CAPÍTULO 11

A REY MUERTO, REY PUESTO

 

 

Castillo de Guildford, finales de mayo de 1335.

 

Leena corrió por los pasillos en busca de aire puro. Necesitaba salir de la celda al menos un rato y dejar de oír esos berridos lastimeros que le sobrecogían el corazón. Llegó a la puerta principal de la fortaleza de Guildford totalmente sofocada y se llevó la mano al pecho. No entendía cómo Susan podía soportarlo, día tras día, viendo cómo se apagaba el pequeño Dermot entre terribles dolores de cabeza. Cerró con fuerza los ojos y se aferró a la pared de piedra, deslizando la espalda hasta sentarse en el suelo.

Era un día tibio y la humedad y el verdín habían desaparecido completamente en la cara sur del castillo. Margaret tenía al pequeño Cailéan en brazos y estaba sentada al solecito de la tarde. Laurie recogía flores silvestres y las trenzaba haciendo coronas lilas, azules y amarillas, preferentemente, mientras ojeaba las bullitas que hacía Ruari en un cesto de la ropa.

Craig Gibbs había sido llamado por Eduardo de Inglaterra a la capital del reino hacía un mes y había dejado a un sustituto en su lugar tan dejado en sus funciones, que se pasaba gran parte del día en la taberna del pueblo y media noche durmiendo la borrachera. El resto del tiempo, si le quedaba algo, no salía ni por asomo de la habitación contigua a la del sheriff, donde se había acomodado tras aceptar el cargo, pues temía que lo del bebé de Susan fuera contagioso y, si lo veía de lejos, hacía constantemente la señal de la cruz y besaba la reliquia de un supuesto santo que llevaba prendida con un alfiler al pecho.

Habían conseguido buscarle las vueltas tanto a uno como a otro. Ninguno de los carceleros conocía la existencia de los gemelos. Si no fuera por el grave empeoramiento de Dermot, la vida de las reclusas se les habría antojado hasta fácil, pero el llanto constante del niño y los bultos en su cabeza auguraban que su enfermedad sería larga y dolorosa.

Susan apenas comía y dormía más bien poco, acunaba a su bebé y rezaba porque se lo llevara Dios pronto. ¿Cuánto tiempo más podrían aguantar así? Nadie quería estar cerca del «monstruo», como lo llamaban cuando no estaban cerca de la madre, salvo Margaret y Leena. Incluso Laurie, al ver las abominables protuberancias de la cabeza y los quejidos lastimeros e incesantes, se había excusado de volver a la celda, pues era incapaz de estar cerca y no llorar.

Leena oyó los gorjeos de Ruari y dio gracias a Dios porque sus hijos estuvieran creciendo sanos y fuertes. Como el pequeño Dermot apenas mamaba, Susan la ayudaba a complementar las tomas a falta de suficiente leche. Era un consuelo para ella aliviar sus doloridos pechos, aunque la Stewart presentía que el ver cómo sus pequeños seguían creciendo cuando el de ella se consumía debía de ser atroz.

La pelirroja sintió la calidez de las lágrimas empapar sus mejillas y la brisa cálida sobre la sien. Se enjugó las lágrimas y respiró. Tener la certeza de que ese bellaco estaba lejos la ayudaba a sentirse un poquito más libre y a conciliar el sueño por las noches, pues caía tan rendida que ni los lloros de Dermot la despertaban.

Habían oído comentar al sustituto que algo gordo se avecinaba y que todo el oro que pudiera conseguir era poco para poner tierra de por medio. No sabían a qué oro se refería, pues poco podía quedarle tras la borrachera diaria en el pueblo y la visita a la mujer que frecuentaba, por el perfume barato al que apestaba su ropa.

Ya iba a levantarse e ir de nuevo adentro cuando escuchó los cascos de un caballo acercarse por la vereda que daba a la entrada principal de la fortaleza. El miedo atenazó a la pelirroja, que solo fue capaz de gritar «¡Margaret, Laurie…!». Las mujeres cogieron rápidamente a los bebés y se dirigieron tras sus pasos a la celda. No había tiempo que perder. Si su intuición no le fallaba, quien quiera que fuese el recién llegado las visitaría pronto.

Al llegar, encontraron a Susan llorando en silencio con Dermot sentado a su regazo y agarrándole la cabecita con mimo, como si así le aliviara el dolor. No se inmutó ante el revuelo de la llegada de las mujeres, ni siquiera al saber que el sheriff Gibbs podía estar de vuelta. Sus ojos estaban vacíos, carentes de vida y las tres compañeras la miraron con preocupación. La enfermedad de Dermot estaba consumiendo vorazmente también a Susan, dejándola en un profundo pozo del que difícilmente saldría si la penitencia duraba mucho más tiempo.

Margaret la rodeó y dejó al pequeño Ruari en la hornacina oculta tras la pared de piedra y le besó la frente. La celda debía haber sido una despensa o una habitación para guardar riquezas antes, porque tenía varios de esos nichos, que a simple vista eran imposibles de descubrir si no se los buscaba concienzudamente o se pasaba una largas horas dentro. Y, aunque evitarían que descubrieran al pequeño, quedaría expuesto ante un lloro o cualquier ruido que emitiese al saberse solo.

Margaret, la que desde pequeña había odiado a los escoceses, tuvo una sensación extraña de aprehensión que le puso los ojos turbios. La vida de los infantes corría peligro. La verdadera historia de Leena saldría a la luz tarde o temprano y, para el sheriff, los dos bebés escoceses no valían nada. Ese pequeño diablillo de pelo rojo le había robado el corazón y sintió un pellizco en el pecho. Lo miró de nuevo antes de colocar la piedra y se persignó. Se había quedado dormido, gracias a Dios, mientras Cailéan demandaba los favores de su madre y Laurie se quedaba al amparo de la reja, sin ser capaz de dar un paso adentro.

Las dos mujeres desaparecieron y se encaminaron al huerto, dejando a las dos madres con sus hijos tras la celda. Ambas permanecieron en un incómodo silencio hasta que los temidos pasos enérgicos de un hombre llenaron el pasillo con su estrépito. Leena tembló y Susan le cubrió su mano con la suya instintivamente, a pesar de seguir en ese estado lamentable y casi catatónico.

—¡Por fin os encuentro!

La voz de Sir Kenion Strathbogie le sonó casi celestial en ese momento y exhaló el aire que tenía en los pulmones todo de golpe, provocándole la tos incluso.

—Pues llevo más de nueve meses en el mismo sitio, Milord —no pudo evitar responderle.

Él chasqueó la lengua divertido y le hizo un gesto para que se acercara a la reja. Leena dudó si dejar a Cailéan en su cesto, pero el pequeño no había terminado con su demanda y de seguro le provocaría un llanto inconsolable al hacerlo. Se levantó con cuidado a la vez que observaba cómo Susan miraba con el ceño fruncido al conde sin pestañear siquiera, alerta a cualquier cosa que pudiera hacer.

—Tan bonita y locuaz como siempre… Estos muros no son capaces de ensombrecer vuestra belleza —le dijo posando su mirada voraz sobre el pecho que quedaba expuesto y al que se aferraba con ansia el niño.

—Malas noticias traéis cuando empezáis con adulaciones, Sir Strathbogie.

Él no lo negó, sin quitar la vista sobre la suave y cremosa piel expuesta. Leena se sintió incómoda ante la penetrante mirada de Kenion y sujetó con fuerza a Cailéan, parapetándolo contra su cuerpo.

—Tiene el pelo claro…

—Sí —obvió decir «como su padre» y nombró a otros de la familia que, para el caso, era lo mismo—. Decidme Sir Strathbogie, ¿cuáles son esas malas nuevas que traéis? ¿Le ha pasado algo a Lord Eltham?

—Mucho peor, Milady —dijo con una pausa breve, pero incómoda, pasándose el dedo índice por los labios, como si estuviese buscando las palabras adecuadas.

Leena sintió que las rodillas le cedían. ¿Acaso iba a anunciarle la muerte de los Murray? El mero pensamiento le encogió el corazón y fue a dejar al pequeño Cailéan en el cesto que, aunque protestó un poco, se quedó conforme chupándose el dedo. Volvió a la reja y se aferró a ella, con un gesto implorante. Se había cubierto con el corpiño, pero sus pechos llenos atraían la mirada del conde de Atholl como un imán.

—¡Hablad, os lo ruego! —reclamó, tragándose el orgullo y dejando que la mirara todo lo que quisiera si con ello le daba la información de una vez.

—Se prevé que la guerra comience en julio, mo baintighearna.

Leena alzó una ceja sin comprender. Ya estaban en guerra. ¿A qué se refería con que comenzaba en julio?

—Tanto el conde de Cornualles como yo estamos llamados a luchar en el frente bajo la bandera de Eduardo de Inglaterra…

—Obviamente —No pudo reprimir la Stewart, que a punto estuvo de gritarle que fuera directo al grano.

Sir Strathbogie le concedió su deseo como si hubiese sido capaz de leerle el pensamiento.

—El sheriff Gibbs fue recibido en audiencia por el rey. El muy bastardo quería sacar más tajada ahora que habíais tenido a su supuesto sobrino. Figuraos la cara de Eduardo ante semejante chantaje. Primero, casi lo manda a colgar por la insolencia, que nos habría ahorrado a todos muchos quebraderos de cabeza, dicho sea de paso.

Kenion Strathbogie echó un vistazo a la expresión de Leena, estaba mortecinamente blanca y pensó que la mujer se habría desmayado de no estar agarrada a la reja con fuerza. También sentía la mirada inescrutable de Susan en el cuello, sensación que no le divertía nada. Siguió hablando, pues lo peor estaba por llegar.

—Después se lo tomó a chanza, pero la vehemencia del señor Gibbs fue tal que sembró la duda en el rey, llamando a careo finalmente a su propio hermano para saber más sobre semejante desliz. Lord John Eltham tuvo que confesar la verdad sobre el padre de vuestro hijo, mas le dijo que estaba dispuesto a dar sus apellidos al vástago. No os podéis ni imaginar el basilisco que se montó.

Leena y Susan lo escuchaban atentas, casi sin respirar. Kenion continuó.

—Si el señor Gibbs no ha venido antes es porque ha sido encarcelado una semana por desorden público cuando se le dijo que no recibiría ni un pago más de la corona —Leena se llevó la mano al corazón y la otra a la boca, ahogando un gemido— y por eso estoy aquí: para preveniros de que utilizará a vuestro hijo para chantajearos, a pesar de haber llegado a un acuerdo aún más ventajoso con el conde de Cornualles para que os deje en paz.

—¿Vos creéis?

Sir Strathbogie asintió y se acarició la incipiente barba pensativo.

—No me fío de ese hombre.

¡Si Kenion no se fiaba del sheriff ya podía encomendarse a Dios y a todos los Santos conocidos! Leena se obligó a sí misma a respirar con normalidad o terminaría desmayándose de un momento a otro. ¿Qué iba a hacer? ¡Por Dios! ¿Qué iba a hacer? Si ese malnacido no temía las represalias del rey, podría deshacerse del niño sin problema alguno. Al menos de uno de ellos… ¿Se atrevería a más?

—¿Tenéis el arma que os di?

Leena asintió automáticamente, sin prestar mucha atención a lo que el conde de Atholl le estaba contando. Solo pensaba en Ruari y Cailéan, en cómo salvarlos de ese miserable.

—¿Me estáis escuchando, Milady?

—Yo… No, lo siento, Milord —se excusó Leena temblando y sentándose al lado de la reja.

Sir Strathbogie se quedó perplejo unos segundos y frunció el entrecejo. ¿Qué le pasaba? Ella no era de venirse abajo así como así. ¿Tanto le estaba afectando ese maldito sitio? Intuía que había algo más y lo supo con certeza cuando Susan le rehuyó la mirada, sin dejar de acunar a Dermot. ¿Estaría así porque su compañera se había vuelto loca? ¿Y qué demonios tenía ese niño en la cabeza? Dio un paso atrás y luego otro hacia delante, vacilante.

—¿Hay algo que tengáis que contarme? Os noto preocupada… Sudáis y aquí hace más bien frío. ¿Qué tenéis?

Leena miró a Susan e hizo un mohín lastimero con la boca.

—Tendréis que elegir, Milady.

—¿De qué habla esta mujer? —preguntó el conde de Atholl, al que la reja le empezaba a parecer un serio obstáculo.

Leena se levantó lentamente y le indicó con el índice dónde estaba la llave. Él miró contrariado al lugar y la sopesó entre los dedos unos segundos antes de abrir la reja. Si dijera que no estaba intrigado, mentiría. La Stewart se puso al lado de la pared de piedra y ladeó algo. A simple vista no parecía que hubiese un doble fondo en ese sitio, pero allí estaba. Una corriente de aire le puso los vellos de punta. ¿Qué tenía escondido allí?

Kenion llegó a tartamudear al ver un segundo cesto, muy similar al que albergaba al pequeño rubio que había estado ella alimentando. Un pequeño idéntico al anterior pero pelirrojo dormitaba plácidamente en el interior del canasto. Blasfemó y el pequeño arrugó la nariz para iniciar el llanto, mas la voz pausada y dulce de su madre lo tranquilizó y siguió durmiendo. Sir Strathbogie sintió cómo las paredes de la celda lo aprisionaban y cogió a Leena por el antebrazo y la sacó casi a rastras al pasillo. Susan se incorporó rápidamente, sin embargo ella le pidió que se sentara de nuevo.

—Tranquila, Susan, estoy bien.

—¿Dos? ¿Son dos? —preguntó Kenion a la vez que Leena asentía—. ¿No tendréis otro oculto en alguna parte? —dijo él con sorna.

Leena negó con la cabeza, aunque él miró alrededor, cerciorándose. Ella no pudo más que sonreír con amargura, pues sabía que los niños de las mujeres reclusas eran destetados y llevados con familiares en el mejor de los casos o abandonados en hospicios a su suerte. Ella allí no era nadie y temió las nuevas como si fuera a bañarse en agua hirviendo.

—¿Qué puedo hacer? —insistió temerosa y frotándose los dedos con nerviosismo.

—Elegir —dijo él reafirmando las palabras de Susan.

—¿Elegir? —repitió apenas sin llegarle la voz en el cuerpo.

—Si ya con uno os pondrá las cosas difíciles, imaginaos con dos.

Susan se centró en su hijo, evitando participar y mucho menos darle la razón a ese canalla. Conocía la historia que lo unía a su amiga y lo despreciaba profundamente.

—¡No puedo! —exclamó Leena sollozando— ¡No puedo elegir entre uno de mis hijos!

—Será eso o verlos morir —murmuró Susan y Leena no pudo sofocar un grito de dolor a la vez que se desmayaba.

Al volver en sí, Leena se dio cuenta de que no era una pesadilla después de todo. Lloraba y se bebía las lágrimas con tal de no despertar a los niños. Kenion estaba en cuclillas y le cogía las manos para que entraran en calor o, simplemente, para que dejara de frotárselas frenéticamente. Dermot lloraba y pataleaba con un sentimiento que desgarraba el alma. La tensión era irrespirable y la celda parecía encogerse y oscurecerse por momentos.

—¿Mejor? —le preguntó sin cruzar las miradas y esperar respuesta—. ¡Diablos! ¿Qué le pasa a ese condenado crío? —Susan no le contestó y les dio prácticamente la espalda, acunando al pequeño. Kenion siguió hablando, aunque de vez en cuando le echaba una mirada que denotaba una clara repulsión—. Leena, creo que tendréis que renunciar a uno de los niños por el bien del otro. El señor Gibbs no es del todo tonto, sabe que el conde está encaprichado con vos y que no lamentaría tanto que el niño de otro desapareciera. Por otro lado, he visto cómo se le iluminan los ojos al sheriff cuando os nombra y, no me extrañaría nada que, a pesar de todo el dinero con el que lo está untando el conde, intentara algo con vos por su cuenta.

La pelirroja contuvo la respiración de nuevo y retiró las manos de las de él en el momento que se percató de que le estaba acariciando el dorso con los dedos pulgares. No le gustaba esa familiaridad. Ese hombre no era su amigo, pero era el borde del abismo al que aferrarse si no quería caer al precipicio, se dijo. Leena intentó levantarse y ponerse dignamente en pie, pero al ver que no podría ponerse siquiera de rodillas, desistió. Se sentía bloqueada. Ella no podía elegir entre uno de sus hijos. ¿Volvería a verlo?

—Creo saber qué hacer con él. Conozco a una familia noble inglesa que no tiene hijos. Son lo suficientemente mayores como para saber a ciencia cierta que la naturaleza no les otorgará tal bendición. Él es dueño de un condado, un Lord para más señas, pero no tiene a nadie que herede su vasta fortuna. Son gente de bien, puedo aseguráoslo, he intentado chantajearlo y llevarlo por el mal camino infinitas veces, pero prefiere permanecer fiel a su esposa. ¿Qué me decís? Vuestro hijo crecería siendo inglés, sin saber nada de sus orígenes, y quizás vuestros destinos no se crucen nunca, pero al menos viviría…

—¿Por qué querríais ayudarme? ¿Acaso no odiáis a su padre? —le preguntó con enojo y los ojos llenos de lágrimas.

—Porque me siento en deuda con vuestra familia en cierto modo…

—Un Kenion Strathbogie compasivo y con sentimientos. Muchos darían lo poco que tienen por oír vuestras palabras.

Él bufó. ¡Para una vez que hacía lo correcto!

—Si os place más, os diré que me enorgullece sobremanera la idea de saber que su padre vivirá con la pena de no conocer a su hijo.

—¿No podré reclamarlo? —preguntó ella asustada, pero más conforme porque este Sir Strathbogie era el que ella conocía y el que sabía que no la engañaría con bellas palabras y promesas.

—Tendríais que darme vuestra palabra de honor de no hacerlo.

Todo esto era una locura, pensó Leena. Sin embargo, ¿tenía otra opción? Susan tomó la palabra y habló con una serenidad que contrarrestaba el caótico estado de nervios de la joven madre.

—La señora solo pondrá una condición.

Leena abrió mucho los ojos y fue a decir que ella no había aceptado aún ningún trato y que tenía mil objeciones que hacer todavía y…

—Ruari llevará una dama de compañía con él. Esta mujer escribirá anualmente una carta a una determinada dirección, asegurándole que el niño está bien y bajo las salvaguardas que habéis citado. De no ser así, la madre podrá ir a reclamar a su hijo.

—No estáis en poder de negociar semejante cosa… —se jactó el conde de Atholl, que no sabía cómo iban a tomarse los duques tal condición.

—Si no es así, no hay trato —sentenció Leena.

Y con esas palabras marchó Sir Strathbogie, prometiendo volver lo antes posible. Leena se tapó el rostro con ambas manos mientras lloraba amargamente. Susan volvió a su mudez hasta que Ruari comenzó a gimotear y se lo puso al pecho. Dermot apenas mamaba y le pesaban como cántaros. Cailéan se sumó a la demanda al escuchar a su hermano y Leena dejó de lamentarse para atenderlo. Cuando los dos pequeños volvieron a la comodidad de sus cestos, la curiosidad habló por la escocesa:

—¿Por qué Ruari? ¿De verdad creéis que es la única opción?

Susan la miró con sus grandes ojos, a la luz de la antorcha parecían grises, remarcados por unas profundas ojeras que le daban un aspecto funesto o de sidhe33. Se acercó a ella y la abrazó unos minutos antes de hablar.

—Margaret irá con él como su dama de compañía. Ella adora a ese «diablillo rojo», como a veces lo llama. Os ha demostrado que es fiel y es más fuerte que Laurie, o que yo misma. Es inglesa y odia a los escoceses. No sospecharán de ella, pero sé que jamás os fallaría ni al pequeño ni a vos.

—Pero, ¿por qué Ruari?

—Su cabello es rojo como el de vos. Podrá ser criado entre ingleses, pero se ve que es escocés y quizás algún día se pregunte por qué no se parece a ninguno de sus progenitores. ¿No creéis?

Leena asintió y cogió al pequeño en brazos. Dormía profundamente, con una inocente sonrisa en los labios. Su niño, su niño de su alma… ¿Cómo podría vivir sin él? Calló sus lamentaciones al darse cuenta de que Susan ya había enterrado a tres hijos y que iba de camino a hacer lo mismo con el cuarto. Pero sentía que se le desgarraban las entrañas de solo pensar que no volvería a verlo. Era carne de su carne, parte de su ser… ¿Cómo podría explicarle a Ayden que tendría que renunciar a uno de sus hijos porque no había sabido protegerlo?

—No os mortifiquéis, lo entenderá.

El rostro de Leena era un libro abierto y por muchas páginas que pasaran solo veía dolor. Susan llamó a Margaret cuando escuchó su voz en los jardines y esta no tardó en llegar, ansiosa por saber qué noticias había traído el conde, pues ese día no había requerido la compañía de ninguna de las reclusas y nadie tenía idea de qué había pasado ahí dentro. Solo que el caballero se había ido como alma que llevaba el diablo y poco más.

—¿Qué entenderá? —preguntó Margaret repitiendo las últimas palabras que había oído al llegar a la celda, pero cuando vio el lamentable estado de la escocesa, se arrodilló ante ella y le preguntó—. ¿Qué os pasa? ¿El conde…?

Leena sorbió la nariz y se enjugó las lágrimas.

—Sir Strathbogie ve como única solución que me deshaga de uno de los niños… de Ruari —dijo entre hipidos.

Margaret miró a Susan y esta asintió. La inglesa blasfemó y miró a Ruari con ternura. Pobre niño, su «diablillo rojo»…

—¿Qué queréis decir con deshacerse?

—El conde ha propuesto darlo en adopción a una pareja inglesa —explicó Susan.

Margaret suspiró.

—Eso es mejor que deshacerse… —le dijo a Leena con retintín, aunque luego se arrepintió, pues para la joven madre sería prácticamente lo mismo—. ¿Y qué pensáis hacer, señora?

—No tengo otra opción, Margaret. Nadie espera que haya tenido dos hijos y, si el sheriff lo descubriera, podría atentar contra la vida de uno de ellos impunemente…

—Y os tendría a vos a su merced —puntualizó la inglesa, anticipándose a lo que todas pensaban.

En realidad, conocía lo suficientemente bien a ese bastardo como para saber que utilizaría el bienestar de Cailéan para hacer con Leena lo que le diera la gana, en tanto en cuanto no se enterara el conde. Sabía que la única salvación de Ruari sería lejos de Guildford, pero lamentaría en el alma perderlo de vista.

La mujer lo cogió en brazos y acercó su cara a la del pequeño. Dermot comenzó a llorar de nuevo y Susan lo meció en su regazo. El bebé se retorcía con fuerza, preso del fuerte dolor de cabeza que debía de estar sufriendo. A medida que crecía, su cráneo endurecido impedía que se desarrollara correctamente y ya apenas comía, consumido en una lenta agonía. Susan cerró los ojos y comenzó una oración.

—Lo voy a echar de menos, Milady. ¡No puedo imaginar lo mucho que lo echaréis vos!

Susan dejó de rezar y gimoteó a la vez que su hijo. Las tres mujeres se abrazaron y Ruari protestó agobiado a pleno pulmón.

—Vos iréis con él, Margaret —sentenció Leena, cogiendo a la mujer desprevenida.

A Margaret le brillaron los ojos, emocionada por el ofrecimiento, sin darse cuenta de que eso significaría también que sería su condena indultada y que viviría a partir de entonces en unas condiciones dignas. Leena siguió hablándole, asegurándose de que lo entendía todo perfectamente bien.

—Si los duques aceptan, no podréis contarle la verdad sobre su familia. No pueden sospechar de vuestra lealtad a mi persona. ¿Lo entendéis?

Margaret asintió. Leena le explicó las condiciones, la carta anual y todo lo que pudiera serle de interés. También buscó entre los pliegues de su falda un lazo y lo besó antes de dárselo a la mujer.

—Llegada su mayoría de edad, le daréis esta cinta bordada.

Margaret leyó la suave tela con los colores y franjas propios de algún clan escocés, pero no entendió nada.

—¿Qué pone?

Fán liom go deo34, significa «quédate siempre conmigo» —dijo Leena con la voz rota.

—¿Es la tela de su clan?

Leena asintió con lágrimas en los ojos.

—Es el tartan de mi casa, los Stewart de Doune. Decidle que nunca lo olvidaremos, que es de su familia y su verdadero nombre. Sé que es arriesgado, Margaret, pues habrá sido criado como un inglés… —se lamentó Leena.

—No os preocupéis, Milady. Os prometo que se lo haré saber y se lo daré, aunque me cueste la vida y que no odiará sus orígenes.

—Tened cuidado, Margaret, seréis nuestra única esperanza de volverlo a ver alguna vez. Si os pasara algo…

—Entonces podríais reclamarlo, ¿no es cierto?

Leena la besó en las mejillas. Quizás Ruari volvería a casa algún día.

—¿Y a dónde decís que debo escribir la carta, Milady? —replicó cayendo en la cuenta de que apenas sabía leer ni escribir—. ¡Vais a obligarme a recordar cómo juntar las letras!

—La escribiréis al castillo de Barr, en el este de Ayrshire. Sir Symon Lockhart es el Laird de esas tierras y está desposado con la hermana de Ayden Murray, su verdadero padre.

Margaret abrió mucho los ojos y comenzó a tartamudear.

—¿No es hijo del conde de Cornualles?

Leena negó. Hasta que viniera Sir Strathbogie a por el niño, la escocesa tendría que poner al día de historias y anécdotas a Margaret. Se las repetiría hasta que las memorizara, pues ambas acordaron que le contaría la verdad de su historia en forma de cuento a Ruari, sin ser él el verdadero protagonista. Así, si algún día descubría quién era, no se sentiría abandonado ni desconocido, ataría cabos, sabría el por qué de las cosas.

Dos días tardó el conde de Atholl en aparecer de nuevo en Guildford, con el consentimiento expreso de la familia en adoptar al pequeño bajo las condiciones impuestas por la madre y una yegua mansa para transportar al bebé con su niñera. Tenían que dejarlo todo preparado y aguardar a la llegada del sheriff, entrevistarse con él y anunciar la muerte inesperada de la reclusa, para que no la echaran en falta. Aprovecharon que el sustituto dormía su borrachera plácidamente para despedirse y orquestar la farsa.

Leena estaba en un sinvivir, habría preferido que le cortaran ambas manos antes que tener que separarse del pequeño. Lo cogió por última vez en brazos y le susurró palabras en gaélico, palabras tiernas que nacían del corazón y que se tatuaban en la piel de por vida, palabras que solo podía decir una madre en momentos de máxima angustia como esos.

Sir Strathbogie la apremió, pues aún tenía que llevar a Margaret a la villa y dejarla a buen recaudo en algún sitio donde nadie pudiera advertir su presencia y mucho menos que la reconocieran y la relacionaran con un niño pequeño. Leena sostuvo al pequeño en brazos mientras Margaret preparaba un pequeño equipaje con mantas y cestos. Todos lloraban salvo el conde de Atholl y, aunque estaba visiblemente emocionado, jaleó guardando la compostura:

—Vamos, vamos, no tenemos todo el día y quiero asegurarme que regreso justo después de que llegue el sheriff y despida a ese mequetrefe borracho.

Leena inhaló el aroma a bebé de Ruari por última vez y lo sujetó de forma que ambas manos entrelazaban los dedos entre los pequeños rizos pelirrojos de su cabecita a la altura de la nuca. Unió nariz con nariz y le dijo solemnemente: «Sed fuerte, mi Ruari. Os llevaré siempre en mi corazón». Después le dio un beso dulce y ahogó un sollozo cuando Sir Strathbogie se lo arrebató de los brazos. Con el corazón encogido, Laurie la sostuvo con fuerza mientras veían marcharse a la extraña pareja que hacían el conde y Margaret por la vereda del huerto.

Sin embargo, el momento de perderlos de vista en el horizonte fue superior a Leena y se desvaneció. Laurie pidió ayuda para sostenerla, incapaz de hacerlo por sí sola sin poner en riesgo que se cayera al suelo. Susan se había quedado a cargo de su hijo y de Cailéan y no podía ayudarla, así que una de las reclusas que habían ido a despedir a Margaret lo hizo de buena gana.

—Traed sales, por el amor de Dios —pidió otra al ver que Leena no volvía en sí.

Las mujeres se movilizaron para ayudar a la escocesa y para preparar la vuelta del diablo al castillo. Había mucho que hacer aún y no querían que las cogiera desprevenidas. Si era cierto lo que Sir Strathbogie les había contado de que había estado en el calabozo incluso, vendría con un humor de perros y con ganas de sangre.

Trasladaron a Leena entre varias hasta su celda y allí consiguió despertarse de su desmayo. Si angustiosa había sido la despedida para todas, más aún cuando la joven madre se dio cuenta de que no era un maldito sueño lo que acababa de vivir y de que había perdido a uno de sus hijos para siempre. Solo las sabias palabras de Susan consiguieron que dominara su desasosiego y pensara que le estaba dando una oportunidad de vivir.

—Si el sheriff os ve en tal estado, sospechará de que algo pasa y podría terminar atando cabos. Sed fuerte, amiga, él os necesita —la apremió tras colocarle al pequeño Cailéan en brazos.

Leena se lo arrimó a la cara, piel con piel, y lloró las últimas lágrimas. Sería fuerte por él, por Ruari y por la esperanza de volver a ver a Ayden con vida. El sheriff fue a la celda de Susan y Leena nada más llegar como tenían previsto. La visita fue breve y su voz rotunda:

—Acompañadme, Milady, tenemos que hablar.

Susan evitó mirarlo a la cara y se quedó a cargo de los dos pequeños, aprovechando para dar de mamar a Cailéan, pues Dermot seguía sin querer ingerir nada y estaba sollozando levemente en su cesto. Leena respiró hondo y se recolocó las faldas del vestido dignamente, subiéndose el borde del corpiño para evitar que ese desgraciado viera más de lo necesario. Sir Strathbogie le había prometido que le traería un vestido más… monacal, por así decirlo, sin apenas escote, para evitar situaciones embarazosas e innecesarias.

El señor Gibbs la miraba de reojo a medida que iban avanzando por el pasillo, sin dejar de prestar atención a sus voluminosos pechos, henchidos por dar de mamar al niño. Él nunca había dudado de que ese pequeño bastardo fuera hijo del conde de Cornualles. ¿Qué hombre daría gran parte de su fortuna por la manutención de una mujer que jamás sería suya y por un bebé si no era propio?

Él no era un hombre que destacara por su inteligencia, pero tampoco daba una puntada sin hilo. De camino a Guildford había estado pensando cómo vengarse de las mentiras de John de Eltham y, de paso, de cómo beneficiarse a Leena a largo plazo. Si no iba a ser del conde, ¿por qué no iba a poder tenerla abierta de piernas para él? Sabía que tendría que ser sutil e ir paso a paso, conquistarla, en cierto modo. Se rio y captó el brillo de la curiosidad en los ojos de Leena durante un instante. ¡Era tan hermosa!

El privarle de la luz, de los paseos, de la conversación de un adulto, de unas raciones de comida digna terminarían sometiendo ese orgulloso carácter escocés. ¡Y sería suya! Ella era la única mujer que podría hacerle olvidar a Susan de una vez por todas. Al fin y al cabo, tenía toda la vida para averiguarlo ahora que sabía que ella jamás se comprometería formalmente con Lord John de Eltham y que se aburriría de ceder una suma tan elevada por alguien al que su hermano le había prohibido expresamente volver a ver.

Cuando llegaron a la estancia del carcelero, Leena permaneció callada y a la espera de que terminara de pagar la bolsa de monedas correspondientes al sustituto y este le diera un minucioso e inventado informe sobre lo allí acontecido en su mes de ausencia. ¡Menudo caradura, si no fuera porque odiaba profundamente al señor Gibbs y la desidia de ese borracho les había regalado un mes de casi libertad absoluta, hasta se habría indignado por la sarta de mentiras!

Se quedaron a solas.

—Iré al grano, Milady. El rey me ha hecho saber que distáis mucho de ser su futura cuñada y que duda de que ese hijo vuestro sea de su hermano, por mucho que el conde de Cornualles os quiera presentar como su futura esposa. Tampoco está dispuesto a costear vuestra manutención ni la de vuestro hijo.

Leena calló.

—¿No decís nada? Me gustaría escuchar al menos una disculpa por haberme mentido sobre cierto episodio de pústulas al menos. Me hicisteis quedar como un necio ante el rey.

—Solo seguí las órdenes expresas del conde de Cornualles, Milord —sentenció Leena, que no tenía los nervios ese día como para ser ni ingeniosa ni sarcástica, pues solo deseaba salir de allí cuanto antes.

—Luego reconocéis haberme mentido… —dijo él con un brillo perverso en los ojos.

Leena prefirió evitar contrariarlo y asentir.

—En consecuencia, os impondré un castigo acorde como sheriff de Sussex y persona a cargo de esta prisión —La pelirroja tembló inevitablemente y él se regocijó por el efecto causado—. No puedo tolerar un comportamiento deshonesto como el vuestro y serviréis de ejemplo para las demás reclusas. Vos y vuestro bastardo viviréis un mes aislados en lo alto de la torre. No recibiréis más alimento que tortas de avena, cecina y vino aguado. No podréis salir, salvo que queráis honrarme con vuestra compañía…

Leena acalló su proposición indecente con un: «está bien». En ese momento, Sir Strathbogie entró por la puerta con paso decidido y sin llamar siquiera, sorprendiéndose de encontrarla allí plantada y aguantando un inconfundible sermón.

—¿Ocurre algo, Leena? —le preguntó con familiaridad, obviando el «Milady» a sabiendas.

—Todo está bien, Milord —contestó ella, a la que el castigo impuesto le parecía una bendición salvo por la falta de luz y aire fresco de la que se vería privada por falta de ventanas—. El señor Gibbs me anunciaba algunos cambios en la distribución de celdas del castillo.

Un mes encerrada significaba un mes sin ver a ese desgraciado seboso, llorando a solas con su hijo la falta de Ruari. Era la mejor noticia que le podía haber dado ciertamente, dadas las circunstancias.

No obstante, Kenion alzó una ceja como respuesta, sabiendo que le ocultaba algo más. Sin embargo, se centró en lo verdaderamente importante al verla tan tranquila: liquidar el pago de los meses venideros hasta que pudiera volver a Guildford a mediados de verano y sobornar con una cantidad extra a ese cerdo para que no se le ocurriera tocarla.

Leena fue despedida para que recogiera sus cosas y se encaminara al que sería su nuevo hogar. Susan no recibió de buena gana la nueva, sabiéndose sola y sin más compañía que su hijo, que empeoraba de continuo. No tendría su apoyo, ni sus charlas, ni al pequeño Cailéan para que le aliviara los senos ahora que faltaba Ruari. ¿Y cómo se las apañaría Leena? Apenas tenía leche… ¿Por qué la habría mandado a la torre? ¡Ese lugar estaba abandonado y dejado de la mano de Dios! Se volvería loca sin hablar con nadie ni ver la luz del sol, ese lugar estaba infestado de ratas y las piedras del tejado siempre amenazaban con caerse los días de viento. ¿Qué pretendía? Estaba claro: minar su voluntad y que, tras un tiempo, transigiera a sus demandas por la salud de su hijo o de ella misma.

Sin embargo, el tiempo pasó para todos sin pena ni gloria y Laurie fue la elegida para acabar con el confinamiento de madre e hijo. La muchacha subió corriendo los peldaños de la torre y quitó el grueso cerrojo. Leena parpadeó deslumbrada a pesar de la poca luz que llegaba de las saeteras de la escalera y recibió con un abrazo a Laurie.

La joven comenzó a hablarle de todo lo que había acontecido en Guildford en su ausencia, aunque cuando se percató de que Leena era incapaz de asimilar toda la información, la dosificó y cogió al pequeño Cailéan en brazos, que parecía ser mejor oyente que su madre en esos momentos.

El mes de junio estaba tocando a su fin y las reclusas la recibieron como si fuera una heroína. Cailéan estaba más regordete y sonreía a toda la que lo cogía en brazos. Todas le decían lo mucho que había crecido y lo espabilado que estaba. Leena solo asentía, apabullada por el recibimiento. Estaba enjuta como una vara de fresno y pálida en extremo por la falta de sol.

Susan no pudo alegrarse más de verlos y los recibió con los brazos abiertos. También se percató de que los pechos de su amiga habían bajado considerablemente de volumen al tener que afrontar sola las demandas del pequeño.

Leena la besó en las mejillas y esbozó una leve sonrisa. La primera después de todo ese tiempo. Su mirada seguía triste, aún era muy pronto para que el pequeño Ruari no ocupara la mayor parte de sus pensamientos y ver el rostro de Cailéan era recordárselo constantemente. No obstante, la escocesa olvidó su propio pesar al ver a Dermot y no pudo reprimir un grito de angustia, pues el bebé parecía haber sido aguijoneado por un enjambre de abejas, presentando tres notables bultos en la cabeza, el más pronunciado de ellos en la frente. Susan evitó referirse a su hijo. Pero Laurie la tranquilizó:

—No siempre está así, Milady. Esos bultos le duran un día o dos como mucho y ya sonríe y…

—¡Dejadlo, Laurie! —replicó Susan con acritud—. Nadie mejor que yo sabe lo que Dermot está sufriendo.

El silencio se hizo en la celda y muchas aprovecharon la coyuntura de que Cailéan demandaba las atenciones de su madre para desaparecer. No había día ni noche que Leena no hubiese escuchado al pequeño de Susan llorar desconsoladamente desde su celda en la torre, mientras su amiga le cantaba nanas, más con la intención de no oírlo que de consolarlo a esas alturas. Por lo visto, Dermot había empeorado a pasos agigantados día a día, ya ni siquiera lloraba, solo gimoteaba, balbucía y babeaba incesantemente a causa de los dientes. «¡Pobre niño!», pensó la Stewart, aunque realmente de quien debía de compadecerse era de la madre.

La respiración de Dermot se volvió más angustiosa y Cailéan se sobresaltó con sus quejidos y lloró, bien asustado o bien por solidaridad. Leena hizo de tripas corazón y lo cogió en brazos, aliviando a su amiga y evitando mirarle el rostro, haciéndole monerías para ver si así el pequeño reaccionaba y cambiaba el gesto angustiado. Se habían quedado solas y era el momento de hablar.

—¿Estáis bien?

¿Qué clase de pregunta era esa?, se reprochó a sí misma Leena por lo poco acertada que era y se apremió a volver a intentarlo y hacerlo mejor.

—Quiero decir…

—Sé lo que queréis decir, Leena. No os preocupéis.

La pelirroja centró su mirada en el pequeño, a simple vista se veía que no estaba bien y mucho menos Susan. Pero, ¿cómo consolarla si ella misma no lo estaba? ¿Cómo brindar un apoyo que ella misma necesitaba? Arrugó el ceño y puso morritos. Dermot la imitó y después gorjeó.

—Le caéis bien.

Leena la miró con el rabillo del ojo.

—¿Vos creéis? —Susan asintió, mientras se intercambiaron los niños.

—Rezo cada día porque esto se acabe, Leena. Verlo sufrir me está matando.

Leena se derrumbó, sentándose con el bebé en brazos, descubriéndose el seno para darle de mamar. ¿Cómo consolarla? La vida del niño no estaba en sus manos sino en las de Dios. Todos los días que Dermot había vivido eran días prestados, sudados y regados con infinitas lágrimas. Verlo sufrir y no poder hacer nada era un tormento mayor que llorarlo en el huerto.

Sin embargo, había en el ambiente algo más que le robaba el aliento. Desde que había entrado en la celda, la escocesa sentía una aprehensión en el pecho desconocida hasta entonces, como si algo no marchara bien. Una sensación funesta que no había tenido en todo el mes que había permanecido aislada con su hijo. Leena se estremeció y se instó a no pensar más en ello, pero algo se avecinaba, de eso no tenía dudas.

—¿Vos también lo sentís? —le preguntó Susan, dejando a Dermot en el cesto y frotándose los brazos como si tuviese frío a pesar de la calidez del día.

Leena asintió y a punto estuvo de dejar caer a Cailéan cuando vio al sheriff mirándolas aferrado a la reja. Susan la parapetó con su cuerpo menudo y permitió que Leena se adecentara y dejara a Cailéan en el mismo cesto que Dermot, a falta de que le bajaran el suyo propio de la torre. ¿Qué hacía allí? ¿Asegurarse de que había llegado bien y que no se había vuelto loca de atar?

—Habéis perdido peso… —espetó él con cierto desdén, llenando la celda con su presencia sebosa.

—No puedo decir lo mismo de vos —le replicó Susan, con una punzada de celos, pues en todo ese tiempo no se había dignado a visitarla ni por interesarse por el estado de su hijo.

—No hablaba con vos, mujer —le dijo apartándola, ignorándola y haciendo que Leena se cuadrara ante su acritud—. Me gustaría empezar de cero con vos, Milady. Ahora que la ofensiva contra Escocia se ha reanudado y dudo que el conde y su perro vengan a menudo por aquí, quizás podamos pasar algo de tiempo juntos y mejorar las condiciones de vida de vuestro pequeño.

Leena enmudeció. ¿Le había dicho lo que había creído entender? ¿Qué había pasado ese mes para que hubiera dado por zanjado el trato? Estaba escandalizada e iba a protestar cuando, por si le quedaba alguna duda, el sheriff la cogió inesperadamente de la cintura y forzó un beso que fue incapaz de repeler.

—Salid de la celda, Susan —ordenó tajantemente, centrándose en disfrutar de tener a Leena en sus brazos por fin.

Las noticias sobre que la guerra había comenzado y el convencimiento de que las incursiones irían para largo le habían alentado a dar de una vez el paso. Leena no se resistiría por el bien de su hijo y la coaccionaría para que no contara nada a ese conde escocés y mucho menos al hermano del rey. Sí, eso haría, se dijo.

El muy bastardo le presionó con la mano libre las mejillas a Leena, obligándola a abrir la boca como un pez e introduciendo su áspera lengua a la fuerza y dejándole un regusto a cecina rancia. No esperó a que saliera Susan siquiera. Rozó sus pechos con su cuerpo y no se acercó más porque la voluminosa panza le impedía hacerlo.

La tenía inmovilizada, no podría zafarse de él aunque quisiera. No sabía qué hacer y comenzó a sollozar, notando como las manos de ese pulpo la manoseaban con lujuria por encima de la ropa e introducía sus dedos grasientos por el canalillo del escote. No le dio tiempo a rezar más que la primera frase de una oración cuando, de repente, sintió que el abrazo del hombre se hacía cada vez más liviano hasta terminar soltándola por completo.

—Tranquila, mi palomita. Está bien, vos ganáis —dijo poniendo las manos en alto en un lugar visible y donde su amiga pudiera verlas.

Leena, ofuscada, se recolocó el vestido lo mejor que pudo y dio un paso atrás, sin saber si era a ella a quien le había dicho tales palabras. Sin embargo, se percató de que la destinataria era Susan, que temblaba de cabeza a pies, y sostenía la daga sobre el costado del sheriff con dificultad, mientras lloraba de pura rabia. Leena le pidió a Dios que no le flaquearan las fuerzas a su amiga en estos momentos y se dio cuenta de que la daga con la que amenazaba al sheriff era la suya propia.

—Sé lo que necesitáis y aquí lo tenéis —le susurró él con una voz inusualmente ronca, y seductora, a la vez que se acercaba tranquilamente a la que fuera su amante y guiaba la mano libre de Susan hacia su erección.

La joven no se lo esperaba y tuvo un instante de duda al sentir cómo él gemía mientras se acariciaba un par de veces con su mano. ¡Lo había querido tanto! Leena apartó la vista repugnada y dio un paso atrás, teniendo que ahogar un grito poco después cuando el muy zafio le hizo un quiebro a Susan y la desarmó, apartándola por segunda vez y tirando el arma fuera de su alcance, aunque no lejos.

Después, el hombre volvió la mirada a Leena. Sus ojos brillaban negros y fieros, como los de un auténtico depredador. Estaba disfrutando de poder cercarla contra la pared y calentar su sangre con un erótico forcejeo, rasgando parte del escote del corpiño y de los bajos de la falda. Leena solo supo pronunciar «piedad.»

Susan se lanzó nublada por los celos y la ira contra el sheriff al sentirse utilizada y menospreciada, permitiendo que la escocesa quedara libre de nuevo con el empujón. No sabía cómo, pero había conseguido coger de nuevo el arma. Sus estocadas eran arbitrarias y temerosas y Craig fue capaz de esquivarlas, pero recibió un corte superficial en el hombro que le tiñó la camisa de sangre con rapidez y le hizo blasfemar a voz en grito.

—¡Maldita zorra! ¡Me las pagaréis! —le gritó abofeteándole la cara y tirándola al suelo—. Si no me hubierais negado vuestro corazón, además de vuestro cuerpo… Jamás me habría fijado en otra distinta a vos… ¡Y todo por ese maldito niño del demonio! ¡Lo odio! ¡Los odio! —apuntilló como un toro embravecido dirigiéndose al cesto de los niños.

Los pobrecitos lloraban asustados por el griterío. Leena tembló al oír sus palabras e intentó llegar a la cesta que contenía a los bebés, temiendo que ese cerdo atentara contra ellos. «¡Los odio!», había gritado claramente y temió que, preso de la enajenación que sufría, les hiciera daño. Susan, aún aturdida por el golpe, se limpió los restos de sangre del labio roto con el dorso de la mano y, cuando se dio cuenta de las intenciones del que fuera su amante, intentó cortarle el paso para que no se acercara a los infantes.

Todo fue muy rápido. Leena lo agarró por la manga de la camisa en un intento de frenarlo, pero la arrastró como a una muñeca sin que él se inmutara. Se sumaron los gritos de angustia de ellas a los lloros de los niños, mas a ninguna de las dos le fue posible impedir que Craig Gibbs cogiera sin mirar a uno de ellos por las piernas y con un simple gesto lo estrellara contra la pared de piedra.

Tras el crujido de los huesos rotos, el silencio más atroz envolvió el lugar. Nadie respiraba. El olor a sangre y heces se intensificó hasta el punto de tener que contener las arcadas. Susan lloraba en silencio, con los ojos muy abiertos y las piernas flexionadas. El sheriff miró a su alrededor como si acabara de despertarse de una pesadilla y soltó el cuerpo sin vida e irreconocible del pequeño con una expresión de horror y asco.

La muerte se hizo un hueco entre tanta podredumbre, extendiendo su fino manto para llevarse el cuerpo sin vida del pequeño y devolviendo poco a poco el aliento a las almas de los mortales. Craig Gibbs carraspeó. ¿Qué decir ante tal barbarie? Se rascó la barba y la coronilla, sin saber muy bien si quedarse o salir huyendo. Se le había ido la situación claramente de las manos. Ver el amasijo de huesos y sangre en el que había convertido a uno de los niños fue superior a él y vomitó.

Leena se puso en pie con esfuerzo e intentó acercarse al cesto, pero al ver el cadáver sanguinolento, se desmayó en los brazos del sheriff sin saber si el pequeño Cailéan había sido el elegido.

La jaula del petirrojo
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