CAPÍTULO 38
TRISTE REGRESO
Malaqa, España, finales de octubre de 1335.
Esa vez Neall la había perdido para siempre. Quizás todo había sido un sueño prestado durante un tiempo, un sueño que le había alimentado el alma, que lo había hecho ascender de ese pozo oscuro en el que él mismo había sumido su existencia y al que volvía a descender por voluntad propia desde ese instante.
¿Cómo podía echarla ya de menos? Su cuerpo aún no estaba frío y sentía que hacía años desde la última vez que hablara con ella. La quería, ¡oh, sí!, más que a su propia vida la había querido y, sin embargo, en el último momento, le había negado la tranquilidad de su alma al no confirmarle su promesa.
Sed feliz…, le había dicho, pero cómo. Por ella… ¡No! No quería a esa criatura, no la quería…, quería a su amada, a su aingeal… Estaba roto, tan roto que lloró a gritos desgarrados sin importarle que nadie pudiera escucharle, que Malen intentara por todos los medios separarlo del cuerpo sin vida de Leonor mientras la partera la lavaba para amortajarla.
Estaba roto y así se quedaría hasta la hora de su muerte. Mas cuando fue a prometérselo a sí mismo, Ashlyne lloró tan fuerte, llena de hambre y de vida, que Neall no pudo más que mirarla. Se parecía a ella… Su piel era dorada y una pelusa negra y rizada asomaba en su cabecita. Malen la acunaba en brazos, con esa habilidad innata que parecían tener casi todas las mujeres cuando se trataba de un recién nacido. Sin embargo, la pequeña tendía sus manitas a su padre, como si alguien le hubiese confiado desde la cuna ese parentesco.
Entretanto, Symon aguardó estoico en un segundo plano, en pie, con el corazón también deshecho al enterarse de la noticia, mientras ordenaba a la partera que buscara un ama de cría para la niña y mandaba recado para hacerle saber al rey lo que allí había acontecido. Si no se daban prisa, corrían el riesgo de que el monarca abriera largas diligencias para esclarecer unos hechos ya de por sí claros, retrasando su vuelta a Escocia más de lo necesario. Él tenía que asumir la parte más dura en esos momentos, tenía que ser fuerte por los dos, evitar que Neall hiciera una locura preso del dolor.
¿Qué les aferraba a esa ingrata tierra? Nada, nadie…, pues ya Alex les había puesto al corriente del sino de la joven Isabel. Sir Lockhart miró al joven Mackenzie y a ese pequeño niño que había mandado a buscarlo y de nombre Ruy. Ambos estaban deshechos. Reconoció en Alex sus mismos sentimientos y por primera vez en su vida, no le pareció tan mal muchacho. ¿Cómo podría juzgarlo sin hacerlo él mismo? Él también había perdido a una íntima amiga y el niño, por cómo lloraba y se sorbía los mocos aferrado al escocés, lo más parecido que había tenido a una madre.
Symon se acercó al picaflor, como siempre le había gustado llamarle. El joven sollozaba acuclillado en un rincón apartado, se tiraba del pelo con insistencia y decía incoherencias. Le puso su mano en el hombro, en un intento de reconfortarlo. El niño lo abrazaba de pie, con el rostro surcado en lágrimas, intentando aflojarle los dedos que tiraban de los mechones de pelo para que no se hiciera daño.
—Mo maighstir, la baintighearna estaba enferma… Ni vos ni nadie lo sabía, quizás ni siquiera ella.
El más pequeño era el más maduro de todos. ¡Habrase visto! Ruy prosiguió. Alex lo miró con ojos turbios y una triste sonrisa en los labios. Él también había visto la sangre, casi tan transparente como el agua. Quizás por eso últimamente se cansaba tanto…, se dijo el joven escocés en un intento de entender por qué el destino se la había arrebatado.
¿Cómo ninguno se había dado cuenta de los síntomas? ¿Habrían podido hacer algo por ella? Se persignó, jamás había visto nada igual… Miró a su capitán un instante, suspiró y no quiso estar en su piel. Si él lamentaba su pérdida desde lo más profundo de su alma, ¿cómo estaría su amigo y adalid?
—Vuestro capitán os necesita fuerte —añadió Ruy entre hipidos.
¿Acaso ese crío le leía el pensamiento?
—Neall no necesita a nadie más que a ella —se atrevió a augurar el Laird Lockhart con pesar y Alex asintió.
—Pero Ashlyne… —musitó Ruy, descorazonado.
El bebé volvió a llorar con fuerza y Malen miró suplicante a Symon. La partera no daba señales de aparecer y ya habían pasado unas horas desde que se fuera. Ruy se acercó a ellas, mientras se erguía, se limpiaba las lágrimas con las mangas y se atusaba su ropa limpia, pero humilde. Symon no pudo menos que sonreír tristemente por ese pobre niño viejo, que debía haber vivido muchas penas ya en su vida para su corta edad y gran sabiduría.
El niño consiguió hacerse entender con señas para que Malen lo acompañara junto al bebé a la alacena. Allí cogió un cuenco de una de las baldas de las estanterías y lo llenó de leche fresca, después lo rebajó con agua sin dudar en la cantidad a mezclar. A continuación le señaló el vestido a la joven rubia, pero como esta no parecía entenderlo en ese instante, él mismo rasgó un trozo de tela de la túnica interior blanca del mismo y lo mojó en la leche preparada. La recién nacida lo chupó con ansia y el pequeño repitió la operación las veces que fueron necesarias hasta que Ashlyne se quedó dormida en sus brazos. Malen le sonrió entusiasmada.
—Es lo mismo con los corderitos que nacen pronto… —le dijo en castellano como si la joven pudiese entenderlo y ella solo asintió, sin abandonar la sonrisa de su rostro.
Symon se había asomado y había mirado complacido la escena un rato, antes de volver a preocuparse por otros asuntos. Los escoceses se encontraban en una difícil situación. La niña era súbdita castellana y, si querían, podría ser reclamada como tal. Nadie salvo Isabel podía atestiguar a favor de ellos de que Neall era su cuñado y el padre de la recién nacida.
Sin embargo, Alex les había puesto al día sobre la desventura que se cernía sobre la familia Ayala, el inminente casamiento de Isabel con ese tal Don Ramiro y su supuesta muerte ahogado en el río. Para el mundo, Alex Mackenzie estaba muerto y así debía seguir siendo si quería regresar vivo a Escocia.
—¿Vais a renunciar a Isabel?
Symon se dio cuenta tarde de que no era momento para ahondar en una llaga abierta, no al menos con Leonor de cuerpo presente.
—¿Vos y yo contra la corte castellana? Antes de llegar a ella, la habrían casado y asesinado con cualquier excusa para hacerse con la herencia.
El muy bastardo ni siquiera la amaba…
—¿Qué herencia? —preguntó con interés Sir Lockhart, que necesitaba de cualquier cosa a la que aferrarse si quería seguir entero.
—Unos dineros y tierras que había averiguado Don Juan que le había dejado su primo Don Pedro López de Ayala, señor de Mena y Unza y tras los que va Don Ramiro con suma insistencia.
—Nunca oí tal cosa.
—Ni él mismo lo sabía hasta hace unos días, que un judío le previno de que dejara de insistir sobre impedir el casamiento.
—Os repito, Mackenzie. ¿Vais a renunciar a Isabel?
—¿Creéis que a ese bastardo le temblará la mano después de lo que ha hecho?
Symon lo miró confuso. ¿Qué tenía que ver ese ricohombre con la muerte de sus amigos?
—¿Acaso no ha sido esa mujer, la madre de Don Gonzalo, quien los ha asaltado en la plaza?
—¡Por supuesto! ¡Así lo ha declarado a boca llena, la muy desdichada! —exclamó Alex blasfemando y con aspavientos—. ¡El diablo la consuma en el infierno!
—¿Entonces?
—¿De veras creéis que una vieja sin recursos se recorre media región en busca de venganza y sin nadie que la respalde?
—Tiene sentido… ¡Sois más astuto que un zorro, Mackenzie!
—Eso me han dicho —murmuró el joven recordando las palabras de la dulce Isabel en el convento—. Aunque, ¿de qué me sirve?
—Dios proveerá —sentenció Symon marchándose presto a averiguar cualquier cosa útil que los hiciera regresar sanos y salvos a Escocia.
No había tiempo que perder. Encomendó a Alex que vigilara a Neall y el caballero escocés marchó con el corazón afligido pero reforzado. Él cumpliría la promesa que, roto por el dolor, su esposo no le había jurado. Él haría que esa niña recordara quién había sido su madre y su abuelo si Neall carecía del tesón necesario. Él lo haría, no solo por ella, sino también por él, para darle la oportunidad algún día de recomponer su alma y retomar las riendas de su vida.
—Lo haré, mo bancharaid —prometió mirando al cielo con la mano en el pecho.
Regresó a las horas con nuevas. Neall seguía como una gárgola de piedra, impertérrito y cetrino como si estuviese también muerto. Sir Lockhart sentenció:
—El entierro se hará antes de tener noticias del rey.
Neall apenas hizo un gesto que delatara si estaba de acuerdo o no.
—Don Juan de Ayala será enterrado en campo santo, junto a los restos de su esposa y familiares más queridos.
—¿Y Leonor?
A Symon le sorprendió incluso que hablara, aunque su voz no pareciese la misma.
—Eso depende de lo que decidáis vos.
Neall volvió a mirarla y apretó los labios y los puños con impotencia. Su amada estaba fría como el mármol y había perdido el color de sus mejillas, yacía como si soñara y, en realidad, era lo que hacía… para siempre. ¿Qué le habría gustado a ella? Recordó su vida en común y lo tuvo claro.
—Nos despediremos de Leonor en la playa, como nuestros ancestros. Recogeré sus cenizas y las llevaré conmigo a todos esos lugares que nos han hecho felices, también a aquellos donde habíamos soñado que algún día iríamos.
—Si eso es lo que queréis, así se hará.
—También dejaré que descansen junto a sus familiares aquí, en la tierra que la vio nacer y morir… —apenas susurró antes de retomar fuerzas para continuar—. Plantaré jazmines en su recuerdo en todos ellos, que dejarán con su olor constancia de que ella estuvo y estará siempre con nosotros. Así haré.
Fue el momento de que Alex consolara al pobre Ruy, muy emocionado por las palabras de Neall y que se limpiaba las lágrimas con afán. Nadie había reparado en él, en qué sería de su vida.
—Vendréis conmigo, mo balach. No estéis triste. Ella nos está viendo.
—¿Cómo puede vernos si se ha muerto? —preguntó Ruy entre hipidos contenidos.
—Porque ella vive aquí —le respondió Alex poniéndole la palma de la mano en el corazón—, mientras vos la recordéis.
—Lo haré siempre, mo maighstir, fue lo más parecido a una madre.
—Lo sé —dijo besándole el cabello y revolviéndoselo.
Sir Lockhart reunió a los allí presentes. Lo hizo cerca de Neall, pues sabía que el capitán Murray no se separaría de ella. Les explicó que solo podían respirar tranquilos por una cosa y era sabiendo que la asesina, la madre de Don Gonzalo, había sido detenida y pronto sería ajusticiada por el horrible crimen cometido. El Corregidor Regio itinerante de la villa, representante de la Justicia Mayor del Rey, se lo había dejado claro: no obtendría ni el perdón de Dios.
Les contó escueto la historia de esta anciana. Ella era la maldita sombra que nombraba Isabel en sus cartas, ávida de venganza todo ese tiempo. Había estado recluida en un convento sevillano con una extraña demencia desde joven y que, a falta de las donaciones periódicas de su hijo Don Gonzalo, muerto en Escocia, había tenido que salir con lo puesto de su retiro espiritual y mendigaba por la ciudad. De algún modo, Don Ramiro la habría conocido y aprovechado de su odio y sed de venganza para con los Ayala, para hacerse dueño de la jugosa herencia que por lo visto todo el mundo conocía menos sus destinatarios.
—Según ha declarado entre desgarradores gritos, lo tuvo claro desde que supo de Isabel y de Leonor —apostilló el caballero con pesar.
Se hizo un incómodo silencio. Neall volvió a arrodillarse frente a su difunta esposa y puso su frente sobre su mano. Symon maldijo por lo bajo, sabiendo que necesitaría años para recuperarse por la pérdida.
—Ojalá se pudra con el necio de su hijo en el infierno —musitó Sir Lockhart mientras escupía en el suelo—. Y ojalá yo hubiera impedido vuestro regreso a esta ingrata tierra, mi querida amiga…
—Amén —dijo la partera a la vez que se persignaba.
Ninguno de ellos la esperaba ya. La mujer, como si supiera lo que los allí presentes estaban pensando, arguyó con rapidez:
—Dos soldados me han retenido en la plaza, me han preguntado por la joven mora y por su hijo.
—¿Y qué le habéis dicho? —le preguntó Sir Lockhart con tono agraviado.
—La verdad, que la madre murió en el parto por estar maldita y que las entrañas engulleron al vástago que crecía en su vientre antes de nacer.
—¿Por qué ha dicho la partera que Leonor está maldita y que Ashlyne no ha nacido? —preguntó Ruy por lo bajo con inocencia.
—Porque es el único modo de que nadie toque su cuerpo para verificar lo que ella ha dicho —le respondió Sir Lockhart antes de que lo hiciera Alex y, dirigiéndose a la partera, le preguntó—. ¿Cómo podremos agradecérselo, señora?
—Cuidando de esos dos —respondió señalando a Neall y al bebé—. Fui amiga de Khalida, también de la madre de esta joven. No he mentido, señor. Esta familia ha debido de estar maldita, o no se entiende que solo le acompañen desgracias…
—Isabel… —murmuró Alex, sobrecogido porque esa mujer pensara que los Ayala estaban de algún modo malditos.
—La pequeña Isabel siempre ha tenido un ángel de la Guarda que la salve —le dijo la partera, que más que una partera parecía una bruja, y añadió—. No se preocupe, joven, saldréis de esta. Sus hermanas la cuidarán.
Alex no vio o no quiso ver más allá de sus palabras. Saldréis de esta, le había dicho. ¿Quiénes? ¿Ellos? La mujer parecía reacia a seguir hablando y el destino era mejor dejarlo sin nombrar, por si lo bueno se esfumaba, desairado por la impaciencia de los hombres.
Dispusieron todo para el entierro. Debían actuar con premura, pues al no tener que solicitar el permiso real por la pequeña, podrían regresar a Escocia lo antes posible. No podrían dejar que nada retrasara el embarque. Sir Symon Lockhart pensó que, cuanto antes se fueran de ese país, que tan agridulces recuerdos les traería siempre, mejor que mejor.
La partera se dirigió a Neall y se tomó la libertad de acariciarle el cabello, mientras le decía con voz sosegada y dulce, como si solo con el simple tono usado, él ya pudiera entenderla:
—No se aflija, señor. Su mujer ha sido muy valiente y ha luchado hasta el final.
Neall ni pestañeó, pero Symon se levantó de la silla que ocupaba al lado del lecho y se dirigió a ella, interesándose por sus pesquisas.
—¿A qué se refiere, buena mujer? —preguntó al ver que Neall no reaccionaba.
—Ha conseguido darle el fruto sano de sus entrañas cuando ella tenía los días contados…
—¿Los días contados? ¿No ha fallecido por la perdida de sangre de la puñalada?
Symon necesitaba que esa mujer hablara, que sus palabras calaran en el viudo, que lo exoneraran de culpa alguna, que viera en Ashlyne el último regalo de Leonor.
—Ojalá fuera tan simple, señor. ¿No le he dicho que estaba maldita? ¿No ha visto su sangre? La tenía clara como el agua y eso solo puede ser por causa de una enfermedad rara, o que había sido envenenada hacía tiempo. Lo más extraño es que haya conseguido concebir y dar a luz. Los milagros existen y este es uno de ellos —dijo santiguándose—. Siempre fue una niña fuerte, diferente, la más necesitada de afecto de las tres. Lo que le ha hecho esa ingrata solo ha adelantado unos meses la desgracia…
Neall despertó unos segundos de su letargo y la miró de reojo sombrío, después miró a su cuñado y volvió a su estado ceniciento sin entreabrir siquiera los labios. Parecía una máscara funeraria de cera sin expresión en el rostro, mientras que Symon se frotaba la cara con desesperación y no dejaba de musitar ante la mirada contrariada de la mujer:
—¿Envenenada? No es posible. Siempre estaba rodeada de gente, bien Alex, o su padre, o su hermana…, a no ser que… ¡Oh, Dios mío, Neall! —exclamó recordando y viniéndose abajo, aplastado por el alud de hielo invisible de los malos recuerdos—. ¡El veneno de Rowallan! ¿No fue así como mató al pirata, aquello que casi la llevó a la muerte aquella vez?
Al nombrar el lugar, Neall arrugó el entrecejo. Symon le tradujo rápidamente lo que la partera había dicho y con una mirada furibunda inspeccionó a la mujer para saber si era cierto. Entretanto, el Laird Lockhart no hacía más que repetir:
—Eso debe ser. ¿No lo veis? No debió desaparecer del todo de su sangre. ¿Por qué, por qué?
El caballero cayó de rodillas y no pudo contener la tristeza por más tiempo. El manto negro de la muerte abandonó la estancia, dejando la desolación enraizada en cada suspiro, cada sollozo y cada anhelo. La mujer cabeceaba mientras humedecía un paño en agua de rosas para lavar el cuerpo de la difunta. La mano de Neall la frenó antes de que pudiese ponerlo sobre él.
—Jazmín —musitó en un tono que no daba otra opción que obedecer y sin añadir nada más.
—Ella olía a jazmín —le explicó Symon a la partera al ver que esta no entendía bien a qué se refería el viudo.
La mujer los miró a ambos y Symon asintió, a la vez que apartaba las lágrimas de sus ojos.
—Está bien —asintió y, con serenidad, vertió el agua de rosas en otro cubo y llenó de nuevo el balde con la otra esencia.
En ese momento, Ashlyne se despertó de su pequeña siesta y pronto buscó alimento en el pecho de Malen, sin hallar nada que la aliviase. La escocesa buscó a su pequeño salvador para que la ayudara de nuevo y ambos fueron a la alacena a por más leche de cabra rebajada en agua. La partera contempló la escena dubitativa y sin dejar de hacer su cometido, después indicó:
—Os aconsejo que busquéis lejos de aquí a alguien que se ocupe de la pequeña, pues tendréis que ocultarla hasta que estéis en el barco. A ojos y oídos de todos, esta niña no ha nacido, por lo que no habrá ama de cría que la atete. No podéis correr el riesgo de que alguien os pregunte o sepa de su nacimiento por los alrededores.
—Así haremos.
—Lo que hace el niño de rebajar la leche en agua… está bien de momento, aunque le dará retorcijones y llorará mucho, porque no hay mejor alimento que el que da la propia madre.
—Entiendo.
La mujer miró fijamente a Neall con preocupación, ni siquiera se apartaba de Leonor para que ella pudiera adecuarla para el entierro. Symon se dio cuenta y se acercó al que en su momento fuera rival, después cuñado y en raras ocasiones llamado amigo.
—Neall, tenéis que levantar cabeza, hacedlo por la pequeña, es ella… Miradla, ¡por Dios bendito!
Más el halcón cabeceó con rotundidad, negándose a acercarse a su hija y mucho menos a tenerla en brazos. Sin embargo, y para sorpresa de todos, comenzó a hablar:
—El día de la batalla, cuando le hice saber mis planes de marchar con mi hermano a Inglaterra…
—¿Si?
A Symon no le apetecía rememorar esos días, pero si eso ayudaba a que Neall abriera los ojos y plegase las alas, bienvenido fuera.
—Me pidió venir con nosotros, bràthair-cèile, y yo me negué.
—Normal. Estaba preñada y ahora sabemos que enferma… Quizás ninguna de las dos estaría viva de haberos acompañado.
—¡Eso nunca lo sabremos! —contestó el más joven de los Murray con ira—. Lo que sí sé es que la habría tenido cada día cerca, que esa maldita sombra no la habría hostigado y que, posiblemente, mi suegro estaría aquí también.
—¡Conjeturas! —exclamó con rabia su cuñado, asiéndole por los hombros.
—Mo ghrà, estáis embarazada y el país en guerra, le dije. Si por mí fuera os llevaba con vuestro padre y vuestra hermana con tal de teneros a salvo. ¡Diablos, Lockhart! Esas fueron mis palabras unos días antes de irme. Ella cumplió. Sí, ella cumplió..., pero yo llegué demasiado tarde. ¿Acaso no lo veis?
Nublado por el dolor y la sinrazón de no haber podido salvarla, Neall se consumía como un fénix en sus propias cenizas. Se consumía y las apagaba a conciencia, para no renacer… ¡Frágil vida! ¡Necesitado de su luz, de su calor, de su aliento dormido en su nuca!
Mas la rabia se apoderó del caballero escocés que, cogiendo a Neall por los hombros, lo zarandeó con fuerza a la vez que le levantaba inusitadamente la voz:
—¡¡¡No!!! Lo único que veo es… que ella no se enamoró de este hombre que pisotea su recuerdo con cada palabra. ¡Se enamoró de otro! ¡De vuestra condenada risa! ¡Maldito fuerais en su momento! —exclamó con renacido rencor, ante la estupefacta mirada de Alex que miraba a ambos sin creerse lo que estaba oyendo—. Yo la amé con todo mi ser, le habría dado el mundo de haber podido, le habría bajado el sol de haberlo mencionado, pero solo vuestra risa cantarina la hizo despertar de ese infierno, de ese destierro al que ella misma se había confinado por su pasado. ¡Ella os eligió a vos! Sed merecedor de ello u os juro que os mato aquí mismo.
En vez de conseguir que reaccionara, Neall se sumió en su miseria y lloró.
—¡Hacedlo! —le dijo echando mano a la empuñadura de su propia claymore para dársela—. No hay nada que desee más que unirme a ella en su viaje…
—¡Seréis blasfemo! —exclamó resoplando Sir Lockhart, que lo que menos esperaba era esa contestación y sí que reaccionara, aunque fuera batiéndose con los puños hasta la extenuación.
—De no haberme conocido, seguiría viva —arguyó desolado, haciendo que su cuñado bufara como un toro en un chiquero.
—¡Sería infeliz!
—¡¡¡Seguiría viva, Santo Cielo!!! —replicó Neall entre sollozos ahogados en su garganta, quebrándosele la voz y partiéndole el alma a todo aquel que estuviera cerca.
Ruy abrazó con fuerza a Alex. No entendía lo que esos hombres hablaban, pero el tono era desgarrador y le hacía temblar. Sabía que uno de ellos era el marido de Leonor, el que no se separaba de su cuerpo y apenas se sostenía en pie. Entendía su dolor, pero no que, siendo padre de la criatura, no se acercara a ella. Sintió pena por la recién nacida, ni siquiera la había mirado a pesar de ser tan parecida a su madre como un rayo de luna reflejado en el estanque.
No dijeron nada más. Neall solo se separó de su amor el tiempo que duró el sepelio de su suegro. Un entierro multitudinario, lleno de caras desconocidas que le daban su más sentido pésame y que clamaban justicia con los ojos.
Cuando llegaron al hogar de los Ayala, apenas los acompañaron tres o cuatro personas. El ocaso despuntaba sobre el mar y la pira funeraria estaba lista. Alex, Malen y la partera se habían encargado de ello, mientras el pequeño Ruy cuidaba de Ashlyne.
La ceremonia del sacerdote fue breve y sentida. Symon fue traduciendo cada una de sus palabras al gaélico con la voz más firme que pudo. El cielo preludiaba con tonos naranjas y rojizos el fuego que pronto los acompañaría.
El cuerpo de Leonor yacía sobre las ramas que la devolverían al polvo y ceniza de la vida, esperando la primera luz de la luna para que el fuego comenzara a arder. Vestía de blanco y, aunque la palidez de la muerte la acompañaba, el contraste con el lienzo níveo la hacía parecer simplemente dormida.
Neall se acercó con la antorcha encendida y se persignó antes de prender la fogata, tocando por última vez su rostro con el dorso de la mano y derramando por ella lo que creía serían sus últimas lágrimas. Durante el camino, había convenido con el sacerdote llevar una parte de las cenizas a campo santo a la mañana siguiente. Allí descansaría junto a la del resto de sus familiares en lugar sagrado y el buen hombre, gran amigo de Don Juan, había accedido sin reparo alguno.
Mientras el fuego devoraba hasta hacer cenizas el cuerpo de la difunta, cada uno de los presentes, de los que la habían querido en vida, le dedicaron unas sentidas palabras. Malen, además, echó romero y otras hierbas aromáticas cuando las llamas lamieron la luna, tan altas que hicieron que pareciese el sol en plena noche.
El amanecer los despertó de su letargo y sus recuerdos con una brisa gélida. La arena de la playa estaba fría en contraste con la tibieza que emanaba aún de la pira. Neall se acercó con un frasco repujado en plata y comenzó a echar las cenizas en él en silencio. Su rostro estaba surcado en lágrimas secas, casi muerto.
Alex se frotó los ojos para apartar de ellos la visión de un ángel negro caído, un ángel sin alma y sin corazón, pues en las cenizas estaba lo que debería haber sido el destino de una pareja feliz. Miró a su alrededor y añoró a Isabel. ¡Cómo le hubiese gustado ser el hombro que la consolara cuando le llegara la noticia! Apretó los puños impotente y golpeó la arena repetidas veces, ante la mirada soñolienta y triste del pequeño.
Symon dio un trago largo a su pellejo de vino y se acercó a Neall para ayudarlo, pero este se lo impidió. El caballero, desairado e intentando sacar algo en claro, le habló:
—¿De qué os sirve regodearos en la miseria? Os aleja de ella, de la vida que habíais planeado juntos. La niña…
—Ashlyne, se llama Ashlyne, mo maighstir—intervino Ruy, dando a conocer a Neall el nombre de su primogénita, mas él lo ignoró, como las otras veces que lo había dicho.
Symon miró fieramente a Ruy al principio por haberlo interrumpido, pero cambió el gesto con rapidez al darse cuenta que el darle un nombre real quizás la acercara más a su padre.
—Ashlyne necesita un padre, Neall. Os necesita.
—¡¡¡No!!!
—¿Pero qué decís? ¡Santo Cielo! ¿Os habéis vuelto loco? —se adelantó Alex, dejando atrás al pequeño y atreviéndose a contradecir a su adalid—. ¿Acaso vais a abandonarla? ¿A lo único que tenéis de ella?
—Por eso mismo, mirarla cada día sería recordarme que ya no está, que no me veré reflejado en sus ojos, ni en la luz de su sonrisa, ni oleré su perfume, ni me enredaré en su pelo antes de atraerla hacia mí y besarla. Verla a ella será recordarme que no fui lo suficientemente hombre para cuidarla.
Alex se echó las manos al rostro. Iba a desaparecer, lo intuía, pero… ¿los acompañaría a Escocia al menos? Quizás por el camino consiguieran hacerlo entrar en razón. Symon seguía sin dar crédito a lo que oía.
—Pero…
—Necesito tiempo, càraidean. Lo necesito. Mientras tanto os ruego que la cuidéis como un padre, que le deis todo el amor que una familia podría darle, que le habléis de ella hasta el punto de que crea que sigue entre nosotros y que crezca feliz.
—¿Cómo va a poder hacerlo sabiendo que la abandonasteis? —preguntó Symon, presintiendo que nada de lo que dijera le haría cambiar de opinión.
—Decidle que he muerto, en realidad, eso es lo que espero hacer muy pronto.
Neall terminó de cerrar el segundo frasco de cenizas, el que descansaría en esa tierra ingrata, y se marchó sin decir nada más, sin darle siquiera un beso de despedida al fruto de su amor con ella. Ni Alex ni Symon osaron contrariarlo ni seguirle, pensando que volvería en cuestión de unos días, pero no.
El Laird estaba desolado, se sentía culpable por no haber atado en corto a Elsbeth, por no haber previsto que Leonor podría irse, por no haber ido a buscar antes a Neall y por no haberlo noqueado llegado el caso y haberlo arrastrado a Escocia con ellos de ser posible. ¿Cómo iba a volver solo con la pequeña a Ayrshire?
Alex lo acompañó al puerto y dispusieron todo para el viaje. Una semana era más que tiempo suficiente para saber que Neall no volvería. Ambos hombres se sorprendieron cuando Malen les informó que tampoco ella regresaría con ellos, que nada se le había perdido en Escocia, de momento.
—¿Acaso todo el mundo se está volviendo loco? ¿Se trata de una especie de epidemia o algo así? —proclamó a los cuatro vientos el caballero escocés muy enojado.
Malen apenas sabía castellano y de dónde sacaría para vivir. Symon la encaró enfadado, pero pasado un rato, Alex lo disuadió con un: «sus motivos tendrá». Y, ¡claro que los tenía! ¡Su esposa! ¡Siempre su esposa! Volvió a gritar, haciendo aspavientos y renegando de Dios y de todo ser viviente.
Malen no lo contradijo. Symon estaba tan roto como Neall, aunque se hiciera el fuerte. Elsbeth, no era ese el motivo por el que ella se quedaba allí. Sin embargo, la melliza Murray necesitaba abrir los ojos de una vez por todas y no ver demonios por doquier, asumir parte de su responsabilidad y encontrar el perdón en sí misma.
Alex volvió a la casa de los Ayala y acarició el pelo de Ruy que dormitaba con el bebé en brazos. Rebuscó todo el dinero que tenía guardado entre sus escasas pertenencias y alforjas y volvió a la orilla, donde Malen se había quedado hasta que al Laird se le pasara el disgusto.
—Tomad —le dijo a la joven mientras le ponía el saquito de cuero entre las manos—. No es mucho, pero lo suficiente hasta que os defendáis mejor por estas tierras, o incluso decidáis volver a Escocia.
Malen lo miró en silencio, con las manos temblorosas, y él se las cerró. ¿Acaso él sabía el verdadero motivo por el que no regresaba a Escocia? No, sus ojos se mostraban vacíos, sin ese brillo pícaro que había encandilado a tantas mujeres. Alex Mackenzie era un buen hombre, al que una nube negra y espesa parecía haberle acompañado desde su cuna y condición de bastardo. Ella devolvería un rayo de luz a su vida, ese que Leonor había intentado darle con tanto ahínco.
Ella musitó un «gracias» y recibió un sincero abrazo por parte del hombre. Supo que estaba haciendo lo correcto y deseó con todas sus fuerzas que el destino le permitiera encontrarse pronto con la más joven de los Ayala. Durante esa semana, había oído a los hombres hablar sobre la precaria situación de la muchacha y se le partía el corazón al ver cómo Alex renunciaba a ser feliz con tal de no provocar otra tragedia. Recordó la conversación que habían mantenido los hombres, pensando que nadie más los oía:
—Ese hombre no dudará en matarla, Sir Lockhart. No la ama y ahora sabemos que solo la quiere por esa dichosa herencia.
—¿Y el tal Don Alonso Ortiz, no podría ayudarnos?
—Me odia… Ella lo despechó por mí. A estas alturas se habrá unido a la Orden de San Juan, como su padre deseaba si no llegaba a desposarla.
—Ciertamente, alguien ha debido de echarle un mal de ojo a esta familia… —había dicho Symon haciendo la señal de la Cruz sobre su pecho.
Malen había estado atenta y sin intervenir absolutamente en nada, memorizando cualquier cosa que pudiese serle útil.
Miró en ese momento a Alex y deseó decirle que esperaba volver a verlo muy pronto y que le devolvería con creces los dineros prestados. Se despidió. Ella no creía en maldiciones. Si de algo estaba segura era de que aquella hechicera en Blair Atholl había conseguido regalarle un tiempo precioso a Leonor tras su vuelta de Rowallan. Le había dado la oportunidad de conocer el amor, de tener una hija preciosa y de intentar salvar a su hermana.
—¿No es cierto, bancharaid?
Malen sintió cómo la brisa le acariciaba los hombros, reconfortándola y supo que era ella que afirmaba sus palabras.
—Los hombres parecen quedarse ciegos con nuestra falta, pero yo lo voy a intentar por vos, por Isabel y por mí misma. La buscaré. Lo haré por esa oportunidad que me disteis cuando todo el mundo me rechazaba, a pesar de haber empezado tan mal… Aún recuerdo ese Samhuinn con tristeza, bancharaid, pensé que el verme con él sería el empujoncito que os hacía falta para decidiros. ¡Cuánto lo lamento! Mas, ¿de qué sirve? Ahora puedo demostraros que podíais confiar en mí. Estad tranquila.
Malen se quedó en la orilla sumida en sus pensamientos. El tal Don Ramiro era un hombre depravado, pero si consiguiera contactar con el tal Don Alonso o con la mismísima Isabel… Sí, tenía que conseguirlo o su conciencia no descansaría nunca en paz.
Estaba decidida a contarle a Isabel la verdad de lo que allí había ocurrido, quizás darle la opción de escapar de ese destino aciago incluso y de ser feliz. Para eso había venido Leonor y había puesto su vida en peligro. Esa era realmente su última voluntad y ella la llevaría a cabo, por la amistad que las había unido en otro tiempo.
Malen vio cruzar al pequeño grupo por la pasarela del barco y respondió al adiós de Ruy con la mano en alto con timidez. Sintió que una nueva vida la aguardaba al ver desaparecer el navío en el horizonte. Sir Lockhart había convenido el alquiler de una pequeña cabaña cercana a la sacristía por un módico precio con el sacerdote. Sin embargo, el hombre de Dios rechazó el dinero a cambio de mantener limpia la iglesia y le ofreció enseñarle un castellano básico para que pudiera subsistir. El ahorrar ese dinero extra le vendría francamente bien en caso de tener que huir precipitadamente.
La vida en ese país extraño no se le antojó tan dura. Cada día iba tres veces al cementerio y rezaba ante la tumba de los Ayala, otras simplemente se acercaba y les ponía ramilletes de flores o aguardaba en silencio a que su oportunidad llegase, escuchando el murmullo de los cipreses. Sabía que tarde o temprano Isabel aparecería y ese día no tardaría en llegar.
Ayrshire, primeros de diciembre de 1335.
La noticia de que Sir Kenion Strathbogie había muerto se hizo eco hasta en los lugares más recónditos de Escocia. Un pequeño bálsamo para una herida abierta y curada a base de sal. Sin embargo, para Ayden y Leena fue un jarro de agua fría, pues ese malnacido era la única conexión que tenían para saber el paradero de Ruari.
Grandes fueron los sepelios organizados por el alma del conde de Atholl, aunque más fueron los que acudieron para ver a ese perro bien muerto y bajo tierra y piedra. Leena rezó por todas aquellas víctimas que habían encontrado la desdicha de cruzarse por su camino y también por él mismo, pues había sido su peor verdugo, siempre infeliz a pesar de tenerlo todo. También rezó por Ruari y miró a Cailéan con nostalgia, imaginándoselo con el color de su pelo, fuerte y sonrosado, otro pequeño oso como su padre.
Ayden percibió la congoja en el corazón de su amada y la asió por la cintura. La vuelta a Ayrshire había sido muy dura y había entendido tarde el porqué su cuñado había insistido tanto en que lo acompañara su hombre.
En la torre de Barr se habían encontrado a una Elsbeth desquiciada, rodeada de velas y de hierbas aromáticas, además de muda. Como su mellizo, había sentido que una parte de él se desgarraba al verla y había mandado a llamar a su madre para que acudiese lo antes posible junto con Sir William Brisbane. Solo deseaba que no tardaran en llegar y que pudieran hacer algo por ella.
Sin embargo, la aprehensión en el pecho no se iba y Ayden supo en su fuero interno que se trataba de Neall. Aprovechó que se encontraban en lugar santo para rezar con todas sus fuerzas por su hijo y por su hermano, olvidando al bastardo que enterraban y al que nunca había tenido aprecio por todo lo que había hecho sufrir a su familia.
Al finalizar la pompa fúnebre, la pareja abandonó la Iglesia con una piedra en el pecho y se abrazaron nada más salir, desahogándose entre lágrimas. Susan se apartó de la escena con Cailéan en brazos y ocupó un discretísimo segundo plano. Ayden y Leena se mantuvieron abrazados y mejilla con mejilla, sin importarles lo que el resto pudiese opinar. ¡Habían sufrido tanto!
—Lo encontraremos, Leena.
La pelirroja hipó y se enjugó las lágrimas de una mejilla. Ayden fue más rápido y le besó la otra, secándosela con sus labios. Le cogió el rostro con ambas manos, a la altura del mentón y la encaró. Ella fue la que le repitió entonces las mismas palabras.
—Lo encontraremos, mo ghrà.
—Sí —afirmó él, deseándolo con todas sus fuerzas.
—Entonces, ¿qué os ocurre? Os conozco, hay algo más.
Ayden no quiso preocuparla con presentimientos. Aunque el paradero de Ruari fuese una incógnita y esa desazón por Neall no desapareciera, la muerte de ese bastardo a manos de su primo Sir Andrew Murray, Guardián de Escocia, era motivo de celebración.
Miró a su amada a los ojos y decidió que ese momento era tan bueno como cualquier otro para lanzarse de una maldita vez. Tanteó el broche de oso y se lo volvió a quitar de su feileadh mor, esta vez para siempre. Hincó una rodilla en el suelo y cogió la blanca mano de ella entre las suyas. Leena abrió mucho sus ojos color miel, sorprendida por el arrebato del siempre comedido Ayden. Aunque, para ser justos, últimamente la sorprendía mucho y para bien.
—Hay pájaros que eligen una pareja hasta el día de su muerte…
Ayden depositó en su mano el broche y ella siguió con el dedo índice su contorno. Ese sencillo broche con la cabeza de oso, que en su día le había regalado el gran Sir Alastair Murray a su hijo, le había salvado la vida y de caer en la desesperanza y la sinrazón en Guildford. El capitán escocés continuó:
—Yo os elegí desde aquella primera vez que os vi entrar en Blair Atholl, inundando de luz el salón con vuestra jovialidad y esa melena roja que ondeáis como una antorcha perennemente encendida.
—Ayden, yo…
El capitán se puso en pie y la silenció con un rápido beso.
—Siempre deseé haceros mi esposa —le murmuró a un dedo de su boca—, perderme entre vuestros labios, entre vuestras piernas… Perdernos juntos y juntos encontrarnos, por siempre.
Ambos sofocaron un gemido en la boca del otro y notaron cómo sus corazones redoblaban su latir, clamando entrar en batalla sin necesidad de gaitas.
—¡Ayden! Un poco indecoroso como declaración, ¿no creéis? —replicó la petirroja con una sonrisita y un gemido al notar la mano que llevaba el broche de oso en su trasero.
—Siempre deseé ser el hombre con el que amanecierais —volvió a murmurarle pasando la lengua con languidez por el contorno de sus labios y arrancando de ella un suspiro—, al que desearais arrancarle la ropa y con el que desearais yacer cada noche.
—¿Solo cada noche? —le preguntó ella, alardeando de saber batir pestañas mejor que una mariposa sus alas.
Ayden tragó saliva embelesado y ella, conocedora de su poder, se acercó un poquito más, como él le había hecho hacía un momento y le susurró con candidez.
—¿Ayden?
—¿Uhm?
—¿No ibais a pedirme algo?
—¿Que nos fuéramos al lecho? —le preguntó como un corderito cautivo en los ojos del lobo.
Ella sacó a relucir su sonrisa cantarina y lo despertó de su letargo. Ayden volvió a su pose formal y radiante gesto, después carraspeó:
—¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí!
Ella aguantó la risa con la mano e intentó ponerse seria a duras penas.
—Hacedme el hombre más dichoso del mundo y concededme vuestra mano —dijo cogiéndosela—, vuestro cuello —añadió tirando de ella y poniéndolo a su altura para mordisquearlo— y vuestra…
—Sí, sí… ¡Sí! —exclamó ardiente al ver dónde descansaba la mano de él.
Leena se apretó mucho al torso acerado de Ayden y le gimió otro «sí» al notar la prominente promesa latiendo a la altura de su vientre. Le tomó la boca con entusiasmo, deleitándose en esos labios a veces almibarados, otrora salados. ¡Cuánto había deseado ese momento, el de gritar a los cuatro vientos que por fin sería su esposa a los ojos de Dios y de los hombres, porque a los suyos propios, ya lo era hacía mucho tiempo!
Atrás quedarían sus recelos, sus miedos y la necesidad imperiosa de saberse digna de ese amor verdadero. Acarició los cabellos de su capitán, hundiendo sus dedos en la media melena rubia. Él hizo lo mismo sin temer al fuego y apagó el mohín lastimero que nació en los labios de su amada al notar lo corto de los mismos, escasamente más largos que los de él.
—Crecerán como nuestro amor, día a día. Os lo prometo, mi petirroja.
—Os amo, mo mathan.
—Y yo a vos, ¡a rùn mo
chroi86!