CAPÍTULO 39

POR SIEMPRE

Ayrshire, primeros de diciembre de 1335.

El llanto de Cailéan en la estancia contigua despertó a Ayden de madrugada, apenas empezaban a despuntar los primeros rayos de sol en el horizonte, rojizos y veteados como sus cabellos. Leena seguía dormida entre sus brazos, desmadejada y con una sonrisa imborrable en el rostro. Él no podía ser más feliz. Le contó las pecas, ritual que lo había acompañado desde que la conociera, y delineó el contorno del perfil níveo de su silueta sin tocarla. ¡Cuánto la amaba!

«¿Podremos respirar medianamente tranquilos por fin?», se preguntó Ayden esperanzado. Había soñado tanto con tenerla en sus brazos, en Escocia, que no dudó cuando Susan insistió en quedarse al bebé toda la noche con ella en cuanto supo que la pareja se había comprometido. «Tenéis mucho que celebrar», les había dicho la inglesa a la vez que le guiñaba un ojo y no aceptaba una negativa por respuesta.

Ayden se lo agradeció con una inclinación respetuosa de cabeza, aunque hubiese preferido ponerle directamente un altar. ¡Bendita mujer! Entendía cómo se había hecho imprescindible en la vida de su amada en tan poco tiempo, pues era humilde, sencilla y servicial, siempre deseosa de ayudar y de sentirse útil.

Leena, por su parte, le dio un abrazo tan estrecho que hizo que el pequeño Cailéan se quejara, agarrándose con fuerza a su ama de cría. Susan los despidió entre risas, alegando que se pasaría antes por la villa para comprar algunos dulces, excusa perfecta para dejar que la pareja hiciese sola el camino de regreso.

Ayden y Leena se fueron directamente a sus aposentos, obviando contar lo del compromiso a cualquiera que se encontraran, fuera familiar o simple vecino. Estaban hambrientos el uno del otro, así era como se sentían desde que se reencontraran en Guildford. Ni siquiera habían llegado a hablar de la fecha de la boda, pero esperarían a que estuvieran todos, pues el regreso de los sureños estaba previsto para la Natividad.

Cada vez que los nombraba, aunque fuese tan solo en su pensamiento, la desazón volvía al pecho de Ayden, como si el vínculo entre hermanos le advirtiera de algo funesto. No quiso malgastar ni un instante más en vanas incertidumbres y rezó por ellos de corazón. ¿Qué otra cosa podía hacer más que esperar que todo se resolviera lo mejor posible?

Leena rompió esa estela de amargura con sus besos, primero suaves, después salvajes, de esos que le robaban la respiración y lo volvían loco. Pasaron el resto de la tarde y principio de la noche haciéndose el amor, sin prisas pero con ansia, hasta que se dieron una pequeña tregua para el descanso.

Las campanas de la iglesia de la villa no habían tocado laudes aún, cuando la petirroja se acurrucó en su brazo adormilada y, al inclinarse sobre él, la sábana dejó al descubierto parte de su turgente pecho. ¡Maldita tentación! ¿Cómo podía aún seguir tan necesitado de ella? Pero ahí estaba, la ansiosa parte de su anatomía clamando conquistar la cueva de su femineidad de nuevo, sin importarle que hubiesen tenido gran parte de la tarde y noche para ellos. Mentiría si dijera que alguno había conseguido terminar de saciarse del otro… ¡Bendita lujuria!