CAPÍTULO 18

LA CRUZADA

 

 

Torre de Barr, última semana de julio de 1335.

 

Los banderines con el escudo de armas inglés se distinguían desde lejos por sus tres leones lampantes de oro sobre un vivo fondo rojo. No había muchos del bando de Balliol, pero los suficientes como para saber que había un considerable destacamento de clanes escoceses aliados.

El día había amanecido nuboso a primera hora de la mañana, pero, a pesar de ser casi agosto, el viento había azotado tan fuerte que lo había despejado en cuestión de una hora. Las Lowlands podían ser igual de traicioneras en cuanto a los cambios de tiempo que otras zonas de más altitud y un mal viento podía dar al traste toda una batalla si los arqueros no eran aventajados.

—Parece un día más propio de finales de otoño que de la época en la que estamos —apreció Alex Mackenzie con un rictus en los labios.

Leonor asintió y se dejó caer unos instantes sobre el muro de piedra. El segundo capitán de su marido no dejaba de comprobar la dirección del aire y de tensar y destensar su arco. A veces la ponía nerviosa con su actitud tan perfeccionista y resoplaba. Él la miraba extrañado y, al percatarse de que era por él, se sonrojaba, aunque no tardaba ni cinco minutos en volver a comprobar que todo estuviera en perfecto orden.

Desde lo alto de la torre de Barr, los arqueros tenían un lugar privilegiado para ver cómo solo un milagro haría que, los apenas trescientos hombres que habían reunido entre ambos clanes, pudieran conseguir doblegar al millar del ejército enemigo.

Los ingleses acechaban para barrerlos sin piedad y sus cantos de gloria llegaban nítidos a sus oídos. Las nuevas sobre Glasgow eran desalentadoras. El burgo había caído con una rapidez pasmosa y los Guardianes de Escocia habían tenido que replegarse y dirigirse a Perth para evitar el avance de Eduardo III de Inglaterra hacia el norte.

Desde la atalaya, la sensación era la de estar rodeados y, sin embargo, ellos podían sentirse afortunados porque el grueso del ejército inglés hubiese puesto rumbo hacia Stirling y solo ese destacamento hubiese sido mandado a conquistar la costa. Era extraño que no hubiesen querido asegurarse los puertos y el comercio con un escuadrón más grande o, simplemente, era tal la superioridad del nuevo ejército demostrada en Glasgow que no lo habrían visto necesario.

Los tambores enemigos redoblaron para comenzar la marcha, pero los gaiteros del clan Lockhart los acallaron con maestría, provocando un silencio aterrador. Parecía que la batalla hubiese empezado ya con unas simples notas musicales. Notas cortantes, hirientes, desgarradoras como algunas flechas sueltas lanzadas por algún novato, preso del miedo.

A Leonor, esos dimes y diretes previos a la contienda le provocaban ansiedad y malestar en el estómago. Ella era de acción, de centrarse en los objetivos y batirlos sin pensar en nada más. Esos rituales que parecían ir marcando el terreno como el perro que iba meándose por las esquinas los veía una pérdida de tiempo. «Al caer la tarde sabremos si aún somos dueños de nuestras vidas», se dijo acariciándose el vientre. Era la primera vez que era consciente de que realmente estaba en peligro y que no era su vida la que más le importaba.

Oteó entre las almenas hasta que encontró a Neall y respiró tranquila al ver que estaba junto a Ayden y a Erroll, cubriendo la retaguardia. Después miró a Alex, le había cambiado el semblante y estudiaba serio el lento avance del enemigo. Leonor pensó que, si salían de esta, algún día sería un gran jefe, pues en solo un año había madurado mucho. En realidad, ese año les había pasado honda factura a todos.

A su lado, una veintena de arqueros esperaban muy quietos a que su adalid diera la orden. Leonor llenó de aire sus pulmones y lo fue soltando con lentitud a medida que se relajaba y concentraba. Era el momento de sacar las garras y luchar por sobrevivir, de teñir la tierra con sangre. ¡Cuánto odiaba ese momento! ¡La vida de tantos estaban en sus manos!

—Aún están fuera de nuestro alcance —le susurró Leonor a Alex, viendo que volvía a tensar el arco.

—Lo sé —le dijo guiñándole un ojo.

Leonor no sabía cómo se las ingeniaba para resultar tremendamente atractivo hasta en una situación como aquella.

—Si las cosas se ponen feas… —musitó ella, aunque pronto el segundo capitán de su esposo acalló su temor.

—No penséis en eso, mo baintighearna. Él no dejará que se acerquen.

Leonor contuvo la respiración un segundo y se mordisqueó el labio. ¡Claro que Neall no dejaría que se acercaran a la torre! Ni él, ni sus cuñados, ni cualquier hombre que tuviera familia, pues su interior estaba atestado de las mujeres y niños que no habían podido huir a las montañas por falta de medios. Pero la lucha era muy desigual y, visto Halidon y Glasgow, ¿acaso no podrían ser ellos los siguientes?

Sabía que su esposo daría la vida antes de ponerla en peligro, pero el simple hecho de pensar que ese día podía ser el último que lo viera le atenazaba el corazón. Se echó la mano al cinto de donde colgaba su jambia y suspiró. Alex le frenó la mano con la suya y le susurró:

—No será necesario, pero si os quedáis más tranquila, os lo prometo.

La española se abrazó a él con lágrimas en los ojos. Alex Mackenzie le acarició con ternura los cabellos y la separó para no seguir provocando miradas de desaprobación entre los arqueros que los acompañaban. A nadie le importaba la familiaridad con la que se trataran, pero cualquier comentario sobre ellos, sacado de contexto, podría hacerles mucho daño a ambos dado el caso.

—¡Están a tiro, mo baintighearna! —exclamó uno de los arqueros más jóvenes con cierto entusiasmo en la voz.

¡Pobre infeliz! Leonor no se lo reprochaba, era muy joven para entender lo que se jugaban ese día. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y masculló un: «estamos listos, maighstir». Se enderezó, comprobó el arco por primera vez en esa mañana y cogió una de sus flechas. Alex Mackenzie volvió a guiñarle un ojo para alentarla y Leonor habló alto y claro a los allí reunidos:

—Apuntad bien a los jinetes, los de a pie harán menos daño a nuestros hombres y les costará más cruzar la empalizada de picas. Ya sabéis que hacer, laoich53. ¿Listos?

Todos asintieron y gritaron al unísono.

—¡Alba gu bràth54!

Hacía una semana, a esos mismos hombres les habría parecido imposible estar al mando de una mujer. Sin embargo, Leonor había dejado bien clara su valía y destreza con el arco y ninguno de ellos había dudado que, el consejo del Laird Lockhart de que fuera ella la que los dirigiera, era el más acertado. Se parapetaron con los escudos para repeler la primera lluvia de flechas de los sassenachs y se persignaron para encomendar sus almas a Dios.

Leonor comprobó que ninguno de ellos habían hecho baja ni estaba herido y mandó lanzar el contraataque. Se congratularon de haber alcanzado todos sus objetivos ecuestres. La española prefirió no mirar hacia abajo. El chirrido de las espadas le crispaba los nervios y el pensar que Neall podía estar en peligro la desconcentraba. No podía fallarles.

Los arqueros eran la mejor baza para diezmar a la horda inglesa. A su propia señal, volvió a coger una flecha, apuntó y derribó a uno de los jinetes que estaban dando más problemas a la resistencia escocesa en el flanco izquierdo.

—Buen tiro, Leonor. Pero igualad este si podéis.

La joven reprimió una exclamación de puro entusiasmo cuando su compañero ensartó a otro jinete por el cuello, abatiéndolo en el acto. No podían pensar que eran hombres con familias y sueños los que tenían delante, bien se lo había hecho saber su abuelo Sancho de pequeña, tenía que verlos como demonios y no dejarse arrastrar por los sentimientos. Sin embargo, algo dentro de ella había cambiado desde que sabía que iba a ser madre y, a cada hombre abatido, las lágrimas se le derramaban sin poder evitarlo. Siempre había dejado las emociones a un lado ante una lid, pues ante una cuestión de supervivencia, era luchar o morir. ¡Maldita fuera la gracia que esos sentimientos encontrados afloraran en ese justo momento precisamente!

Miró cómo Alex la parapetaba con su escudo y la abrazaba con fuerza, cayendo en la cuenta de que no podía distraerse si quería llegar al final del día. Leonor sacudió la cabeza con fuerza en un intento de despejarse y centrarse en el aluvión de flechas que rasgaba el horizonte. Si algo le gustaba de Alex Mackenzie era su afán de superación y de protección. ¡Cómo había mejorado en unos meses! Veía al joven highlander mucho más maduro, más sereno, más… Pensó en su hermana Isabel un solo instante y lo mucho que le habría gustado tenerlo como cuñado. Sonrió. Él la miró confundido ante el gesto y ella le quitó importancia, animándolo para que volvieran a la carga y socorrieran a los que estaban jugándose la vida, cuerpo a cuerpo, en el campo de batalla.

Ella volvió a tirar y él, no solo igualó el tiro sin problemas, sino que ambos comenzaron un mano a mano que dejaba boquiabiertos a los otros arqueros que estaban con ellos. Uno, otro… desde lo alto de la torre parecía fácil. Solo tenían que tener cuidado con la lluvia de flechas que a veces caía sobre ellos. Pan comido ante sus rápidos reflejos y el escudo tan formidable que tenía Mackenzie. Lo tenían claro, cuantos más batieran ellos, menos tendrían con los que luchar los que se enfrentaban abajo a golpe de espada.

La lucha alrededor del foso estaba siendo encarnizada. Los hombres guerreaban con las armas que tenían a mano, ya fueran sus claymores, dagas, hachas, mazas o piedras. Si los dejaran, incluso con uñas y dientes matarían a esos bastardos que querían quedarse con su tierra.

La desventaja numérica los hacía retroceder sobre sus pasos inevitablemente y por muy diestros que fueran. Ayden tomó prestada la espada de un muerto y luchaba como poseído por una rabia difícil de expresar con palabras. Después de todo lo que habían pasado en prisión, no podía permitirse el lujo de resultar herido siquiera, no ahora que tenía tan cerca volver a ver a Leena y conocer a sus hijos. Sus hijos…, solo nombrar a los pequeños en el pensamiento y se le hacía un nudo en la garganta.

Los hombres de Sir Symon Lockhart luchaban a la par junto a los Murray. Al fin y al cabo, ellos se jugaban la tierra de sus ancestros, sus casas, los bienes que tanto trabajo les había costado reunir en la vida. Luchaban por su paisaje, por el sonido de la hierba azuzada por el viento, por los rayos de sol que se colaban entre las ramas de los árboles… Luchaban por seguir respirando pues, cuando todo lo que uno quería y poseía pendía de un hilo, se peleaba con más bravura.

A pesar de que los ingleses los superaban en número de forma exponencial, el ejército enemigo no avanzaba todo lo rápido que quería y a veces daba un paso adelante y dos atrás. Los Lockhart estaban muy bien entrenados, de eso nadie tenía duda. El Laird podía sentirse orgulloso de los hombres que tenía a su cargo.

Neall ocupó el flanco izquierdo de su hermano desde el principio, lanzando estocadas certeras y evitando que otras cogieran desprevenidas a Ayden. El mellizo Murray aún estaba lento en reflejos y el peso de la espada empezó a dejarle engarrotada la muñeca derecha pasadas las primeras horas de enfrentamiento directo, sobre todo cuando tenía que ejercer más fuerza para poder traspasar la cota de malla. Le salvaba lo certero de sus estoques, aunque a su hermano pequeño lo tenía con el corazón en un puño.

El calor del mediodía comenzó a hacer mella en los escoceses, agotados de haber estado toda la semana cavando zanjas, levantando muros de picas y entrenándose de sol a sol. Ayden comenzó a acusar el cansancio y su rostro estaba perlado en sudor. Sin embargo, Erroll seguía moviéndose como pez en el agua, le daba igual el sol, los mandoblazos de los ingleses, la falta de experiencia de los tres jóvenes que tenía a su cargo... Se sentía vivo después de un año y parecía que, a cada minuto que pasaba, recobraba más energía en vez de perderla. El maldito irlandés no había sufrido ni un rasguño en las más de cinco horas que llevaban de lucha y tenía que apartar con el pie o sortear los cuerpos sin vida de sus enemigos para no caerse. Neall lo miraba asombrado por la facilidad con la que repartía mandobles a diestro y siniestro.

Hubo un momento de caos en los que el ejército invasor recrudeció la ofensiva. Los malditos sassenachs parecían salir como los tréboles en las praderas. ¿Acaso habían llegado refuerzos o ellos estaban perdiendo fuelle a pasos agigantados? Su cuñado les avisó justo a tiempo de que se había abierto una brecha enemiga de jinetes que iba directa a ellos y Neall se echó sobre Ayden justo a tiempo para evitar que muriera bajo los cascos de los caballos.

—¡Hijos de la gran…! —había empezado a maldecir el más joven de los Murray cuando reconoció a uno de los jinetes que abanderaban la estampida—. ¿Ese no es…?

Su voz se ahogó con el chirrido de las espadas al chocar de nuevo. ¿Qué diablos hacía allí Lord John de Eltham? ¿No estaba asegurando la caída de Stirling y colmándose de gloria por ello? Como si el solo hecho de haberlo mentado le hubiera llamado la atención, el caballero inglés se giró en redondo y lo miró, desafiante.

No obstante, Neall se dio cuenta de que él no era el objetivo del conde de Cornualles, sino Ayden y lo parapetó con su cuerpo. instintivamente ¿Sabría de la fuga del preso y querría quitárselo de en medio o apuntarse el tanto de haberlo capturado él mismo? Pronto lo sabría, pues Lord Eltham azuzó su bestia, acompañado de tres de sus hombres hacia donde estaban ellos y, por su semblante, no parecía dispuesto ni a parlamentar ni a invitarlos a tomar el té, claro estaba. Ellos poco iban a poder hacer contra los cuatro jinetes si no conseguían hacerlos bajar de las bestias de guerra.

—Preparaos, Ayden. Este combate puede ser decisivo —le susurró Neall a su hermano.

El capitán escocés asintió con una extraña sonrisa, pues por el camino se había quedado en mueca.

—¿Y cuál no, bràthair?

Neall resopló. En otras circunstancias y con Ayden en plena forma, le habría importado un bledo que viniera el conde de Cornualles o el Papa a luchar contra ellos, pero la desventaja numérica en ese caso podía llevarlos a la tumba. Neall miró un instante a las almenas y vio cómo su mujer lanzaba una flecha certera. No le dio tiempo para más, tenían a los jinetes a escasa distancia.

Inexplicablemente, el conde de Cornualles se bajó de su imponente caballo y sus hombres lo emularon, algo contrariados. ¿Por qué perder la ventaja de derrotarlos desde la montura? Eran hombres fieros, pero habían probado en sus carnes el ímpetu y la gallardía escocesa como para menospreciarla. Lord Eltham ordenó con un gesto que le dejaran a Ayden y que los otros se encargaran de Neall.

El más joven de los Murray respiró aliviado unos segundos. No era que él solo quisiera enfrentarse a tres hombres armados y se lo tomara a la ligera, pero su hermano tendría más oportunidad de sobrevivir en un uno contra uno que con varios, sobre todo cuando se iba a batir contra la maestría y la implacable espada del hermano del rey de Inglaterra. También los rivales de Neall resollaron al saber que tendrían más posibilidades de salir indemnes del asalto.

Los contrincantes de Neall lo tuvieron demasiado entretenido como para atender a la lucha de su hermano mayor, pero juraría por todos los santos habidos y por haber que, entre estocada y estocada, estaban hablando. La curiosidad le pudo y se afanó para quitarse de encima pronto a dos de sus adversarios.

Ayden parecía cansado y, si no lo relevaba pronto, podría acabar con una estocada mortal. La verdad era que no entendía cómo Lord Eltham no había terminado con la vida de su hermano en dos ocasiones claras. ¿Qué demonios pretendía? ¿Humillarlo? Siguieron las estocadas y Neall comenzó a impacientarse cada vez más. El tercero de sus oponentes era un hombre muy versado y esgrimía muy bien la espada. Además, el muy condenado parecía adivinar cada uno de sus golpes. ¡Maldito fuera! Era como estar luchando contra su propio hermano. ¡Santo Cielo! Por lo que ese mismo pensamiento le llevó a averiguar la forma de quitárselo de encima más pronto que tarde. ¿Cómo podría ganarle él a Ayden si lo tuviera delante?

En la batalla, las fuerzas entre ambos bandos estaban muy igualadas, pero la diferencia numérica acabaría pasando factura al bando escocés. Neall tanteó el terreno y adivinó el talón de Aquiles de su oponente. El hombre era tan diestro como previsible, así que hizo un giro inesperado y dejó parcialmente al descubierto su lado derecho. Al inglés le brillaron los ojos de pura emoción, sabiendo que esa era su oportunidad de hacerle pisar el polvo a ese bastardo escocés y vengar a sus dos compañeros de fatigas. ¡Ese bárbaro había resultado mucho más fiero de lo que había pensado en un principio!

No obstante, cuando el inglés iba a hundirle su espada en el costado, Ayden trastabilló sobre sus pies y Neall ahogó un grito en la garganta. Su oponente perdió un segundo la concentración también y miró hacia el otro duelo, temiendo que hubiese sido el conde de Cornualles la víctima.

Neall había pensado cambiarse de mano la espada y sorprenderlo, pero al cuerno con seguir prolongando la lucha. Sacó la daga castellana que llevaba asida al cinto y remató de un tajo al inglés que tenía en frente cortándole la garganta. No se sentía muy honorable dándole una muerte tan vulgar a un buen contrincante, pero cualquier segundo de más podría costarle la vida a su hermano. Corrió hacia Ayden en un intento de contrarrestar el golpe que de seguro caería sobre él.

Mas para su sorpresa, cuando Lord Eltham tenía en sus manos la vida de Ayden y habría podido inclinar la balanza de la batalla a su favor, dio varios pasos atrás, alejándose de su objetivo. Neall no cabía en su asombro y ayudó a Ayden a ponerse en pie, amenazando con su espada al joven conde. Lord John de Eltham sonrió levemente.

—Recordad lo que os he dicho —le comentó a Ayden y el mellizo asintió.

Tras esto, el segundo hombre más importante de Inglaterra silbó con fuerza y llamó a su caballo, subiéndose en él con una elegancia innata propia de un príncipe, y dio la orden de retirada. Neall no entendía nada. ¿Se retiraban? ¿Justo cuando podían haber puesto las tierras de un caballero como Sir Symon Lockhart a sus pies, cuando los puertos del Este de Ayrshire podrían darle la cobertura necesaria para poner en jaque el comercio de las Highlands?

Los ingleses miraron estupefactos al conde, ensangrentados, heridos, cansados de luchar como leones ante un enemigo muy inferior en número y que poco a poco cedía terreno. Alguien fue a cuestionar la orden, pero una flecha se alojó en su garganta antes de que pudiese emitir sonido alguno. Desde luego, esos sassenachs no se andaban con rodeos, pensó Neall, mientras asimilaba el desconcierto de ambos bandos por el giro inesperado que estaba acaeciendo.

—¿Alguien más? Mi hermano nos espera para poner Stirling a nuestros pies y aquí no conseguiremos más que migajas de monte baldío. ¿Para qué seguir malgastando vidas por una torre y unas cuantas casas? ¡Las Highlands nos esperan y con ello la Gloria! ¡Dios salve al rey!

—¡¡¡Dios salve al rey!!! —aclamaron los ingleses al unísono levantando sus armas en alto, sintiéndose vencedores.

—¡Dios salve a Eduardo III de Inglaterra! —volvió a gritar con entusiasmo el conde de Cornualles, enardecido por el clamor popular, y con su espada ensangrentada en alto.

—¡¡¡Dios salve al rey!!! —repitieron sus leales, mientras los escoceses partidarios de Balliol renegaban y dudaban de si seguir los pasos del grueso del ejército.

Los escoceses se miraban sin saber qué hacer, deseosos de perderlos de vista y festejar que aún estaban vivos para contarlo.

—¿Se retiran? —preguntó Sir Lockhart incrédulo, acercándose a sus cuñados—. ¿Por qué? ¿Qué diantres ha pasado? No es que no me alegre… ¡Maldita sea! ¡Pero que me aspen si lo entiendo!

En realidad, nadie entendía el cambio de actitud de los ingleses salvo Ayden y, en parte, Neall. Tampoco sabían si se trataría de una estrategia antes de dar el asalto final.

—¿Qué más da por qué? ¡Se marchan! —gritaba entusiasmado Erroll, mientras ayudaba a socorrer a los primeros heridos que precisaban ayuda inmediata de su alrededor.

Fue perder el último sassenach en el horizonte y la alegría se desbordó en el campo de batalla. El sol brillaba cálido aún, amenizando los vítores y templando el corazón de los hombres. Neall miró hacia lo alto de la torre y saludó con la mano a su esposa, tirándole un beso que ella no dudó en capturar al vuelo y posarlo sobre su corazón.

Alex Mackenzie hacía señales con el arco y se sumaba a los saltos y la alegría de los que, con una ubicación privilegiada, veían como el peligro se iba como el humo de una chimenea a la que le abrían el tiro tras haber quemado más leña de la que pudiera soportar.

Pronto mujeres y niños salieron de la torre de Barr avisados por los arqueros que habían mantenido su posición en la cima. El sentimiento de desconcierto y alegría estaba tatuado en sus rostros. Habían logrado sobrevivir, pero el precio había sido bastante alto. Las bajas eran incontables y los heridos llegaban al medio centenar. A pesar de todo, podían estar dándole gracias eternamente a Dios o al bicho que le había picado las reales posaderas al conde. Muchos de ellos quizás no llegaran a ver el amanecer del día siguiente. No había tiempo que perder.

El Laird dio las órdenes precisas para que se atendieran a los heridos por orden de gravedad. Algunos de ellos estaban desahuciados y a la espera de la muerte, pero al menos pasarían sus últimos momentos arropados por su familia. Otros se armaban de valor y se emborrachaban de cuirm para afrontar la pesadilla de una amputación, o pedían al cielo que los dejaran morir dignamente entre sollozos agónicos.

El sacerdote apareció como por arte de magia y repartía los óleos sagrados de la extrema unción como el que reparte ostias al final de la misa. Un joven enclenque le seguía muy de cerca esparciendo agua bendita con un hisopo y sumergiéndolo en el pequeño acetre metálico cada vez que pasaban de un herido a otro.

Las últimas en salir de la torre fueron Leonor y Elsbeth. La española seguía a su cuñada en silencio y distante. Ya la rubia le había reprochado que festejara la retirada inglesa cuando tantos hombres habían perdido la vida por salvarles el cuello. Leonor no le había replicado. Ella mejor que nadie sabía lo que se habían jugado, pues, desde lo alto de la torre, había estado expuesta a una flecha perdida y no al amparo de unos muros. ¿Para qué le iba a replicar sin embargo? El corazón de Elsbeth se había emponzoñado hacia su persona y difícilmente volvería a mirarla con buenos ojos hasta que no tuviese al niño. ¿Y después? ¿Conseguirían ser las mismas de antes? ¡Bien sabía Dios que era lo que más deseaba!

Leonor acató el desaire y la siguió al exterior, mordiéndose la lengua. Ya habría tiempo de festejar con su esposo que ambos estaban sanos y salvos. Lo más importante era atender a los caídos en el combate.

La melliza, como señora del lugar, designó a las mujeres que se encargarían de hacer los vendajes, entablillar brazos y piernas, suturar heridas y administrar bálsamos curativos. Leonor cosía con presteza aquellas heridas abiertas que requerían de buen estómago y disposición, aunque más de una vez tuvo que llevarse la mano a la boca, presa de las arcadas. Entretanto, los hombres mordían algún palo y sus ojos reflejaban más pesar por ella que por la costura que les estaba haciendo.

Elsbeth se cruzó con Malen y la joven bajó la vista ante su señora. En cambio, la melliza la mandó repartir las vendas de los cestos entre las mujeres y le pidió a una de estas que la enseñara a hacer más ungüento, pues empezaba a escasear. Malen asintió con alegría por la tregua, sin prestar atención a la actitud de la señora Lockhart.

—Algo es algo —le dijo la joven a Leonor al pasar junto a ella y ofrecerle las vendas.

La española asintió y miró de reojo a Elsbeth. El gesto contenido de su cuñada le hizo pensar que nada había cambiado en realidad, que el acercamiento no había sido más que un paréntesis debido a las circunstancias y no el comienzo de la integración de Malen con la mujeres del clan.

Leonor dudaba que todo se debiera a su deseo de ser madre y su incapacidad temporal de serlo. Reconocía los síntomas muy bien. Zaahira, su madre, había estado presa de ese mismo mal. Tal había sido su deseo de darle un hijo varón a su esposo que, hasta que por su edad no lo había creído posible y se había relajado, tomándose a chanza que Don Juan no sabía más que engendrar hembras, no había vuelto a concebir.

La verdad era que se compadecía de Elsbeth, pues de tener una vida totalmente resuelta y feliz, había pasado a estar padeciendo continuos reveses: el duelo y muerte de su primer prometido Sir James Stewart, su secuestro a manos de Sir Kenion Strathbogie y de los piratas, la violación de aquel inglés, el traslado forzoso de su tierra… Si a eso le sumábamos la desaparición de Leena, el año en prisión de su mellizo y la necesidad imperiosa de ser madre, el cóctel resultante era pólvora pura al lado de una hoguera.

Leonor se centró en su trabajo y se enjugó el sudor de la frente. Erroll le traía los casos más acuciantes y que necesitaban sutura, enhebrándole la aguja incluso para que no perdiera más tiempo del necesario. Neall también la visitaba de vez en cuando, la abrazaba y acunaba un breve instante en su regazo, con la necesidad imperiosa de tenerla cerca, de sentir su calor y de asegurarse que estaba sana y salva. Ella le sonreía y le pedía espacio para seguir con su labor, por lo que él aprovechó que a Leonor le traían a otro herido para marchar presto y apartar a su hermano a un lado. Necesitaba saber de qué había hablado durante el enfrentamiento con Lord Eltham y qué podía haberle dicho Ayden para que cogiera sus tropas y se marchara sin más.

Atrás dejaron el desconcierto inicial de los hombres, la euforia posterior de los que podían contarlo y el llanto por los que habían luchado tan valerosamente por sus familias y su tierra y habían fallecido en el intento. Salvo Neall, nadie parecía acordarse de las extrañas circunstancias que habían hecho que, de buenas a primeras, el numeroso ejército inglés se hubiera replegado sobre sus pasos y hubiese regalado una victoria, o al menos una victoria en tablas, a los escoceses.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó a su hermano mayor tras constatar que nadie podía escucharles.

—¿A qué os referís?

—No me toméis por tonto, Ayden. Ambos sabemos que el conde de Cornualles es un guerrero sin par. Quizás el mejor del ejército de esos bastardos... Hoy nos ha dejado ganar claramente. ¿Por qué?

—¡Qué modo más elegante de decir que me ha dejado ganar a mí, pues era conmigo con quien estaba luchando!

Neall resopló y Ayden se encogió de hombros. El mellizo clavó los ojos en un cadáver y, tras dudarlo, le quitó una espada de buena calidad y unas botas de buen cuero. Maldijo, hasta ese simple esfuerzo le hacía resollar. Él no quería deberle la vida a nadie, pero era cierto que en dos ocasiones claras ese señoritingo inglés podía haberlo mandado al infierno. Miró el filo de la hoja y comprobó que estuviera en perfectas condiciones, recordando la conversación que habían mantenido durante la pelea inevitablemente.

—Ayden…

—Sí, sí. ¡Santo Cielo! Teníais razón. En cuanto me ha reconocido ha ido a por mí y os ha mantenido alejado luchando con sus hombres para que no fuerais partícipe de lo que tenía que decirme. Sabía que seríais capaz de mantenerlos a raya y que nos daría tiempo a hablar sin levantar sospechas.

Intercambiaron una mirada y Ayden se rascó la coronilla. Neall no entendía nada. El joven capitán observó cómo una bandada de aves de rapiña comenzaba a sobrevolar el cielo. ¡Bestias ingratas! Algunos de esos hombres aún no habían muerto y ya los merodeaban ávidas de su carne. Un escalofrió le recorrió la piel a Neall al recordar las horas que pasó esperando la muerte en Halidon. El graznido de un cuervo le devolvió la razón.

—¿Ha dejado que mate a tres de sus hombres por hablar con vos? —Neall no podía creerse lo que estaba oyendo, se pasó las manos por la cara en un gesto muy suyo, dejándosela llena de churretes debido a las salpicaduras de sangre y el polvo levantado en la lucha.

—Eso parece —le contestó Ayden y estuvo dispuesto a irse, pues necesitaba aclarar sus ideas.

Mas Neall no estaba dispuesto a dejarlo marchar y lo cogió por el antebrazo.

—¿Qué…? —le preguntó con voz cansada su hermano.

—¿Se trata de Leena?

Ayden apretó los labios y lo miró largamente, serio, con los brazos cruzados sobre el pecho. Después de un rato, asintió. Neall no podía dejarlo marchar sin saber cómo el hermano del mismísimo rey de Inglaterra dejaba de ganar una batalla por una mujer que no era su esposa y que, hasta donde sabían, no había sido su amante.

—Me ha confirmado que está presa en Guildford, lo de los niños y que puso a custodiarla a Sir Kenion Strathbogie porque no se fiaba del sheriff que tienen allí al cargo.

—¿Kenion de niñera? —preguntó el benjamín de los Murray entre divertido y asombrado.

—Yo también puse esa cara de asombro y de ahí que descuidara la primera vez mi flanco izquierdo.

—No me extraña entonces.

Neall cogió un carcaj y lo llenó de las flechas que habían quedado desparramadas al lado del cuerpo sin vida de su anterior propietario. Ayden revisó los ropajes del fallecido y cogieron lo poco que llevaba encima de valor.

—¿Por qué tanto interés por Leena?

—Eduardo III quiso casarlos en septiembre del año pasado para asegurarse el castillo de Doune y un enclave sin igual sobre Stirling —comenzó a relatar Ayden. A simple vista parecía tranquilo, pero el blanco de sus nudillos delataba que, si pudiera, la emprendería a golpes con lo que fuera—. Sin embargo, ella le confesó que amaba a otro hombre y que esperaba un hijo de él, prefirió pudrirse en Guildford antes que casarse con otro y ocultar su deshonra.

—Siempre ha sido muy valiente… —le dijo Neall, apoyando sus manos en los hombros de su hermano, reconfortándolo—. Muchas mujeres se habrían casado con el conde y le habrían hecho creer que el hijo era suyo, pero Leena os ama por encima de todo. ¿No estáis contento?

Ayden lo miró de nuevo y le espetó con desdén:

—Lleva desde octubre pasando calamidades, ha estado embarazada, sola, repudiada por su origen escocés, sin otro amigo que Sir Kenion Strathbogie. ¿Cómo podría estar contento, bráthair?

Neall se quedó en silencio y no le respondió. Sabía lo difícil que debía de ser para Ayden la situación. Él había estado enamorado de la pelirroja desde siempre. Dejó que se sosegara y, tras unos segundos, Ayden le pidió perdón por el tono empleado. Neall no merecía ser el blanco de su desasosiego, se dijo, y le puso al tanto de todas las adversidades que Leena había sufrido en Guildford. Eso sin contar que el conde solo se había hecho eco de lo que Sir Kenion Strathbogie le había querido referir y que posiblemente habrían pasado muchas más cosas que las contadas.

—Visto así… A ver, bràthair, contento no podéis estar, por supuesto. Pero, miradlo por el lado bueno. Está viva. Podría no haberle caído en gracia a Lord John de Eltham y haberla dejado que se muriera sin mirar atrás. Si por su hermano fuera la habría ajusticiado. ¿Imagináis que se entera que estaba embarazada de un escocés? ¿De vos, que os tenía en presidio para ser moneda de cambio con Arthur o con nuestro primo el Guardián? Sin embargo, él ocultó lo de su embarazo, sobornó al sheriff y confió en alguien como Sir Kenion Strathbogie, que podría haberlo acusado de alta traición, para protegerla.

—Ya, pero…

—A día de hoy —le interrumpió Neall—, no habríamos sabido de su suerte y seguiríais buscándola hasta debajo de las piedras. Además, que haya tenido a nuestro vecino de niñera garantiza que ese sheriff no le ha puesto una mano encima.

—Pero el conde de Atholl está ahora en Perth. ¿Entendéis por qué ha venido hasta aquí? Si surge algún problema, ¿quién la va a ayudar? La guerra se prevé larga.

—¿Eso es lo que os ha dicho? —preguntó Neall preocupado.

Ayden asintió.

—Teme que llegue a oídos del sheriff que su hermano le ha confiscado sus bienes hasta que se case y asiente cabeza.

—O quizás sospeche que Kenion ha establecido relación con Roberto, el primo del niño-rey, y tema perder Stirling, o que realmente sea lo que decís y esté preocupado por lo que pueda hacerle ese sheriff en su ausencia a Leena —arguyó Neall—. No lo sé, Ayden. El comportamiento de ese hombre me ha dejado fuera de juego.

—Puede ser por cualquier motivo, bràthair. Pero, sea por lo que sea, no puedo retrasar mi marcha a Guildford ni una semana más.

—¡Pero ahora los caminos están plagados de ingleses y no os dejarán cruzar la frontera así como así! —protestó Neall.

—Lo sé, pero me ha dado esto —le dijo Ayden señalándole un pergamino enrollado.

Neall abrió mucho los ojos y le quitó el papel de las manos.

—¿Cuándo…? ¿Durante el combate? —Ayden asintió y Neall leyó por encima lo que decía—. ¿Es un salvoconducto?

—¿De qué salvoconducto habláis? —preguntó Sir Lockhart sumándose a la conversación de improviso.

Ayden se irguió, se dio la vuelta para recibir a su cuñado y le reprochó con la mirada a Neall el que hubiese hablado tan alto. Este le contestó con un frunce de entrecejo y labios.

—Haya paz, bràithrean-cèile55. ¿De qué se trata? Dejadme ver —respondió el Laird Lockhart quitándole el pergamino de las manos sin esperar a que se lo diera y exclamando al leerlo—. ¡Dios bendito! ¿De dónde habéis sacado esto?

Los Murray se quedaron sin palabras. Sir Symon Lockhart era su cuñado y era un hombre de fiar, pero también había formado parte de los leales al rey Bruce y de la resistencia durante años. Ese papel podría ser la prueba que pusiera bajo sospecha de traición a uno de los pilares más importantes de Eduardo III de Inglaterra: su hermano y primer capitán de los ejércitos.

—¿Sabéis lo que tenéis en las manos? —preguntó Symon con un extraño brillo de emoción en los ojos.

—La vida de Leena —replicó Ayden con sequedad.

El brillo en los ojos de Symon se apagó al instante, como cuando alguien exhala su aliento sobre la llama de una vela. Su cuñado maldijo por lo bajo y le devolvió el pergamino como si le quemara. No era un salvoconducto, era la carta de liberación de la joven Stewart. Con todo, tener en sus manos algo así era demasiada tentación como para dejarlo pasar por alto.

—Pues aprovechadlo y traedla de vuelta pronto. No creo que vuelvan a atacarnos después de lo de hoy. No somos un botín lo suficientemente suculento —replicó con retintín, dejando ver que las palabras de Lord Eltham habían herido su orgullo—. Mucho tiene que querer a Leena ese hombre para exponer su cabeza en bandeja como un San Juan Bautista. Nadie hace nada por el estilo si no busca obtener algo a cambio.

Ayden lo asió por el cotun furioso y con el rostro totalmente desfigurado por la ira.

—¿Qué demonios habéis querido decir con eso, Sir Lockhart?

Su cuñado se lo quitó de encima de un empujón furioso y miró a los hermanos. «Aquí, no», protestó y ambos lo siguieron un largo trecho por el sendero hasta que llegaron cerca del riachuelo. Ayden lo seguía inquieto, tenso y dispuesto a derribar hasta a un buey si era preciso. Pensó que bien podía haber gozado de ese ímpetu un par de horas antes, pero esa carta era un paso más en el camino de encontrar a Leena y le había revitalizado más que cualquier cura de bálsamos y reposo.

Cuando llegaron al lugar indicado, los tres se quedaron en silencio unos minutos. Parecía que habían viajado a un pequeño paraíso, sin rastros de guerra, de amenazas, de lucha por la tierra que pisaban. Una desbandada de pardillos piquigualdos rompieron el silencio y el murmullo del riachuelo con sus trinos. Era un lugar hermoso y Neall se esforzó por recordar el camino de regreso para volver junto a Leonor a ese lugar tan idílico cuando las cosas se hubiesen calmado. Quizás pudiesen dedicarse unas horas antes de emprender la marcha hacia tierras inglesas. No había nada que anhelase más que eso. Su cuñado rompió el silencio y comenzó a hablar con una expresión tan digna como confidencial.

—Mucho se ha rumoreado últimamente sobre un distanciamiento entre los hermanos Plantagenet. Incluso se les ha visto discutir en público y el rey de Inglaterra ha llegado a decirle a Lord Eltham que: «¡esa mujer os tiene comido el seso!». Como os digo, mucho se ha especulado sobre quién era esa joven misteriosa que había conseguido resquebrajar la férrea voluntad del conde, pero nadie podía esperar que fuese una dama escocesa, por supuesto. ¡Nada más y nada menos que nuestra Lady Leena Stewart, por el amor de Dios! —exclamó con tanta exaltación como amargura.

Ayden resopló incómodo. Él entendía el entusiasmo con el que se expresaba su cuñado, pero estaba hablando de su mujer. Bueno, en realidad, de su futura mujer. Su cuñado continuó:

También se ha hablado sobre que el rey va a buscarle una esposa adecuada a sus necesidades en cuanto termine la contienda y que le ha requisado los bienes hasta que asiente la cabeza. Lamentablemente y después de leer esa carta, no puedo más que darle la razón al rey. El conde de Cornualles se ha vuelto loco, aunque sea de amor por ella, pero loco después de todo. Esa carta de liberación firmada con su puño y letra y lacrada con su sello personal podría llevarlo a la horca por traición a la Corona, pues desobedece una orden directa del rey y autoriza a un ex convicto a cruzar medio país en guerra en su nombre. ¿Qué gana él con eso?

—Eso no quiere decir que Leena… —comenzó a decir Ayden enojado, sin entender a dónde quería llegar su cuñado con esa pregunta.

—No, por supuesto que no —alegó Sir Lockhart rápidamente—. Pero no hay nada más peligroso que un hombre enamorado. Si vos desaparecéis…, ¿qué le impediría a él desposarla?

—Algo se nos escapa…—replicó Neall— y juro que no lo entiendo. Hoy ha tenido la vida de mi hermano en sus manos y lo ha dejado pasar en dos ocasiones. Si hubiese querido matarlo lo habría hecho con total impunidad y habría tenido el camino libre para hacer lo que decís. También podrían habernos barrido sin piedad en tres o cuatro horas más de contienda, pues nos superaban en número y armas. Sin embargo, el conde ha retirado sus tropas y ha desistido de tomar Ayrshire. ¿Qué sentido tiene? ¿Podemos confiar en su buena voluntad? ¿Será que quiere realmente ayudar a mi hermano o ayudarla a ella?

Se quedaron callados unos minutos. Los pájaros se sumaron a ese silencio incómodo y solo el murmullo del río parecía querer dar su opinión en esa ocasión. Ayden necesitaba sincerarse del todo. Al fin y al cabo, ellos eran su familia, su clan.

—Quería comprobar por sí mismo que era digno de ella.

La voz de Ayden sonó ronca y afectada. Los otros dos lo miraron del mismo modo que lo habían hecho cuando habían vuelto a verlo tras el rescate, en parte con compasión, pena e incredulidad. Ayden se explicó.

—Él tenía la misión de arrasar Glasgow cuando supo que Erroll y yo habíamos «abandonado» la prisión del Castle Rock —evitó nombrarlo, como si le escociera o no fuera merecedor de la oportunidad que le había brindado el joven conde esa mañana—. En la Corte, han hecho ver que nos han dado un indulto por buena voluntad, así no admitían la vergüenza de asumir que nos hemos fugado cuando Edinburgh era un hervidero de ingleses y sembrarían la duda en el bando de mi hermano y de mi primo.

—Nadie que os conozca dudará de vuestra lealtad a Escocia —interrumpió su cuñado, pero Ayden prosiguió.

—Puede ser, mas cuando supo de nuestro paradero, vino con la excusa de conquistar Ayrshire y poner en jaque los puertos que abastecían las Highlands y su comercio con las islas. En realidad, lo que quería era conocerme… Quería saber si el hombre por el que Leena había renunciado a ser libre y a una vida de lujo con él era merecedor de su amor. He aquí que ha encontrado a un tullido que no ha sabido responderle siquiera a la altura de las circunstancias a la espada.

Neall resopló y lo zarandeó por los hombros.

—¿Qué demonios estáis diciendo, bràthair? Dejad de decir tonterías. ¿Queréis? Habéis fallado en dos ocasiones, cualquiera podría hacerlo. ¡Diablos! No os estabais enfrentando a ningún escudero ni mucho menos, sino al hermano del rey. Ese hombre es mucho más joven, pero parece que lo hayan parido con una espada por brazo. Además, aún estáis débil y necesitáis descanso para volver a ser el mismo de siempre…

—Eso —apuntilló Sir Lockhart, incómodo por el tono de víctima que había tomado su cuñado, aunque lo entendía en cierto modo.

—¿No lo entendéis? Si yo no hubiese estado aquí, hoy no habría muerto nadie de vuestro clan.

Neall resopló de nuevo y Symon fue esta vez quien lo encaró. Debía de estar dando gracias al cielo por el salvoconducto que tenía en las manos, por haberse salvado de las garras de la muerte y estaba entero para contarlo. Lo que decía no tenía ningún sentido, por mucho que lo entendiera.

—Si vos no hubieseis estado aquí, ahora no quedarían más que hombres muertos, mujeres violadas y mi hogar hecho escombros. Si no hubieseis estado, Lord John Eltham no habría dado la orden de retirada o sí. ¿Quién puede saber eso?

Ayden bufó y se llevó las brazos en jarras a las caderas. Si el conde tenía confiscada su riqueza y Sir Kenion Strathbogie no estaba en Guildford para protegerla… ¿Quién salvaría a Leena de ese sheriff? Solo de pensar que pudiera ser un tipo como Sir Richard de Stone y se le descomponían las tripas. No podía esperar más, tenía que ir a rescatarla fuera como fuera.

—Marcharé en tres días al sur —sentenció.

—¿Os habéis vuelto loco? —Sir Lockhart se puso frente a él y lo cogió por los hombros para encararlo. ¿Acaso había perdido por completo el juicio?—. Estamos en plena guerra con Inglaterra, acabamos de sacaros de prisión y me decís que vais a cruzar la frontera ahora, como el que se va a pasar el día pescando en el lago.

Sir Lockhart increpó y le habló a Neall como si Ayden no estuviera presente.

—Vos sois su hermano, ¡hacedle entrar en razón! No podéis ir ahora. Yo no podría acompañaros, ni tampoco mis hombres.

—Mejor así, cuantos menos seamos más desapercibidos pasaremos.

Neall se mantuvo callado todo el tiempo. Partir era una locura, sí, pero sabía que Ayden tenía razón. Escocia e Inglaterra podían estar en guerra durante todo el verano, el otoño, el invierno o incluso más tiempo. En realidad, salvo que ocurriese algo tan sumamente inesperado que diera al traste con las pretensiones de uno u otro bando, estarían en guerra. No podían esperar tanto para rescatar a Leena, mucho menos sabiendo que estaba sola con dos niños pequeños. Sus sobrinos, para más señas. Era arriesgado, pero partirían cuanto antes.

Si por Ayden hubiese sido, habrían puesto rumbo a Guildford en ese preciso instante. No obstante tenían que preparar las provisiones y estudiar meticulosamente los caminos y vías de escape, pues no sabían qué podrían encontrarse en Inglaterra y cualquier improvisación podía costarles muy cara.

—Contad conmigo, bràthair. Iremos junto a Darren y Erroll.

—¿Cómo? —preguntó enfadado su cuñado por verse excluido del plan de rescate, aunque él lo hubiera hecho con anterioridad que no podía acompañarles.

—No os lo toméis a mal, Sir. Vos mismo lo habéis dicho. Tenéis un clan que volver a poner en pie y una esposa que os necesita… —comenzó a decir Neall.

—¡También vos! ¿Recordáis que Leonor está preñada o soy yo el único que lo tiene presente?

Neall lo miró con cara de disgusto. Para que Leonor diera a luz aún faltaba mucho y, si todo salía según sus cálculos, en un mes y medio, o a lo sumo dos, estarían de vuelta como mucho. Su hermano y Erroll no estaban al cien por cien como para cruzarse las Lowlands y adentrarse ellos solos en Inglaterra. No sabían lo que se encontrarían allí y Darren no había vuelto a ser el mismo desde el asalto sufrido en Doune. El heredero de los Stewart se sentía culpable por no haber podido averiguar el paradero de su hermana y, desde que se había enterado de que lo habían hecho tío, andaba como el perro y el gato con Ayden.

—Por supuesto que lo tengo presente y espero que no interfiráis por el bien de todos o querrá venir con nosotros a rescatarla. Además, Alex Mackenzie se quedará con ella por lo que pueda pasar —contestó Neall, mientras su hermano le agradecía con una sonrisa que se prestara a acompañarlo sin habérselo llegado a pedir siquiera.

—¿Creéis conveniente dejar al picaflor Mackenzie de niñera de Leonor? Os recuerdo que…

—No me recordéis nada. Confío plenamente en ambos.

—Yo no confiaría ni en mi sombra con una mujer como Leonor de premio —chascó el cuñado, visiblemente enojado.

¿Qué demonios le pasaba a Symon ahora?, pensó Ayden, sin prever la contestación de su hermano.

—Peor para vos —le respondió Neall socarrón—. Aunque quizás debería cuidarme más de vuestra persona que de mi segundo, ya puestos.

Ayden se interpuso entre ambos, por si Sir Lockhart se daba por ofendido, pero este solo apostilló:

—¡Jamás le pondría una mano encima a vuestra esposa y lo sabéis!

—Sé que ella no se dejaría y con eso me conformo —le dijo riéndose a carcajadas Neall y quitándole hierro al asunto.

Symon y Ayden lo miraron divertidos y se sumaron a la risa contagiosa del joven Murray, en parte porque era cierto que Leonor sabía defenderse muy bien solita y no dejaría que nadie la tocara si no quería, en parte porque necesitaban relajar tensiones tanto como respirar.

La jaula del petirrojo
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