PREFACIO

CAMINO AL INFIERNO

 

 

 

St. Margaret, mediados de junio de 1335.

 

Si no hubiese recordado su cara me habría vuelto loco o, simplemente, le habría dado el gusto al maldito Alguacil Mayor de la prisión de suplicarle de rodillas que acabara con este tormento hacía tiempo. Había perdido la cuenta de los meses que llevábamos presos en St. Margaret, ya ni siquiera venían a por nosotros una vez a la semana para hacernos saber lo precario de nuestra mísera existencia. Incluso me preguntaba si alguien recordaría que existíamos a esas alturas. ¿Se habría olvidado Satanás de nosotros? Ojalá. El castillo era un auténtico fortín blindado y dudaba que nadie en sus cabales intentara rescatarnos. Todos los días le había rezado a Dios rogándole que mi hermano no se hubiese vuelto loco.

Las piedras ya no rezumaban agua y una extraña calidez hacía que el dolor de mis resentidos huesos me diera una tregua. Suspiré, cansado del tedio y la falta de conversación. ¡Cuánto echaba de menos a Erroll! Llevaba mucho tiempo sin aparecer por la celda… Temí que esa bruja le hubiese sorbido la sangre y se hubiese hecho un collar con sus dientes o un cinturón con sus tripas. Apenas sabía de él por el carnicero y de eso hacía ya más de un mes.

Al principio me desahogaba hablando solo, hacía como que le contaba las torturas y el mero hecho de citarlas me aliviaba. Sin embargo, cuando la rutina de los perversos juegos de Sir Richard de Stone comenzó a lacerarme hasta el tuétano, callé. Ya era bastante con sufrirlo como para rememorarlo de nuevo.

Sabía por otros presos lo que Dunstana, la Bruja, le hacía a «sus caprichos», como todo el mundo llamaba a esos pobres desgraciados. La verdad era que no me cambiaría por el pellejo de mi amigo en estos momentos. Cuando la muy zorra se aburría de que la montaran, los mataba cual mantis. Eso decían de ella y ojalá se equivocaran.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo y temí por Erroll. Quise apartar esos nefastos pensamientos de mi cabeza y agucé el oído. Si conseguía prestar mucha atención, alcanzaba a escuchar los trinos de los pájaros o alguna gaita lejana. Obvié los ruidos de los pasillos, de los centinelas, de los que estaban como nosotros metidos en esta oscura ratonera con la intención de que mi alma saliera libre de esos muros. Sin embargo, oí pasos que se acercaban y murmullos quedos. ¡Maldita fuera mi suerte! Me replegué en el rincón más oscuro de mi celda y esperé que los demonios pasaran de largo y se olvidaran de mí.

 

 

Camino a las tierras Mackenzie, últimos de agosto de 1334.

 

Ayden Murray no dejaba de mirar a sus espaldas. A lo lejos, se apreciaba cómo el pequeño ejército que aún los seguía les iba ganando terreno tras varios días de persecución. ¿Qué pretendían? ¡Ni que hubieran atentado contra el mismísimo rey de Inglaterra! El clan Murray había sido despojado de sus tierras y de la fortaleza de Blair Atholl por orden del rey Eduardo de Escocia. Además, habían tenido que huir a las tierras de Sir Symon Lockhart en Ayrshire casi al completo por temor a las represalias del nuevo Laird1 y conde de las tierras, el bien conocido por todos Sir Kenion Strathbogie.

Los Murray no eran un clan poderoso económicamente, solo destacaban en dos cosas frente al resto: la lealtad y la preparación bélica de sus hombres. Habían servido al rey Balliol en contra de sus propias convicciones, en un intento de que el clan no se dividiera, no fuera masacrado o muriese de hambre. A pesar de eso, Eduardo Balliol, rey de Escocia, no solo había decantado la balanza a favor del «desheredado» Sir Kenion Strathbogie, que desde un principio le había ayudado con dinero, hombres y armas, sino que también le había puesto precio a la cabeza de los hermanos varones Murray, en caso de no comparecer ante su presencia de inmediato.

Fue entonces cuando Ayden entendió que los perseguirían hasta darles caza, porque lo que querían no era otra cosa que adornar las picas de los caminos con sus cabezas como escarmiento a otros clanes. Daba igual que apenas pararan para dar beber a los caballos, hacer rápidamente sus necesidades y llenar los pellejos para proseguir el camino. Daba igual que las provisiones estuvieran tocando a su fin, que el maldito camino fuera más intransitable, costándoles cada vez más trabajo abrirse paso entre los atajos abandonados para evitar encontrarse con otros destacamentos reales que pudieran retrasar su marcha o darles el alto… Daba igual, porque esos bastardos los seguirían hasta alcanzarlos y la distancia que los separaba de ellos era cada vez menor. Como adalid, el mellizo Murray tenía que tomar una dura decisión, pues si seguían juntos, ninguno se salvaría.

Los caballos estaban cansados y el castillo de Eilean Donan estaba aún demasiado lejos como para pedirle a Alex Mackenzie que se adelantara a pedir ayuda a su hermanastro Sir Nathrach. Otro cantar era que esa alimaña accediese a perder su imparcialidad ante los Eduardo por un grupo de guerreros escoceses desconocidos y un medio hermano al que había hecho que su padre repudiara en el lecho de muerte para no tener problemas en la sucesión del clan. Bien había demostrado ya ese necio que se movía solo por el interés y poco o nada era lo que ellos podían ofrecerle a cambio de su cobijo y protección. Sin embargo, Sir Nathrach Mackenzie era en aquel momento la única salida a sus problemas.

Ayden dio el alto y hombres y bestias resoplaron de alivio. Las largas horas sin descanso empezaban a tatuarse en sus rostros cenicientos y ojerosos, mientras que en los caballos el paso había dejado de ser resuelto y vigoroso, más bien resoplaban agitando fuertemente sus testuces babeantes a cada paso. La tierra de los Mackenzie estaba a algo más de cien millas de distancia de Blair Atholl, no demasiado lejos si las condiciones meteorológicas hubiesen sido más favorables durante la travesía.

A lo lejos, las montañas de las Highlands despuntaban entre los dorados valles, mas donde ellos estaban, cerca de la orilla del loch Omhaich, los matorrales eran bajos y había pocos árboles donde guarecerse. Su hermano Neall se acercó con el ceño fruncido a su adalid sin entender por qué paraban precisamente en ese momento y en medio de la nada más absoluta. Discutieron lo justo, pues Ayden no estaba dispuesto a perder más tiempo con dudas. Neall resopló y volvió junto a su esposa, que lo calmó acariciándole la mejilla con suavidad.

Las tropas de Balliol habían orquestado una serie de incendios unos años antes para tener controlados los caminos y posibles fugas de insurrectos y seguidores del niño-rey pues, tras la debacle escocesa en la batalla de Halidon, muchos eran los que se habían retirado a las montañas del norte. Los bosques de pinos caledonios, que antes habían embellecido el paisaje con sus altas y esbeltas copas, habían mermado en cantidad considerablemente y, aunque pequeños aún, nuevos brotes comenzaban a despuntar entre los matorrales para alzarse impasibles hasta el cielo. Cerca de la orilla, la deforestación había sido prácticamente total, haciendo que el suelo estuviera cenagoso y marcara sus huellas en el terreno a fuego, imborrables, por las recientes lluvias.

—¿Ocurre algo, bràthair2? —volvió a preguntar Neall al ver que su hermano dudaba.

Ayden fue incapaz de decirle a su hermano lo que llevaba pensando durante todo el trayecto, el nefasto presentimiento de que acabarían todos criando malvas. Cerró los ojos con fuerza y recreó la imagen de Leena despidiéndose, suspiró. Tenía oprimido el corazón, en realidad, no solo la echaba de menos a ella, sino a todos y cada unos de los hombres y mujeres de su clan. ¿Volvería alguna vez a verlos?

El mellizo chascó la lengua y, sin contestarle a su hermano, mandó a los hombres a llenar sus pellejos de agua, estirar las piernas y volver a sus monturas lo antes posible. El cielo amenazaba tormenta y las nubes corrían a una velocidad vertiginosa. «Neall lleva razón», pensó Ayden, «este lugar no se presta para guarecerse u ocultarse de las inclemencias del tiempo, mucho menos de un ataque de quien quiera que nos esté persiguiendo».

Para llegar al loch Cluanie tenían que pasar por las tierras de los Mac Donnell de Glengarry. Ayden sabía que el clan sería reacio a acogerlos bajo su protección durante mucho más tiempo que el estipulado por las normas de hospitalidad de las Highlands. Sin embargo, él no pretendía pasar más que una hora en el castillo Invergarry, a lo sumo dos. No serían bien recibidos, su padre Sir Alastair había tenido más que palabras en su día con el Laird Mac Donnell a cuenta de su falta de colaboración con la causa de Bruce. Después, durante el reinado de Robert, la relación se había retomado por orden del monarca, pero nunca había llegado a ser algo más que distante y de cara al resto.

Ayden estaba decidido, pararían para comprar provisiones, abastecer sus alforjas con tortas de avena y cecina seca y seguir su camino al norte. Tiempo suficiente para decidir qué camino tomar a partir de entonces, aunque el más conveniente para llegar salvos a la tierra de los Mackenzie era seguir por la cuenca que unía el loch Garry con el Great Glen. Sería difícil, de eso no tenía dudas. Unas dieciséis millas de páramo y bosque salvaje lleno de furtivos que venderían a su propia madre por un cuenco de haggis3. «¡Uf…!», resopló Ayden, solo de pensar que tenía que pedir hospitalidad al anciano Laird. Si alguien se enteraba de que las cabezas de ambos hermanos tenían recompensa…

Tras largas horas de camino, un comité de bienvenida fue a recibirlos a las murallas del castillo. Neall puso rápidamente el caballo en paralelo a su hermano por segunda vez en lo que llevaba de día y sujetó la empuñadura de su claymore4. Si el cansancio no le estaba jugando una mala pasada, el abastecerse de provisiones y estirar las piernas parecía un sueño lejano de cumplirse.

—¿Ese no es Raghnall Mac 5Ruaidhri? —le preguntó Neall, apenas saliéndole la voz del cuerpo.

Ayden asintió muy a su pesar. Raghnall era una de las últimas personas a las que le hubiera gustado encontrarse y mucho menos teniendo un ejército acechando a sus espaldas. Arrogante, traicionero, ambicioso hasta el punto de hacerse llamar el rey de las islas del norte, Uists y Benbecula… era el típico hombre que sabría sacarle provecho hasta a venderle su alma al diablo. Por otra parte, Ayden no podía olvidar que su familia había sido una de las «desheredadas» por el anterior monarca y, por tanto, leal a Eduardo Balliol y a su causa hasta la muerte. Para rematar, Raghnall era la mano derecha de su primo lejano Alexander de Argyll, claro opositor a cualquiera que hubiera empuñado su espada a favor de la dinastía Bruce.

Si Mac Ruaidhri había sido alertado sobre la recompensa que cernía sobre las cabezas de los hermanos Murray, solo tendría que arrestarlos o hacerles perder su precioso tiempo a la espera de que se personara el mismo Balliol o cualquiera de esos que los perseguían para ajusticiarlos allí mismo. Lo mirara por donde lo mirara, Raghnall era un obstáculo más en su huida a las tierras del norte, por ello tendrían que inventarse una excusa convincente, y pronto.

Al llegar a la altura de la comitiva (veinte arqueros apuntándoles con sus arcos preparados, además de otros tantos guerreros a pie con la claymore desenvainada), Ayden bajó lentamente de Gigante con las manos en alto y bien visibles. Uno de los escuderos de Ruaidhri se acercó y lo cacheó, dejando a sus pies sus dagas y cualquier objeto que pudiera resultar una amenaza. Neall no entendía por qué no habían rodeado el castillo de los Mac Donnell sin más hasta llegar al loch Garry.

El joven capitán se inquietó al ver cómo el mismísimo Raghnall se acercaba a parlamentar con su hermano. Neall había escuchado muchas historias sobre este guerrero de las islas a su hermano Arthur y a su primo Andrew, el Guardián de Escocia, como para tomarse a la ligera lo peligroso que era tenerlo frente a frente. Si solo una de esas historias era medianamente cierta, deberían irse confesando ante Dios porque estarían poco tiempo entre los hombres.

—¡Cuánto tiempo, caraid6! —le dijo Raghnall con tono socarrón, mientras le daba un repaso a sus ropas por si al escudero se le había pasado algo y, para desgracia del muchacho, encontró una pequeña daga en una de las dobleces del feileadh mor7, a la altura del broche del clan Murray.

Ante la mirada furibunda de su señor, el escudero tembló, lívido, y bajó la cabeza, sabiendo que no tardarían mucho en hacerle pagar su descuido. Pero ese día, Raghnall parecía estar de muy buen humor y dejó que el Laird Mac Donnell se acercara a saludar a sus invitados, hecho que debía haberle prohibido expresamente a pesar de encontrarse en sus tierras, porque el hombre había permanecido a la espera en un discretísimo segundo plano.

El anciano Laird dejó que Ayden tomara una pose más cómoda y bajara los brazos para entablar una típica conversación de banalidades tales como preguntar por la salud de su madre o por el cambio del tiempo. El mellizo percibió cómo el anciano era incapaz de apartar la mirada de su hermano Neall, pues quizás el parecido con su padre era más evidente para aquellos que lo habían conocido con esa edad o que hacía tiempo que no lo habían visto.

—Mis hombres y yo solicitamos vuestra hospitalidad para abastecernos de provisiones en nuestro camino a las tierras del norte, Sir.

—¿Os dirigís a las islas? —preguntó Raghnall, haciendo a un lado al Laird Mac Donnell y dando un paso al frente de nuevo, con una curiosidad y arrogancia que rayaba una violencia más que explícita.

—No, vamos a la tierra de los Mackenzie —puntualizó Ayden, recordando que su padre siempre le había dicho que una mentira, para no ser descubierta, debía basarse en la propia experiencia y encerrar el máximo de verdad. No titubeó—. El conde de Atholl ha tomado posesión de nuestras tierras y el clan Murray se ha dividido entre los que quieren dedicarse al cultivo y al ganado y nosotros, que queremos servir como soldados mientras que el rey no solicite nuestras espadas en el frente.

Sí, Ayden se había basado en la verdad y había resultado muy convincente. Si alguien le había ido con los rumores de la pérdida de las tierras y la ostentación del nuevo título de Sir Kenion Strathbogie, Raghnall creería en sus palabras. Aún así, el rey de las islas no quedó plenamente convencido, había algo que no encajaba y, cuando al echar un vistazo a los hombres de Ayden, reparó en Leonor, se acercó a su caballo. Tormenta se inquietó, pero la joven le susurró algo en castellano para que se calmara. La bestia bufó y ella miró a los ojos al guerrero norteño, sin miedo y con un gran dominio de sí.

—¿Y ella? ¿Quién es y qué labor tiene entre tantos… guerreros?

La insinuación de que se tratara de una mujer licenciosa crispó lo suficiente la templanza de Neall, pero obedeció ante la mirada de prudencia de su hermano. Raghnall, como buen pájaro viejo, no pasó por alto la mirada entre ellos y volvió a la carga, ajustándose el cinto de su feileadh mor y provocando que más de uno de sus hombres hiciera tintinear sus bolsas con monedas y se relamiera los labios obscenamente. Raghnall vapuleó a la masa de hombres que los rodeaba y muchas dentaduras negras y carentes de dientes vitorearon la llegada de carne fresca. Leonor ni se inmutó, llevaba demasiado tiempo entre hombres como para tomar como agravio una insinuación tan burda e infundada como esa.

—Decidme, caraid, porque de buena gana se lo preguntaba yo mismo a ella ahí dentro…

Ayden sabía que Mac Ruaidhri pretendía que alguno de ellos cometiera el mínimo fallo para ordenar que los matasen. Deseó que su hermano fuera tan prudente como su esposa y consiguiera contener la lengua o, antes de llegar a su caballo, estarían todos muertos. Ayden miró severamente a Neall de nuevo y este se contuvo. Recordó lo paciente que había sido ante la encrucijada con Don Gonzalo y supo que no había nada por lo que temer de su parte o, al menos, deseó creerlo ciegamente.

Sin embargo, el Laird Mac Donnell fue a protestar, pero prefirió callar ante el gesto de Raghnall de acariciar la empuñadura de su claymore. ¿Qué se traerían esos dos entre manos? Estaba claro que la presencia de Raghnall en las tierras de los Mac Donnell no era fortuita. También cuál sería la posición de cada uno en el tablero… Ninguno de ellos estaba dispuesto a perder una pieza importante y mucho menos que le hicieran un jaque mate.

—Alex —comenzó diciendo Ayden señalando al segundo capitán de su hermano y tomando tiempo para hilar una historia lo suficientemente creíble— quiere desposarse con la dama y desea pedir el beneplácito de su hermano para que juremos lealtad al clan Mackenzie. Nosotros pediremos formar parte de su ejército, si a Sir Nathrach le parece bien.

—¡Ja! Dudo que una hembra como esta busque casarse con un bastardo —exclamó Raghnall, señalando a Leonor y buscando las carcajadas de sus hombres—. Y en cuanto a vos… hacéis muy mal con mentirme, Ayden Murray. ¿Acaso preferís que se lo pregunte yo a la dama directamente? Quizás ella esté más que dispuesta en decirme la verdad.

Ayden se mostró tenso y no quiso mirar las armas que tenía a sus pies, manteniendo la atención visual de su oponente en todo momento. Leonor se bajó de Tormenta sin esperar a que el guerrero norteño se lo insinuara siquiera y se colocó al lado de Raghnall. La española le llegaba al hombro, luego tenía que ser tan alto como su esposo, pensó ella, aunque oliera a perros muertos.

Neall tuvo que sostener muy bien las riendas y morderse la lengua para no ordenarle que volviese ahora mismo a su sitio. ¿Qué diablos se suponía que estaba haciendo? Leonor ignoró la mirada furibunda de su marido y se colocó de puntillas para susurrarle, muy cerca del oído, al bravucón del norteño. Que Dios, su madre y Elvira la ayudaran, porque hasta que se había bajado de su bestia sabía muy bien qué decirle, pero se acababa de quedar en blanco. La joven tragó saliva y sonrió nerviosa antes de empezar a hablar, en susurros, con los ojos cerrados. Pensó en cómo lo haría su cuñada Elsbeth dado el caso y se sintió mejor, incluso hizo como que perdía un poco pie para apoyarse en el hombro del highlander8.

Neall vio de reojo cómo Erroll sonreía y no supo qué pensar. ¿Acaso el irlandés sabía qué se proponía su mujer? Se maldijo al comprobar que era el único que sonreía, pues Ayden tenía la misma cara de espanto que seguramente estaría luciendo él mismo. Las carcajadas de Mac Ruaidhri no tardaron en resonar cada vez más fuertes, mientras aprovechaba y cogía a Leonor de la cintura y, delante de todos, le daba un ligero beso en los labios y le decía un:

—Cuando os canséis de ese patán, venid a buscarme. Yo sabré calentar mejor vuestra cama, os lo aseguro.

Neall tuvo que mirar hacia otro lado o lo mataría allí mismo con sus propias manos. Las muelas le dolían de tanto apretarlas y se juró que tendría algo más que palabras con su esposa si salían vivos de esa. En cambio, Leonor se llevó la mano a los labios y rio con coquetería como si la situación no fuera grave en extremo o no fuese realmente con ella.

—No os burléis de mí, Sir Raghnall, seguro que más de una mujer os espera impaciente a vuestro regreso. Además, antes debo cumplir con lo pactado, quién sabe si en otra ocasión…

¿De qué demonios estaban hablando? Neall no perdía detalle, sin dejar de tener una mano sobre la empuñadura de su espada y la otra presta en el arco. Resopló por lo bajo, conteniendo la respiración para no cometer ninguna estupidez llevado por los celos. Leonor había convencido a ese bastardo y no sabía qué le molestaba más, que Raghnall bebiera los vientos por su esposa o las triquiñuelas con las que la española se había valido para hacerlo.

Neall puso el caballo en paralelo con el de su segundo capitán, no sin antes echarle una mirada a su esposa que daba poco lugar a la interpretación. Estaba enfadado, muy enfadado, ni una estampida de jabatos enfurecidos arrollaría con tanta fuerza y contundencia a todo lo que se pusiese a su paso. Leonor decidió no seguir engatusando al botarate del norteño antes de que el mal humor in crescendo 9de su marido los delatase. Sin embargo, Raghnall puso su manaza sobre el hombro de la joven y lo masajeó de forma insinuante.

Ella se quedó quieta y contuvo como pudo las ganas de apartársela de un manotazo ante el resoplido que había dado Neall al verlo, que no su caballo, al ponerse al lado de Alex Mackenzie. Si seguía jugando con fuego… ¿se quemaría? Quizás ya fuera suficiente para que ese hombre los dejara en paz, pero la joven prefirió que fuera Raghnall el que pensara que lo había decidido por sí mismo.

—Nada nos gustaría más que hacer noche en tan hermoso castillo, mo10 maighstir11, pero se nos hace tarde y el camino es largo.

Raghnall se acarició la barba, rubia como un trigal listo para la siega, y mostró el disgusto de que los inesperados invitados no quisieran hacer noche en Invergarry, pues quizás así…

Mo maighstir —insistió Leonor para que le prestara atención y la mirara a los ojos mientras hablaba—, ¿podríais vos proporcionarnos víveres para poder seguir nuestro viaje? ¡Tanto tiempo a caballo me está matando! Y temo que no encontremos un refugio donde guarecernos, si finalmente llueve —terminó por decir con voz melodiosa y mirando al cielo, mientras se llevaba la mano a la altura de los riñones y sacaba provecho a las vistas que proporcionaba su voluptuoso pecho.

Raghnall tragó saliva y dio la orden, sin dejar de mirar el canalillo de la joven morena. Leonor le sonrió con inocencia y él la ayudó a montar a caballo, con la mano pegada al final de su espalda, allí donde lo decoroso deja de serlo. Las suaves y gráciles curvas de la muchacha lo encendieron y echó una mirada a Alex Mackenzie, el supuesto prometido, y se congratuló al ver que Neall Murray lo consolaba o aguantaba sobre su montura. ¡Maldito bastardo! ¡Qué suerte tenía si una sola vez conseguía montarla!

Chasqueó la lengua y terminó de acomodar a Leonor sobre su montura, algo nervioso por lo que esa mujer conseguía provocar en él. Le habría encantado dar la orden de mandarlos matar a todos allí mismo y haber retozado con ella una y otra vez en la misma cama del Laird Mac Donnell, pero dudaba mucho que al viejo le hiciera gracia la idea, pues acababan de firmar un acuerdo para que Raghnall desposara a una de sus hijas, la que él eligiera, a cambio de su protección.

—Por supuesto, mo bòidheach12 caileag13, aunque nada me apetecería más que daos refugio durante la tormenta que se avecina… —le dijo a media voz, mientras le colocaba el pie en el estribo.

—No me tentéis, mo laoch14 —replicó con la misma actitud risueña y echándose los cabellos hacia atrás, dejando bien visible la curvatura de su corpiño. Que Neall la perdonara… ¡menuda cara había puesto!

Su esposo no perdía detalle a ninguna de las miradas lujuriosas que ese malnacido le estaba dedicando a «su Leonor», ni al evidente y calculado cachete que le había dado en el trasero cuando la había ayudado a montar sobre Tormenta. ¡Como si le hiciera falta que la ayudasen a montar a caballo! El rostro del joven capitán Murray era lo más parecido a la personificación de la cólera de Dios y disimuló mirando hacia otro lado, hacia las almenas. Alex, en cambio, puso cara de prometido ofendido e hizo el amago de protestar, pero la española le guiñó un ojo y Raghnall se carcajeó aún más fuerte.

—Bonita y ambiciosa… Mujeres como vos necesito yo en mis islas. Sopesad mi oferta, mo baintighearna15 —Ella asintió y Mac Ruaidhri hizo un gesto con la mano para que sus hombres acercaran las provisiones.

Ayden respiró tranquilo, aún tenían que salir de Invergarry, pero Raghnall no parecía que fuera a ofrecer mayor problema… salvo que su cuñada acabara quemándose con el juego que se traía entre manos finalmente. ¿Qué le habría dicho Leonor al oído para tenerlo comiendo de su mano como un corderito? Desde luego, los tenía bien puestos. La española era un manantial de gratas sorpresas, aunque su osadía le llevara a tener la primera bronca conyugal con su hermano, al que tendría que apaciguar de algún modo en cuanto salieran del campo de tiro de los guardianes de la fortaleza. Descubrió en ella por primera vez un mohín serio en cuanto Mac Ruaidhri fue requerido por el Laird Mac Donnell para otros menesteres.

Estaba muy claro que el viejo quería que los visitantes se marcharan lo antes posible de sus tierras y fue generoso con el avituallamiento. Leonor azuzó a Tormenta para que emprendiera el paso y se alejó sin mirar atrás. Sin embargo, el a sí mismo llamado rey de las islas del norte, no la perdió de vista hasta que fue solo un punto en el horizonte del páramo.

Ayden cabalgó sumido en el dilema sobre qué paso siguiente dar hasta que Erroll se acercó con Tizón y lo llevó en paralelo, dándole conversación.

—¡No contaba con salir de las tierras de Glengarry, caraid! —exclamó el irlandés con su habitual sonrisa.

—Hemos estado cerca… —le respondió el capitán Murray a su amigo prácticamente con un susurro, a pesar de no tener a nadie a su alrededor.

—Sí, gracias a vuestra cuñada podemos gozar de unas horas más de asueto, aunque ese ejército nos sigue aún de cerca. ¡Malditos sean! ¡Ni que hubiesemos robado el oro del rey!

Ayden prefirió no pensar en ellos durante unos minutos. La aprehensión del pecho no menguaba y la decisión de separar el grupo cada vez se hacía más firme en su cabeza. Prefirió distraerse con lo que acababa de pasar en las tierras de los Mac Donnell, pues aún estaba sorprendido por la desenvoltura y picardía que había demostrado Leonor.

—¿Qué le habrá dicho a Mac Ruaidhri para que nos deje marchar?

—¿Quién sabe? —exclamó con un mohín risueño Erroll, a la vez que subía los hombros y observaba de soslayo la discusión que se venía dando entre la pareja al final de la comitiva.

—Espero que Neall no sea muy duro con ella… No le di otra elección. Yo no esperaba que recayera en Leonor con tanta insistencia y no se me ocurrió nada mejor que decirle que estaba comprometida con Alex para evitar que se enfrentase directamente con mi hermano.

—No os martiricéis, Ayden. Pero, ¿quién no iba a fijarse en Leonor, sea vestida de mujer o de hombre? ¡Es una preciosidad, se mire por donde se mire! —exclamó el irlandés entre carcajadas y echándose atrás un poco sobre su montura—. ¡Y encima tenía a ese bastardo y a medio séquito más duro que una piedra!

—¡Erroll, válgame Dios! ¡Si mi hermano os escuchara… es muy capaz de volverse a Invergarry y batirse en duelo con todos ellos!

—Seamos sinceros, ¿cuántas veces habéis llegado a pensar que nos degollarían y que Raghnall se la beneficiaría allí mismo?

Ayden reflexionó un instante y sonrió brevemente al caer en la cuenta de que todos los presentes debían de haber pensado lo mismo que él y que Erroll.

—Demasiadas… y supongo que ella lo habrá pensado también, me temo. ¡Diablos, cómo la miraba! Es normal que Neall esté hecho un basilisco. ¡Yo mismo estaba fuera de sí y no es mi esposa! —exclamó Ayden.

Erroll asintió. Hasta entonces, no había conocido a ninguna mujer como Leonor y quizás jamás llegara a conocerla. ¿Tendría él la suerte de enamorarse de nuevo como en su día lo hizo de Kelsey? Resopló, era mencionarla y las tripas se le hacían nudos y no precisamente celtas. ¿Quién lo sabía? En ese momento lo importante era salvar el pellejo. A lo lejos, la mancha negra seguía avanzando impasible en el horizonte, persiguiéndolos, mientras el cielo se encapotaba y amenazaba con una tormenta torrencial. Mientras tanto, Neall seguía intentando entender cómo Leonor se había expuesto de esa manera ante semejante víbora.

—¿Y qué queríais que hiciera? Él no había creído a Ayden y no tenía ninguna intención de que siguiéramos vivos por mucho tiempo. ¿Preferiríais que me hubiera bajado del caballo en volandas y hubiera ordenado ir dentro de la torre para interrogarme a solas como había dicho?

—¡No, claro que no! ¿Por quién me tomáis? ¡Daría mi vida porque ningún hombre os pusiera la mano encima bajo ningún pretexto! —exclamó Neall iracundo, pasándose las manos con desesperación por la cara y el pelo.

¿Cómo podía dudar a esas alturas lo que era capaz de hacer por ella? Le daría la vida… ¡Le daría la luna si se la pidiera! Los cascos de los caballos chapoteaban en los charcos de barro. El silencio se impuso entre ellos unos minutos, los necesarios para calmar sus ánimos crispados, aunque no los suficientes para que la conversación fuera echada en saco roto. Pasado ese tiempo, Leonor no pudo contenerse más y habló.

—¿Entonces? ¿Qué hubieseis querido que hiciera, mo seabhag16? Solo me adelanté a lo que él quería, al amparo de todos. ¡Nada más!

A veces esperar un tiempo no sirve de nada, el tema seguía siendo tan candente como una brasa recién separada del fuego.

—¡Oh, vamos! ¿Nada más? ¡¡¡Habéis coqueteado con ese malnacido como una vulgar ramera, por el amor de Dios!!!

Leonor lo miró tan boquiabierta como espantada y no abrió la boca ni para protestar por sus terribles palabras. Se tragó su orgullo y aguantó como pudo el aguijonazo, furiosa. Si eso era lo que Neall pensaba, allá él. No tenía más que añadir, ni más tonterías que escuchar. ¡Malditos fueran todos los hombres de una vez por todas! Sentía el corazón en la boca y bilis en las entrañas. La angustia la atenazó, deseó galopar tan rápido y tan lejos como una estrella fugaz.

—¿Acaso no pensáis decir nada? —le inquirió él sorprendido porque no abriera la boca siquiera, acostumbrado a una actitud mucho más guerrera y participativa de ella. ¿Habría coqueteado deliberadamente con ese bárbaro y por eso no se defendía? ¡Diablos! ¡Que se lo tragara la tierra allí mismo si era cierto!

Neall espoleó a Rayo para no quedarse rezagado y rodeó al caballo de su mujer, frenándolo y dándose cuenta entonces del daño que le habían hecho sus palabras al bajar ella la mirada y rodar las lágrimas por sus mejillas.

—¡Maldita sea, Leonor! Yo no quería decir… ¡Voto a Dios y a todos los Santos!

Neall no dijo nada más y se pasó al caballo de ella. Se mantuvo quieto un tiempo más que prudente, con miedo a tocarla, a invadir su espacio, pero la necesitaba más que a nada en el mundo. Necesitaba que le perdonara su insolencia, el no haber podido defenderla de tal situación ante tal alimaña. Se quedó quieto, a sus espaldas, y finalmente la cubrió con su propio plaid17 formando un todo. La necesitaba, nunca sabría ella cuánto. Se maldijo por haberse dejado llevar por los celos, otra vez… Suspiró. Al fin y al cabo, ella había hecho lo que estaba en su mano para salvarles la vida. Ante ese gesto de protección de su esposo, Leonor claudicó y se dejó caer sollozando sobre su pecho en busca de su calor. Temblaba como las hojas de los árboles en otoño justo antes de caerse por el viento.

—¿Creéis que no he temido por vuestra vida, por la de vuestro hermano, la de vuestro amigo y la de los hombres que nos acompañan? ¿Creéis, de verdad, que no he temido que ese hombre me llevara a rastras dentro y no volver a veros jamás?

Neall tragó con dificultad saliva, volvió a maldecir por lo bajo, a chasquear la lengua y mirar al horizonte, arrepentido. Ella tenía razón, pero ¡diablos! No quería que se expusiera de ese modo por él, ni por ningún otro. Era él el que tenía que protegerla y no al revés. Sus sentimientos se manifestaban contradictorios y terminó diciéndole en un susurro:

—Supongo que sí.

Cabalgaron casi una hora en silencio, acurrucados bajo el plaid y con la llovizna y los truenos de fondo. Neall se mostraba inquieto, aún había algo que deseaba preguntarle más que nada, pero no sabía si acabaría desatando la tormenta nuevamente entre ellos.

—Leonor…

—¿Si? —preguntó ella, incorporándose un poco y dejando parcialmente el calor de su cuerpo.

—¿Qué le habéis dicho a Raghnall Mac Ruaidhri para que nos dejase marchar sin más?

Leonor se mordisqueó el labio y no quiso mirar a los ojos a su esposo. Neall se preparó para lo peor, sabía que no le iba a gustar de antemano, pero había primado más la curiosidad de saber que la incertidumbre de imaginárselo. El camino hacia el loch Garry se hacía cada vez más angosto y el barro comenzaba a llegarle a la altura del corvejón a los caballos. Leonor se tomó su tiempo para contestar y al final consiguió enfrentar la mirada de su marido con una tímida y temblorosa sonrisa en los labios.

—Le he dicho que llevo a cabo una misión para el rey Eduardo.

—¿Una misión para el rey? ¿Qué tipo de misión, mo ghrà18?

La cara de perplejidad de Neall era un poema que ni el bardo más versado sería capaz de ejecutar. Neall no se esperaba esa contestación y le preguntó incrédulo, con el entrecejo fruncido y la boca torcida por el gesto. Leonor ahogó una risita por el mohín infantil e intentó guardar la compostura, pues sabía que en cuanto se explicara, se iba a volver a enfadar. Ella siguió hablando.

—La de engatusar a Sir Nathrach Mackenzie para que dejara su imparcialidad en la pugna por la corona escocesa. De ahí que todos debían de creer que estaba prometida con su medio hermano.

—No entiendo.

—Todos conocen las rencillas que hay entre ellos y el gusto que tiene el Laird Mackenzie por lo que desea su hermano…

—Pero… ¡Leonor! —exclamó Alex que parecía haber aparecido a su lado como por arte de magia, metiéndose en la conversación.

Neall lo amonestó con una dura mirada, pues nadie le había dado vela en ese entierro, pero el joven no pareció caer en la cuenta de la clara advertencia.

—Era la única forma de hacerle ver que lo que decía Ayden era verdad y que él no estaba desencaminado en sus pesquisas —se justificó ella.

Mo baintighearna, engordar el ego de un guerrero como ese a costa de vuestra propia reputación debía haber sido el último recurso —sentenció Alex, que esta vez sí entendió la mirada furibunda de Neall y, excusándose con rapidez, se alejó—. Lo siento, mo caiptean19. Aguardaré sus órdenes junto a su hermano. Si me disculpan…

Leonor y Neall dieron su consentimiento y observaron cómo Alex se alejaba raudo con su caballo tras Ayden y Erroll. La pareja se había quedado en la retaguardia, a solas, y ella intentó explicarse mejor.

—Era la única forma de que nos viera como sus aliados. Si pensaba que podríamos conseguir atraer a un clan como el Mackenzie a las filas de Balliol, nos dejaría proseguir nuestro camino. Bien es sabido por todos que, si Balliol tuviera entre sus aliados al clan Mackenzie, los seguidores del niño-rey que se ocultan en el norte de Escocia y las islas tendrían muy difícil seguir con las escaramuzas que mantienen con la corona y salir indemnes en la retirada a sus escondrijos. Vuestro hermano y vuestro primo…

—Por supuesto que todo el mundo sabe que si los Mackenzie y otros clanes, que hasta ahora se mantienen imparciales, se decantasen por uno u otro bando la guerra por el trono se acabaría en ese instante… pero hacerle ver a Raghnall que ibais a ser la concubina de Sir Nathrach… cuando nuestra intención es pedirle asilo. Es un juego peligroso, Leonor. No hemos podido contactar con Arthur. ¿Quién sabe si está en Francia o en el mismísimo infierno? El Laird Mackenzie es nuestra única oportunidad para escapar, pero si llega a sus oídos semejante infamia, estamos muertos.

—Lo sé, mo ghrà, pero era evidente que ese hombre no confiaba en los Murray y, por la mirada que le echó a Alex al saber de nuestro compromiso, tampoco simpatizaba mucho con los Mackenzie. Quería hacerle ver que vosotros estabais ajenos a las pretensiones del rey pues, en caso de que la noticia trascendiera, os mantendríais al margen.

—Leonor…

—Posiblemente no haya sido lo más acertado y no seré yo la que lo discuta, pero sí ha servido para salir de Invergarry sin mayores consecuencias, ¿no? —dijo cada vez con el tono más bajo y triste, casi en un susurro inaudible—. Quizás no veamos el día de mañana, Neall. ¿Qué más da lo que piense de mí un hombre como Raghnall Mac Ruaidhri?

Neall no quería pensar siquiera en esa posibilidad y la actitud derrotista que empezaba a adoptar Leonor lo exasperaba. Ellos eran dueños de su destino y lucharían hasta el final por mejorar su suerte. Dios no podía arrebatarle ahora la posibilidad de ser feliz y mucho menos de perderla a ella, antes muerto. Sacudió el plaid con brío y una nube de gotas cayeron por doquier, como un perro que se sacude tras el baño. El grupo siguió por la ribera y dejó atrás los bosques de pinos caledonios y coníferas, los arbustos bajos y los páramos pelados por los glaciares invierno tras invierno. El color tostado del otoño comenzaba a mezclarse con los verdes humedales de las Highlands, dando un sinfín de tonalidades cálidas al paisaje boscoso cercano a Munerigie.

Estaban cansados, jinetes y bestias avanzaban cada vez más lento por la frondosidad de esos bosques. Los senderos estaban descuidados por la mano de los hombres y olvidados por el comercio de quien poco tiene más que para la propia subsistencia. Sin aminorar la marcha, comieron un aperitivo y siguieron camino al loch Loyne. El tiempo fue empeorando lentamente y las rachas de viento azotaban sus ropas y hacían que las nubes bajas pasaran demasiado rápidas como para pensar dónde descargarían el próximo aguacero. La bruma se fue levantando poco a poco, haciendo que la superficie del lago pareciera fantasmagórica y las montañas se perdieran para vislumbrar sus crestas nevadas en lo más alto.

Decidieron desmontar lo justo para coger cada uno una piedra y Leonor, sorprendida por el gesto, los imitó. ¿Qué pensaban hacer con ella? Seguidamente, volvieron a sus monturas y en lo alto de la colina opuesta, desde donde se divisaba prácticamente todo el loch Loyne, descabalgaron. En silencio, colocaron las piedras en pequeños montículos. El lugar estaba lleno de pequeños túmulos alineados de viajeros que habían decidido hacer ese ritual a su paso por las Highlands. Sin embargo, a Leonor le recordó a un campo santo y el sentimiento y las bajas temperaturas la hicieron estremecer y santiguarse ante tal visión. Neall la abrazó por detrás y le colocó el plaid para que no se enfriara. El olor a niebla, al pasto húmedo y pisoteado, al sudor de sus ropas se mezcló con el paisaje de montañas azules, grises y lejanas como el cielo. Neall señaló un punto entre la niebla y le susurró:

—Algún día vendremos a disfrutar de las cascadas de Glomach. No se parecen a aquellas que descubristeis en las Lowlands tras la batalla de Halidon, pues el agua mana de las piedras a gran altura hasta desembocar en el pedregoso riachuelo y no hay una cueva donde... Bueno, ya sabéis —le dijo con timidez, pero claramente excitado por el recuerdo.

Leonor le dedicó una sonrisa tímida y dejó que Neall la montara sobre Rayo para que Tormenta descansara. Se acomodó de nuevo sobre su pecho. Él era su refugio, no había mejor lugar que ese en toda Escocia, ni en el mundo.

—¿Seguimos? —le preguntó Neall, robándole un beso en el cuello y otro en los labios.

La jaula del petirrojo
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