CAPÍTULO 06
LAS ENTRAÑAS
Edinburgh, Escocia, febrero de 1335.
No había pasado ni un día, ni semana, ni mes que Ayden no hubiera deseado con todas sus fuerzas despertarse de ese infierno. A veces se enfurecía contra Dios y contra los hombres, maldecía incluso a su hermano por no haber ido a socorrerlo de algún modo. Erroll lo escuchaba en silencio, sabiendo que desvariaba y lo dejaba desahogarse.
—Neall, ¿qué ha sido de vuestra palabra, bràthair? ¿Cuándo vendréis a rescatarnos? —se preguntaba desmoralizado, cansado de esa celda inmunda de la que conocía cada palmo y con el temor de que su hermano hubiese muerto.
Los días pasaban y la rutina empezaba a conseguir que hasta la barbarie más dura se normalizase. Los pesados trabajos en la cantera no eran nada comparado con las pruebas del Alguacil, al que veían prácticamente a diario por una u otra cuestión.
Ese día había amanecido como cualquier otro de invierno en Escocia: gris, lluvioso y con un viento que, cuando hacía su gélida ronda, podría helar las entrañas del infierno. Los presos esperaron al Alguacil, impacientes por empezar a correr por la explanada. Al menos así entrarían en calor y se olvidarían de que solo estaban cubiertos por ese mísero y apestoso tartan. Sin embargo, el Alguacil se hizo de rogar esa mañana y algunos hombres comenzaron a impacientarse.
Después de un rato interminable a pies quieto junto a la muralla, Sir Richard llegó acompañado por sus sabuesos de caza y sus cuatro perritos falderos de costumbre, que los condujeron a una plaza atiborrada de gente y cerca de la catedral St. Giles. Sus paisanos escoceses los miraban resignados y se persignaban a su paso, otros se iban de la plaza con los puños y mandíbulas apretados, no queriendo ser partícipes de la parafernalia de esos malditos sassenachs.
Ayden observó que habían colocado a todos los niños en primera fila, sentados. Fuera lo que fuese lo que tenían preparado, estaba claro el mensaje: ellos serían la carnaza y el yugo inglés los sometería sin remedio. Contó de un vistazo una veintena de guardias, pero no parecían saber de qué iba la cosa, pues se miraban desconcertados y a menudo. Aún así, era imposible pensar en escapar. El mellizo Murray miró a Erroll, pero el irlandés iba más serio que de costumbre. Estaba claro que algo le preocupaba, mas temió saber el qué en esos momentos. Cuando no pudo soportar por más tiempo su silencio, le preguntó:
—¿Qué os preocupa, caraid?
Erroll lo miró un instante como si fuera un dragón de tres cabezas. No podía guardar el secreto por más tiempo, sabiendo lo que estaba sufriendo.
—Han estado aquí… —comenzó a decir, algo avergonzado—, pero no pudieron acercarse ni a la muralla, debido al ejército que el rey está reclutando más allá de la colina.
—¿Neall?
Erroll asintió. Ayden no pudo más que suspirar de alivio, a pesar de lo que esa mañana había dicho sobre el fracaso de la misión por rescatarlos. Era la mejor noticia que había recibido en meses. Su hermano estaba vivo y no solo lo estaba, sino que no había olvidado su promesa. Pero el semblante de su amigo le advertía que había algo más.
—Han quitado el precio a su cabeza.
—¿En serio? —preguntó el capitán Murray sin necesitar una respuesta, feliz—. ¿Y por qué tenéis esa cara de nabo cocido?
—Quien me ha informado me ha dicho que los estarán esperando para la próxima vez que vuelvan y que han puesto a Sir Kenion Strathbogie al frente de unos cuantos sassenachs, entre ellos, a ese vikingo del demonio.
—No lo entiendo… ¿Lo buscan o no lo buscan?
—¡Ni yo! ¡Al cuerno con todos ellos! —exclamó Erroll con enojo, temeroso de que Neall cayera en la siguiente emboscada.
—Desde que estáis aquí no hacéis más que blasfemar —le increpó Ayden, bajando el tono de voz para que nadie supiera de qué estaban hablando.
—Será el menú —replicó Erroll, intentando quitarle importancia al asunto, aunque realmente le preocupaba.
Ambos se miraron y comenzaron a reírse a carcajadas. El resto los contemplaba como si se hubiesen vuelto locos, quizás lo estuvieran después de todo. El capitán escocés sabía muy bien a qué vikingo se refería su amigo, a Benjamín, ese bárbaro con pinta de Caronte, que blandía el mazo como si fuese la reencarnación de Thor. Él mismo tembló al recordar a ese mastodonte, como normalmente lo llamaba el irlandés para referirse a él. Mas, ¿qué interés había en capturar a su hermano, vivo o muerto, si el rey había quitado el precio por su cabeza? Algo no encajaba, pero dudaba que pudiera averiguar el qué desde su celda. Mucho era que Erroll hubiera establecido buenas relaciones con el carnicero, a raíz de la desgracia que le había costado la vida a su hijo pequeño en la cantera, y le informaba de todo lo que se escuchaba en las calles. Ayden miró de nuevo con preocupación a Erroll. Los dos conocían muy bien a Neall, sabían que volvería y que esta vez lo estarían esperando.
Un chasquido de dedo ante sus ojos le trajo de vuelta de sus pensamientos. Erroll se frotaba las muñecas a su lado y a él le estaban pidiendo que las girara para abrir los grilletes. El capitán escocés miró a su alrededor y respiró hondo, seguían en la plaza y, por lo visto, serían el plato fuerte del espectáculo. A su lado, los presos se arremolinaban al amparo del líder. Ayden no quería tal honor, pero lo asumía desde la muerte de Darragh con el mayor respeto posible, sabiendo que si él flaqueaba, los demás también lo harían.
El guardia cogió a Ayden por el antebrazo en cuanto terminó de abrirle el grillete y señaló a otro de los presos para que lo siguiera. No tardó en darle un pescozón al susodicho para que cumpliera sus órdenes ante su falta de reacción. Ese inglés debía de ser del tipo de soldado novato que, enardecido por los cientos de ojos que los miraban, quería dejar claro quién estaba por encima de quién. Ayden sonrió a su compañero para quitarle importancia al hecho y este simuló la sonrisa y miró al suelo, algo asustado por la multitud que se arremolinaba frente a ellos y ante seis estacas de más de veinte pies.
El tintineo de un cencerro acalló los murmullos de los que allí se habían congregado. La curiosidad por saber para qué eran esos enormes palos que habían dispuesto en la plaza podía más que el miedo que le tenían a los ingleses.
—Para cuando termine el día… —comenzó a vociferar el Alguacil tomando la palabra—, varios de estos doce hombres adornarán vuestra plaza.
Los gritos ahogados de la gente no se hicieron esperar. Ayden observó al que había sido designado como su compañero esa mañana, se había quedado lívido como un muerto y le castañeteaban los dientes como carrañacas. Después miró en dirección a Erroll, seguía sin los grilletes puestos, pero lo habían mandado sentarse entre Bohann y Dacey. Suspiró de alivio al saber que al menos ellos estarían a salvo, pero comenzó a impacientarse cuando buscó con la mirada a Elman y no lo vio por ninguna parte. Un leve toque en el hombro le hizo saber que estaba justo detrás de él y que competiría a su lado por no verse empalado como un venado para la cena de los cuervos. Eso o adornando con su cabeza una de esas malditas picas. ¿Qué les tendría preparado ese bastardo? Estaba claro que debía de estar más atento…
Ayden no tendría que enfrentarse a su nuevo «compañero». De Stone había dispuesto a los presos de una forma arbitraria o quizás demasiado estudiada si se fijaba detenidamente en el adversario que le había tocado en la primera ronda. Resopló, a simple vista ya parecía un hueso duro de roer, pues parecía hábil y lo suficientemente musculado como para ponerle las cosas difíciles cuando comenzaran las pruebas de verdad. ¡Maldita fuera!
La primera prueba del día era sencilla: tenían que trepar por el mástil y coger la cinta que había en lo más alto en el menor tiempo posible. Trepar por un palo, por muy alto y liso que fuese, no entrañaba mayor dificultad para cualquier muchacho que se hubiese criado en las calles de cualquier villa o hubiese sido entrenado caballero. ¿Dónde estaba la trampa? Ayden no tuvo más que tocar el mástil para darse cuenta que había sido impregnado con grasa de foca.
Miró de soslayo a Elman y este asintió. Muchos eran los que estaban intentando trepar y acababan embadurnados y en el suelo. El que no lograra coger una cinta sería ensartado y nadie quería ser la cena de los cuervos. Los presos empezaban a impacientarse y se daban empujones por intentar trepar el mástil, sin importarle si pisaban la cabeza o el hombro del otro por conseguirlo.
Elman tuvo una idea y llamó la atención de Ayden, de un tirón rasgó el dobladillo del faldón y sacó una tira larga. El mellizo Murray lo imitó y se anudó uno de los extremos a la muñeca. No hizo falta que se dijeran nada, cogieron gravilla del suelo y se frotaron las manos y rodillas con avidez. Algunos los miraron sorprendidos y dejaron de empujarse para saber qué estaban haciendo.
—A la de tres —le dijo Elman al capitán escocés, mientras este se posicionaba junto a uno de los palos y entrelazaba sus dedos, impulsándolo hacia arriba, muy alto.
Elman se agarró al poste con fuerza y, ayudándose con el trozo de tela, pudo seguir trepando los escasos palmos que le quedaban para agarrar una de las cintas y después deslizarse sin problemas entre aplausos por haber sido el primero. Rápidamente ocupó el lugar de Ayden e hizo lo mismo con él. Muchos rápidamente lo imitaron en otros mástiles. Nadie quería ser el último, por si acaso. Sir Richard de Stone seguía los avances boquiabierto, sorprendido de que se estuvieran ayudando unos a otros. Lo dejó pasar sabiendo que, entre los últimos, habría más que palabras. Sonrió. No había cintas para todos y pronto se darían cuenta.
Cuando los siete primeros ya tenían su cinta, los que aún no la habían conseguido supieron el por qué de la despreocupación del Alguacil. Quedaban tres cintas y ellos eran cinco. Los que se habían quedado rezagados eran los menos ágiles, los que no terminaban de cogerle el truco a subir ayudándose del trapo. Las telas comenzaban a estar tan impregnadas en esa especie de óleo o sebo que no cumplían correctamente su función, por lo que algunas más que ayudar entorpecían. Nadie quería recibir el castigo y mucho menos rodeado de gente. Los empujones y golpes no se hicieron esperar. Entre los cinco comenzaron a forcejear, primero entre tres, luego los otros dos. Del primer grupo, el más fortachón de ellos pisoteó literalmente a uno de sus contrincantes y trepó con una agilidad sobrehumana, impropia de un hombre de su corpulencia y producto del instinto de supervivencia, pero nadie aplaudió cuando cogió la cinta.
Los otros cuatro se miraron los unos a los otros. ¿Cómo iban a coger la cinta sin la ayuda del que se quedaba abajo? ¿Cómo sin sentenciarlo a ser castigado? Hablaron entre ellos y llegaron finalmente a un acuerdo con lágrimas en los ojos. Ayden los observaba en silencio, sentado junto a Erroll, Bohann, Dacey y Elman. Fuera lo que fuese lo que hubiesen decidido tendría nefastas consecuencias si uno se fijaba en el tic de la barbilla y la sonrisa torcida del Alguacil. Uno a uno, y en silencio, dieron un paso al frente, cabizbajos. Los cuatro asumirían el castigo.
—Bien, ¿esa es vuestra última palabra? —preguntó triunfal el carcelero.
Los cuatro hombres asintieron. Sir Richard de Stone le hizo un gesto a su segundo y este llamó al resto de soldados que aseguraban que los presos no salieran del perímetro. Cuando se llevaron a rastras al primero entre cinco en una determinada dirección, el resto perdió literalmente el color. Nadie se había fijado que al fondo de la plaza había seis mástiles más, de unas dos brazas de altura y parecidos a lanzas de madera acabadas en una punta redondeada.
Los presos que estaban sentados se pusieron rápidamente en pie, rebelados por la atrocidad que se iba a cometer, pero a golpes fueron reducidos, implicándose incluso la guardia ecuestre que los terminó encadenando de manos y pies para que no dieran problemas. Ayden no quiso mirar. El joven en cuestión era el que había sido su compañero durante unos minutos. A gritos, consiguieron subirlo a una de esas estacas, dejando que fuera cayendo por su propio peso e hincándose el mástil hasta las entrañas sin un solo quejido.
El silencio se hizo en la plaza. Las mujeres tapaban los ojos a los niños y los azuzaban para regresar a sus casas pronto. Los hombres se persignaban de nuevo y rezaban por lo bajo, con los puños cerrados y los nudillos blancos, pero nadie osaba gritar que se parara esa barbarie. Si el primero les había costado subirlo a la lanza, para los otros tres hizo falta muchos más guardias para izarlos. El diablo andaba suelto por las calles a plena luz del día y nadie quería quedarse allí para presenciarlo, ni para que acabaran siendo la carnaza de los dos palos que quedarían vacíos tras empalar a esos pobres infelices.
Al último de ellos lo pusieron directamente boca abajo, pues se retorcía como si estuviese poseído y no había forma de empalarlo por el recto como a los demás. La pica penetró por su boca y salió rápidamente por el costado. En realidad, fue el que tuvo más suerte, pues la agonía de los otros se alargó durante horas. Los presos fueron obligados a permanecer allí hasta que el último de ellos dejó escapar su último aliento. Tampoco a los hombres y niños de más de siete años se les permitió abandonar la plaza. El Alguacil estaba exultante. Aleccionar a esos bárbaros del norte le parecía simplemente sublime.
Los gritos de dolor, los quejidos y la agonía de los cuatro presos hasta que la lanza les atravesó el cuerpo o algún órgano vital de parte a parte les acompañó mentalmente mañana, tarde y noche durante muchos días. Nada más llegar a su celda, Ayden lloró amargamente de pura impotencia como nunca antes lo había hecho. Sin embargo, Erroll permaneció callado, ausente, aunque hubo un momento en el que el mellizo juraría que también sollozaba.
Ayden se entristeció por su amigo. Él, menos que nadie, debería de estar pasando por ese infierno. Pasó mucho tiempo antes de que la imagen de esos hombres se ensombreciera en sus memorias. Justamente una semana, la que tardaron en quitar los despojos de los cuerpos de la plaza y comenzar otra nueva tanda de pruebas. La maldad de Sir Richard de Stone parecía no tener fin.
A Ayden, las horas en la celda se le habrían hecho monótonas y tediosas de no estar Erroll pues, aunque el irlandés no charlaba ni bromeaba a su ritmo habitual, siempre conseguía arrancarle una sonrisa y mantenerlo cuerdo ante tanta barbarie. El mellizo daba gracias al cielo por tenerlo a su lado.
Faltaba una semana para marzo, pero las lluvias, el viento y las bajas temperaturas sobretodo no habían dado tregua durante tres largos meses. La explanada del castillo era un cenagal, por lo que dificultaba enormemente seguir haciendo las carreras matutinas a las que el Alguacil los tenía acostumbrados. Tampoco podían bajar a la cantera, pues los desprendimientos de piedras en las últimas semanas habían sido constantes y ya se habían cobrado tres vidas.
Si por algo se alegraba Ayden de que estuvieran sufriendo uno de los inviernos más duros de la historia, era porque habían obligado a las tropas comandadas por Eduardo III de Inglaterra y Eduardo Balliol a interrumpir la invasión que llevaban a cabo desde principios de noviembre del pasado año, dando una tregua a los Guardianes de Escocia que lideraban la resistencia en el norte. Escocia estaría a salvo al menos hasta que llegara la primavera, o incluso el verano.
Las tropas inglesas asentadas en Stirling y Edinburgh esperarían las nuevas órdenes, mientras hacían acopio de víveres e imponían su voluntad a los lugareños, tras matar o encarcelar a cualquiera que les hiciera frente. No era tiempo de heroicidades individuales, ahora más que nunca, los escoceses debían unirse para hacer frente a una gran guerra. Una que se recordaría durante años y de las que los bardos cantarían generación tras generación, como ya venían haciendo con las gestas de William Wallace y las hazañas del rey Robert Bruce.
Sin embargo, el capitán Murray arrastraba una honda pena, pues seguía sin tener noticias de su hermano Arthur, ni de su primo Andrew, uno de los citados y más afamados Guardianes del reino. Tampoco era que supiera mucho de Neall, el más querido de todos ellos, del que no sabía más que lo que el carnicero le había dicho a Erroll.
A pesar de la lluvia recia, el Alguacil los mandó reunirse en la explanada. Ayden sintió que los malditos goterones le martilleaban las sienes después del largo tiempo allí parados a pies quieto y deseó volver a la celda cuanto antes. El frío le hacía castañetear los dientes inevitablemente. Por lo demás, estaba rígido como una estatua, o al menos eso creía hasta que despertó rodeado de presos, mientras el Alguacil se ensañaba abofeteándolo para que recuperara el conocimiento. Ayden se sintió avergonzado, mas notó un verdadero alivio cuando mandaron a todos de nuevo a sus celdas. Erroll lo acompañó agarrándolo por la cintura y dejando que su amigo pasase el brazo por su hombro.
¿Qué demonios le pasaba? Nunca en su vida se había sentido tan débil.
El irlandés lo observaba preocupado. A pesar de compartir celda a diario con Ayden, apenas lo reconocía. El joven había perdido mucho peso y, aunque aún podía considerarlo un hombre fuerte y robusto, era como si hubiese envejecido quince años. Además, hacía semanas que incluso la única comida del día se le antojaba intragable y agradeció que les dieran descanso como agua de mayo. El irlandés no sabía qué más hacer. El cansancio y las penurias empezaban a mermar sus voluntades. Se estremeció cuando oyó cómo su amigo deliraba palabras ininteligibles y temió que las fiebres, se lo llevaran por delante como a tantos otros.
Ayden, ajeno a los pensamientos de su compañero de celda, hizo un sobreesfuerzo por mantenerse en pie. Le ardía la cara, y no solo por haber sido víctima de la inquina de su carcelero momentos antes, o eso temía. Estaba mareado, como la primera vez que cogió una borrachera tras descubrir a su Leena en brazos de su hermano. Tragó saliva. ¡Sentía tan lejanos todos esos recuerdos! Los añoró. ¿Estarían bien? ¿Lo habrían olvidado? No, no sería injusto con su memoria, si aún no habían conseguido sacarlo de allí era porque les había sido imposible, o al menos eso quería creer cuando cerraba los ojos, exhausto, cada noche en su celda.
El mellizo se sentía como un anciano que estaba a un paso de la muerte… Los recuerdos se agolpaban en su mente hasta el punto de marearlo. El cansancio y la casi inanición a la que se veían sometidos empezaba a pasar factura no solo en la alarmante pérdida de peso que estaba sufriendo, si no en sus pensamientos, pues comenzaba a no saber qué era realidad y qué ilusión. Si seguía mucho tiempo así, terminaría perdiendo la razón. Suspiró. Leena y Neall… ¡de eso había pasado tanto y habían sido tan diferentes las cosas a como él en un principio las había imaginado!
El camino a la celda se le hizo eterno a Ayden. No había llegado a la entrada de las mazmorras cuando se llevó la mano al pecho y tosió con fuerza. Al limpiarse, descubrió que había restos de sangre en la tira de trapo que había usado como pañuelo. Miró a Erroll, pidiendo al cielo que no se hubiese dado cuenta y suspiró aliviado al comprobar que su amigo estaba más afanado porque ambos no se metieran en un charco de barro de vuelta a la celda que en otra cosa. ¡Gracias a Dios!
Ayden le había jurado a Erroll que no se rendiría. No podía morir ahora, no sin luchar con uñas y dientes. Respiró la humedad del ambiente y el fragrante olor a tierra mojada, agradeciendo que no hubiera dejado de llover para poder así sentir las gotas de lluvia cómo lágrimas bendecidas de Dios sobre su rostro. En cierto modo pensó que, si conseguía pasar esa noche vivo, se salvaría. Pero al anochecer, Sir Richard de Stone los volvió a mandar llamar.
—¿Qué querrá ese esbirro de Satanás ahora? —se preguntó en voz alta Erroll y Ayden simuló una sonrisa, aunque aún tiritaba convulsivamente de frío y le ardían las sienes.
Había dejado de llover, pero aún tenían húmedas las ropas. Nadie se había dignado a ofrecerles una muda seca, aunque de qué se extrañaba a estas alturas, había perros mejor alimentados en cualquier casa de la capital del reino…
La explanada estaba iluminada como si se tratase de un torneo nocturno, pero salvo ellos, los presos, los guardias y el mismísimo Alguacil, no había nadie más. Incluso la guardia que apostaba las almenas junto al rastrillo y al foso habían dejado sus puestos. Eso olía mal.
La noche era clara y brillante después de todo el día lloviendo. La media luna sonreía desde un cielo limpio de nubes y colmado de estrellas. Ayden llenó sus pulmones del frescor que destilaba la hora prima, mientras aguantaba lo más quieto posible que empezara la prueba a la que habían sido convocados, aunque su cuerpo no dejaba de tiritar convulsivamente.
La pequeña brisa que sacudió la explanada del castillo reavivó un manto rojizo en el suelo y los presos contuvieron al unísono la respiración, mientras se miraban unos a otros con el rabillo del ojo para no hacer aún más latente el desconcierto que se reflejaba en sus caras. No era posible, pero a estas alturas… ¿quién se sorprendía de que Sir Richard hubiera recreado en la tierra el mismísimo infierno?
Las brasas se volvieron incandescentes unos segundos y poco a poco se fueron apagando hasta dejar la explanada como un manto negro, impenetrable. Ayden no tuvo dudas sobre lo que había visto tanto por las caras de sus compañeros como por los breves destellos que a veces brillaban rojizos, candentes, como bocas a un inframundo desconocido. Se estremeció. La humedad que sentía y que le helaba los huesos lo llevaba a desear al borde de la locura esa silenciosa promesa de calor. Sus pupilas se contrajeron y sintió cómo Erroll le agarraba la mano un breve instante antes de volver a soltarlo de nuevo. Lo miró, pero su amigo no estaba a su lado. Estaba solo… ¿Qué había hecho? ¿Era posible que hubiera dado un paso al frente?
Terminó de despertarse de su ensueño con las palmadas de Sir Richard. Aún sentía el embrujo de las brasas en su memoria y el extraño calor que lo llamaba como un kelpie a las negras aguas de un lago. Titubeó si dar un paso atrás, deseando que la tierra se lo tragara por su osadía. No tenía ni el cuerpo ni la voluntad para más pruebas, pero permaneció quieto deseando hacerse invisible por momentos.
—No esperaba menos del hijo del gran Sir Alastair Murray —escupió literalmente, limpiándose el resto de saliva con la manga de su chaqueta enguatada—. Solo un loco o un temerario desea poner en manos de Dios su suerte.
Erroll musitó un «precisamente, Dios dice…» y Ayden tuvo que hacer grandes esfuerzos por no echarse a reír, a pesar de todo. Sir Richard de Stone era la reencarnación del demonio y según se empezaban a avivar las brasas con la creciente brisa, los había llevado a sus dominios.
El Alguacil se colocó ante Ayden y le sonrió. «Maldito bastardo…», prácticamente le sacaba la cabeza a ese sanguinario o el odio que sentía por él lo había encogido. «Ojalá», pensó. Si no estuviera encadenado y quisiera socavar las esperanzas de salir con vida de esas mazmorras, acabaría con él de inmediato, podría hacerlo antes de que uno de sus malditos escoltas pudiera detenerlo. Pero no, tenía que lograr sobrevivir como fuera, aunque él mismo hiciera tonterías llevado por el cansancio extremo como dar pasos al frente para hacer una nueva prueba en la que de seguro tendría que andar sobre un suelo ardiente.
Ayden pensó que cada vez se parecía más a Neall y sus divagaciones, esas que tanto había criticado siempre, y chasqueó la lengua. Al fin y al cabo, a su hermano no le había ido tan mal de un tiempo a esta parte, o al menos eso deseaba fervientemente todos los días en sus oraciones. Esperó a que hablara el Alguacil, pero el muy cretino se estaba deleitando con la inseguridad que estaría provocando el silencio en el preso.
La obsesión que el Alguacil tenía con Ayden no pasaba desapercibida para nadie. «Su preso, su preferido, el vivo reflejo de su padre…». Lo que habría dado en otro tiempo por ver a ese perro escocés revolverse en su tumba al saber lo que le estaba haciendo a su hijo. O mejor aún, lo que estaba por llegar. Deseaba tanto verlo sufrir como tenerlo bajo sus manos y lo odiaba por ello. Rogaría por su vida, lo tenía decidido y, justo después, le daría caza como al perro que era.
Ayden pareció intuir los pensamientos del sassenach y dio otro paso al frente, quedándose a solo un par de dedos del Alguacil. Al principio, este no se amilanó, pero al ver el destello rojo que desprendían los ojos del preso por el reflejo de las brasas, lo pensó mejor y se echó atrás. Un paso, dos… los justos para que no compartieran el aire que respiraban. «Yo te domaré, perro…», se dijo para sí en un estado casi febril el carcelero y rompió a reír a carcajadas, inundando con su malévola risa el lugar y haciendo tiritar hasta las estrellas del firmamento.
Uno de los presos se meó encima y, como respuesta, uno de los guardias le clavó en los costados la empuñadura de su espada bastarda, cayéndolo de rodillas.
—Vaya, vaya, vaya… ¡otro voluntario! Esto se pone interesante. ¿Qué tal si hacen una carrera sobre las brasas? ¿Eh, chicos?
Los guardias que custodiaban al pobre muchacho que seguía arrodillado en el suelo se miraron risueños y se rascaron la coronilla. Sir Richard se estaba dirigiendo a ellos por primera vez en su vida y no sabían muy bien si tenían que contestarle o no. Finalmente, se decidieron a esbozar una de sus mejores sonrisas, mostrando la falta de algunos dientes.
El Alguacil suspiró, estaba rodeado de mentecatos… «¡Qué cruz!», pensó. Sin embargo, al menos esa noche se resarciría un poco del mal día que le habían hecho pasar rodeado de estirados lameculos al servicio de Lord John de Eltham, el hermanísimo del rey que se la tenía jurada desde el incidente de la plaza. Todos parecían estar muy nerviosos y rodeados de planos de esa maldita tierra. Sin duda, se avecinaba algo gordo, aunque jamás habría pensado que sería la retirada. ¿Podría volver a Inglaterra pronto? Fuera lo que fuese lo que estuviesen tramando, en el último momento lo dejaron fuera de las decisiones importantes. Aislado, repudiado, señalado por hacer lo que ellos mismos estaban deseando hacer y se veían incapaces. «Hipócritas, cobardes…», apretó los puños con fuerza hasta crujir los huesos de los dedos.
De Stone quería sangre o, en su defecto, olería a carne chamuscada… Sonrió y dio la orden para que estuviesen listos. Ayden se aproximó con paso lento al borde de esa alfombra infernal y tragó saliva. Era de las pocas veces que hubiera corrido tanto como el viento, de no haber dejado a nadie atrás. Instintivamente, escudriñó entre las sombras hasta que distinguió a Erroll y este asintió.
Los ojos del irlandés estaban concentrados en las brasas y en cualquier gesto de debilidad de Ayden. Sabía que su amigo se pondría gustoso en su lugar y el mero hecho de saberlo, lo reconfortó. Su boca era una fina línea recta y juraría que le rechinaban los dientes en ese gesto tan típico de él cuando estaba nervioso. Lo juraría, pero ante lo que tenía delante de sí, prefería no tener que poner la mano en el fuego. «No nacisteis con el don de la gracia, dejad los chistes para otros», se reprendió a sí mismo.
Seguidamente, el mellizo miró de refilón al muchacho con el que competiría por llegar el primero al otro lado de las brasas. Era mucho más joven que él, robusto y bien nutrido. Su piel estaba sonrosada y tenía el cabello limpio. Había estado mucho tiempo sin aparecer por las canteras y tampoco los había acompañado a la explanada en los dos últimos meses. Las malas lenguas decían que había sido el mancebo de una bruja, pero él no creía en esas cosas. Sin embargo, ahí estaba… a su lado y con los calzones manchados de orín, mirándolo con reproche y algo parecido a un brillo de superioridad que no le gustó nada. ¿Tan mal aspecto tenía? ¿Acaso no sentía la humedad y el hedor de su calzón?
Ayden se dio un pequeño repaso y se percató de su lamentable estado, hecho que había obviado para no desmoralizarse a medida que iba pasando el tiempo. Cierto que parecía un esqueleto andante y que hasta tendría las cuencas de sus ojos totalmente oscuras y hundidas por el cansancio como el resto de sus compañeros. Solo un año atrás, ese muchacho engreído no le habría durado ni la mera intención de tomar aire y ahora…
Fue realista, no las tenía todas consigo para ganar la carrera. Resopló. Volvió a mirarlo y vio en sus ojos que, a pesar del miedo, iría a por todas. Ese era de los que venderían a su madre por un cuenco de sopa caliente. El capitán escocés estaba intrigado por su extraña reaparición. ¿Dónde se habría metido y sobre todo… qué había hecho para volver a jugarse la vida a diario?
Sir Richard se dirigió a ellos y tuvo que repetir las órdenes para cerciorarse de que ambos presos habían entendido bien las reglas. Tendrían que ir y volver sobre las brasas. Quien llegara el último tendría que volver a correr sobre ellas con un compañero a cuestas. Ayden sabía lo que eso significaba, a más peso, más posibilidades de acabar con mayores quemaduras y menos garantías de terminar el recorrido indemne.
El capitán escocés llenó sus pulmones de aire y fue incapaz de aguantar el escalofrío que atravesó su cuerpo de parte a parte. Sentía la bofetada de aire caliente que desprendían las brasas cercana a los dedos de los pies y el viento gélido azotando sus ropas, aún húmedas del chaparrón de la mañana. Tuvo un último pensamiento para Leena y, cuando el carcelero dio la orden, echó a correr con todas sus fuerzas. Al principio el cuerpo agradeció el calor de las ascuas. Las callosidades que se le habían ido formando en sus pies esos meses habían actuado de barrera inicial, aunque pronto comenzó a sentir las quemaduras en los dedos.
Un poco más, solo un poco más… Le llevaba cierta ventaja a su adversario, aunque no la suficiente como para respirar tranquilo. En el último instante notó cómo lo trastabillaban y dio con las rodillas y palmas de las manos en los últimos resquicios en las brasas.
—¡Maldito hijo de perra! —blasfemó Ayden sin poder evitarlo, dándole un puñetazo al suelo con rabia, mientras el otro terminaba la carrera antes por apenas una brazada.
De Stone se acercó a Ayden y le tendió la mano para auparlo. El capitán hubiera preferido que se lo tragara ese infierno por el que acababa de pasar antes de que ese malnacido viera el brillo húmedo de sus ojos. «Inocente… te juegas la vida… ¡Piensa!». El carcelero no dijo nada, sorprendentemente, solo hizo un mohín con la boca que le recordó a sus tiempos de escudero con Sir Ian Campbell. ¿Era decepción lo que veía en sus ojos? ¡Diablos! ¿Decepción?
De un manotazo se quitó los restos de las brasas. Se le unía a su demacrado aspecto un singular tizne que le daba un aspecto salvaje y fiero. Comenzó a temblarle la mandíbula de la pura rabia que sentía y sus músculos se revitalizaron con el flujo de una sangre nueva y vigorosa: la propia del orgullo.
Erroll esquivó a los guardias y se acercó a Ayden, importándole un cuerno que el Alguacil estuviera a su lado. El mellizo agradeció que no le preguntara si estaba bien. Esta vez tenía que ganar la carrera como fuera o no sabía qué vendría después. ¿La muerte? Después de tantos meses en el infierno se le antojaba un paso celestial si no fuera porque no volvería a verla a «ella».
—Prometedme que la cuidaréis cuando todo haya acabado —le dijo tan bajo al irlandés que si no hubiese sido por su respuesta, él mismo creería que lo había soñado.
—Lo haréis vos mismo cuando salgamos de aquí —respondió a media voz su amigo—. Coged al muchacho, es el que menos pesa después del niño.
Ayden entendió perfectamente lo que le decía. El «muchacho» era alto y enjuto como un silbido. No podría pesar mucho más que Flynn, el niño al que se refería Erroll y que prefería incluso no nombrar para no levantar suspicacias. El Alguacil estaba pendiente a todos sus movimientos a pesar de que la oscuridad de la noche les daba un velo de intimidad.
Ambos sabían que el niño le daría problemas a la hora de cargarlo. Nadie se fiaba de la pequeña sabandija, como todos llamaban al mocoso de doce años y que le tenía una especial inquina al pequeño grupo que formaban Ayden, Erroll, Bohann, Dacey y Elman. El por qué era demasiado sencillo y comprensible si atendíamos a la edad del susodicho.
Hacía una semana que habían tenido que hacer una carrera de relevos y el pequeño Flynn, pues tal era su nombre, quería a toda costa estar en el grupo del capitán Murray. Por azares del destino y de elección de turno, Ayden eligió para su equipo a Bohann y el contrario lo eligió a él. Por más que pataleó e insistió, el Alguacil no atendió a sus súplicas. Para más inri, el grupo de Flynn perdió y, como consecuencia, habían tenido que limpiar las letrinas del castillo durante toda la semana. No, definitivamente, no era buena idea elegir a Flynn en esos momentos.
Sin quererlo, se habían agenciado un enemigo que se las haría pagar caras más tarde o temprano, si atendían a sus miradas de odio contenido. Desde aquel día, el niño se había mostrado siempre dispuesto a congraciarse con el Alguacil de un modo u otro y no precisamente para que le rebajase el castigo. El niño buscaba la forma constantemente de ponerlos en evidencia, sin importarle llevar razón o no. A Ayden y a Erroll les recordó a Sir Kenion Strathbogie de pequeño y eso los inquietó. ¿Habrían creado un monstruo sin quererlo? Ayden lo lamentó profundamente. Sabía que no elegirlo ahora sería el estoque final para el ego del muchacho y su pérdida definitiva. Ante la insistencia de Erroll, masculló:
—Lo sé, lo sé. Elegiré a Robert de la forma más sutil posible.
Se acercó con los pies doloridos por las quemaduras a Flynn. Las ampollas comenzaban a escocerle y la carne viva le daba tremendos dolores a cada paso que daba. Resopló, si seguía lamentándose lo pasaría peor. El niño sonrió maliciosamente, pero cuando se agachó frente a él en lugar de darle la mano para que se levantase, entendió que no volvería a escogerlo por segunda vez.
—Caraid —comenzó a decirle lo más cariñosamente que pudo a Flynn—, apenas puedo sostenerme en pie. No me perdonaría cargaros a mis espaldas y que os cayerais conmigo sobre las brasas. No después de la última vez. Lo entendéis, ¿verdad?
El niño asintió y rodeó sus rodillas con sus brazos, escondiendo brevemente el morro tras ellas, sin querer ver quién era el elegido aunque ya lo sabía. Él pensaba cobrarse el disgusto del otro día propinándole un codazo en los costados o trabándolo de algún modo… Quería volver a ver el dolor reflejado en su cara, humillar a su héroe por no haberlo escogido, hacerle ver lo mucho que le había entristecido que no lo hubiera escogido cuando él lo adoraba. Ahora no solo no podría, sino que jamás podría vengarse de Ayden porque era el único que lo había tratado con afecto.
Al niño le escocían los ojos y no era por el humo y cenizas que se levantaba de ese infierno de brasas cada vez que soplaba el viento. Sin embargo, ¿sería verdad que lo hacía por su seguridad o habrían sido sus sentimientos tan evidentes y se habría asustado de lo que pudiera hacerle? No, definitivamente, su corazón de niño creyó que el capitán Murray había dicho la verdad y esperó expectante, como el resto, a que acabase bien la noche para todos.
Ayden se apoyó en los hombros del muchacho para ponerse en pie. Los pies le dolían horrores y tenía que volver a meterse en ese infierno. Pensó que no podría. Las primeras ampollas brillaban cuando las pavesas enrojecían y las antorchas le daban con su luz.
Erroll había vuelto a ocupar su lugar junto al grupo central y lo miraba transmitiéndole ánimos. Los necesitaba, ¡ay, si los necesitaba! Miró un instante la joven luna, apenas dibujada en el cielo colmado de estrellas y cerró los ojos para verla a ella, «su» Leena, con las mismas los abrió y llamó a Robert. El muchacho se puso en pie, su cara de sorpresa lo decía todo. El joven se acercó con el entrecejo fruncido y miraba de reojo las brasas. Le llegaba a Ayden por el hombro, pero su cuerpo era enjuto como los tallos que crecen en las veredas del río.
—¿Confiáis en mí? —le susurró Ayden, mientras se colocaban muy cerca de las brasas.
Robert asintió, aunque su labio superior temblaba y parecía que estaba rezando. Ayden intentó sonreírle un poco para infundirle valor, pero el gesto se quedó en una triste y tirante mueca.
—Apoyaos en mi hombro y dejad vuestro cuerpo lo más laxo que podáis, voy a cargaos sobre ellos.
El joven volvió a asentir y lo levantó con gran esfuerzo, a pesar de lo poco que pesaba. El capitán escocés estuvo a punto de marearse cuando consiguió erguirse ante el manto infernal. Su contrincante lo miraba entre disgustado y maravillado y, cuando le devolvió la mirada, frunció el entrecejo y apretó la mandíbula.
¿Qué pasaría si se negara a hacer la prueba? O lo más probable, si no la terminara. Ayden observó con el rabillo del ojo la cara de expectación de los presos. Si tenía que morir, moriría luchando. Justo cuando el Alguacil acababa de dar la salida, el mellizo sacó las fuerzas de las entrañas para gritar como un bárbaro, asustando en parte a su adversario, que no se esperaba ni esas energías ni ese torrente de entusiasmo.
Robert le pareció una pluma pasado el dolor inicial. Sus piernas respondieron al estímulo de quien luchaba hasta el extremo por su vida y no tenía nada más que perder. Las quemaduras sobre quemaduras estaban tan recientes que casi le pasaban desapercibidas entre las malditas brasas que le cubrían hasta los tobillos. A medida que corría, el manto parecía engullirle como si se le estuviesen derritiendo los pies literalmente.
El joven no se movía, si le hubiesen dicho que portaba un costal de harina se lo hubiese creído sin dudarlo. Iba con los ojos cerrados, tan apretados que debían dolerle al pobre. No se movía, ni siquiera cuando a Ayden le fallaban las rodillas y tropezaba levemente. No obstante, sabía que estaba vivo porque continuaba rezando a los antiguos dioses de sus ancestros, haciéndole recordar plegarias de la vieja tata Deirdre que creía olvidadas.
Una brasa al rojo vivo le quemó por encima del tobillo y su rostro se contrajo como si un rayo lo hubiese atravesado de parte a parte. Ayden aguantó el aullido con todas sus fuerzas mientras recorría el último tramo y se sorprendió de escuchar los gritos de su alrededor. ¿Qué demonios estaba pasando? Estaba tan concentrado en no poner a Robert en peligro y en no caerse que había perdido la noción del tiempo y de su alrededor. El muchacho seguía rezando por lo bajo. Ni siquiera los gritos le distrajeron un momento.
Cuando terminó el recorrido, el capitán escocés cayó de rodillas y, bajando la cabeza, hizo rodar al joven como si fuera un saco. Robert se incorporó de un salto, como si por causa de un hechizo, hubiese vuelto a la vida al contacto con la tierra, comenzando a saltar de júbilo hasta que se percató de que nadie acompañaba su euforia. El resto de los presos estaban en pie, con el rostro demudado y algunos incluso tapándose los ojos.
Ayden seguía temblando convulsivamente, ajeno a lo que pasaba a su alrededor, demasiado exhausto para levantar la cabeza siquiera y saber a qué venían esos gritos que contrarrestaban los de júbilo de Robert. Exhausto, de rodillas y con la cara llena de lágrimas que le perfilaban la nariz hasta la punta para caer goteando en el albero, sintió la mano de Erroll sobre su hombro y sollozó.
—Ya ha pasado todo, caraid…
Apenas tenía fuerzas para hablar y apoyó la frente en el pecho de su amigo, sintiendo levemente el calor de su cuerpo a pesar del frío y el latido febril de su corazón.
—¿Y…?
Erroll suspiró. Su silencio y el apretón de su mano callosa en su nuca le advirtió que su adversario no había logrado su objetivo a pesar de la gran ventaja. Sir Richard de Stone no paraba de dar órdenes a gritos, balbuciendo obscenidades, mientras sus ojos bailaban adornados con una terrible excitación.
Ayden no era el único que sollozaba, muchos lo hacían a su alrededor. Temió preguntar qué había pasado. El olor a carne y pelo quemado le daba suficiente información. Pero, ¿cómo…? ¿Se le habría prendido el tartan con alguna brasa?
En la carrera, hubo un momento en que dejó de verlo, se había centrado en correr con todas sus fuerzas y en poner a salvo a Robert. No había mirado atrás en los primeros gritos, poco antes de llegar a la meta, tampoco había podido al terminar, pues se había quedado completamente exhausto. ¿Podría haber hecho algo por su vida? El mellizo cerró los ojos de nuevo con fuerza y vio a ese joven lozano y engreído convertido en una bola de fuego… solo y sin que nada ni nadie pudiera socorrerlo.
—Sacadme de aquí, Erroll… —le imploró.
Y la oscuridad se cernió sobre sus ojos durante largo tiempo.