CAPÍTULO 27
SU DÍA DE SUERTE
Oxford, Inglaterra, septiembre de 1335.
Erroll parecía nervioso y la nuez de Adán le subía temblorosa por la garganta. Estaba recién afeitado y, por las húmedas ondas doradas de su pelo, acababa de darse un baño. Otra vez. Catherine seguía ofuscada y tardó en devolverle la mirada, aunque finalmente suspiró y lo enfrentó. Ayden se sintió un intruso, pero prefirió no moverse para no darle una coartada a la muchacha. Le sorprendió su gesto circunspecto, cuando apenas unos minutos antes, había sido distendido y confiado.
—Lo siento, Erroll, pero tendrá que ser después. Ahora mismo pagaría hasta porque me llevaran a la cama.
La boca del irlandés dibujó una sonrisa tan radiante que Ayden cayó en el doble sentido de sus palabras y tuvo que mirar hacia otro lado para no reírse a carcajadas.
—Como mandéis, mo baintighearna —le replicó muy solemne, con reverencia incluida y cogiéndola en volandas como sus ancestros vikingos.
—Pero, ¿qué diablos hacéis? ¡Bajadme de inmediato! —le vociferó ella y él le dio un cachete en el trasero como respuesta para que se estuviese quieta—. Seréis…
—Un fiel servidor de vuestra persona y esta vez os saldrá gratis.
Las pocas personas que había en la taberna a esas horas se rieron con ganas y jaleaban al rubiales con palabras soeces para que se la llevara a su jergón. Los gestos no dejaban lugar a dudas de para qué. Ella resopló sabiendo que tenía las de perder, aunque no dejó de darle patadas. Ayden ya no podía soportarlo más. Se cerraba la boca con una mano para no reírse a carcajadas y con la otra se limpiaba las lágrimas. ¡Maldito irlandés, se las sabía todas! Vio cómo su amigo subía las escaleras con ella en hombros, bajo la atenta mirada de la tabernera, que no dejó de limpiar las bandejas y murmuraba a regañadientes.
—Anda que yo le iba a decir a ese que me bajara de inmediato…
Ayden la miró de reojo asombrado y disimuló dando un trago largo a su copa. La tabernera no se calló.
—Tampoco os escaparíais vos, ni ese morenazo que se os parece tanto —le dijo guiñándole un ojo y bajándose la pechera, mostrando sus encantos.
Ayden estuvo a punto de escupir todo el contenido del trago en su copa. ¿Qué les pasaba últimamente a las mujeres con ellos? Se pasó la mano por la cara, por si había cambiado en algo, pero no.
—Claudiaaaa… —dijo su señor esposo arrastrando mucho las vocales, en clara advertencia—. Dejad al pobre muchacho. No querréis que me enfade…
—No os quejéis, marido, que este calentón bien lo sofocaréis vos luego.
Ayden no sabía dónde meterse. Notaba las mejillas encendidas por el comentario. Neall llegó en ese momento desperezándose y rascándose la coronilla. No se percató de las miraditas de la tabernera, ni del estado de sonrojo de su hermano.
—¿Desde cuándo estáis despierto? —le susurró como si fuera un secreto.
—La pregunta sería más bien si he dormido.
Neall abrió mucho los ojos y luego los entrecerró. Conocía muy bien a su hermano y sabía que, o salía de él el contárselo, o no le diría nada. Prefirió callar y calmar su estómago. Pidió un poco de vino especiado y tortas de avena y cecina, estaba famélico. El tabernero ocupó el lugar de su mujer y la mandó a servir las mesas del fondo.
—Disculpad a mi esposa, señor, está en esos días.
Ayden le quitó importancia con una sonrisa y el hombre se fue más tranquilo.
—No he entendido nada… —se rio Neall—. Debo de estar en esos días.
Los dos se miraron y comenzaron a reírse. Se dieron un abrazo y compartieron una de las tortas. ¡Qué bueno era tener a su hermano de vuelta!, pensaron ambos.
—Me he cruzado a Erroll por la escalera. Estaba tan ensimismado con su preciosa carga que ni me ha visto el muy bribón. ¿Me he perdido algo?
—Se ha puesto celoso por esto —se burló el mellizo señalándole el pañuelo.
Neall frunció el ceño y su boca se torció traviesa, acentuando su hoyuelo. Tocó la tela con adoración y apenas pronunció:
—¿Por qué?
—Catherine ha conseguido el dinero para saldar la deuda de Larkin. Iba a dármelo cuando llegó nuestro amigo.
Neall volvió a torcer el gesto, pero esta vez con desaprobación, puso la cabeza entre las manos y resopló.
—No es lo que pensáis, bràthair. También yo lo creí en un primer momento, pero ella me sacó de mi error. Cat sabe tintar telas —susurró un «ella mezcla los pigmentos para obtener colores inusuales» y siguió hablando con naturalidad— y ha estado trabajando toda la noche en unos encargos.
—Desde luego el nombre le viene que ni pintado a la gata: Cat… ¿Y cómo sabía que tendría trabajo? Stace no nos había comentado nada.
—Creo que ni lo sabe —dijo Ayden apoyando su espalda en la barra y vigilando que nadie pudiera oírlos—. Ella le dice que va a ver a un pariente y lo deja tranquilo. Por lo visto, ese hombre la busca siempre para los trabajos más complejos, pues consigue colores que las demás tintoreras ni por asomo. La había mandado llamar hacía un mes para un encargo y ella le había puesto excusas hasta ayer.
—Por saldar la deuda.
—Sí. La Iglesia ve con malos ojos «crear» colores a partir de otros y si la hubiesen pillado en plena faena… Las mismas tintoreras la podrían haber denunciado para quitársela de en medio. Supongo que la respetan porque asume el puesto rara vez y la necesitan para tener al amo contento.
Neall volvió a resoplar.
—¿Por qué las mujeres son tan testarudas? Al menos uno de nosotros podía haberla acompañado —La gata iba a resultar ser un hueso tan duro de roer como su ángel—. ¡Y vos os habéis pasado la noche en vela esperando que vuelva!
—Eso es cosa mía.
—Debería haber sido cosa de Erroll.
—¿Creéis que la habría dejado ir? Ninguno de nosotros lo habría permitido. Y lo sabéis.
—¿Y lo del pañuelo? —preguntó Neall tocándolo, sorprendido por el detalle.
—Es un regalo. Nos ha hecho un pañuelo con el color de nuestros ojos. Míos y tuyos.
—¿De los míos también?
—Ajá —asintió Ayden sin decir nada más.
Neall calló unos minutos, miró inquisidor a su hermano y con una ceja levantada de pura perplejidad. No podía ni siquiera imaginarse a Leonor llevando solo algo tan bello y tan íntimo sujeto al cuello y agradeció el detalle en silencio, pues ya se lo imaginaba. Sin embargo, después cayó en la cuenta que solo se lo había hecho a ellos. Ni a Darren, ni a Erroll, y miró instintivamente escaleras arriba, con una sonrisa que no le cabía en el rostro.
—Buena jugada. La gata afila sus uñas. Le habrá sentado a cuerno quemado al rubiales —dijo entre carcajadas.
—Supongo que sí, pero os habéis perdido la cara de ella al subirla en volandas. Me dolía el estómago de reírme. Nunca he visto a Erroll tan… visceral.
—¡Diablos! ¿Por qué me pierdo siempre las mejores? —rezongó Neall chasqueando la lengua.
Mientras tanto, Erroll había llegado a los aposentos que ocupaba la joven y la había bajado de sus hombros sin mucho afán. Le dio un empellón a la puerta e hizo que la hoja zigzagueara en un sinuoso vaivén. Dejó que el cuerpo de ella resbalara por el suyo propio hasta poner los pies en el suelo, encendiéndose. Craso error. Ella aún jadeaba por el esfuerzo para que la bajara y tenía las mejillas a juego con sus labios del color de las amapolas. Sus ojos cristalinos se fijaron en los de él, hablando sin palabras, sin defensas que alejaran de su pensamiento la atracción mutua que sentían. Sus bocas se acercaron precipitadamente y, cuando a punto estaban de rozar sus labios, Jacob llamó a la puerta.
—¿Estáis ahí, Catherine? He de hablar con vos. Es urgente.
«¡Maldito niño del demonio!», se dijo enfadado Erroll, acomodando con disimulo la bestia que rugía entre sus piernas. Ella se separó del irlandés como si le quemara. El velado sueño se había roto justo a tiempo y se recompuso las ropas con rapidez, recogiendo el mechón suelto de sus cabellos tras la oreja. Un minuto más y… toda la distancia que había intentado poner entre ellos habría sido para nada.
—Claro, pasad.
La cara de ambos hombres era un poema bélico, de esos en los que los cuervos terminan rodando más que volando tras tanta carroña. La fiereza de sus miradas dejaba muy claro que ninguno quería al otro allí. Ambos se pedían silenciosas explicaciones al respecto. Jacob se percató en los vendajes de las manos de Catherine y las cogió con extrema ternura entre las suyas, quitándole las vendas con pasmosa habilidad.
—¿Habéis vuelto a trabajar con las tinturas? ¿Os habéis quemado?
—No me he quemado, Jacob —le dijo con indulgencia—. Son solo ampollas por no haber utilizado guantes de cuero para abatanar los paños.
Erroll se recriminó no haber caído en la cuenta de los vendajes y apartó a Jacob con brusquedad, ocupando su lugar y observando las ampollas con detenimiento. Acarició con suavidad extrema la superficie y buscó entre sus ropas un frasco pequeñito que parecía tener un óleo untuoso y pardo.
Catherine tragó saliva, aguantando estoica en pie, aunque percibiese los huesos como la mantequilla batida al sentir su mano sobre las suyas. Pareciera que no hubiese nadie más en la estancia, pues tenía el estómago hecho un nudo y un extraño cosquilleo entre las piernas que le hacía juntar las rodillas y retorcer los dedos de los pies. Si no fuera porque Erroll la sujetaba por las manos, habría jurado que flotaba en un mar de ensueño. El mero contacto de sus dedos en la delicada piel herida la hizo estremecer.
Erroll estaba pendiente de sus heridas, tan absorto que no se dio cuenta del desasosiego que generaba en la joven. Para evitar que fuera a apartar las manos ante el más mínimo escozor, se propuso distraerla y entablar conversación.
—¿Qué paños…? —comenzó a decir recordando el pañuelo de Ayden y sintiéndose un tonto por haber caído en la telaraña de los celos. Quiso preguntar cuándo, pero entonces vio el lecho intacto y aún se sintió peor.
—Ella a veces trabaja con los tintoreros —le replicó Jacob con un deje de burla, dejando claro que él no la conocía—. Es tan poco cabal a veces que no se da cuenta de lo peligroso que es hacer magia por estos lares.
Erroll asintió, pues sabía que algunas mujeres habían sido ajusticiadas o recluidas en conventos de por vida por haber sido acusadas de hechiceras. ¿Catherine era una de ellas? ¡Increíble! Él no pudo evitar mostrar su asombro. Y ella, haciéndose eco de sus pensamientos, apartó las manos enfadada y con premura.
—No os atreváis a juzgadme ni a seguir hablando como si no estuviese presente. ¡Ninguno de los dos!
El gesto de desdén de quitarse por la fuerza de sus manos hizo que Catherine contrajera el rostro y apenas pudiera sofocar un grito, llevándose las palmas a los labios en un intento de mitigar el dolor, pues la fricción casi la había llevado al desmayo.
—¡Maldita sea! —empezó blasfemando, aunque ambos hombres pudieron comprobar que tenía un repertorio que haría sonrojar hasta al más osado.
Erroll entendía que se hubiese sentido ninguneada y le dirigió a Jacob otra mirada asesina. Bien se podía haber callado la boca el puñetero niño, pensó. Se hizo cargo de la situación de nuevo y la cogió con fuerza por las muñecas para evaluar los daños. Quiso apaciguarla, pero temblaba de puros nervios.
—¡Santo Cielo! ¿Cómo se os ocurre? Si se revientan las ampollas se infectarán y este ungüento de miel y aceite de germen de trigo no servirá para nada —le increpó—. ¿Os habéis vuelto loca? Jacob, id a por vino, debemos enjugárselas como prevención.
El muchacho dudó si dejarlos a solas, pero viendo el rostro desencajado de Cat, voló escaleras abajo.
—¡Jamás volváis a despreciar las manos de quién os ayuda! ¿Me oís?
—¿Y quién sois vos para darme órdenes y tratarme así? —le espetó ella con un mohín aniñado que lo desconcertó totalmente, intentando zafarse de su agarre de nuevo y apostillando—. Norteño engreído y petulante…
Él sonrió sin poder evitarlo. Estaba tan bonita que sería capaz de hacerla suya allí mismo, olvidándose de todos sus buenos propósitos. Estaba hambriento de ella. Ella percibió su deseo y lo encaró, levantó la barbilla altanera a la vez que con una cadencia de ojos lo eclipsó. Sus miradas se cruzaron y se perdieron. Estaban solos en la habitación, mas si hubiese estado alguien más habría desaparecido por arte de magia. Otra vez.
Él se abalanzó sobre ella y la acorraló contra la pared, sujetándole las manos por las muñecas por encima de la cabeza y para no hacerle daño. Sintió a través del cotun los pechos aprisionados de ella y gimió. ¡Catherine era tan diferente a…! El fantasma de Kelsey no podía acompañarlo siempre, se negó a sí mismo. La desterró de su mente y le quitó su poder, al menos por un instante. Compartieron aliento unos segundos, los justos para que él se lo pensara y se echara atrás. Los justos para que ella fuera la que buscara su boca, jadeante.
Erroll cerró los ojos y se sintió aliviado al verse en los ojos felinos y transparentes como un hilo de agua de manantial. Fue un beso corto, electrizante. Apenas se habían rozado sus lenguas cuando entró Jacob y dejó caer la botella de vino al suelo. El hechizo se desdibujó entre los trozos de cristales y líquido ambarino, entre el gemido de angustia del muchacho y el de placer de ellos.
Catherine no tuvo tiempo de llamar a su amigo siquiera, cuando el joven había corrido escaleras abajo. Erroll le soltó las muñecas, pues vio la intención de seguirlo y darle una explicación. Mas las rodillas de Catherine flaquearon y tuvo que aferrarse a los hombros de él para no caer. El cansancio acumulado le sobrevino como una losa y se rindió.
El irlandés la cogió en volandas, liviana y se sentó con ella en el lecho, acunándola, besándole los cabellos, asegurándose de que estaba bien. El pelo castaño de ella se ensortijaba entre los dedos de Erroll, mientras este la besaba con dulzura en la sien y la invitaba a que descansara sobre su fornido pecho. No sabía cómo pedir ayuda sin dejarla sola y convino en quedarse con ella, nada más.
La respiración de ella se fue acompasando y supo que se había quedado dormida. Sonrió. Nunca se había sentido tan feliz en su vida y la abrazó con fuerza, con miedo a que ese sentimiento desapareciera de algún modo. Nunca se había sentido tan vivo y necesario, tan unido a alguien cuando apenas la conocía. Una paz infinita llenó su alma y supo que podía ser cierto que existiera la mujer que recompusiera su corazón roto, que solo tenía que invitarla a pasar. Quiso que fuera ella, lo deseó con todas sus fuerzas. Se quedó quieto y aguardó a que descansara.
Cuando ella abrió los ojos, no se sorprendió. Le sonrió como si estar en una actitud tan íntima fuera lo más normal del mundo. Y quizás lo fuera. Erroll la acomodó en el lecho y le volvió a curar las manos. No se dijeron nada, no hacía falta. Ella se mordisqueó el labio para evitar quejarse por la picazón del vino en la carne herida y suspiró con el bálsamo. Le pareció que Erroll sonreía ligeramente y le rehuyó la mirada. No sabía cómo preguntarle cuánto tiempo había estado dormida entre sus brazos. Un minuto, diez, horas… solo pensarlo y los nervios volvían a colmar su pecho. Cuando él hubo terminado de vendárselas para que el ungüento le hiciera más efecto, susurró:
—Apenas habéis dormido, descansad y reponed fuerzas. Estaremos abajo. Hoy llueve tanto que tendríamos que salir en barca para cruzar la calle.
—Pero tengo que encontrar a Jacob y explicárselo…
—Lo avergonzaríais, Cat —le dijo sin pensar mucho en lo que implicaba el apelativo—. No sois su prometida. ¿Qué os puede recriminar? ¡Solo ha sido un beso!
Erroll se arrepintió nada más decirlo, pues no podía ser más incierto. Más aún cuando ella dijo:
—Sí, solo un beso.
Catherine se recostó y le dio la espalda parcialmente. Él intentó rectificar.
—No he querido…
—No me avergoncéis, Erroll. Yo tampoco soy una niña.
La joven registró entre sus ropas con sumo cuidado, sacó el saquito de cuero con las monedas dentro y extendió la mano.
—Dadle esto a Stace y que salde la cuenta de Larkin. Yo me quedaré un rato más, descansando.
—Bien, se lo daré. Pero antes, yo también quiero daros algo…
Ella se giró con curiosidad y él se sentó en el borde de la cama en un visto y no visto, aferrándola por la cintura y atrayéndola hacia su boca, saboreando cada comisura, cada volumen, humedad, diente y lengua. La cogió por el pelo con suavidad mientras la besaba, fijando el hueco de su mano en la nuca de ella. Era como comerse la fruta prohibida del paraíso y no se lo pensó. La devoró a sabiendas de que se quemaría al jugar con fuego. Quería poseerla, pero esperaría. No era el momento, mas lo tenía decidido: iba a darse una oportunidad. ¡Ni en sus mejores sueños habría pensado que alguien volvería a hacerle sentir así con solo tomar sus labios!
Se levantó y la dejó con ellos entreabiertos y rojos como la sangre, con el pelo alborotado y las mejillas encendidas, con un ligero temblor en el cuerpo que la hacía aún más deseable. Tan bella que creyó que era una aparición. Aún no sabía cómo había podido separarse de sus labios, confuso, al límite… Tan salvaje que sintió que no volvería nunca a ser el mismo. Su corazón, preso durante años, comenzaba a latir tenuemente y el mero hecho de percibirlo de nuevo lo asustó.
—Yo…
—Si volvéis a arrepentiros de semejante beso, os juro por Dios que os mato aquí mismo.
Erroll se echó a reír, pues cuando por fin comenzaba a sentirse vivo, la artífice lo amenazaba con dejarlo tieso. ¡Menudo porvenir!
—Pediré que os traigan algo de comer —terminó de decir.
Catherine no pudo reprimir ni la sonrisa ni un suspiro de alivio al oírlo. Solo se permitió soñar cuando el joven hubo abandonado la estancia y dos lágrimas recorrieron sus mejillas con un único pensamiento: «¿Es posible?».
Tras un sueño reparador, la muchacha bajó a la taberna y todos la recibieron con los brazos abiertos. Larkin estaba exultante con el pago de la deuda y los escoceses tuvieron que frenarlo en un par de ocasiones en las que parecía dispuesto a invitar a toda la taberna a una ronda.
Erroll no disimuló siquiera su embelesamiento con ella, parecía un hombre nuevo o al menos distinto. Ayden miró a su hermano y este escondió una sonrisa tras la mano de cartas que estaba jugando. Su amigo se había ido tras ella como un corderillo nada más verla bajar por las escaleras, dejando la partida a medias. Ninguno había querido preguntarle qué había pasado entre ellos. Les parecía tan obvio que, cuando Erroll lo negó tajantemente, no podían creérselo.
—¿En serio? —le había insistido Darren que era el menos convencido—. Me pregunto qué clase de sangre corre por vuestras venas porque no lo entiendo.
Erroll no había contestado, se había terminado su jarra de cerveza y no había dicho nada más, aunque su semblante risueño lo delataba. Darren se fue con la bolsa de monedas en busca de Stace para tramitar el pago de la deuda al ver que el irlandés no soltaría prenda.
Sin embargo, ya estaba anocheciendo y ninguno de los dos había dado señales de vida. Darren y Stace aún no habían vuelto de tramitar la transacción. Tampoco sabían nada de Jacob y eso sí que empezaba a ser un problema. Seguía lloviendo con fuerza, pero el trasiego en la taberna no paraba ni un segundo. Habían pasado el tiempo jugando a los dados, desplumando a incautos a las cartas y enseñándole a Larkin que no faroleara tanto, pues se notaba a leguas en su talente.
Catherine reía sin parar con las ocurrencias de Erroll y él parecía ser un pozo sin fondo de ellas. Todos estaban riéndose con una anécdota del irlandés en boca de Neall cuando Darren entró en el local con un humor de perros. Stace paró a quitarse la capa empapada y colgarla cerca de la lumbre para que se secara sin dedicar más que un gruñido.
—¿Qué os ocurre que parecéis el demonio reencarnado? —preguntó Larkin aún con lágrimas en los ojos de reírse.
Darren lo miró con disgusto y con ira contenida. No estaba para bromas y menos aún si provenían de ese mentecato. Erroll lo vio venir, porque era justo el sentimiento que le inspiraba a él tanto Larkin como Jacob. Stace cogió al pelirrojo por el antebrazo para calmarlo, adivinando sus intenciones.
—No ha sido suficiente —le replicó el Stewart con acritud y conteniéndose.
Catherine se apoyó en los hombros de Erroll para salir del espacio que ocupaba en la mesa y encaró a los recién llegados.
—¿Cómo que no ha sido suficiente? ¡Tenían que sobrar tres malditos peniques de plata!
—Creo que nuestro amigo no nos habló de los intereses que acarreaba el no pagar la deuda en el acto. ¿Verdad? —le preguntó Darren a solo un palmo de la cara de un cabizbajo Larkin—. Nos piden veinticinco groats65 más.
—¿Cien peniques más de lo que le hemos dado? ¿Se han vuelto locos? Debéis de estar en un error —expresó totalmente apesadumbrada Catherine, apoyándose en la mesa para no caerse redonda al suelo.
El silencio de Larkin les confirmó que sabía de lo que estaban hablando. ¡Maldito fuera!
—Eso es casi medio año trabajando de sol a sol en el campo en el mejor de los casos —le reprochó Darren, que estaba habituado a manejar jornales y rentas—. ¿Cómo podéis haber empeñado tal suma y no decirnos nada?
Stace separó a Darren de Larkin y se colocó frente a Catherine en un intento de calmarla. El titiritero temía que comenzaran una disputa y tuvieran que estar pagando desperfectos de la taberna durante meses. Se tranquilizó al ver que Erroll tomaba cartas en el asunto con un tono más que conciliador.
—¿Qué solución han dado? —intervino el irlandés, colocando sus manos en los hombros de ella para reconfortarla.
—Tenemos que llevar el dinero dentro de día y medio, al amanecer, junto al abrevadero de la plaza grande. Si no, vendrán a por todos nosotros.
—Bien —asintió Ayden—. Tenemos el tiempo justo para reunir ese dinero. Comencemos viendo cuanto tenemos y confiemos en nuestra suerte. Vos, Larkin, no estaréis en las mesas de juego, vendréis conmigo.
—Pero…
La mirada recriminatoria de todos a la vez le advirtió que mejor estaba callado y hacía lo que le decían. Los hermanos Murray y Darren se apartaron un poco para evaluar la situación. Erroll intentaba apaciguar los ánimos de Catherine a pocos pasos.
—Va a ser complicado alcanzar tal suma. Ni vendiendo sus caballos obtendríamos el dinero para entonces —susurró Neall, ojeando a los incautos a los que podrían dejar sin blanca.
—No tenemos otra. No podemos dejarlos ahora. ¡Ese Worthing es tan parecido a Kenion en su proceder que me he tenido que fijar dos veces para no creerme que me había vuelto loco! —exclamó Darren.
—¿Cómo puede ser eso?
—No es que se parezcan físicamente, pero es oírlo hablar y… —El escalofrío de Darren les clarificó lo que quería decir sin palabras.
—Estoy con Darren. No podemos dejarlos ahora. En dos días partimos a Guildford y nos centraremos en lo importante: Leena y los niños. Además, hasta mañana no le darán los salvoconductos a Stace para poder pasar cruzar el sur —apostilló el capitán escocés.
Los tres asintieron las palabras de Ayden y se reunieron con el resto del grupo. Se dividieron entre las diferentes tabernas de la villa por parejas. Esta vez Erroll rechazó acompañar a Stace, al que volvió a dejar con Darren, y se encaminó con una Catherine cogida por la cintura al exterior. Los Murray intercambiaron una sonrisa y disimularon ante el resto.
—Algo bueno entre tanta podredumbre… —susurró Ayden.
—Ni que lo digáis, bràthair.
Ayden había elegido a su compañero con sabiduría. Larkin lo admiraba y lo respetaría más que a ningún otro, así que comenzó a conversar con el espadachín farolero para quitarle hierro al asunto de los intereses de la deuda, mientras se dirigían al exterior. Seguía sin fiarse del carácter voluble del muchacho y prefería tenerlo cerca, por si acaso. Neall se quedó en la taberna del Lobo, donde se hospedaban, a la espera de Jacob.
—¿Jugamos? —preguntó presentándose a unos desconocidos.
El resto de la mesa asintió.
Al atardecer del día siguiente, se reunieron en la plaza de los estudiantes.
—Veamos cuanto tenemos —dijo Stace con un hilo de voz.
Todos aportaron lo que habían conseguido.
—Quince, veinte, veintitrés… —comenzó a contar el titiritero cabeceando, pues solo quedaba Erroll.
El irlandés mostró una sonrisa triunfal.
—Treinta y uno. Con poco que consigamos esta noche, tendremos el dinero listo para mañana.
Todos suspiraron de alivio.
—¿Cómo habéis conseguido tal suma?
Catherine y Erroll se miraron cómplices.
—Digamos que aquí, el amigo, embobó hasta al rector de la Universidad con sus historias.
—¡Bien hecho! —exclamó Ayden palmeándole la espalda—. Eso se merece una buena cena y unas partidas de cartas.
En menos de dos horas tenían todo el dinero, incluso unas monedas extras de dispendio. Estaban en una taberna en la otra punta de la villa y, si querían dormir unas horas antes de que amaneciera, bien se podían ir dando prisa.
—Estoy muerto. Mataría por dormir hasta pasado mañana —dijo bostezando Neall y echando sus mala jugada sobre la mesa y contagiando el gesto al resto.
—Catherine y yo nos quedaremos por aquí un poco más. Tengo a la vieja Tyche de mi lado esta noche —comentó Erroll sin pensar.
¿Por qué habría hecho eso?, se preguntó a sí mismo el irlandés, mientras veía cómo se alejaban sus amigos en dirección a la taberna del Lobo para descansar y sin rechistar. Ella no había dicho nada, ni sí ni no. La miró de reojo, sorprendido porque no hubiera salido corriendo tras ellos.
Se concentró en la partida que tenía entre manos. Más que nunca quiso ganarla. Por ella, sí, por ella. ¿Por quién si no? Cuando por fin dieron por terminado el reparto de cartas, él miró las suyas con desilusión. La suma de sus figuras no era clara señal de haber ganado el juego y tendría que esperar a ver las del resto. Sus contrincantes fueron mostrándolas, igual de poco convencidos. Catherine exclamó:
—¡Habéis ganado, Erroll, habéis ganado!
La gata se agarró a su cuello y él la abrazó por la cintura, sentándola sobre su regazo.
—¡No sabía que se os diera tan bien los naipes! —exclamó risueña, mientras que el irlandés se decía que era la peor jugada que había tenido en su vida.
Catherine y él quisieron celebrarlo con unas jarras de cerveza. Tenían hambre, estaban sedientos y la complicidad preñaba el ambiente de buenas vibraciones. Después de la tercera ronda de licor y la evidente tensión sexual que existía entre ellos, la que servía las mesas les hizo un comentario sobre si eran pareja y que deberían de dejarse de manitas e irse al catre ya, como Dios mandaba entre unos recién casados. No era la primera vez que una tabernera les decía aquello y ambos se rieron a carcajadas.
—¿Verdad que sí, señora? Eso le estaba diciendo a mi esposa, pues por mucho que intente emborracharme, ¡esta noche no se me escapa…! —exclamó Erroll a la vez que volvía a coger de la cintura a su gata y la acercaba peligrosamente a su boca.
Catherine lo miró risueña, pensando que estaba con alguna de sus continuas bromas y le dio un codazo en el costado izquierdo, por lo mentiroso y por lo atrevido, a partes iguales.
—¿Cómo va a querer escaparse? —espetó la mujer intrigada y, tomándose la libertad de coger por la barbilla a Cat para que mirara a su supuesto marido, concluyó carcajeándose—. Si se le ve en los ojos gatunos que está deseando... Mirad, niña, cómo se hace.
Y sin mediar más palabra y con las jarras de cerveza vacías de la última ronda aún en la mano, la señora le plantó un beso con sabor a cebolla a Erroll en los labios, ante la mirada desorbitada del irlandés que no se esperaba la descarada invitación de la tabernera. Además, le colocó los cántaros que tenía por pechos a escasos dedos del rostro con un insinuante bamboleo, por si no le había quedado del todo claro.
Erroll no supo qué decir y la consiguiente algarabía de los borrachos, que aún se encontraban en el local, no se hizo esperar. El muchacho de la barra cabeceó, musitó algo por lo bajo y le dio la espalda a la que debía ser su madre por el tremendo parecido. Siguió secando las jarras con un paño tan sucio que bien podría correr solo si se lo propusiera. Ella se carcajeó ante la expresión estupefacta de los «recién casados», cerrándole la boca a Catherine y dejando una llave encima de la mesa con disimulo. Muy bajito, les susurró:
—Al lado del abrevadero de caballos, la cabaña que tiene el postigo abierto. El lecho es mullido y humilde. Está limpio, os servirá.
—Señora, nosotros…
Ante la excusa que comenzaba a dar Catherine, la tabernera arqueó de tal forma la ceja que Erroll temió que la «señora» se atreviera a más y volviera a deleitarle con alguna muestra más audaz de sus bien demostradas intenciones. Por lo que el irlandés, sin dudarlo ni un instante, cogió a su acompañante de la cintura con rapidez y la levantó en volandas del asiento.
Los borrachos jaleaban a la tabernera para que no perdiese la oportunidad, mientras alguno comenzaba a tomarse libertades con la gata. Él no dudó en besarla para dejar claro a quién pertenecía y lo hizo con tal vehemencia que los gritos y choques de jarra en las mesas de alrededor duraron unos minutos, tantos como sus bocas estuvieron explorándose.
Catherine recibió el apasionado beso de Erroll totalmente seducida, abrumada por la calidez de su boca y la invitación de su lengua. Tras ese primer beso en su alcoba habían venido otros, siempre urgentes, quitándole el aliento, la calma y la vida. Pero este había sido distinto, pues parecía haber querido adueñarse de su alma. Ninguno de los dos prestó atención a la algarabía que el resto estaba montando. Solo se miraban, se perdían en sus respectivos océanos.
Erroll sintió que era su noche de suerte. Cada mirada, cada beso era infinitamente mejor que el anterior. Esa noche tendría la oportunidad de hacerla suya y ¡al diablo con no dejarse llevar por el corazón! Ya se lamentaría después, dado el momento. La miró con deseo. Llevaba días queriendo beberse los gemidos de su boca y deleitarse con los fluidos de sus piernas. Tragó saliva, profundamente excitado. «¡Bardo!», le habría dicho su amigo Neall de haber compartido sus pensamientos con él. Fuera lo que fuere, el corazón le latía desbocado, henchido y feliz. Apenas recordaba esa sensación de felicidad plena.
No obstante, algo le inquietó. Las veces que había abordado la conversación sobre su vida sentimental, Catherine siempre le había dado largas, por lo que no sabía si había hombre en su vida o que la reclamara. Esa noche se propuso dejar a un lado sus demonios y los de ella. Esa noche sería para ellos y nada más. Así lo había decidido. Quería olvidar, necesitaba olvidar… por primera vez en mucho tiempo, se sentía realmente dueño de su vida. No le pareció mala idea seguir el consejo de la tabernera. Pero, ¿qué pensaría Cat al respecto? Él había dado por supuesto que lo acompañaría…
—¡Al diablo! —exclamó Erroll con brío, sin percatarse que lo había dicho en voz alta.
Aprovechando que aún la tenía cogida por la cintura, la alzó en brazos echándola con fuerza sobre su pecho y se hizo hueco entre los borrachos. Podría acostumbrarse a hacerlo como un ritual… tenerla de esa guisa y con sus nalgas tan cerca le endurecían hasta el tuétano, que se resistiera aún más. Podía sentir perfectamente la respiración entrecortada de la joven y sus pequeños suspiros cada vez que conseguían escabullirse de esos gandules.
Errol le dio unas indicaciones a la tabernera para que guardara a buen recaudo su espada hasta la mañana siguiente y pagó con una moneda de plata de más para cubrir de sobra lo consumido. Ambos salieron al exterior. La luna brillaba entre nubes negras y finas como arañazos. Había caído un chaparrón hacía poco y el olor a tierra mojada y a bosque agudizó sus sentidos, dejando atrás el hedor común de las calles.
Catherine se vio incapaz de reaccionar y se relamió los labios, doloridos aún por la pasión y con el agridulce sabor de él y de la cerveza amarga que ambos habían consumido. Ese beso… ¡Dios mío, qué beso! Temblaba aún. Temía que, si se movía, se despertara en algún recodo del camino, con un manto de hojas como abrigo y como techo las estrellas. Temía que, si pestañeaba, él se diera cuenta de que no era más que una muchacha sencilla y se marchara con sus compañeros escoceses con alguna triste excusa. Le había dejado su espada a la tabernera, ¿qué pretendía? Erroll era todo lo que ella buscaba en un hombre: gallardo, gentil, simpático… el perfecto caballero. Sus historias la hacían soñar y la hacían olvidar la mísera vida que había llevado hasta entonces.
La bajó con cuidado nada más llegar al abrevadero. El frescor de la noche sacudió sus cabellos al viento, invitándolos a que entraran a resguardo. Ambos se quedaron en silencio y él se separó unos pasos para verla mejor. Ella deseó que volviera a abrazarla. Erroll se quitó la capa y se la echó sobre los hombros. Catherine sintió el roce de sus dedos en su piel como si la marcaran a fuego. Sin dejar de mirarla a los ojos, él se perdió en ellos, quizás buscando respuestas o, simplemente, reticencias, quizás ambas. La actitud de Erroll era decidida y, a la vez, llena de inseguridad. Dudaba, sí, Catherine podía leerlo en su rostro.
Ella bajó la mirada y se humedeció los labios, nerviosa, intentando esconderse tras una máscara de indiferencia. Sabía que la despedida estaba cerca y se recolocó el corpiño y el faldón para evitar echarse a llorar. Ese día con él había sido fantástico. El mejor de su vida. ¿Cuántos años hacía que no se reía tanto? La animada charla, llena de anécdotas y mil aventuras, de paisajes recónditos e inimaginables que la hacían rememorar los cuentos que le leían de pequeña.
Recordó cómo había dejado de pedirle a su abuelo que le contara historias tras la larga enfermedad de su madre, porque todos los relatos le recordaban a ella y, por un instante, esto hizo que frunciera los labios y suspirara. ¡Lo que daría ella por cambiar su estrella y lo que le habría gustado contarle a su madre que había conocido al mismísimo Sir Perceval! Solo que no iba en busca del Santo Grial junto a Sir Galahad, sino que acompañaba a tres amigos escoceses para rescatar a la joven dama de uno de ellos, secuestrada en una de las fortalezas más inexpugnables de Inglaterra.
Al principio pensó que se trataba de otra historia más, pero en sus ojos descubrió que todo era cierto. Por eso habían venido… Todas las piezas encajaban. El que hubiese confiado en ella le había robado definitivamente el corazón. Pero era hora de despedirse y separar sus caminos, cuanto más tardara, más difícil sería decirse adiós.
Erroll titubeó al ver que ella había enmudecido de repente. Hacía tanto tiempo que no daba él el primer paso, que no terminaba de decidirse cómo abordarla. Estaba tan hermosa a la luz de esos rayos de luna, trémulos y tintineantes entre las rápidas nubes, que temió no saber controlarse lo suficiente y comportarse como un bárbaro. Catherine era distinta a cualquier otra mujer de la que se hubiera sentido atraído. Normalmente las prefería rubias, altas, de piernas interminables y piel tan clara que podría seguir con un dedo cada una de sus venas, tan etéreas que parecían ser de otro mundo.
Sin embargo, había topado con una bella gata de cabellos castaños, de boca pequeña y labios gruesos, de nariz recta y terminada en punta. Sus pómulos eran altos, lo que le daba un aire orgulloso junto a su marcada barbilla. ¿Qué decir de esos extraños y felinos ojos rematados por oscuras y largas pestañas? A veces eran del color del agua de manantial, otras del cielo y otras grises pálidos como un canto rodado al amanecer. Hasta ese momento, no se había dado cuenta realmente de lo bellísima que era, absorto en sí mismo, en sus penas, en sus recuerdos, en sus ansias de dejar todo atrás.
Catherine notó cómo los dedos de su caballero se aferraban a su costado como garras apremiantes y a la vez suaves como relleno de un almohadón. «Demasiado hermoso para ser verdad… No te ilusiones, pequeña», se dijo a sí misma, aunque los gestos de él le advertían de lo contrario.
Necesitaba que alguno de los dos fuese capaz de romper el silencio o se terminaría volviendo loca. El nudo que se le había formado en la garganta así se lo decía. Él la tomó por la barbilla y volvió a mirarla a los ojos. Sus dedos eran fuertes, ásperos, encallecidos… como le había confesado que era su corazón esa misma tarde entre risas.
Finalmente, él la besó, con la misma intensidad que lo había hecho antes, con desesperación, con abandono, al punto de tener que tomarla de nuevo entre sus brazos, con fuerza, con una necesidad apremiante porque sus rodillas no la sostenían. Sin dejar de besarla ni un solo momento, el irlandés llegó a la choza que le había indicado la tabernera. Demasiado nervioso o demasiado excitado para atinar con la llave, abrió la puerta con un puntapié y con otro la cerró.
Catherine enlazó sus manos por el cuello de él, desenredando los mechones de pelo rubio oscuro, tocando con la yema de sus dedos su nuca, consiguiendo de él un gemido ahogado, hasta volver a agarrarse con fuerza a sus hombros. Volvió a suspirar en su boca sin poder evitarlo y él volvió a deleitarla con un gruñido ronco, animal. Se sintió unos segundos poderosa, pero con las mismas, su ímpetu se amilanó y se zafó de su abrazo. Le recolocó el cotun a Erroll de puntillas. Se sentía extraña. No sabía qué hacer, pues nunca había estado con un hombre en la intimidad.
Su cuerpo a gritos le pedía contacto y, como un perrillo deseoso de cariño se habría rozado y trepado por las piernas del hombre en busca de su boca, de ese pozo de los deseos que, cada vez que sonreía, la mataba y resucitaba como si se tratase de un dios.
¿Qué podría haber visto él en ella? «La compañera ideal para vaciar sus huevos», le habría respondido Larkin sin lugar a dudas si estuviese allí y pudiera leer sus pensamientos. Jacob, en cambio, la miraría con semblante serio y cabecearía, defraudado. Al malabarista no le había hecho gracia la presencia de los norteños desde el principio. A los tres escoceses los toleraba medianamente, pero al irlandés no lo podía ni ver, menos aún tras los últimos días y su evidente interés por Cat.
Jacob parecía un marido celoso y no iba muy desencaminada en la apreciación, al menos, en cuanto a los sentimientos del muchacho se refería. «Alejaos de un hombre que os haga reír», le había dicho nada más conocerlo, «pues no solo se os meterá con facilidad entre las piernas, también os robará el corazón». Y, enfadado, no habían vuelto a hablar del tema. Estaba en lo cierto, Erroll era diferente a cualquier hombre que hubiera conocido anteriormente y, sí, le había robado el corazón.
Erroll la observaba tan quieto como una piedra. ¿A qué esperaba? Estaba acostumbrado a que las mujeres se le arrojaran a los brazos, a darles alguna excusa o a evitarlas para que no se consintieran si no eran de su agrado. No a que le recolocaran la ropa, le dieran la espalda y comenzaran a disponer una manta para dormir en el suelo. El irlandés se rascó la coronilla. No iba a consentir que durmiera en el suelo pudiendo compartir ambos un lecho mullido y confortable. Desde luego que no… ¿Se habría confundido tanto que había malinterpretado sus gestos, sus palabras, sus miradas durante esos días?
—¡Por fin! —exclamó Cat suspirando y tirando una de sus botas a la pared opuesta, en un intento de que el irlandés dejara de mirarla como un depredador que avista a su presa—. Al final ha sido una suerte que la tabernera pensara que nosotros… ya sabéis… Nos hemos ahorrado una gran caminata hasta la taberna del Lobo.
Erroll la escuchó en silencio y se sentó en la cama con las piernas separadas y algo echado hacia atrás. Estaba majestuoso. La luz del candil recortaba a contraluz su silueta y le daba un aire de dios de la antigüedad, como los héroes de las grandes gestas que él mismo narraba.
Era uno de esos hombres que merecía la pena contemplar durante tiempo indefinido, al menos una vez en la vida, o dos, o... «Céntrate, pequeña, o este dios te va a mandar a dormir fuera a patadas». Catherine lo miró de soslayo. Lo justo, para sentir que la razón se le nublaba y la boca se le llenaba de saliva. Pequeños suspiros abandonaron su cuerpo, a la vez que sus mejillas se encendían y su mirada se cargaba de una inusitada timidez.
Él sonrió de nuevo. ¡Había conseguido lo que buscaba! Con esa pose no solo mostraba su musculatura, aunque esta no estuviese aún en su mejor momento, también dejaba entrever claramente sus excitadas intenciones. Las mejillas sonrosadas la habían delatado. Eso y sus largas pestañas que aleteaban tan rápido como las alas de un colibrí, nerviosas, sin saber dónde posarse. Sabedor de que no le resultaba indiferente y, manteniéndose en la misma postura desinhibida, comenzó a desabrocharse la camisa, sin dejar de mirarla.
Catherine permanecía sentada sobre la manta, incapaz de quitarle los ojos de encima, boquiabierta. Después entrecerró los ojos, apreciando su juego. Se armó de valor y comenzó a hacer lo mismo. Erroll se mordisqueó el labio y su miembro palpitó visiblemente en su calzón. Ella sonrió triunfal, mas cuando llegó a la altura del escote, paró y se dio la vuelta, bajando la cabeza, dejando los corchetes a medio quitar y destrenzándose los cabellos.
Erroll se terminó de quitar la camisa y se levantó, colocándose tras Catherine, piel con piel y de rodillas, como estaba ella. Le puso las manos sobre los hombros y la gata se estremeció, conteniendo la respiración, expectante. ¿Él…, él…? Él deslizó sus manos por el cuello de la camisa de ella y se congratuló por la suavidad cálida de sus hombros. Cat temblaba y Erroll intentó infundirle seguridad con sus caricias. Ella se levantó en un intento de zafarse, aunque su cuerpo ya tenía dueño, y no dio un paso más. Él la imitó, desde atrás, posicionando su cabeza muy cerca de su oreja, y rozando su cuello con la punta de la nariz. La calidez de su aliento erizó la superficie de su piel.
—Señor, yo…
Erroll ignoró sus palabras, le desabotonó la falda y la dejó caer al suelo, sin prestarle mayor atención. Ojeó la esbeltez torneada de las piernas de la muchacha desde su enclave en ese cuello tan apetecible y su verga se endureció aún más, impaciente en su calzón. Era perfecta, aunque no era tan alta y delgada como Kelsey, su cuerpo, aún sin poderlo contemplar por entero, le excitaba de una forma desconocida para él hasta entonces.
Desde las caderas, Erroll dibujó una línea por el terso abdomen, arrollando la túnica en sentido ascendente, rodeando el ombligo, subiendo con picardía con el dedo índice por el canalillo de los pechos de Catherine y provocando que esta se estremeciera con un gemido ahogado, a la vez que él reprimía el suyo propio con un mordisco en su cuello.
Catherine dejó caer un poco la cabeza hacia atrás entonces, aprovechando él para echar una mirada a su escote y exclamar un «¡Santa Madre de Dios!» para sus adentros. ¡Menudas vistas! ¿Por qué las mujeres más hermosas se escondían tras ropas tan holgadas? ¡Que Dios se lo explicara! Porque no lo entendía…
Delineó con su dedo su cintura hasta la curva de sus pechos, encendiéndose como la chispa de una yesca en un pajar. Erroll tragó saliva y de un tirón rompió los tres últimos botones que restaban, jadeante. Una fuerza arrolladora lo embargó y se dejó llevar por las ardientes sensaciones y gemidos que le arrancaba. Negó la posibilidad de que «la otra» formara parte de su encuentro. En esa cabaña, estarían solo Catherine y él, o al menos eso se había propuesto. El irlandés siguió mordisqueándole el cuello en sentido ascendente hasta que la giró con brusquedad con un ansia voraz de alcanzarle la boca.
Ella, totalmente desnuda, él prácticamente vestido.
Catherine puso sus manos sobre el torso de él, en un intento de mantener el equilibrio ante la pasión de sus besos. Erroll se había convertido en un huracán que arreciaba salvaje entre los huecos de las montañas, que silbaba entre las rocas y las desprendía, arrollándolas en su espiral hacia el cielo. Sentía sus manos ardientes y deseaba más calor, más pasión, más besos…
—Erroll… —le gimió en la boca y a punto estuvo él de perder la razón.
La urgencia por hacerla suya hizo que la tomara por la cintura y la aupara lo justo para dejarla de puntillas, grabando las yemas de sus dedos en la piel unos minutos. La necesitaba, quería fundirse en ella y grabársela a fuego en el corazón. Erroll deslizó sus manos hasta sus nalgas, con fuerza, aferrándola hacia sí y levantándola un palmo más, lo justo para tener a su merced esos divinos pechos y poder explorarlos con la boca y saborearlos con deleite.
Catherine gimió con el contacto de sus dientes en su piel. También sintió el miembro excitado de él empujar en el bajo de su abdomen y sus piernas se volvieron como un torrente de agua desbocado, teniendo que enlazarlas alrededor de la cintura del hombre por temor a que se desvanecieran o él se escapara. Parecían lobos hambrientos, quizás lo fueran.
El irlandés, a duras penas, se deshizo del nudo del calzón y la llevó al lecho en dos zancadas, apremiado por clavársela muy adentro, de arrancarle más gemidos de su boca, más caricias de esas que se le terminarían tatuando en los brazos y en los hombros, recuerdos efímeros de su loca noche de pasión.
Cuando dejó la espalda de la joven sobre la colcha de lino, buscó con sus dedos la humedad de su sexo y, sin dejar de besarla, la penetró. Ella dio un respingo y pareció despertar de ese embriagador estado en el que se había sumido con sus besos y caricias. Su cuerpo se volvió rígido y reticente ante el intruso que la estaba colmando con premura. Deseó decirle que parara, pero en ese momento sintió un pinchazo profundo y nuevo que la paralizó. Ladeó el rostro y dejó que brotaran un par de lágrimas de sus ojos, que borró de sus mejillas con rapidez. Se sentía incapaz de respirar.
Erroll seguía ensimismado explorando su cuerpo, sin dejar de recorrer un palmo de su piel con sus manos, embistiéndola cada vez más profundamente, sin percatarse de la delicada barrera que acababa de derribar. Catherine había dejado de responderle sus besos, ya no lo colmaba con sus caricias y la miró, extasiado y anhelante porque lo hiciera. Quería más. Le besó la punta de la nariz, la comisura de los labios y los párpados, hasta arrancarle una sonrisa entre gemidos. Después volvió al calor de sus pechos, penetrándola con más suavidad, intentando que ella se sumara de nuevo a su ritmo.
Poco a poco el cuerpo de Catherine se fue adaptando a su invasor y recobrando el ardor perdido. Quiso dejar un buen recuerdo de esa noche, de su primera noche, de la única que pasaría con él… Se perdió en las comisuras de su delineada boca y lo besó con premura, agarrando su rostro con sus manos, haciendo que la mirara a los ojos antes de volver a besarlo. Él le susurró dulces palabras en gaélico que la hicieron sonreír.
—Volved a repetidlo, mi señor… —consiguió decir entre cortos y más prestos gemidos.
Él la miró con adoración, mientras volvía a penetrarla sin dejar de mirarle el rostro, memorizando cada gesto y cada suspiro, mientras le temblaba el mentón de la dura contención por no derramarle su semilla dentro.
—Mo piseag…
Catherine lo agarró por el cuello y lo mordisqueó juguetona, ronroneándole muy cerca del oído:
—Vuestra gata.