CAPÍTULO 09
MAL MENOR
Edinburgh, Escocia, finales de octubre de 1334.
John de Eltham recordó cómo había acompañado a Leena hasta la entrada del castillo. Una parte de su mente se había resistido a dejarla allí nada más ver el entorno, mucho más cuando había conocido al sheriff de Sussex, el hediondo señor Craig Gibbs. Había llegado a Edinburgh totalmente desmoralizado y su estado no había mejorado en absoluto cuando había tenido que rehusar en más de una ocasión los agasajos de un par de damas que habían pretendido hacerle más llevadera su llegada, por orden de su hermano.
La mente del conde seguía en ese terrible lugar y evocaba los bellos ojos miel de la Stewart, que apenas había podido contener las lágrimas por mucho que lo había intentado. No podía estar más arrepentido de no haber hecho las averiguaciones pertinentes para haberla mandado a Francia, a la corte del rey David. «Ella será una traidora, pero yo no soy más que un cobarde…», se decía a cada paso que daba de lado a lado de la habitación, imaginándose las calamidades que estaría pasando una mujer de su alcurnia en un lugar como ese.
Si seguía pensando en ella se volvería loco, pues no hacía más que recordar en el rojo anaranjado y brillante de los cabellos de la escocesa, ondeando en cascada sobre sus hombros. «Un cobarde que no es capaz de enfrentarse a su propio hermano», se reprochaba con tristeza a la espera de que compareciera su única salvación.
Era la primera vez en su vida que cuestionaba una decisión del rey, al que siempre había seguido con total devoción. Siempre lo había visto como un dios todopoderoso, cabal, valiente y justo, pero esa obsesión por someter a «los bárbaros», como él llamaba a los escoceses, rayaba la sinrazón. No entendía su empeño en confinar a una muchacha en un lugar perdido y maldito como ese cuando ellos habían tomado Stirling e incluso tenían en sus manos el castillo de Doune, propiedad de los Stewart…
¿Por qué esa necesidad de casarla a toda costa? No se trataba de no querer tener como esposa a una mujer como ella. ¡Bien sabía Dios que estaba deseándolo! Pero había algo más, de eso estaba seguro. La falta de confianza lo atormentaba y al escuchar los leves toques de la puerta se sobresaltó:
—Pasad, pasad —le dijo al recién llegado, alborotándose el pelo con los dedos, nervioso por las cartas que iba a mostrar ante un hombre como Sir Kenion Strathbogie.
¿Cómo reaccionaría? El conde de Atholl era un ser tan despreciable como impredecible. Sin embargo, jugaba con la ventaja de saber que, ante una acusación formal, su hermano jamás dudaría de su palabra frente a un escocés y eso le aliviaba bastante en cierto modo. John observó cómo Kenion entraba con su habitual paso arrogante en la estancia, sin disimular una sonrisa fatua al inspeccionar rápidamente que estaban solos.
¿Para qué se pensaría ese mequetrefe que lo habría llamado? Si no le preocupara tanto el bienestar de la pelirroja y de que se pusiera en marcha lo antes posible rumbo al penal de Guildford se lo habría preguntado incluso. «Céntrate, John, Leena está en peligro.»
Antes de emprender el viaje de vuelta, Lord Eltham había hablado con el sheriff Gibbs mientras una de las reclusas acompañaba a Leena al que sería su nuevo hogar, por así decirlo. En principio, no había tenido intención de hacerlo, pero el estado lamentable de las instalaciones y el desaseado aspecto con el que los había recibido le dio que pensar. Aún recordaba el rostro avergonzado de Leena cuando, al llamar a la puerta del supuesto despacho, había salido esa misma muchacha a medio vestir a su encuentro, su futura compañera.
El sheriff ni siquiera había tenido la deferencia de negar lo que estaba sucediendo allí. ¡Y por todos los Santos! Habría querido degollarlo allí mismo si no hubiese tenido que dar más de una explicación a la vuelta, pues era bien sabido que ese tipo de abusos eran habituales. ¡Maldito cerdo! ¡Si podía ser su hija!
A Lord Eltham nunca le habían preocupado ese tipo de cosas hasta conocerla a ella. «En la guerra todo vale», le había dicho muchas veces su abuelo cuando lo aleccionaba de pequeño subido a su regazo. Hacían apenas unos meses, cientos de mujeres habían sido violadas tras asaltar los alrededores de Stirling y él no había hecho nada por impedirlo. Eran parte de la recompensa y, aunque a él ese tipo de prácticas no le excitaban en absoluto, toleraba que otros lo hicieran. En un mundo de hombres, las mujeres eran seres nacidos para complacerlos, ¿o no?
Algo en él había cambiado desde que la había conocido. En esas semanas, la joven Stewart se había convertido en un rayo de luz en su vida insípida de soldado. No podía amarla, no le correspondía hacerlo, pero mientras tuviera un hálito de vida en el pecho se juró que la cuidaría. El mero hecho de pensar que Leena fuera una de las concubinas de ese bastardo o de cualquier otro le ponía los pelos como escarpias. «Si la toca…, lo mato», se había dicho entre dientes una y mil veces, mientras veía la lujuria que había desatado la llegada de la joven escocesa en los ojos del carcelero.
En cuanto había llegado a Edinburgh, Lord Eltham ideó un plan para protegerla de ese depravado. Ese imbécil no la tocaría si creía que era la amante del hermano del rey de Inglaterra. Asimismo, le había dicho que la había dejado preñada y que Eduardo III de Inglaterra lo requería en el frente, prometiéndole que se casaría con ella tras la guerra. Los hermanos de la joven, escoceses, se habían opuesto y les habían tenido que poner los puntos sobre las íes.
Los ojos de ese bellaco se habían ido oscureciendo a medida que hablaba, ávidos de saber más detalles. Odiaba a esos bárbaros como el que más y saber que la situación de la joven jodería a más de uno de ellos lo había congratulado en gordo. Aunque, dicho fuera de paso, había sido incapaz de contener el gesto de fastidio al saber que esa «palomita» era inalcanzable.
John había seguido con su invención, intentando alejarse lo menos posible de la realidad en los detalles cruciales, para no caer en desatinos en el caso de que volviera a preguntarle. Le había informado también que el mismísimo rey le había aconsejado recluirla en un convento mientras tanto, pero temía que los hermanos de la joven se enteraran y la sacaran a la fuerza, chafándoles el plan.
Todo parecía haber salido a la perfección, pero un brillo de avaricia o de lujuria en los ojos de ese desalmado le había llevado a tomar más precauciones. No se fiaba de ese sheriff… ¿Y si a él le pasaba algo en el campo de batalla? ¿Quién se haría cargo de Leena y su hijo entonces?
Lord Eltham era joven, pero no era precisamente tonto a sus diecinueve años. Hasta los quince había sido el heredero del vasto imperio de su hermano Eduardo, rey de Inglaterra, y había sido educado como un hombre sin par. Había sido uno de los comandantes más loados en la devastadora batalla de Halidon y tenía a miles de hombres a su cargo a los que conocía por su nombre. Él no era ningún niño y no jugaría al ratón y al gato. Sabía calar a gente tan anodina y simple como ese viejo verde de Craig de lejos, anticipándose al doble juego de ese gañán. «Con este tipo debo de andarme con cuidado pues, por mucho oro que le prometa, siempre será insuficiente», se había dicho sopesando su estrategia.
Leena era la primera mujer que le había llegado al corazón sin pasar previamente por su entrepierna. Durante el tiempo que habían pasado juntos de camino a Guildford, había disfrutado de sus ingeniosas conversaciones, de su risa y de su historia. Él, por su parte, no había dudado en decirle la suerte de los hermanos Murray y de Erroll Flanagan, del que se había quedado gratamente impresionado tras la lucha contra Benjamín, el bárbaro. Había visto el alivio en sus ojos al saber de las noticias y supo que el padre de su hijo, fuera cual fuera de esos tres, era el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra. ¿Algún día encontraría una mujer como Leena?
Ella era unos años mayor que él, pero era como una de esas flores que brotaba más bella con cada primavera, de eso estaba seguro. ¿La encontraré?, se había repetido en más de una ocasión durante el camino, mientras otras tantas se despertaba en su interior un lado oscuro, codicioso e indómito, como el que lo poseía en las batallas y que le hacía cuestionarse por qué renunciaba al amor de su vida si tenía sus sentimientos tan claros por ella y no la tomaba por la fuerza. «Porque ella es especial, estúpido», se había reprochado mientras azuzaba el caballo, «y jamás te amaría viendo en los ojos de su hijo a otro hombre.»
Al llegar a Edinburgh, había llegado a la conclusión de que actuaría con cautela y pondría a alguien que supiera mantener a raya a un cerdo como ese, alguien que lo viera venir y que no le importara meterlo en cintura, dado el caso. La suma en oro que le había prometido al sheriff era tan cuantiosa que, en otras circunstancias, debería haber valido para asegurarle a la joven una estancia digna hasta la vejez. Sin embargo, viendo de la madera que estaba hecho ese infeliz, John había tenido la prudencia de no darle toda la suma de una sola vez, avisándolo de que alguien de su plena confianza vendría cada dos meses a hacerle el pago y para supervisar que su prometida estaba sana y salva. Esa condición no le había hecho mucha gracia al sheriff, pero ya buscaría el modo de tener a ese cerdo cogido por los huevos.
De eso hacía tres semanas y ahí estaba el conde de Cornualles ahora, entrevistándose furtivamente con un ser no menos repugnante que ese maldito sheriff.
—Muy acogedor… —dijo Sir Strathbogie con sorna al ver que la estancia no tenía más que lo indispensable: una cama, cuya apariencia no era muy cómoda, una tina de madera, un par de sillas, un baúl y una chimenea a la que se dirigió para calentarse las manos—. ¿Y bien? Dudo mucho que este…, llamémosle «encuentro», sea del agrado de vuestro hermano y de mi rey.
John no supo qué decir ante tal insinuación. Era verdad, era un encuentro del que nadie jamás tendría constancia salvo ellos y así tendría que ser siempre. Se puso a su lado, hombro con hombro, en la chimenea. Los ojos de ambos hombres se quedaron unos instantes hipnotizados por las danzas de las llamas y el calor enrojeció sus mejillas.
—¿Qué queréis de mí? —insistió el conde de Atholl, sin dejar de mirar las llamas—. Espero que no sea para…
John de Eltham se giró levemente para mirar ese perfil rudo, y otrora vez atractivo del escocés, para después echarse a reír a carcajadas. ¿En serio se había pensado que lo había llamado para un encuentro íntimo? ¿Y aún así había accedido? No, claro que no, dijo mirando la mano derecha del conde de Atholl acariciando la empuñadura de su espada, pero viniendo del hermano del rey de Inglaterra, no le había quedado más remedio que tragarse su orgullo y acudir a la cita.
—¿Tan atractivo os veis? —le preguntó el inglés con picardía.
Kenion no se giró lo más mínimo, pero dejó ver el brillo de su colmillo a la luz de las llamas.
—No me van esos juegos, Milord —le replicó John algo incómodo por lo que pudiera llegar a deducir ese malnacido.
—¿Y qué juegos os van si puede saberse? ¿El de seducir damas para aumentar vuestras rentas?
¿Cómo demonios lo había sabido? Y sobre todo, ¿hasta qué punto Sir Strathbogie conocía la historia? John de Eltham se llevó las manos a las solapas de su capa, en un intento de que no viera lo nervioso que le había puesto las preguntas del conde. Ese tipo era un igual, había sido entrenado para ser letal y él lo había visto en acción sin dudar en matar al que tuviese delante, fuese hombre, mujer o niño, ya fuera compatriota o cercano a su familia. Con Kenion debía de ser franco o descubriría que lo estaba engañando y no accedería a ayudarle.
—Mi hermano quiso que me casara con Leena Stewart. Quiere afianzar Stirling y sus alrededores por medio de una alianza matrimonial y así asegurárselo pasara lo que pasara en la guerra. Ahora que su hermano Darren está desaparecido era nuestra mejor oportunidad.
—Ya veo… —replicó el conde de Atholl con una media sonrisa y sin dejar de mirar la lumbre—. ¿Y qué salió mal? La dama es bella como ella sola.
—La dama es todo lo que un hombre podría desear.
—¿Entonces? —replicó Sir Strathbogie impaciente por saber qué había pasado.
Las mujeres no solían tener ni voz ni voto en lo referente a matrimonios concertados, menos aún las que tenían a sus espaldas el poder de poner en manos inglesas un bastión como Stirling y Doune. La historia cada vez le parecía más interesante al escocés. Él había escuchado algo al respecto, pero Lord Henry Beaumont le había enviado lejos de la conversación en los momentos cruciales con los pretextos más absurdos. Ese viejo chocho no sabía aún con quién se la jugaba, por muy abuelo que fuera de sus hijos y un preciado general.
El plan de Eduardo III de Inglaterra de casar a la escocesa con su hermano le parecía brillante, pues las tierras y títulos de los Stewart pasarían a manos de los ingleses en cuanto se consumase el matrimonio y se le diera caza a Darren, del que no sabían si estaría vivo o muerto. ¡Ojalá nuestro rey tuviera las mismas luces!, pensó con ironía Kenion, mientras se separaba un poco de la chimenea y se sentaba a horcajadas en una silla. La historia prometía y no quería perderse ningún detalle, sobre todo ese por el que había sido requerido en mitad de la noche.
—Leena está embarazada.
—¡Vaya! ¡Felicidades! —exclamó con una carcajada, mientras se recolocaba el calzón con un gesto un tanto obsceno—. Veo que no habéis perdido el tiempo…
—No de mí, idiota.
Apenas pudo prever el rápido movimiento de tirar la silla a un lado, cuando ya tenía el aliento del conde de Atholl calentándole la oreja y el frío filo de la daga enfriándole la yugular.
—Nadie osa llamarme idiota y vive para contarlo…
—Lo sé, por eso estáis aquí precisamente —replicó el conde de Cornualles con frialdad, apartando la daga con cuidado de su cuello.
Sir Kenion Strathbogie se alejó del joven inglés, henchido como el único gallo de un corral. A continuación, cogió la silla del suelo y la recolocó, dándole parcialmente la espalda.
—Abreviad, aún no sé qué demonios hago alentando chismes entre vuestros lacayos.
—He dispuesto todo para que nadie sepa que habéis venido, Sir Strathbogie…. —comenzó a decir John—. Nadie puede saber que nos hemos reunido hoy. ¿Lo entendéis?
Kenion levantó la ceja derecha y se pasó el dedo índice por los labios. ¿A qué diablos estaba jugando el conde de Cornualles? Sir Strathbogie cada vez estaba más intrigado. Por un lado, le había dicho que Leena estaba embarazada y no de él. ¿Entonces de quién? Su mente le gritaba un nombre, pero… ¡maldito fuera mil veces! ¡No podía ser cierto! ¿Acaso no acababa de casarse un día antes de la persecución? Luego Leena había sido apresada de camino a Doune junto a Sir Darren…
—¿De cuánto tiempo está si puede saberse?
—¿Cómo? —le preguntó John sin entender a qué se refería.
Sir Strathbogie le hizo el gesto con la mano como si tuviese una barriga de embarazada.
—¿Importa?
—A mí, sí —le espetó en un tono desafiante, clavando sus pupilas en las de Lord Eltham.
—¿Puedo preguntaros por qué? —pero al no obtener respuesta, añadió—. Calculo que estará de unos cuatro o cinco meses, por lo que me dijo.
Kenion comenzó a reírse, primero levemente, después se sentía incapaz de parar. John lo empezó a mirar preocupado, o más bien, sin entender a qué venía semejante ataque de risa o por qué de repente se había vuelto loco.
—¿Se puede saber de qué os reís?
—No lo entenderíais —le replicó entre risas, lo que hizo que John cerrara los puños y se pusiera en guardia—. Eh, eh, eh… tranquilo, amigo. No he intentado ofenderos. Me río porque a cierta recién casada no le va a hacer ni pizca de gracia que su recién estrenado marido haya dejado preñada a su antiguo amor.
—No sé a quién os referís… —dijo John.
—A Neall Murray de Irwyn, Milord.
Ese era uno de los tres hombres que barajaba como posible padre de la criatura de la bella Leena, pero tras oírlo en los labios de Sir Strathbogie, algo le decía que no era el hombre que buscaban. Ella había hablado del padre de la criatura con total devoción. Ella esperaba volverlo a ver y formar una familia… ¿Qué mujer se quedaría esperando a que un hombre recién casado rompiera sus votos matrimoniales? No, definitivamente, Neall Murray no era el hombre que buscaban, pero por alguna extraña razón no quiso porfiar en Sir Strathbogie, que parecía entusiasmado con la idea de que su antiguo vecino fuera a ser padre.
—Tanto da… —replicó Lord Eltham, retomando la conversación en lo verdaderamente importante—. El caso es que Leena se negó a casarse conmigo y ahorrarme la humillación de tener que darle mi apellido a un bastardo de otro.
—¡Qué ingenuas son las mujeres! ¡Se creerá que va a dejar a la «morenita» por ella! En fin… ¿Y qué pinto yo en todo esto, si puede saberse? Porque dudo que me hayáis hecho venir al calor de vuestra alcoba para confiarme solo esto.
John se puso serio y cogió la otra silla para sentarse cara a cara frente a Kenion. La sonrisa se le borró de golpe al escocés al ver el gesto del conde de Cornualles.
—Decidme, ¿qué ocurre?
—Mi hermano quería ese enlace por las buenas o por las malas —Esa amenaza captó la total atención de Kenion—. La puso entre las cuerdas y le dijo que, o se casaba conmigo, o se pudriría en Guildford.
—¿Y prefirió Guildford? Eso no os deja en muy buena posición, amigo mío —le soltó aguantándose la risa, aunque dejó de hacerle gracia cuando fue él quien probó el filo de su propia daga en el cuello—. Está bien, está bien, tranquilicémonos.
Lord Eltham bajó la daga y se la tendió en un gesto de buena voluntad, al menos así sabría que, aunque más joven, él tampoco se andaría entre las ramas y que esto era de todo menos un juego.
—¿Vuestro hermano sabe que está embarazada?
—No.
A Sir Kenion Strathbogie no le gustaba ese crío con ínfulas de rey destronado y, si no empezaba por contarle algo interesante en breve, se marcharía. Sin embargo, era una baza demasiado jugosa como para dejarla pasar sin conocerla de cabo a rabo. El conde de Atholl le preguntó:
—¿Ya está en Guildford? —John asintió y Kenion masculló algo en gaélico que no entendió, aunque por el tono, supo que debía ser algún tipo de palabra mal sonante—. ¿Qué necesitáis de mí? Hablad claro, ¿por qué estoy yo aquí?
—Quiero que veléis porque no le ocurra nada malo.
—¡A buenas horas! ¿Y la lleváis a Guildford? ¿Acaso no sabéis la fama que tiene ese sheriff? —Sir Strathbogie no daba crédito y tuvo que hacer un gran esfuerzo por no lanzar de nuevo la silla por los aires o, mejor aún, coger a ese mentecato por el cuello hasta que rogara por su vida.
—No tuve elección.
—¡Por todos los santos si es que existen! —blasfemó en voz alta el conde de Atholl—. Claro que tuvisteis elección, desde desposarla por la fuerza y hacerle olvidar a un hombre casado entre vuestras sábanas a haberla mandado donde el hijo del rey capucha. ¡Cualquier cosa antes que mandarla a Guildford y buscarme a mí para que sea su niñera!
—¿Pensáis que no lo habría hecho de haber podido?
—¡Os habéis enamorado!
El silencio de John de Eltham lo confirmó. Sir Kenion Strathbogie lo compadeció por primera vez. Era muy joven y, por la cara de desasosiego que tenía, estaba totalmente arrepentido de no haberle plantado cara a su hermano en su momento. Él sabía lo que era estar enamorado de un imposible mejor que nadie y no se lo deseaba ni a su mayor enemigo, o quizás sí se lo deseaba, pero el muy cabrón tenía a sus pies a dos mujeres sin par: Leena y Leonor. ¡Habrase visto!
Kenion no era bueno con las palabras y se vio accediendo a ser el mensajero del conde de Cornualles por un módico precio: ser el capitán que comandara la expedición para capturar a Neall Murray.
—¿Nada más?
El escocés se sorprendió a sí mismo de no querer otra cosa. La verdad era que no estaba muy seguro de lo que le haría a Neall cuando lo tuviera delante. Sentía que con los años se estaba ablandando y eso le asustaba. Empezaba a no ver las cosas tan claras como antes, incluso había negociado el cambiar de bando con los Guardianes de Escocia. Al fin y al cabo, sus tierras estaban en Perth, a un paso del hervidero sassenach de Stirling, y dudaba mucho que Eduardo III reparara en que era un aliado a la hora de ocupar su terreno. Al contrario, se vería obligado a sufragar todos los gastos y a dejar sus arcas tiritando a favor de una guerra que no le iba ni le venía. Él ya tenía lo que consideraba suyo por derecho de cuna y nada más. ¿Qué haría con Neall Murray de tenerlo delante?
—¿Sir Strathbogie? —le preguntó el conde de Cornualles, viendo que no le contestaba.
—No, nada más —dijo levantándose de la silla y ajustándose el plaid sobre los hombros para que no lo reconociera nadie.
—Bien, saldréis en cuanto terminéis de afianzar las defensas de Stirling. La muralla ha quedado muy perjudicada y mi hermano teme que con las lluvias termine de desmoronarse —le dijo rebuscando un salvoconducto firmado por su puño y letra y una bolsa de cuero.
—Eso podría tardar uno o dos meses…
—No puedo correr el riesgo de que alguien sospeche o que os echen de menos. Tampoco puedo confiar en nadie más que en vos.
Sir Kenion Strathbogie sonrió al ver que no había dejado ningún cabo suelto y que contaba de antemano con su respuesta positiva a dicha misión. Se sentía extrañamente halagado porque solo pudiera recurrir a él pues, o estaba muy enamorado o estaba muy loco, quizás ambas cosas el pobre… Era un plan impecable, aunque no por ello dejaba de ser arriesgado.
Cuanto más cercano estuviese el invierno, más fácil sería poner alguna excusa para ausentarse de sus obligaciones militares. Un solo tropiezo y podían ser acusados de traición. Él ya se la estaba jugando por su parte, pero todo se reducía a una estrategia política para salir indemne fuera cual fuese el resultado de la guerra, nada que ver con un asunto de faldas. Si Eduardo III de Inglaterra los pillaba en renuncia…
—¿Qué excusa pondré a mis superiores para ausentarme? ¿Que me voy de vacaciones?
—Yo me encargo de Lord Beaumont, si es a él a quien os referís. Es un hombre fiel a la corona y, llegado el momento, le diré que estáis en una misión secreta a la caza de unos infiltrados insurgentes que amenazan la frontera, por ejemplo.
—No tenéis precio como embustero, Milord —le espetó Sir Strathbogie como cumplido, aunque el conde de Cornualles parecía más ofendido que halagado por sus palabras—. ¡No me miréis así, hombre! Estoy cansado de asistir a reuniones interminables y que me dejen fuera en los puntos importantes. Cuando termine de supervisar la labor de construcción de la muralla en Stirling, será un placer escaparme a Guildford o al fin del mundo, creedme. Soy el primero que quiero tener lejos a mi suegro. Lord Beaumont empieza a ser un verdadero incordio. Aunque, ¡loado sea Dios! pues últimamente tiene demasiados problemas en sus tierras de Dundarg con el Guardián Andrew Murray como para fijarse en mis idas y venidas.
Lord Eltham desvió la mirada hacia el fuego con tal de evitar que el escocés intuyera lo que pensaba al respecto. A esas alturas, nadie se fiaba de Sir Strathbogie. Incluso había algunos que decían que había establecido negociaciones con el renombrado Guardián de Escocia, primo hermano de los Murray de Atholl. Sin embargo y debido a su temple, ¿quién osaba levantar tan solo una acusación de traición sin pruebas?
El primero en empezar a escarbar en pos de un posible complot del conde de Atholl había sido su propio suegro, por raro que pareciese. Lord Beaumont parecía decidido a buscarle las cosquillas a su yerno. Mas, desde que el ejército enemigo acosaba las lindes de sus tierras coincidiendo con la usurpación de Blair Atholl, había tenido que desistir. ¡Las vueltas que daba la vida!, pensó John con ironía, ¡Si en Halidon esos dos parecían uña y carne!
Él no era dado a prestar atención a chismes ni a entrometerse en cosas de familia, pero sabía de buena tinta que Lord Beaumont correría con todos los gastos del viaje y dietas de su yerno con tal de tenerlo fuera del alcance de su hija mientras él estuviese haciéndole frente al Guardián y, lo mejor de todo, las veces que hiciese falta. ¡Estupendo! Porque Sir Strathbogie iría a Guildford cada mes y medio para traer noticias y supervisar que el sheriff se cuidaba muy mucho de ponerle una mano encima a la pelirroja.
—Pero, ¿y si me pregunta el rey?
La pregunta le vino al conde de Cornualles de improviso, pero no tardó en responder.
—Vuestro rey no preguntará ni hará nada, bien lo sabéis.
Sir Strathbogie chasqueó la lengua y sonrió. La fama se la había ganado él solito, contra eso poco se podía hacer. No había decisión en el reino que no pasara antes por la aprobación de Eduardo III, Henry Beaumont o Thomas Wake.
—¿Algo más que os preocupe?
—Sí, ¿cuáles serán mis funciones? —le preguntó mientras apoyaba la mano en el pomo de la puerta.
—Iréis a Guildford y la veréis. Quiero que habléis con ella, saber de primera mano cómo está y sobre todo que lo comprobéis.
Ante la sonrisa socarrona del conde de Atholl, John levantó el dedo índice amenazante y, justo antes de hablar, el escocés le replicó:
—¡Cuidaré de ella como a una hermana! Os lo prometo. Tengo a esa joven pelirroja en estima.
—Mejor no pregunto por qué. Las malas lenguas no os dan buena fama precisamente con respecto a las mujeres…
—¡Bah! Si quisieran un santo se harían todas monjas… ¡Creedme!
Lord Eltham puso los ojos en blanco y le tendió el salvoconducto, la bolsa con el oro para el sheriff y otra para sus propios gastos. Sir Strathbogie sopesó las bolsas y sonrió. No había nada como emprender una misión con las arcas llenas, sin nadie a quien rendirles cuentas y lejos de la corte. Pena que no tuviera que salir de inmediato, solo pensar en lidiar con la tropa y los constructores y se le descomponía el cuerpo. Con suerte ese mes y medio pasaría rápido y podría aprovechar el viaje para retomar sus contactos con la corte en Francia.
Principios de año de 1335.
—Seguís tan hermosa como siempre, Milady —le dijo Sir Strathbogie en un intento de halagarla.
Leena se sorprendió tanto al verlo que pensó que era su fantasma y casi se desmayó de la impresión. Susan se puso en guardia en cuanto se percató de la presencia del extraño y la parapetó con su cuerpo. La escocesa se maravilló de la agilidad que su amiga tenía a pesar de estar a punto de parir. Seguía enjuta como una vara, marcándosele todos los huesos, destacando aún más su barriga gorda y baja. Esos meses se habían hecho inseparables y no había habido día que no hubiesen compartido incluso la comida. Laurie completaba su pequeño círculo de amistades. Las demás seguían distantes y la rehuían como al demonio, simplemente por ser escocesa o por ser hasta el momento una intocable ante los ojos del señor Gibbs.
—Kenion… No esperaba veros —le respondió llevándose la mano al pecho, aún asustada—. ¿Qué hacéis vos aquí? ¿No me digáis que sois el mensajero de Lord John de Eltham?
El conde de Atholl asintió y confesó que era la segunda vez que visitaba esas tierras, pero mintió al decirle el por qué se había tenido que ir tan rápido y tras el pago la primera vez, explicando que todo era debido a que su suegro había sido apresado por el Guardián Murray y había sido convocado urgentemente por el rey Balliol.
—Vaya… —logró decir ella sin mucho entusiasmo.
¿En qué habría estado pensando Lord Eltham para mandarle a semejante guardián? ¿Acaso podría confiar en la buena voluntad de ese demonio? Odiaba al conde de Atholl por encima de todas las cosas. Él había sido el verdugo de su querido hermano James y el malnacido que había vendido a su mejor amiga y futura cuñada a unos piratas del norte. Lo odiaba, le repugnaba su sola presencia, pero se mordió el labio y calló. Sir Strathbogie era el único clavo ardiendo al que aferrarse mientras Ayden estuviese fuera de juego en St. Margaret. «Seguid vivo», se dijo para sí, «os necesito más que el aire.»
Sir Strathbogie le tendió la mano para que lo acompañara y poder charlar a solas, pero Susan volvió a interponerse entre ambos, dejando muy claro que nada ni nadie le impediría usar el azadón, de ser necesario.
—No debéis de estar aquí, Milord. Si el sheriff se entera… —le dejó claro la morena con contundencia.
A Susan no le gustaba la forma que ese hombre tenía de mirar a su amiga, ni de mirarla a ella ya puestos. En realidad, no le gustaba nada de su persona. A la legua se veía que el conde era un guerrero despiadado del que no podían fiarse, pero lo suficientemente fuerte y temerario para hacer frente al señor Gibbs. Sir Strathbogie era justo el hombre que necesitaban. Había oído hablar de él a algunas presas, de su visita y de la animada charla que había mantenido con el sheriff, pero siempre dudó que no se tratara de las fantasías y desvaríos de unas cuantas por encontrarse con un ángel redentor.
—Esa bola de sebo sabe que estoy aquí y no recibirá ni una moneda si la señora y yo no hablamos y me convence de que está en perfecto estado —sentenció el conde de Atholl.
«Sobre todo después de dejárselo suficientemente claro la última vez», prefirió omitir para no tener que dar ningún tipo de detalle a las mujeres. Tenía entre manos ganarse la confianza de la Stewart y, después de todo el pasado que compartían, sabía que no sería fácil.
Susan resopló de forma poco femenina y se secó el sudor de la frente con el antebrazo. Miró de reojo a Leena antes de moverse y la escocesa asintió.
—Sir Strathbogie es todo un caballero cuando quiere —recalcó la Stewart muy seria, comentario que hizo que el capitán sonriera y se pasara el dedo por los labios con coquetería, en un intento de salvar la situación—. ¿No es cierto, Milord?
—Por supuesto. Le doy mi palabra de honor, señora —le dijo con cierta sorna a la vez que levantaba la mano derecha y le hacía una reverencia a la joven morena.
Susan habría preferido quedarse a una distancia prudente, pero según el conde, lo que tenían que hablar era en privado. Cuando la muchacha se hubo marchado, Sir Strathbogie volvió a tenderle la mano a Leena para que le sirviera de apoyo. No se cansaba de mirarla, era de esas mujeres a las que el embarazo le sentaba fenomenal: su piel estaba radiante y sus cabellos resplandecían como el fuego, más que nunca. No sabía qué decirle, él no era bueno con las palabras y, al fin y al cabo, era el asesino de su hermano mayor. ¡Mucho era que lo había recibido!
—Si seguís mirándome de ese modo, terminaré sonrojándome o pidiéndoos que os marchéis, Milord —respondió con semblante serio.
—Perdonadme, mo baintighearna, pero es imposible dejar de hacerlo.
Leena seguía sin entender cómo el conde de Cornualles había elegido a Sir Strathbogie entre todos los miles de hombres que tenía a su cargo y, sobre todo, cómo se fiaba de él.
—No conocía vuestra faceta de adulador —le dijo ella torciendo el gesto.
«La pelirroja no me lo va a poner nada fácil…», pensó a la vez que se regañaba por haber desterrado de su personalidad al Kenion compasivo y cortés. Se sentía como un jovencito ante su primera cita, algo sonrojado e incómodo, mientras que la bella y seria Leena mantenía el tipo de una manera admirable.
—No soy hombre de florituras, bien lo sabéis.
—Sí, eso es cierto, por eso me extraña este cambio en vos.
Leena también lo observaba con cierto pudor e interés. En apariencia era el mismo caballero arrogante y mezquino de siempre, pero había algo en sus gestos y en su forma de actuar que le decía que, hasta el más depravado de los seres, podía obtener el perdón de Dios y de los hombres. Su mente se negaba a perdonarlo, Sir Strathbogie había sido el causante de muchas desgracias en su familia y amigos. Sin embargo, allí parecía tímido y a la vez complacido, hasta cierto punto sereno, si uno no se percataba del temblor de sus manos y hasta parecía observar con curiosidad el paisaje.
—¿Lo decís porque soy incapaz de dejar de miraros? —se jactó risueño y rompiendo el hilo de los pensamientos de la joven.
—No, no sé muy bien como explicarlo… —negó ella con cierto sonrojo.
—Las personas no cambian, Milady.
—Por desgracia —sentenció ella, sabiendo que ese instante de complicidad había terminado entre ellos.
«Mejor así», se dijo la joven. Si poco le gustaba el arrogante, menos aún el complaciente, del que no sabía qué esperar. Kenion nunca había sido hombre de mostrar en su cara otro tipo de sentimientos que no fueran odio y celos, pero había algo que le preocupaba. Leena pensó que si el conde no hallaba pronto la forma de preguntárselo, su cabeza rubicunda echaría humo.
—Ese señor Gibbs… —empezó a decir con un tono que, si hubiese sido otro el que lo dijera, parecía hasta intranquilo.
—De momento, respeta el acuerdo alcanzado con Lord Eltham —le interrumpió Leena antes de que terminara la frase.
—¿De momento? —preguntó él alzando muchas las cejas y frunciendo la boca.
Leena observó que Sir Strathbogie se había puesto tenso. No le había gustado en absoluto la verdad que ocultaban sus palabras, pero no había otra. El sheriff las había dispensado a ambas de acudir a su habitación, bien por no buscarse problemas con Lord Eltham, bien porque ambas estaban embarazadas o porque quería cumplir la promesa que le había hecho. Ilusa. No, ella no era tan ilusa. Cada día que pasaba tenía más claro que, en cuanto hubiesen tenido a sus respectivos hijos, la situación cambiaría. El por qué no podría asegurarlo aunque quisiera, pues se basaba en conjeturas, en miradas, en no ver que la palabra de un hombre debía valer más que su propia vida.
La mandíbula rígida del conde de Atholl, los puños cerrados y las piernas ligeramente flexionadas como si fuera a echarse a correr en cualquier momento le dieron por sonreír, pues parecía uno de esos perdigueros prestos a iniciar la caza. Sabía que Sir Strathbogie no era un hombre de fiar, pero en esos momentos, era el único que podía garantizar el que siguiera con vida en Guildford.
—Sí, el señor Gibbs nos prometió que no nos tocaría y lo está cumpliendo.
Sir Strathbogie soltó un bufido. Había sido informado de lo que aquel día había pasado allí y la extraña promesa que le había hecho a Leena si salvaba la vida de la otra joven. Por eso, no había podido ver a Leena la primera vez que estuvo en Guildford, por nada más. Le importaba un cuerno lo que le pasara a su suegro. ¡Ojalá Sir Andrew Murray se lo llevase a los infiernos de una condenada vez!
En vez de dirigirse a los huertos, Kenion se había liado a golpes con ese malnacido en sus propios aposentos al enterarse del por qué la compañera de celda había estado a punto de acabar con su vida y, si no llegan a pararlo los gritos de un par de mujeres, que estaban escondidas tras un biombo en la estancia, lo hubiese matado allí mismo.
En Guildford era fácil obtener detalles de cualquier cosa… Cualquier persona que pudiera hacerle frente al sheriff era tratado como un Hércules o un Sansón. Después de la paliza y, tras comprobar que el señor Gibbs estaba inconsciente, las dos mujeres se habían sentido muy dispuestas de complacer al conde. Si sus actos en la cama les parecían dulces… ¿qué demonios les haría ese hombre? Blasfemó de solo recordarlo.
Leena estaba en peligro en ese penal. Así se lo había notificado a Lord Eltham en cuanto concertó una cita privada con él en Stirling. Pero Kenion no podría ausentarse cada vez que le viniera en gana, ni siquiera al saber que podría encontrar a ciertas reclusas muy dispuestas a abrirse de piernas para él. ¡Si incluso se peleaban entre ellas por ser las siguientes! Sonrió al recordar lo bien que lo habían pasado hacía apenas unas horas y toda la información que se le podía llegar a sacar a una mujer saciada y satisfecha.
Estaba preocupado, ese «de momento» en los labios de la Stewart no le había gustado nada. Le había recordado que su función allí era protegerla y no aliviar sus gónadas y más bajos instintos. Él no era muy diferente al señor Gibbs y eso le molestó y le hizo caer en la cuenta de que verdaderamente estaba cambiando. Era difícil imaginarse a un cerdo cumpliendo algo y sopesó si no habría realmente otras razones para hacerlo. Todo el oro del conde de Cornualles no lo había persuadido, ni siquiera saber que alguien estaría vigilando sus movimientos. Si ese cerdo se había encaprichado de ella…
Él no había podido ir a Guildford con la frecuencia que hubiese deseado o que le había aconsejado el conde de Cornualles. Las incursiones de los escoceses se habían recrudecido en las Lowlands y las tropas inglesas habían tenido que replegarse sin remedio. Con su suegro encarcelado y fuera de juego, pocos eran los que se atrevían a liderar la ofensiva del ejército de Balliol y deseaban volver a sus tierras en un intento de que no la esquilmaran uno u otro bando. No podía desentenderse aunque quisiera.
No sabía qué hacer, no podía llevársela de allí. Eran órdenes de Eduardo III de Inglaterra y por mucho menos otros habían sido acusados de traición. Lord Eltham no lo apoyaría… Kenion se acercó mucho a Leena, presionando el abultado vientre contra su cuerpo. Ella contuvo el aliento unos segundos y lo exhaló cuando notó que el conde lo que quería era pasarle una daga, sin que nadie pudiera percatarse de ello.
—Os hará falta.
—¿Vos creéis? —dando voz a sus propios pensamientos.
La escocesa quiso echarse a llorar, incluso Kenion temía por su vida. ¿Tan evidente era que el señor Gibbs incumpliría su promesa? Dudó si ponerse de rodillas y rogarle que se la llevara a donde fuera, lejos de allí, pero sabía que no lo haría. Ese bellaco no se jugaría el cuello ni por ella ni por nadie. ¿Por qué le daba un arma? ¿Acaso no pensaba volver? ¿Se había quedado sola en el mundo? Leena realmente estaba atemorizada.
—No sé utilizarla… —balbució espantada, tocando con los dedos el perfil afilado del arma.
—Dado el caso, apuntad al bajo vientre o al cuello —susurró él, mostrándole el movimiento al amparo de su capa—, pero no dejéis que os toque bajo ningún pretexto.
—Él lo prometió…
—Ese hombre me recuerda a mí en otros tiempos. No se detendrá ante nada.
—Me estáis asustando…
—¿De cuánto estáis? —le preguntó desviando la conversación.
Leena se miró un instante la tripa e instintivamente se la protegió.
—No me importa que sea de Neall Murray. Las mujeres no soléis tener mucho ojo con los hombres y menos de quienes os quedáis preñadas.
Leena abrió mucho sus grandes ojos miel y fue a contradecirlo, pero algo en su interior le dijo que no lo hiciera. Quizás solo la estuviera ayudando por esa inquina que desde pequeño se traía con el hermano de Ayden, su primer amor. La pelirroja se mordió la lengua y evitó preguntar por el destino del clan Murray, aprovechando para guardar la daga debidamente entre los pliegues de su capa. Se sentía incómoda a su lado y el silencio que se formó entre ellos era más gélido que la nieve que pisaban sus pies.
Sir Strathbogie le cogió la mano derecha y se la llevó a los labios, entre susurros le dijo un «volveré», que le heló el corazón. No sabía hasta qué punto eso sería bueno o malo. Desde que lo había vuelto a ver, sentía el vientre descompuesto, como si algo no fuese bien del todo. Lo achacó al cansancio de estar tanto tiempo en pie a la intemperie o al simple hecho de haber recibido la visita del mismísimo demonio. Había esperado que el emisario fuera el mismo John, deseoso de verla y con nuevas sobre su liberación, y no la ratificación de la condena y un mensajero que bien podía ser primo hermano de su carcelero, dicho por él mismo.
Descorazonada se encaminó hacia la celda, cuando escuchó próxima a la entrada una serie de jadeos y gruñidos que le recordaron a… «¡Maldito sea!», pensó la Stewart mientras apretaba el paso fuera de sí. Incluso pensó en pedir ayuda a Sir Strathbogie, con suerte, incluso podría alcanzarlo, aunque desechó la idea nada más pensarla. Tenía el frío arrebolado en las mejillas y el pecho agitado por una furia descontrolada.
Ese imbécil no podía haberse atrevido a ponerle una mano encima a Susan, ¿verdad? En ese ala del castillo solo estaba su celda y, si por una casualidad pasaba lo que se estaba temiendo, lo lamentaría profundamente. Pero si así era, ¿qué podría hacer ella contra semejante animal? Tocó el filo puntiagudo de la daga y siguió andando. A cada paso que daba la congoja le nublaba los ojos y la razón. ¿Realmente podría hacerlo? ¿Y si erraba?
Los gemidos de Susan se confundían con los gruñidos y la conversación de él. No podía creer que su amiga no luchara con uñas y dientes por quitárselo de encima. Era asqueroso. Leena se dejó caer sobre la pared de piedra y sorbió sus lágrimas, cerrando los ojos y los puños con fuerza… ¿Qué podía hacer ella? ¿Qué? La voz de ese bastardo se le clavaba en el corazón como alfileres.
—Así, así… No os detengáis… ¡Qué bien lo hacéis!... Sí… —susurraba el sheriff quedamente, mientras unos gemidos o sollozos respondían a las frenéticas embestidas y anticipaban el orgasmo.
Leena apretó los dientes y arrugó el entrecejo, le costaba respirar y seguir allí sin poner remedio. Ya no sabía si lloraba por compasión o por rabia, pero lloraba, de eso no había duda. Echó de menos a Ayden más que nunca y se abrazó el vientre, acurrucándose, sintiéndose sola y desvalida.
—Echaba de menos estas ubres bien llenas… —seguía el bastardo en su retahíla—. Uhm… así… Os la metería hasta la garganta… Sí… Seguid así… Ella no nos va a separar… Ya veréis como no…
Leena se preguntó de qué estaría hablando ahora y cuánto tiempo más necesitaría ese hombre para correrse y dejarlas en paz. El lenguaje soez que utilizaba le producía una extraña sensación en el cuerpo. Una especie de nostalgia a perderse en los verdes prados de Blair Atholl junto a su amado y retozar entre miles de flores de colores como aquella primera vez. Sorbió la última lágrima y, ante una clara súplica de Susan de que Craig parara de hacer lo que estuviera haciendo, se envalentonó para recorrer los últimos pasos hasta la celda.
Sin embargo, justo cuando iba a alcanzar el recodo que daba a la reja, unas manos la aprisionaron con fuerza desde atrás. En realidad, debían de tratarse de dos o más personas, porque una de esas manos le tapaba la boca y aún sentía que podían arrastrarla. Intentó zafarse con todas sus fuerzas, pero solo obtuvo un «escocesa estúpida, ¿acaso queréis ser la siguiente?». La inconfundible voz de mando de Margaret la intimidó.
Desde que había llegado a Guildford, Margaret la había repudiado literalmente por ser escocesa y de noble cuna. Laurie y Susan siempre le habían dicho que no entendían muy bien esa actitud para con ella, porque había sido una buena mujer, quizás un poco arisca, algo más gruñona… lo que no sabían eran que toda su familia había vivido en la frontera y había sido masacrada en la absurda lucha entre reyes en tiempo de Bruce.
Desde entonces, había sido una fiel defensora de pasar por la guadaña a todos los que habían nacido al norte o llevaran los colores y emblemas de cualquier clan. Margaret la odiaba, se lo había dejado claro una y mil veces, por su pelo rojo, por su sangre y por respirar. Había sido la principal cabecilla para hacerle un vacío casi total desde su llegada, pero incomprensiblemente, en el último mes se estaba ablandando. Leena no sabía muy bien qué edad podría tener, aunque calculaba que no podía ser mucho mayor que ella.
Hasta que no llegaron al patio, Leena no pudo ver quiénes la habían forzado a abandonar la resolución de echarle una mano a Susan y se dijo que lo pagarían caro, fuera quién fuera. Una de ellas era Margaret, pero ¿por qué diablos la había ayudado Laurie?
—¿Acaso no oíais lo que le estaba haciendo? ¿Cómo podéis ser capaces de dejaros violar por ese bastardo inglés cuando entre todas podríamos hundirlo en la miseria?
Se dio cuenta de que no había comedido sus palabras cuando sintió la fuerza de un bofetón cruzarle la cara. Leena sintió el regusto metálico de la sangre entre sus dientes y se zafó de un tirón del abrazo de Laurie. La chica temblaba convulsivamente y le imploraba que se contuviera por todos los santos conocidos.
La escocesa intentó dominar su ira por respeto a su joven amiga, mas miró con desprecio a Margaret, paseando su lengua por el labio roto y dejándole claro que uno de esos no bastarían para callarla. La inglesa resopló como respuesta. Incomprensiblemente, no parecía muy contenta para haberla abofeteado y Leena se paralizó. ¿Qué diablos pasaba? Miró de nuevo a Laurie buscando respuestas, pero esta negó con la cabeza. Margaret habló en su lugar.
—Ha sido Susan la que lo ha buscado —soltó sin mirarla a la cara y con cierto dolor contenido.
Leena no podía creérselo y empujó a un lado a Laurie, situándose frente a frente a la inglesa. Odiaba el desdén con el que los sassenachs trataban a su pueblo. ¿Qué se creían… superiores?, pues no eran ni mejores ni peores. ¡Habrase visto! La miró a la cara y le soltó un:
—¡Mentís!
Sin embargo, la respuesta de Margaret no fue la esperada. Primero se puso en jarras y fue a contestarle, de seguro con la misma prepotencia con la que lo hacía siempre. Sin embargo, arrugó el ceño y apretó los labios, para acabar cruzándose de brazos con un mohín y aguantándose las lágrimas.
—No puede ser… —dijo Leena totalmente estupefacta—. Ella lo odia.
Laurie la abrazó desde atrás. La escocesa sintió que se le nublaba la vista y que las piernas no la sostenían. La oscuridad se cernió sobre sus ojos durante un tiempo que no supo calcular hasta que, al abrirlos de nuevo, vio el rostro preocupado de Susan ante ellos pidiendo explicaciones a Laurie y Margaret. Leena miró con el rabillo del ojo si estaban solas o la acompañaba el sheriff, agradeciendo al cielo que fuera la primera opción pues, lo que menos deseaba en esos momentos, era verle la cara a ese desgraciado.
—Intentaba explicarle a vuestra amiga —comenzó a decir Margaret con mucho énfasis—, que vos habíais acudido en brazos de vuestro amante por voluntad propia y que lo que había estado a punto de interrumpir no era una violación si no una fornicación con consentimiento.
Susan respondió a las duras palabras con una mirada a la altura de su falta de decoro. Leena sollozaba sin querer creer lo que esa zorra inglesa decía. Susan no podía haberle ocultado algo así durante todo ese tiempo… ¿verdad?
—¿Sois su…? —Leena era incapaz de preguntarle a su amiga lo que su mente le estaba diciendo.
—Soy su puta —exhaló Susan con cierta resignación y sollozando, aunque el brillo de sus ojos delataba algo muy distinto.
¿Orgullo quizás? ¡Imposible! Lo cierto era que la misma Susan había puesto nombre a los educados pensamientos de la escocesa, a la vez que terminaba de ayudar a la pelirroja a ponerse en pie. Los labios de Susan aún estaban hinchados por los besos de ese bastardo y la piel le resplandecía de un modo extraño. Leena aguantó la arcada que le sobrevino de solo pensarlo. No podía creérselo. ¿Por qué lo hacía? ¿Realmente su amiga podía amar a un hombre tan ruin?
La pelirroja se apoyó en la pared de piedra, no sabiendo si salir corriendo y encerrarse en su celda o correr campo a través hasta llegar a Escocia. Fue entonces cuando Margaret rectificó lo dicho por Susan y clarificó un poco el tema, aunque ella seguía con la clara intención de poner tierra de por medio.
—Querréis decir su favorita, Susan, porque aquí todas somos sus putas… Salvo la cara bonita, claro… al menos de momento —recalcó Margaret tras hacerle una genuflexión con desdén y dándole la espalda de nuevo.
—¿Qué habéis querido decir? —le replicó la escocesa al tiempo que la giraba para que se explicara mejor y la mirara a los ojos.
El labio de Leena comenzaba a arderle como si lo tuviera al fuego, pero por sus santos difuntos que esa mala pécora se explicaría.
—Que no os ha tocado aún gracias a que Susan se ha propuesto hacerle pasar muy buenos ratos.
—¡Ya basta, Margaret! —sentenció la aludida muy seria—. Idos antes de que, con barriga y todo, os deje irreconocible.
Leena echó a correr por los pasillos hasta llegar a la celda, agradeció que los amantes no hubieran dejado vestigios de su pasión allí. Fue sentirse tras la seguridad que le brindaban los barrotes de la reja cuando se puso a llorar amargamente. No podía más, no reconocía a esa nueva Susan. ¿Dónde estaba la joven tímida, afable y a veces risueña que había conocido en ese infierno? ¿De verdad se estaba ofreciendo a ese hombre con tal de que no la tocara a ella?
La cabeza le dolía hasta el punto de sentir que le iba a estallar. Sentía cómo sus fuerzas flaqueaban irremediablemente: la visita de Kenion, descubrir esa nueva faceta de Susan, las intenciones del sheriff de hacerla su concubina en cuanto tuviera el bebé o Susan se cansara de acudir en su ayuda…
Cuando llegó su compañera de celda, Leena no la miró a la cara, prefirió quedarse en su rincón, sollozando. Esta respiraba con dificultad o eso le pareció, pero el orgullo le impedía preguntarle después de todo qué le pasaba, sabía que habría estado discutiendo con Margaret y Laurie o quizás hubiese ido a ver a su amante de nuevo. ¡Qué más daba ya! Si le había mentido en eso, ¿acaso no lo habría hecho en todo? Enfurruñada, se compadeció de sí misma hasta que Susan se puso delante de ella y le dijo con voz trémula:
—Ya viene…
Leena la miró a los ojos confundida. No supo a qué se refería hasta que vio el charco de agua que humedecía la tierra bajo sus pies. La escocesa se incorporó con pesadez y olvidó sus desavenencias. Ya hablarían largo y tendido más tarde.
—¿Qué puedo hacer?
—Avisad a Laurie y a… Margaret, pero por nada en el mundo debe enterarse Craig.
—¿Ahora lo llamáis así, con tanta familiaridad? —le preguntó con cierto retintín y desazón, pues seguía sin creerse lo que el día le estaba deparando. Mas al ver el gesto de dolor de Susan, asintió—. Está bien, ¿algo más?
—Sí, si hay complicaciones durante el parto y muero… No lloréis por mí, cualquier sitio a donde vaya será mejor que este.
Leena enmudeció y la abrazó justo en el momento que le venía a su compañera una fuerte contracción. La pelirroja se asustó, como si la hubiese sentido en sus propias carnes, sin saber por su inexperiencia que eso era lo más normal del mundo. Consiguió reaccionar cuando Susan la apremió con un: «¡corred!».
Fueron horas angustiosas. Laurie y Margaret no la dejaban meter mucha baza en el asunto, temerosas de que se desvaneciese y tuvieran otra complicación más que atender. Leena no hacía más que tocarse su propio vientre con aprehensión y no respiró tranquila hasta que vio que el bebé estaba fuera del abrigo de su madre. Sin embargo, y a pesar del nerviosismo, pudo percibir la mirada de angustia de Laurie a Margaret cuando comenzaron a palpar la cabecita del recién nacido.
¿Qué se suponía que estaban haciendo? ¿Qué pasaba? La intuición le dijo que algo no iba bien. Hasta ese momento no se había preguntado por la suerte de los hijos anteriores de Susan y sintió cómo la alargada sombra de la muerte acechaba la celda como una prisionera más.