lejos de aquellos bárbaros y del que había sido su hogar hasta entonces.
Tuvo un rápido pensamiento para todos sus viejos conocidos y las lágrimas humedecieron su rostro. «Esto no ha hecho más que empezar, mo leannan», creyó que le decía su hermano, pero por más que lo llamaba entre susurros y hasta a gritos, Darren no reaccionaba, ni siquiera con los bruscos movimientos y sacudidas que daba la yegua. El cuerpo atlético y robusto del joven era demasiado pesado para que ella pudiera sostenerlo por mucho más tiempo y temió que se cayera en la huida, o que la yegua cumpliera su propósito de tirarlos al suelo en cualquier momento. Rezó. ¿Qué otra cosa la quedaba?
La joven escuchó el silbido que corta el aire cuando se acerca una lanza y no le dio tiempo ni a terminar el primer padrenuestro. De reojo miró cómo esta se ensartaba en el tronco de un árbol a escasos palmos de ellos y suspiró. A lo lejos, vio el blasón de los Plantagenet, Eduardo III de Inglaterra, coronando la torre de homenaje de Doune. ¿Cómo no se habían dado cuenta de que se metían en la boca del lobo por el amor de Dios? ¡El castillo y Stirling habían sido tomados por los ingleses!
Su hermano dijo algo ininteligible y se desmayó. Leena se sintió torpe por no saber qué hacer en semejante situación, cabalgando bosque a través sin rumbo conocido. Extenuada, apenas conseguía mantener el cuerpo de su hermano encima del caballo y si este se caía de él, dudaba mucho que pudiera volver a subirlo sobre la silla. Dirigió la yegua al río y trotó por la orilla para que les fuera difícil a sus perseguidores seguirles el rastro. No dudaba que los seguirían, era obvio que habían reconocido a Sir Darren y quién sabe si a ella misma.
La yegua no aguantaría el peso de los dos por mucho tiempo. «¡Maldición!», susurró para sus adentros, se enjugó las lágrimas y miró al cielo, ceniciento, al punto de la tormenta. Era arriesgado…, pero dejó que el cuerpo prácticamente inerte del joven se adaptara como un costal de trigo sobre la yegua y aprovechó la maroma que aún tenía enganchada al cuerpo para enlazarla suavemente sobre la montura, para que no se cayera. El chapoteo del agua del río ocultaba sus huellas, pero también impedía que oyera con seguridad si estaban a punto de ser emboscados.
—Que Dios nos proteja —musitó, mientras terminaba de sosegar a la bestia, cansada ya de llevar al duende travieso en el cuerpo y a los dos hermanos sobre su lomo.
Con todo el dolor del mundo, se bajó de la yegua y apartó el pelo ensangrentado de la frente de su hermano. Le dio un beso y le susurró un «sobrevivid» tan bajo que dudó que sus palabras hubieran dado voz a su pensamiento. Sus cejas se juntaron en un gesto que fácilmente dejaba adivinar su intención férrea y determinante de sacrificarse porque al menos uno de ellos acabara con vida. Leena palmeó con fuerza los cuartos traseros de la yegua, despertando al duende Puck de su letargo y haciendo que esta volase sobre el río como los salmones en el desove.
Seguidamente, se atusó las faldas de su vestido, aunque la hojarasca y el barro parecían querer formar parte de las líneas del tartan29 de su clan y comenzó a andar por el bosque, cerca del camino, esperando de un momento a otro que sus hostigadores la encontraran y fuera lo suficientemente capaz de entretenerlos. Anduvo largo trecho, o eso le pareció, y no hacía falta que fingiera estar desorientada, porque lo estaba. Rezó a los Antiguos y al Dios cristiano y habría rezado a cualquier otra divinidad de haberla conocido. También deseó más que nunca haber tenido las aptitudes de Leonor, pero ya era demasiado tarde para lamentarse por su educación de exquisita dama.
A lo lejos, escuchó los cascos de los caballos que se aproximaban por el camino y se irguió. Esos perros ingleses no la someterían fácilmente.
En el camino de vuelta a Edinburgh, Sir Kenion Strathbogie supo del asalto a los Stewart por un grupo inglés, que más que soldados parecían cuatreros de tres al cuarto. Puso en cuarentena las nuevas, aunque cuando le notificaron que el mismo Eduardo III de Inglaterra había arrancado los adornos del tartan del clan Stewart del vestido a Leena, dejándola prácticamente en cueros, se lo comenzó a creer. El monarca inglés odiaba cualquier símbolo de Escocia, sobre todo sus franjas a cuadros y no habría dudado en despojar a la muchacha de sus atavíos. Maldijo lo indecible por no haber sido informado antes de las intenciones de ocupar Doune y hacer presos a la familia Stewart.
El conde de Atholl estuvo taciturno durante el resto del viaje a la capital y se desentendió de los dos prisioneros en cuanto llegaron a la explanada del Castle Rock, pues ellos no eran la pieza de caza que buscaba. Él se hubiera quedado en sus nuevas tierras, pero esos malditos sassenachs querían sangre, querían a los anteriores dueños y él no podía hacer otra cosa que seguir jugando a dos bandas hasta que se decantara por un bando u otro.
Sus tierras estaban rodeadas por ingleses, Stirling era ahora un enclave de Eduardo III de Inglaterra como el propio corazón del reino. Quizás el saber que Elsbeth había recibido su merecido, aunque hubiera burlado a la muerte, había hecho que su alma atormentada comenzara a descansar en paz o, simplemente, el verlos derrotados no estaba siendo la dulce venganza que había estado aguardando durante años. Ya tenía lo que quería, la humillación de esa familia y sus tierras, el destino que les deparara a partir de entonces no le importaba en absoluto o eso quería creer.
Sir Stratbogie no supo por qué el asalto a los hermanos Stewart le había enfurecido tanto, quizás porque aún le quedaba algo de humanidad en las venas y ya le había hecho suficiente daño a esa familia en su cruzada contra los Murray. Al fin y al cabo, el castillo de Doune estaba a unas sesenta millas de su nuevo castillo y la zona de Stirling infectada de ingleses, nadie sospecharía realmente a qué se debía su verdadero interés. Sin embargo, nadie parecía querer hablar del paradero de los hermanos. Con certeza podía asegurar que no estaban prisioneros en la capital, pues había bajado a las mazmorras de St. Margaret y del propio Castle Rock y las había revisado una a una personalmente.
Al cabo de un mes, el conde de Atholl dio por imposible obtener información alguna de los hombres más cercanos a ambos monarcas y prefirió no levantar sospechas, pues ya eran muchos los que murmuraban sobre su creciente interés por los Stewart. Dio gracias porque nadie se hubiese percatado de sus verdaderas intenciones. Él sabía manejarse como pez en el agua en la corte y al rumor de su interés, le añadió otro, justificando su obsesión por los Stewart a su deseo por el castillo de Doune y las tierras colindantes.
—Picáis muy alto, hijo —le dijo Lord Henry Beaumont, rascándose la nuca y carcajeándose en su cara—. Stirling y sus alrededores son ahora de Eduardo III de Inglaterra. ¿Creéis realmente que lo cedería a un súbdito… escocés?
«¡Maldito bastardo!», se reprimió Sir Strathbogie, pues su suegro ya le había dado la espalda. El asco con el que había pronunciado escocés se le había atravesado en la garganta. Él no se sentía de ningún lugar ni obligado a servir a nadie, pero ese desprecio le recordó al trato que le había dado siempre su padre y lo enfureció. Ojalá llegara el día de tener su cuello entre sus manos y hacerlo suplicar por su alma, que no por su vida. En ese momento no supo muy bien a quién de esos dos prefería demostrarle lo mucho que se habían equivocado con él, si a su señor padre Charles o a su maldito suegro.
Tampoco quiso darle el gusto a su suegro de que le dijera que debía regresar junto a su abnegada esposa y preparó el viaje, no sin antes preguntar por la suerte de Ayden Murray y Erroll Flanagan. El malnacido sintió sincera lástima de ellos cuando se enteró de quien se esperaba que fuera el nuevo Alguacil Mayor de Edinburgh. ¿Se estaría ablandando? La remota idea de poder hacerlo le dio por reír tan alto y tan fuerte que hasta él mismo se inquietó por no reconocerse a sí mismo.
A esas alturas, aún seguía sin saber el paradero de los hermanos Stewart y la curiosidad inicial pasó pronto a ser una desazón que aliviaría y pronto. Algo no cuadraba y averiguaría el qué. Nada se sabía de su arresto y, de ser así, no habían sido acusados de nada. Por otra parte, el mutismo que rodeaba la emboscada perpetrada en los aledaños de Doune le hacía pensar que había un plan muy elaborado detrás. Las pesquisas siempre le llevaban al mismísimo Eduardo Plantagenet, rey de Inglaterra, y se jugaba el brazo de la espada y no lo perdía ante Dios y ante los hombres que los ingleses tramaban algo gordo para quedarse definitivamente con Stirling. ¡Por San Mungo!
Decidió dejarlo estar, pues ya de camino a su nuevo hogar lograría la información que buscaba, de eso estaba seguro. No había nada como meter en cintura a unos cuantos gallos para que los restantes cantaran como ruiseñores. Sumido en sus cavilaciones, el conde de Atholl no se dio cuenta de que había llegado a la mismísima puerta del castillo que, hasta hacía pocas semanas, había pertenecido al clan Murray. Sonrió con satisfacción y se ajustó el cinto, colocándose la daga adecuadamente para que no se le deslizara al iniciar el paso. Escuchó unos pasos que se apresuraban a sus espaldas y sacó musculatura. ¿Quién osaba interrumpirle un momento tan ansiado durante años?
—Milord… yo…
Sir Strathbogie lo escrutó con su mirada azul glacial y el escudero estuvo a punto de hacerse sus necesidades encima, menguando casi un palmo en su envergadura. Se postró de rodillas y bajó la cabeza en una actitud de total servidumbre, lo que complació sobre manera al malnacido.
—Hablad antes de que os dé un pisotón y haga mermelada con vuestra cabeza.
El muchacho tembló como una hoja y titubeó antes de arrancar a hablar.
—Mi-milord, los hombres que pedisteis traer ante vuestra presencia os están esperando.
—Si ellos supieran lo que se les viene encima no estarían tan ufanos… esperando —masculló Sir Kenion Strathbogie, dejando para más tarde entrar en su nuevo hogar y dirigiéndose hacia donde el muchacho le señalaba.
El grupo de cuatro soldados ingleses lo encaró con soberbia. Primer error. Kenion se acercó a uno de ellos, el que tenía la barbilla más alta y más insolente le parecía, y le rebanó el cuello de un tajo. Uno de los soldados se llevó las manos a la boca y vomitó ante la escena. La sangre salía a borbotones y los ojos de espanto de la víctima reflejaron el horror, momentos antes de caer su cuerpo de rodillas y finalmente dar con la cabeza en el suelo, en un golpe sordo. El hedor a heces, sangre y vómitos llenó de un peculiar aroma el cobertizo en el que los había reunido.
El nuevo conde de Atholl los miró uno a uno. Nadie fue capaz de sostenerle la mirada, sabían que el que lo hiciera, sería el siguiente. El más joven de ellos hipaba y se limpiaba los restos de vómito de las comisuras de los labios con la manga de su camisa. El que estaba a su lado lo miró con reproche y se irguió levemente. «Debe ser su padre o pariente», pensó Sir Strathbogie dejando a esos dos para el final y dirigiéndose al tercero. El soldado al verlo frente a él pestañeó y masculló un «maldita sea».
—Quiero información…
—Nosotros no sabemos nada, Milord —replicó antes de dejarlo terminar siquiera.
Segundo error. ¿Acaso ya sabía ese estúpido lo que iba a preguntarle? «No sabemos nada, no sabemos nada…», repitió con desdén entre dientes. ¡Menudo imbécil! Le asestó un puñetazo en la boca del estómago y lo cogió de la raíz del pelo de la coronilla, para que lo mirara a los ojos y lo tomara en serio de una condenada vez. ¡Cómo estaba disfrutando! El hombre seguía en ese incómodo escorzo y le temblaban las rodillas como una carrañaca. «Tanto mejor», pensó el conde.
—¿Qué les pasó a los Stewart?
—No sé de quiénes me habla, Milord.
El hombre echó una breve mirada a sus compañeros de la izquierda y se mordisqueó el labio.
—Os lo repetiré de nuevo. ¿Qué les pasó a Sir Darren y Leena Stewart en la emboscada que se les hizo en Doune?
El tono empezaba a ser colérico, ese mentecato no sabía con quién se las estaba jugando.
—Milord, yo no sé nada, se lo juro por mi honor.
Tercer error. Sir Strathbogie podía tolerar una vez que un hombre le mintiera por temor a la represalia, pero dos… y encima jurando por un honor que ni tenía. El conde de Atholl de un tajo lo degolló y se limpió la sangre de la daga en la pechera. No soltó la cabeza hasta que no dejó de brotar la sangre a borbotones y luego dejó caer el cuerpo al suelo como había hecho con el anterior.
—No me servís si no sabéis nada —dijo con una sonrisa a la vez que daba un paso en alto para sortear el cuerpo.
El más joven miró a su compañero al punto del llanto, blanquecino verdoso como el primer moho del queso. De rodillas, le suplicó al malnacido por su vida, mientras el otro hombre aguantaba estoico, aunque mordiéndose el labio por dentro, en un acto reflejo de contención.
—Y bien, ¿qué sabéis vos? —le preguntó colocando la daga en el cinto.
El muchacho desembuchó todo lo que sabía, cómo les habían cogido por sorpresa, cómo Sir Darren estaba a punto de ser ahorcado cuando el otro caballo se desbocó y embistió contra ellos, cómo aguardaron un rato la llegada del mismísimo rey, que se encontraba dentro de Doune, comprobando las nuevas instalaciones de las que se había apropiado y cómo finalmente encontraron a la muchacha pelirroja sola en el camino.
—¿Decís que ella estaba sola?
El otro hombre resopló e hizo un gesto de sellar sus labios con fuerza, pero el muchacho siguió como un manantial al que lo dejan correr una vez abierta la presa y asintió.
—Sí, Milord. Por mucho que buscamos al caballero y a su montura no lo encontramos. Su Majestad estaba muy enfadado y abofeteó a la muchacha dejándola a sus pies. El labio le sangraba y la cogió… la cogió por las lazadas del corpiño y la levantó como si no pesara gran cosa —tomó aliento y continuó—. Después, le arrancó los adornos de tela escocesa que tenía el vestido y la dejó prácticamente en camisón, tirada en el suelo.
—Seguid —dijo el conde, conteniendo la fuerza en sus puños cerrados, con una incomprensible gana de noquear a alguien.
—Se le preguntó por el paradero del caballero, pero ella calló.
«Valiente…», pensó Sir Strathbogie con admiración, pues ante sí tenía el ejemplo de que eran muchos los que no soportaban la tensión de un interrogatorio.
—También se le dijo a los hombres que se divirtieran un poco, pero que continuara virgen o los partiría en dos, pues tenía otros planes para ella.
El silencio llenó la estancia como un individuo más a la espera de su sentencia. Kenion no dejó pasar por alto el interés de que la muchacha siguiera virgen y viva después de todo, que fuera una hermosura no era el motivo… ¿Qué pretendía Eduardo III de Inglaterra hacer con ella? Lo lógico habría sido echarla a los perros y dejarla tirada en cualquier cuneta o meandro del río. El que estuviera viva significaba algo más y la intriga le reconcomía, aún no había acabado la partida después de todo. Tendría que volver a Edinburgh lo antes posible si no quería perderle la pista. En tiempos de «paz» cualquier entretenimiento era poco, ahora que tenía a su suegro siempre juzgando sus correrías.
—¿Algo más?
—No, Milord. No sabemos nada más —se adelantó a decir el otro hombre que había permanecido hasta entonces callado y con un leve reproche en la voz.
Sir Strathbogie lo miró y sonrió, le tendió la mano al muchacho para que se levantara y dejara de estar de rodillas, o al menos eso pensó el infeliz, pues de un giro le rompió el cuello ante la estupefacta mirada de su compañero y padre. El hombre intentó tragar saliva, mas no pudo más que contener la respiración, visiblemente afectado por lo sucedido. «¡Sí!», exclamó para sí triunfal el conde por no haberse equivocado con el parentesco y sin ápice de compasión por el padre de la víctima, que seguía mirando a su hijo con los ojos vidriosos. «Lágrimas no, por favor, con lo bien que íbamos», pensó el conde chasqueando la lengua y colocando su bota embarrada encima de la cabeza de su informador. Con gusto comprobó cómo el padre aún tenía sangre en las venas, pues había apretado la mandíbula y cerrado los puños, pero ya había tenido bastante sangre por ese día y le dijo con un desdén desmedido:
—Partid para vuestra casa y hacedle otro hijo a vuestra esposa. Uno que no se cague y vomite a la primera de cambio. ¡¡¡Vamos!!!
El hombre asintió con lágrimas en los ojos. No serviría de nada hacerse el valiente en esos momentos. Ese malnacido escocés lo mataría, en realidad, no sabía por qué lo había dejado con vida... Acababa de perder a un hijo, al mayor de seis, sollozó. El pie de ese bellaco seguía apoyado en la cabeza de su muchacho, aplastándole el gesto aún atemorizado pero sin vida contra el suelo. «¡Maldito cabrón!», le habría gustado gritarle con todas sus fuerzas, pero no podía dejar a su esposa sola con la cuadrilla de mocosos.
El conde de Atholl siguió indagando la suerte de los hermanos Stewart entre los ingleses y cualquiera que hubiera podido estar cerca en el momento de la emboscada. Estaba empezando a obsesionarse por saber a qué se debía tanto hermetismo. Se estaba cociendo algo gordo y él estaba al margen, no hacía falta que nadie lo corroborara, tenía una especie de sexto sentido para descubrir ardides y nunca le había fallado. Sir Charles Strathbogie siempre decía de su primogénito que era como un cerdo entrenado para buscar trufas en cuanto a buscar intrigas se refería. Sonrió ante el recuerdo, era de los pocos halagos que le había regalado en la vida.
Volvió al hogar y comenzaron a desfilar los pocos hombres que no habían querido huir a Ayrshire junto al resto del clan. Intentó averiguar alguna cosa o simplemente distraerse… El crujido de un hueso roto lo hizo concentrarse en lo que tenía entre manos. El hombre imploraba a todos los dioses conocidos, con una horrorosa mueca de dolor en la cara. La verdad era que le había costado encontrar algún detalle más fiable sobre el percance en Doune o el destino de Neall Murray. Asqueado, dejó caer estrepitosamente contra el suelo al lugareño, con ese no se estaba divirtiendo en absoluto y eso lo exasperaba.
Algunos de estos infelices estaban tan desnutridos que era ponerle una mano encima y romperse como una vasija de barro que, sin caerse al suelo, ya estaba rota. Pensó que cambiando de estrategia le iría mejor y, como a todo bellaco en época oscura y llena de injusticias, le acompañó la suerte. Tras el tercer mutilado, los nuevos vecinos parecían menos reacios a empezar a hablar ante el conde de Atholl y algunos demostraron tener una imaginación prodigiosa minutos antes de presentarle sus respetos a la muerte.
De ese modo, el sanguinario Sir Kenion Strathbogie ocupó su tiempo de retiro en sus nuevas tierras divirtiéndose un poco por los alrededores e infundiendo el terror en las pobres almas infelices que no habían querido perder lo poco que tenían a manos del nuevo Laird o de los ingleses. No obstante, quería acción, necesitaba acción. Después de tanto tiempo ansiando la forma de pisotear al clan Murray, cuando por fin lo había conseguido, su alma se deshinchaba en vez de saborear la dulce venganza tejida durante años.
Él estaba harto de atender al rey Balliol y a su suegro, Lord Henry de Beaumont, pues siempre tenían algo que decir o criticar a sus acciones, fueran las que fueran. ¡Que se comieran sus ridículos consejos de una maldita vez! Del mismo modo, la estúpida de su mujer era demasiado complaciente como para que lo motivara en la cama, con ella no podía más que vaciar la presión de sus gónadas y poco más. Le había dado dos hijos con tal de callarle la boca al viejo y perpetuar la especie, mientras buscaba a rameras que lo satisficieran entre tanto.
Si algo le había cabreado sobremanera era que Malen se hubiese marchado también a Ayrshire. La había buscado en cada casucha y cada rincón de Blair Atholl y no la había encontrado. ¿Qué pensaba la muy zorra? ¿Qué allí podría redimirse? Ellos siempre se habían entendido bastante bien y era de las pocas que aguantaban sus embestidas y sus juegos más crueles como una jabata, los que hacían que le hirviera la sangre y no los arrumacos piadosos que le daba su mujer. Malen tenía cierto parecido físico a Elsbeth Murray, lo que la había hecho la candidata idónea para ocupar sus sábanas durante mucho tiempo. ¡Al diablo con la pretendida fidelidad y los sermones de su suegro, o dejaría de ser tan cuidadoso con su querida hija!
La sola idea le sedujo tanto que se empalmó como no lo hacía desde aquella vez que tuvo a Elsbeth entre sus brazos y contra la pared de esa destartalada calle de Moulin, justo antes de dejarla en manos de Siaibhin, el pirata.
—Algo así no puede desaprovecharse, leannan —dijo para sí entre dientes, con una lasciva sonrisa en los labios y echándose mano al miembro endurecido.
El conde azuzó su caballo al galope en dirección a la mansión de los Strathbogie, a solo tres millas del antiguo castillo de los Murray. En dos contadas ocasiones en todo el mes, había visitado a su esposa y acalló las protestas de la condesa de sus frecuentes idas y venidas actuando con una dulzura impropia en él en la cama. Sin embargo, aquella vez el muy condenado se jactó al verla morder la almohada presa del terror y de los gritos que la muy puta daba intentando escaparse de sus garras, parecía una palomita asustada y eso lo excitó aún más. A falta de Malen, o de cualquier otra a la que estaba acostumbrado, la tomó con violencia, obligándola después a mirarlo a la cara mientras le metía con crudeza su verga henchida en la boca y derramaba su semilla en su interior. Le apretó con fuerza los cachetes de las mejillas para que no se apartara, hasta el punto de dejárselos marcados para varios días.
La condesa de Atholl lo dejó partir sin bajar a despedirlo siquiera, entre sollozos. Él sabía que se había pasado el resto de la noche llorando en su alcoba y con los dos pequeños en los brazos, pero ya era hora de que conociera realmente al buen partido con el que su padre había insistido tanto en querer casarla. Sonrió y se subió al caballo dispuesto a emprender nuevamente un largo viaje. Se sentía como nuevo. Dudaba que su querida esposa quisiera verlo durante mucho tiempo y así su maldito suegro dejaría de insistirle constantemente con que volviera al hogar. Lo mismo hasta había conseguido dejarla preñada de nuevo, pues había perdido la cuenta de las veces que se había corrido en cualquier parte de su cuerpo.
Finalmente, su estancia en sus nuevas tierras había sido la mar de provechosa y ya había pasado más que un tiempo prudencial para volver a Edinburgh sin tener que dar más explicaciones que las de despachar asuntos de lindes, pagos y mostrar su disponibilidad a su rey ante los nuevos avances ingleses a lo largo de las Lowlands.
En la capital, tomada por los ingleses desde hacía unos meses, reinaba una ajetreada actividad de consolidación de la muralla. El Castle Rock coronaba una montaña rocosa y volcánica de laderas abruptas que hacía muy difícil su invasión. El lago Norte formaba parte de la defensa de la fortaleza como un gran espejo argénteo y profundo, lleno de animales misteriosos que con solo mirarlos podían convertirte en piedra o atraerte hacia el fondo. El cielo volvía a amenazar tormenta con sus nubes negras y rezumando agua.
Si no se daba prisa, pensó el conde de Atholl, tendría que volver a soportar otro chaparrón antes de llegar a disfrutar de la comodidad cálida de su estancia en el castillo. Maldijo por lo bajo las primeras gotas de lluvia, pues su capa ya no soportaría ni una leve llovizna más.
La High Street estaba abarrotada de personas que iban y venían con herramientas de todo tipo y que afanosamente se separaban del camino de la arrolladora bestia de guerra a la voz de «¡paso!». Cada vez que el castillo pasaba a tener nuevos dueños, y no precisamente en tiempos de bonanza, las labores de acondicionamiento y edificación de las nuevas estancias pasaban a ser prioridad junto a la reconstrucción de la muralla.
No había alma que no trabajase de sol a sol, pues las casas de las familias pudientes, la de los altos mandos del ejército que no dormían en los barracones junto al resto de soldados y la de los jefes de los gremios artesanos y comerciantes de ganado y hortalizas se veían expuestas a los saqueos si la muralla no estaba en perfectas condiciones. De ahí que no hubiera alma que lo recibiera y solo los soldados pertenecientes a la guardia real más próxima al rey estaban a esas horas en la fortaleza.
Mucha era la mano de obra extra que se necesitaba y, con los campos de cereal de los alrededores arrasados, los labriegos se ofrecían por poco más que una comida al día para la reconstrucción y acondicionamiento de los nuevos barracones de los soldados. Por consiguiente, el mercado estaba prácticamente vacío de provisiones, pues se había triplicado la demanda y la escasez comenzaba a hacer mella en los productos de primera necesidad para el pueblo llano. Los soldados ingleses tomaban lo que se les antojaba sin ni siquiera pagarlo en la mayoría de las ocasiones, lo que hacía que los tenderos ocultaran la mercancía por temor a verse desvalijados en el mejor de los casos y en la miseria o con el cuello rebanado por no dejarse robar. Por más que se esforzó, Sir Strathbogie no vio a ningún escocés de rango en las inmediaciones del mercado ni del castillo, ni siquiera en la explanada previa al recinto amurallado del mismo y se extrañó de no ver ningún estandarte del reino de Escocia en la entrada del foso.
—Hay que ser muy incompetente para dejarse quitar el corazón de tu propio reino… —murmuró el conde de Atholl por lo bajo con acritud, mientras jaleaba a su bestia para que terminara lo antes posible la ascensión del último trecho.
Kenion dirigió su imponente caballo de guerra hacia la entrada del castillo. El rastrillo estaba levantado y azuzó con las riendas para que la bestia no aminorase el paso. Sin embargo, por alguna razón que se le escapaba, había una excesiva vigilancia en tan corto trayecto de acceso al recinto amurallado, teniendo que pararse en dos ocasiones para informar de quién era y el motivo de su visita. «¡Inútiles…!», masculló cuando un único soldado quiso darle el alto, tras galopar la cuesta arriba hasta la suntuosa edificación que albergaba las dependencias del rey.
La burocracia lo exasperaba. El empedrado estaba aún mojado por el chaparrón de la mañana y los cascos del caballo se resbalaron ligeramente antes de poder sortearlo. En otra ocasión, lo habría pasado por encima sin pensarlo, pero muchos fueron los que se asomaron a las garitas y contuvo la embestida que estaba dispuesto a hacer. Sir Kenion Strathbogie dio gracias por no acabar en el suelo, aunque nadie reconoció ni aplaudió el extremo viraje que tuvo que dar para no dejar a ese inconsciente hecho mermelada de arándanos en el suelo. Ninguna cara lo miró con pleitesía, sino más bien con indiferencia o con una ligera mueca de diversión. «¡Bastardos!».
Definitivamente, el conde de Atholl parecía estar ablandándose y el mero pensamiento le molestó, agriándole el carácter para el resto de la mañana. Solo por haber nacido más al sur, los sassenachs se creían poderosos y dueños de medio mundo, pero del conde de Atholl no se burlaba nadie… Le habría gustado haber mandado a azotar a todos esos mequetrefes en el acto, pero en su fuero interno temió dar la orden y que no se cumpliera pues, al fin y al cabo, no era Eduardo Balliol el dueño del castillo, siervo de su homónimo y rey de nada. Tampoco su suegro era mano derecha de Eduardo III de Inglaterra y dudaba que lo apoyara por las buenas. Además, lo último que haría sería pedirle un favor después de la encerrona que le había orquestado para casarlo con su hija. Terminó el breve trayecto hasta la plaza cercana a la capilla de St. Margaret y se dirigió a los aposentos que le habían asignado en la entrada. Se preguntó dónde se alojaría ahora Eduardo Balliol y el resto de lameculos que lo acompañaban siempre. ¿Ocuparía como él un simple barracón de piedra engalanado con algunos suntuosos tapices y muebles tallados?
La mañana pasó sin pena ni gloria para el conde de Atholl, despachando asuntos y papeleo que generaba su nuevo título, conociendo a otros lugartenientes del monarca inglés y entrevistándose en privado con Eduardo Balliol y Lord Henry Beaumont para que los pusiese al corriente sobre cómo había encontrado Blair Atholl y si todo había sido de su agrado. ¿Qué pretendía? ¿Qué encima le diera las gracias por haberle dado lo que le pertenecía por derecho? ¿Después de todo el dinero y hombres que había puesto a su disposición para subirlo al trono?
Si pensaba el muy necio que le debía algo, ya podía quedarse esperando sentado en su trono. ¡Ah, no! ¡Que no tenía trono, que en ese mismo instante lo ocupaba su homónimo y tocayo Eduardo III de Inglaterra!, se jactó con crueldad el malnacido Sir Kenion Strathbogie, que cada vez tragaba menos a su propio rey. Tan distraído con los nuevos asuntos estaba que se le olvidó preguntarle dónde se alojaba, pues sabía por los lacayos que Eduardo III y su hermano John de Eltham disponían de las estancias principales del bastión escocés.
Tras el almuerzo, el conde de Atholl tuvo la ocasión de perder de vista a su suegro y al pelele del monarca y darse un paseo por los alrededores. Siempre había disfrutado de las vistas de la fortaleza, que abarcaban el ancho horizonte en sus cuatro puntos cardinales. Tras visitar las cuadras y mandar herrar de nuevo su caballo, Kenion se fue a visitar las mazmorras. Le habría gustado saber qué tal trataba la cárcel a Ayden Murray y a Erroll Flanagan, pero cuando llegó, la celda que tenían esos dos asignada estaba vacía. El soldado que aguantaba la tea encendida habló sin que le preguntasen, pues había leído el disgusto de su acompañante en el rostro:
—Milord, están en la cantera. Toda la mano de obra es poca para reconstruir la muralla. Son órdenes del rey.
Sir Strathbogie asintió y chasqueó la lengua. Sabía a qué rey se refería, en realidad lo sabían todos. Eduardo de Escocia no era más que un vasallo con muchas tierras, al que no le importaba dejarse ganar todo el terreno que hiciera falta con tal de vivir bien y en paz. Pronto las Lowlands serían inglesas si nadie lo impedía. Stirling, Edinburgh y toda la frontera estaba en manos de Eduardo III de Inglaterra y el ansia por hacer morder el polvo a los escoceses no parecía tener fin. El propio conde de Atholl temió que los ingleses no respetaran los acuerdos firmados ante el rey Balliol e invadieran Perth, las tierras de su padre y el condado de Blair Atholl. Bufó solo de pensar la posibilidad, aunque él siempre se guardaba un as en la manga y ya había entablado un par de contactos con los insubordinados del norte e incluso había parlamentado a la cara con el mismísimo Guardián de Escocia, Sir Andrew Murray, primo de los moradores de su nuevo hogar.
Miró de nuevo la celda vacía y repitió el ruidito con la lengua, le habría gustado darle un puñetazo en el estómago a alguien, quizás a su acompañante por inmiscuirse en sus pensamientos y dirigirse a él sin haberlo solicitado, pero la información había sido concisa y le había dado que pensar. El conde agradeció que, al mirarlo, el rostro del joven se mostrara hierático y con la vista fija en el frente, como un buen soldado. No todos los ingleses eran unos estúpidos y ese sabía reconocer un rango superior fuera cual fuese el bando.
—¿Cuál es vuestro nombre, muchacho? —le preguntó, sorprendido del tono familiar e irreconocible que había salido de su garganta.
—Robert Smith, Milord —titubeó si mirar al conde, pestañeó y siguió mirando al frente, con respeto—, para servirle.
Sir Strathbogie sonrió levemente, pues acababa de encontrar al informante idóneo para estar al corriente de todo sin levantar suspicacias, ni ante el rey ni ante nadie. A través del soldado Smith se enteró de que a Sir Darren Stewart lo habían dado por muerto, aunque el conde no se extrañó al saber, tiempo después y por fuentes escocesas, que el joven caballero había conseguido llegar muy malherido a Ayrshire, al amparo de las faldas de Sir Symon Lockhart, nunca mejor dicho. También supo por el soldado que la mayoría del clan Murray se había instalado en tierras aledañas a las que ocupaba el clan Lockhart y que estaban reforzando la fortificación de la torre de Barr ante el avance imparable del ejército inglés por toda Escocia. Él mismo tendría que estar reforzando sus propias fronteras, pues no se fiaba que los ingleses no quisieran tomar sus tierras para dar el salto definitivo al norte. ¿Acaso había cogido el peor momento para jugar a dos bandos? ¿O, quizás, el más idóneo?
—Las tropas de Lord John de Eltham y del resto de generales seguirán asentadas en Stirling, Milord. El rey está buscando nuevas alianzas con los jefes de los clanes de la zona… —terminó de contarle el soldado Smith antes de dar un taconazo y cuadrarse, esperando una nueva orden.
Sir Kenion Strathbogie despidió al soldado inglés con una moneda de oro y una mueca. Quería estar solo y sopesar detenidamente la información que le había dado, le recordó que en el plazo de una semana quería noticias de Leena Stewart, ya tuviera que levantar una a una las piedras desde las islas más remotas de las Highlands al sur de Inglaterra. Hasta que no lo vio salir por la puerta de sus aposentos, no se sentó en uno de los mullidos sillones de los nuevos barracones destinados a la nobleza escocesa pero, a pesar de la aparente comodidad, le costó encontrar una postura en la que no sintiera que le pinchaban los riñones con mil agujas. A continuación, estiró las piernas y las apoyó en el alféizar de la ventana. Desde allí podía ver el palacio que estaba destinado a alojar al rey, su familia y sus leales más allegados, también el resto de barracones y la cuesta que llevaba a St. Margaret y las mazmorras subterráneas.
A pesar de las jugosas nuevas, estaba enfadado. Si Lord Eltham consolidaba su poderío en Stirling, tarde o temprano tendría que rendirle pleitesía como si fuera el mismísimo rey. «¡Y un cuerno!», exclamó incorporándose en su asiento.
La semana transcurrió como cualquier otra y se mantuvo a la espera de que el soldado Smith hiciera acto de presencia a la hora y lugar convenidos, pero no apareció. Inquieto y con una extraña desazón en el cuerpo, el conde de Atholl se dirigió a los barracones y preguntó por él, un teniente barrigudo contestó que había sido enviado a cubrir un relevo en el ala este de la muralla y que no se le esperaba de nuevo en su puesto del castillo hasta dentro de tres días.
El malhumor que arrastraba se vio multiplicado por la ausencia de noticias por parte de su confidente, pues el soldado había sido llamado sin previo aviso y no había podido dejarle sus averiguaciones sobre la suerte de los hermanos Stewart. Tendría que hacerlo él mismo. ¡Malditos fueran! Estaba claro que delegar era una pérdida de tiempo y que estaba rodeado de necios. Tanteó sus bolsillos y el tintineo de las monedas le hizo sonreír. Estaba preparado, él siempre lo estaba. ¿Por quién podría empezar?