CAPÍTULO 40
NATIVIDAD
Torre de Barr, Ayrshire (Escocia), Natividad de 1335.
Ayden se despertó de una pesadilla, sudando y temblando, como tantas había visto hacer a su hermano. Su hermano…, su pobre hermano…, el recuerdo de la tarde anterior le martilleaba las sienes de forma constante, pero debía mirar hacia el presente con vistas a un futuro y no cegarse con el dolor. Solo Leena había conseguido calmar su desasosiego y su pena con su entrega, con su entusiasmo, con sus ganas de vivir con él cada instante.
Besó uno a uno los párpados de la que pronto iba a ser su esposa, alternándolos con mimo, rayando la desesperación. Necesitaba saber que ella no era un sueño, que era real, que a su lado estaba la mujer que amaba, que no despertaría en una celda lúgubre y lucharía con las ratas por un mendrugo seco de pan o porque no le mordisquearan las heridas, ávidas de carne… Necesitaba saber que la mujer de su vida compartiría el resto de sus días con él, que no era el dulce arrebato de una salida al bosque, el pasatiempo sexual en un lecho de flores… Necesitaba comprobar que existía, que respiraba, que su corazón latía como el suyo, impetuoso y como un potro desbocado por trotar por las praderas...
Se incorporó sobre el brazo izquierdo y se dejó caer de lado, mirándola embelesado. La corta melena le brillaba como el fuego, ondulada como llamas vivas. Ayden le apartó un mechón que insinuante le caía sobre la mejilla y guiaba la vista hacia su escote. Se sintió un desalmado por querer turbar la quietud de su sueño, otra vez…, pues después de una noche tan bien aprovechada, cualquiera diría que su cuerpo quería seguir presentando batalla, pero estaba más excitado que nunca.
—Leena, mo ghrà, ¿estáis despierta?
La joven parpadeó unos segundos y le replicó adormilada con una sonrisa.
—Ahora sí, mo mathan.
Somnolienta, la pelirroja se giró y le dio un rápido beso en los labios. Sin embargo, Ayden fue más rápido y atrapó de un dulce mordisco su labio inferior, haciendo que se despertara totalmente la presa. Como respuesta, ella le dibujó una línea descendente con los nudillos entre los fornidos pectorales de su prometido, pasando por su abdomen hasta llegar a los rizos dorados de su pubis, sin dejar de mirarlo a los ojos, retándolo.
—Uhm…, veo que vos también estáis despierto —le comentó entre risitas y él la miró como solo un hombre enamorado era capaz mirar a la mujer que amaba, con devoción.
Él le gruñó como respuesta y le sonrió travieso.
—Mo mathan, bien sabéis que, si empezamos ahora, el sacerdote tendrá que venir a casarnos y bendecir la cama todo seguido.
Ambos comenzaron a reírse y se quedaron mirándose el uno al otro sin decir nada y diciéndoselo todo. Ayden era feliz. No había frase que le gustara más oír de los labios de su amada que el apelativo cariñoso de «mi oso» con el que se dirigía a él últimamente. Quizás solo hubiese algo que le gustase más y era escuchar cómo jadeaba su nombre mientras la hacía suya. Por su parte, Leena le rascó la incipiente barba con una sonrisa, ajena a sus pensamientos.
—Vuestro estómago gruñe… —se carcajeó ella, recordando que no habían probado bocado desde el almuerzo del día anterior.
Ayden se sintió avergonzado. ¿Parecería realmente un oso? Por cómo lo miraba, con deseo, sabía que no era una crítica, que lo decía con cariño. ¿Sería por el broche, o porque le parecía fuerte, salvaje…? Quiso pensar que era por esto último, aunque dejó de hacerlo en cuanto sintió su miembro entre los suaves y níveos dedos de su amada. Gimió con suspiros entrecortados y se echó sobre ella en busca de cualquier trozo de carne visible como anticipo al desayuno.
—Malvada…
Leena le hizo burla como respuesta. El ajetreo que reinaba en la torre les advirtió que era tarde y que, si no se daban prisa, el sacerdote los terminaría sacando de esa cama. Se miraron divertidos y se echaron a reír de nuevo al percibir que habían vuelto a pensar lo mismo.
—Seamos buenos —replicó ella con retintín y esa sonrisa cantarina— y hagamos acto de presencia en el desayuno, pues todavía quedan muchas cosas que preparar antes de la ceremonia.
Él comenzó a vestirse cuando ella lo llamó.
—Ayden..
—¿Sí, mo ghrà?
—¿Queréis que cuidemos de Ashlyne hasta que vuestro hermano vuelva?
Ayden la miró feliz. Eso era lo que más deseaba, pero sabía que Sir Lockhart no se lo pondría fácil. De seguro, ya le habría buscado un ama de cría de la villa y lo habría dispuesto todo para que la pequeña se quedara en Ayrshire. Tampoco sabía en qué había quedado exactamente con su hermano respecto a su guarda y custodia. Tantearía el tema con cuidado para no ofender al caballero pues, al fin y al cabo, él y su hermana no tenían hijos y podrían darle todo el amor del mundo.
—Ya veremos…
Leena alzó una ceja interrogante. Él levantó los hombros y puso cara de inocente.
—Me gustaría buscarle pronto un hermanito a Cailéan. ¡No diréis que no pongo empeño!
Ambos rieron a carcajadas de nuevo y se vistieron con rapidez, entre miradas que desnudaban todo lo puesto. Ayden fue el primero en terminar y se dirigió a la puerta, antes de salir, le guiñó un ojo. Sabía que los hombres lo tendrían entretenido con mil cosas el resto del día y que ella lo estaría otro tanto. Quizás la próxima vez que la viera fuera ante el altar. ¡No cabía en sí de gozo! Ella le lanzó un beso antes de irse y él hizo como que lo atrapaba en el aire y se lo llevaba al corazón.
—Sed buena, mi petirroja. Os esperaré impaciente.
Leena despidió a su amado con una sonrisa. La promesa implícita que albergaban sus palabras le arrancó un suspiro. Antes de abandonar la estancia para dirigirse a sus aposentos, se asomó a la saetera para ver qué tal tiempo hacía. El día estaba ceniciento y amenazaba lluvia. Resopló. ¿Llovería el día de su boda? ¿Y qué día no llovía en Escocia? Añoró la calidez del sur de Francia por unos momentos, donde había pasado largas temporadas junto a familiares desde su niñez. Mas fue un sentimiento breve, pues su vida ya no era la de antaño y tampoco la quería. Ahora era madre y pronto sería esposa y la felicidad la encontraría donde ellos estuvieran. Lloviera, tronara o nevase en su corazón luciría el sol si estaba junto a ellos.
Además, si comenzaba a llover, la ceremonia se haría dentro de la torre, en una pequeña capilla que tenían los Lockhart desde tiempos inmemoriales, pues se decía que antes estaba el lugar sagrado que la propia torre del castillo.
—En fin, habrá que prepararse —se dijo Leena en voz alta, atusándose las arrugas del vestido y dispuesta a afrontar los nervios propios del día de la mejor forma posible.
¿Cómo habría pasado la noche Cailéan? Últimamente se despertaba a menudo con las manos babeadas a causa de los dientes. Ya tenía tres y parecía un ratoncito. «¡Pobre mío, de oso a ratón!», exclamó mientras se disponía a hacer acto de presencia y a achuchar largamente a su niño.
Encontró a Susan y Cailéan en el dispensario de las cocinas. Su amiga dormitaba sentada en una silla, mientras el bebé intentaba emularla con un ojo cerrado y el otro avizor, pendiente del trasiego de las cocinas, y dándole grandes chupetones a su dedo pulgar. Leena lo cogió en brazos y el rostro del bebé mostró la alegría de volver a ver a su madre:
—¡Mamaidh89!
La pelirroja dejó que Susan descansara, entrecerró la puerta de la alacena para que la molestaran lo menos posible y se dirigió al salón principal. Allí estaban reunidas su futura suegra, a la que había considerado siempre como una segunda madre, Elsbeth y unas cuantas mujeres más. Cailéan, en cuanto volvió a ver ajetreo y se sintió el centro de atención, pidió pasearse de brazo en brazo por la sala, dirigiendo a dónde ir con el dedito.
—¡Ha salido listo el niño! —exclamó una de las mujeres que Leena no conocía.
—Vivo reflejo de sus padres —sentenció la abuela muy orgullosa.
—Y hermoso como un rayo de sol —añadió la otra.
Leena miró instintivamente a Elsbeth, pero no vio en ella otro sentimiento reflejado en su cara que la derrota y se compadeció de ella, deseando con todas sus fuerzas que pasara esa tormenta que la aislaba del mundo de una santa vez. Elsbeth se sintió observada y miró a Leena y esta le sonrió con franqueza.
—Debéis de estar hambrienta… —repuso la señora del lugar para desviar la atención—. Pediré que os sirvan algo.
¡Cómo añoraba un «amiga mía» o un simple «Leena» para dirigirse a ella sin tanta formalidad! Sin embargo, antes de que dejara el salón, una de las mujeres del clan intervino, justamente la que sacaba brillo a la plata con más afán del necesario.
—Vuestro prometido ni siquiera ha comido, mo baintighearna. Estos hombres parecen estar hechos de acero, ahí andan ejercitándose con las espadas, sin acordarse de nada ni de nadie más.
Elsbeth reprendió con la mirada a la mujer, pues si seguía más pendiente de las conversaciones ajenas que de ser delicada con los candelabros de pie, acabaría desincrustando alguna joya de esos antiquísimos tesoros. En cambio, Leena sonrió radiante, pues si su hombre no había querido tomar un suculento desayuno no había sido por jugar con su «otra» espada, sino porque ella lo había dejado plenamente satisfecho. La prudencia le hizo sonreír y callar, algo muy diferente a la Leena de antaño.
Cailéan comenzó a bostezar pasado un rato y a veces se dejaba caer un ratito sobre los hombros de la que lo portara y Leena decidió llevarlo a dormir, pues así estaría descansado un tiempo y, con suerte, echaría otra cabezadita durante la ceremonia. La pelirroja lo subió a la alcoba y se dispuso a acunarlo, pero Cailéan se aferró con fuerza a sus manos para que no se fuera y musitaba: «mamaidh, mamaidh…».
—De acuerdo, os contaré un cuento y no me iré de aquí hasta que no os hayáis dormido.
El niño palmeó con alegría como si la hubiese entendido y se quedó en silencio para que ella empezara:
Érase una vez una princesa a la que un hermoso caballero le rompió el corazón y decidió construirse un castillo con una gran torre. Allí vivió admirando las estrellas, estudiando la luna y atrapando los rayos del sol en sus hermosos cabellos. Creía que era feliz, ajena al resto del mundo y con su corazón a salvo de cualquier otro percance… ¡Pero se perdía tantas cosas!
Un buen día, llegó un antiguo amigo y amor de su infancia y quiso verla, pero las escaleras de la torre habían desaparecido de tan poco usarlas. El buen caballero no cejó en el empeño y, a golpe de espada y con la fuerza de un oso, quitó una a una las piedras de la torre hasta dejar la alcoba de la princesa a ras de suelo.
Al principio, la joven se asustó mucho. ¿Qué se había creído? ¡Destruir su torre y sin su permiso! Pero se sintió segura al ver que la puerta de su alcoba y su ventana no se abrían, cerradas a cal y canto. No obstante y, aunque se sentía huraña con el que fuera su amigo, dejó que la visitara y le hiciera compañía día tras día.
El joven le traía flores, le peinaba los cabellos a través de los barrotes de la ventana y le hacía degustar ricas viandas de la temporada. La acompañó durante los días de lluvia y tormenta, también cuando más doraba el sol. Se fue ganando el corazón de la princesa tan poco a poco que un día lo que quedaba de la torre desapareció por arte de magia…
El pequeño Cailéan le sonrió dormido y ella lo besó en la nariz.
—Hermosa historia…
Leena se sobresaltó, pues no esperaba que nadie la estuviera escuchando salvo el pequeño.
—La he improvisado —se excusó la pelirroja azorada, que se había inventado la historia con el único deseo de calmarlo.
—La vida no se improvisa, Leena —añadió Lady Annabella observando al pequeño desde su hombro—, bien lo sabéis. Se vive, como hizo ese buen caballero y como terminó por entender la princesa.
—A veces son necesarias esas torres…
—Sí, mientras que el duelo no sea muy largo.
Ambas callaron, sabiendo que compartían mucho, más de lo que se imaginaban. Las dos habían sufrido la pérdida de un gran hombre, bien fuera la del esposo, la de un hermano o la del primer amor. Habían sentido su gran pérdida y habían sabido recomponerse, dejar que otro buen hombre derribara su torre y dejara entrar el sol en sus corazones y en sus vidas.
—Muy cierto. No es momento de duelos, sino de vivir el presente y caminar hacia el futuro —sentenció la Stewart con firmeza.
—¿Creéis que volverá?
Leena la miró con ojos tristes. Lady Annabella sufría como ella la ausencia de Neall, pero las dos callaban por temor a hacer daño a sus respectivas parejas. «Las mujeres somos en realidad más fuertes que los hombres», le había dicho su madre de pequeña, de las pocas cosas que recordaba de ella, pensó con tristeza. Ella se reía y pensaba que la buena mujer bromeaba, al mirar cómo los hombres alzaban con un mínimo esfuerzo sus espadas al cielo. Pero la vida le había enseñado que su madre estaba en lo cierto. Ellas lo eran, eran más fuertes, pues tenían la capacidad de pedir perdón y enmendar sus almas con más facilidad.
No quiso desalentar a Lady Annabella diciendo que Neall tardaría en volver, que había construido una torre muy alta, tan alta como la valía de la mujer que había perdido. ¿Para qué? Si ella lo sabía.
—Volverá, y será la risa de una niña la que nos lo devuelva, como en su día hizo Leonor.
Ambas se abrazaron y derramaron unas pocas lágrimas. Después la buena señora le limpió las mejillas y, cambiando el gesto de su rostro, le sonrió.
—Hoy es el gran día. Siempre os quise como a una hija y deseé que llegara este momento… Sois una gran mujer, Leena, y sé que haréis inmensamente feliz a mi hijo. ¿Vos lo sois?
La Stewart asintió emocionada. ¿Cómo decirle que Ayden lo era todo para ella, que con él había descubierto lo bello que era vivir el día a día como si fuera el último, que añoraba su presencia a cada instante y que no solo lo había recompuesto sino que también había caldeado su corazón?
—Muy feliz.
—Pues eso es lo importante, no perdernos en lo que podría haber sido y disfrutar de lo que será. Ya habrá tiempo de unir a la familia, pequeña. Volverán, sí, volverán. Yo también lo sé y solo espero vivir lo suficiente para verlo.
Leena no la interrumpió, sabiendo que divagaba, o que hablaba con el espíritu de su difunto esposo, o con su vasto mundo interior como había hecho siempre. ¡Qué sabía! La admiraba profundamente y, si Lady Annabella la quería como a una hija, ella siempre la había sentido como a una madre. Así era. «En ocasiones, hay lazos más poderosos que la sangre», se dijo recordando lo que Susan había llegado a hacer por ella y por su pequeño.
Las dos se sorprendieron mirándose, cada una inmersa en sus pensamientos y comprendiéndose. Cailéan ronroneó en la cuna y se llevó el dedo a la boca, dormido, satisfecho y feliz.
—Aprovechemos la tregua del pequeño oso y enseñadme qué os vais a poner —la azuzó para que abriera el baúl donde debía tenerlo guardado y ansiosa por ver el vestido de novia—. Elsbeth no es capaz de describírmelo con detalles y hoy la mamá tiene que lucir espléndida.
Abrieron el baúl y sacaron el formidable vestido. Lady Annabella no pudo acallar la exclamación:
—¡Madre de Dios! ¡Es perfecto! ¿De dónde…?
—No lo sé. Ayden lo trajo hace unos días en este baúl y me preguntó si me gustaba. Me lo probé y fui incapaz de decirle nada inteligente el resto del día. Él solo me dijo: sabía que os gustaría.
—El color resaltará el de vuestra piel y vuestro pelo… Pero, ¿cómo acertó con la talla? ¿No hay que hacerle ningún arreglo?
Leena negó con la cabeza y Lady Annabella se mostró aún más sorprendida.
—Este hijo mío es un dechado de virtudes —se carcajeó orgullosa y con picardía le susurró jocosa—: ¡Quién lo habría dicho hace unos años!
Leena paseó sus dedos por el encaje bordado en hilo de plata y zafiros del corpiño y del inicio de las mangas. Una cadena doble de perlas partía desde los extremos y ondeaba con la caída justa en el centro del pecho. La unión la remataba un hermoso broche en forma de cruz, de plata y perlas, que ella había decidido llevar en el pelo como adorno.
El vestido no tenía parangón y su diseño parecía haber salido de un cuento. Recordó el verde de su primera boda sin poder evitarlo y pasó las manos por la suave piel de sus mangas de un gris que le recordaba a la plata vieja y a juego con el bordado de flores de la tela sobre un fondo de azul cielo. La cinturilla del corpiño era rematada igualmente por perlas y una cadena de doce de estas caían sobre la abertura en forma de «V» del faldón. El interior era una tela más oscura, del color de las nubes cuando amenazaban tormenta.
—Realmente ha sido elaborado por las manos de un perfecto sastre. ¿Habéis visto el brillo de la tela de Damasco y los bordados punteados del corpiño? La piel es magnífica y muy apropiada para las fechas que estamos. Además, el largo se puede arreglar con facilidad si lo queréis reutilizar después, pues la tela es tan exquisita que no perderá su espléndida caída.
Ambas estaban tan emocionadas que no escucharon que Susan había entrado y cogido al pequeño Cailéan en brazos. Tras ella, una comitiva de mujeres fue reduciendo el espacio libre de la alcoba.
—Pero… —objetó Leena al ver, que sin mediar palabra, una de ellas comenzaba a desatarle las lazadas de su vestido.
—Han venido con la tina, el agua, los afeites y algunos adornos para el pelo —agregó Susan al ver que su amiga no reaccionaba—. Se os echa el tiempo encima, bancharaid. ¡No querréis hacer esperar al novio!
Leena se sonrojó. ¿Tan tarde se les había hecho?
—Hay mucho que hacer, bainthighearnan —asumió Lady Annabella el cargo de dirigirlas al no encontrarse con ellas su hija—, y aquí ya nos arreglamos solas. Lady Elsbeth seguro que necesita de vuestras maestras manos para organizar la feis90 que habrá tras la ceremonia. Cuanto antes esté organizado todo, antes podrán regresar a sus casas y prepararse.
Las mujeres se miraron contrariadas, pero a la vez con alivio, pues arreglar a la novia les llevaría un tiempo precioso y ya su señora les había dicho que cuando terminaran de hacerlo, podrían irse.
—Si no necesitan nada más… —dijo la más redicha, sacudiéndose el delantal.
Leena las despidió aliviada con la mano y ellas se fueron con la cabeza gacha y sonrientes. Cuando se quedaron solas, Lady Annabella la ayudó a desvestirse totalmente y Susan tocó el agua de la tina:
—Está perfecta, un poco caliente al principio, pero muy agradable.
Cailéan palmeó divertido, pensando que podría jugar con el agua.
—La verdad es que podríamos aprovechar y bañarlo. Últimamente anda mucho por el suelo y hace días que se bañó.
—Pero olerá a rosas… —replicó Leena.
—¿Y qué? Con lo que ha comido esta mañana, no creo que le dure mucho —agregó Lady Annabella arrugando la nariz y las jóvenes la imitaron, riéndose a carcajadas.
—Traedlo aquí —le dijo la pelirroja a su amiga y haciéndole hueco al pequeño, que se envaró al sentir el agua en sus muslos, aunque poco tardó en chapotear y salpicarlas a todas con energía.
Leena dejó que le desenredaran el cabello con mimo, en mechones y lo ungieran en aromas sutiles de flores. El primero en salir de la tina fue el pequeño, demostrando lo bien desarrollados que tenía los pulmones. Susan se apartó con él rebujado en un lienzo de tela blanco y se apoyó en uno de los baúles para amamantarlo. El pequeño tenía un hambre voraz y dio buena cuenta de sus pechos, quedándose en un estado de duermevela. La inglesa aprovechó que se había quedado tranquilo para ayudar a secar a su amiga y volver a pasar el peine por los cabellos, para evitar que se enredaran de nuevo.
—Pasadme la túnica, Susan, o Leena terminará cogiendo frío. Esa contraventana no debe cerrar bien. Le diré mañana mismo a mi yerno que la arreglen.
—Sí, Milady.
Susan le pasó la prenda y también el vestido. Sus ojos se abrieron desmesurados y tanteó el peso con innegable admiración.
—Pues veréis la cara que pone cuando vea el suyo… —le susurró Leena a su futura suegra con una brillante sonrisa, mientras ayudaba a recolocarse el corpiño para que no se le viera la túnica.
—¿El mío? —preguntó temblorosa Susan.
Leena asintió y agregó.
—Claro, no pensaríais que ibais a ir vestida en invierno y en verano con el mismo traje. He visto como tiritáis bajo la capa de piel y qué mejor ocasión para estrenarlo que el día de mi boda.
—¡Pero yo no puedo pagarlo!
—¿Os parece poco con ser como una segunda madre para mi nieto? —intervino Lady Annabella divertida—. Además yo ya me había encargado de buscaros uno para la feis. Así tendréis otro por si el pequeño hace de las suyas…
—Yo nunca he tenido dos vestidos —murmuró Susan apoyándose en el lecho, algo mareada.
Lady Annabella se acercó para pellizcarle las mejillas y devolverles su color natural, mientras Leena terminaba de recolocar las perlas del vestido. El gesto hizo que la pelirroja se acordara de Deirdre y le preguntó a la buena señora qué había sido de ella.
—Está en Aberdeen junto a mi hermano. Es muy mayor para cabalgar tanto. ¡Qué disgusto se va a llevar cuando se entere…, por Dios Bendito! —exclamó a la vez que se persignaba.
Susan no entendió a qué se refería, algo más repuesta por la sorpresa de saberse rica y con dos vestidos, para ella era lo más parecido a tener una dote.
—Sí, quería a Leonor como a una nieta —musitó Leena con tristeza.
—Todos la queríamos… —añadió Lady Annabella.
—Sí —afirmó la novia secándose una lágrima furtiva y respirando hondo. No era día de llorar, no lo era.
Susan estuvo rápida y comentó para alejar ese velo de nostalgia del pensamiento:
—Tened piedad y decidme, ¿dónde está mi vestido?
Leena le señaló el baúl donde había estado apoyada un rato antes.
—¿Ahí?
Susan no esperó a que le afirmaran o negaran si estaba en lo cierto y lo abrió.
—¿Es este? —preguntó sacando un bello traje azul oscuro con un fajín bordado a juego.
El corte era sencillo y elegante, ceñido a la cintura y de mangas ajustadas hasta el codo como única novedad. Además, el paño se veía de muy buena calidad. Lady Annabella alabó el buen gusto y acierto del vestido y ensalzó que lo más bello del mismo estaba en el escote, pues estaba rematado en pico y embellecido con una piel blanca y suave. Realmente era un vestido digno de cualquier señora de un clan y las lágrimas en el rostro de Susan mostraban lo maravillada que estaba por el presente.
—Yo…, yo…
—Os merecéis esto y muchos más, bancharaid. Vuestra lealtad y dedicación conmigo y con Cailéan es impagable.
—Gracias… —susurró sin saber qué más añadir.
—¡Vamos, vamos! Hay que darse prisa, rosas mías. Mientras yo voy peinando el cabello de Leena, aprovechad el agua tibia y asearos, que ya improvisaré otro peinado para vos.
Los ojos de la inglesa parecían cobijar dos estrellas.
Lady Annabella caracoleó los mechones rojizos que no consiguió recoger en la pequeña trenza rojiza adornada con florecillas anaranjadas y de tonos rosas. Asimismo, colocó el broche perlado en forma de cruz del vestido sobre una peina de hueso con sumo cuidado y se lo prendió al peinado, felicitándose por lo bien que le había quedado el resultado.
—¡Estáis bellísima! —exclamó Susan a la vez que se secaba el cabello con esmero.
Leena se sonrojó.
—¡Es cierto! Aunque os falta un poco de color… —susurró Milady, buscando entre los mejunjes uno en concreto.
—¿Qué es eso? —preguntó Susan interesada al ver que velaba los labios y pómulos de Leena de un extraño y favorecedor rosa.
—Magia, mi joven sassenach.
Susan abrió mucho sus ojos, creyendo firmemente a Milady y esta no pudo más que sonreír ante su inocencia y terminó por confiarle el secreto.
—Es un bálsamo que se obtiene de mezclar raíces rojas y grasa de oveja.
—¡Oh…! —exclamaron ambas jóvenes con asombro.
—¿Queréis probarlo?
Susan no lo dudó al ver el resultado en el rostro de Leena, pero Lady Annabella le pidió que lo usara con moderación o parecería que se había bebido un barril de cerveza ella sola. Las tres se carcajearon. El remate final fue ensalzar la mirada tintando el borde de las pestañas con una sutil base de khol.
—Estáis tan hermosa que haríais palidecer al mismo sol —confesó Susan entusiasmada al ver a su amiga.
Lady Annabella le estaba colocando el broche de oso de su hijo en el centro del corpiño, como la joven le había pedido, cuando alguien llamó a la puerta. Las tres se giraron para ver de quién se trataba. Elsbeth asomó la cabeza y entró para contemplar a su amiga. Su rostro era de profunda admiración también.
—¡Por todos los ángeles! Mi hermano se quedará mudo al veros.
La sonrisa de Leena lo dijo todo. Estaba exultante y deseosa de que Ayden la viera así vestida y de verlo. ¿Se habría puesto el feileadh mor de los Murray? En su mente, comenzó a pensar mil excusas para irse pronto de la feis de esa noche…
Llegó el ansiado momento…
El arco de boda donde el sacerdote, Ayden y el resto de invitados se habían reunido para recibir a la novia estaba al otro lado de la colina sagrada y daba hacia el frondoso bosque caduco. La curvatura estaba hecha de setos trenzados y coronada con flores naranjas, rosadas y albas. El conjunto se completaba con un sencillo altar de piedra blanca, tan antiguo que Leena dudó que no hubiera estado allí desde el inicio de los tiempos. Era el enclave más bello que había visto nunca, tan alejado de la solemnidad y pomposidad de algunas iglesias y a la vez tan sublime.
El paisaje no parecía invernal con tantos ramilletes de flores. Sus colores embellecían el ambiente. Además, las hojas de los árboles estaban aún a medio caer a pesar de la fecha en la que se encontraban. Todo parecía querer aportar calidez a esa fría tarde de Natividad. La pelirroja sonrió inevitablemente al rememorar aquella primera incursión en el valle de flores donde por primera vez habían sido el uno del otro, seguro que se le había ocurrido a Ayden hacerlo solo para ella y agradeció al cielo haber encontrado a un hombre tan magnífico como él.
Ese día en el valle había sido el primero de su nueva vida y no se arrepentía de nada de lo vivido, ni siquiera de su estancia en Guildford, pues todo aquello había hecho que en esos momentos se sintiera más segura, tenaz, bondadosa… Definitivamente, alguien capaz de valorar mejor lo que le rodeaba, incluido a «él».
Leena inspiró todo el aire que pudo en sus pulmones y avanzó agarrada al brazo de su hermano Darren, único familiar vivo que le quedaba. Sentía cómo sus mejillas se arrebolaban por ser el centro de atención a medida que avanzaba entre tanta gente desconocida, pero era… ¡tan feliz! Algunas caras se le antojaban familiares, pero estaba tan nerviosa que sería incapaz de poner nombre a nadie.
Susan le sonrió emocionada y Cailéan hizo palmitas al ver a su madre, pero cuando vio que iba del brazo de su tío se puso algo más serio y se aferró al cuello de la inglesa. Leena reprimió la sonrisa, pero no el decirle a su amiga en un susurro lo hermosa que estaba con su vestido nuevo.
—¡Vos, vos sí que estáis hermosa! —exclamó Susan no pudiendo contener el llanto.
A Leena le pareció que iba a decirle algo más, pero Darren tiró de ella y siguieron por el pasillo de flores que habían dispuesto camino al altar. Cuando llegaron, Ayden no estaba esperándola. Leena se quedó quieta, incapaz de girarse y preguntar por qué no había llegado aún. Temblaba. ¿Le habría pasado algo? Él siempre había sido muy puntual.
Darren apreció su inquietud y puso un mohín contrariado antes de mirar hacia el borde del sendero en busca de alguna pista. Después le acarició la mano para tranquilizarla y musitó un: «sois el amor de su vida, vendrá». Ella asintió casi sin moverse y cerró los ojos, intentando no pensar de más. Los murmullos no se hicieron esperar. ¿Dónde se habría metido?
Finalmente, alguien se hizo paso entre los presentes y Leena abrió los ojos al sentir el contacto de esa mano que conocía tan bien, a pesar de estar las suyas cubiertas con un encaje blanco a modo de guantes. Ya no era la mano de Darren, sino la fuerte garra de un oso. Una de sus manos fuertes, encallecidas y honradas, que no solo sabían desnudar su cuerpo, también su alma con caricias. Suspiró. ¿Qué le habría pasado?
El sacerdote entrelazó sus manos y sus destinos con el lazo ceremonial, mientras el capitán recibía un pequeño sermón por haber hecho esperar a la novia, ante las risillas mudas de los congregados. Leena solo le sonrió, perdonándole al instante el pequeño mal rato pasado al ver su disgusto, y le guiñó el ojo para que lo dejase estar.
Ayden se sonrojó ante la reprimenda y contuvo el aliento ante el gesto coqueto de ella. Estaba tan hermosa que apretó su mano con algo más de fuerza para cerciorarse de que estaba ahí y de que no era un sueño. ¿Le perdonaría el haber llegado tarde? Leena torció el gesto ante su ímpetu y lo miró con el entrecejo fruncido un instante. Él la soltó con rapidez y ella le musitó un: «me vengaré», seguido de otro guiño. Ambos tuvieron que reprimir las carcajadas ante la severa mirada del hombre de Dios.
¡Menudo sermón! ¡Hasta los osos despertarían de la hibernación y los campos florecerían a ese paso! Si no empezaba a abreviar, Ayden sopesó la opción de amenazar al sacerdote para que los casara de una vez, incluso a punta de espada. «No, no es lo más correcto, dado el caso», se dijo el capitán con una sonrisa, dedicando su entera atención a su futura esposa.
El capitán Murray resopló, necesitado de una jarra de cuirm que le quitara la sequedad de la garganta y le encendiera la sangre en las venas, carraspeó haciendo que el sacerdote lo mirara con reproche por segunda vez. No conseguía centrarse en la ceremonia, en parte por el interminable sermón del santo varón, en parte porque se sentía cautivo por esas florecitas que adornaban los cabellos de ella; por cómo el lazo del handfasting91 se movía con suavidad entre ellos, ondeando como los caracoles rojizos de sus cabellos; por ese tenue brillo rosa que ensalzaba sus labios o por esa línea que remarcaba sus ojos almendrados de forma sutil...
Decir que estaba bella habría sido quedarse corto y Ayden temió enmudecer y ser incapaz de decir sus votos. Contuvo el aliento y rezó una breve oración en silencio por ellos y por los que no estaban. Leena le acarició la mano con su dedo índice, como si supiese lo que estaba pensando, quizás para tranquilizarlo o, simplemente, para hacerle saber que estaba a su lado, que estarían ya por siempre juntos. La pareja intercambió una significativa mirada. Sus huellas serían las suyas a partir de entonces.
—Comenzad, joven —instigó el sacerdote para que pronunciara sus votos.
Ayden tomó aire en el pecho y sonrió a una Leena cada vez más temblorosa. Ella le imitó el gesto con los ojos húmedos, visiblemente emocionada al deslizarle el sencillo anillo de plata con un zafiro como los que adornaban su vestido.
—Yo, Ayden Murray de Irwyn os tomo a vos, Leena Stewart, como legítima esposa y prometo adoraros cada día y mientras viva, porque vos sois el fuego que calienta mis entrañas y mantiene latiendo a mi corazón, porque sois vos, y siempre habéis sido mi petirroja, mo ghrà.
Leena suspiró y deslizó el anillo de su esposo a la vez que le decía:
—Yo, Leena Stewart, os tomo a vos, Ayden Murray de Irwyn, como legítimo esposo y prometo seros fiel y amaros como amiga, amante, madre y ahora esposa, porque os amo y os amaré hasta el ocaso de mis días… Mo mathan, mo ghrà.
Ayden le acarició la mano nervioso.
—Podéis compartir los regalos ante Dios para recibir su bendición y beneplácito —añadió el sacerdote.
Leena puso una llave en la mano de Ayden, una que él reconocería entre un millón y miró a Darren, contrariado. Su amigo solo asintió y siguió en actitud marcial y oteando el frente para que nadie pudiese ver lo emocionado que estaba. Leena dijo, con la misma solemnidad con la que había pronunciado los votos:
—Os entrego la que fuera la llave de mi hogar y la que es de mi corazón. Como mi dueño, mi amante y mi esposo… os pertenece.
Ayden se quedó sin palabras unos segundos hasta que el cura carraspeó. Buscó el objeto que había hecho que llegara tarde a su propia boda en un bolsillo oculto de sus pliegues y grabó en su retina cada gesto de ella.
—Mi querida esposa, yo os entrego este escapulario con el retrato de nuestro bien amado hijo Ruari, como señal de mi amor y promesa de que algún día lo encontraremos…
—¡Oh, Ayden! —exclamó Leena entre sollozos, agarrándose al cuello de su esposo con fuerza.
Él la abrazó por la cintura y la sostuvo así un buen rato, olvidándose del beso que sellaba su amor a los ojos de Dios. Muchos fueron los que se acercaron a felicitarles por su enlace y algunos los que se interesaron por ver el retrato del primogénito, que era una copia exacta del rostro del pequeño Cailéan pero con el pelo rojo. No hubo nadie que no derramara lágrimas de felicidad por los contrayentes y que no disfrutara de la fiesta posterior.
Cansados de la cena, de los reels, de las gaitas y del mundo en general, los recién casados se retiraron a su alcoba pronto. Entre susurros y guiados por una antorcha, llegaron entre besos y arrumacos al lecho conyugal, previamente bendecido por el sacerdote.
—No he pensado en otra cosa que en arrancaros ese maldito vestido toda la noche… —le susurró Ayden desde atrás a su esposa, calentándole el lóbulo de la oreja con su aliento.
Leena se estremeció de placer con la cadencia ronca de su voz.
—¿Acaso no os gusta? ¡Me lo habéis regalado vos!
¡Pues claro que le gustaba!, le habría gritado mientras se lo hacía jirones, preso del deseo. Toda la velada no había dejado de adorarla ni un instante, haciéndole lujuriosas proposiciones con la mirada o desnudándola con ella.
¡Maldito Erroll! Se la devolvería con creces algún día, lo tenía decidido. Le había encargado que le buscara una buena costurera y que le confeccionaran un vestido elegante y decente para la boda. ¡Dios bendito! Le había dado las medidas exactas, incluso se había esforzado en hacerle unos dibujos. Debía reconocer que los cambios habían mejorado considerablemente el resultado, pero ya se vengaría… ¡y bien!
—¿Y mi beso? —le preguntó meloso.
—¿Cuál?
—El que os une a mí como marido y mujer.
—¿No nos lo hemos dado? —le preguntó haciéndose la ingenua, aunque a ella también le había faltado ese beso que sellara su unión por siempre.
Ayden la cogió por la cintura y la acercó al borde de la cama.
—Quiero mi beso.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no habéis venido a dármelo?
—¿Y vos? Os terminaré gruñendo como un oso…
Leena se rio, le encantaba verlo demandar un beso, cuando llevaban toda la tarde dándoselos. Se agachó un poquito y le rodeó el cuelo con sus brazos, besándole la punta de la nariz y dejando que se deleitara con las vistas proporcionadas por el escote.
—Ahí lo tenéis —le susurró.
—Seréis malvada, me las pagaréis vos y ese vestido —le gruñó él haciéndose el ofendido.
Leena se sentía la mujer más bella del mundo a su lado y eso no podía pagarse con oro. Eso era suerte y nada más, su suerte.
—¿De verdad no os gusta? —le preguntó mimosa.
Ante la falta de respuesta del capitán, ella dudó por primera vez que el vestido le hubiera resultado excesivo al hombre, aunque ella lo veía precioso. Resopló, ofuscada. ¡No entendía nada! ¡Si él mismo se lo había regalado!
—Lo que me gustaría es arrancároslo, como ya os he dicho —le terminó diciendo acechante y disimulando, pues encontraba divertido que su esposa dudara de lo hermosa que la veía siempre, con o sin adornos.
Ella puso un mohín y se repasó los pliegues del vestido, recolocándose el corpiño y apreciando la suave piel que remataba las mangas. ¿Qué no podía gustarle? ¡Si era lo más bonito que había llevado nunca y se le ajustaba como un guante! ¡Debía ser eso! Y le preguntó trémula:
—¿No es lo suficientemente recatado para vos?
Él se carcajeó al verla tan contrariada y siguió con el juego. Se tomó su tiempo para contestar y se sirvió una copa de cuirm. Lo necesitaría si quería prolongar esos dimes y diretes algo más de tiempo.
—Ni para mí ni para nadie… —le dijo dándole parcialmente la espalda, pero dejando ver que sonreía, mientras le servía otra copa a ella.
Después se acercó y, con el dedo índice que sujetaba la copa, le delineó la curvatura del seno femenino.
—¿Acaso es recatada la forma en la que se ajusta a vuestro pecho, realzando su turgencia, mostrándolo indecorosamente deseable?
Leena suspiró ante el contacto de él y sus palabras, seducida con tan simple gesto. Cerró los ojos, sintiendo el calor de la chimenea en las mejillas y en el escote. Ayden volvió a delinear con su dedo el cuerpo de su amada, en este caso el perfil de su cuello hasta llegar a sus hombros y bajarle un poco la manga.
—¿Acaso es prudente dejar expuestos vuestros hombros, sin esperar que cualquier hombre en su sano juicio no quiera abalanzarse a lamerlos? —le confesó repasando en sentido ascendente con su lengua, la línea imaginaria que había marcado con su dedo.
Ayden se sintió poderoso al ver cómo Leena se estremecía de placer en sus brazos y la sostuvo por los hombros para que no cayera, dando una segunda pasada lánguida en la parte derecha de su cuello, jugueteando y mordisqueando con suavidad la zona alta del mismo hasta que la oyó gemir sin pudor alguno.
—¡Ah…!
—¿Os hago daño? —le preguntó él, apartándose solo un instante, sin dejar de darle mordiscos suaves y enardeciéndola aún más, pues sabía la respuesta.
—No… —y lo dijo tan ahogadamente que él no pudo más que sonreír.
Ayden le desanudó el corpiño y acarició sus hombros hasta que Leena consiguió deshacerse de las mangas por completo. El capitán gruñó quedo cuando el encaje perlado cayó sobre la cintura de ella, mostrando sus senos desnudos en total plenitud. Se sintió voraz, pero se contuvo firme. Por más que deseara perderse entre sus muslos, más anhelaba verla deshacerse entre sus brazos, presa del placer, de la lujuria y de los orgasmos que pensaba darle.
La tensión que Leena conseguía arrancarle de su cuerpo era sublime, ver su cuerpo sediento de él, y a la vez húmedo por sus besos y sus manos, lo aceraba. Ralentizar su propio placer lo hacía disfrutarlo todo por partida doble, haciéndolo sentirse magnánimo e implacable.
Ayden se llevó a la boca las dulces grosellas femeninas, inhiestas por la excitación y el frescor de la noche. Las acarició al principio suavemente con sus labios, humedeciéndolas a continuación con su lengua y succionándolas después. Ella gemía con cada roce, pues mientras su boca la devoraba, sus manos no dejaban palmo de su cuerpo por recorrer.
Hizo a un lado el vestido que se arremolinaba a sus pies. Ese vestido que lo había tenido al borde de la locura toda la ceremonia, de la que había escuchado pocas frases sueltas, las que le repetía el sacerdote para que él respondiera, poco más. «Recatado», le había dicho a Erroll. Sonrió sin soltarle el botón, ya enrojecido por sus cuidados, exuberante, puntiagudo al punto de amenazante… Quería más. Bajó unos dedos saboreando cada dulce curva de su cintura, de su piel, mientras con una mano no dejaba de acariciarle un pecho y con la otra el trasero.
Leena se apoyó en el lecho, agarrada a una de las tallas de madera del cabecero. Las piernas le temblaban y se sentía desbordada por las continuas atenciones de él. Oleadas de placer crepitaban en su interior como si fuese fuego vivo. Se dejó en sus manos, ya habría tiempo de saciarse de ese cuerpo de dios griego que tenía su hombre.
—Piedad… —le susurró sin darse cuenta, necesitada de que él se hundiera en su interior y sentir el éxtasis llevada de su mano, antes de volver a recobrar las fuerzas.
Quería extasiarlo, devolverle cada caricia, cada gemido, cada mirada de total embeleso. La amaba, podía leerlo en sus ojos y se sentía plenamente feliz. Ella también quería volverlo loco.
Sin embargo, Ayden no pensaba darle tregua. Esa noche sería la primera de muchas noches en las que pensaba grabarse a fuego en su piel. Mordisqueó su bajo vientre arrancando gemidos cada vez más fuertes en ella, sabiendo que lo que imploraba no era que parara, sino que siguiera. Eso era el paraíso y no el que anunciaban las Sagradas Escrituras, se atrevió a pensar cuando llegó a saborear la miel de su interior. Estaba hambriento, embrujado y perdido en cada poro de su piel.
La deseaba con una voracidad desmedida, sobre todo cuando oyó cómo se deshacía en su boca. Apresó sus espasmos y bebió el néctar de sus muslos. Sí, estaba en el paraíso. La devoró y lamió con languidez hasta que sintió el cuerpo de ella laxo y fue ascendiendo hacia su cuello lentamente. Leena aún tenía el pecho agitado y los dedos de las manos engurruñados de la intensidad. Él los acarició hasta que se suavizaron y, enlazándose con su abrazo a su cintura, la penetró sin previo aviso, duramente.
Leena recibió su embestida con sorpresa y se agarró con fuerza a los hombros de Ayden. Su piel estaba caliente y sudada, febril…, por ella. Renació como una pequeña brasa azuzada por la brisa y entrelazó sus piernas por los muslos musculados de él, arqueando su espalda, desestabilizándolo. Rodaron por el lecho entre besos y embestidas, como fieras hambrientas por un mismo trozo de carne. Después de robarle horas al sueño y abotargados los sentidos de tanto sexo, él se incorporó lo justo para verla, para grabar su imagen en sus retinas y seguir paladeándola por toda la eternidad.
¡Cómo la miraba! ¡Con adoración! Como si fuera una joya única, una reliquia sagrada a la que venerar… Codicioso de sus gestos. Leena se sonrojó ante la intensidad de la mirada de su marido y pestañeó entre tímida y coqueta, poniendo su atención en cualquier punto que la distrajese.
—Vuestra claymore sigue pidiendo guerra —se carcajeó al ver la semi henchida verga de su esposo, palmear casi a la altura de su ombligo, notando cómo el deseo de albergarla en su interior la humedecía al instante.
Él la siguió mirando extasiado y, mordisqueándose el labio inferior, le preguntó muy interesado por la respuesta:
—¿Y vos se la daréis?
—Por supuesto, ¡en guardia, mo captain!
Perdieron la cuenta de las veces que yacieron juntos, alimentando un deseo incontrolable que no se satisfacía nunca. Cuanto más se amaban, más grande era la necesidad el uno del otro. Exhaustos, el atardecer del día siguiente les sonrió desde la ventana con una magnífica puesta de sol. Tan solo se habían separado para avivar el fuego, comer unas viandas y apagar su sed con otras copas que no fueran las de sus propios cuerpos. La noche los sedujo y tampoco bajaron para la cena. Un pequeño toque en la puerta les anunció que les aguardaban manjares al otro lado.
Se dieron de comer tortas de avena, cecina ahumada y, como postre, frutas. Estas las compartieron a mordiscos en la boca del otro, desnudos, apurando los jugos que goteaban por sus barbillas y su pecho, por su torso o por sus muslos, entre risas, felices como jamás habían sido antes. Sus ojos hablaban, prometiéndose amor eterno.
Ayden no cabía en sí. Le quitó un mechón rojo y húmedo del cabello de la frente a su esposa y le sonrió. Leena le devolvió la sonrisa… ¡Estaba tan gallardo! Tenía los ojos especialmente oscuros esa noche, o sería la penumbra, a veces rota por las incandescentes llamas. Se sentía plena, al punto de eufórica. ¿Siempre sería así? ¿Conseguirían romper las barreras que imponía el tiempo?
Él la besó de nuevo con dulzura para sosegarla, como si le leyera el pensamiento, pero no dijo nada. Ella se acurrucó entre sus brazos, inquieta, y se dejó mecer. Ayden se quedó ausente durante un rato, dejando que su corazón recuperara el ritmo perdido.
—¿Qué pensáis? —le preguntó ella pasado un tiempo, a la vez que se acomodaba en su torso acerado y desnudo—.Vuestro rostro habla, pero esta noche parece indescifrable.
Ayden sonrió. En ese instante precisamente, su rostro, su cuerpo y su mente hablaban solos y repetían incansables la misma cantinela: era el hombre más feliz. Así se sentía y así sabía que sentiría mientras estuviera con ella, mientras le quedase un hálito de vida en el cuerpo. Leena se incorporó un poquito, sin dejar que la soltara, para verle mejor la expresión.
Él volvió a reírse al sentirse observado, enamorado como siempre, o más, cada día más, de su impetuosa petirroja. Se recostó sobre el brazo izquierdo, dejando que el contraluz de las llamas dibujara el cuerpo de su esposa. La admiró, más aún cuando sus mejillas se sonrojaron como si fuera la primera vez…
—No os hacéis ni la más remota idea de cuánto os amo todavía, ¿verdad? —le preguntó él muy serio, con voz afectada y ronca de deseo—. Cualquier artificio me sobra, mi bella Leena, porque solo pienso en teneros entre mis brazos, así, como estáis ahora…
—¿Desnuda? —preguntó ella con sonrojo, pues no esperaba tal muestra de amor en ese momento.
—Desnuda en cuerpo y alma... Mía…
Ella fue a besarlo, embelesada y excitada por sus palabras, deseando corresponderle de alguna forma a esa felicidad que sentía, pero Ayden la frenó poniéndole un dedo en los labios para poder seguir hablando.
—Sois mía, sí. Pero no seré jamás vuestra jaula, quiero ser el prado donde compartir los mismos sueños, el hombro que os reconforte cuando el día se tuerza y necesitéis cobijo o silencio, quiero ser el reflejo del río que os vea envejecer. ¿Y sabéis lo que más anhelo ser? Vuestro compañero, amante y amigo…, porque sois mi esposa y ese siempre ha sido mi sueño desde niño, mi único sueño, el más valioso de todos. Os amo…
Leena se quedó sin palabras ante tal declaración de amor, recordando un instante los votos nupciales compartidos. No eran simples palabras, hablaba su corazón, el suyo… Solo consiguió suspirar y llevarse la mano al pecho, henchido de alegría. Tocó el escapulario pequeñito que Ayden había mandado pintar para ella con el rostro de Ruari y le deseó fuerza, amor y salud a su bebé perdido, para que su corazón los aguardara como ellos harían por siempre. Cerró los ojos un instante y dejó que hablara su alma, desnudándola ante él:
—Os quiero, Ayden. Desde que nos despidiéramos en Blair Atholl, no hubo día que no pensara en vos y en el regalo que me habíais dado sin saberlo. No hubo día que rememoraros no me diera ese soplo de aire fresco y de vida que necesitaba para subsistir. Vuestro recuerdo me mantuvo en pie y vuestra presencia ahora me sostiene. Os amo. Sois mi sol, mi camino y mi vida. ¿Se puede ser más feliz?
—Sí, dejadme demostrároslo.
—Impaciente porque lo hagáis, mo mathan…
Ayden y Leena se besaron largamente hasta quedarse dormidos, enlazados como sus vidas, como el destino que habían comenzado a forjar juntos. No había lugar para más jaulas, pues se tendrían el uno al otro. Por siempre, se amarían por siempre, se susurraban entre caricias, besos y gemidos. Así lo dejarían escrito en las estrellas y por toda la eternidad: para siempre.