— A chailin aluinn gun tug mi gradh dhut 87—le susurró meloso Ayden al oído, sabiendo lo que le excitaba su voz y esos pequeños mordisquitos por el cuello bajando hasta sus senos.
Ella jadeó adormilada hasta que un fuerte gemido escapó de sus labios al notar la lengua de su amado juguetear con su pezón. Había perdido la cuenta de las veces que había hecho el amor con él esa noche y, sin embargo, la humedad y el hormigueo volvía a su bajo vientre, deseosa de que la embistiera con esa pasión desbordante.
—Yo también os di mi corazón el día que supe lo que quería… —le contestó arrebolada por sus caricias.
Él sonrió. ¡Cuánto le había hecho sufrir! Era cierto, pero que lo asparan si la espera no había merecido la pena de sobra.
—Shh… —le instó él colocándole el dedo índice en los carnosos labios—. Da mi basia mille88.
—¿Solo mil? Os estaría dando besos hasta el final de mis días, mo mathan.
Sin embargo, el llanto insistente de Cailéan frenó su intención. Era un llanto desconsolado, casi sin resuello. Leena se envaró en el lecho, alerta.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Ayden sin dejar de mordisquearle a la altura de la clavícula—. Está con Susan, relajaos, mo ghrà.
—Algo va mal, Ayden —le dijo besándolo en los labios apenas con un roce y colocándose rápida la túnica.
El capitán se quedó un poco confundido por el arrebato de la que ya consideraba su mujer y esperó paciente a que ella comprobara que todo estaba bien y volviera a su lado. Sin embargo, el grito de su nombre lo hizo saltar de la cama y colocarse unas calzas en menos que se tardaba un exhalar un suspiro. ¿Qué demonios había pasado? Llegó a la habitación de la inglesa en unas cuantas zancadas y abrió sin pedir permiso siquiera, claymore en mano. Soltó el arma en el suelo al ver a su mujer sollozando con el pequeño en brazos. Erroll y Darren llegaron a la par alertados por el ruido.
—¿Qué ocurre, piuthar?
—¡Ayudadla, por Dios! Llamad a Elsbeth.
Ayden dudó que su hermana pudiera ser de mucha ayuda después de todo, pero cualquier auxilio era bien recibido, dadas las circunstancias. Cogió al bebé en brazos para que Leena pudiera encargarse de su amiga y Darren salió corriendo sin esperar a que su hermana le pidiera algo más.
—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Erroll aún soñoliento y sin terminar de reaccionar.
—Traed agua, paños limpios, lo que sea que pueda servir… —le pidió ella con premura.
—¿Está preñada? —preguntó quitándosele la modorra de golpe al ver la sangre.
—Parece ser que sí.
Erroll maldijo por lo bajo y corrió a por todo lo necesario. Solo deseaba que no hubiesen llegado demasiado tarde. ¿Cómo no le había dicho a nadie que estaba esperando un hijo? ¡Si hasta la había visto esos días trabajar en los campos! Su cuerpo no evidenciaba tampoco ningún tipo de redondez, ni había dejado de amamantar a Cailéan en todo ese tiempo. La mente del irlandés volaba más veloz que sus piernas. Fuera como fuese, habría que evitar que se desangrara a toda costa.
Se cruzó en el camino con Darren y una asustada Elsbeth, que no entendía cómo la habían sacado de la cama a esas horas. Cuando llegaron al dormitorio, Ayden acunaba al pequeño en sus brazos.
—Llamad también a mi madre —le pidió Ayden al ver la cara descompuesta del pelirrojo—. Os lo ruego, caraid. Está en la cabaña que ocupaba Leonor en la villa junto a Sir William Brisbane, que os den señas si no sabéis dónde es.
Darren asintió y ambos sonrieron sin poder evitarlo. La noticia de que se habían casado en Aberdeen los había sorprendido a todos con su regreso. ¡Vaya con el viejo caballero, lo bien guardado que se lo tenía!
Ayden había sido incapaz de recriminarle a su madre que lo hubiesen hecho en la más estricta intimidad y sin la compañía y aprobación de sus hijos, pues desde la muerte de su padre nunca la había visto tan feliz. Ella sabrá lo que hacer, se dijo al ver que su hermana no reaccionaba, como había previsto. Malhumorado, el mellizo se levantó con brusquedad del asiento y le puso a Cailéan en los brazos a su hermana.
—De nada servís si no dejáis atrás vuestros demonios y afrontáis la vida, Elsbeth. No dejéis que los remordimientos os consuman —le dijo casi sin pensar.
Elsbeth lo miró y, por primera vez desde que habían vuelto de Inglaterra, percibió un tenue brillo de luz en los ojos vacíos de ella. La rubia asintió y salió de la estancia con su sobrino en brazos, en dirección a las cocinas. El bebé no lloraba, lo que era buena señal…
Entretanto, Leena hizo jirones el lienzo de sábana y limpió el sudor de la frente de Susan. La inglesa no parecía ser consciente de nada. Si no fuera por las periódicas contracciones que la dejaban engurruñada, la Stewart habría jurado que su amiga había abandonado el mundo de los vivos, pues su rostro se mostraba tan blanco como la luna. «Os pondréis bien, bancharaid, os lo prometo», le susurró.
Erroll llegó con una palangana con agua humeante y paños limpios en el brazo.
—¿A qué huele? —preguntó Leena, a la vez que arrugaba la nariz con evidente asco al mojar uno de los paños en el agua para lavar a su amiga y ver que se teñía de color.
—A hierbas —respondió el irlandés, que la apartó para tocarle el vientre a Susan. Su rostro mostraba concentración y pocas ganas de conversación, pues solo añadió de forma seca—. Ya viene.
—¿Qué viene? —curioseó Ayden, acercándose al lecho por petición de su amigo.
—¿Acaso no habéis asistido nunca al parto de una yegua?
—¿Vais a comparar el parto de un animal con el de una mujer? —preguntó airada Leena que, desde que Erroll había dejado escapar la oportunidad de encauzar la vida con una buena mujer como Catherine, se mostraba de uñas con él.
—Sí, es básicamente lo mismo —le reconoció con frialdad y, dirigiéndose a Ayden, le dijo—. Sujetadle las piernas flexionadas con fuerza y vos… —interpeló dirigiéndose a la petirroja—, no dejéis de hablarle y enjugarle la frente, que empuje solo cuando yo lo diga. ¿Entendido?
La pareja asintió. Se pareciera o no al parto de una yegua, Erroll era el único que parecía saber qué hacer en estos casos. Leena se tragó su orgullo y le hizo caso por el bien de su amiga.
—Os pondréis bien. Ya lo veréis —le susurró a Susan de nuevo, aunque esta no parecía oírla.
—Mojadle los labios, pero que no beba salvo unas gotas —le pidió Erroll, mientras quitaba las sábanas llenas de sangre y le limpiaba las piernas.
—Leena… —susurró Susan entreabriendo los ojos—. ¿Qué ocurre?
—Os habéis puesto de parto, bancharaid.
—¡Oh, no…! —sollozó ella.
—¿Cómo no me dijisteis nada, por todos los Santos? —le recriminó enfadada la petirroja por la falta de confianza y a la vez contenta porque se hubiese despertado.
—No es momento de lamentaciones ni de reproches —intervino Erroll, que no las tenía todas consigo si no era capaz de cortar la hemorragia—. Abríos de piernas y dejadme ver.
Susan las cerró por puro instinto y miró a Leena, suplicante.
—No es momento, mo baintighearna, para vergüenzas. Miraré lo justo, os lo prometo.
Leena intentó tranquilizarla con jocosidad y maña.
—No os preocupéis. Estáis en buenas manos. ¡Lo que no consiga este maldito irlandés!
En realidad era la primera vez que Erroll se veía en tales lides, pero… ¿para qué angustiar a las mujeres con ese tipo de detalles? Era un triunfo para él que Leena hubiese puesto algo de su parte y hubiese cambiado la cara de perro rabioso con la que últimamente lo miraba siempre. No le gustaba llevarse mal con nadie y menos con la que sería la mujer de uno de sus mejores amigos. Sin embargo, la Stewart lo sacó de sus pensamientos al ver que se quedaba parado y sin saber qué paso dar:
—De acuerdo, caraid. ¿Algo más?
—Espero que no… —murmuró él.
El tono de la voz del irlandés le hizo saber que no las tenía todas consigo y Leena le puso la mano en el hombro, firmando así una tregua. A continuación, se dirigió a su amiga:
—No podéis dejar de luchar, Susan —reafirmó, poniendo en práctica lo que le habían aconsejado—. No, ahora que somos libres, que tenéis la oportunidad de ser feliz.
Erroll la interrumpió intentando controlar el creciente nerviosismo que se apoderaba de él por momentos:
—Ya viene, preparaos. Sujetadle con fuerza las rodillas, Ayden…, que no se mueva. ¡Empujad!
Susan agarró la mano ensangrentada de Erroll con fuerza como respuesta, recibiendo una nueva contracción, la última antes de expulsar al pequeño que la había acompañado en su vientre. El temblor fue tan brutal que Ayden temió no poder sujetarla lo suficiente. Tras expulsarlo, el cuerpo de la joven se quedó un rato laxo, desvaído. No pintaba bien, apenas tenía latido y su piel carecía de cualquier color de este mundo.
—Despertadla como sea, Leena.
—¡¡¡No reacciona, Erroll!!! —le suplicó ella angustiada para que la ayudara y sin dejarle de dar palmadas suaves en la cara a Susan.
—¡Maldita sea! —exclamó el irlandés, intuyendo que ese tiempo era crucial—. Ocupad mi lugar, presionadle el vientre y ayudadla a expulsar el resto. Ayden, retirad al pequeño, apenas está formado y le evitaremos el mal trago de verlo.
El capitán Murray acató la orden sin dudarlo, envolvió a ese pequeño ser que a duras penas parecía un niño, blanquecino y sanguinolento y se persignó, rebujándolo en las sábanas sucias y saliendo apresuradamente de la alcoba.
—¿Estáis lista, Leena? —volvió a preguntarle el irlandés, sudando y concentrado.
La pelirroja asintió.
—Muy bien, ¡ahora! —la apremió mientras él incorporaba un poco a Susan y le mojaba el rostro con el agua aromática de forma abundante, ayudándola en el expulsivo.
Leena no suspiró tranquila hasta que no consiguió sacar la placenta y la sangre dejó de manar del cuerpo de su amiga. Susan estaba agotada en brazos de Erroll pero, aunque débil, sus latidos habían vuelto a ser constantes y su respiración acompasada. Leena la aseó lo mejor que pudo y Elsbeth pidió permiso para entrar en la estancia cuando supo que la muchacha estaba fuera de peligro. No llevaba a Cailéan en brazos y le susurró a su amiga antes de que dijera nada:
—Está con su padre.
Erroll y la pelirroja se sorprendieron al oírla hablar y a punto estuvieron de gritar de alegría, pero no les dio ocasión a reaccionar, pues Elsbeth abandonó la estancia sin decir nada más en cuanto hubo dejado el cuenco con caldo de ave que había traído encima de un gran baúl.
—Dadle tiempo —le aconsejó Erroll a Leena para consolarla—. Tardará en ser la misma, sea cual sea su mal, pero sanará.
Ella asintió y le dio de comer unas cucharadas de caldo a Susan, mientras Erroll la sujetaba desde atrás para que no hiciera ningún esfuerzo. La muchacha fue recuperando el color y el resuello poco a poco y, cuando el hombre se cercioró de que realmente estaba fuera de peligro, las dejó a solas. Pasado un rato, la Stewart se sentó al borde del lecho con ánimo de saber, nunca de recriminar, y le preguntó con timidez:
—¿Cómo no me habías dicho que estabais en estado de buena esperanza, Susan? Habéis hecho una travesía sin apenas descanso cuidando del pequeño Cailéan, habéis estado trabajando en los campos, habéis…
—No pensé que duraría tanto —la interrumpió la parturienta, pero sin ser capaz de mirarla a los ojos.
Leena se acercó un poco más y la obligó a que lo hiciera.
—¡Por Dios! ¿Habíais pensado en abandonarme?
—Vos ya tenéis a vuestro hombre, a vuestro hijo y pronto haréis un hogar. No me necesitaréis.
—Pero sí os necesito… Sois mi amiga. ¡Os necesito!
Susan calló.
—¿No lo entendéis? Os quiero en mi vida. ¿Vos no? ¿No queréis daros la oportunidad de ser feliz, de vivir libre, de soñar con un futuro?
—No había futuro para mí… —replicó la inglesa entre sollozos y tocándose el vientre con angustia.
—Él os ha dado la oportunidad de que empecéis de cero, Susan. Sois muy joven, mo bancharaid. Podréis encontrar un buen hombre que os haga olvidar el pasado y que os dé hermosos hijos.
—Él…
—Era demasiado pronto para parecer un bebé. No os lamentéis, os lo ruego.
Susan ahogó un nuevo hipido entre los dedos con el rostro surcado en lágrimas y Leena la abrazó hasta que percibió que su joven amiga estaba más tranquila. La escocesa estaba en lo cierto, el nacimiento prematuro del vástago no solo le había salvado la vida, también le había ahorrado la agonía de verlo sufrir hasta la muerte. Susan suspiró y se zafó lentamente del abrazo de su amiga hasta recostarse.
—Tenéis que descansar —le apeló Leena.
—¿Y Cailéan? —preguntó Susan tomando resuello.
—Con su padre.
Susan volvió a suspirar, tenía los ojos húmedos y su voz se percibía afectada cuando comenzó a hablar:
—Vuestro pequeño me ha salvado la vida. Acababa de darle el pecho cuando sentí cómo me empapaba…
Leena no sabía si pedirle que siguiera o que descansara, le enjugó la frente y dejó que hiciera lo que le naciera del alma.
—Yo… intenté incorporarme para dejarlo en la cuna y ver de qué se trataba, pero, atenazada por los dolores, me sentí incapaz de moverme. Entonces él empezó a llorar angustiado, como si presintiera que algo malo me pasaba, cuando lo normal era que se hubiese quedado dormido… ¡Su llanto os alertó!
—Sí —respondió orgullosa la madre—, tan pequeño y salvando vidas.
Ambas sonrieron.
—Será un gran hombre, Leena. Ambos lo serán.
—Lo echo de menos… —sollozó la pelirroja, ocultando su rostro tras sus manos un instante.
Susan se las cogió con sumo esfuerzo. No debía haberle recordado al pequeño, pero ya era tarde para arrepentirse.
—Lo sé, querida. Sé lo que se siente, pero Ruari al menos está vivo —replicó con tristeza.
—No tengo derecho a quejarme… Lo siento —lloriqueó.
—Lo tenéis, pero ¿de qué serviría salvo que queráis entristeceros? ¿Os devolverá eso a vuestro pequeño rey rojo?
Leena negó.
—¿Veis cuánto os necesito, Susan? ¡Sois tan sabia!
Susan hasta se habría sonrojado de haber tenido más sangre en el cuerpo… Leena la abrazó con fuerza y algo más risueña le comentó:
—Y ahora a descansar. Para la Natividad os quiero totalmente recuperada, mo mancharaid.
—¿Para Natividad? —preguntó contrariada la inglesa, pues aún faltaba casi un mes para ello.
—Sí, Ayden y yo nos casaremos para Natividad, aprovechando que Lady Annabella y Sir William Brisbane se encuentran en Ayrshire y que esperamos que Neall y Leonor vuelvan para esas fechas. Además, puede que incluso nos vayamos todos a Aberdeen tras las nupcias. ¿Habéis estado alguna vez en la comarca?
Susan negó con la cabeza, algo abrumada por todos los planes venideros.
—¿No? Os encantará. Allí comenzaremos una nueva vida, ya lo veréis. El tío materno de Ayden necesita de cualquier apoyo para mantener a raya a las huestes inglesas y seguro que nuestra llegada les llena de gozo. Los campos dan buenas cosechas, el ganado pasta libre y el clima no es muy duro, a pesar de estar tan al norte. ¿Qué os parece?
—Que seríais capaz de vender lo que no tenéis de ser preciso.
Ambas rieron.
—Lo mejor es que no me lo invento.
—Será maravilloso entonces —susurró Susan tan soñadora como somnolienta.
—Descansad, mo bancharaid. En un abrir y cerrar de ojos habrá llegado el día.
Torre de Barr, 24 de diciembre de 1335.
—¿Aún no hay noticias de ellos? —preguntó impaciente Ayden por estrechar a su hermano y cuñada entre sus brazos.
—Nada, mi señor, salvo que…
—¿Qué? —le insistió impaciente al mensajero con un tono más alto del habitual.
Esa noche apenas había dormido. La carta que había llegado de su cuñado dos semanas antes era breve y misteriosa, sin dar detalles y con una caligrafía impropia en un hombre de pulso y férrea convicción.
—Salvo que solo han desembarcado de tierra hispana dos hombres, un bebé y un niño.
El hombre lo dijo todo de corrido, temiendo la airada respuesta del capitán escocés. Sin embargo, Ayden apenas pudo sofocar el dolor en la boca del estómago y se sentó. Elsbeth se acercó a su mellizo, preocupada por las palabras del hombre. Su actitud no terminaba de ser la de antaño, pero el descanso y los cuidados de Lady Annabella la habían ayudado mucho.
—No puede ser… —murmuraron al unísono los dos.
Leena entró en la estancia con Cailéan haciendo palmitas, pero al ver el rostro de su futuro esposo ceniciento, preguntó:
—¿Qué ocurre, mo mathan?
Erroll sonrió tristemente por el apelativo cariñoso y siguió mirando por la ventana, pensativo. Si el mensajero estaba en lo cierto, algo muy malo había tenido que pasar para que Neall no trajera de vuelta a Leonor con ellos y sí al bebé.
—Leonor… —comenzó a decir el mellizo.
Elsbeth cayó de rodillas en el suelo, tapándose el rostro con las manos, llorando.
—¿Qué ocurre? —volvió a repetir Leena temblorosa.
—La señora Leonor no viene con ellos, mo baintighearna, tampoco el joven capitán Murray.
Ayden blasfemó, sabía que el hombre no había querido decirles quiénes eran los que venían en el barco por alguna razón desde el principio.
—¿Cómo que no vienen mi cuñado y Leonor?
Ayden no se sintió con fuerzas de ir a consolar a su hermana, ni de contestarle a su esposa. Presentía que algo muy malo había tenido que pasar para que hubiesen dejado a cargo de su cuñado y del picaflor a un bebé recién nacido.
—No, Lady Leena, viene nuestro Laird con el joven Mackenzie, un bebé y un niño.
—¿Qué niño?
El hombre se encogió de hombros.
—No lo sé, Milady. Sé lo que vi y poco más. Regresé al galope sin hacer un solo alto en el camino. Ellos llegarán a lo largo de la tarde o mañana por la mañana a más tardar, teniendo en cuenta que no van solos.
—No entiendo nada… —murmuró la petirroja, sentándose y llevándose la mano derecha a la sien, mientras despedía al mensajero para que comiera y descansara.
Miró a su futuro marido acongojada y aguantándose las ganas de llorar, o creyendo que lo hacía, pues tenía el rostro bañado en lágrimas. Ayden se acercó a ella y le acarició el pelo, sedoso y aleonado, recogido en una cinta de color aguamarina del mismo color que su vestido. Sintió el deseo de dejarlo libre y de hundir los dedos entre los cortos tirabuzones que se le hacían de forma natural con solo cepillarlo.
Leena sintió las yemas de los dedos acariciarle la nuca y suspiró. La garganta apenas le dejaba tomar aliento y se enjugó las lágrimas con los dedos. La incertidumbre la mataba. ¿Qué demonios había pasado? ¿Y quién era ese niño que traían con ellos? Tampoco sabían nada de que regresara Malen… ¡Tantas preguntas y tan pocas respuestas!
—¿Mejor? —le preguntó Ayden, pasando su pulgar por la mejilla húmeda.
La joven asintió y atrapó la mano de su amado entre su mejilla y su hombro. Sabía que estaba destrozado y ahí estaba, haciéndose el fuerte por los dos, como siempre. Ayden se arrodilló frente a ella e hizo que lo mirara.
—Esto no cambia nada.
Ella aguantó un hipido. ¿Tan fácil era leer su pensamiento?
—Pero…
—Ellos no querrían que lo retrasáramos por más tiempo, mo ghrà. Estarán presentes en nuestros corazones. Ya lo celebraremos juntos cuando vuelvan. ¿De acuerdo?
Los dos sabían que eso sería muy difícil, que si no venían con Sir Lockhart y Alex Mackenzie era por… ¡No! Se negaron a darle voz a lo que gritaban sus mentes, por miedo a que se cumplieran sus peores augurios. Leena volvió a contener un hipido, miró a su alrededor y se dio cuenta de que se habían quedado solos en el salón principal.
—Vuestra hermana… —comenzó a decir con miedo a que hiciera alguna tontería.
Ayden la miró con ojos turbios y se mordió el labio. A pesar de que era lo que menos le apetecía en esos momentos, se levantó y fue en busca de su melliza, dejando a su petirroja a solas. Parecía que el destino no se mostraba solaz. Después de que sus esperanzas de encontrar pronto a Ruari se hubiesen mermado considerablemente con la muerte de Sir Kenion Strathbogie en la batalla de Cublean, la certeza de que había pasado una tragedia con su cuñada y su hermano los hundía de nuevo.
Ayden encontró a su melliza en un rincón de la habitación principal del Laird, sentada en el suelo y abrazada a sus piernas. Tenía la mirada ausente, la misma con la que se habían encontrado a su regreso de Inglaterra. Lady Annabella la miraba en silencio desde la cama, intentando sobrellevar la noticia lo mejor que podía. Todos evitaban pronunciarse, pero tenían el corazón roto, coincidiendo en que algo muy malo tenía que haber pasado para que no hubiesen regresado con ellos.
El mellizo se sentó al lado de su madre y pasó su brazo derecho por la cintura. La buena mujer lo miró con ojos tristes y se apoyó en el brazo de su hijo. Ayden llamó a su hermana a su lado. Al principio no reaccionó, más finalmente pareció despertar de su letargo y la joven se colocó a su izquierda, escondiendo su rostro en el hueco de su cuello. Los tres lloraron en silencio, unidos como una piña, esperando la llegada de nuevas.
Y estas llegaron con los primeros rayos de luna, una demoledora espada de Damocles que sesgó las esperanzas de volver a ver a la española con vida y quién sabía si algún día a Neall. Los hombres irrumpieron sombríos en medio del salón de festejos de la torre de Barr y sus rostros dijeron más que sus palabras. Elsbeth corrió al encuentro de su esposo y lo abrazó, pero él la recibió frío como la noche gélida que había fuera de esos muros. Cuando se apartó de ella, Symon le mostró el fruto del amor de su hermano con la española.
—Aquí tenéis lo único que queda de ella. Todo cuanto habíais deseado.
La melliza se llevó la mano al corazón al ver el rostro de la recién nacida. El grito desgarrado que nació de su garganta jamás lo olvidarían mientras que les quedara un soplo de vida a los presentes. Lloró a los pies de su esposo, aferrándose a sus vestiduras, rota de dolor, y a punto estuvo de desvanecerse de no ser porque Ayden la tomó por la cintura.
Sir Lockhart la miraba impasible, en pie y con el bebé en brazos. La pequeña criatura se retorcía llorosa, hambrienta y desatendida, única víctima de la desgracia de haber perdido a su madre tan pronto. El capitán Murray miró a su cuñado con fiereza y murmuró:
—No es momento ni lugar, Sir Lockhart —Y, con las mismas, apartó a su hermana de allí unos pasos.
Lady Annabella se hizo hueco entre la gente y se colocó delante de su yerno, cogiendo al bebé en sus brazos. Apartó el plaid que la había resguardado del frío y sonrió con tristeza al reconocer en la pequeña al ángel que le devolvió la vida a ella y a su hijo.
—¿Tiene nombre? —le preguntó emocionada.
—Ashlyne —contestó Alex adelantándose.
—Bello nombre… —arrulló para que la pequeña se calmara—. ¿Cómo ha sido, Laird Lockhart?
En su apelativo, le dejó muy claro a su yerno que tampoco aprobaba la actitud fría y distante con su hija, sobre todo delante de todos los allí presentes, reunidos para la cena de Nochebuena.
Sir Lockhart miró brevemente a Elsbeth, a la que había sido la luz de sus ojos durante mucho tiempo y sintió la necesidad de abrazarla, de perdonarla… Sabía que estaba siendo injusto con ella, que su rostro reflejaba el más puro arrepentimiento y que, después de todo, nadie tenía culpa de que el veneno hubiese convertido la sangre de Leonor en agua.
Hundido y solo al no tener el calor del bebé en sus brazos, el Symon comenzó a contar la historia como un cuento, como uno de esos cuentos que tanto le habían gustado narrar a la joven española en las largas veladas de invierno. A medida que hablaba y que se extendía la noticia de su desdicha, el salón y los alrededores se fueron llenando de más y más gente.
El clan lloró con cada detalle, mientras que, bien fuera Symon o Alex, contaban la cruda historia con la mayor entereza posible. El joven Mackenzie no dejó ni un instante de agarrar la mano de ese niño desconocido al que había presentado como su hijo y al que le había dado el extraño nombre de Ruy.
Esa Nochebuena no habría la celebración habitual de todos los años. El Laird clamó una oración y todos los presentes se arrodillaron. Se repartieron y encendieron velas, se hicieron cánticos por el alma y el recuerdo de la joven difunta hasta que la luna estuvo tan alta que hubiese podido confundirse con un lucero. Se bebió con tristeza y se lloró hasta la última lágrima porque, al día siguiente, nadie volvería a nombrarla, llevándola en el corazón y en el recuerdo. Esa era la forma de despedirse de las personas queridas, de dejar que descansara su alma en paz y de que esta no quisiera aferrarse al mundo de los vivos.
La noche aguardó en silencio a que terminara el lamento de los hombres para acariciar los rostros con su brisa. Nadie hubo que no lamentara la muerte de la joven, pues había sido muy querida por todos.
Se dirigieron a lo alto de la colina en procesión, en silencio. Un lugar sagrado donde descansaban los muertos y oraban los vivos, desde hacía tantos siglos que ni los ancestros se acordarían. Un círculo de piedras rodeaba una antiquísima cruz esculpida en el mismo material, lugar de culto y ofrendas, de celebración y justicia… Allí se reunieron todos y, cabizbajos, escucharon atentos la oración de su Laird y unas sentidas palabras de afecto.
Terminada la oración, Sir Lockhart sacó algunas cenizas de un saquito de cuero de su sporran y las depositó a los pies de la cruz celta a la que desde tiempo inmemorial le habían atribuido tantos poderes. Ella la protegería. Instintivamente, tocó la piedra en forma de corazón que en su día le dio la madre del emir por haberle salvado la vida. ¿Por qué no se la habría dado a la joven en su día? ¡Maldito fuera! ¡Seguiría viva!, se lamentó. Mas ¿de qué servía hacerlo? ¿Acaso ella volvería? ¿Lo haría algún día Neall? Rezó por ello.
Derramó sus últimas lágrimas frente a la cruz, regando el pequeño jazmín que plantó justo donde había depositado las cenizas. Estaba desolado. ¡Cuánto la echaba de menos! Su Leonor, su compañera, su amiga… Se arrepintió de todas las veces que no le había dicho lo importante que era para él, que había pensado solo en sí mismo, en sus intereses, fueran o no los mismos que los de ella. Se arrepintió, y la muerte le había arrebatado la ocasión de hacérselo saber, de enmendar sus errores para con ella.
Sir Lockhart escuchó lejano el llanto de un bebé y supo que era Ashlyne. Ella era su última oportunidad de redención, por ella lucharía hasta su último aliento, hasta que Neall regresara y ocupara el lugar que le pertenecía por derecho. Sintió la mano de su esposa en su hombro y por primera vez, desde que había regresado, agradeció de corazón que estuviera allí, junto a él.
—Tenemos un bebé que atender y una boda que celebrar mañana, Milady —le dijo recomponiéndose y ofreciéndole su brazo para que caminara de regreso al castillo a su lado—. Es hora de volver al hogar.
Elsbeth agradeció el gesto con lágrimas en los ojos y ambos encabezaron la comitiva de regreso a la torre y a sus hogares en la villa. Leena acurrucó sobre su pecho a Cailéan y Ayden los abrazó a ambos un instante, intentando entender el por qué su hermano había renunciado a la vida y si él habría hecho lo mismo en su lugar de faltarle Leena. No solo rezó al pie de la cruz por el alma de su cuñada, también por la de Neall, donde quiera que estuviese, para que encontrara la paz que tanto ansiaba y regresara pronto.
Erroll fue el último en irse de ese lugar sagrado. Se había quedado relegado a un segundo plano, aunque siempre hubiese sido considerado como si fuera de la familia. Desde que supiese del destino de la española y su amigo, el irlandés se había mostrado huraño y esquivo. El joven exhaló todo el aire que había en sus pulmones y observó cómo el aliento creaba una niebla fría y azulada a su alrededor. El corazón le pesaba como una piedra. Se acercó a la cruz y se persignó.
Estaba solo y añoró a Neall. Se sintió desarraigado y en su pensamiento solo había cabida para la pareja de amigos que había perdido y para ella. Ella. La mujer de su vida, su piseag, y a la que había dejado escapar como un estúpido. ¿Estaba preparado para ser feliz? ¿Lo estaba? Dudó, y eso lo descorazonó. Se arrebujó en sus ropas y caminó hacia la torre, deseando que Dios le diera una señal a la que aferrarse.
Leena y Ayden aún estaban despiertos cuando Erroll llegó. Pasó de largo en dirección a sus aposentos y se despidió con una leve bajada de cabeza. La petirroja acarició el rostro demacrado de Ayden e hizo que lo mirara.
—No tiene por qué ser mañana, tenemos todo el tiempo del mundo.
Ayden apretó los labios y los puños. ¡Claro que podía ser cualquier otro día! ¿Pero devolvería eso a su cuñada y a su hermano? No. Quizás el celebrar la boda como estaba previsto y seguir con sus vidas fuera el soplo de aire fresco que necesitaban, el empuje que acabaría con una maldita racha que había comenzado hacía algo más de año y medio.
—Descansemos, será lo mejor —fue lo único que dijo al respecto.
La dejó en su estancia, la que compartía con Susan y el pequeño Cailéan las veces que no se quedaba con él. Ella estuvo a punto de protestar, pero calló. Sabía que la necesitaba y por eso ni siquiera se desvistió, se echó sobre la cama y miró las sombras del techo de piedra, esas que la vela de la palmatoria titilante proyectaba en un intento de recrear fantasmas. Se aferró al cojín de plumas y sollozó. Ella también necesitaba de su abrazo cálido, del sonido constante y vibrante de su corazón.
Tras el devastador varapalo, no había sido buena idea seguir con la premisa de pasar la última noche de soltería cada uno por su lado. Leena se incorporó del lecho decidida a ponerle remedio. Instintivamente, miró hacia Susan y se sobresaltó, pues la inglesa la observaba en silencio.
—Id con él, amiga mía. Os necesitáis más que nunca. No lo penséis más.
Leena le sonrió con tristeza y asintió. Se despidió de ella con una caricia en la mejilla y cerró la puerta tras de sí. Tanteó las piedras por el oscuro pasillo hasta que llegó a la robusta puerta de madera de la alcoba de Ayden. Exhaló el aire, dudando por un momento. ¿Estaría dormido? Prefirió no llamar para no despertar a nadie más en la fortaleza y entró con sigilo. Sin embargo, una mano callosa le tapó la boca en menos que se emanaba un suspiro.
—¿Qué hacéis aquí? ¡Por Dios bendito! —le susurró airado—. Pensé que nos atacaban.
Ayden apenas iba vestido con un calzón de cuero y su cuerpo irradiaba un calor reconfortante. Sus músculos estaban tensos y la joven sintió en su piel cómo se iba calmando poco a poco entre sus brazos al reconocerla. Aflojó la mano que atrapaba sus jugosos labios con desgana, pero la otra la mantuvo enlazada por la cintura. Jadeaba, no solo por la impresión previa de sentirse atacado en su propio dormitorio, sino por el cuerpo sinuoso de su futura mujer.
Leena, por su parte, seguía con la respiración agitada tras el susto. El roce de sus pechos con el musculado antebrazo de Ayden le parecía la más exquisita de las torturas. Mas lo sentía enfadado y triste, ¿cómo decirle que lo deseaba más que a nada en el mundo? Su cuerpo, traicionero, habló por ella y, cuando sintió cómo Ayden apresaba con más fuerza su cintura, gimió.
Él la miró en la penumbra y pasó el dedo pulgar por sus labios, arrollándolos con suavidad. Ella los entreabrió humedeciéndolos y él no pudo resistirse a probarlos, insaciable, lujurioso y hambriento. Si algo había aprendido durante su cautiverio era que tenía que vivir día a día como si fuera el último y dar gracias, siempre, por ver de nuevo amanecer al lado de lo que más quería.
—Hacedme olvidar, mo ghrà. Lo necesito, lo necesito… —le suplicó Ayden, aferrándose con fuerza a sus caderas.
Ella volvió a gemir en su boca cuando él le apresó la lengua sin tregua, famélico de sus besos, de su saliva y de sus jadeos. El calor de sus cuerpos subió mucho, también el de la estancia, pese a ser invierno. Se conocían. Sus manos se recorrieron sin necesidad de decir nada más, arrancando ropas y suspiros, promesas sin resuello y haciendo agua cada parte que tocaban. Se amaban sí, pero esa noche se devorarían, dejando que la mañana los renaciera libres de esa angustia que les atenazaba el corazón como una losa.
Siguieron con los besos, turnándose presos entre la pared de piedra y el otro, entre los brazos, fuera de quien fueran, de entre ellos mismos. Ansioso, Ayden le subió la última prenda íntima que le quedaba a su amada y buscó su suave carne húmeda. Hundió dos de sus dedos en ella y ahogó el fuerte gemido de la mujer en su torso, apretándola desde la nuca, enredándose en su media melena, acariciando su interior cálido y a la vez húmedo, sin descanso, incrementando el ritmo lentamente, sabiendo que se correría en poco tiempo en su mano de seguir así.
Seguían de pie, más ella subió la pierna lo justo para enroscarla en su pantorrilla, buscando más roce, más profundidad, más, simplemente más. Leena necesitaba sentir cómo la hacía temblar de placer, cómo se deshacía en sus brazos y el anhelo pudo con ella. Buscó fricción con la acerada verga de su hombre y notó cómo a él le temblaban levemente las piernas como respuesta de la tensión. Se sintió poderosa y, metiendo la mano en el calzón sin previo aviso, asió su duro miembro en toda su longitud.
Ayden cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. El gruñido animal que brotó de su pecho la encendió aún más. Él marcaba el ritmo. Lo que él le hacía con su mano en su interior, ella lo hacía con su verga.
—Sois malvada… —consiguió decir, al ver que ella le negaba su boca e intuía que le sonreía.
Quería verla, quería ver la expresión de su rostro cuando llegara al éxtasis y, como si de una muñeca se tratara, Ayden la cargó sobre su hombro y la acercó a la ventana, donde la luz de la luna le permitiría ver sin dificultad cada peca de sus mejillas. A punto estuvo de correrse allí mismo al bajarla, rozándose con su cuerpo, sin resistencia alguna, porque era suya y lo deseaba.
Ella lo deseaba tanto que aprovechó que tenía los pies enlazados en la cintura de su capitán para bajarle un palmo el calzón y dejar su imponente virilidad expuesta en su totalidad. Se mordisqueó los labios al sentir la cabeza del glande entre sus muslos y no dudó en dejarse caer poco a poco sobre él, traviesa.
Ambos ahogaron un gemido en el cuello del otro, mientras la carne de ella se adaptaba a la dura invasión del hombre. Ayden se mantuvo quieto, expectante, temiendo hacerle daño. Se sentía tan excitado que temió acabar antes que ella. Colocó su espalda sobre la fría piedra, en un intento de recuperar el control, con cuidado de que las rodillas de ella no se arañaran con la pared.
Leena le tomó la boca con apremio y guió las manos de su amado hacia sus nalgas. Le encantaba la sensación de sentirse suspendida en el aire, cabalgándolo cual amazona… Aunque apenas pudiera moverse, por estar llena de él, le pidió entre susurros ardientes que la utilizara. Ayden no entendió muy bien a qué se refería con exactitud hasta que apretó sus manos y la hizo vibrar sobre su miembro.
—¡Oh, sí! Seguid así…, no os paréis, os lo ruego —le susurró la Stewart entre gemidos que lo enardecieron aún más.
¡Cuánto había soñado con ello! Con su petirroja suplicándole que no parara, que la tomara sin descanso, en cualquier sitio y en cualquier lugar. Se sintió dichoso y sonrió, notando cómo su cuerpo se iba tensando junto al de ella, entre embestidas, entre jadeos…
Leena aguantaba el ritmo de su oso agarrada a los salientes de la piedra. Sus pechos se bamboleaban a escasos dedos de la boca de Ayden y deseó que los tomara, mordisqueara y lamiera. Y debió desearlo tan fuerte que, al él hacerlo, el ansiado orgasmo la devastó al punto de marearla, teniendo que aferrarse con más fuerza aún a los salientes, sorprendiéndose de que la sensación que había encumbrado su alma al cielo no cesara, sino que múltiples réplicas le hicieran palpitar en un mar de placer tempestuoso y pleno.
Ayden chupó los pezones de «su» Leena hasta que manó gotas de leche de ellos. Era suya, su esclava, su amante, su amiga, su compañera y, en horas, su esposa. Supo que la estaba llevando a la cumbre, y no queriendo dejar parte de su cuerpo por adorar aquella noche, comenzó a lamer las gotas dulces de leche como si fuese maná de los dioses… ¡Bendición del cielo! A la vez que notaba el fluir de las mismas por el seno hasta su boca, su semilla abandonó su cuerpo en forma de torrente para almacenarse caliente en el de ella. Gruñó, mientras ella incrementó el ritmo para exprimirle con sus muslos la última gota.
Insaciables, se habían vueltos insaciables. Ayden la llevó enlazada a él al lecho, pensando que se dormiría agotada en cuanto sintiese el frescor de las sábanas y la tibieza cálida de las pieles… No que le robaría tantos besos de sus labios y buscaría con tanta ansia cada resquicio de su piel que acabarían haciendo el amor innumerables veces hasta acabar rendidos. La amaba. Ella era su vida y entendió a su hermano.
—¿Qué ensombreció vuestro semblante, mo mathan? —le preguntó la petirroja, a pesar de que temía la respuesta, apoyándose sobre su torso musculado, sin dejar de acariciarlo.
—El recordar que he estado a punto de perderos, Leena —le confesó él con un suspiro.
Ella lo miró con el corazón henchido de orgullo, pues pocos eran los hombres curtidos en batallas que también eran capaces de expresar sus sentimientos a sus mujeres y sin importarle. Así era su Ayden y así siempre había sido. El hombre que lo había dado todo por ella, que jamás se había rendido y le había postrado el mundo a sus pies. ¡Cuánto lo amaba y qué afortunada era! Tan solo deseaba saber corresponderle en igual medida.
—Quizás nos haya cuidado un ángel todo este tiempo desde el cielo…
—A partir de ahora, estoy seguro de que habrá uno que lo haga —replicó él con tristeza, haciendo alusión a Leonor.
Ella asintió y se incorporó lo justo para darle un beso tierno en los labios.
—Yo también y sé que nos dará su bendición cuando esta tarde unamos nuestras almas para siempre… —le susurró Leena melosa, pasando su dedo índice por el entrecejo ligeramente arrugado a posta de su capitán—. Hasta que la muerte nos separe.
—Sí —asintió Ayden aún sombrío al recordar el pesar de su hermano—, hasta que la muerte nos separe.
La nube negra de su recuerdo entristeció al mellizo el tiempo que ella tardó en juguetear con el vello que le nacía en su ombligo y terminaba en los rizos de su masculinidad, también insaciable, por cierto. Él la miró tanto con reproche como con deseo, dejándose llevar inevitablemente por las caricias.
—Pero, ¿sabéis qué? —le preguntó ella con ojos atrevidos y manos traviesas.
—¿Uhm? —le respondió él, incapaz de obviar las cosquillas propias de la excitación que volvían a atenazar su miembro.
Leena le sonrió y se mordisqueó el labio, rozándose, cuan larga era sobre él, hasta acabar sentándose a horcadas sobre su pecho. Él sabía lo que estaba pensando y la mera expectación o revancha lo enardeció de nuevo. Jadeó, a la vez que sentía los pequeños dedos de ella juguetear con la base excitada de su verga y deslizarse hasta la húmeda punta de su glande. Insaciables, se habían vuelto insaciables…
La acerada y aterciopelada columna sintió la tibieza de las nalgas de ella y palpitó entre los dedos de la joven. Era suyo y estaba listo, pensó Ayden acariciando la estrecha cintura de su petirroja. Ella le sonrió y se incorporó lo justo para cobijarlo en su interior, mientras intercambiaban en la boca del otro suspiros y jadeos. Leena, «su» Leena, siempre había tenido el raro poder de conseguir que su mundo solo girara a su alrededor. Así era ella, un pajarillo libre con necesidad de ser protegido y, adelantándose a lo que la petirroja pudiera decirle, le susurró:
—Os amo.
—Y yo a vos.
—Demostrádmelo… —le jadeó él, necesitado de sus besos.
—Aún nos queda toda una vida por delante —le dijo ella a la vez que le lamía la comisura de los labios y se apartaba lo justo para susurrarle—. No seáis impaciente y dejadme que saboree día a día y con deleite vuestra miel, mo mathan.
Lo derritió, como se derrite la miel a fuego lento y como había pensado hacer esa y cualquier noche venidera. Lo amaba. Ayden era ahora su mundo. Él y su hijo… sus hijos, rectificó a tiempo de no tener que mortificarse por el descuido. Merecían ser felices de una vez por todas y así se lo había propuesto. Ese día no sería más que el primer paso para una dicha plena, pues en eso consistía ser una familia, en crecer unidos y felices. ¿En qué si no?