CAPÍTULO 21
LAS CARTAS
Sevilla, España, noviembre de 1334.
Isabel de Ayala fue recibida con reticencia por parte del resto de damas de compañía de la reina, cuestionada por ser amiga de la favorita del rey y, sobre todo, por su innegable belleza, que las eclipsaba ante los jóvenes ricohombres casaderos de la corte.
—Eso sí que es entrar con mal pie —le respondió entre risas Don Alonso cuando ella le contó el último percance sufrido durante el desayuno.
También le comentó la extraña sensación de que la seguían cuando había ido a comprar hilo de seda al mercado para bordar un tocado. Eso sí le había preocupado al joven, que no veía con buenos ojos que saliera de palacio sin escolta. Ante su reproche, la joven puso un mohín en su cara aniñada y los ojos se le pusieron turbios, más verdes y cristalinos que el agua del mar.
Don Alonso Ortiz no pudo reprimir el impulso de capturar una lágrima solitaria que cayó por la mejilla de ella y llevársela a los labios de forma inconsciente. Sabía lo sola que se sentía en la corte y él no deseaba más que ser su acompañante día… y noche.
Isabel abrió levemente los labios ante el gesto, humedeciéndoselos a su vez. Él deseo perderse en ellos, acariciarlos con el dedo húmedo, compartir la sal y el gusto de su boca. Se estaba enamorando de ella. ¿Lo correspondería? El carraspeo de Doña Leonor de Guzmán y las risitas de Sancho Alfonso les hicieron saber que no estaban solos y, como si su sola compañía hubiese activado un resorte, la pareja se separó de un brinco y comenzaron a balbucir.
—¿Veis, Sancho Alfonso? A veces los mayores tampoco sabemos qué decir —le dijo la madre al pequeño, mientras este asentía entre risas y gorgoritos, pues a pesar de tener ya los tres años, el pequeño no hacía más que ruidos extraños y no había hablado palabra alguna.
El sonrojo tiñó las mejillas de Don Alonso y de Isabel, que se sintieron incapaces de mirarse el uno a la otra. El joven señor se marchó con una excusa fútil y dejó a las mujeres a solas. Isabel recompuso sus faldas y clavó sus ojos en sus manos enlazadas sobre su propio regazo. Nada más irse, Doña Leonor se sentó rápidamente junto a ella con una sonrisa enorme en la cara.
—¿Qué ha pasado aquí? ¡Os dejo unos momentos a solas y seducís al mejor partido de la corte después de mi amante esposo!
Isabel estuvo a punto de objetarle a su amiga que lo de amante podía ser, pero lo de esposo…, que no se enterara la reina consorte si no querían acabar agarradas por los pelos o decapitadas. Sobre el resto, no sabía qué decirle, pues ella misma se había sorprendido de la intimidad que habían compartido entre ellos. Que Don Alonso Ortiz era apuesto y uno de los solteros más estimados de la corte era un hecho incuestionable, pero de ahí a que estuviera interesado en ella y que ella tuviera ojos para él, era otro cantar bien distinto. Isabel cogió al pequeño Sancho Alfonso en brazos e, ignorando a su madre, le dijo:
—¿Queréis que os cuente un cuento?
El niño palmeó entusiasmado y se sorbió la nariz. Doña Leonor de Guzmán le reprendió por ello y le obligó a sonarse en su pañuelo. Cuando terminó, el niño le bufó molesto y sonrió a Isabel para que empezara su historia lo antes posible.
—Érase una vez —comenzó ella entonando muy elocuente para captar toda la atención de madre y vástago—, una niña a la que unos hombres muy malos le habían arrancado de cuajo las raíces y le habían secado el corazón. La niña creció sin norte, sin guía, dejando pasar el sol y la lluvia por sus mejillas, año tras año, sin nada que la hiciera feliz y que despertara en ella las ganas de seguir viviendo. Añoraba a sus hermanas, rezaba a su difunta madre y era incapaz de desahogar su alma con su padre por miedo a hacerle más daño.
La favorita del rey apretó los labios, sabiendo que su amiga estaba narrando su propia historia, deseando saber a dónde quería llegar con semejante cuento. El pequeño Sancho Alfonso ni pestañeaba, absorto en las palabras de la bella joven.
—Un día, hizo un viaje al norte, muy lejos, tan lejos que pensó que la tierra tocaría a su fin de un momento a otro. El paraíso se abrió ante sus ojos y tocó el cielo por vez primera en mucho tiempo. Respiró paz en un país en guerra, sintió el calor de un pueblo que, aún sin conocerla, no la juzgaba por sus raíces… Se sintió venerada como a una diosa y deseada como una mujer. El cielo la abrazó satisfecho y la tierra la cobijó bajo su manto. Era feliz. Mas la dicha se sintió celosa de la joven extranjera y la devolvió a su país. Quiso que la niña volviera a estar sola y llorara por la pérdida, que su corazón se secara de nuevo, pero no lo consiguió. El amor que había traído consigo no lo perdería nunca, pues solo contaba los días para poder volver.
Isabel sonrió y dijo:
—¡Fin!
Sancho Alfonso frunció el ceño porque quería más de la historia, movía inquieto el trasero en pequeños saltos, ávido de más. De pronto, señaló con su mano regordeta el pecho de Isabel y gruñó algo que ella no entendió y aguantó con la otra mano una risilla. La joven de Ayala no pudo menos que sonreír.
—¿Qué os ha dicho? —preguntó curiosa a Doña Leonor de Guzmán.
—Ha preguntado si vos sois la niña.
Isabel asintió y el pequeño Sancho Alfonso sonrió de oreja a oreja, tirándose literalmente sobre ella para abrazarla. La joven lo rodeó con sus brazos y le besó la frente. El olor a bebé aún lo acompañaba y sintió el deseo de retenerlo con ella unos minutos más. A lo lejos, dos personas contemplaban la escena con cierta envidia. Una de ellas se fue sonriendo con un renovado interés por hacer esa imagen parte de sus recuerdos y la otra se tornó amarga y cruda, arrastrando una sombra negra creciente a cada paso.
Isabel sintió en su piel esa mirada fría y mortífera y dejó de sonreír. El fino vello de sus brazos se erizó como el pelo de un gato ante el peligro. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie y abrazó como acto reflejo al pequeño con más fuerza.
—¿Os ocurre algo, pequeña? —le preguntó su amiga, extrañada por el repentino cambio de humor de la joven.
—No, no… —negó además con la cabeza—. Me he sentido observada, eso es todo.
Doña Leonor se recolocó la capa, presa de un repentino frío y miró a su alrededor en busca de algo o alguien.
—¿También vos lo habéis sentido? —Se persignó—. ¿Cómo esta mañana en el mercado?
Isabel asintió. Su gesto compungido hizo que la favorita del rey no se tomara el asunto a broma. Doña Leonor le cogió de la mano y la de Ayala se sobresaltó.
—¡Ay, Nuestro Señor Jesucristo! No me extraña que os sintáis así, ha sido como si de repente se me helara el cuerpo. Pero tranquilizaos, Isabel —le dijo a la vez que le cogía al niño—, y decidme: ¿tenéis muy a menudo esa sensación?
—Sí.
—¿Algún amante, algún pretencioso despechado? —la interrogó Doña Leonor, aunque era solo nombrar las diferentes posibilidades e Isabel sacudía la cabeza negándolo, con los ojos empañados en lágrimas—. ¿Quién puede ser si no? ¿Le debe vuestro padre dinero a alguien?
Isabel volvió a negar. No lo sabía, pero la presencia maligna que la acechaba cada vez se hacía más visible y más constante. ¿Se estaría volviendo loca? ¿Sería todo producto de su imaginación?
—Hablaré con el rey. Si es cierto que alguien os sigue y no da la cara es porque no lleva buenas intenciones. No hay tiempo que perder. ¡Vayámonos dentro!
Isabel tragó saliva y se atusó la falda del vestido nerviosa. Se recolocó un mechón de cabello tras la oreja y se mordisqueó el labio, en un gesto que la igualó a su hermana mayor como gotas de rocío. Miró hacia la esquina donde había percibido cómo esa presencia maligna la acechaba por última vez y apresuró el paso para no quedarse sola.
El pequeño Sancho Alfonso seguía en su mundo de felicidad infantil sin coscarse de nada y a veces la señalaba entre risitas y murmuraba palabras en un lenguaje extraño. Entraron en las estancias cercanas a las habitaciones del rey y tomaron asiento en cuanto les dijeron que Don Alfonso XI estaba reunido con emisarios de Navarra. Doña Leonor puso los ojos en blanco y resopló. A veces podían pasarse horas sin llegar a nada concreto y deseó que ese día no fuera uno de esos. El pequeño siguió con sus juegos y parecía que estuviese cazando moscas, o musarañas, o váyase una a saber el qué.
—¡Qué felices somos de niños! Ya puede desaparecer el sol o asolarnos las siete plagas de Egipto que ni nos inmutamos. ¿Verdad?
Isabel seguía con la aprehensión en el pecho, intentó tomar resuello y, al suspirar, dos lágrimas humedecieron sus mejillas. Doña Leonor la miró de reojo y a punto estuvo de no preguntar, pero la curiosidad le pudo y se sentó un poco más cerquita de su amiga.
—¿Hay algo más? —le preguntó cogiéndole el rostro a la joven entre las manos y enfrentándola—. ¿Es por Don Alonso?
—No sé qué pensar —dijo Isabel desviando la mirada.
¡Cuánto echaba de menos a su hermana! A la otra Leonor, su otra mitad, la que sin hablar sabía lo que le pasaba y a la que añoraba más que a la vida misma. ¿Qué le diría ella de Don Alonso, que era un buen hombre, que asentara la cabeza y cumpliera su sueño de pertenecer a un esposo y tener una familia? ¿Era eso lo que realmente deseaba? No, ya no.
Había conocido la libertad que daba cabalgar al galope sola, sentirse útil, bañarse al sol y bajo los rayos de la luna. Había conocido lo que era perderse en los ojos de un hombre y desearlo con todas sus fuerzas. Se llevó los dedos a los labios y se los tocó. Aquel beso que Alex le había dado aquella noche durante el baile…, aquel beso lo llevaría tatuado en su piel para siempre.
—¿Lo queréis? —le preguntó la de Guzmán, ajena a los derroteros de los pensamientos de su joven amiga.
Isabel negó y las lágrimas volvieron a correr por su rostro.
—Pero hoy…, ¿os habría gustado que os besara?
—Mi corazón pertenece a otro, mi señora —susurró Isabel, clavando sus ojos en sus manos desnudas, mientras jugueteaba nerviosa con los dedos.
—¿Se lo habéis dicho?
—No y tampoco él había mostrado claro interés por mí antes.
Doña Leonor se carcajeó e Isabel se sorprendió por su reacción. La nodriza llegó a la estancia donde ellas se encontraban y, sin saludarlas siquiera, cogió al pequeño Sancho Alfonso, enredado entre las faldas de su madre. Con las mismas, se fue sin decir nada. La favorita dejó de reír y se fijó en el desmán de la mujer. No las soportaba, ni a esa ni a la mayoría, siempre con ese aire de superioridad cuando ella estaba cerca, haciéndole ver que no era más que una segundona advenediza…
—¡Al diablo con todas ellas! —exclamó sin darse cuenta en voz alta.
Isabel le apretó con fuerza la mano, bien sabía ella lo que era sentirse así. Las damas de Doña María de Portugal la rechazaban por su sangre mestiza y la ninguneaban siempre que podían para que quedase mal ante sus señores. Ella había optado por la prudencia, pero entendía el desasosiego que esa situación podía generar en la de Guzmán.
—Mucho tenéis que amar al rey para soportar todo esto… —musitó Isabel sin pensar.
Doña Leonor la miró y sonrió con tristeza.
—Lo siento, mi señora, yo… No era mi intención…
—No hay nada que lamentar. Ojalá las que me rodean fueran como vos: sinceras y no gallinas cluecas ávidas de chascarrillos. ¡No sabéis cuánto aprecio vuestra compañía, Isabel!
Estuvieron unos minutos en silencio, unidas por las manos, y Doña Leonor terminó por hablar, intrigada.
—¿Cuánto estáis dispuesta a soportar vos?
—No entiendo mi señora qué queréis decir.
—El joven del que estáis enamorada no es de la corte. Lo sé porque al único que permitís tener cerca de vos es al joven Don Alonso y si no es él… —comenzó a decir la dama con lucidez.
—Es un capitán escocés, mi señora, un amor imposible como pocos. Yo aquí, él allí… Ni siquiera nos une una promesa de volver a vernos.
—No hay amores imposibles mientras uno está vivo, pequeña. ¿Él os corresponde?
—Diría yo que sí…
—¿Os lo ha dicho?
—No con esas palabras, mi señora —proclamó la joven sonrojándose.
—No temáis, nada de lo que me digáis saldrá de mi boca. Os lo prometo.
En ese momento, el guardián que custodiaba la puerta les anunció que el rey las recibiría a continuación, pero que deberían ser breves, pues aún tenía que despachar asuntos con Don Pedro González de Mendoza, entre otros. Doña Leonor abrió mucho los ojos y le enseñó la lengua a Isabel a escondidas. Ese Don Pedro no debía ser santo de su devoción, pensó la joven risueña y conteniendo la carcajada. Por un momento incluso, Isabel se olvidó de para qué iban a ver a Su Majestad y entró en los aposentos reales maravillada por su decoración y buen gusto.
Nada más entrar, la joven hizo una genuflexión y aguardó a que le dieran paso. Doña Leonor entró en cambio como la dueña del lugar, exenta de cualquier formalismo, y le dio un beso en los labios al rey. Don Alfonso XI se sonrojó ligeramente y desvió unos segundos la mirada hacia Isabel, con temor de que hubiese visto más de la cuenta.
—Es de confianza —musitó la de Guzmán—. Ella es la hija de vuestro amigo Don Juan de Ayala, de quién tanto me habéis oído hablar.
El rey le hizo un gesto a la muchacha para que se acercara y se levantó del trono para verla mejor.
—Sin duda sois hermana de Leonor e hija de mi gran amigo…
Isabel no supo qué decir y sonrió con timidez.
—Acercaos, dejad que os vea bien, muchacha.
Doña Leonor de Guzmán se sentó en el trono vacío, mientras su amante observaba a su amiga como si de un preciado jarrón oriental se tratase. Estaba tan segura de los sentimientos del rey hacia su persona que no sintió ni la más mínima punzada de celos cuando él le dijo:
—El hombre que os despose quizás no llegue nunca a ser un rey, pero será el hombre más rico del mundo, pues vuestra belleza es equiparable a poseer un rayo de luna…
Isabel desvió brevemente la mirada a su amiga y vio cómo esta sonreía ante su inocente sonrojo. El rey la tenía cogida por el mentón, a la luz de la ventana, mientras la examinaba como si de un preciado tesoro se tratase. Sintió cómo el mentón comenzaba a temblarle ligeramente y el rey le habló, soltándola poco a poco y volviendo al trono.
—No temáis, muchacha —dijo cogiendo a Doña Leonor por la cintura y sentándola sobre su regazo, ocupando los dos el mismo trono, como realmente debía de haber sido—. Contadme a qué se debe esta audiencia.
La favorita tomó la palabra y se giró antes de hablarle a su amante, Don Alfonso XI de Castilla, su rey.
—Alguien quiere mal a nuestra joven amiga.
La dama, mejor que nadie, sabía meterle el gusanillo en el cuerpo al rey. Este rezongó en la silla del trono y la miró con cierta severidad.
—¿Qué queréis decir?
—Hace días que alguien la sigue. Una presencia funesta que desaparece tal cual ha venido y que presagia una fatalidad. Es una sombra que busca el momento de asestar su golpe de gracia con su mirada mortecina, que hace que el vello de la piel se erice, que la acaricia con sus garras hasta arañarle el alma.
Isabel se quedó mirándola en silencio. Ni ella misma podría haber descrito esa sensación mejor. En cambio, el rey se quedó serio, impresionado de igual modo por las palabras de la mujer que tenía su corazón en sus manos. Doña Leonor siempre había demostrado ser una mujer cabal y divertida, jamás habría dicho algo que no fuera cierto o que no lo sintiera como tal.
—¿Vos creéis realmente que ese mal existe? —le preguntó obviando a Isabel.
La favorita asintió muy seria.
—Esta mañana, mientras hablábamos junto a la puerta del León, noté cómo alguien nos miraba. Al principio pensé que se trataba de simple curiosidad, pero la insistencia en la mirada me hizo sentirme mal y un escalofrío me llenó de congoja el cuerpo. Miré a Isabel y supe que también ella lo había sentido. No es la primera vez, mi señor. Alguien está pendiente de sus pasos y temo por su vida ahora que su padre no está cerca.
Isabel se llevó la mano al corazón. Ella no había llegado al punto de pensar que su vida corriera peligro.
—¿Tenéis alguna sospecha de quién puede ser? —le preguntó el rey, volviendo a hacer partícipe a Isabel de la conversación. Ante su negativa, anunció—: Sea quien sea y tenga las razones que tenga no volverá a asustaros, os lo prometo. A partir de hoy os acompañará siempre un guardia noche y día y no saldréis de palacio sin notificar a dónde os dirigís. Si os pasara algo, jamás me lo perdonaría y menos aún vuestro padre. Si al menos estuvierais casada…
—No creemos que se trate de ningún pretendiente despechado, mi amor.
—Nunca se sabe —replicó él con una sonrisa pícara, ante tal apelativo—. De todos modos, eso sería fácilmente remediable. ¿No es cierto?
Isabel no supo qué decir. Sus ojos verdes se abrieron despampanantes y un nudo en la garganta le impidió contestar. ¿Casarse? Antes se retiraría a un convento. Dedicar su vida a un hombre que no amaba era superior a ella. No, después de haber conocido al capitán Mackenzie y que el amor en pareja existía de verdad.
—Olvidaos de eso, mi rey, Isabel no necesita marido por ahora, sino vuestra protección.
—Ya, ya —replicó sin mucho afán, acariciándose la barba—. Bien, que así sea. No será difícil encontrar a mil y un candidatos para el puesto. Ahora marchaos a vuestros aposentos y no la dejéis sola hasta que el guardia llegue. No quiero que corráis peligro alguno.
Isabel no supo si lo decía por ella o por su amante, de la que se despidió con un ardiente beso que la hizo sonrojarse y mirar al suelo otra vez. ¿Cómo podría casarse con otro que no fuera Alex? Su corazón era nombrarlo y latía tan rápido como las alas de un colibrí en pleno vuelo. Soñar, tenía que soñar despierta y rogarle a Dios una oportunidad.
Don Juan de Ayala regresó de Granada con una tregua firmada por cuatro años. El sultán nazarí se comprometía a no aliarse con los benimerines y a no hostigar a los castellanos-leoneses por su dominio del Estrecho. La sonrisa no le cabía en el rostro. Había conseguido lo que nadie había llegado a desear jamás. Una tregua de tal calibre ayudaría a reorganizar adecuadamente las tropas de Don Alfonso XI, El Justiciero, como así lo llamaban algunos o El Noble, como él prefería llamarlo.
Tiempo que ayudaría a forjar nuevas estrategias y a vivir en paz. ¡Bienvenido fuera! Aunque se había retrasado un par de semanas más de lo previsto, quizás lograra que el rey les diera su venia para retirarse a Malaqa. No podía desearlo más. Mas el rey no dio tal permiso, a pesar de recibirlo con la pompa y boato que se merecía, lo que desilusionó sobremanera al consejero.
Don Juan de Ayala empezó a ser invitado a innumerables fiestas y actos protocolarios. Él los detestaba y, si no fuera porque lo acompañaba Isabel a la mayoría de ellos, rehusaría a asistir a los mismos. Don Alfonso XI no le dijo nada al respecto sobre por qué Isabel tenía siempre un centinela aguardándola a cada paso que deba y él no quiso preguntar. Últimamente, el rey estaba más celoso que de costumbre con ese tipo de decisiones y, la única vez que le había sacado el tema, le había dicho:
—Es demasiado valiosa como para que cualquier depravado se le acerque. ¿No creéis? No sabéis la cantidad de ricohombres que han venido a implorarme su mano —ante el gesto contrariado de su amigo, añadió—. No os preocupéis, hombre, no pongáis esa cara. No casaría a vuestra hija ni con el mismísimo rey de Francia sin vuestro permiso.
—Menos mal, entre otras cosas, porque Felipe VI está felizmente casado desde hace tiempo.
Ambos hombres rieron con ganas, aunque el de Ayala se quedó con cierto resquemor en el cuerpo. ¿Qué podía responderle al rey? ¿Y qué era eso de que la pretendían tantos hombres? ¡Si ella no le había dicho nada! Solo había visto que se le acercaba ese joven capitán, Don Alonso Ortiz, si mal no recordaba su nombre, con asiduidad. Isabel era lo único que le quedaba, cuantos más ojos la velaran, mejor que mejor. Lo dejó estar.
Sevilla, marzo de 1335.
Don Juan esperó impaciente que acabara la época de lluvias. Llevaba meses contando los días para que llegase la primavera y poder retomar las riendas de su destino sin tener que pedirle permiso al rey. Don Alfonso XI no lo había requerido en más asuntos de renombre desde que había vuelto de Granada y él empezaba a aburrirse de no tener nada que hacer.
Se entretuvo poniéndose al día con los escribas y eruditos de la comarca, paseando a caballo los días que la lluvia daba tregua y escribiendo largas cartas a su hija Leonor y a Sir Symon Lockhart como cada mes, pues bien sabía que el caballero se las haría llegar en cuanto supiese que estaban asentados en lugar seguro.
Las nuevas de Escocia no eran muy halagüeñas. Recibió tres cartas seguidas tras meses sin noticias y a cual peor que la anterior. En la primera de ellas, Sir Symon Lockhart les anunciaba que Ayden y Erroll seguían en la prisión de Edinburgh, que no habían querido preocuparlos antes, por lo menos hasta que hubiesen terminado de hacer todos los recursos y apelaciones posibles tanto a Eduardo de Inglaterra como al rey Balliol. Sus demandas no habían sido escuchadas en ningún caso y poco quedaba ya por hacer. También les hacía saber la desaparición de Leena y lo preocupados que estaban por no saber nada de su paradero.
Para colmo, en la carta de fecha más reciente, febrero de 1335, ninguna de esas malas nuevas había cambiado en absoluto y eso hizo que Don Juan se replanteara incluso volver a Escocia. No hizo partícipe a su hija de su deseo, por temor de que se hiciera falsas ilusiones.
Sir Lockhart apenas nombraba a Leonor y lo poco que les dejaba entrever sobre ella era que estaba a salvo y en el norte. Cuando leyó la última carta, le preguntó a Isabel sobre quién era Leena. Su hija le explicó quién era la joven desaparecida que citaba Sir Lockhart en la carta y a la que él parecía no recordar.
—¡Claro que sabéis quién es Leena, padre! —exclamó ella, describiéndosela.
—¿La del pelo rojo como la candela? —le preguntó Don Juan, achinando los ojos en un intento de evocar el rostro de la muchacha.
Su hija se carcajeó de él hasta que le dolió el vientre y las risas pasaron a ser gimoteos contenidos.
—¡Santo Cielo, padre! ¡La mayoría de las escocesas tienen el pelo de ese color! —exclamó ella, volviendo a reírse en cuanto se hubo repuesto de la risa inicial.
Don Juan gruñó y ella contuvo la risa, provocando con sus gestos que padre e hija rieran como hacía tiempo no lo hacían juntos.
—Cierto, cierto, perdonadme. Creo saber ya quién es. Una muy guapa y que tenía prendado al hermano de Neall. ¿No es cierto?
—¡Esa misma!
—¡Pobre, mujer! ¿Qué habrá sido de ella? La incluiré en mis oraciones.
Ambos se quedaron callados y dejaron de reírse. Les parecía mentira que gente a las que hacía tan poco habían conocido estuviesen pasándolo tan mal o no supiesen nada de su paradero.
—Ojalá cambie su suerte. Les echo de menos, padre. ¿No os dice nada sobre mi hermana? —preguntó Isabel con un hilo de voz, sin querer coger la carta en sus manos, por temor a leer de primera mano malas noticias.
—Solo Leonor, Neall y Alex consiguieron llegar a las tierras de los Mackenzie…
—¿Y el resto?
—Todos muertos, salvo Ayden y Erroll que fueron hechos prisioneros.
Los ojos de Isabel brillaron como la plata bruñida y un ligero temblor en el labio inferior la delató. Lo sabía, pensó Don Juan, ratificando que los sentimientos de su hija menor por Alex Mackenzie seguían tan vivos como siempre.
—¿Y están bien? ¿Ellos están bien? ¡Hablad pronto por el amor de Dios! —suplicó Isabel.
—Los tres están bien —sentenció con un tono preocupado en la voz el de Ayala.
—¿Qué os preocupa, padre?
—Los clanes del norte son reacios a admitir a forajidos. Me preocupa que alguien pueda denunciarlos y entregarlos al rey Balliol.
—¿Forajidos? —preguntó Isabel dando un respingo en su asiento, presa del susto.
—El rey ha puesto precio a la cabeza de mi yerno. Cualquiera que le ayude, puede ser acusado de traidor. Leonor y Alex van con él y, por tanto, pueden ser ajusticiados sin derecho a juicio por cómplices.
Isabel sintió cómo la estancia le daba vueltas y se llevó la mano derecha al pecho intentando aflojarse el corpiño un poco con desesperación. No supo que se había desmayado hasta el momento que notó el agua fresca humedecerle las sienes.
—¿Estáis bien, pequeña?
La voz de Leonor de Guzmán le acarició los sentidos e Isabel abrió los ojos. La claridad de la ventana la hizo pestañear y buscó con la mirada a su padre, pero estaban solas.
—Ha salido en busca del galeno —respondió Leonor de Guzmán, anticipándose a su pregunta—. Nos habéis preocupado mucho… ¿Qué tenéis? ¿No estaréis…?
—¡No, claro que no! —exclamó con rapidez Isabel, incorporándose rápidamente del lecho.
—¿Entonces?
—Mi hermana, su marido y Alex corren peligro. Creo que he debido desmayarme de la misma impresión al saberlo.
—Alex es…
Isabel asintió.
—¡Vaya! Reconozco que cada vez que Alfonso se va a la guerra me tiemblan las carnes. Es normal que os haya causado tal aprensión. ¿Vuestro padre sabe que…?
—¿Estoy enamorada de un imposible? Algo intuye. Después de mi hermana, es el que mejor me conoce.
—Disculpadme si estos días no he estado más por palacio, hacía mucho que no os veía y os he echado de menos. La verdad es que la visita de Doña María se me está haciendo demasiado larga esta vez. ¡Más de un mes, Jesús, María y José! Nunca ha tardado tanto en retirarse al monasterio de San Clemente, aquí en la villa, o marcharse a sus tierras en Talavera de la Reina.
—Casi dos, más bien, pues ya no queda ni una semana para primavera y en breve nos marcharemos para Malaqa. ¡Mi padre está pletórico!
—Sé de uno que no lo está y que os echará en falta.
Isabel se sonrojó. Sabía muy bien a quién se refería su amiga. Muchos eran los que daban por sentado que la pareja tardaría poco en comprometerse. Don Alonso Ortiz era un joven sin par, buen mozo, culto y carismático, tenía todo lo que una mujer pudiera desear, pero no su corazón. Él no desistía en el empeño a pesar de que ella se había sincerado y hablado de su amor por el escocés.
Y el susodicho entró sin pedir permiso en la alcoba de Isabel como una gran ola arrolladora, llevándose consigo a rastras el reclinatorio unos palmos y cayendo el misario al suelo.
—¡Dios Bendito, antes se nombra y antes aparece como caído del cielo! —exclamó Doña Leonor sobresaltada al ver a Don Alonso.
Isabel no supo ni qué decir, pues no se esperaba la interrupción de un hombre en sus aposentos. ¿Cómo podía haber sido tan imprudente? ¿Y si no hubiese estado acompañada?
—¿Qué-qué hacéis aquí? —consiguió balbucir la joven de Ayala algo disgustada.
—Supe que os había dado un vahído y corrí a comprobar que estabais bien —respondió él, dándose cuenta de lo extraño de la situación y acariciando la empuñadura de la espada con la yema de los dedos—. En el gran salón no se habla de otra cosa.
Isabel puso los ojos en blanco y resopló, tendría que estar dando explicaciones al menos una semana, pero si Don Alonso no se iba pronto de allí, capaces eran de levantarles un bulo que terminara en casamiento. Lo miró con desaprobación. ¿No sería lo que andaba buscando presentándose allí de esa manera?
—Pues ya veis que no es nada relevante, Isabel se encuentra bien y vos no deberíais estar en la alcoba de una dama casadera. ¿Qué pensaría el rey si os viera? ¿Y todas esas beatas? ¡Marchaos, pronto, hombre de Dios! No quiero que la pobre Isabel sea la comidilla de todas ellas. Ya hablaréis más tarde en los jardines o donde sea menester.
—Pero…
—Nada de peros o se lo diré al rey. ¡Bien sabéis que tengo mano! —sentenció Doña Leonor con voz firme y muy seria.
Don Alonso miró a Isabel y la joven le señaló la puerta. El joven titubeó, mas no tuvo otra que claudicar. No podría con ellas, ambas eran mujeres de armas tomar. Cuando se hubo ido, Isabel parafraseó a su compañera, intentando imitar su voz y con los brazos en jarras.
—Nada de peros o se lo diré al rey. ¡Bien sabéis que tengo mano! —repitió con chanza—. ¡Y tan buena mano! Lo habéis dejado blanco como la cal, mi señora. ¡Si no sabía ni cómo contestaros!
Doña Leonor de Guzmán cayó en la cuenta de lo que había dicho y comenzó a reírse sin parar. Su risa era contagiosa y así las encontró Don Juan de Ayala acompañado por el galeno.
Tres semanas tardaron en tener todo listo y Don Alfonso XI no tuvo más remedio que claudicar y dejarlos marchar hacia su añorado hogar. Sin embargo, el rey recibió en audiencia privada a Isabel horas antes, con la intención de hacerle saber que, de ahí en adelante, el guardián no podría acompañarla si marchaba a Malaqa y que convenciera a su padre para que se quedaran en Sevilla, donde podría seguir protegiéndola.
—No os preocupéis, Su Majestad. Desde aquel día, no he vuelto a sentir esa presencia, maligna o no y, quizás, todo fuera debido al miedo a quedarme sola y fruto de mi propia imaginación.
—Cuando el río suena, agua lleva. Sed prudente, muchacha, y abrid bien los ojos. Si vuestro padre os perdiera, moriría de pena.
—Ambos nos cuidaremos, mi señor.
Se despidió del rey y marchó hacia el patio de caballerizas. Allí la aguardaba su padre y ¡Don Alonso! ¿Qué diablos hacía allí? Pidió perdón al cielo por la blasfemia y se agarró de las faldas para aligerar el paso. Ambos hombres hablaban con confianza y la sonrisa de Don Alonso le escamó. Cuando llegó hasta ellos no pudo evitar preguntarle qué hacía allí.
—Vengo a despedirme, por supuesto —le replicó Don Alonso con una brillante sonrisa, aferrándose a la chaquetilla del uniforme de gala de capitán.
Isabel no podía negar que estaba apuesto y que irradiaba una seguridad en sí mismo subyugadora. Don Juan carraspeó y aprovechó una excusa para dejarlos unos momentos a solas. Le daba pena el muchacho, se le veía a leguas lo enamorado que estaba de su hija.
—Pues aprovechando que no os dejaré sola, daré las instrucciones pertinentes para que nuestros baúles lleguen sanos y salvos a casa —informó Don Juan y con las mismas se marchó, sin darle tiempo a la joven de advertirle lo inadecuado que era hacerlo.
—Temí no tener ocasión de despedirme —se atrevió a decirle Don Alonso, dando un paso adelante y aferrándole las manos con fuerza, en cuanto se hubo ido el consejero.
Isabel se soltó de sopetón y se quedó tan rígida como una estatua.
—Yo no pretendía… Lo siento —se disculpó él.
—Yo también. Os agradezco que hayáis venido a despedirnos, pero vuestros hombres andarán preguntándose dónde está su capitán con toda seguridad.
—Mis hombres podrán vivir sin mí y sin mis órdenes, en cambio yo sin vos…
El tono ronco y emocionado en su voz la cogió desprevenida. No se esperaba que volviera a intentarlo de nuevo y mucho menos tan pronto.
—Os lo ruego, Don Alonso, no sigáis. Bien sabéis que mi corazón pertenece a otro hombre.
—Un hombre del que no tenéis noticias hace tiempo y con el que no compartís ni la promesa de su amor —le reprochó enojado, dejando a un lado ese deje seductor y sacando al capitán que llevaba dentro.
—Eso no es algo que os incumba, ¿no creéis? —le espetó ella cruzando los brazos a la altura del pecho y acompañando el conjunto con un bello mohín obstinado en su rostro.
Él la cogió por el antebrazo y la atrajo hacia sí, más decidido que nunca.
—¡Por supuesto que sí, mi señora! Pues es mi intención…
—Callad, os lo suplico, dejémoslo así. Permitidme que guarde un bello recuerdo de vos.
—Os esperaré —dijo él sin soltarla.
—No tenéis por qué.
—Mi corazón no pertenecerá a otra que no seáis vos —insistió Don Alonso.
—Entonces terminaréis haciendo muy feliz a vuestro padre —se jactó ella, desasiéndose de su abrazo y recordándole que el patriarca de los Ortiz deseaba que su hijo terminara sus días como prior de la Orden de San Juan como mínimo.
—No os burléis de mí, Isabel. Yo…
Isabel colocó el dedo índice en su boca y le exigió silencio. Él tembló ante el contacto de su piel y cerró los ojos y los puños, conteniéndose.
—Cualquier mujer sería dichosa con teneros a su lado, pero yo no. No ahora, no puedo. ¿Lo comprendéis? —le suplicó.
Él asintió y calló. Sería paciente y cumpliría su promesa. La esperaría, bien sabía Dios que la esperaría o no habría ninguna otra.
Ayrshire, Escocia, 27 de agosto de 1335.
La carta tenía fecha de primeros de mayo, pero con todo el trajín del rescate y del temor a ser invadidos por los ingleses, Sir Lockhart la había dejado olvidada en el fondo del cajón junto a otra más. El Laird tanteó los pergaminos lacrados en sus dedos y sonrió al verlas. Era justo lo que necesitaba en ese momento. Sería el bálsamo que devolvería la alegría a Leonor pues, desde que su marido se había ido con su hermano, Erroll y Darren a Inglaterra, se mostraba esquiva y alicaída. No podía verla así, no la reconocía. La tristeza se había instalado en su rostro y solo el joven Mackenzie conseguía romper su melancolía cuando le pedía que le corrigiera el acento al hablar en castellano.
Lo envidiaba. Envidiaba la complicidad que tenían entre ellos, una libre de prejuicios, sin esperar nada del otro, una amistad sincera entre un hombre y una mujer. La añoraba, pero sabía que intentar un acercamiento a ella le costaría su matrimonio. La situación con Elsbeth se volvía insostenible y había terminado agradeciendo de corazón que Leonor se hubiese mudado a la villa para evitar más altercados entre ellas. No entendía a Elsbeth… Debería estarle agradecida pues le debía la vida incluso a la española. Mas la melliza se negaba a escucharle, escupiéndole que seguía enamorado de Leonor.
¡Maldita mujer! ¡Ojalá abriera los ojos pronto y se dejara de tonterías! ¿Cuánto tiempo podría aguantar sus desplantes y sus desaires frente a sus hombres? Bien se merecía calentarle un día las nalgas para que madurara de una vez. En una ocasión Leonor le había dicho que lo mejor era que no se vieran, que olvidaran la amistad que los había unido por el bien de ella.
—¡Elsbeth, Elsbeth, Elsbeth! ¿Cuándo os vais a dar cuenta de cuánto os amo? —se preguntó Symon en voz alta, decidido a hacerle llegar las cartas a Leonor cuanto antes—. Con esto veré saldada mi deuda…
O su conciencia quedaría lo suficientemente tranquila al saber que el tener noticias de los suyos la haría feliz y la ayudaría a afrontar la espera de Neall con mejores ánimos. Era su última baza antes de resignarse a ver a Leonor como un alma errante. En realidad, verla feliz era la única forma de poder alejarse de ella, sin que la angustia lo atenazara por dentro.
Él lo había intentado todo para que volviera a ser la de siempre, pero su temperamento enérgico parecía menguar justo lo que su barriga crecía por el embarazo. No le reprochaba que quisiera marcharse al norte, o incluso a Irlanda, cuando todo hubiese acabado. Su relación con Elsbeth no mejoraba, sino que iba a peor de forma irremediable. Él ya no podía soportarlo más. No tenía elección. Era Leonor o su esposa. ¿Quién le habría dicho hacía un par de años que no elegiría a la española?
Sir Lockhart salió de la habitación a grandes pasos, aferrando con fuerza las cartas en su mano, sin darse cuenta de que Elsbeth lo aguardaba fuera para que decidiera qué hacer con algunas cabezas de ganado. Tan ensimismado estaba que ni siquiera la vio y marchó raudo a la villa en busca de su vieja amiga. No tardó en verla rodeada de niños, como una gran mamá gallina rodeada de polluelos.
—Seréis una gran madre, mo baintighearna —le comentó risueño.
Leonor se llevó la mano al pecho y suspiró, devolviéndole la sonrisa.
—Me habéis asustado, mo Laird. ¿Qué os trae por la villa?
—¿Tengo que tener una excusa para relacionarme con mi gente? —le preguntó irónico mientras se reajustaba el cinturón que portaba el arma. Su rostro intentaba permanecer estoico, aunque por dentro estaba feliz por tener un momento de paz.
—No, claro que no… —se apresuró a decir la española con desconcierto.
—¡Es broma, Leonor! —exclamó él divertido por la turbación que le había provocado. ¡Cuánto la echaba de menos, Santo Cielo!, pensó con deseos de abrazarla.
—Claro, claro… —susurró ella, sin saber qué más añadir.
Los niños los dejaron solos y se fueron a correr entre los árboles, alborotados y disfrutando del día de sol y paz. Ambos contemplaron en silencio cómo se alejaban. Leonor esperó a que él fuera quien dijera a qué había venido en realidad. No se hizo esperar.
—En realidad he venido a traeros estas cartas —le dijo mostrándoselas—. Con todo lo que ha pasado últimamente, se habían quedado olvidadas en el fondo del cajón y, en cuanto las he visto me he dicho: no puedo esperar hasta los oficios de mañana para dárselas.
—¿Son de mi familia? —preguntó ella, brillándole las pupilas como estrellas en la noche.
—Sí.
Ver su reacción compensaba cualquier agravio. ¿Cómo no era capaz de hallar algo que tuviera el mismo efecto en su mujer? Tendría que meditarlo, algo habría y él no cejaría hasta encontrarlo…, se instó.
—¡Oh, Dios mío, Symon! —exclamó Leonor echándose a sus brazos inesperadamente cuando tuvo las cartas en su poder—. ¡No sabéis cuánto las necesitaba!
Él la abrazó y recordó ese aroma tan familiar a flores. Acarició sus cabellos antes de separarse de ella y comprobar que las lágrimas corrían por sus mejillas, mientras reía y temblaba a la vez, emocionada.
—¡Me habéis hecho tan feliz! ¡Si pudiera pagároslo de algún modo!
—Seguid siéndolo y me sentiré dichoso. Es lo único que me importa…, hacedlo por él y por vos misma. ¿De acuerdo?
Leonor asintió y añadió:
—Gracias, gracias, gracias.
Le pidió que la excusara, pues quería leerlas a solas y con tranquilidad, recrearse en cada una de sus líneas y sentirlas como si la distancia que la separaba de su hermana y su padre no existiera.
«¡Como gustéis, mo baintighearna!», le había respondido él sonriendo, mientras veía cómo Leonor se alejaba hacia la pequeña choza que había ocupado tras abandonar sus cómodos aposentos en la torre de Barr. El Laird saludó a algunos paisanos y volvió al castillo con una indiscutible sonrisa. La misma que había desaparecido del rostro de Elsbeth al verlos abrazados minutos antes.
La melliza Murray se frotó de nuevo los ojos y se pellizcó con fuerza. Lo que había visto era tan real como que Dios existía. No supo si seguir a su marido y regresar al castillo o dejarle de una vez las cosas claras a esa entrometida roba maridos. Se decidió por lo segundo. Se acercó con sigilo a la cabaña y llamó a la puerta con los nudillos. Leonor respondió desde dentro que pasara.
—Os he dicho que quería leerlas sola, ya os contaré mañana las nuevas de mi padre —le respondió Leonor de espaldas a la puerta mientras rompía el primer lacre.
Se giró ante la falta de respuesta y se encontró a su cuñada con un humor de mil demonios, tan colorada que cualquiera diría que acababa de salir de las mismísimas entrañas del infierno. A la española no le dio tiempo ni a reaccionar, cuando una vasija voló muy cerca de su cabeza y amenazaba con tirarle otra.
—¿Os habéis vuelto loca? —le gritó Leonor sin entender qué demonios había hecho esta vez para enfurecerla—. Soltad eso antes de que alguna de las dos nos hagamos daño.
Elsbeth agarró con fuerza otra jarra de barro y no la bajó.
—Os advertí que no os acercarais a mi marido, galla59. ¡Os lo advertí! —exclamó tirándole la jarra y dándole en el hombro.
La jarra se hizo pedazos en el suelo a pesar de que los juncos del suelo amortiguaron la caída. Le había dado en el brazo. Leonor puso los ojos en blanco, presa del dolor. Si antes le había preguntado si se había vuelto loca ahora lo afirmaba. Loca de remate. ¿Qué diantres le había pasado? ¿Se debía solo a su incapacidad para engendrar hijos? Deseó con todas sus fuerzas que apareciera alguien alarmado por los gritos, pero era hora de faena en el campo y, salvo los niños y los ancianos, pocas personas más habría en el pueblo. Al ver que Elsbeth buscaba otro objeto que tirarle, echó mano a su jambia y la amenazó para que no se acercara.
—No deis un paso más u os juro que lo lamentaréis.
La voz de Elsbeth se tornó oscura como su pensamiento y volvió a la carga con sus injurias, pues sabía que con ellas le haría más daño. Leonor notó que le temblaba la mano por primera vez en su vida, pero o era capaz de entrar en razón a su cuñada o no la dejaría dar un paso más.
—¿Acaso no tenéis suficiente con Alex Mackenzie que habéis tenido que echaros en brazos de mi marido a plena luz? —volvió a la carga la melliza Murray.
—¿Cómo podéis pensar eso por el amor de Dios? ¿No veis que estáis desvariando? Soy yo, Leonor, vuestra amiga…
—Yo no tengo amigas. La única que tengo sigue desaparecida y hasta es posible que sea pasto de gusanos.
—¡No habléis así de Leena! —exclamó Leonor llorando.
Elsbeth se sentía poderosa, desatada y febril. En su mano estaba dar la puntilla y quitarse de en medio a esa entrometida para siempre. Sus ojos estaban velados por la envidia y no veía más allá del rencor. Leonor le había arrebatado la posibilidad de ser madre con sus mejunjes y sus malas artes y eso jamás se lo perdonaría. Menos aún cuando se pavoneaba orgullosa frente a ella con su embarazo, cuando dejaba que su marido tocara y deseara el fruto de su vientre.
—¡Maldigo el día que Dios os puso en nuestras vidas! —tronó con un odio desmedido—. ¡Y pobre hermano mío cuando se entere de quién sois en realidad! ¡Os odio! ¡No sabéis cuánto os odio! ¡Maldita!
Leonor se llevó la mano derecha al corazón, con la otra seguía sujetando la daga. El día que la flecha de Sir Kenion Strathbogie le había cruzado el pecho de parte a parte había sentido menos dolor que en ese momento. Se tambaleó y se apoyó en la silla. Entre lágrimas le gritó a su cuñada, mientras le señalaba las cartas:
—¡¡¡No he sido yo la que ha ido a buscar a vuestro esposo!!! Él solo ha venido a darme noticias de mi padre. ¿Qué hay de malo en ello?
De repente, Elsbeth comenzó a gritar como poseída por el maligno y Leonor dio un paso atrás. Si pensaba que no habría nadie en los alrededores se equivocaba. La cabaña se llenó de personas en un santiamén. Algunos incluso con el azadón en alto. Todos miraban atónitos el dedo acusador de la señora, mientras lloraba suplicante que la alejaran de Leonor, que quería hacerle daño.
La española no podía creerse lo que estaba viviendo. Soltó la jambia como si le quemara. Ella jamás alzaría un arma contra ella y temió que creyeran los desvaríos de su señora. Gracias a Dios nadie le hizo caso y Leonor no supo si eso fue lo peor. Elsbeth gritaba y buscaba que alguien apoyara su versión de los hechos, creyéndose sus propias mentiras. Mas los lugareños la abrazaban y le decían:
—No pasa nada, mo baintighearna. Veréis como todo se soluciona.
—Ella no os pretende ningún mal —le decía otro.
Todos sabían de su enfermedad, de su deseo desmedido por ser madre. Todos la compadecían, no por no tener hijos, sino por no saber vivir más que para tenerlos. Elsbeth acabó arrodillada en el suelo y sola, entre lágrimas amargas, hasta que su marido vino a buscarla alertado por alguien. Symon la cogió en volandas y la acunó en su pecho como a una niña pequeña, con un gesto lastimero le pidió perdón a Leonor y desaparecieron por donde habían venido.
La española se llevó la mano al vientre y lloró. Se sentía sola, más que nunca, más incluso que cuando asesinaron a su hermana y a su madre. Había sentido miedo, un miedo atroz a poner en peligro a la criatura que llevaba en su vientre. Terminó de abrir los lacres y se sorprendió que hubiera unas notas con la indiscutible bella letra de su hermana. Comenzó a leer las cartas entre lágrimas y, a cada línea que avanzaba, más segura estaba de lo que tenía que hacer.
Malaqa, abril, en el año del Señor de 1335.
Querida Leonor, padre no quiere que os diga nada, pero hace días que siento que algo maligno vuelve a acecharnos desde que volvimos a Malaqa. Él no sabe que ese había sido el verdadero motivo por el que Su Majestad, Don Alfonso XI de Castilla, había puesto un guardián que me custodiara día y noche en Sevilla.
Al principio pensaba que se trataba de una mera sensación, la aprehensión propia que acompaña al alma cuando una se ha despedir abruptamente de las personas a las que quieres… No os preocupéis, seguramente serán invenciones mías. No nací valiente como vos... Cuento los días para volver a veros y disfrutar más de esa bella tierra que os ha adoptado y que ahora siento también como mía.
Con sumo afecto,
Vuestra hermana,
Isabel.
Leonor se enjugó las lágrimas con el dorso de la manga de su camisa y siguió leyendo. ¿Quién podía querer el mal de una joven como su hermana? Su padre no era hombre de deudas, siempre había gozado de gran estima entre sus conocidos… Algo no encajaba. ¿Sería ciertamente una ilusión de su hermana?
Sevilla, julio, en el año del Señor de 1335.
Querida hermana, no poseo el valor que tenéis vos desde la cuna, pero no soportaba la idea de que ese ser me persiguiera a donde quiera que fuese sin más. Padre quiso que dejásemos Malaqa y nos marchásemos de nuevo a la corte para que estuviera segura, pues temía por mi vida o que terminara volviéndome loca, una de dos.
Sin embargo, en Sevilla, volvió esa angustia a perseguirme por las esquinas y, cuando presentí que estaba cerca, pues se escondía para que no pudiera verlo, la esperé.
Llamadme imprudente, pero necesitaba darle un respiro a mi desasosiego. ¡Cuál fue mi sorpresa cuando ese demonio se materializó en una anciana enjuta con ojos de loca! Que me perdone Dios... La señora me miró sorprendida y sus dedos me recorrieron la cara buscando en mis facciones las tuyas.
Lo sé, porque he estado dándole vueltas a lo que me dijo tantas veces que ni las recuerdo. «No sois vos, pero a ojos del Divino tendrá que valer». Después llegó padre de repente y la mujer desapareció como la espuma que deja una ola en la orilla.
Desde ayer mismo, ha vuelto a acompañarme un custodio del rey por donde quiera que voy y padre no quiere volver a Malaqa hasta que todo se aclare. ¿Os podéis creer? ¡Con lo que le gusta a él la vida tranquila junto al mar! No sé qué pensar, en su momento, padre le quitó importancia al hecho. Sé que le alivió saber que yo no estaba loca y que la amenaza no era más que una anciana caja de huesos.
Como veis, no solo vos corréis peligrosas aventuras…
Sin más, y esperando veros pronto,
Vuestra hermana,
Isabel.
Alex Mackenzie entró sin llamar y encontró a Leonor echada sobre la mesa y con los ojos húmedos. Antes de llegar a la villa le habían contado de diez formas diferentes lo que había ocurrido con Milady. Poco más había que añadir. Deseó que solo fuera cuestión de tiempo y que se recuperara, pues la melliza Murray siempre había sido una beldad en todos los aspectos. Se acercó con sigilo a la mujer de su capitán, no fuera a ser que se hubiese quedado dormida.
—Espero que no estéis dejando barro en mis juncos, Mackenzie… —musitó ella sin mirarlo.
Él sonrió. ¿Sería capaz algún día de pillarla desprevenida?
—No, mo baintighearna. Llevo las botas tan limpias que bien podría comer en ellas.
Leonor lo miró con cara de asco, arrugó la nariz y le enseñó la lengua.
—No hablaba literalmente…
—Eso espero.
Se miraron en silencio unos segundos y luego él posó la vista en las cartas.
—Son noticias de Isabel y de mi padre —le dijo con una media sonrisa.
—¿Puedo? —le preguntó él con timidez en el gesto y con ansia pura en su voz.
Leonor asintió y Alex leyó las cartas en voz alta. Leonor le corrigió un par de palabras, pero su castellano era realmente envidiable y lo felicitó. Él no respondió al halago, más preocupado por el contenido de las misivas.
—¿Qué pensáis hacer?
—¿Os lo han contado?
Él asintió.
—¿Acaso tengo elección? —le preguntó levantando una ceja y señalando el estropicio—. Una loca anda suelta tras mi hermana y aquí no hay sitio para mí.
—¿Esperaremos a que venga Neall de Inglaterra?
—No. De seguro nos alcanza antes de que pisemos territorio andalusí y no tenemos tiempo que perder —le comentó mordaz señalándose el abultado vientre—. Haced el equipaje, Alex, cuantos menos sepan que nos vamos…
—Mejor —sentenció él guiñándole un ojo.
—Exacto.