CAPÍTULO 01
INFIERNO
Tierras Altas de Escocia, últimos de agosto de 1334.
Aún quedaba cruzar el vasto loch Cluanie y un largo camino a Eilean Donan. Las montañas cada vez eran más altas y los desfiladeros más pronunciados, encajonando al lago en un valle. La temperatura oscilaba según el viento y lo mismo eran bendecidos por el cálido sol otoñal que acribillados por una cortina de agua densa que los dejaba empapados.
El viento azotó la quebrada e hizo que la superficie del loch Cluanie pareciera la piel de una gallina desplumada. Neall sabía que no podían perder más tiempo, aunque sus músculos agradecieron sobremanera esos minutos de descanso. El joven capitán Murray miró a su alrededor, hacía mucho tiempo que no visitaba las Highlands y la sensación de paz absoluta lo sobrecogió.
No había ningún ave en el cielo, ningún animal que turbara ese abrumador silencio, solo quebrantado por el viento y el latir acompasado de sus corazones.
Se sintió amenazado por unos ojos que los observaban desde la tierra, desde lo profundo del lago, que parecían advertirle de un peligro próximo. Inquieto, le confesó a su hermano la desazón que tenía en el cuerpo y Ayden volvió a tomar las riendas de Gigante. Nunca había que menospreciar ese tipo de augurios, más cuando se tenía detrás a un ejército pisándoles los talones. En caso de emboscada, ese lugar les daría pocas oportunidades de defenderse y debían irse cuanto antes.
—Bien, cabalgaremos hasta el río Shiel y valoraremos la situación. No tenemos mucho tiempo y el camino hasta la tierra de los Mackenzie aún es largo —hizo saber Ayden a sus compañeros y su cuñada, azuzando al caballo para no perder más tiempo.
La expresión en el rostro agotado de su hermano mayor alertó a Neall Murray de que algo no iba bien y miró hacia el horizonte, donde la mancha negra y amenazante era cada vez más grande y devastadora. El río les daría la oportunidad de pescar algún salmón o quizás un pez espinoso, muy valorado en la región. Cualquier pieza sería buena, incluso una lamprea o una platija con tal de comer algo fresco, pues los entretendría y acallaría sus tripas. Además, tanto el lago como el río que recibía su nombre les brindarían la oportunidad de elegir varios caminos diferentes e intentar perder de vista a sus perseguidores en la medida de lo posible.
El paisaje se fue haciendo cada vez más montañoso y, aunque aún estaban lejos del mar, la brisa llenaba sus pulmones con aroma a sal. Leonor montó esta vez sola sobre Tormenta y admiró las empinadas colinas que se elevaban, cada vez más altas y majestuosas, desafiando a las nubes hasta coronar el cielo. Nunca había estado tan al norte, en las Highlands, y observó los alrededores con atención.
Cuando llegaron al lugar, los caballos aprovecharon para abrevar en la orilla y los hombres para aliviar sus vejigas tras los frondosos matorrales o al amparo de los troncos de los árboles. A pesar del hambre y de que prácticamente los peces les saltaban a las manos, nadie intentó pescar nada, pues solo ver que cada vez tenían más cerca a esos indeseables, les había revuelto el estómago a más de uno.
Hacía frío, a pesar de que todavía faltaban semanas para el otoño, quizás no tanto como para que la piel del pecho de la joven se le erizara. Leonor no quiso pensar en malos presagios, aunque todo apuntaba a que lo que se avecinaba podía poner fin a sus días. Como su esposo, tuvo la sensación de ser observada de algún modo sobrenatural e inexplicable y se enjugó la cara y el cuello en el río, aprovechando para recoger sus cabellos en un moño bajo, en un intento de hacer desaparecer esa aprensión.
Pasaron la noche al resguardo de matorrales, en duermevela. Al amanecer, Leonor estaba sola cuando se despertó, recogió el plaid de su prácticamente recién estrenado clan y que la había resguardado de la intemperie, y se lo echó sobre los hombros. Después buscó con la mirada a Neall, que estaba algo más apartado y hablando airadamente con su hermano. No supo si intervenir, pues el tono que estaba adquiriendo la conversación entre ellos era cada vez más elevado. ¿Qué demonios pasaba? Dio un paso hacia su esposo, pero la fuerte mano de Erroll la frenó.
—Dejadles que hablen, leannan20. Si seguimos así, no llegaremos ninguno vivo a esta noche.
La joven asintió y apretó los labios, sabiendo ciertas las palabras de su amigo. Aguantó estoica y con el corazón encogido por cómo transcurría la conversación, cómo se iba calentando y subiendo el tono de las palabras, escapándosele un respingo de vez en cuando. El capitán Flanagan mantuvo la mano apoyada en su hombro todo el tiempo, no para frenarla como había hecho un rato antes para que no se inmiscuyera, sino para reconfortarla, pues intuía cuál sería la decisión de Ayden.
Ninguno de los catorce irreemplazables hombres que los acompañaban en su destierro a las tierras de los Mackenzie quiso intervenir o mediar en la bronca de los hermanos. Todos sabían a lo que se exponían y asentían cuando el mellizo hablaba. Asimismo veían como sus perseguidores estaban ganando terreno según pasaba el tiempo y que sería cuestión de horas o escasos días que los apresaran o ajusticiaran como a lobos alejados de la manada. Todos se habían despertado del breve sueño y descanso con los graznidos de un cuervo y eso solo podía significar que… mejor no pensarlo.
Leonor miró hacia el cielo y cerró brevemente los ojos, rezó a su madre, a su hermana y a cualquier dios que quisiera ayudarles. Al abrirlos, se encontró con la mirada silenciosa de Erroll y del resto de los hombres. Cabizbajos y a su manera, también estaban implorando o despidiéndose. ¿Quién podría no entender la posición de Neall? ¿Quién en su sano juicio estaba preparado para morir? Lucharían hasta el final, pero lucharían con más brío y esperanza sabiendo que unos cuantos de ellos lo habrían conseguido al menos.
—¡Os habéis vuelto loco, bràthair! No permitiré que el grupo se separe con la esperanza de que algunos consigamos alcanzar Eilean Donan a tiempo. ¡Es un ejército, por el amor de Dios! ¿Qué posibilidades tendríais vos o algunos de vuestros hombres de salir con vida de eso?
—¡Precisamente por eso, Neall! No cejan en seguirnos. ¿Acaso no lo veis? Deben tener órdenes expresas de que alimentemos a las alimañas y adornemos los caminos con nuestros despojos. Tenemos que separarnos si queremos tener una posibilidad de sobrevivir. Haremos cuatro grupos y así conseguiremos despistarlos. Alguno habrá que consiga llegar a las tierras de los Mackenzie sano y salvo.
—¡No podéis estar hablando en serio, Ayden! Pensad en vos, pensad en Leena y… ¡por Dios!, pensad en madre. ¿Cómo sería capaz de mirarla a la cara si supiera que os ha pasado algo?
Ayden resopló, sabiendo que era cuestión de horas que tuviesen al ejército encima. La discusión siguió durante unos minutos hasta que el mellizo la zanjó con una rotundidad antes desconocida para dirigirse a su hermano.
—No oséis contradecirme, bràthair… porque os juro por padre que os lo haré pagar.
Ante esto, Neall calló y se tragó la bilis, exhalando todo el aire que tenía en sus pulmones. El regusto amargo de la derrota le hizo escupir en el suelo y mirar hacia la masa silenciosa que se acercaba impasible en el horizonte. Las lágrimas amenazaban con aparecer, furiosas, pero no podía negarse a una orden de su hermano. Él era su adalid. Le dio una patada a una piedra, por el simple gusto de mandarla lejos, en dirección a ese maldito ejército que los engulliría en cuestión de horas por mucho que quisieran. Después miró a su hermano y se le escapó un mohín lastimero. ¡Al cuerno con lo que pensaran sus hombres! Lo abrazó. Al principio, Ayden se mostró rígido, pues no se esperaba la reacción del más joven de sus hermanos, pero ante la insistencia del gesto, claudicó y lo abrazó también con fuerza. ¿Quién sabía si era la última vez que se verían?
Neall le debía respeto y lealtad, como Laird, como primer capitán y como hermano. Sabía la suerte que correrían separándose, quizá ninguno alcanzara la tierra que por nacimiento debería pertenecerle a Alex. Por primera vez en todo ese rato, el halcón miró a Leonor y asintió. Lo haría por ella. Roto por el dolor, Neall se alejó unos pasos y llenó las alforjas de Rayo con los pellejos de agua. El viajaría junto a Leonor y así tendrían el caballo más fresco en caso de tener que huir al galope. Se volvió sobre sus talones para decir algo más.
—¿Y si…?
El solo gesto de negación de Ayden le hizo saber que su decisión era firme. Neall asintió con lágrimas en los ojos, porque estaba seguro de que Sir Kenion Strathbogie iba a por él y no quería arriesgar la vida de nadie en vano.
—Te prometo, bràthair, que nos volveremos a ver, aunque sea lo último que haga.
Con esa promesa, los Murray se dijeron adiós. Erroll estuvo junto a Leonor todo el tiempo, callado como el resto. Tenía dos opciones, quizás tres. La primera de ellas y la que a ojos vista era la más halagüeña era irse con Neall, Leonor y Alex, la segunda era comandar a un pequeño grupo, como Ayden, e intentar que no lo cazaran y la tercera acompañar al mellizo. Incomprensiblemente, el irlandés subió a Leonor a Tormenta y él hizo lo mismo con Tizón, desde las monturas, cogió la mano de la joven y la besó, murmurando algo que Ayden no llegó a oír, pero que consiguió arrancar una sonrisa y un hipido en ella, mientras que su hermano ponía los ojos en blanco justo al sentarse tras su mujer.
Neall le respondió con un golpe con el puño cerrado en el hombro de broma, pero con tal firmeza, que hizo que su amigo se tambaleara de la montura entre risas y que se hiciera la víctima para que Leonor lo compadeciera un poco. Ayden sonrió inevitablemente. De seguro habría sido alguna de las comunes salidas de tono de Erroll, al que no le había preguntado qué pensaba hacer, aunque sabía perfectamente que asumiría el mando de uno de los grupos.
El capitán Flanagan señaló a tres de los hombres que iban con ellos y les dijo: «conmigo». Los hombres asintieron y se colocaron tras Tizón con sus respectivas monturas. Con una grandilocuente reverencia, Erroll se despidió e hincó las espuelas en el caballo, azuzando a su destrero zaíno en dirección a los bosques de Moyle.
Ayden decidió quedarse en la retaguardia con dos hombres para ralentizar y despistar a los rastreadores aventajados que pudieran tener sus perseguidores, pero Windham MacLarens se negó en rotundo, así como otros dos hombres más, los más veteranos del grupo.
—Como vuestro hermano, os debo obediencia y lealtad, mo Laird. Pero no permitiré que os sacrifiquéis innecesariamente. No tengo nada que perder más que mi vida y esta ha sido larga y feliz. Si los dioses me honran con darle un final provechoso, no seré yo el que les niegue el gusto.
—Pero…
Ante la valiente decisión de Windham y de sus dos compañeros, a los que Ayden había admirado desde niño, solo pudo murmurar un «así sea.» Con un apretón de manos, el mellizo montó sobre Gigante, nombró a otros tres hombres restantes para que lo acompañaran y, con una leve inclinación de cabeza a los hombres y un rápido beso a Leonor, se despidió. Una triste sonrisa ensombrecía su rostro y jaleó su tarpán gris plata por otro camino paralelo al de Erroll en dirección al norte, hacia la montaña Beinn Fhada y sin mirar atrás.
Llegado su turno, Neall y Alex se despidieron igualmente de Windham MacLarens, que se veía en cierto modo contento por la oportunidad de poner fin a su vida como un héroe. Leonor se despidió del veterano con un beso en la mejilla, como el que anteriormente le había dado a Erroll y a su cuñado. El hombre se sonrojó y musitó un: «gracias», mientras veía cómo se alejaban los tres caballos por el camino más recto en dirección a la tierra de los Mackenzie, cruzando la cadena montañosa de las Sgurr Fhuaran.
—¡Vamos! Hay mucho que hacer aquí, tenemos que ocultar sus huellas lo mejor posible para que esos bastardos no puedan alcanzarlos. Ya veremos cómo les hacemos frente.
Sin embargo, apenas habían ocultado el rastro de Neall, Alex y Leonor, cuando una avanzadilla de unos veinte guerreros los rodeó. El mismísimo Guardián de la Marca del Norte, conde de Cornualles, hermano y mano derecha de Eduardo III de Inglaterra: Lord John de Eltham comandaba al grupo de hombres junto a Sir Kenion Strathbogie.
Windham se maldijo por la imprudencia de no haberse quedado uno de ellos vigilando el camino y agarró la empuñadura de su claymore, aunque de antemano sabía que nada tendrían que hacer contra semejante escuadrón. Sin mediar palabra con ellos ni con sus camaradas, un mastodonte vikingo se bajó del caballo y dejó a un lado una maza que podría ser del tamaño de la cabeza del veterano escocés. Windham rezó una rápida oración en voz baja, sabiendo su suerte en los ojos del adversario. Si pensaba ese necio que le iba a rogar de rodillas lo tenía claro, de todas formas, tampoco era que le llegara siquiera a los pectorales.
El grupo de jinetes formó un círculo y alguien le lanzó una espada al vuelo al vikingo. Por las pintas, Windham dedujo que debía ser un mercenario. ¿Por qué esos malditos sassenachs21 buscaban con tanto ahínco a los hermanos Murray? ¡El mismísimo hermano del rey nada más y nada menos! ¡Lástima que no acabaría vivo para poder contarlo! No tenía sentido. Sir Kenion Strathbogie estaba entre ellos, pero echado a un lado, más bien como acompañante obligado. «¡Malnacido traidor!», fue el último pensamiento de Windham MacLarens antes de que ese bárbaro vikingo le cortara de un golpe certero la cabeza de cuajo y rodara a sus pies unos segundos antes de que cayera su propio cuerpo.
Los otros dos escoceses corrieron la misma suerte que su amigo, sin derecho a un combate, ni a luchar por su vida, ni siquiera a preguntarles qué hacían allí, ya que los delataban los colores y franjas a cuadros que tan orgullosamente habían llevado desde el día de su nacimiento. Incluso Sir Kenion Strathbogie escupió asqueado al suelo, pues veía innecesario tal salvajismo, sin haber sonsacado ni una mísera información a los hombres. No sería él quién dijera a esos bárbaros que acompañaban al ejército inglés cómo actuar, pero nadie con dos dedos de frente asesinaba a todos los rehenes cuando las piezas mayores aún estaban por cazar.
—¿Se puede saber qué pretenden vuestros hombres, Milord? —le espetó Sir Strathbogie, poco convencido de los métodos de ese vikingo, que indudablemente le quitaba el protagonismo de sanguinario despiadado—. Las órdenes eran llevarlos vivos a Edinburgh ante Eduardo de Escocia.
El conde de Cornualles lo miró con desdén y con un marcado acento del sur de Inglaterra le respondió:
—Yo no sirvo a más rey que a Eduardo III de Inglaterra, mi hermano, y él nos ha dado carta blanca para que nos divirtamos un poco.
Sir Kenion Strathbogie lo miró ofuscado. No era más que un niño de dieciocho años, pretencioso, pero fiel. No era un sanguinario y dudaba mucho que ese tipo de «juegos» le divirtiera poco o nada. Eduardo III lo adoraba y había demostrado ser un comandante clave en la batalla de Halidon. Mas si alguien tenía que divertirse «cazando» a los Murray era él y nadie más que él. Ningún inglés, por muy conde y hermano del rey que fuera, y mucho menos un mastodonte vikingo, le quitaría la satisfacción de ver morder el polvo a Neall Murray. Cada vez le gustaba menos este juego, ni se sentía escocés ni tampoco era inglés, pero nadie le diría qué hacer al conde de Atholl. Los rastreadores notificaron que el grupo se había dividido en dos, aunque Sir Strathbogie hubiera apostado su recién estrenado título a que la meta era llegar a la tierra de los Mackenzie, neutrales en la guerra de Balliol con el niño-rey.
Lord John de Eltham dio la orden de ponerse en marcha y se dividieron en dos grupos. Sir Kenion Strathbogie pasó a liderar así a diez de los hombres de la avanzadilla, entre ellos, al fiero vikingo, que aceptó con poco agrado que el conde escocés le diera órdenes.
—Nos reuniremos aquí esta noche, sea cual sea el resultado de la partida —dijo el comandante inglés antes de partir—. Es un buen sitio para acampar antes de proseguir el camino de regreso a la capital —sentenció a la vez que apartaba ligeramente el cuerpo sin cabeza del pobre Windham con el pie, con un despectivo gesto por haberle manchado la bota de sangre.
Ambos grupos partieron a la caza de los escoceses. Lord John de Eltham no solía llevar a cabo este tipo de misiones, pero su hermano le había pedido encarecidamente que buscara la forma de dar una lección a la nobleza escocesa insurrecta y, cuando supo de los Murray y su enfrentamiento de tierras con Sir Strathbogie, vio el cielo abierto.
Él no aprobaba los métodos de algunos de los mercenarios que le habían asignado, aunque reconocía que para el trabajo sucio eran perfectos. El conde de Cornualles agradeció que el vikingo fuera con Sir Strathbogie. Era como darle un puntapié a ese escocés tan arrogante en su noble trasero. Se rio para sí mientras azuzaba al caballo. La idea no le parecía descabellada, a pesar de que el otro le sacaba casi la cabeza de altura.
Por otro lado, no sabía muy bien si conseguirían dar alcance a esos highlanders, ni siquiera qué harían cuando los encontraran. El estómago se le había revuelto con las ejecuciones de esos tres y quizás no estuviera tan mal llevar a los rehenes al penal de St. Margaret en Edinburgh, como había sugerido el conde de Atholl. Le había resultado curioso que no se adelantara al bárbaro y quisiera personalmente torturar a los rehenes, manteniéndose todo el tiempo en la retaguardia y en silencio.
A Sir Strathbogie le precedía la misma fama que a su «perro». Si el conde de Cornualles tuviera que definirlos, sanguinarios y traicioneros serían las palabras que mejor se ajustaban a sus intachables expedientes militares. Esos dos hombres eran lo suficientemente parecidos como para tenerlos vigilados de cerca y, unas horas sin cuidar de su propia espalda, le vendría de perlas.
Tras media jornada sin descanso, alcanzaron a los cuatro hombres en cuestión que estaban buscando y John les dio el alto en nombre de su majestad Eduardo III de Inglaterra. Cabalgar durante tanto tiempo empezaba a dejarle los músculos agarrotados y eso sin prestar atención a sus partes pudendas, que también parecían quedarse acorchadas por la galopada. Para rematar, esa maldita lluvia fina e incesante empezaba a darle dolor de cabeza. ¡Si húmeda era Inglaterra, atrás no se quedaría Escocia! ¡Demonios!
Ante la negativa a parar de los escoceses, el conde de Cornualles levantó la mano derecha y uno de sus arqueros se posicionó en su montura con el arco tenso y en perfecto ángulo. El silbido de la flecha cruzó en dos el aire y el quejido de uno de esos hombres quebró la paz del lugar, justo antes de desplomarse. El caballo sin jinete pareció volverse loco durante un instante y escapó como poseído por el diablo al verse libre de carga, yendo contra ellos y teniendo que sortearlo con habilidad para que no los embistiera.
Las nubes que habían cubierto el cielo desde primeras horas de la mañana comenzaron a descargar con furia un chaparrón que los dejó empapados en cuestión de segundos. A pesar de todo, el conde no cejó en la persecución de los tres escoceses que quedaban y volvió a levantar la mano para ordenar el tiro certero de su mejor arquero. Antes de terminar de bajarla, otro escocés caía al suelo fulminado con una flecha atravesándole el cuello a la altura de la nuez. «¡Menuda puntería!», se congratuló el conde de tener a hombres tan diestros bajo su mando.
Uno de los dos escoceses que quedaban frenó levemente su caballo para saber de la suerte de su amigo, error que hizo que pronto se viera rodeado por el grupo de Lord John de Eltham. Ayden, al verse solo en la huida, se giró lo justo para ver cómo su compañero blandía por última vez su claymore y se llevaba el brazo de uno de sus captores por delante antes de morir atravesado por las estocadas de varias espadas. Deseó no haber visto su rostro, ni tampoco su sonrisa antes de caer desplomado del caballo con un hilillo de sangre en la comisura de su boca. Era un buen hombre… ¡Todos lo eran, maldita sea!, pensó el mellizo con amargura.
El capitán Murray espoleó a Gigante en un último intento de dejar a los ingleses atrás y los tuvo entretenidos hasta que el maldito camino se hizo intransitable por la lluvia. Los ingleses fueron ganando terreno, pues no tenían que estar abriéndose paso como él entre los profundos charcos enlodados.
En un repecho, Ayden tuvo que esquivar un árbol con el tronco torcido que prácticamente atravesaba el camino y, en el salto, Gigante resbaló haciendo volar a su jinete por los aires. Maltrecho, enfangado y de bruces en el suelo, el mellizo Murray dio un puñetazo rabioso en el suelo, mientras se intentaba levantar y echar mano a su claymore, antes de verse rodeado por el séquito inglés. Lord John de Eltham se acercó a él y le levantó la barbilla con la punta de su espada, reconociendo al capitán que había luchado junto a él tan valerosamente en Halidon tiempo atrás.
—¡Vos! —exclamó el conde de Cornualles, mientras hacía un gesto a sus hombres para que depusieran las armas—. Laird Murray…
Ayden se apartó el mechón de pelo sucio que le caía sobre la frente y entrecerró los ojos en un intento de recordar dónde había visto esa cara antes.
—Lord… ¿Eltham? —titubeó el escocés, que no las tenía todas consigo después de todo.
El conde de Cornualles asintió y chasqueó la lengua, rascándose la barbilla y mirando por un momento el bello paisaje montañoso que se abría ante sus ojos. La lluvia era una simple llovizna que llenaba el cielo con un arcoíris doble de principio a fin. El sol acompañó asomándose entre las nubes unos instantes como en un rompimiento de gloria bíblico, de esos que tanto ensalzan los sacerdotes en sus sermones para adoctrinar al vulgo. John era un guerrero, pero le impresionó la materialización de la mano de Dios en esa tierra. ¿Sería acaso algún tipo de señal para dejar a ese hombre con vida?
—¡Amarradlo! ¡Viene con nosotros!
Los ingleses se miraron extrañados. Si ese era el Murray que buscaban, ¿para qué tantos miramientos? Después de todo, no lo habían tenido con los otros hombres, eso sin contar con los tres primeros. Ayden no les dio la satisfacción de poner resistencia y que los secuaces del conde lo molieran a palos. Tampoco sería muy sensato abrir la boca si quería conservar los dientes o el estómago en su sitio. Pero, ¿qué demonios hacía Lord Eltham tras ellos? El hermano del rey inglés era un joven muy diestro en el campo de batalla, sin embargo no era el tipo de hombre que se prestaba a ese tipo de encargos… ¿Cómo podía haberlo recordado de entre todos los hombres del ejército de Balliol? Él, al fin y al cabo, era el hermano de Eduardo III de Inglaterra y su parecido era extraordinario.
Uno de los ingleses se acercó al capitán escocés y esperó a que se levantara del suelo y se sacudiera el barro. Al ponerse en pie, se dio cuenta de que el tobillo derecho no le respondía del todo bien. «¡Maldita sea mi suerte!», masculló por lo bajo Ayden y John de Eltham se giró un poco mientras tomaba asiento en su montura y el soldado le dedicaba una sonrisa que le crispó aún más los nervios. Con visible repulsión, el inglés le pasó las cuerdas por las muñecas y le hizo un fuerte nudo, tan enrevesado que era inútil intentar zafarse de él. El otro extremo de la maroma lo ató a la silla de montar del conde y le susurró algo al terminar a este que Ayden no pudo entender por más que quiso.
Lord Eltham volvió a mirar al prisionero y se fijó en su pie. El mellizo lo ocultó instintivamente tras el otro, como había hecho de pequeño cuando destrozaba la ropa tras pelearse con Arthur. El conde respondió asintiendo a lo que fuera que le hubieran dicho antes y el inglés que lo había atado pasó a su lado y le guiñó un ojo. Las cejas de Ayden formaron unos segundos una sola línea incrédula. Después de eso, la más negra oscuridad se cernió sobre el prisionero.
Mientras tanto, Erroll caía en la cuenta de que se habían perdido y de que, el único camino viable, pasaba por cruzar el río desbordado por las recientes lluvias. Escuchó el bufido de las bestias a su espalda, a la vez que sentía como si mil ojos lo estuvieran escudriñando. ¡Qué nefasta sensación! Aún recordaba cómo el graznido de esos cuervos los había despertado esa mañana y se le erizaba el vello de los brazos.
El irlandés se masajeó el cuello evitando la cota de malla y volvió a azuzar a Tizón un poco más. A velocidad, ningún maldito sassenach habría podido alcanzar a su destrero de crines grises y pelaje tan negro como una noche sin luna. Sin embargo, uno de los cuatro caballos había caído fulminado en el camino, reventado por el esfuerzo, y tenían que turnarse para llevar al jinete extra sin agotar al resto.
Dos horas se habían pasado buscando un camino transitable que lo llevara al otro lado del río, dos horas intentando rodear esa maldita garganta, profunda como las fauces del diablo, sin resultado. El paisaje los engullía entre sus colosales piedras de granito y esa cortina de agua sin fin. Ni un paso o puente a millas a la redonda que no hubiera sido devastado por el cauce del agua. El camino hacia la tierra de los Mackenzie seguía a lo lejos, al alcance de la mano, que no de sus monturas. O se adentraban en la corriente o daban marcha atrás. No había otra solución.
El irlandés planteó el dilema a sus compañeros de viaje. Las aguas estaban revueltas y no parecía hacer falta que saliera ninguna morgens22 a su encuentro porque sabían que acabarían en sus profundidades, ahogados y arrastrados por la corriente. La única solución era volver sobre sus pasos y buscar vadear el río más al sur. El riesgo de que los hubieran seguido y caer en una emboscada era grande, pero… ¿qué otra alternativa les quedaba?
Miró al cielo con resignación, sin contar con la lluvia, la calma que los rodeaba era, como mínimo, inquietante. Su abuelo siempre le decía de pequeño que antes de una gran batalla siempre había una paz que helaba la sangre de solo respirarla, y que Dios le perdonara, pero él no podía tener más aprehensión en el cuerpo. Observó después con desconfianza el camino y guió a Tizón entre los altos pinos caledonios, cerrando la retaguardia.
Pasado un buen rato, el irlandés seguía con el mismo desasosiego, empapado y sudoroso a la vez, como si fuese posible. Apenas le llegaba el aire al pecho y deseó no haberse puesto la cota de malla, pues sentía cada una de las anillas de acero incrustadas en su piel.
Su acompañante parecía haberse quedado dormido sobre su hombro e intentó despertarlo sin suerte. El peso del hombre cada vez le oprimía más y probó a desentumecer los músculos de la espalda irguiendo como buenamente pudo los hombros. El hombre comenzó a deslizarse lentamente hacia un lado y Erroll le echó mano para evitar que se cayese. Fue entonces cuando lo alertó un movimiento extraño tras unos árboles cercanos y el irlandés intentó con más ahínco despertar a su compañero.
—¡No es momento de echarse una siesta, caraid! ¡Nos están atacando! —le espetó algo enfadado, sin dejar de mirar hacia la espesura del bosque.
Pero el escocés, y hasta hacía poco compañero, cayó al suelo como un plomo caía buscando el fondo marino en el agua. Erroll, atónito, vio entonces como tenía un par de flechas clavadas por la espalda y apenas pudo reaccionar antes de que una fuerza sobrehumana lo arrancara literalmente de su montura y lo estrellara en el fango. ¿Acaso no había forma mejor de acabar sus días que oliendo a cerdos? ¡Diablos!
—Pero, ¿qué…? —intentó preguntar en voz alta el irlandés, al tiempo que conseguía esquivar una gran bola de hierro que se estrelló en el suelo, a escasos dedos de su cabeza.
Erroll Flanagan rodó raudo por el suelo embarrado y no le importó meterse entre las patas de una de esas bestias inglesas. ¿Cómo diablos no se habían dado cuenta de la emboscada? ¿Cuánto tiempo llevaría su compañero muerto a sus espaldas? Y peor aún, ¿cuánto tiempo llevarían observándolos sin percatarse de nada?
Entre la marabunta de patas, cuartos traseros y barro, Erroll escuchó un choque de espadas y los ruidos propios de alguien a quien abren de un tajo en canal. Tragó como pudo saliva y el regusto terroso del barro le hizo resoplar. La bola de hierro se estrelló de nuevo en el suelo e hizo añicos una gran piedra. Los pedazos le saltaron a la cara como guijarros afilados. ¿Habría renacido el mismísimo Thor para mandarlo al infierno?
Un fuerte zumbido de la maza le hizo llevarse las manos a los oídos unos segundos de nuevo y la reencarnación del mismísimo Siaibhin Sandwood se agachó frente a él, mellado y con la cara llena de churretes de tierra por la lluvia. Solo que ese bastardo vikingo que tenía ante sí, le sacaba la cabeza al pirata que Leonor había tenido la sangre fría de asesinar en Rowallan con un veneno letal en sus labios.
¿Cómo demontres se iba a zafar de semejante telamón? Sonrió ante la idea de seguir el método de la sureña, aunque el vikingo no parecía estar muy dispuesto a dejarse engatusar por los encantos de Erroll, dicho sea de paso, sin contar con la falta del mortal ungüento.
«Piensa, rápido, piensa…», se increpó y, sin rumiarlo por más tiempo, le dio un cabezazo que desestabilizó al mastodonte, dejándolo aturdido y de bruces en el suelo, lo justo para poder escapar de entre las patas del caballo que le había dado amparo.
El bárbaro se levantó furioso de un brinco y blandió la maza en el aire. Los mismos ingleses dejaron de corear a la bestia humana y se apartaron, temiendo que se le escapara de las manos y acabaran como puré de sangre y huesos.
La lluvia comenzó una incesante melodía in crescendo a modo de tambores de guerra. «Tam, tam, tam…». La cabeza del irlandés estaba a punto de estallar, sobre todo si no se concentraba en seguir esquivando las cada vez más violentas embestidas de su adversario.
Erroll se zafó de la cota de malla con un rápido gesto. Si se descuidaba y lo pillaba ese energúmeno, de poco le iba a servir y ralentizaba mucho sus movimientos. Sacó su claymore y consiguió a duras penas escaparse de los siguientes mazazos. Entre golpe y golpe, logró herir a su agresor en dos ocasiones, pero el semi dios bárbaro ni siquiera se había quejado, por más que la herida del hombro pareciera ser grave. ¿De verdad que no era Thor? ¡Demonios con el vikingo!
Tras un buen rato esquivando los golpes, su adversario comenzó por fin a dar muestras de fatiga y los restallidos de la maza eran más predecibles, aunque sabía que el peor error sería confiarse. El capitán Flanagan fue más resuelto y aprovechó un descuido para barrerle los pies a la bestia en un quiebro, dejándolo con la espalda en el suelo. Era hombre muerto. «O él o yo, una de dos».
El silencio de los ingleses solo era compensado con el «tam-tam» de la lluvia. ¿Y ahora qué? Si lo mataba, no habría pasado ni un segundo antes de que esos lo dejaran como a un San Sebastián ensartado en flechas. Sin dejar de apuntarle con la punta de su espada, justo en el corazón, miró de reojo a su alrededor en busca de una vía de escape. Mas no llegaría a un caballo sin ser muerto mil veces antes.
Unos aplausos lentos y estudiados captaron seguidamente su atención. Fue entonces cuando vio a Sir Strathbogie y sus miradas se cruzaron un breve instante. El malnacido aplaudía y el vikingo blasfemaba. El trote de unos caballos se sumó al repiqueteo de la lluvia, a los aplausos y a las maldiciones, que alguien pasara la gorra y recaudara dinero porque la situación, de no haber sido cierta, habría sido hasta cómica.
Cuando el irlandés reconoció a los recién llegados, no salía de su asombro. Detrás de «él», había otros hombres a caballo que le apuntaban con los arcos tensos y caras de pocos amigos. Maldita fuera su suerte que estaba la avanzadilla al completo, pensó Erroll, concentrado en no dejar moverse al gigante. Lord John de Eltham se bajó de su caballo y se acercó con paso decidido a su hombre. Fue entonces cuando Erroll vio que llevaba atado e inconsciente a Ayden en la grupa. Del resto… ni rastro. Nervioso, pero firme, no dejó que el mastodonte se moviera ni un dedo de su sitio.
—Vuestra vida por la suya —comenzó a decir el conde de Cornualles, que no dejaba de abrir mucho los ojos ante la rendición de su «perro» más sanguinario, pues era la primera vez que alguien lo vencía—. Seréis llevado ante la justicia…
—¿Con qué cargos? —preguntó Erroll con cierta altivez—. No he hecho nada por lo que tenga que excusarme y, mucho menos, por lo que tenga que presentarme ante el rey.
—¡Habéis violentado a un hombre de su majestad Eduardo III de Inglaterra!
«De risa, vamos», pensó con amargura el irlandés. ¡Ni que el bárbaro fuera una damisela necesitada de ser defendida!
—Deponed las armas, amigo Erroll. Nada tenéis que ver en esta lucha —sentenció Sir Strathbogie, intercediendo por primera vez y dando un paso al frente. Después aclaró—. Es el sobrino del heredero de Glamis y su presencia aquí debe tratarse de un lamentable error.
El rostro del irlandés mostró tanto asombro como desconfianza. Ni de niño, Kenion había tenido una palabra amable con él. Cuando había acompañado a su padre, Sir Charles Strathbogie, a tratar asuntos de tierras con su abuelo, tenía que estar pendiente de que no hiciera trastadas en las cocinas o los gallineros, siempre buscando romper narices, dejar moratones en las piernas y magullar mandíbulas. Ciertamente, en sus veintiséis años de vida, el actual conde de Atholl le había dedicado tal retahíla de palabras juntas.
—No lo dudo, Milord, pero eso lo decidirá el rey en Edinburgh —replicó con frialdad el caballero inglés sin mirarlo a la cara, pendiente de la rabia de su hombre, aún en desventaja y obligado a permanecer en el suelo bajo la punta afilada de la claymore.
Erroll dudó un instante, pero finalmente envainó su espada en el cinto y tendió la mano al telamón. El vikingo intentó protestar y rehusó ser ayudado por el justo ganador. El irlandés supo que no podría bajar la guardia mientras estuviera ese hombre cerca. «Un hombre nunca puede fiarse de una víbora, si quiere seguir vivo». Amén, abuelo, amén. Mas en este caso, tendría que vigilar a dos.
El irlandés tuvo la sensación de tener el estómago lleno de guijarros durante el resto del camino a Edinburgh. Incomprensiblemente, del grupo de los once hombres solo quedaban Erroll y Ayden. El irlandés se moría de curiosidad por saber la suerte de Neall, Leonor y Alex. ¿También los habrían asesinado? ¿Y a quién preguntar? Miró a su alrededor buscando alguna cara amiga, alguien que no le devolviera un gesto hosco u hostil de primeras y descubrió uno de los rastreadores como posible objetivo para aliviar sus inquietudes. Ayden seguía inconsciente, en la grupa del caballo del conde, el pelo lo tenía ensangrentado a la altura de la nuca, pero sabía que estaba vivo y con eso se conformaría de momento.
El capitán Flanagan evitó cruzar una sola palabra con Sir Kenion Strathbogie. Su sola presencia le crispaba y eso era mucho más de lo que su risueño carácter podía soportar. Erroll podía llegar a entender que luchara en el bando de los «desheredados» de Balliol, porque su padre, Sir Charles Strathbogie, había sido privado de tierras en la época de Robert Bruce, lo que no podía entender era que se bajara los calzones ante los ingleses tras haber ganado la guerra. Por otra parte, que el conde de Atholl estuviera tan tranquilo, lo exasperó. ¿Habría matado a Neall? Ganas no le faltaban al malnacido desde hacía tiempo, pero si Alex y Leonor tampoco estaban con ellos, entonces…
Apretó las riendas con fuerza y espoleó a Tizón para acercarse al inglés que lo sacaría de dudas. Después de todas las atrocidades que había visto, su mente volaba rápido pensando mil y una posibilidades sobre la suerte de sus amigos, desde que hubieran intentado ultrajar a la joven y Neall la hubiera defendido con su propia vida, hasta que la hubiesen utilizado a ella para hacerle aún más daño a él. No, no quería seguir imaginando ese tipo de cosas, necesitaba saber la verdad.
—Parece que el viento hará desapacible la noche. ¿Sabéis si acamparemos pronto?
El joven soldado se enderezó en su montura y tardó en contestar. Erroll intuyó que tomaba precauciones para que nadie pudiera recriminarle la charla. Ese muchacho era de los pocos que habían mostrado algo de humanidad ante el salvaje proceder del vikingo con los escoceses y, por la edad, era muy probable que fuera una de sus primeras campañas militares. Erroll recordó sus primeras incursiones y la necesidad que tenía de hablar hasta por los codos si fuera necesario para desahogarse.
—Milord ha dado órdenes de acampar en las afueras de Stirling, Sir.
«Sir», él no era Sir. No, al menos, en esas tierras.
—Bien, aún queda largo trecho, esperemos que el viento no arrecie en el valle. Sir Strathbogie me ha confiado que sois una avanzadilla de un numeroso ejército. ¿También aguardan ellos nuestra llegada en Stirling?
El soldado era joven, pero no era tonto. Volvió a mirar a su alrededor antes de contestar y se pasó el dedo por el contorno de la cota de malla, mientras se decidía o no a dar ese tipo de información. Erroll no insistió y permaneció callado, como si realmente la respuesta hubiera sido parte de una mera conversación propiciada por el aburrimiento del camino. El muchacho habló en un tono más bajo.
—Habéis sido muy hábil… —ante el levantamiento y arqueo de ceja de Erroll, el muchacho se explicó mejor— con Benjamin.
—¿Os referís al mameluco vikingo?
El muchacho asintió entre risas, se llevó las manos a la boca y simuló un ataque de tos. Erroll le dio un par de palmadas en la espalda para disimular ante la reacia mirada de algunos soldados ingleses que pasaron de largo raudos hacia el principio de la comitiva.
—¡Mameluco…! ¡Si os escuchara!
—Mejor que no. Os confieso que ha sido suerte, no las tenía todas conmigo.
—¿Y quién las tiene? ¡Nadie lo había visto morder el polvo antes! ¿Habéis visto cómo ha despedazado a los otros…?
Erroll miró la testuz de Tizón, le acarició las crines, revolviéndole el pelo en un intento de disimular la emoción que le producía el recuerdo, y agarró con fuerza las riendas. El muchacho supo que había hablado de más y se solidarizó con su dolor. No entendía el fin de esta absurda misión, pero él solo era un soldado que acataba órdenes. No parecían convictos, ni tampoco habían sido juzgados por traición… Si los habían echado de sus tierras y no eran criminales… ¿Por qué debían ir tras ellos? Eduardo de Inglaterra era ambicioso, quería tierras, quería sangre y, sobre todo, quería someter a los escoceses fuera cual fuera su precio. Tras un breve silencio, el soldado inglés volvió a hablar, bajo, con la mirada perdida en el paisaje o en el recuerdo.
—Siento lo de sus hombres, Sir. Mi madre era escocesa. Mi padre era uno de los soldados ingleses que lucharon en la batalla de Bannockburn. En la retirada, los sassenachs arrasaron los campos y violaron a cientos de mujeres. Mi madre fue una de ellas. Sin embargo, en vez de abandonarla, mi padre se encaprichó de ella y, aún estando casada, la ultrajó delante de su primer esposo y después lo degolló delante de sus ojos. Sé que debería ser un buen hijo, soy el menor de seis hermanos… ¿Sabéis? Y honrar a mi padre y todo eso… pero solo puedo decir que era un capitán borracho que nos pegaba palizas hasta que un día mató a mi madre de un mal golpe. Yo tenía nueve años y estuve presente en el forcejeo. Era la primera vez que veía a mi madre sonreír y eso me rompió el corazón.
El joven hizo una pequeña pausa y miró de reojo a Erroll. El capitán le respondió con un mohín, observándolo en silencio. Aún era solo un niño… y ya parecía que había vivido demasiado. A Erroll ya no le parecía un joven imberbe cualquiera, era un muchacho inteligente al que la vida le había enseñado su cara más dura demasiado pronto. El joven soldado volvió a retomar la conversación.
—Un pueblo no debería ser reprimido por la mala acción de algunos hombres, sean ingleses, escoceses o, incluso, irlandeses —sonrió al ver la expresión de sorpresa del prisionero.
«¡Demonios con el niño, bien podía estar en el Parlamento!», rio para sus adentros Erroll. Pero justo cuando iba a preguntar por la suerte de Neall, Leonor y Alex, Sir Kenion Strathbogie puso su caballo de guerra en paralelo al irlandés y, con un sencillo gesto con la cabeza, mandó al muchacho a la retaguardia.
—¿Qué necesidad teníais vos de esto, Flanagan? Dudo que a vuestra madre, a vuestro tío y a vuestro abuelo les haga gracia vuestra travesura… Los ingleses no se andan por las ramas. Eduardo III de Inglaterra no es como el pelele de nuestro rey.
—Sujetad vuestra lengua, Sir Strathbogie. No sé a qué estáis jugando vos, pero yo solo ayudaba a mis amigos a escapar de unos salteadores y unos bárbaros.
Kenion apretó su puño con intención de noquear a Erroll, pero en el último instante se lo pensó y se carcajeó, advirtiéndole con su habitual tono prepotente y jocoso.
—Sed agradecido, Flanagan, podría haberles dicho a estos que, en vez de tres grupos, os habíais dividido en cuatro —recalcó como si necesitara reafirmar su «buena acción»—. Si hubiese querido, ahora estaríais llorando la muerte de Neall y compañía, pero no. Por cierto, me llegaron rumores de que se había casado… ¿Es eso cierto?
Erroll guardó silencio, aunque sus ojos brillaban por la emoción de saberlos vivos, temió responder. Kenion volvió a reírse como si de una hiena se tratase y siguió con su monólogo burlesco, en busca de crisparle los nervios al irlandés y que desembuchara.
—¿Seguro que no se casó con una gallina? ¿O mejor aún con un gallo?
Erroll Flanagan ya había soportado bastante y se arrojó del caballo, tirando con el impulso al suelo a Sir Strathbogie. Ambos rodaron por el camino, vereda abajo. Lord John de Eltham dio el alto, espantado por la idea de perder al prisionero por la incapacidad del conde de Atholl de mantener su bocaza cerrada. No hacía falta que nadie le dijera qué había pasado, lo conocía bastante bien. En realidad conocía bastante bien a todos los hombres con los que trabajaba, sus puntos fuertes y los débiles, cualquier cosa que pudiera facilitarle el mando y la persuasión para que acataran sus órdenes sin cuestionarlas. Estaba seguro de que Kenion lo había provocado.
Admiró la valentía del irlandés y mandó a seis de sus hombres que pararan la pelea y los devolvieran a sus monturas como fuera, preferentemente vivos, pero tuvo que mandar a tres más para poder terminar el trabajo. Dejó a su «perro» a su lado, habría sido una locura mandarlo a socorrer al irlandés después de todo si quería que llegara a Edinburgh entero y sin el cuello roto como un pollo desplumado. El vikingo era vengativo y no dudaría en resarcirse por haberle hecho morder el polvo.
El resultado de la pequeña revuelta se saldó con dos narices rotas, unos cuantos de hombros dislocados y un sinfín de moratones en diversas partes del cuerpo. No fue a más porque Erroll había sido completamente desarmado antes de emprender el viaje, aunque su fuerte también eran los puños, como bien acababa de dejar claro. El vikingo tuvo el placer de poner cuatro de las articulaciones en su sitio, aunque la última de ellas tenía difícil remedio y no había manera de dejar al pobre hombre tullido de por vida.
Erroll sujetaba un paño humedecido en cuirm23 en su labio inferior y barbilla, que ostentaba un gran cerco negruzco e inflamado. Cada vez que se acercaba el paño, arrugaba la nariz y el entrecejo, pues le ardía como si el mismísimo demonio le estuviera quemando por dentro. Además, eso de desperdiciar su preciado cuirm en un paño podía con él y, aunque no era el mejor momento para deleitarse con el licor, pues aún le sangraban las encías y de vez en cuando escupía cuajarones de sangre, hubiera preferido sufrir bebiéndolo que malgastarlo.
Con todo, el irlandés no había perdido su aire risueño a pesar de las circunstancias y se sentía bastante satisfecho de haberle dejado un ojo morado y haberse cobrado tres piezas molares del conde de Atholl. ¡Lástima que Ayden se lo hubiera perdido! Pues de seguro no se perdonaría haber perdido tal ocasión cuando se lo contara. Sir Strathbogie escupía sangre y se masajeaba la mandíbula, pero parecía complacido por la pelea y estiraba brazos y piernas como si quisiera aún un poco más de acción.
—¿Y bien? ¿A qué se debe semejante exhibición de berrea? —les preguntó airado el conde de Cornualles que empezaba a ver imposible llegar al anochecer del día siguiente a Stirling como tenía previsto.
Erroll permaneció callado, con los brazos cruzados sobre el pecho y mirando fijamente a Kenion. Este le devolvió la mirada con una socarrona sonrisa, le sangraba la boca aún y dio un gran trago del pellejo de vino que le ofrecían, hizo gárgaras y lo escupió a los pies de John de Eltham. Tampoco respondió a la pregunta y el conde de Cornualles se impacientó al mismo tiempo que daba un respingo para no mancharse con el escupitajo de alcohol y sangre.
Enfadado por su descaro e insolencia, el Lord inglés le señaló con el dedo, mientras lo miraba detenidamente a los ojos, en un gesto igual de amenazante. No obstante, y para sorpresa de todos, le cogió un pellizco en la mejilla a ese bastardo escocés, que ya estaba haciendo que perdiera sus reales nervios con su insolencia y al que pensaba darle más temprano que tarde una lección, riñéndole como a un niño pequeño en voz alta delante de todos.
Los ojos de Kenion echaban chispas, más que eso, llamaradas. Instintivamente miró a Erroll, pero no vio que se divirtiera precisamente por la situación. Él lo conocía bien y sabía que ridiculizar al conde de Atholl delante de simples soldados podría traer consecuencias. Erroll se dio media vuelta para no participar de la afrenta. El conde de Cornualles terminó su breve discurso dejando claro quién mandaba en esa misión con un breve cachete en la mejilla sonrosada aún por el pellizco. No había terminado de hacerlo cuando Sir Kenion Strathbogie le escupió, cogiéndole del cuello de la camisa y levantándolo un palmo del suelo. El «perro» ladró desde lejos y Kenion le dedicó una sonrisa llena de sangre y dejó caer al conde de Cornualles al suelo con desdén, mientras le susurraba:
—Ningún hombre le dice a Sir Kenion Strathbogie qué ha de hacer, ni vos, ni vuestro hermano, ni mi loado rey. Volved a tratadme como al niño que vos sois aún y no llegaréis a dar un paso más con vida. Espero que me hayáis entendido lo suficientemente bien, a pesar de mi acento… escocés, Milord.
Erroll tuvo que aguantarse la carcajada. Tenía que reconocer que, a cojones, no le ganaba a ese malnacido. La contrariedad en el gesto del conde de Cornualles lo intranquilizó y temió que la cosa fuera a más. El hermano del rey de Inglaterra no dejaría pasar tal bravuconada y podían acabar Ayden, Sir Strathbogie y él mismo en la cuneta del camino y dándole de comer a los gusanos. Ayden aún estaba inconsciente sobre la grupa del caballo de Lord John de Eltham, custodiado por el vikingo. No había forma de escapar y pidió a Dios que los sacase de esa.
Dios no solía estar en todas partes, ni tampoco andaba muy fino últimamente con las ayudas divinas que debía de prestar a sus fieles, pero en ese momento al menos comenzó un aguacero tan fuerte que enfrió el ánimo de todos los presentes. John de Eltham se levantó del suelo y se limpió los restos de la cara:
—Esto no quedará así, bastardo escocés —le dijo entre dientes y muy cerquita, casi barbilla con nariz, debido a la diferencia de altura con el conde de Atholl.
Bien les podía caer un rayo ahora mismo a los dos, pensó el irlandés, pero ya era pedirle demasiados favores al creador en una sola tarde. Erroll respiró tranquilo ante el «vámonos» del conde y la dispersión del grupo. Nadie hizo ningún comentario. Todos subieron sobre sus monturas y emprendieron el largo camino que aún les quedaba por recorrer bajo el infernal tiempo que se había desatado. Erroll percibió un leve movimiento tras la grupa del conde y se tranquilizó al saber que Ayden iba recuperando poco a poco la consciencia.
Establecieron el campamento al resguardo de un bosque tan frondoso que permanecieron increíblemente secos durante la noche, mientras fuera, en el valle, seguía Dios con su peculiar diluvio. Al día siguiente, brilló un sol frío sobre una ligera bruma que, a medida que avanzaba la mañana, coronó un cielo celeste y limpio de nubes como se ven pocos en Escocia en esa época del año. Ya avanzada la tarde, el medio centenar de personas que componía el grupo, contando con los dos prisioneros, llegaron a las inmediaciones de Stirling.
Ayden iba encadenado, a pie y amarrado al caballo del conde de Cornualles como un vulgar preso desde que había recuperado el conocimiento durante la noche anterior. Le habían curado la herida de la nuca y le habían vendado el pie. También le habían dado algo de porridge24 almibarado, que apenas pudo probar por la falta de sal, y advertido de que no hiciera ninguna tontería en innumerables ocasiones. ¡Como si pudiera! Estaba herido, hambriento, aunque ganas no le faltaban…
De vez en cuando, Erroll lo miraba de soslayo sobre Tizón con el corazón encogido. Estaba muy claro el mensaje que querían transmitir a los lugareños: el sometimiento de Escocia. Tener a un hombre sin par atado como a un asesino, o un traidor, era una advertencia de lo que le pasarían si osaban a levantarse contra el nuevo orden local inglés.
El capitán Murray tropezó un par de veces cuando el conde de Cornualles espoleó el caballo, arrastrándolo unas cien brazas por el suelo, justo al pasar por la villa. Lord Eltham no solía utilizar esos métodos, pero Stirling era un bastión importante para los ingleses y cuanto antes lo tuvieran plenamente sometido, mejor que mejor.
A su paso, los escoceses murmuraban, se lamentaban o se santiguaban. Ver a un valeroso capitán escocés, fuera cual fuere su bando e ideología política, en manos de los sassenachs era siempre motivo de enraizar en sus corazones la rebeldía y el desapego por lo extranjero, sobre todo si provenía de los ingleses.
Cuando la bestia aminoró el paso, el escocés consiguió ponerse en pie ante el asombro de todos los que lo seguían como si de un mártir se tratase. Ayden estaba magullado y con las rodillas y codos ensangrentados, pero el apoyo y solidaridad que recibió en las miradas de sus compatriotas lo reconfortó. Escocia aún no estaba perdida del todo, pensó con renovada esperanza.
Erroll se acercó a su amigo en cuanto se dio el alto y desmontaron, ofreciéndole agua y revisando sus heridas. Él tenía las manos atadas, pero no a la espalda, lo que hacía que se ralentizaran un poco sus movimientos por la tensión de las cuerdas y poco más. Ágil como un gamo, cogió el pellejo de vino con destreza y le dio de beber un poco a su compañero de batallas, que apenas había comido en todo el día y cuyo sobre esfuerzo realizado tras el caballo y bajo esas condiciones climatológicas había sido extenuante.
Ayden bebió pausadamente y, aún así, se atragantó, teniendo que escupir el contenido de su boca en el suelo. «¡Diablos!», maldijo por lo bajo, mientras Erroll le limpiaba con un trozo de lienzo seco.
—Gracias.
—No las merece, caraid. ¿Estáis bien?
Ayden asintió e intentó respirar una bocanada de aire que le llenara por completo el pecho, para hacer desaparecer la congoja que lo atenazaba, pero aún tenía esa desazón de que algo muy malo estaba por ocurrir y bendito fuera si se equivocaba.