CAPÍTULO 22
LA TRAVESÍA
Santa María del Puerto, España, principios de septiembre de 1335.
Leonor se agarró a la barandilla de la coca y volvió a vomitar. El tiempo amenazaba tormenta y las nubes negras como la tinta de un gran calamar les perseguirían y terminarían engulléndolos en cuestión de horas. La brisa azotaba con fuerza su melena, que por más veces que se la recogía, más veces acababa ondeando como una bandera enarbolada y libre. Su piel canela presentaba un color verdoso difícilmente descriptible. Con una mano se agarraba el pelo y con la otra parapetaba su vientre, por si el viento conseguía zarandearla.
Alex aguardó a que terminara y le pasó su pañuelo. No la dejaba ni a sol ni a sombra, menos aún con el temporal que se avecinaba y sola en cubierta. No habían podido conseguir otros pasajes mejores y un navío mercante no era lo más aconsejable para una mujer en su delicado estado de salud.
Tampoco le hacía mucha gracia que fuera la única mujer en un barco de hombres, ya puestos. El escocés se echó mano a la espada instintivamente, aunque ninguno de esos marineros suponía una amenaza para ellos, pues se desvivían en atenciones con Leonor y le preguntaban a diario en qué podían ayudarla.
Chasqueó la lengua, no era el único que andaba preocupado por su estado de salud, después de todo y eso le preocupó. Desde que habían subido al navío, Leonor apenas probaba bocado y lo poco que ingería lo terminaba echando por la borda. Él temía que enfermara, o que ya lo estuviera y no llegaran a puerto. ¡Pardiez!
Los marineros la miraban con compasión y a él con enojo. De seguro pensaban que la había secuestrado de su marido, o que la había dejado preñada y no quería casarse con ella, o cualquier cosa que lo dejara a vista de todos como un degenerado. A nadie le importaba la verdad y con nadie gastaría saliva contándole la verdadera historia. Si pensaban que era un hombre al que temer, nadie se les acercaría, por lo que él seguiría en su rol de libertino y tarambana, al menos hasta llegar a tierra firme.
De repente, el barco crujió como si se hubiese partido en dos y ambos trastabillaron unos pasos. La sujetó por la cintura con temor a que perdiera pie con el oleaje. Tenían prácticamente encima la tormenta y dudaba de la capacidad de la coca para soportarla. Alex rezó, no era muy dado a hacerlo, pero no había mejor momento que ese para hacer las paces con el Altísimo.
Los rayos cruzaban el cielo en zigzag y se internaban en las profundidades para volver a las nubes a continuación. La lluvia comenzó fina y constante. El joven recordó que ya había vivido una tormenta de igual parangón cuando pasaron a Francia para cumplir la misión del rey Balliol y ahí seguía para contarlo. Se atusó el pelo húmedo e intentó otear tierra, pero nada, ni rastro.
Necesitaba mostrar templanza, ser el hombre valiente que ella necesitaba en esos momentos, mas los nervios le levantaban el estómago. No entendía qué diablos pintaba esa tormenta a finales de verano, ni cómo no habían alcanzado ya la costa portuguesa. ¿Cuánto quedaba para alcanzar tierra, por el amor de Dios?
Alex suspiró y parapetó con su cuerpo la ola que empapó la cubierta de parte a parte. Leonor se lo agradeció con una sonrisa y le pidió que se refugiasen en la bodega hasta que hubiese pasado la tormenta. Él la acompañó en silencio. ¿Habrían hecho bien partiendo a Sevilla sin esperar a su capitán? Si le ocurría algo a su señora en el camino se jugaba el cuello…
¡Todo había pasado tan rápido! El continuo enfrentamiento de Elsbeth con Leonor, las inquietantes nuevas de Isabel, que ni siquiera lo había nombrado para desearle el bien en sus cartas… ¿Acaso lo habría olvidado? Cerró los ojos con desesperación, implorando al cielo que no lo hubiese hecho. Cuando supo las intenciones de su señora de marcharse a su tierra, Alex no se lo había pensado. Era la oportunidad que estaba esperando para volver a ver a la benjamina de los Ayala, para curar esa herida abierta hacía algo más de un año y saciar la sed en sus labios. Si eso no era amor…
Habían tardado casi una semana en conseguir un par de pasajes que los llevaran a la península. No había apenas navíos que salieran rumbo al sur. Alguna mente lúcida había aconsejado adecuadamente al rey Balliol, para colmo de males, y los puertos estaban atestados de soldados en busca de renegados o traidores a la corona. Ellos no podían dejar rastro. A ojos del mundo deberían ser invisibles y nadie podía saber que se iban. Si alguien los relacionaba con los norteños o con Sir Symon Lockhart estaban perdidos. Tampoco había viajes directos a Sevilla y tendrían que hacer escala en Lisboa, probar suerte y seguir en barco o en carreta hasta el sur.
La única solución había sido navegar en un barco de mercancías, de lana para ser exactos. Los barcos de pasajeros estaban muy controlados y ya para este había tenido que chantajear a dos aduaneros reacios a darles los permisos pertinentes para viajar al no ser marido y mujer. No había nada que a punta de claymore no se consiguiera, pensó.
—No me miréis así, ¡no me casaré con vos! —le había dicho Leonor entre risas cuando él le había dicho que no querían darle los permisos y que lo habían llamado gañán y depravado—. ¡Os han calado!
—¡Seréis! —le había dicho subiéndola en volandas y dándole un azote en el trasero.
—¡Bajadme, por Dios! ¿Qué van a pensar de nosotros?
—¿Qué estamos casados o que soy un gañán?
—¡Ambas cosas si se fijan en las libertades con las que me alzáis, so bellaco! —le había espetado ella intentando bajarse y forcejeando con manos y piernas—. Pero soltadme, Alex, os lo suplico y veamos qué podemos hacer.
De eso no hacía más de siete días… Una eternidad si pensaba en lo largo que se le estaba haciendo el viaje y las veces que en su mente dilucidaba cómo sería el reencuentro con Isabel. El capitán Mackenzie sonrió y miró de reojo a Leonor, tenía mejor color que justo antes de tirar hasta el último bocado por la borda, aunque las ojeras comenzaban a tatuársele en la piel. «Si Neall la ve así, no me dejará ni explicarme», pensó enojado consigo mismo. Mas, ¿qué podía hacer él? La comida de ese maldito cocinero parecía regurgitada del estómago de un pelícano y hasta a él mismo le costaba digerirla sin tener ardores en la mayoría de las ocasiones.
Alex la dejó descansando y volvió a cubierta. Ya apenas llovía, aunque la tormenta seguía sobre sus cabezas sin darles tregua. Se dejó acariciar por la fuerte brisa del mar, necesitado de estar solo. Los truenos de fondo, el oleaje embravecido y el vaivén del barco le hacían sentirse insignificante y vivo. Cerró los ojos e inhaló el aroma de las profundidades, mientras su mente volvía a los días previos a embarcar y todo lo que había tenido que hacer para desplumar a esos mequetrefes de la aduana jugando a la prima, al arrastre y a cualquier otro juego de mesa que tuviera como base un tapete.
Las horas en vela de las guardias habían dado sus frutos por fin, así como también las horas muertas esperando en las tabernas a que la moza de turno quedara libre… El juego se le daba bien, tampoco se le daban mal las mujeres, aunque la que el quería parecía haber pasado página pronto. Suspiró.
Isabel… Isabel era la reencarnación de la inocencia, la sencillez y todo lo que él había soñado en una mujer. Era hermosa hasta el punto de quitarle el aliento e inteligente como para pasarse horas charlando de cualquier menester. No solo la deseaba como un amante, también la anhelaba como a una compañera, alguien con la que pasar el resto de sus días. La deseaba desde que por vez primera la vio acercarse a Leonor en Blair Atholl y fundirse en un sincero abrazo fraternal. ¿Cómo podían ser tan distintas y a la vez parecerse tanto? Más de una vez se había parado a pensar si realmente su corazón no había tomado la vía fácil para olvidarse de Leonor o si, simplemente, existía un Dios benévolo que había terminado oyendo sus plegarias.
«¡Tanto da!», exclamó para sus adentros. Pocas veces el joven capitán escocés había sentido miedo en su vida, pero esta empezaba a vislumbrarse como una de esas ocasiones. ¿Y si al llegar Isabel estaba comprometida o se había casado con otro? ¿Podría tratarse de alguna argucia para atraer de nuevo a su hermana mayor al hogar? No, ni Alex ni Leonor habían pensado realmente que se tratase de eso. Sin embargo, Don Juan de Ayala parecía en sus cartas tan feliz y confiado… Apretó los nudillos y sintió las gotas saladas recorrerlos hasta empapar por completo el puño de la camisa. Se sacudió un poco y se apoyó en el candelero, de espaldas al mar.
Se lo habían jugado al todo o nada por esos pasajes. No habían tenido otra opción. Los capitanes se habían vuelto unos usureros ante la avalancha de personas que querían alejarse de la barbarie sassenach. A Dios gracias, la vieja Tyche60 le había otorgado su buena fortuna y habían conseguido sitio en ese navío mercante rumbo al sur. Eso, o quería verlos pronto de fondo marino, si atendía a los truenos y nubes negras que lo engullían. De todas formas y de no haber sido así, tendrían que haber vuelto sin un penique a Ayrshire y comprobar la ira del Laird Lockhart en sus propias carnes.
Alex sintió la presencia de la joven a su lado e inhaló una bocanada de aire antes de resoplar. ¿Acaso le quedaba algo más a su cuerpo que arrojar? Pero él aún no había abandonado su peculiar mundo de ensoñación y sonrió al recordar la cara de asombro que Leonor había puesto cuando no había dejado títere con cabeza tras las partidas, el remolino de personas que los habían rodeado, jaleándolo para que volviera a mostrar su suerte.
—¿De qué os reís? Lleváis un rato haciéndolo… ¿Acaso os parece divertido verme echar el hígado por la boca? —le preguntó airada y devolviéndole el pañuelo sucio con un ligero empujón.
—No, mo baintighearna, solo recordaba.
Ella se dio cuenta de que había descargado en el pobre muchacho su propia angustia e intentó disculparse. Nunca antes se había mareado en un barco, pero en mala hora había comenzado a hacerlo.
—Lo siento… —se disculpó Leonor, mostrando una de sus mejores muecas antes de vomitar de nuevo—. Es este barco y este malestar que me acompaña como una lapa. No os pongáis tan serio por mí. Lamento haberos importunado.
Él se giró para atenderla mejor y miró de nuevo al horizonte mientras le sujetaba la frente y la asía con fuerza para que no se cayera por la borda. El mar cada vez estaba más picado y la coca crujía como un animal agonizante. No aguantarían mucho más, Alex sabía por los ademanes del capitán que tres marineros achicaban una vía de agua en las bodegas, mientras los otros se afanaban en recoger las velas, en un intento de salvar el navío y no pensar en el desastre.
—¿Mejor? —le preguntó Alex a Leonor sin esperar respuesta, intentando averiguar si lo que acababa de ver era fruto del espejismo.
Ella asintió, limpiándose de nuevo la comisura de los labios. ¡Tarde iba a sentir náuseas, cuando todas las mujeres le decían que estaba en lo mejor del embarazo! La joven inhaló el fuerte olor a sal y exhaló todo el aire por la boca. La aprensión en el pecho le fue desapareciendo poco a poco. ¡Menos mal! Leonor miró a su acompañante pensativa, le parecía imposible que la hubiera seguido en esa locura y sin ponerle ni una pega.
El joven Mackenzie no había dudado en recoger los bártulos y partir al sur con ella, dejando lo poco que tenían atrás. No había dudado a sabiendas de que Neall se enfadaría y mucho por no haberla convencido de que se quedara y la hubiese mantenido fuera de todo peligro. No había dudado, y eso, hacía el gesto aún más valioso. ¿Qué quedaba del Alex impulsivo, protestón y reconocido picaflor de hacía algo más de un año? Si lo pensaba con frialdad, prácticamente nada.
Sería injusta si dijera que no reconocía al valiente caballero en el que se había convertido, pero la verdad era que Alex la sorprendía gratamente cada día. Entre ellos había algo más valioso que una simple amistad, había confianza y eso no era algo que se lo daba a cualquiera. «Quizás mi hermana tenga algo que ver en este cambio», pensó feliz. No había nada que deseara más que tener a Alex como hermano… Siempre había sido un muchacho de gran valía y grandes virtudes, pero en ese año su carácter se había templado, mostrándose más cauto, más responsable... El hombre casi perfecto, que para tal título, ya tenía a Neall. Sonrió con melancolía. ¿Entendería su necesidad de comprobar que su familia estaba bien? Deseó que así fuera.
Por otra parte, Alex y ella no habían vuelto a hablar de Isabel desde aquel día en la cabaña. Ni sabía mucho de qué había o no entre ellos. En realidad, temía preguntar y que la tomase por una alcahueta. ¡Dios la librara alguna vez de eso! Tampoco quería alentar unos sentimientos que pudieran no ser correspondidos por su hermana, después de todo. Se fijó en los labios de Alex, suaves y carnosos, ¡que parecían hablarle!
—¿Si? —preguntó sin terminar de prestarle mucha atención.
—Os decía que no tenéis nada que lamentar —se limitó a decir Alex, retirando la mirada nervioso y volviendo a otear el horizonte en busca de la ansiada tierra firme, de ese espejismo que se le había escurrido como el agua de las manos.
No se sentía cómodo cuando Leonor se le quedaba mirando taciturna, mucho menos cuando se quedaba embelesada mirándole los labios. ¡Que era la mujer de su capitán y la hermana de la mujer que amaba, por favor! Sabía que no había nada sentimental ni mucho menos en ello, pero la abstinencia lo estaba matando y Leonor, preñada o no, seguía siendo una mujer de lo más deseable.
Alex quiso alejar de su pensamiento la imagen de las hermanas Ayala y se esforzó por mantener la compostura. Él le había escrito tres cartas a Isabel en todo ese tiempo, mas ninguna había obtenido respuesta, ni una frase dedicada, nada… ¿Cómo podía haberlo olvidado tan pronto? ¿Por qué no había intentado él hacer lo mismo o se había negado a viajar con Leonor? Se quedó mirando las aguas turbias del océano y las crestas de espuma que lamían los remos.
—¿Alex? —le preguntó Leonor taconeando con un pie y los brazos en jarras.
—¿Sí?
—Os decía que sentía mucho el haberos hablado de ese modo. Aunque, visto lo visto, ambos estamos más abstraídos con las olas que con prestarle atención al otro…
—Lo siento, mo baintighearna, pensaba en vuestra hermana Isabel.
Leonor se sorprendió de tal confidencia, pero lo disimuló muy bien. Alex no pareció sonrojarse o percatarse de lo dicho. Quizás fuera el momento de saber qué esperaba de su hermana… O no, al ver cómo el joven la dejaba plantada en proa y cruzaba toda la cubierta hasta llegar al timonel. ¡Habrase visto! ¡Dejadla con la miel en los labios y de esa manera! No tenía perdón de Dios, no lo tenía, no señor.
—¡Tened paciencia, es muy joven! —le gritó, provocando que muchos marineros la miraran ceñudos y sobresaltados.
Alex Mackenzie se paró un instante y parecía que estuviera a punto de darse la vuelta y contestarle cuando siguió su camino hasta encontrarse con el timonel y el capitán, donde pasó de ella por completo y se enzarzó en una discusión. El capitán del barco parecía desconfiar de lo que el escocés le decía al principio pero después, ante su insistencia, hizo que los tres hombres estuvieran concentrados en un mismo punto en la lejanía.
El resto de marineros no dejaban de hacer y comprobar amarres. Ola más u ola menos, estaban acostumbrados a no trabajar en calma en alta mar. Leonor seguía sorprendida por verse sola en proa y se colocó en jarras. Ese Mackenzie se iba a enterar en cuanto le echara el guante en privado. ¡Si hasta juraría que le había sonreído incluso! ¡Maldito escocés dejarla ahí plantada!
La española volvió a mirar a su alrededor y se agarró con fuerza a la barandilla. Una nueva sacudida del barco le hizo dar un traspiés y a punto estuvo de caerse. Se acuclilló temerosa, asiendo con una mano uno de los escudos decorados que engalanaban el mástil hasta que de su propio peso o de lo ajado que ya estaba se hizo un jirón. Leonor cayó de rodillas al suelo y con una mano aguantó el golpe y con la otra se parapetó el vientre.
Alex dejó de hablar con el capitán del barco y fue hacia ella corriendo, esquivando a los marineros que encontraba a su paso. Sin embargo, una ola barrió la cubierta arrastrando unos palmos todo lo que encontraba a su paso y el escocés tuvo que hacer equilibrios para no verse en el suelo también. La maldita ola había estado cerca de cubrirla por entero y la había empapado desde la cabeza a los pies. Leonor se había quedado como atontada, sentada en el suelo y con los cabellos cubriéndole la cara. A todas vistas, gruñía. Eso o se había convertido en algún tipo de animal salvaje.
Alex saltó sobre un barril que estaba rodando solo en medio de la cubierta y tras el cual corrían dos hombres para amarrarlo o bajarlo a la bodega. Cuando llegó hasta Leonor la abrazó con fuerza, dejando que sus dedos acariciaran su cabellera húmeda y le susurró un:
—No puedo dejaros sola, ¿eh?
Ella volvió a gruñir y él se carcajeó.
—¡Qué ganas tengo de llegar a tierra, cambiarme de ropa y tomar algo caliente y que no apeste a pescado! —le confesó ella con un mohín lastimero.
El capitán les hizo señas y Alex volvió a señalar un punto en el horizonte. El timonel se esforzaba por contactar con el vigía, mientras se parapetaba con la mano de la fina pero constante lluvia. Estaban justo debajo de la tormenta, era su última oportunidad.
—¡¡¡Tierra a la vista!!! —gritó el vigía desde el carajo por fin, señalando hacia el mismo lugar al que había apuntado Alex escasos minutos antes.
Leonor y Alex suspiraron de alivio. El navío crujió como si fuera un tripulante más y se alegrara por alcanzar la ansiada costa. La española lo abrazó con alegría y sintió cómo Mackenzie temblaba. ¿Tan cerca habían estado de la muerte?
La coca había salido de puerto sin estar en sus mejores condiciones, como les había confesado el capitán la noche anterior. Además, si no llevaban la carga a puerto en el tiempo estipulado se la embargarían y por eso habían hecho el viaje sin escalas. Quizás si ella y Alex hubiesen sabido que navegaban en tales condiciones no se habrían embarcado siquiera. Se la habían vuelto a jugar y había salido bien. ¿Cuánto tiempo más les seguiría sonriendo la diosa Fortuna? Todos los que estaban en cubierta miraron hacia donde señalaba el hombre y vitorearon su buena suerte. Sí, era tierra, ¡bendito fuera Dios!
Justo cuando los primeros botes llegaron a la orilla, la tormenta les dio la bienvenida con un juego de luces y salvas aterradores que mostraron la coca espectral y fondeada en alta mar.
—¡Santo Cielo, nunca he visto nada igual! —le dijo Leonor totalmente empapada a Alex y sacudiéndose los bajos de la falda llenos de arena.
—¿Dónde estamos? —preguntó el escocés, aunque nadie supo decirle, pues no habían arribado en puerto conocido.
Alex se acercó a ella y la cubrió con su plaid que, aunque no era mucho, evitaría que la brisa gélida le calara hasta los huesos hasta encontrar algún sitio donde poder alojarse. La reconfortó un rato y después marchó junto al bote para recoger las pocas pertenencias que traían de Escocia. Alrededor de él se montó un revuelo, pues muchos eran los que por primera vez veían a un hombre con semejante atuendo. Leonor no cayó en qué provocaba semejante alboroto y, al perder al joven Mackenzie de vista, preguntó a un aldeano que dónde estaban en gaélico, sin darse cuenta de que habían llegado a su país natal.
—¡Habrase visto lo que dirá la barragana! —le espetó el astroso con despecho, subiéndose el calzón con toda la dignidad de la que carecía.
¿Acaso no estaban en las costas de Portugal? ¿Tanto habían perdido el norte con la tormenta? El hombre miraba a Leonor como si acabara de ser escupida del mismísimo infierno y solo en ese punto no se equivocaba, pues lo habían visto bien de cerca… No obstante, la española abrió mucho los ojos y agradeció que Alex no estuviera para oír lo que le había dicho, pues sin entenderlo, sabría que la habría ofendido por el tono y la cabeza de ese infeliz rodaría por la arena en menos de un periquete.
—¡Ni soy barragana ni vos un caballero, que me diga en qué puerto estamos y váyase en paz por donde vino!
El harapiento no se esperaba que le contestara, menos con un deje tan próximo a su tierra y que fuera mujer tan brava. Fue incapaz de hablar, sonrojándose y balbuciendo memeces. Un pequeño salió de detrás suya y contestó por él:
—Su barco ancló en Santa María del Puerto. No se enoje con mi padrastro, mi señora, que no le gustan las mujeres desde que mamá nos abandonó.
Leonor se acercó al niño y le acarició el pelo grasiento. Miró al hombre con fiereza, pero se compadeció de su mala suerte, después volvió la vista al pequeño y le dijo:
—Gracias, zagal, y enseñad a vuestro padrastro a tratar a una dama si no queréis quedaros huérfano. No entiendo cómo vuestra madre pudo dejaros a vos, mas entiendo por qué lo dejó a él.
El niño asintió y sonrió, mostrándole la falta de un par de dientes. Ella le devolvió la sonrisa y le dio una moneda de plata por la información. Padre e hijo se fueron raudos por si la señora cambiaba de opinión. Alex se acercó con un par de fardos echados al hombro y una veintena de curiosos detrás.
—¿Qué diablos le pasa a esta gente? ¿Son mendigos? —le preguntó entre dientes a Leonor.
Ella se llevó la mano a la boca y aguantó una risita. A duras penas negó con la cabeza y Alex puso su mejor cara de interrogación, detonante para que ella empezara a reírse con ganas, atrayendo aún a más gente a su alrededor.
—No me hagáis reír que el niño luego me da patadas queriendo más —le respondió Leonor sujetándose la barriga y muerta de la risa.
Alex no sabía qué hacer, se sentía rodeado, observado y estudiado como un espécimen jamás visto. Las jóvenes flirteaban con descaro frente a él bajándose el escote y los hombres disimulaban sacando pectorales y brazos, incapaces de competir en envergadura con el capitán de las «falditas».
Algunos niños incluso se atrevían a tirarle de los bajos del feileadh mor y Alex hacía como que los amenazaba con la espada. Mal asunto, si les daban juegos a esos mequetrefes no se los quitarían de encima hasta salir de la villa. Sin embargo, él parecía tan a gusto con los niños que a Leonor le costaba separarlo de esos pequeños botarates. A las jovencitas, en cambio, las fulminó con mirada de loba rabiosa a punto de comerse a alguien. Surtió efecto, en un santiamén, en la plaza de la villa solo estaban los mocosos y algunos curiosos, algo fácilmente manejable.
—Algún día seréis un gran padre —vaticinó Leonor.
—Y vos que lo veáis —le replicó guiñándole un ojo y con un deje pícaro al oído, quizás acercándose más de lo debido, mas la confianza y la seguridad de que nada pasaría entre ellos era superior a la prudencia o al qué dirán.
En otro tiempo, Leonor habría creído que era una insinuación hacia su persona pero sabía que era en la otra de Ayala en quien el picaflor Mackenzie había puesto las miras y sonrió muy feliz, pues sus palabras dejaban entrever algo así como una promesa.
Alex se marchó a buscar a alguien que pudiera ofrecerles un alojamiento digno por unas pocas monedas y ella aprovechó para tomar descanso. Sin embargo, un pellizco en el corazón y el vuelo de un cuervo negro sobre su cabeza, la alertó de que, quizás, ese deseo no fuera posible en un futuro. Lo buscó con la mirada y sintió un vacío tal que terminó abrazándose a sí misma. La inquietud se alojó en su pensamiento como una funesta mala hierba y sintió un frío atroz que le traspasó el alma.
Pasaron la noche en una minúscula habitación abuhardillada. Era lo mejor que podían encontrar a bajo precio debido a la alta demanda que había. La risa ronca de la tripulación contrastaba con las voces agudas de sus nuevas acompañantes. Los marineros bebían como si no hubiese mañana y, visto lo que aún tronaba en alta mar, quizás no lo hubiera.
El camastro era mullido y Leonor se dejó caer poco a poco en él. Por fin habían comido algo decente que no le diesen ganas de vomitar de entrada, pero los nervios habían apresado su estómago y supo que no pegaría ojo en toda la noche. Al menos descansaré, se dijo mientras cerraba los ojos y pensaba en su marido.
Tras haber perdido la cuenta de las vueltas que había dado en el camastro, se levantó con cuidado de no despertar a Alex. El joven yacía dormido en el suelo y no pareció percatarse de nada. «Debe estar tan cansado que ni una cacerolada le quitaría el sueño», pensó risueña mientras se levantaba con los pies descalzos y se asomaba por el ventanuco de piedra al exterior.
Aún se veía el cielo oscuro como el brocal de un pozo profundo y a veces algún destello en el cielo le anunciaba que aún no había pasado del todo el temporal. «¡Menuda noche!», exclamó para sí dando gracias a Dios porque hubiesen llegado a la costa justo a tiempo. Un molesto rugido de tripas le anunció que no podía esperar más. «Ya voy, ya voy… ¡Qué carácter!», se dijo entre risas contenidas. Alex refunfuñó algo incomprensible y se dio la vuelta para seguir durmiendo.
—Volveré pronto, os lo prometo —susurró a la vez que cerraba la puerta con cuidado tras de sí.
Leonor salió al exterior, donde estaba un cobertizo que hacía las veces de excusado. El olor era nauseabundo después de una noche de fiesta, pero solo pensar en adentrarse sola en la arboleda para buscar un sitio mejor se le hacía un mundo.
—Aquí tendrá que ser —dijo en voz alta, aunque no hubiese nadie.
Cuando terminó y se acomodó el vestido, salió del cobertizo y respiró una bocanada de aire puro. Un minuto más y habría vomitado la cena, pues olor nauseabundo era un término que se quedaba corto, muy a su pesar. Un crujido de ramas la alertó de que no estaba sola y se echó mano al cinto. «¡Maldita sea!», exclamó al darse cuenta de que había dejado en la habitación la jambia. ¿Cómo había podido tener tal descuido? «Piensa, niña, piensa…», se decía con apremio emulando a su yaya Khalida, intentando vislumbrar la procedencia de ese ruido y las intenciones que llevaba.
No le dio tiempo a reaccionar. De repente, alguien la cogió desde atrás y le tapó la boca con una mano grande y callosa para que no chillara. Las piernas le flaquearon cuando sintió el filo de una daga acariciarle el mentón, el cuello, hasta la abertura del escote… Se repugnó al sentir el aliento cálido cercano a su oreja y la humedad de la punta de su nariz en su piel. Intentó zafarse, pero no pudo, consiguiendo que la daga de ese malnacido se apoyara en su vientre, advirtiéndola. Ella sollozó.
—No os mováis, barragana —le increpó.
«Esa voz…». Maldito fuera mil veces ese asqueroso harapiento. El muy cretino había vuelto a cobrarse la afrenta de haber sido acallado por una mujer y ridiculizado por el buen hacer de su propio hijo.
Leonor cerró los ojos con fuerza al sentir cómo le palpaba los pechos con urgencia y restregaba su miembro contra su trasero. El muy cerdo murmuraba cosas soeces sobre ciertas partes y lo maravillosa que la encontraba a pesar de tener tan malos modales. «¡Dejad que os pesque, bribón!», deseó con todas sus fuerzas la posibilidad de hacerle pagar su afrenta.
El corazón le empezó a latir tan fuerte que Leonor se mordió los labios para no gritar, ya no le tapaba la boca con la mano, pero mantenía bien sujeta la daga clavada ligeramente sobre el vientre. Por si le quedaba alguna duda, le dijo:
—Gritad y será lo último que hagáis. Os lo prometo —le susurró sibilino al oído—. Llorad cuanto os dé la gana, me da igual. Todas sois iguales: unas putas. ¿A qué os gusta? Claro que sí —se respondió él mismo en su retahíla.
Leonor imploró algo, aunque bien sabía Dios que no sabía ni lo que decía, solo que ese cerdo no se apiadaría de ella, que lloraba y que se odiaba por haber sido tan imprudente. «Otra vez no…», musitó a la vez que notaba la picazón de la punta del arma pinchar su piel y la otra mano levantarle el bajo de las faldas desde atrás.
—Mal asunto prometer algo que no se va a cumplir. ¿No creéis, amigo? —dijo Alex a sus espaldas.
Leonor lloró de alegría por el mero hecho de saber que él estaba allí. Era la primera vez que hablaba castellano sin cerciorarse una y mil veces de que lo decía correctamente y había pasado el examen con nota. ¡La mejor! Sintió cómo ese bastardo comenzaba a soltarla con extrema precaución y, en cuanto pudo, se alejó de él y lo miró de frente.
—¡Maldito hijo de la gran…! —gritó con los puños cerrados y tirándose encima del hombre sin pensárselo, envalentonada por saberse protegida por el capitán escocés.
Alex se quedó boquiabierto porque no se lo esperaba. Leonor se había repuesto del susto y parecía totalmente desesperada, rabiosa… ¿Habría llegado tarde? Presenció la escena demudado, se rascó la coronilla y esperó a que saciara sus ansias de venganza. Hasta llegó a pensar que debía de separarla de ese malnacido si no querían dar razones a las autoridades locales y retrasar su viaje a Sevilla. A pesar de su volumen, la cogió en volandas por debajo de las axilas y la dejó patalear en el aire hasta que se calmó con palabras suaves en gaélico.
—Si os ha tocado, yo lo mataré, mo baintighearna.
—Si me hubiese tocado ya no estaría vivo —le rechistó ella provocando una sonrisa en el escocés.
El rufián, ensangrentado a causa de los arañazos, huyó a lamerse sus heridas como una hiena, perdiéndose en el bosque.
—Mejor así. Al alba tengo previsto que salgamos. Seguirlo y escarmentarlo no haría más que retrasar el viaje. Pedidlo y os lo concederé.
Leonor observó el rostro de Alex en la penumbra, parecía sacado de un personaje de esos libros de gestas que tanto le gustaban a ella. ¿Cuánto tiempo hacía que no leía un libro? «¡Demasiado!», se recriminó con pena por no sacar tiempo para ello, aunque con el año que llevaban quién podía acusarla de dejadez… ¡Si no habían parado ni un momento!
La española lo cogió por las manos para que dejara de escudriñar la oscuridad por la que se había ido el asaltador y le prestara atención. Aún tenía el pecho agitado por lo sucedido, pero el contacto del hombre era un bálsamo reparador.
—Aquí sois mi igual, Alex Mackenzie —le dijo con vehemencia—. Ya no trabajáis bajo la tutela de mi marido. Sois tan capitán como él. Vuestra devoción y amistad para con nosotros os honra, pero en cualquier momento podéis hacer lo que os plazca, o incluso volver a Escocia.
—Jamás, mo baintighearna —le contestó él con el mismo ímpetu y sin relajar la guardia—. Lo más importante de un caballero es su palabra y yo se la di a mi adalid, mi compañero y, sobre todo, mi amigo. Si estoy aquí es por gusto, porque deseo cuidar de vos y de paso ver a vuestra hermana.
Era la segunda vez que sacaba el tema y esta vez no había una tormenta que impidiera que hablaran, ni siquiera la ligera llovizna que empezó a caer sobre ellos conseguiría que aplazase lo que le tenía que decir. Leonor aprovechó que aún no lo había soltado de la mano y volvió a hablar.
—¿Qué esperáis de Isabel, Alex?
Él se zafó de su mano y ella sintió frío. No se había ido, tan solo había retrocedido un paso, pero parecía que hubiese crecido un abismo entre ellos.
—No espero nada…
Leonor sabía perfectamente que le estaba mintiendo, le había rehuido la mirada, se había cruzado de brazos y tamborileado los dedos con nerviosismo. Nunca antes lo había visto tan hundido. Alex era el de la eterna sonrisa, el que tenía una fortaleza inquebrantable, el que sabía ver como Erroll el lado bueno de las personas con solo observarlas un poco. Pero, ¿por qué le mentía? Era tan evidente que estaba enamorado de su hermana que a punto estuvo de gritárselo, mas no serviría de nada, así que calló.
—Y aún así queréis verla —le susurró con un tono parecido al reproche.
—Sí.
Leonor intentó ver en el brillo de sus ojos algo más, pero la penumbra se lo impedía. Alex parecía llamarla a gritos en silencio y ella era incapaz de tenderle la mano y salvarle. Sin darse cuenta, su conciencia habló por ella con una voz que no parecía ni suya.
—¿Qué teméis?
Él volvió a retroceder otro paso. Sus labios dibujaban una línea dura, recta e infranqueable; sus facciones se adivinaban entre sorprendidas y temerosas; sus músculos parecían prestos a iniciar un combate y, sin embargo, sus manos parecían más relajadas que en todo el tiempo que había durado el viaje.
El silencio se vio interrumpido por el canto de un gallo y ambos se enfrentaron sin mirarse. Leonor sintió que había tocado en hueso. Quizás esa pregunta había sido demasiado íntima y a un caballero, a un highlander, le estuviera vetado temer a algo o a alguien desde la cuna. Los sentimientos eran cosas de mujeres, decían la mayoría, aunque todos terminaban como corderitos detrás de las faldas de sus mujeres. Se sorprendió que Alex fuera tan valiente y le contestara. No se lo esperaba, de verdad que no.
—Temo que me haya olvidado.
La yegua y el caballo que habían conseguido comprar eran viejos pero, para lo que habían pagado por ellos, tendrían que valer para llevarlos a Sevilla. Ninguno de los dos quería hacer grandes dispendios por si no estuvieran ni su padre ni su hermana llegados a la villa real. Hacía casi dos meses de la última carta recibida y lo único que Leonor le pedía a Dios era que, a aquella vieja que perseguía a su hermana como si fuera ella, se la hubiese tragado la tierra.
¿Quién podía ser esa mujer? No recordaba a nadie con la que tuviera nada pendiente, nadie a la que le debiera nada, nadie que guardara tanto odio en su corazón como para perseguir a una niña día y noche para medrarla. Porque Isabel siempre sería su niña, aunque tuviese ya los dieciocho años.
No hacía ni media hora que habían tomado rumbo a la villa, cuando la yegua se le encabritó de repente.
—¡Maldita yegua del demonio! —consiguió blasfemar Leonor hasta que se hizo de nuevo con las riendas y pudo resoplar tranquila. Había estado tan ensimismada en sus pensamientos que no se había dado cuenta de que casi arrollaba a un niño—. ¡Soooo…!
La yegua obedeció al instante. Alex giró el caballo al escuchar el jaleo y se acercó al trote a ver qué ocurría.
—¿Veis cómo no puedo dejaros sola? ¿Qué ha pasado?
Leonor gruñó. Si volvía a decirle eso de que no podía dejarla sola, lo lamentaría y mucho. Comenzaron a discutir sobre quién era mejor jinete y que ambos habían sido paridos sobre caballos. Algo incierto en ambos casos, obviamente. Tan abstraídos estaban en sus dimes y diretes que obviaron al pequeño que los miraba con ojos espantados y puesto en jarras en medio del camino.
—¡Señora, que casi me arrolláis, por Dios! —gritó con energía, mientras se limpiaba los mocos con la manga de la camisa.
Los dos adultos clavaron su mirada en el niño de cinco años, atónitos cuando el crío terminó por decir:
—¡Puto borrico!
«El niño del harapiento», reconoció en seguida Leonor al verle las mellas en su boca e, instintivamente, miró a su alrededor en busca del padrastro. Estaba solo. ¿Desde cuándo los seguía ese pobre infeliz?
—¿Qué hacéis vos aquí? ¿Y vuestro padrastro?
Alex torció el gesto y estuvo tentado a preguntarle a Leonor quién era con quién hablaba. Se puso de pie sobre el caballo y, al verlo, lo reconoció. Se bajó de su montura de un salto, al más puro estilo Leonor y lo cogió en peso, colocándolo rostro con rostro.
—¿Por qué nos seguís, mocoso? ¡Hablad!
El niño apenas podía respirar y se había quedado blanco del susto. Verse en volandas y cogido por la camisa tampoco ayudaba. Quiso hablar, pero las palabras se le trabaron en la garganta. Colocó instintivo sus manitas en sus partes pudendas y apretó las rodillas por miedo a mearse encima. Previendo lo que iba a pasar de un momento a otro si Alex no bajaba al zagal, Leonor advirtió al capitán escocés:
—Será mejor que lo bajéis si no queréis que os moje.
Él la miró sin comprender y volvió raudo la vista al niño, al ver la postura del mismo, lo soltó de sopetón.
—¡Auch! —exclamó el pobre crío, tocándose las posaderas y gimoteando.
—Decidme, ¿qué hacéis aquí? —insistió Alex.
Silencio. El escocés se agachó y lo cogió del cuello de la camisa.
—¿Os ha mandado vuestro padrastro?
El niño rehuyó la mirada del capitán y apretó los labios. Alex lo entendió como un desafío, Leonor como que estaba a punto de echarse a llorar y se bajó de la yegua con cuidado.
—Dejadlo Mackenzie o terminará meándose encima, ya veréis.
Alex le lanzó una mirada desafiante, de esas de «no es momento de que os acerquéis». Ella le respondió poniéndose en jarras y taconeando con un pie, como una madre que espera ser obedecida y no admite otra. Al sospechar que ese testarudo escocés jamás daría su brazo a torcer, se colocó a su lado y le giró con suavidad la carita al niño para que la mirara cuando le hablara.
—¿Os ha mandado vuestro padrastro? —sonsacó ella parafraseando al capitán.
El niño negó con la cabeza.
—¿Por qué diablos os contesta a vos y a mí no? —preguntó Alex enojado y no dando crédito a que ella lo consiguiera y él fuera invisible a los ojos de ese enano.
—Quizás porque lo habéis zarandeado, tirado al suelo, gritado…
El niño asintió a toda la enumeración y Alex parecía que iba a perder los nervios si no se sosegaba pronto. Leonor le habló al niño como si el escocés estuviese lejos y no la oyera, aunque ninguno se hubiese movido del sitio en realidad.
—No es tan bruto como parece, para hacer honor a la verdad, es un cacho de pan y mi futuro cuñado.
Alex abrió la boca para protestar, pero después la cerró y guardó silencio. Bufó y se puso en pie. Leonor no sabía si su comentario había llegado demasiado lejos. Mackenzie no había dicho nada de matrimonio… No era su intención presionarlo al respecto, sino la de hacerle saber lo mucho que lo valoraba y lo que pensaba respecto a que intentara cortejar a su hermana. Ella les daba su bendición, pero él no parecía complacido. ¿Había algo que le ocultara? Se centró en el crío, ya hablaría con Alex en cuanto tuviese ocasión.
—Decidme, ¿por qué nos seguíais?
—Él…, él se ha ido.
—¿Vuestro padrastro se ha ido? —preguntó Leonor para despejar dudas. El niño asintió—. ¿A dónde?
En realidad, no le interesaba en absoluto, cuanto más lejos estuviese ese malnacido de ellos mejor que mejor. No obstante, entendió lo que el niño veladamente quería decirle y no se atrevía por miedo al rechazo.
—¿Os ha abandonado?
—Él llegó esta mañana como un Cristo, señora… —empezó diciendo con renovadas fuerzas.
Leonor tuvo que reprimir una sonrisa de satisfacción, al fin y al cabo, ese malnacido era lo más parecido a un padre que había tenido ese pequeño en mucho tiempo.
—Llegó maldiciéndola y quiso descargar toda su rabia contra mí. Estaba borracho. Yo salí corriendo y me subí a un árbol para que no me pegara. No me alcanzó, pero sí gritó mucho.
—¿Qué os gritó? —le preguntó ella con ánimo de encontrarse al harapiento de nuevo y darle dos buenas bofetadas.
—Me dijo que no pensaba seguir cuidando de un bastardo, que me pudriera en una zanja y que no tenía alma porque no me había bendecido Dios.
Leonor apretó los labios con tal de no decir una burrada. Ya era el crío lo suficientemente deslenguado como para darle encima mal ejemplo. ¿Qué se había creído ese harapiento? ¿Cómo se le ocurría tratar así a un niño? Alex se había acercado en silencio, había escuchado todo y los miraba con semblante serio.
—¿Tenéis nombre, muchacho? —preguntó el escocés sin abandonar el porte regio.
—Ruy me llamaba mi madre, mi señor.
—Bien, Ruy, apuesto mi caballo a que nos habéis seguido para viajar con nosotros a Sevilla. ¿No es cierto? —El niño asintió—. ¿Tenéis otros parientes, alguien que se haga cargo de vuestra persona?
El niño negó y ambos adultos evitaron mirarse, pues sabían a qué se enfrentaban y la decisión no podían tomarla a la ligera ni sería fácil. Si Ruy se iba con ellos, pasaría a estar a su cargo. Leonor se levantó, frotándose las rodillas dormidas y cogió por el antebrazo a Alex antes de que fuera a decir algo de lo que después se arrepintiesen.
—¿Qué vais a hacer?
—¿Acaso no está claro? Se viene a Sevilla con nosotros —le dijo él, extrañado, como si le preguntara si el cielo era azul, o la miel, dulce.
—Lo que está claro es que, si se viene con nosotros, uno de los dos tendrá que tutelarlo.
Las cejas de Alex describieron un arco perfecto. Él no había tomado en cuenta tal posibilidad y ese niño era aún muy pequeño para acogerlo como escudero, al margen de que estaba desnutrido.
—Le faltan dientes —replicó Alex con simpleza a modo de excusa y Leonor se carcajeó de él con ganas—. ¿De qué os reís si puede saberse?
—Todos los niños pierden los dientes con esa edad, ¡Dios Bendito! —ante el asombro de él le aclaró—. ¿No os acordáis de pequeño?
Alex negó. Lo cierto era que no se acordaba apenas de su niñez de lo ingrata y mala que había sido. De mayor había preferido fijarse en senos y caderas redondeadas que en si a un niño le faltaba un diente o dos y si luego le salía por arte de magia. Leonor lo observaba seria. Sabía que Alex no podría hacerse cargo del pequeño en esos momentos por mucho que lo quisiera o tuviese la dentadura de un caballo. Él era joven y no tenía experiencia ninguna con niños. Tampoco la tenía ella, pero ya tenía uno en camino y… ¡Ruy parecía tan necesitado de cariño!
—El niño necesita una madre. Hablaré con Neall —sentenció dando por zanjada la conversación.
Alex la cogió por los hombros y le susurró: «tenemos que hablar». La apartó a una distancia prudente y comenzó a hablarle en tono bajo, lo suficiente para que Ruy no se percatara de nada.
—No necesitáis hacerlo.
Leonor alzó una ceja, sin terminar de entender a qué se refería.
—Es un niño sano dentro de su delgadez. Cierto que no tiene dientes, pero le saldrán, ¿no? —Ella asintió y él se quedó más tranquilo—. Estoy seguro de que en la villa habrá familias que lo necesiten.
—¿Y que lo quieran? ¿Habrá familias que lo quieran, Alex? Lo aceptarán por el jornal que les lleve a casa y después qué. Ese niño ha vivido más penurias de las que yo he vivido nunca y solo tiene cinco años, a lo sumo seis. ¿Cómo puedo negarle una familia, un techo y el amor de una madre? ¿Cómo decirle que nadie va a luchar por él, que lo dejamos a su suerte cuando ha venido a pedirnos ayuda?
Alex se quedó mudo. Leonor nunca lo había visto tan serio y sombrío. Los ojos se le habían humedecido y parecía incapaz de hablar. La nuez de Adán le subía y le bajaba con clara dificultad, a veces miraba al niño de reojo, sin saber qué decir, como si estuviera luchando consigo mismo o con los demonios de sus propios recuerdos. Las palabras de ella lo habían descolocado totalmente.
—Sabéis que yo me lo quedaría… —consiguió balbucir al final.
—No, Alex, vos aún tenéis que formar una familia y no dudo que me ayudaréis para cuidarlo hasta que convenzamos a Neall —lo tranquilizó ella con voz suave y paciente.
—No hará falta mucho para eso, mo baintighearna, mirad lo que hizo la familia Murray por mí. Yo también he sido un don nadie al que su padre aborreció en su lecho de muerte con tal de consentir a su otro hijo. Sé lo que se siente cuando ni los tuyos os quieren…
—Nunca —le dijo ella levantando la voz más de lo que hubiese deseado—. Nunca volváis a decir eso. Sois un hombre formidable, un caballero sin par y conseguiremos hacer de Ruy un hombre digno del apellido Murray.
—No hay nada más que hablar entonces —exclamó Alex y, dirigiéndose al niño, le dijo—. Os venís con nosotros, mo duine-uasal61.
Ruy sonrió mellado y, aunque no había entendido las últimas palabras, el pecho parecía haberle crecido hasta un palmo. Leonor se congratuló por la reacción del niño y le tradujo.
—Os ha llamado: «mi caballero».
Los ojos de Ruy se abrieron como platos y ensanchó aún más la sonrisa si cabe. El niño se levantó con rapidez y se tiró a los pies de ellos, abarcándolos con un abrazo alrededor de las rodillas, dándoles las gracias.
Alex lo aupó, de una forma muy distinta a la vez anterior. Le limpió las lágrimas y le quitó parte de la mugre con su pañuelo antes de montarlo en su caballo, justo delante de él. Hasta que estuviera Neall y lo aceptara, él sería su referente masculino, lo tenía decidido. Sin más dilación, partieron al galope hacia Sevilla, pues las ansias de ver a los de Ayala apremiaban y mucho.
¿Les congratularía volver a verlos de nuevo? Eso no lo dudaba, pero ¿estaría Isabel esperándolo?