CAPÍTULO 30

LA PRISIÓN

 

 

 

Castillo de Guildford, 21 de septiembre de 1335.

 

Desde el pasado agosto, Sir Kenion Strathbogie había tenido pesadillas constantes. No era habitual en él. Jamás su conciencia se había visto afectada por sus terribles acciones, muy al contrario, siempre dormía como un bebé. Sin embargo, en todas ellas aparecía Sir James Stewart, el hermano mayor de Leena, y le increpaba un: «me lo debéis, bastardo». No le debía nada, en realidad. Jugó sucio en el duelo y le ganó por la espalda, pero los remordimientos afloraban en él, insistentes.

No esperó ni a blindar Blair Atholl ni sus tierras colindantes contra el avance inglés sobre Perth y Stirling y fue en busca del conde de Cornualles. El desasosiego de que algo estaba pasando con Leena lo perturbaba y lo perseguía sin descanso. Mandó a sus mejores hombres para que hicieran frente a las tropas que osaran acercarse a sus tierras, fuera del bando que fueran, y así evitar los saqueos por una u otra parte.

Cuando consiguió que Lord John de Eltham consiguiera hacerle un hueco en su apretada agenda, no encontró más que un joven cansado, con profundas ojeras y un carácter que ni los perros rabiosos. «Estoy atado de pies y manos», le había dicho el joven conde, «y ahora que Ayden Murray está libre... Yo no tengo nada que hacer con ella». Ciertamente, había tocado en hueso. Quizás las órdenes explícitas del rey de que su hermano se olvidara de Leena de una vez por todas, o el paso del tiempo, habían hecho efecto.

Kenion fue a marcharse de la reunión con la última bolsa de dinero y el salvoconducto firmado y estampado con el lacre real de los Plantagenet para que no tuvieran problemas en el regreso a Escocia. Reconoció que el hermano del rey se estaba jugando el cuello por una mujer que jamás sería suya y no supo si compadecerlo o felicitarlo, porque eso debía ser lo que los bardos llamaban «amor». Antes de marcharse, John le preguntó:

—¿Qué os ocurre, Sir Strathbogie?

Su cara debía de ser fiel reflejo de la que se le quedaba a uno cuando le echaban un jarro de agua fría encima en plena noche de invierno, pues así le había sentado la noticia de que Ayden fuera el padre de las criaturas y no Neall.

—Nada —mintió.

—Si no vais a ayudarla, no vayáis —le espetó cruzándose en su camino—.Ya ha sufrido suficiente con la pérdida de su hijo. ¿No creéis?

—Voy a salvarla de ese bastardo —respondió Kenion sorprendiéndose a sí mismo, pues era la primera vez que se preguntaba por qué tanto interés por Leena.

—¿De Gibbs o de Murray?

Kenion se carcajeó con ganas.

—Más quisierais vos que os hiciera el trabajo sucio. Ayden es un buen hombre, mi peculiar batalla es con su hermano.

—¿Qué os ha hecho para que lo odiéis tanto?

—Existir.

Lord John de Eltham no quiso ahondar en el tema. Allá Sir Kenion Strathbogie con sus motivos, pero aún estaba inquieto por cómo pensaba ayudar a Leena a salir de allí.

—Lo de Gibbs…

—No me subestiméis u os tendré que hacer una demostración.

John levantó las manos en son de paz.

—Tranquilizaos. Nadie ha dudado de vuestras altas capacidades… bélicas. Además, le hagáis lo que le hagáis, bien merecido se lo tiene… Lo único que os pido es que seáis discreto y no dejéis ningún rastro.

Sir Strathbogie azuzó al caballo hacia al sur. Cuervos negros y bien alimentados sobrevolaron junto a él el último trecho hasta Guildford. Cuando llegó, supo que el mal lo esperaba. Sabía reconocerlo. Era un ave de mal agüero con la que había convivido siempre.

Una punzada en el pecho le hizo llevarse la mano al corazón. Eso sí que no era normal en él. ¿Él sintiendo lástima por alguien que no fuera él mismo? Resopló. Recordó la última vez que había estado allí. No, no era el recuerdo de esas mártires lo que le oprimía el pecho. Todas muertas. ¿Estarían todas muertas? Él era una piedra, un bosque de dunas que no se paraba ante nada y al que solo lo gobernaba el viento. Pero el dolor se hizo fino e incesante, como si le estuviesen clavando una aguja larga y candente, atravesándole el corazón. Presagios, malditos presagios… Se desabrochó las primeras lazadas del cotun para poder respirar y aguzó el oído. Nada.

Estaba a las puertas de la muralla de Guildford y una fuerza sobrenatural le impedía dar un paso adelante. Calmó al caballo para que sus bufidos no interfirieran en su escucha. La bestia resopló, como había hecho él hacía un momento. Ese silencio era peor que el clamor de una legión. Se aupó en su bestia de guerra para avistar el sendero, pero nada. La nada más absoluta había hecho que hasta los cuervos desaparecieran y ni el más remoto ruido los turbara. Algo había pasado, lo sabía… Algo que podría haber firmado él mismo meses atrás.

La muerte lo invitó a entrar en Guildford. Él no estaba dispuesto a dejarse cazar fácilmente. Se estremeció al no escuchar el tintineo de arrastrar cadenas y pensó que estaba en lo cierto. Solo silencio, un silencio atroz… Se inquietó. ¡Tenía gracia! Él, un maldito demonio que no le temía a nada ni a nadie, con la desazón metida en las venas. ¿Habría llegado tarde?

Desde la verja pudo ver que los jardines que colindaban al castillo parecían haber sufrido un incendio. Se rascó la barba desaseada y arrugó la nariz con asco. ¿A qué olía? La pequeña colina coronada por la edificación recordaba a un lúgubre camposanto. Todo gris, tosco y ceniciento. Árboles quemados a media altura, con ramas secas y hojas pardas, tiznadas, desnudas… El castillo no parecía haber sido afectado y se tranquilizó en parte. Sin embargo, el hecho de que nadie hubiese salido a su encuentro, le corroboraba lo que su alma en vilo le gritaba. Comprobó que tampoco había nadie trabajando para arreglar los alrededores a pesar de que el sol estaba en su cénit.

Se apeó del caballo de un salto y ató a su bestia de guerra a resguardo. Nada más entrar en el sendero, otrora vez ajardinado, el olor nauseabundo de la carne en putrefacción casi lo hizo vomitar. «Pero ¡qué demonios!». Cogió su claymore y ladeó uno de los arbustos chamuscados. Le fue inevitable contraer el rostro con repugnancia. Los restos sin vida de una de las reclusas, parcialmente quemado y devorado por las alimañas, se le grabó en la retina. Lo peor era que no era el único. A lo largo del sendero descubrió al menos quince cuerpos más. Todos en las mismas condiciones. Estaban encadenados al árbol más cercano y las llamas los habían devorado hasta la cintura en la mayoría de los casos. Otras habían tenido más suerte y el fuego había hecho bien su trabajo. Fuera por el fuego o fuera por los animales carroñeros, estaban casi todos irreconocibles. «¿Quién ha podido hacer algo así?». Alguien como yo, concluyó.

Sir Strathbogie merodeó en sigilo por los alrededores en busca de una pista sobre Leena, o al menos para descartar que fuera una de las ajusticiadas. La zona del huerto estaba intacta y respiró tranquilo al ver que no estaba descuidado. Definitivamente, Leena no estaba entre esas pobres infelices. El llanto de un bebé y el suave susurró de una mujer calmándolo le dibujó una extraña mueca de felicidad en la cara.

Se apresuró presto a la entrada, pero estaba cerrada a cal y canto. Arrugó el ceño. ¿Cómo iba a poder entrar? ¡Su corpulencia le impedía hacerlo por los ventanucos de la primera planta! Guardó su claymore y sujetó bien el cinto a su espalda para que no se cayera durante el ascenso. Asimismo, agarró con los dientes su daga baselard, pues no se fiaba de que lo estuviesen esperando. «Con el demonio siempre hay que ser precavido», rememoró de boca de su madre. No esperó más. Sintió las piernas algo pesadas por culpa del viaje, pero apretó los labios y subió.

Consiguió abrir el postigo al tercer intento, pues no quería llamar la atención. Si por él hubiese sido a la primera lo habría dejado hecho astillas. Se encaramó al alféizar y entró. Tanteó varias posibilidades para saber qué hacer y poder orientarse, pues nunca había andado solo por esos pasillos. Se deslizó por ellos sigiloso y llegó a las mazmorras, tras tener que volver sobre sus pasos más de una vez, perdido. Por fin dio con el pasillo de la celda que ocupaba Leena con esa joven de apariencia tan siniestra y se asomó sin previo aviso. La mujer se asustó y apretó contra su pecho al bebé que llevaba en brazos.

—Tranquilizaos, Susan. No vengo a haceros daño, sino a llevarme a Leena y a su hijo de vuelta a Escocia. ¿Dónde están?

Susan le mostró al pequeño Cailéan dormido y Kenion no dudó de quién era hijo. Resopló y agarró con rabia las rejas. El parecido entre los hermanos Murray era notable, pero ese mocoso era la copia exacta de Ayden y rubio como un rayo de sol. A punto estuvo de marcharse y dejarlos allí, pero se lo pensó. Acabaría su misión y ayudaría a la joven, acabado el trámite saldaría su deuda y el puto fantasma de su hermano desaparecería de una condenada vez. La joven volvió a arropar a Cailéan en su pecho. Sus pensamientos se habrían visto reflejados en su rostro con toda seguridad.

—¿Y el vuestro? —preguntó al ver que solo había un cesto en la celda.

Susan apretó los labios hasta hacerlos una línea recta y lo miró con fiereza a los ojos.

—Él lo mató.

Sir Kenion Strathbogie nunca había sido hombre de cumplidos ni de pésames. No sentía dolor por la pérdida de ese pequeño engendro, pero la información de que el sheriff Craig Gibbs hubiese sido capaz de poner fin a la vida de su propio hijo, lo definía valiosamente como el ser abyecto que era. No añadió nada al respecto.

—¿Y Leena?

—Junto a las otras.

Sir Strathbogie tragó saliva. ¿Se referiría a los cuerpos que había a lo largo del camino? Quiso aclararlo cuanto antes.

—¿Leena vive?

Susan asintió. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas y dio un triste hipido.

—Sí. Se ha llevado más de un mes sin poder ver a su niño, recluida en una especie de jaula desde que Craig descubrió que le echaba unas sales marinas a su comida, pero consiguió engatusarlo y salir —le dijo sollozando.

—¿Bromuro? —Ella asintió—. He oído hablar de él. Pero ¿cómo…?

—Se volvió loco. Mató a mi Dermot como podría haber matado a Cailéan. Estaba fuera de sí… Ni siquiera miró al niño que cogía, solo lo estampó contra la pared —Susan atropellaba los recuerdos y las palabras. Lloraba. Recordar la muerte de su pequeño le desgarraba el corazón. Titubeó, no se fiaba de Kenion—. Ella no fue capaz de ver si era o no su pequeño y se desmayó. Se la llevó en volandas a su estancia y me ordenó que lo siguiera. Está loco, está loco…

El conde de Atholl no sabía qué hacer. Susan no era de mucha ayuda en ese estado de nervios. Le puso una mano en el hombro. El primer gesto de consuelo de su vida. Ella lo miró con sus grandes ojos apagados y volvió a hablar.

—Me obligó a desnudarla y se masturbó delante de mí sobre su vientre. Cuando se hubo recuperado de su propio placer, me dijo que la próxima vez que Leena estuviera despierta la preñaría y que ella sabría darle el hijo que todas le habíamos negado. El muy bastardo no se había satisfecho lo suficientemente y me obligó a yacer con él mientras la miraba a ella.

Los hipidos de Susan cada vez eran más fuertes y su pecho se estremecía en cada convulsión.

—Respirad despacio u os desmayaréis —convino Sir Strathbogie, que no tenía ganas de que Susan le diera un número completo. Aguardó unos minutos en silencio y luego le preguntó—. ¿Qué pasó ahí fuera?

—Tras quedarse dormido, la aseé y la vestí lo mejor que pude. La desperté para que pudiéramos ir a atender pronto al niño, al que oía llorar desconsolado desde hacía más de una hora. Reconozco el llanto de mi pequeño y sabía que coger a Cailéan en brazos la reconfortaría…

Lloró. Kenion se impacientó y resopló. No entendía por qué la mujer no se sentía aliviada por verse a salvo de ese engendro. Echó un vistazo al pasillo, temiendo que con la charla, el sheriff lo asaltara de improviso.

—No temáis, no vendrá hasta pasado un rato y se habrá llevado a Leena con él tras recordarle qué puede pasarle si no obedece. No la deja ni a sol ni a sombra —le informó Susan.

—¿Por qué?

—Teme que la ayudemos a escapar cuando se tiene que ausentar y, cuando no puede llevarla consigo, la mete en esa especie de jaula.

—¡Vaya! El sheriff ha resultado ser un hombre de recursos… Si tenemos tiempo, seguid contando la historia.

—Decidí hacer algo —musitó apenas.

Sir Kenion Strathbogie hizo una mueca y alzó la ceja. ¡Por fin se ponía la historia interesante! Eso del bromuro no era muy conocido y se preguntó cómo una mujer humilde como ella habría llegado a idear ese plan, porque ponía la mano en el fuego y no se la quemaba asegurando que Leena no tenía ese conocimiento.

Susan se fue sosegando poco a poco y, sin pudor alguno, puso a Cailéan en su pecho de nuevo. Sir Kenion Strathbogie entrecerró los ojos y se ajustó el calzón nervioso. La imagen le atraía y perturbaba a la vez. Si hubiese sabido lo erótico que era no habría dudado en hacerle más visitas a su mujer al lecho. Eso sí que le habría hecho feliz a su suegro, una recua de mocosos a su alrededor.

—Le pregunté a una de las reclusas sobre si conocía unas sales que usaban en los barcos para que no se volvieran locos los marineros… Ella ya había hablado una vez de ellas y me confirmó su existencia con rapidez. Como esa mujer era la encargada de hacer acopio de los víveres que no nos daba el huerto, tenía muy fácil el poder hacerse con ellas en el pueblo sin levantar sospechas. Ella odiaba al sheriff con todas sus fuerzas porque la hacía tragarse su simiente y a ella le repugnaba.

Kenion tuvo que morderse el interior del carrillo para no echarse a reír. Si no recordaba mal, esa mujer era una de las que lo recibía bien dispuesta y a él no le había hecho ningún asco precisamente. Calló con tal de saber el resto de la historia.

—Comenzamos a echarle las sales en la comida. Cada vez que mandaba llamar a Leena, y esto lo hacía casi a diario, era incapaz de…, bueno… ya sabéis…, de ponerse duro. Yo respiraba tranquila cada vez que me decía que la había mandado a hacer tal o cual tarea. Pero un día, vino con la cara marcada y la ropa desgarrada. Por Laurie supe que la había llamado bruja y la había acusado de hechizarlo y que lo lamentaría, pues por cada día que pasara sin yacer con ella, una de nosotras sería encadenada en el patio. Leena no entendía nada y entonces se lo conté.

—¿Y qué os dijo? —preguntó él intrigado—. Esperad, esperad que la conozco lo suficiente como para adivinarlo. Os dijo que dejarais de echarle las sales a la comida y que ya se las apañaría sola.

—Sí.

—Todos los malditos escoceses son iguales.

—Vos sois escocés.

—Yo soy más inglés que escocés.

Susan no supo si eso era bueno o malo, conocedora de algunos detalles de la vida de ese malnacido y continuó desahogándose.

—Me negué en redondo a no seguir con el plan y la amenacé con no seguir amamantando a Cailéan si le pasaba algo a ella. Vimos como, día a día, una de nosotras era encadenada a un árbol…

—Hasta que le llegó el turno a nuestra amiga la intendente…

—Sí. ¿Cómo lo habéis adivinado?

—Las personas nos movemos todas por los mismos instintos, señora.

Susan frunció el entrecejo.

—Ella se lo confesó todo al sheriff nada más ponerle las cadenas. Lo que hacían las sales, dónde estaban, mi implicación… Estaba fuera de sí y gritó mi nombre varias veces. Yo corrí a encerrarme en la celda, por miedo que le hiciera algo al pequeño, pero no tuve tiempo de avisar a Leena. Fue a buscarnos al huerto y, sin mediar palabra, la cogió por la trenza del pelo y la arrastró hasta nuestra celda. Me ordenó que le abriera o que lo dejaría huérfano, después de la otra vez… no me lo pensé.

Kenion chasqueó la lengua, pero le pidió que siguiera.

—Leena con la cabeza me dijo que no, que no abriera. Lloraba, sé que temía por la suerte de Cailéan. Yo me negué en principio. Eso le enfureció aún más. Estaba loco, ¿lo entendéis? —Kenion asintió—. Luego cogió de su cinto una daga y se lo paseó por la mandíbula y el cuello. Yo me quedé paralizada. No sabía lo que pretendía y me asusté. Le cortó el pelo de un tajo por aquí —dijo señalándole los hombros—. «La próxima será su cuello, abre», me ordenó. No lo dudé más y le abrí. Me dijo que dejará ahí al niño y que los acompañara. La imagen de ese cabello rojo trenzado en el suelo, como una gran culebra roja, aún viva, me intimidó.

—¿Y qué os pidió ese bastardo si estaba bajo los efectos de las sales?

—Nos obligó a desnudarnos… —parpadeó nerviosa y bajó la voz un poco, avergonzada por lo que iba a decir a continuación—. Leena lloraba y temblaba tanto que pensé que volvería a desmayarse. Después nos ordenó que nos manoseáramos…

—¿Qué os manosearais? —preguntó Sir Strathbogie con una expresión lobuna, abriendo mucho los ojos.

Susan asintió y añadió:

—Mientras él no dejaba de tocársela.

—¡Y parecía tonto! —exclamó Kenion resoplando y desanudando el lazo de su camisa, excitado de solo imaginarse la imagen. La tal Susan no estaba nada mal, pero imaginarse de esa guisa a la Stewart y con ella… lo incendió.

—Leena no dejaba de suplicar que la dejara volver con el pequeño Cailéan. Yo sabía que no nos dejaría marchar tan fácilmente y obedecí. Ella me miró con los ojos llorosos, sin entender por qué me rendía y no me rebelaba. Le susurré que los cerrara y pensara que era su hombre, o no saldríamos vivas de allí. «Cuanto antes lo complazcamos antes nos dejará partir», le imploré al oído. Ella asintió compungida y se dejó hacer entre sollozos.

El conde se cruzó de brazos.

—Explicaos.

«De más sabe de lo que le hablo», pensó Susan, pero obedeció.

—Craig no tardó en sumarse a nuestras caricias y nos sentó sobre su regazo, rozándonos, pellizcándonos, mordiéndonos el cuello mientras llenaba sus manos con nuestra nuca. Recuerdo cómo temblaba la pobre cada vez que le tocaba el pelo. «Hazla gritar de placer, Susan, solo así podréis volver con el pequeño», me decía al ver que con él se volvía un témpano. Leena me miró con los ojos espantados y se los volví a cerrar con un beso en cada párpado. Asumí mi papel lo mejor que pude y le aflojé el corpiño, llenando mi boca con su pecho.

—Uf… Seguid.

—Paseé mi lengua por su cuerpo. Él la tenía agarrada con fuerza, tanto que pasaron días antes de que le desaparecieran las marcas de sus dedos del cuerpo. No la acaricié con delicadeza, como suele hacer un hombre, e imploré porque estuviese pensando en él. Podía sentir el temblor de sus rodillas por el miedo y el sabor de su excitación a la vez. Aún recuerdo cómo lloraba… y cada una de sus lágrimas era una aguja en mi corazón. Solo espero que no me guarde rencor por ello.

—¿Por hacerla gozar? ¡Por los clavos de Cristo!

—Porque sé que al final se rindió a mí… y con ello, satisfacía a ese cerdo.

—¡Lo que habría dado por verla gemir hasta el orgasmo llevada por vuestras manos y boca! Ni yo mismo habría sabido tomarme una revancha mejor, he de reconocerlo —se jactó el conde.

Susan lo miró con odio. Tenía el calzón tan abultado que se correría con dos frases más el muy bellaco. Dudó si seguir hablando, pero Sir Strathbogie se sentó frente a ella, en el catre y la invitó a seguir.

—Por vuestra mirada asumo que no terminó la cosa ahí. ¿Cierto?

—No, pero al menos la dejó marchar como había dicho.

—El ratón cazó al gato… —Se carcajeó el conde—. ¿Cuántos días pasó antes de que…?

—Una semana —casi susurró.

—Pues espero que no os hayáis vuelto a quedar preñada, porque mi intención es dejar a vuestro hijo sin padre.

—No os preocupéis por mí, Sir. No hay cosa que desee más que verlo bajo tierra.

Entre ellos hubo un silencio incómodo, pero había una pregunta pendiente difícil de obviar.

—¿Y con Leena…?

—Cuando terminó de abusar esa tarde de mí, llegué llorando y con el vestido roto a la celda. Por más rápido que intenté adecentarme antes de que ella llegara del huerto, vio una marca de dientes en mi cuello y… casi comete la imprudencia de exigirle que se limitara a sus funciones de carcelero y nos dejara en paz.

—Malditos Stewart… Siempre intentando hacerse los héroes.

Susan calló y él la cogió por los hombros, exigiéndole que siguiera.

—¿Y con Leena?

—La mandó a llamar a media noche. Yo la acompañé, aprovechando que Cailéan estaba dormido. No podía dejarla sola… Le dijo que ya no estaba bajo la protección de Lord John de Eltham ni que tampoco tendría al sabueso para cubrirle las espaldas —hizo una pausa para ver cómo reaccionaba el conde ante la ofensa, la furia de sus ojos le verificó que había dado en el blanco. Sonrió y añadió—: que de ahí en adelante, si quería sobrevivir y que lo hiciera su pequeño bastardo, tendría que hacer todo lo que él quisiera. De eso hace poco menos de un mes.

Susan sabía que Sir Strathbogie descargaría su ira contra algo o alguien y se resguardó en un rincón. Quería enfurecerlo y que quisiera acabar con el sheriff Gibbs, terminar con lo que ella era incapaz de hacer por sí sola. El demonio pateó las rejas y un cubo de madera donde hacían normalmente las necesidades y que, a Dios gracias, se encontraba vacío.

—No sé cómo, pero Leena consiguió convencerlo de que quería cambiar su sino, que quería empezar una nueva vida. Pues será conmigo o con nadie, preciosa, le dijo él. Sé que estaba angustiada, porque agarré su mano con fuerza y, aún así, temblaba. Ella asintió.

—¿Qué ella asintió? —preguntó Sir Kenion Strathbogie con la voz estrangulada y sin creérselo.

—Sí, le dijo que dejaría atrás todo lo que la vinculaba al pasado con dos condiciones. La primera, que jamás volviera a tocarme a mí o al niño…

—¿Y la segunda?

Susan soltó un hipido, emocionada de solo contarlo.

—Que tendría que esperar hasta formalizar los votos del matrimonio para hacerla suya.

—¡Chica lista! Gozar de un poco de tiempo para comprobar que lo que le había dicho el dichoso sheriff era cierto…

—Sí, pero él también le puso condiciones.

Sir Strathbogie alzó una ceja e hizo un rictus con la boca que consiguió intimidar a Susan. Ese hombre no era mejor que el sheriff y le daba miedo, precisamente por ello, era el hombre idóneo para mandar al infierno a ese cretino.

—Tendría que trasladarse a sus aposentos y solo podría ver al niño media hora al día. Eso y no verlo, es prácticamente lo mismo para una madre.

—¿Entonces? ¿Se negó? —le exigió al ver que Susan dudaba de cómo continuar hablando y negaba con la cabeza.

—Le juró que no la tocaría y que, por su bien, la tendría en una especie de jaula cada vez que él… —Susan cerró los ojos y tragó saliva—. Bueno, ya sabéis. Quedamos pocas ahora, pero no por ello ha dejado en este mes de requerir los servicios de las reclusas casi a diario. Es hombre de gran apetito sexual y de gustos cada vez más depravados. Lo sé por experiencia y por lo que me dicen las otras. Él no era así, él no era así…

Un deje de nostalgia traslució en la voz de la reclusa. Sir Kenion Strathbogie no podía creérselo. ¿La tal Susan añoraba a ese bastardo? Desde luego a las mujeres no las entendía ni el dios que las creó. Permaneció atento a lo que la presa le decía.

—Después de lo que hizo en el patio, no hay mujer que le levante la voz.

—¿Ni siquiera vos?

—Ni siquiera yo… —sentenció ella cambiando tanto de tema como al pequeño de lado de la cadera—. No me deja hablar con Leena más que la media hora que ve a Cailéan y prefiero contarle el día a día del pequeño antes que remover lo que ese bastardo le hace o deja de hacer. Sin embargo, sé que ha traído hasta a prostitutas, varias, mientras ella ha sido obligada a mirar desde la jaula lo que hacían.

El conde de Atholl resopló. Ese cerdo le habría caído bien en otro tiempo.

—Deberían conmutarme algunos pecadillos por poner fin a tanta lujuria y desenfreno. Ni yo mismo… —calló. Él nunca había sido mejor persona que el tal Gibbs y, en otras circunstancias, podría haber sido amigo de ese desgraciado.

Susan cogió de nuevo a Cailéan, que le echaba los bracitos, implorante. Miraba con desconfianza al hombre, como si intuyera que no debía acercarse mucho a él y le dio la espalda en cuanto sintió el calor de la mujer, retorciéndose los deditos regordetes.

—¿Y ha cumplido su palabra de no tocarla?

Susan asintió.

—Lo único que ha hecho, que yo sepa, es pavonearse con ella como si realmente fuera su prometida por los alrededores y hacerla mirar lo que hace con otras... Está totalmente loco, loco.

—Entonces…

—Habéis llegado como caído del cielo, Sir, pues el párroco oficiará la boda mañana viernes.

—Mañana… —pensó con tremenda satisfacción el conde—. ¡Estupendo! Preparémonos para darle una buena despedida de soltero a ese bastardo.

Los ojos de Susan brillaron tenues y exhaló todo el aire que tenía en el cuerpo con alivio. No esperaba menos de Sir Strathbogie, precisamente por todas las maldades que Leena le había referido de su persona, era la persona idónea para deshacerse de ese demonio encarnado. Se preguntó qué tendría preparado alguien tan parecido al sheriff Gibbs en muchos aspectos. Fuera lo que fuera, pronto acabará nuestro tormento, se dijo llevándose la mano al vientre instintivamente.

La reclusa no volvió a ver al conde durante el resto del día y, aunque no le había pedido que guardara silencio, calló cuando Leena fue a ver a su pequeño esa tarde. No sabía hasta qué punto ese cerdo la tenía coaccionada con el niño y si sería capaz de ponerlo en sobre aviso con tal de salvaguardar la seguridad de Cailéan y de ella misma.

Susan se dio cuenta, en cuanto la vio, de que alguien se había molestado en cortarle los cabellos a Leena tras el estropicio que había hecho ese bastardo con su daga y, aunque corta, seguía teniendo una media melena hermosa. Sonrió y le tocó las puntas de los cabellos, pues con el pelo más corto y algo más rizado, parecía una reina sin su pesada corona. Desde luego, había sido alguien habilidoso, pues estaba espléndida, aunque la tristeza campara en su semblante níveo como la luna llena.

—Estáis preciosa… —le susurró.

—¿No les dicen eso a todas las novias? —preguntó Leena con un deje de amargura en la voz y mirando hacia las rejas de la celda con añoranza.

—No lo sé, nunca me he casado —le replicó Susan, a la vez que le hacía mirarla y le guiñaba el ojo, provocando una tímida sonrisa en la pelirroja.

—Ojalá yo pudiera decir lo mismo mañana a estas horas.

Susan tuvo que morderse la lengua para no hablar. Leena no llevaba ninguno de los vestidos pomposos y escotados que el sheriff Gibbs le había mandado confeccionar expresamente para ella. Le había puesto la excusa de que no se sentiría cómoda ante sus antiguas compañeras llevándolo y él había accedido de mala gana, al menos hasta que se casara con él. Susan admiraba la inteligencia de la escocesa. Si hubiese cambiado de atuendo o mejorado su status de alguna manera, el resto de reclusas la habrían visto como la causante de todos sus males, una especie de demonio rojo que se había cobrado demasiadas vidas y, caída Susan en desgracia, ¿quién la protegería?

Leena llevaba un vestido de paño sencillo de color verde oscuro, más apropiado para una monja vieja que para una joven de su alcurnia, con un fajín de tartán que lo ajustaba a la cintura y cruzaba su pecho en diagonal, presente de Lord John de Eltham. No llevaba más adornos que ese extraño broche con cabeza de oso que Susan había visto tantas veces y que pertenecía al verdadero padre de los mellizos. Craig Gibbs había accedido a que siguiera con ese humilde atuendo con tal de verla contenta, aunque se desharía de ellos en la misma noche de bodas, sobre todo del fajín pulgoso, como él lo llamaba. También le había permitido llevar el adorno porque creía que era el único recuerdo que guardaba de su familia, de haber sospechado que era de su verdadero amado, no habría sido tan benévolo.

—¿Os percibo diferente, Susan? ¿Ha ocurrido algo?

Los ojos de la Stewart se clavaron en su amiga y en el niño. Dudó si decirle que no se preocupara, que sus plegarias habían sido escuchadas por un momento. Leena sostenía al pequeño en brazos y le daba pequeños trotecitos en la pierna. Estaba nerviosa, se apreciaba a leguas.

Cailéan gorjeaba entusiasmado y tocaba las palmitas en cambio, ajeno al giro que daría su vida en breve. Tras los juegos, buscó el pecho de su madre y mamó unos segundos. Sus senos no daban para más, pero era más un acto de unión y de cariño que de alimentación materna. Leena le susurraba palabras cariñosas en gaélico y aguantaba las lágrimas como mejor podía. El niño le acariciaba con su manita el rostro, sin perder detalle, acurrucado sobre ella, sabiendo que era su madre de algún modo inexplicable.

Susan se mantuvo callada viendo la escena. Sabía lo que su amiga estaba sufriendo, lo que debía de echar de menos al pequeño Ruari cada vez que viera al pequeño Cailéan, lo que le repugnaba la presencia de Craig y el miedo atroz que sentía al tenerlo cerca. La joven se frotó las manos en el faldón para limpiársela y Leena la miró de reojo.

La escocesa no había querido insistir en buscar una respuesta, había preferido disfrutar esos escasos minutos de su hijo, de la paz que le daba no sentirse observada a cada instante por ese malnacido. Finalmente, Susan habló:

—¿Estáis segura de que no hay otra solución?

—¿Tenéis un plan mejor? ¡Porque me tiro de cabeza al río sin pensarlo! —exclamó Leena con una sonrisa triste.

—Puede…

Los ojos de la Stewart se abrieron de par en par. Cailéan se había quedado satisfecho con sus arrumacos y dormido en sus brazos, con los labios pegados al pezón, como si le estuviera dando pequeños besos… A la joven madre le pareció tan tierno el gesto que no quiso ni apartarse ni cubrirse, a pesar de que su hijo había terminado hacía rato. A duras penas contuvo las lágrimas de felicidad porque él era lo único bueno que le quedaba en la vida. Mi Ruari… ¿Qué habrá sido de mi principito de pelo rojo?, pensó con melancolía a la vez que abrazaba con más fuerza a su pequeño oso, como si así pudiera suplir de alguna forma la ausencia del otro, aunque supiera de primeras que era imposible.

—Solo puedo deciros que estéis alerta durante los esponsales.

Leena entrecerró los ojos y asintió no muy convencida de entender a qué se estaba refiriendo. Ambas se irguieron en cuanto escucharon las pisadas de alguien que se acercaba y, con todo el dolor de su corazón, la escocesa besó la frente del pequeño y se lo dio a su amiga para que lo siguiera acunando. El vacío que la embargaba cada vez que se separaba de él era cada vez más insostenible. Tembló y tragó saliva, temerosa, atreviéndose a sollozar entre susurros:

—Él es lo único que me queda, Susan. ¡Quién sabe qué habrá sido de Ruari y de…!

La voz grave del sheriff acalló su propia voz.

—Vamos, dejémonos de charlas. Ya habéis tenido tiempo más que suficiente con ese bastardo. Tenéis que descansar, mañana vendrán temprano a ayudaros con los preparativos de la boda, princesa.

Leena se achantó y bajó la mirada resignada, recordando lo mucho que odiaba Leonor que la llamaran de ese modo y, desde ese instante, nació en ella la misma aversión. La echó de menos, a ella y a su adorada Elsbeth… ¡Habían estado tan cerca de ser las tres hermanas! Prefería no pensar. El sinsabor que sentía cada vez que rememoraba tiempos mejores le aguijoneaba las entrañas y le mermaba las fuerzas que había ido acumulando cada vez que había apretado los dientes para no lamentarse por su sino, con cada amanecer, con cada recuerdo que enarbolaba en su corazón libre y que no empañaba su rostro de tristeza.

¡Cuánto echaba de menos a Ayden! El destino le estaba haciendo pagar muy caro el no haber sabido elegir al hombre que le tenía predestinado desde un principio. Quizás si en aquella Beltane no se hubiese decantado por Neall, ahora estaría rodeada de mocosos con el color de las llamas en el pelo, felices en cualquier lugar perdido, amada, deseada por un hombre honorable, justo y que la hacía arder con solo mirarla. Era tarde para arrepentirse.

Ayden, amor mío, ¿dónde estáis?

¡Cuánto lo amaba! Rogó a Dios que fuera el olvido el que lo había llevado a no buscarla y no la muerte la que los hubiera separado tan cruelmente. ¿Qué había sido de los Murray y de su clan? ¡Tantos meses sin noticias suyas le hacían suponer lo peor! ¿Y si no habían alcanzado las Highlands? ¿Y si…? ¿Para qué seguir atormentándose? De nada serviría. Ella estaba allí, empezando otra vida, por así decirlo, porque de vida tenía eso poco. Rezó porque estuvieran sanos y salvos mientras se levantaba y salía por el enrejado, colocándose sumisamente a la derecha del sheriff.

Susan reprimió sus deseos de escupirle a la cara al que había sido padre de sus hijos, al cerdo que le había pisoteado el corazón hasta dejarlo sin sangre, al que, incluso en ese momento, conseguía vejarla mostrándole que iba a casarse con otra. Craig Gibbs sabía perfectamente lo que pensaba la rea y sonrió. ¡Maldito sátiro! Para mayor regocijo de su espíritu depravado, el sheriff le tiró un fardo a la cara como respuesta a su mirada de odio contenido. El paquete cayó a los pies de Susan. Ella lo miró entre enfadada e incrédula, mientras él solo le decía con desdén:

—Esto es para vos, Susan. Asistiréis a las nupcias por deseo expreso de mi prometida. A partir de mañana también vos cambiaréis de vida, seguiréis cuidando del hijo bastardo de mi mujer y de los futuros vástagos que tengamos.

Susan se estremeció. «Los futuros vástagos que tengamos…», se repitió para sus adentros y contuvo el deseo de escupirle a la cara un «jamás». Deseó que no se refiriera al que gestaba en su vientre, ni a los que tanto deseaba engendrar con la escocesa. Estuvo a punto de precipitarse como una salvaje y echar todo lo planeado al traste, desollarlo vivo con sus propias manos y colgar su piel en lo más alto de la torre, ondeando como la bandera de perdición y podredumbre en la que se había convertido.

¡Deseó tantas cosas! Pero sobre todo que se muriera de una vez por todas o ella misma lo mataría si el conde de Atholl fallaba en el intento. Le deseó tanto mal que exterminó cualquier pensamiento de caridad y redención de su alma. Miró a su amiga con sus grandes ojos tristes y asintió. «No os va a tocar. Os lo juro», sentenció decidida a que el día siguiente fuera el último de ese bastardo.

La joven aguardó unos segundos antes de dejar a Cailéan dormido en el capazo mullido que le servía por cuna y largos minutos a que se hubiesen ido el sheriff y Leena para coger el paquete y abrirlo.

—Hijo de la gran… —reprimió gritar para no despertar al niño, dejando caer el vestido al suelo entre sollozos convulsos.

¡Lo odiaba! ¡Lo odiaba tanto! A sus pies, el que habría sido su vestido de novia era apartado con el pie con desdén, mientras ella se iba al rincón más oscuro de la celda a preparar su alma para el infierno. Así la encontró el conde de Atholl a la madrugada siguiente, con el pequeño Cailéan gimoteando, hambriento y sucio.

—¿Qué hacéis así? Tenemos mucho que organizar aún. ¿O acaso queréis presentaros a la boda de vuestra mejor y única amiga con semejante apariencia?

Kenion no era hombre impresionable, pero la rabia y dolor que vio en sus ojos le inquietó.

—Dijisteis que vendríais ayer. Hoy es la maldita boda… —le espetó Susan con odio.

—Y maldita será, no os preocupéis por ello. He estado haciendo unos recados —respondió con una extraña sonrisa.

¿Desde cuándo él le daba explicaciones a alguien? ¡Menos aún a una rea muerta de hambre!, pensó el conde con ira contenida. Esa mujer lo sacaba de quicio y a la vez lo enardecía. ¡Maldita fuera su estampa!

—No iré —replicó ella con una voz que parecía nacer más de ultratumba que de su propia garganta.

Sir Kenion Strathbogie torció el gesto, dejando entrever la hinchada vena del cuello. No era hombre paciente, ni tampoco de los que esperaban un «no» como respuesta. Esa actitud de ella, su desdén, su falta de deseo hacia él lo exasperaba. Le recordaba tanto en su actitud a Elsbeth… No, mejor sería dejar a un lado a la hermana de los Murray en esto. Tenía que estar concentrado y ese cerdo pagaría ser tan parecido a él.

Susan lo miraba con sus grandes ojos tristes, pendiente de la lucha interior que batallaba Sir Strathbogie. ¡Diablos! Esa puta era todo un reto…, pero no había tiempo de enseñarle lo que era yacer realmente con un hombre para que se dejara de gaitas. La cogió del pelo y la levantó, dejándola a un escaso palmo de su boca. Tuvo que apelar a un autocontrol que jamás había pensado que tenía. Susan olía a hembra y a deseo insatisfecho, la arrojó de rodillas frente al vestido antes de que su propia lujuria le nublara la razón.

—No es momento de lamentaciones —dijo en voz alta, más para él que para ella—, hay deudas pendientes que saldar.

—¿Por eso lo hacéis… porque matasteis por la espalda a su hermano?

El conde de Atholl la miró con ira, dispuesto a cruzarle la cara por su insolencia. ¿Cómo sabía ella su altercado con Sir James Stewart? ¿Se lo habría contado Leena? El brillo triunfal de esos ojos tristes la delató. Algo sabía, cierto, pero el resto se lo había inventado y él había caído como un pez en el anzuelo. Resopló. Necesitaba a esa mujer para que distrajera al sheriff justo antes de que se oficiara la boda. ¡Menuda sorpresa se iba a llevar ese ingrato!

Susan acicaló a Cailéan y lo colocó en el pecho. El bebé dejó de lloriquear al instante, ávido de alimento. El conde de Atholl la miró lobuno, desmoronándose sus propias reticencias sobre dejar su propio apetito para otra ocasión. La piel le hormigueaba y el calzón estaba a punto de reventarle de un momento a otro. Ese pecho…, ese blanco, ávido de ser devorado, y turgente pecho lo llamaba a gritos. El niño acabó y soltó un eructo. La sonrisa no le cabía en la cara. «Ahora es mi turno», pensó el conde, que cogió al pequeño y lo metió en el capazo ante el asombro de Susan, a la que apenas le había dado tiempo de cubrirse.

Sir Kenion Strathbogie dio un paso hacia ella y ella dos atrás, topando su espalda con la fría y húmeda piedra de la celda. Tenía aún el corpiño del vestido aflojado para poder dar de mamar al niño, lo que hacía la vista más provocativa y sugerente. El conde se relamió los labios y se palpó la entrepierna, lista para presentar batalla.

Ella adivinó sus intenciones. ¿Quién no? No tenía escapatoria y Susan llegó a preguntarse si realmente la quería. Borraría con el conde las huellas de ese bastardo en su piel. No había mejor manera de comenzar su particular venganza. Decidida, lo miró a los ojos, sin importarle la penumbra de la celda. Ambos sabían el siguiente paso del otro. Terminó de abrirse la pechera del vestido, dejando sus senos libres, expuestos. El conde no tardó en aceptar la explícita invitación y se abalanzó a devorarla.

Comenzó por el cuello, preso de una excitación que solo había sentido una vez en la vida anteriormente, y alejó por segunda vez de sus pensamientos la belleza dorada de Elsbeth, adueñándose de la situación.

—Os someteré, Susan. Esto es solo el principio —se sorprendió diciéndole al oído, haciéndola estremecer con su aliento cálido mientras se quitaba el cinturón y buscaba los bajos de la falda—. Os haré ver que el resto de vuestra vida no ha tenido sentido hasta ahora…

El gemido de Susan le hizo sonreír. El cuerpo femenino respondía a la excitación y a la vez se resistía inevitable, volviéndolo aún más loco. Era bella, de redondeadas curvas a pesar de la falta de carne, de melena negra, ondulada, como las copas de los árboles de noche acariciadas por una ligera brisa. Ella se giró un poco, lo justo para rozar sus pezones con el cotun de cuero del hombre y provocar en él un jadeo. Ella sonrió coqueta y terminó de levantarse las faldas, empujándolo al catre de piedra, sin perder más tiempo.

Sir Strathbogie reprimió un segundo jadeo, dejando que ella se sentara a horcajadas encima, deseoso de hundirse en su interior. Sin embargo, no pudo más que gruñir y poner los ojos en blanco al ver cómo ella tomaba con fuerza su miembro entre los dedos y lo guiaba a su humedad.

Susan lo ansiaba tanto como él en ese instante, sin ataduras, con fiereza, derramando en el deseo toda la rabia contenida dentro. Ambos se utilizaban, pero él no estaba dispuesto a dejar que ella lo sedujera. Él tomaría el mando de la situación hasta enloquecerla, se instó. El conde sintió la disponibilidad y la urgencia de la entrada de la cueva. La tenía justo donde quería. Contuvo unos segundos más las ganas de clavársela hasta el fondo, paladeando la ignorancia de ella, anticipándose a su siguiente gesto, gemido, acto… La cogió por la cintura con una habilidad pasmosa y la giró en redondo, hundiéndose en ella desde atrás sin dilación y tapándole la boca con la mano para evitar que el grito alertara al bastardo.

—Mucho mejor así…

Susan le mordió entre los nudillos hasta hacerle sangre, llena de su imponente virilidad, desmadejada en sus brazos lo justo para ansiar que siguiera. Se había vuelto loca, pues le hacía daño con su brutalidad y, sin embargo, su cuerpo se rendía desesperando buscando más. Nunca la habían poseído con tanta fuerza, pero se moría de ganas por provocar el lado salvaje del conde. Eso era solo el principio… Conocía por algunas reclusas las dotes amatorias de Kenion, lo que le gustaba y lo que no, lo irracional de sus actos y sus más ocultas perversiones. No se asustaba, había probado su sangre y estaba sedienta. Gibbs demandaba actitudes semejantes y no tenía tan buena planta, por lo que, cualquiera que tuviera ojos, sabría que salía ganando con el cambio.

Sir Strathbogie le respondió de la misma forma, mordiéndola en el hombro. Ambos jadearon entre gritos entrecortados, sin dejar de trotarla sobre su dura verga, sin dejar de agarrarle uno de los pechos y masajeárselo con fuerza, sin dejar de embestirla con una ferocidad apremiante. Buscó la forma de hacerla enloquecer y añadió dos dedos más a su embestida desde atrás. Ella le clavó las uñas con fuerza en los muslos, mientras se convulsionaba ante un orgasmo atroz.

—¿Queréis más? —le preguntó él, sabiendo cuál sería su respuesta.

Susan asintió y le guió la mano que sujetaba el pecho, delineando su cintura, atravesando los rizos del monte de Venus hasta llegar al punto máximo de su excitación. Kenion descubrió que no se contentaba esta vez con buscar su propio placer, si no que le excitaba encontrarlo en ella. Susan era una korrigan66 de la que debería tener cuidado a plena luz del día, si no quería que lo cautivara con sus ojos tristes.

Toqueteó el botoncito inhiesto y ella arqueó la espalda. Su verga respondió con un brutal envite que a punto estuvo de caerla al suelo. Él aprovechó la inestabilidad de la muchacha para levantarla en peso, ensartada, sin dejar de moverse en su interior. La oprimió contra la reja hasta que sintió que le faltaba el aire. Dejó que se agarrara a los barrotes, mientras la sujetaba por la cintura, en volandas, y seguía con su invasión.

No quería parar, verla empalada entre la reja y su cuerpo, mientras le seguía apremiando con sus brazos que siguiera y no la dejara… Resopló. Uno podría acostumbrase a tenerla en su cama todos los días. ¿Cómo Gibbs había sido capaz de renunciar a una hembra así? Sacó con crudeza sus dedos húmedos y siguió la línea del perineo. Notó cómo el cuerpo de Susan se contraía ligeramente y sonrió. La tenía a su merced, aferrada a los barrotes, sedienta de más.

El saber que el hierro la marcaría ligeramente durante unas horas lo excitó aún más. Cada barrote era una prolongación de él mismo que se clavaba en ella y percibía cómo esta volvía a estar plenamente excitada. Era hora de tomar las riendas y, tras rodear con la yema húmeda de sus dedos la abertura del ano, la invadió hasta el fondo con ellos y sin piedad.

Susan protestó con un bufido entrecortado y él la apretó más contra el enrejado como respuesta, haciendo que sus pechos sobresalieran y él deseara dejarla suspendida en el aire para abarcarlos con la otra mano.

—¡Por la cuenta que os trae, no os resistáis ni un poco, mi pequeña salvaje, pues no seríais capaz de sosteneros en pie después de fornicar conmigo.

—¿Quién os dice que no lo esté deseando, conde?

Sir Strathbogie no puedo evitar que una carcajada brotara de su boca. La muy deslenguada no sabía lo que le estaba pidiendo. Salió de ella con la misma brusquedad que había entrado y la puso frente así, mirándola a los ojos. La muy puta decía la verdad, ¡qué diablos! Se relamió de deseo y dio un paso al frente, haciendo que los turgentes pechos de ella se aplastaran contra él como si los ciñera un corpiño.

—Me hacéis arder… —le susurró quedo, chupándole el lóbulo de la oreja justo después con ligera saña.

—Pues ardamos en el infierno —sentenció ella en el mismo tono, apenas a un dedo de su boca.

Intercambiaron el aliento, conteniéndolo unos segundos y volvió a mirar esos dos pozos tristes que tanto le subyugaban.

—No hay nada que desee más, mo korrigan —confesó él.

Susan entregó voluntariamente su alma al diablo hasta desfallecer. No le importaban las consecuencias, sabía que no tardaría en dar cuenta por sus pecados y qué mejor manera de despedirse del mundo que rindiéndose a sus placeres. Saciada por completo, dejó que el conde dormitara una hora, aprovechando para atender a Cailéan y acicalarse para la ocasión. Siempre atenta a cualquier ruido que pudiera alertarlos de que viniera alguien.

El vestido le quedaba más holgado de cómo lo recordaba por todas partes salvo a la altura del pecho, donde la lactancia mostraba generosamente uno de sus mejores atractivos. Sonrió con tristeza y dio una vuelta con él a la vez que acariciaba el tejido. No podía dejar que la melancolía la embargara.

Se peinó con los dedos y se refrescó el rostro y el cuello, desterrando cualquier recuerdo de su mente. El bebé la miraba y gorjeaba. ¡Cómo iba a echar de menos a ese osito…! Se sobresaltó cuando sintió las manos de Kenion sobre sus hombros y la hinchazón latente de su entrepierna en su trasero, algo escocido.

—No hay tiempo para más, lamentablemente —le dijo ella seca.

—¿Insatisfecha? —le preguntó él entre sorprendido y risueño.

—Tanto como vos…

—Quizás más tarde… —le susurró, haciéndole cosquillas en la oreja con la punta de su lengua.

—Quizás.

Él la giró para verla. Estaba realmente hermosa y sus ojos se perdieron en ese canalillo de promesas. Tragó saliva.

—Deberéis distraer un poco al novio. ¿Seréis capaz?

¿Ese era el plan?, se preguntó la joven desilusionada, aunque se bajó ligeramente un par de dedos el escote del vestido, dejando los pezones apenas cubiertos por el encaje. Sir Strathbogie resopló, se frotó la entrepierna con apremio y masculló:

—Sí, veo que seréis muy capaz.

Susan se mordisqueó el labio, sintiéndose poderosa por primera vez en su vida.

—Démosle a ese bastardo su merecido —dijo cogiendo al niño en brazos.

Cailéan no tardó en meter su manita regordeta en el escote, ahuecando uno de los pezones con ella.

—¡Chico listo! —exclamó el conde extasiado y lujurioso, mientras ella soltó una risita nerviosa y ponía los ojos en blanco, realmente ese diablillo rompería muchos corazones cuando creciera.

La jaula del petirrojo
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