CAPÍTULO 12

LOS DUELOS

 

 

Edinburgh, mediados de abril de 1335.

 

Ayden había visto el cielo abierto cuando el grupo de jinetes se acercó a ellos a gran velocidad. Al principio pensó que los arrollarían, pero habían aminorado el galope hasta conseguir que las bestias cabecearan mansas a un palmo de sus cabellos. Sin mediar palabra, uno de esos jinetes había descabalgado y ayudado a colocar al herido en su grupa tras comprobar quién era, mientras el otro daba un par de indicaciones contundentes tras hablar en un tono más bajo con el tercero.

Ayden no tuvo tiempo apenas de pensar si estaba haciendo lo correcto, ni quiénes eran siquiera esas personas, solo que podrían salvarlo de las garras del Alguacil. La angustia porque socorrieran pronto a su amigo había sido más apremiante que la curiosidad por saber a dónde lo llevaban.

Dos de los jinetes cambiaron el rumbo de su marcha y cruzaron al galope la explanada, en dirección a la Royal Mile, llevando a Erroll con ellos. El tercero le resultó familiar, a pesar del embozo que le ocultaba en parte la cara. Ayden comenzó a respirar con más sosiego, llevándose la mano derecha al pecho. El tercer jinete lo miró unos segundos, mas cuando le devolvió la mirada, espoleó el caballo, apartando al capitán escocés con la fusta y evitando que el Alguacil pudiese frenar su huida.

—¡Maldito necio! —le gritó Sir Richard al llegar a la altura de Ayden, empujándolo al suelo con violencia—. ¿Cómo os habéis atrevido a desobedecerme?

Ayden no reaccionó, sabía muy bien que pagaría en sus carnes el haber salvado a Erroll, pero que Thor lo fulminara de un mazazo si no se sentía un semi-dios en ese instante. Se sorprendió a sí mismo por sus pensamientos, que rayaban en una arrogancia impropia en él. Pidió perdón a Dios, no tanto por su alma como por la recuperación de su amigo. Él estaba sentenciado. Los más viejos siempre decían que «del amor al odio solo hay un paso» y él sentía el aliento de ese odio calentándole el cogote. El Alguacil estaba fuera de sí.

El castigo no se hizo esperar. Dos guardias trajeron un gran cubo de agua del foso y una banderola raída que a duras penas se mantenía ondulante en el mástil. El mismo Alguacil cogió a Ayden del pelo y lo acercó a rastras al cubo los pocos pasos que los separaban. El escocés se sentía exhausto, pero apretó con fuerza los labios para no darle el placer de oírlo gemir siquiera. El resto de hombres estaban cabizbajos, algunos temblaban visiblemente y otros se sorbían constantemente los mocos de la nariz. Nadie quería presenciar la escena. Él mismo no lo habría hecho de tener elección.

Uno de los secuaces mojó la banderola y entre dos le sujetaron los brazos a Ayden para impedir que se moviera. ¡Cómo si hiciera falta!, pensó descorazonado. Un cuarto le abrió la boca a la fuerza y comenzaron a meterle uno de los extremos del paño hasta la campanilla.

Ayden habría vomitado de tener algo que echar, pero no habían tomado nada aún desde el sucedáneo de porridge del día anterior. Sin embargo, las arcadas le hacían sentir que el estómago se le iba a terminar saliendo por la boca y no podía respirar con facilidad. El Alguacil volvió a cogerlo por el pelo y le sumergió la cabeza en ese cubo de agua nauseabunda.

¿Acaso quería ahogarlo en un cubo de agua sucia? ¿Ese era el destino que ese bellaco le tenía preparado? El pañuelo mojado le había impedido coger una bocanada de aire y sentía cómo el agua pasaba por su garganta como un río caudaloso tras las primeras lluvias torrenciales. Intentaba zafarse, pero no podía, quien quiera que fuese lo tenía bien sujeto.

Comenzó a tragar el agua sin poder evitarlo, mientras su estómago reaccionaba tenso ante esa cantidad de líquido y se rebelaba con gruñidos. La garganta gorjeaba, incapaz de parar el torrente. ¡Diablos! ¿Iba a morir así? Forcejeó viendo que ese sería su final si no lo remediaba de algún modo, pero tras dos intentos más, desistió. Asimismo, guardó las pocas fuerzas que le quedaban y aguantó como pudo el tirón, sintiendo que empezaba a marearse. Las últimas burbujas de oxígeno se escaparon de su nariz en busca de la superficie. Ese iba a ser su fin.

No obstante, cuando ya lo creía todo perdido, alguien volvió a cogerlo del pelo y le sacó la cabeza del cubo. No había pasado mucho tiempo, pero había sentido cada latido, cada segundo escapándose entre sus dedos. Sus cabellos chorreaban agua y apenas podía abrir los ojos, pues le escocían como si le hubieran pasado ortigas por los párpados. Tampoco podía toser por culpa del asqueroso trapo que le llegaba hasta la garganta y, por vez primera en muchos años, quiso llorar amargamente.

—Aún no he acabado contigo, perro —le susurró al oído el Alguacil con desprecio, sujetándole de nuevo del pelo, tan cerca que supo todo lo que había desayunado esa mañana.

Con las mismas, le sumergió la cabeza de nuevo en el agua. El capitán escocés ya no ofrecía resistencia, un leve manoteo, un intento de sujetar el borde del cubo y hacer palanca hacia atrás, poca cosa… hasta que escuchó de nuevo su voz, musical y transparente como cuando era una niña, pidiéndole que la siguiera. En su memoria, vio las largas trenzas de fuego de Leena cruzar los campos de flores de Blair Atholl y la siguió sin pensárselo ni un minuto más. Ella jugaba y recogía flores, se reía de él porque no la alcanzaba. Se reía… Se escuchó a sí mismo decirse un: «os vais a enterar», mientras llegaba a tomarla por la cintura y la hacía rodar por el manto de flores y mariposas asustadas, entre risas.

Sin embargo, en sus manos, Leena ya no era una niña, sino la bella mujer que se le había entregado libremente meses atrás. «Luchad», leyó en sus labios. «Volved a mí», le instó. Leena se desvaneció ante sus ojos como un sueño, como la vez que lo había guiado hasta la ermita en la primera prueba de supervivencia del Alguacil.

Ayden sacó las fuerzas de donde solo un hombre rendido a la muerte puede sacarlas: del corazón. Consiguió desestabilizar el cubo de un manotazo y echar el cuerpo hacia atrás lo suficiente como para sacar la cabeza del agua. Tiró del maldito trapo para poder respirar y mandó el cubo de una patada lejos de sí, tomando grandes bocanadas de aire mientras abría y cerraba mucho los ojos, sin creerse aún que lo había conseguido.

El mundo parecía haber enmudecido a su alrededor. Nadie hablaba, ni presos, ni guardias y mucho menos el Alguacil, pero sabía que estaban ahí, tan sorprendidos como él por haberle ganado ese pulso a la muerte. No los veía, sus ojos lloraban el agua sucia y sus propias lágrimas, enrojecidos. No podía más, sabía que Sir Richard aún no había acabado con él. Se quitó el trapo de la boca como si se estuviese deshaciendo de una tenia y vomitó agua, mucha, más de la que jamás creyó que podría tragar un hombre. Seguía sin poder respirar con normalidad y temblaba convulsivamente, maldiciéndose por haber estado tan a la merced de ese bellaco.

De Stone mandó traer unas tenazas, unos clavos y un madero. El guardia parecía que los tuviese guardados en los bolsillos de su capa, pues no tardó ni un minuto en traer lo mandado. Quizás habría sido mejor haberse muerto ahogado en ese cubo, pensó Ayden con amargura al ver la herramienta. El Alguacil le sonrió y se rascó la barba, como si pensara el siguiente movimiento en un tablero de ajedrez invisible.

—Bien, vos lo habéis querido. Hoy habéis jugado a ser Dios y en vuestras manos estará la vida de un hombre. Elegid a uno de vuestros compañeros o sufrid las consecuencias.

«Maldito cabrón…», susurró el prisionero en un quedo, si no lo mataba despedazándolo a trozos con esas tenazas, sería de una pulmonía o de una diarrea. Ya puestos… ¡qué mas daba! ¿Qué le tendría preparado ahora? Sabía que jamás elegiría a un hombre para que fuera víctima de sus macabros juegos.

—¿No? —insistió Sir Richard con una de sus inconfundibles sonrisas torcidas.

Ayden no movió ni un músculo, ni para bien ni para mal. Estaba exhausto. El Alguacil movió ligeramente la cabeza y su segundo al mando se acercó a él. Le quitó la humilde bota de cuero del pie y Ayden cerró los ojos y apretó los dientes. El dolor fue brutal, como un aguijonazo, pero aún no se había repuesto cuando le siguió otro mucho peor. Creyó que iba a desmayarse, cuando alguien lo cogió por la mandíbula con fuerza e, instintivamente, abrió los ojos. Tragó su propia sangre, pues se había mordido la lengua, y devolvió la mirada a su opresor.

—¡Elegid…! —mandó con rabia el carcelero.

—¡No!

Como castigo, el Alguacil cogió él mismo las tenazas e hizo el amago de arrancarle la siguiente uña del pie derecho ante la mirada horrorizada del resto, pero en su lugar le golpeó con ellas hasta el punto de creer que el hueso se le había hecho pura sal. El grito se le ahogó en la garganta y ante sus ojos danzaron unos extraños puntos de colores. Tragó saliva con dificultad y resopló con agonía. Gracias a Dios, no le había clavado la aguja de hierro como había mandado hacer con el anterior. Aún así, ambos dedos quedarían destrozados para siempre, o terminarían provocándole una gangrena, o fiebres…

—¡¡¡Elegid!!!

Ayden se sintió mareado del mismo dolor que tenía, de las náuseas por haber tragado tanta agua y por las arcadas que le provocaba su propia sangre. La oscuridad se cernió sobre sus ojos durante unos segundos, quizás más, perdiendo la consciencia. Cuando volvió en sí tenía el pie rudamente vendado con un trozo de lienzo y se encontraba apoyado en un árbol, alejado del grupo principal. Su estado debía de ser tan deplorable que nadie lo vigilaba. No debían temer que pudiera escaparse, después de todo. Pero, ¿para qué se habían molestado en llevarlo hasta allí? ¿Le habrían hecho algo más? No, de eso estaba seguro sin moverse siquiera, aunque no pudo evitar tantearse por encima por si acaso. ¿Qué satisfacción le proporcionaría torturar a un hombre inconsciente? Ninguna.

El quejido angustioso de alguien le llevó a mirar en una determinada dirección. En realidad, todos miraban un árbol en concreto y la curiosidad le pudo al ver que algunos de sus compañeros presos se tapaban los ojos y otros incluso sollozaban. ¿Qué estaba sucediendo? Temió que se tratara de Erroll, que el Alguacil se las hubiera ingeniado para darle caza y lo tuviera atado a un árbol, haciéndole Dios sabía qué. Como pudo, se levantó. El dolor lo hizo maldecir y un par de presos lo miraron y negaron con la cabeza, como advirtiéndole que no se acercara. «Erroll, no, Erroll…».

Un nuevo quejido le resultó familiar y se acercó tambaleándose y cojeando al resto del grupo. A cada paso que daba, el dolor se le clavaba como una estaca desde los dedos maltrechos hasta la rodilla. A cada paso, el corazón se le encogía y el regusto del agua sucia acudía a su garganta. No podía ser, Erroll no… pero si no era él, solo había alguien más en ese grupo por el que sintiera un verdadero afecto y el Alguacil lo sabía. Alguien por el que sus compañeros tuvieran miedo de que volviera a acercarse y reaccionar, alguien que…

«¡Hijo de la gran…!», maldijo Ayden tan bajo que creyó que solo había sido un puro pensamiento. Cuando por fin había conseguido hacerse hueco entre los presos, tuvo que echar mano a todos sus años de entrenamiento para no cometer una locura y hacer parar esa barbarie como fuera.

La vida de Bohann ya no estaba en sus manos, ni siquiera en las del Alguacil, estaba en las de Dios. Su amigo daba las últimas vueltas alrededor de ese maldito árbol de los ajusticiamientos, sentenciado, con sus tripas enroscadas en cada una de las vueltas que él mismo había dado alrededor del tronco y bajo la atenta mirada de los perros del Alguacil. Había escuchado hablar de ese tipo de ejecuciones, pero siempre le había parecido tan atroz que pensaba que se trataba más de una forma de amedrentar a los subordinados, que de algo que se hiciera en la realidad.

Sir Richard de Stone lo miraba con ojos inquisitivos, con una mezcla de odio y adoración que le resultaba inquietante. Sabía que lo que quería era que se enfrentara a él, darle la excusa idónea para quitárselo de en medio de una vez por todas o someterlo en la intimidad de su habitación. No lo consentiría, Bohann no habría querido morir en vano.

Ayden respiró hondo y se persignó. Acto seguido, dio media vuelta y, con toda la dignidad que la cojera le permitía, se dirigió a la explanada del castillo y de allí a la celda. Nadie le paró. Nadie le dijo nada. En ese momento y más que nunca, estaba solo.

 

 

Entretanto, Erroll fue llevado con urgencia a la morada de uno de sus salvadores. El joven estaba inconsciente y, mientras uno de los hombres lo llevaba a la alcoba contigua a la principal, como se le había ordenado, el otro fue a buscar a un médico que vivía en la misma calle. El tercer jinete y dueño de la casa llegó poco tiempo después. Se le veía nervioso y se frotaba las manos con tenacidad, aunque intentaba por todos los medios guardar la calma y apearse del caballo con la solemnidad que le caracterizaba.

—¿Cómo está? —preguntó al llegar al pasillo y ver a su hombre de confianza apostado en la puerta de la habitación.

—No lo sabemos aún, Milady. El galeno sigue con él, pero según dijo nada más entrar, la herida había sido profunda…

Dunstana maldijo por lo bajo. Su hombre de confianza la miró sorprendido e hizo como que no había escuchado nada. La dama no solía expresar en público sus emociones y mucho menos tomarse tantas molestias por un futuro criado, pero no la cuestionó. Ella se quitó el sombrero y lo lanzó contra la silla con un mohín de consternación. ¿Habría sido casualidad que su tío hubiera enfrentado a Erroll esa misma mañana en uno de sus macabros juegos? ¿Sobre todo después de haberle confesado su interés por el joven?

Estaba tan enfadada que habría dado todo por mandar a toda la servidumbre fuera y romper una vajilla o cualquier otro objeto de valor que su tío preciara mucho tener. En su lugar, pidió que le prepararan un baño y llamaran a Antoine y a Peter. Un poco de diversión carnal la ayudaría a aliviar tensiones y olvidarse durante unas horas de Erroll. Además, quería tener la mente despejada y preparar la llegada de su tío al finalizar el día e intuía que no se lo pondría fácil. Quizás si Sir Richard viera que no era tan importante para ella la dejaría en paz. ¡Sí, eso era! ¡Una idea brillante! Sus amantes le harían ver que no se trataba más que de un capricho y no la necesidad imperiosa de conquistar a ese hombre.

Desde que había visto al preso por primera vez en la explanada y le había sonreído, le había robado el corazón. ¡Nadie había osado a hacer tal cosa sin un compromiso formal por medio! O ignoraba de quién era sobrina o era tan temerario como para retar a un telamón. Sonrió al recordar que se había interesado por saber quién era y por qué estaba en presidio en cuanto había llegado al castillo. También que se había sorprendido mucho de que fuera medio irlandés y de que no estuviera allí por un motivo en concreto.

A pesar de la mugre y de sus ajadas ropas, le había parecido un hombre sin par, con el porte de un rey. Un «Lyon» le habían dicho con socarronería los guardias, imitando el rugido de un león y deslegitimando su linaje escocés por parte de madre. ¡Estúpidos…! ¿Qué sabrían ellos nunca lo que era un hombre de verdad?

Su compañero también le había parecido un hombre muy apuesto, aunque el rictus mustio de su gesto no tenía nada que ver con el de «él». Era el primer hombre que le sonreía en años y le había hecho sentir cosquillas en el estómago como su primer amor y una curiosidad por conocerlo impropias de una mujer viuda y con sus años, veintiséis si mal no recordaba, porque siempre se quitaba tres o cuatro al presentarse ante un desconocido.

Le había costado conciliar el sueño desde entonces e incluso había soñado con él incomprensiblemente. ¡Nunca le había pasado algo parecido! ¡Si no lo conocía! Sin embargo, su intuición no le había fallado nunca. Ese hombre era especial, quizás fuera el hombre que le diera por fin el ansiado hijo que buscaba desde hacía tanto tiempo. Ningún pretendiente, por apuesto, rico o adulador que fuera, podía compararse con ese rubio highlander de sonrisa picarona.

Solo Antoine y Peter habían compartido su cama desde entonces y habían pasado a ser anodinamente insulsos y previsibles, más interesados en satisfacerse ellos mismos que en ella. Pero, ¿estaría dispuesto el irlandés a sucumbir a sus encantos? ¡Hacía tanto que no seducía a nadie! No se había planteado la posibilidad de que estuviese casado, tuviese hijos, o mujer que lo esperara… Mejor no adelantar acontecimientos. Lo primero era salvarle la vida y después lograr hacerse imprescindible en ella.

Sintió que abrían la puerta como un vendaval y que el agua de la tina se quedaba de repente fría. ¿Quién demonios osaba interrumpir su baño con tales modales? Se levantó de golpe, sin importarle recibir desnuda a quien fuese. Su tío apartó los ojos de su cuerpo y le tendió el lienzo para que se secara. Ella no esperó a cogerlo y salió de la bañera, dejando las huellas de sus pies sobre el suelo de mármol.

—Cualquier día os resbalaréis o recibiréis a alguien importante de semejante guisa —le reprendió con un gesto con la mano, enfatizando que no había tenido decoro alguno al levantarse.

—Cualquier día se os caerá la mano por no llamar antes de entrar en los aposentos de una dama —le replicó ella, molesta porque ya no era una niña a la que tener que reprender.

—¿Qué dama?

—¡Seréis patán! —exclamó acercándose y dejando que él mismo la cubriera con el lienzo—. Si no fuerais mi tío os mandaría azotar por vuestra insolencia.

—Si no fuera vuestro tío ahora mismo os tendría entre mis piernas —le susurró muy cerca del oído, como un amante.

Dunstana enmudeció. De Stone no era muy dado a ese tipo de contestaciones y no había tardado más de hora y media en ir a su casa. ¿Qué tenía de especial ese preso para él? Se preparó para presentar batalla con la mayor indiferencia posible, escurriéndose los cabellos en la tina.

—¿A qué habéis venido si puede saberse?

—Bien lo sabéis, princesa… ¿Cómo se os ha ocurrido interrumpir uno de mis entrenamientos y llevaros a uno de mis presos así porque sí? ¡Quiero que me lo devolváis de inmediato o vos misma sufriréis las consecuencias!

Dunstana no daba crédito a lo que estaba oyendo. Era la primera vez que su tío irrumpía en sus aposentos de tal forma y con el demonio en el cuerpo. La joven apretó la mandíbula y le plantó cara. ¡Que se fuera al infierno! Había tenido un buen maestro y le haría pagar con creces el haber puesto a ese prisionero al borde de la muerte, después de haberle dicho que estaba interesada en él. Nunca le había pedido nada, ni siquiera cuando la había casado con esos sebosos ricachones para subir de posición y acercarse a la corte del rey Eduardo. Nunca le había pedido nada hasta ese día y por su difunta madre que se saldría con la suya.

—No me toméis por tonto, sobrina. Sé que lo escondéis aquí.

—¿Y qué si así fuera? ¿Vais a registrar mi casa?

—No me hagáis enfadar, Dunstana. No sabéis a quién os estáis enfrentando… —le dijo con tono amenazante y con el dedo en alto—. Ahora mismo me diréis dónde lo tenéis escondido y acabaremos con esto.

Dunstana aguantó la respiración y no se movió del sitio. Sentía frío con un lienzo húmedo como única prenda, pero no quería ceder terreno. Si lo hacía, su tío podría comenzar él mismo con el registro y repararía en el camastro semi-oculto que estaba al lado de la chimenea en la alcoba contigua. Se sorprendió a sí misma rezando mentalmente porque el joven no emitiera ni un solo quejido y agradeció al cielo que ninguno de sus hombres hubiesen estado apostados en su puerta, sino custodiándolo dentro. Desde la muerte de su madre adoptiva no había vuelto a rezar e incluso había renegado de Dios, por así decirlo, pero ese hombre le importaba… fuera de cualquier atisbo de razón.

Sir Richard estudió a su sobrina en silencio. Pero la maldita Dunstana era una alumna aventajada y si fuera hija suya, o tuviera su sangre, seguramente se le parecería menos. El Alguacil no pensaba dar su brazo a torcer, no al menos tan pronto. ¿Qué se había creído esa malcriada?

—Decidme donde está… —le replicó con los nervios aún crispados y dejando a un lado las sutilezas.

—¡No! ¿Se puede saber qué os ha hecho ese hombre o… su compañero para que actuéis con tal saña?

—¡Ni se os ocurra acercaros a Ayden Murray! ¡Él es mío!

Dunstana apoyó su peso en la pierna izquierda y se cruzó de brazos con un mohín obstinado en el rostro que la devolvía de un plumazo a los seis años. El odio que su tío demostraba por ambos hombres rayaba la sinrazón. ¿O quizás se tratara de otra cosa? Nunca había mirado con tanta inquina a un prisionero, ni lo había puesto al límite de sus fuerzas en tantas ocasiones. ¿Qué tenían de especial esos dos para que no los hubiese degollado o pasado por la espada hacía tiempo? Quería preguntárselo, pero temía su respuesta más que a una vara verde.

—El prisionero será mi criado a partir de ahora —sentenció con un hilo de voz prácticamente.

—¿Qué habéis dicho?

Sir Richard no se podía creer lo que acababa de escuchar y se llevó los dedos al tabique nasal, en un intento de contener la ira que comenzaba a inundarlo todo por dentro.

—¡Que el prisionero será mi criado y no se hable más! —le repitió ella a pleno pulmón.

Sir Richard de Stone no daba crédito y estaba como en estado de shock. ¿Había tenido la desfachatez de repetírselo a voz en grito y a la cara? Mentiría si no dijera que parte de él se sentía orgulloso del carácter indómito de la joven, pero sus ojos echaban llamaradas de fuego como las fauces de un dragón. No podía consentir que una mujer le hablara de ese modo, ni siquiera ella, a la que adoraba por encima de todas las cosas. Sir Richard dio un paso al frente con los puños apretados.

Dunstana jamás se había sublevado hasta ese día. Le habría gustado abofetearla y hacerle pagar caro su afrenta, pero estaba tan bonita… ¡que Dios lo perdonara! Su mente la recordó como lo había recibido: desnuda y no pudo evitar pensar cómo sería tenerla yaciendo bajo su peso en la cama. Realmente estaba enfermo. ¡Si era prácticamente su hija! Necesitaba respirar, necesitaba salir de allí cuanto antes y hacerla entrar en razón.

—¡Maldita caprichosa! ¡No sabéis lo que estáis haciendo! Os lo diré por última vez, ¿dónde está el señor Erroll Flanagan de Lyon, Dunstana?

La joven sintió cómo le flaqueaban las piernas de solo oír el nombre completo del preso con ese ímpetu y fiereza. En sus fantasías, desde que lo viera en la plaza y le sonriera por vez primera, lo había llamado de mil y una maneras, se había imaginado su voz, había completado e imaginado su cuerpo, colosal, desnudo… por los retazos que había podido observar a escondidas mientras él trabajaba en la cantera.

—Donde vuestras manos no puedan echarle mano…

—Estáis jugando con fuego, muchacha.

—¿Sí? ¿Y por qué, si puede saberse? No es el primer hombre que os solicito para que trabaje en mi casa, pero sí el primero que me negáis.

—Él… él no es como el resto.

Dunstana tragó saliva y siguió con uno de los brazos en jarra, mientras con la mano libre devolvía un mechón de sus cabellos húmedos hacia atrás. Estaba cerca de saber por qué esos dos hombres eran tan importantes para su tío, sobre todo el tal Ayden que, aún siendo tan buen mozo y tan bien parecido, su gesto amargado no le había llamado tanto la atención.

—¡Por eso mismo! Se quedará aquí como parte de mi servicio. Erroll no tiene ninguna sentencia en firme, ni delito grave contra la Corona.

—¿Erroll? ¿Lo llamáis ya por su nombre de pila? ¿Os recuerdo que es un escocés? ¡Y que estamos en guerra con su país!

—Para empezar, él es medio irlandés y yo nombro a mi servicio como me viene en gana.

Sir Richard apretó los labios y los puños, conteniendo las ganas de darle una paliza a la luz de sus ojos. ¿Cómo se atrevía a hablarle de esa manera? Respiró hondo en un intento de no perder la razón ni los argumentos de nuevo, resoplando antes de decirle:

—¿Acaso os habéis informado previamente?

—Sí, es más, el rey se ha sentido aliviado incluso, pues Sir John de Lyon, señor de Glamis y tío de Erroll —dijo con cierto retintín—, comenzaba a ser una verdadera molestia. No es lo mismo tener a tu sangre en un estado de semi-cautividad que en prisión.

—¿Cómo habéis osado meter al rey en esto? —le increpó su tío, alzándole la voz aún más.

—¿Cómo, cómo, cómo…? —repitió ella en un tono de burla y cruzando los brazos a la altura del pecho, sintiéndose desnuda con ese paño fino y húmedo—. He aprendido bien de vos.

«¡Y tanto!», pensó con amargura el carcelero.

—Dunstana de Stone, os prohíbo…

—Ahorraos vuestras amenazas, tío. Siempre he hecho lo que me habéis pedido, incluso casarme con esos dos vejestorios por aseguraros una posición. Ahora decidiré yo lo que hacer con mi vida.

—Por poco tiempo —masculló él, evitando la mirada de extrañeza de su sobrina.

—¿Qué queréis decir?

—Vestíos, tenemos mucho de qué hablar.

 

 

Dunstana no podía creerse que su tío volviera a querer casarla tan pronto y mucho menos que hubiese empezado a hacer averiguaciones entre las familias nobles influyentes de la capital del reino. Era cierto que necesitaba un cambio de aires, dejar atrás esos rumores que la señalaban como una viuda negra. Pero, ¿qué querían que le duraran esos dos carcamales con los que se había casado? Aunque la verdad fuera dicha, el segundo no le había llegado ni al lecho matrimonial y se le había muerto a los pies de la cama. No quería recordar lo espantoso que había sido que todo el mundo supiera que uno de ellos había fallecido durante el acto de consumación. Muchas habían sido las personas que habían dudado de su palabra al morir su último esposo, sobre todo los hijos del primer matrimonio del noble, ávidos por coger la herencia que legalmente pertenecía a Dunstana desde el momento en que se consumó el acto en el lecho.

No les reprochaba sus dudas, no estaban faltos de razón. Mas por miedo a su tío habían callado y habían preferido levantar a sus espaldas un bulo del que raramente podría zafarse nunca. ¡Malditos fueran! Ella no era una asesina, ni una devora hombres, ni nada que se le pareciese. Ella solo tenía gustos peculiares en la alcoba, nada más.

¿Se escandalizaría Erroll al conocerlos o se sumaría gustoso a sus particulares juegos? Tendría que forzar la situación y planteárselo pronto, pues su tío partiría hacia la capital a mediados de junio con la intención de sellar la futura alianza. ¿Otro vejestorio más? A su tío poco le importaba, pues sabía que su sobrina lo remediaría con multitud de amantes.

Se acercó a la habitación donde descansaba Erroll y entró sin llamar. Henry, su hombre de confianza, se cuadró al verla, aunque sus rasgos evidenciaban la veneración que aún sentía por ella. Dunstana obvió el gesto y esperó a que le informara por qué sus dos amantes no se habían presentado a la cita convenida. Él le explicó con cierto orgullo que ambos habían alegado tener un sospechoso dolor de cabeza.

«¡Qué casualidad!», pensó Dunstana para sus adentros. Últimamente, esos dos la excluían de sus encuentros y los muy necios se pensaban que ella no estaba al tanto de sus idas y venidas. ¡Peor para ellos! Ya se cansarán de hacer siempre lo mismo y buscarán a una mujer, se rio para sí. «Quizás no esté yo disponible entonces», se jactó con una sonrisa pícara y mirando de soslayo el jergón del herido. Seguidamente, mandó a su guardián fuera de la estancia.

—Pero, señora… —comenzó a decir el joven que daría lo poco que tenía por no dejarlos a solas.

Ella lo miró y le sonrió dulcemente, a la vez que le hacía una tierna caricia de despedida en su rostro aniñado, que no le terminó de sentar bien. El joven se puso colorado, tenso y nervioso. Lo comprendía muy bien. ¡Habían pasado tan buenos ratos juntos! A nadie le gusta verse relegado, mucho menos cuando eres joven, vigoroso, en lo mejor de la vida. Pero su tiempo había pasado, Henry tenía que comprenderlo. Ella no podía darle el compromiso que él exigía, no después de haber conocido a Erroll.

Dunstana había entablado relación con Antoine y Peter para apartarlo de su lado y al principio había surtido efecto. Sin embargo, al ver que la perdía definitivamente, el muchacho había accedido incluso a compartirla con esos dos y a dejar a un lado el pretender hacerla su esposa. ¡Infeliz! ¿Se pensaba que su tío permitiría que se casara con un simple guardia? No y, aunque juntos se lo habían pasado francamente bien, no era el hombre por el que lo dejaría todo. ¡Era prácticamente un niño! ¿Cómo iba a enfrentarse a la única familia que le quedaba? No, aunque Henry era un buen hombre, no perdería irremediablemente la cabeza por él ni por ningún otro.

—Marchaos, Henry y que nadie entre sin que yo lo diga.

Él farfulló algo por lo bajo y salió airadamente de la estancia, diciéndose a sí mismo que no debería dejarla a solas con ese hombre. ¡Era un preso, Santo Cielo! ¿Dunstana había perdido la razón? Ese hombre podía ser un traidor, un asesino… Ese era el hombre que ella miraba con adoración y por el que realmente lo había dejado a él. Lo sabía. Gruñó. Había estado tentado de asfixiarlo con un almohadón cientos de veces durante la noche de vigía. Estaba herido y, aunque era mucho más corpulento que él, sabía que no pondría resistencia alguna. Pero eso habría sido perderla para siempre. «¡Quizás se canse de él como de tantos otros!», se dijo con un atisbo de esperanza mientras cerraba la puerta, dejándolos a solas.

Dunstana cogió un sillón y se sentó al lado del camastro donde dormitaba Erroll, sin dirigirle ni un «con Dios» a Henry. Todo lo que fuera alentar el enamoramiento del joven era perjudicial para ambos, pues a veces dudaba de que perdiera la razón y abordara a Sir Richard en un intento de pedir su mano. ¡Pobre diablo! Si lo hacía terminaría en galeras, azotado o como festín de los perros del temido Alguacil.

Hacía calor junto a la chimenea y se desabrochó las dos primeras lazadas del corpiño. También se quitó las botas y estiró los dedos de los pies. Miró a su alrededor y pensó lo dulce que sería así su vida. Un hogar cálido y acogedor, un marido atractivo aguardándola en su cama y un sin fin de niños correteando entre sus faldas. Cerró los ojos un momento para deleitarse unos segundos más con esa imagen. Sin embargo, la conversación que había tenido con su tío se imponía una y otra vez produciéndole desazón en el pecho.

—¿Y qué tiene de especial para que le dediquéis tanto esfuerzo? —le había preguntado queriendo saber el por qué de la sinrazón de su tío por Ayden.

—Es un capitán escocés, leal a Balliol —le había contestado sin entusiasmo, o no queriendo hacerla partícipe de la verdad.

Dunstana lo había mirado a los ojos y le había dejado claro que no se había creído ni una palabra.

—Si él es leal al vasallo de nuestro rey Eduardo —había intentado indagar en busca de una aclaración más fiable y haciendo referencia a Eduardo Balliol, rey de Escocia—, ¿qué hace en prisión?

Sir Richard había desviado la mirada y dado un repaso a su estancia. Seguramente habría pensado como ella, que era acogedora y que olía a lilas, su perfume favorito. También se habría percatado de que no tenía grandes lujos, pero que era adecuada para una joven viuda de su posición. Quizás se habría preguntado por qué, inexplicablemente, no había hecho uso de ninguna de las fortunas de sus difuntos esposos, pues él se había hecho cargo de mantener a raya a los parientes lejanos masculinos para que no le reclamaran la herencia más.

—Sois una joven astuta, siempre lo habéis sido —la había elogiado y ella no había podido evitar sonreír aunque en esos momentos era lo que menos le apetecía—. Ya han pasado siete y tres años respectivamente desde la muerte de vuestro último esposo. Es hora de que volváis a contraer matrimonio y tengáis un heredero.

Dunstana suspiró al recordarlo. ¡Como si fuera tan fácil! Prácticamente había perdido la esperanza de ver germinar en su vientre la semilla de un hombre, mas había callado sus pensamientos para no contrariar a su tío. No obstante, su cara debía haber sido un libro abierto porque, de repente, su tío la había mirado con desconfianza.

El Alguacil había pensado que ella no era mujer a la que le faltaran hombres, incluso si daba crédito a las habladurías, su sobrinita compartía cama con más de uno a la vez. Así se lo había dicho, que ¡de tal palo…!

—¡Tío! —había exclamado en un intento de defenderse, pero no de negar esa velada acusación.

—No seré yo el primero que os diga que, ciertos juegos de alcoba a los que estáis acostumbrada, escandalizarían hasta a la mente más avanzada…

El gesto serio de ella le había advertido que no siguiera por ahí y él le había dicho que no le importaba con tal de verla feliz, pero pedirle que Erroll Flanagan pasara a formar parte de esos hombres… era más de lo que podía darle.

—¿Por qué os habéis tenido que fijar en el irlandés precisamente? Cierto que es buen mozo, pero ya habéis gozado de muchos amantes del mismo estilo y con ninguno parecíais haber querido formalizar una relación antes. ¿O acaso Erroll solo es un capricho pasajero, Dunstana?

Ni ella misma había sabido qué responderle.

—No, Erroll y Ayden son distintos —le había confesado su tío, abriendo sus ojos azules y fríos de par en par—. Y ese es realmente el problema.

Sir Richard había preferido callar que ambos hombres exudaban masculinidad, bravura y gallardía en cada poro de su piel, que ningún pelele, con los que su sobrina había estado antes, podría hacerles sombra. Pero si se lo confesaba, la joven buscaría relacionarse con él con más ahínco. Él ya se había quemado al querer tocar el sol, mas quizás el único modo de que lo entendiera sería errando ella también. De Stone se había mostrado inquieto, debatiendo si dejar que Dunstana conociera íntimamente a un hombre como el irlandés, pues sería su perdición. ¿Accedería luego a verse casada con un mujeriego como Lord Peter Pulteney? Sabía que habían sido amantes, pero últimamente había dejado de verlo rondar la casa de su sobrina.

—Si lo lleváis a vuestra cama y después os deja —le había dicho su tío en conversación fraternal—, decid adiós a los juegos que os traéis entre manos, a los artilugios que utilizáis para aumentar vuestro placer… nada de eso os satisfará cuando conozcáis a un hombre que no piensa solo con la entrepierna.

Dunstana había contestado con silencio. Miró el camastro. Erroll temblaba de frío a pesar del calor de la habitación. Se desabrochó el vestido sin pensárselo y se arrebujó entre sus mantas, para reconfortarlo con la temperatura de su cuerpo. ¡Al cuerno con lo que pensara su tío! ¡Si existía verdaderamente ese hombre del que Sir Richard la prevenía, lo quería solo para ella! Pero la conversación venía una y otra vez a su cabeza.

—Tanto él como Ayden son el cebo para capturar un pez mayor.

Dunstana no se lo había creído. Si así fuera, ¿por qué no se lo había dicho antes? Conocía a su tío demasiado bien, sabía que trataba de ser más inteligente, más audaz, andar tres pasos por delante de ella. ¿Cómo poder remediarlo? Cuantas más excusas, más curiosidad por él tenía. Se quedó dormida en sus brazos y soñó con verdes páramos serpenteados en lilas.

 

 

En el camino de regreso de la casa de su sobrina, Sir Richard seguía con un mal carácter de mil demonios embravecidos. Ni siquiera le apetecía saber cómo habían quedado los dedos de Ayden y mucho menos si había conseguido que el capitán escocés reaccionara de otro modo al ver a Bohann ajusticiado como un vulgar traidor. Dunstana le había crispado los nervios y había tenido que dejarla por imposible al saber que había pedido la venia del rey y este se la había concedido. ¿No debería estar el rey pensando en la estrategia a seguir en el campo de batalla cuando reanudase la conquista en vez de alcahuetear con damiselas? ¡Maldita suerte la suya! Si el monarca había estado en su palacio de Woodstock con su esposa y sus tres vástagos hasta hacía dos días…

¿Sería capaz de dejar a Dunstana en brazos de Erroll? Eso sería jugar con fuego. ¿Lo haría? ¿Quién sabía? Lo mismo él la rechazaba… ¿A su sobrina? ¡Si parecía la reencarnación de un ángel la muy condenada! Alta, esbelta, cabellos dorados y ojos azules como el océano. Ningún hombre en su sano juicio la rechazaría jamás, ni tampoco uno lo suficientemente loco sabiendo que su tío lo perseguiría hasta la muerte si osaban hacerle daño.

Llegó a su alcoba y mandó a su criado a dormir. Este tuvo la imprudencia de suspirar de alivio y Sir Richard lo abrasó con la mirada. Sin embargo, ni castigarlo por su insolencia le apetecía. ¿Un irlandés como yerno? «¡Válgame el cielo!», exclamó para sí sirviéndose una copa de licor. ¿Sería un castigo por cada una de sus fechorías?

Desechó la idea al instante. Recordó que le había dicho que Ayden y Erroll eran la moneda de cambio ante Sir Andrew Murray, uno de los Guardianes más importantes de Escocia y primo de su prisionero predilecto. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?, pero ella había parecido reacia a creérselo. «Ese es justo el motivo por el que tanto los Plantagenet como Balliol los retienen aún en presidio», le había confesado, pero ella había bostezado.

—¡Ilusos! Quien haya ideado ese plan no debe conocer en absoluto el carácter de los highlanders de pro, pues son tan testarudos que son capaces de acabar con su vida antes de ser desleales a sus convicciones. Vos mismo me lo habéis dicho cientos de veces.

¡Y tan orgullosa que se había quedado al decírselo, la muy condenada! Pero en cierto modo, era verdad. Aún así, Eduardo Plantagenet esperaba la ocasión de utilizarlos contra el Guardián de Escocia de algún modo u otro.

Si esa mañana Dunstana no lo hubiese parado al prestar auxilio a Erroll, el irlandés estaría muerto seguramente a esas horas. Sir Richard no pudo contener el escalofrío que le recorrió el cuerpo e, instintivamente, se llevó la mano al pañuelo que llevaba atado al cuello, aflojándolo.

Si los hubiese matado, las represalias lo hubieran confinado para siempre a la prisión más remota e inmunda del país y sus aspiraciones de volver a la capital no serían más que un sueño inalcanzable. Suspiró. Al final tendría que agradecérselo a la caprichosa sobrina. ¡Diablos!

Había estado muy cerca de cometer tamaña estupidez. Para colmo, le había dicho «pues habéis estado a punto de quedaros sin carnaza…», con ese aire angelical que Dunstana se gastaba a veces. ¿Le leía el pensamiento? Se había preguntado a sí mismo intrigado. Si alguna vez tuviera que llevar a cabo algún consejo de su difunto padre sería el de: «las mujeres cuanto menos sepan, mejor».

 

 

Dunstana se despertó nada más rayar el alba y se desperezó levemente. No recordaba cuándo había sido la última vez que había dormido tan plácidamente. Se apartó el mechón rebelde del rostro sin caer en la cuenta dónde y con quién había pasado la noche. Se dio la vuelta lentamente y ahogó un grito en la ancha mano de aquel desconocido. La estaba mirando entre asombrado e incrédulo, con ese color de ojos indefinible entre azul y gris. Su cuerpo se excitó presa de su mero contacto y su garganta soltó un quejido que más parecía el ronroneo de un gato.

Él sonrió y ella no supo qué decir, hipnotizada por su mirada. Estaba tan nerviosa porque la había pillado en su cama que no se había percatado de nada más. La sonrisa del irlandés crecía en proporción con el sudor que le perlaba la frente y al desconcierto de ella. Cuando ella fue capaz de reaccionar, se levantó de un salto, atusándose las faldas y amarrándose el corpiño con rapidez.

—¿He muerto, señora?

Ella negó con la cabeza y él exhaló un suspiro que parecía más que alivio, resignación.

—¿Y Ayden?

Ella se encogió de hombros, pero rápidamente le dijo que no. Esa vez, el brillo febril de sus ojos transmitió un sincero alivio. ¿Qué hombre se alegraba más por el destino de su amigo que por el suyo propio?

—Si llego a saber que el infierno es tan bello, habría venido antes… —musitó Erroll intentando incorporarse en el lecho y desistiendo con una expresión de dolor.

Dunstana sonrió ante el halago, rebuscó en sus bolsillos un pañuelo y lo humedeció en una jofaina. Se acercó a él ceremoniosa, evitando decir nada sobre que se había quedado dormida en su cama, y le secó la frente.

—No os mováis. La herida es grave y necesitáis descanso.

Nada más decirlo, él cerró los ojos y, agotado por el esfuerzo y la fiebre, se sumió en otro profundo sueño.

—Mejor así, quizás no recordéis nada al despertar —le dijo ella con una sonrisa y las manos aún temblorosas.

La jaula del petirrojo
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