CAPÍTULO 15

LOS CONDES STAFFORD

 

 

 

Edinburgh, mayo de 1335.

 

Mayo siempre había sido de esos meses imprevisibles donde uno podía helarse de frío o chapotear en el lago junto a los patos. El servicio acudía a Erroll como si se tratase del señor de la casa y él hacía las labores de Henry y se ocupaba de otros menesteres como mantener las caballerizas, tratar con los comerciantes y responder ante cualquier problema que aconteciera. El irlandés tenía un singular don de gentes y, a pesar de que todo el mundo sabía que estaba «preso», lo trataban y se dirigían a él como el caballero que era.

Las relaciones con sus convecinos también habían mejorado notablemente. Desde que él estaba en casa, nadie había osado increpar a la sobrina del Alguacil y los escoceses empezaban a darle los buenos días por la calle incluso. Dunstana se sentía feliz, pues tenía la vida que siempre había deseado junto a un hombre sin par, aunque este no compartiera sus noches, se sentía una más y eso era mucho más de lo que había tenido nunca.

Gracias al carnicero, Erroll supo que Ayden había sido aislado en su celda hasta que estuviese el Alguacil de regreso. Cada día que pasaba rezaba por volverlo a ver y poder agradecerle que le salvara la vida pues, mientras él gozaba de un estado de semi-libertad y mejor comida, su amigo se consumía en una celda. Nadie salvo la guardia podía acercarse al preso y ninguno de esos ingleses aceptaría decirle el estado del mismo por menos de una pequeña fortuna, cuantía de la que no disponía. Dunstana quiso ayudarlo asumiendo el coste, pero él se negó tajante. Si alguno de esos guardias se iba de la lengua al volver el Alguacil, no quería que ese sanguinario castigara a la joven.

La invitación para la fiesta en el Castle Rock llegó una mañana a ratos lluviosa y a ratos soleada. Dunstana bordaba un pañuelo de seda en el patio mientras Erroll cepillaba vigorosamente a su yegua. A veces dejaba la labor y lo observaba, mordisqueándose el interior de la mejilla. Poco a poco, el irlandés iba cogiendo mejor color de cara y, aunque todavía le faltaba por recuperar mucha de la lozanía perdida, era un hombre de los de arrancar suspiros y agarrarse a las sábanas pidiendo más y más. Juntó las rodillas y apretó la parte baja del vientre, humedeciéndose de solo pensarlo. No habían vuelto a tener una ocasión ni remotamente parecida a la dada en la Betane, pero se conformaba con verlo junto a ella día tras día.

—¿Para San Albano quieren hacer una fiesta? —preguntó más qué exclamó la joven, pinchándose un dedo y dejando la labor en el regazo. «¡Malditas agujas!», pensó.

Erroll había dejado de cepillar a la yegua. San Albano era justo un día después del solsticio de verano y con él llegaría la temida guerra contra los escoceses. Eduardo III de Inglaterra había anunciado que arrasaría ese país ingrato y bárbaro con el beneplácito de su tocayo Balliol. La fiesta serviría para despedir a los altos cargos combatientes y para congraciarse y hacer nuevos aliados aún indecisos. Los nobles escoceses que acudieran al acto dejarían clara su posición y bando, mientras que los que no, serían acusados formalmente de traición. No podía decir del rey inglés otra cosa que tenía ingenio, temple y cordura pues, como plan, era magnífico.

—¡Pero si queda poco más de tres semanas!

Dunstana no era dada a acudir a ese tipo de fiestas y, menos aún, sin ir acompañada por Antoine, Henry, o su tío, que por esas fechas aún estaría por sus tierras a orillas del estuario de Humber, en el condado de York. También estaba el tema del vestido… no tenía ninguno de temporada y adecuado para una fiesta de tal magnitud. ¿Debería llevar colores apagados como la viuda que era o debería optar por tonos más alegres para ir anunciando con disimulo su futuro compromiso? Este no se haría formal hasta el regreso de su tío a mediados de julio y los Pulteney lo habían orquestado de tal forma para que su primogénito estuviese en el frente el menor tiempo posible.

Erroll se lavó las manos en un cubo de agua limpia y pasó sus dedos por los cabellos. Dunstana lo miró y aguantó la respiración. ¡Qué pena no haber nacido hombre para haberle dicho cuatro cosas! «¡Mon Dieu!», exclamó atrayendo la mirada del irlandés y provocando una de sus cegadoras sonrisas.

—Erroll, vos me acompañaréis a esa fiesta.

El rostro del irlandés se ensombreció.

—No creo que sea adecuado que os acompañe un hombre que ha sido acusado de traición a la corona inglesa y escocesa. Además, vuestro tío no lo aprobaría y… vuestro prometido tampoco.

¡Luego había visto el contenido de la nota! ¿Y desde cuándo? ¡No le había dicho nada!

—En palabras del propio rey Eduardo, nadie ha podido ratificar la traición de vos o de vuestro amigo, porque nadie tiene pruebas de ello. Pero, el lazo consanguíneo que une a Ayden con el rebelde Arthur Murray y el Guardián de Escocia, además de vuestra amistad y lealtad con ellos, os hacen a ambos muy valiosos para futuras negociaciones y por eso os retienen aquí.

¿Sabía Dunstana lo que le estaba diciendo? Erroll apretó los puños con rabia. Si no estaban formalmente acusados de traición, ¿por qué habían impedido a sus familiares verlos o mejorar su calidad de vida como a otros presos? ¿Qué diablos habían estado haciendo en prisión todos esos meses bajo el yugo de un sanguinario? ¿Por qué habían sido perseguidos como proscritos y tratados como perros sarnosos? Le habría gustado gritar y romper cosas, o coger un caballo, aparecer en Glamis y saludar a su abuelo, o dirigirse más al norte y abrazar a Neall… ¡Incluso podría ser tío y sin saberlo!

Dunstana se acercó a él y se apoyó en su hombro. Erroll se quedó unos segundos rígido y, al darse cuenta de que era ella, se relajó.

—No os obligaré si no queréis. Después de todo, dudo mucho que me diera tiempo a encontrar un vestido acorde con las circunstancias.

Sería por el rostro de gatito abandonado que había puesto en su bella faz de crema de nata, o por las ganas de saber quiénes se unirían finalmente a la causa de Plantagenet, o por el simple hecho de dejar claro que no habían podido con él, que aceptó. Y él mismo se sorprendió de la alegría que le dio el hacerlo y complacerla. Lo del vestido tenía fácil solución. Las modistas inglesas seguro que no tendrían hueco a esas alturas para hacer ningún vestido más. Sin embargo, Erroll conocía a la mejor costurera de toda Escocia, amiga de su abuela por parte de madre y otrora vez la que llevara el vestuario de la mismísima Isabel de Burgh, reina de Escocia y segunda esposa del rey Robert Bruce.

—Pero, ¿creéis que nos atenderá? —le preguntó perpleja cuando supo de quién se trataba—. ¿No será muy mayor?

Erroll la miró y se echó a reír.

—¿Mayor? La bisabuela roza los ochenta y pico y os apostaría lo que quisierais a que ve mejor que vos o que yo mismo. Ella seguirá tan lozana como siempre y no le vendrá mal un dinero extra desde que su marido murió. Algunos de sus yernos han caído en el frente también y las hijas y nietas viven con ella. Esa familia es lo más parecido a un pequeño clan de mujeres, os encantaría conocerlas.

—¿Y el gusto sería recíproco?

Erroll dudó unos instantes, pero volvió a sonreír.

—Seguro que sí.

—Está bien. Elegiré el género y le haremos una visita cuanto antes. Vos necesitaréis también algo presentable y el tiempo apremia.

 

 

Esa misma tarde, Dunstana y Erroll recorrieron la Royal Mile y se adentraron en el laberinto de callejones en dirección a los suburbios. La sobrina del Alguacil iba semi-oculta con una capa fina con capucha pues, aunque nadie osaría meterse con ella yendo con Erroll, mejor no tentar a la suerte. El irlandés llevaba un fardo bajo cada brazo y una espada bastarda prestada en el cinto. Cualquier precaución era poca, pues temían encontrarse antes a cualquier patrulla de soldados ingleses que a una cuadrilla de desesperados escoceses. Erroll se cercioró de que fuera la casa que buscaban antes de llamar.

—¿Màiri?

—¿Quién la llama? —preguntó una mujer joven con un niño apoyado en el cuadril.

—Soy…

—¡El hijo de Cullen Flanagan y Eileen de Lyon! —exclamó otra apartando a la muchacha y cogiendo ella al pequeño en brazos—. ¡Jesús! Me habían dicho que habíais muerto, pero la bisabuela decía que no había visto nada de eso en los posos del té.

Dunstana miró a Erroll y después a la mujer, no sabiendo si presentarse o seguir callada.

—Vos debéis ser…

—Dunstana de Stone —le dijo con una voz más seria de la que le habría gustado usar y tendiéndole la mano.

Màiri le hizo una mueca extraña a modo de sonrisa y palmeó el trasero del mocoso para que volviera con su madre.

—Encantada, Milady, pase —Mas en ningún momento le tocó ni asió la mano.

Dunstana apretó los labios y entró en la humilde morada, dándose cuenta de que eran el centro de atención de veinte ojos curiosos. La reacción de Màiri no le sorprendía, bien por las hazañas de su tío o bien por lo que se rumoreaba de ella misma, siempre provocaba ese tipo de rechazo. Sin embargo, dio un respingo cuando notó aferrada a su brazo una mujer tan enjuta y vieja que dudó si estaría embalsamada. La mujer le sonrió con su mandíbula falta de dientes y le chascó a media voz:

Nuair a chaidh Dun i a-steach anns an t-seòmair, bha Màiri a' sgur a bhruidhinn air ball.41

—No la entiendo, señora —le contestó Dunstana amablemente, aunque sabía que Dun era referido a ella.

—¡Tha seo breug42, seanmhair mhàithreil43!

Màiri hizo un aspaviento y le contestó en gaélico a la vieja. Evidentemente y aunque Dunstana no entendiera lo que decía, sabía que no estaban de acuerdo. Erroll medió:

—Haya paz, mo bainthighearnan44. Si no les viene bien, venimos en otro momento.

Màiri gruñó y Dunstana dio un paso atrás, indecisa.

—¡Nada de eso! —exclamó una de las hijas más jóvenes de Màiri y que no tendría más años que Dunstana—. Discúlpenos, Milady. El trabajo nos vendrá muy bien. Cada vez somos más bocas que alimentar —le dijo señalando con la cabeza a una de sus hermanas embarazada— y menos hombres que puedan ayudarnos.

Su voz era triste y unas profundas ojeras remarcaban sus ojos afeando su rostro, en otro momento bello. La vieja seguía aferrada a su brazo y le señaló con sus dedos huesudos un lugar donde sentarse. Dunstana obedeció y se vio rodeada de niños de todas las edades en segundos. Todos la miraban con curiosidad y uno de los más pequeños se le sentó en el regazo, chupándose el dedo. La joven madre corrió para quitárselo de encima, pero Dunstana le habló con ternura:

—No os preocupéis, señora. Me gustan mucho los niños y su hijo no me molesta en absoluto.

La muchacha miró a su madre reticente, sin saber muy bien qué hacer. Màiri negó con la cabeza y cogió uno de los fardos de Erroll para colocarlo sobre la mesa. Lo abrió con dedos hábiles, creando una máxima expectación. La vieja seguía agarrada del brazo de Dunstana y rumió algo que ella no entendió. Una de las biznietas le dijo sonriente:

—Dice que si queréis que os lea las líneas de la mano, señora.

—Claro, por qué no —le contestó la joven, dándole la mano con la palma abierta.

La vieja enjuta pasó un dedo por la línea de la vida y chasqueó la lengua. Màiri clavó los ojos en Dunstana y después en su madre, advirtiéndola. Pero la mujer ya era muy mayor para andarse con lisonjas y medias tintas.

—No tenéis por qué, Milady. Mi madre es muy mayor y…

—Me gustará saber qué me deparará el futuro. Si es que lo hay, que no veo muy convencida a la abuela —se rio de su propia suerte.

Màiri puso los ojos en blanco y siguió viendo la calidad y cantidad de género, dando órdenes de que le trajeran su cesto de costura y unos brocados de no se qué baúl que estaba en la alacena. La abuela murmuró algo en gaélico y Dunstana miró a la niña que le había servido de intérprete minutos antes.

—Dice que vos seréis tan vieja como ella, pero que tendréis algún diente más.

—Es bueno saberlo —replicó Erroll riéndose e interesándose por la conversación.

Las muchachas más jóvenes se sumaron a su risa, sonrojadas como amapolas. Dunstana sonrió simplemente. La abuela chistó y murmuró una retahíla.

—Dice que tendréis un hijo y que tendrá los ojos de su padre, pero que no tendréis nada más de él.

—¡Bueno, es suficiente! —interrumpió Màiri—. Colocaos aquí, Milady, y decidme qué tenéis pensado llevar puesto mientras os tomo las medidas. La abuela entretendrá con sus fantasías a nuestro querido Erroll. No os preocupéis.

A Dunstana le habría gustado saber más sobre ese hijo y supuesto padre, pero Màiri no parecía por la labor de dejar que su madre siguiera ejerciendo sus dotes adivinatorias. La tarde se pasó en un suspiro y prometieron volver pasados cinco días para ir concretando partes del vestido y entallar la cintura. La vuelta a casa la hicieron prácticamente en silencio, aunque el rostro de Dunstana rebosaba de felicidad y satisfacción manifiesta.

—Se os ve feliz —susurró el irlandés, dando voz al pensamiento.

—Como para no estarlo. ¿No recordáis lo que me ha dicho la abuela taibhsear45?

Erroll rio con ganas.

—¡Oh, vamos! La abuela no es una taibhsear. Ella no tiene visiones, solo lee las líneas de la mano y no siempre acierta.

—¿Por qué estáis tan seguro? —le frenó ella en medio de la calle, atrayendo la mirada de algunos curiosos—. ¿Qué os ha dicho a vos?

Él siguió subiendo la empinada cuesta que daba a la Royal Mile y le confió jocoso:

—Que tardaré en olvidar a una mujer y que me enamoraré de una gata.

Dunstana abrió mucho los ojos y se sumó a esa alegría del irlandés.

—Creo que se refiere a que por fin olvidaréis a esa mujer de la que me hablasteis.

—¿A Kelsey? —Ella asintió—. Está olvidada, Dunstana. Me abandonó y se casó con otro, poco hay más que hablar.

Dunstana intentó alcanzarle el paso, pero Erroll había cambiado el gesto a uno más serio y parecía tener prisa por llegar. La luz se iba retirando de las fachadas de las casas de piedra y las campanadas de una iglesia lejana dieron las nueve. Aún quedaban unos minutos de luz y quiso aprovecharlos como si fueran oro.

La vieja taibhsear y ella sabían que, por mucho que lo negara, el corazón del irlandés aún no había olvidado a esa mujer. Y ansió convertirse en gata y ser la que le devolviera la alegría a sus ojos de nuevo. Sin embargo, su madre le había enseñado desde pequeña a tener prioridades en esta vida. No sería su gata, pero conseguiría lo que más deseaba por encima de todo: tener un hijo. Aunque fuera lo único que realmente compartiera con ese magnífico hombre, era mucho más de lo que jamás habría podido soñar. Tendrá los ojos de su padre, le había dicho la vieja taibhsear. Sí, los tendría y serían azules grisáceos con la estrella del iris de color miel como los de su padre.

—Gracias, Erroll, ha sido una tarde maravillosa.

Él le abrió la puerta con caballerosidad y entraron en la casa. Nada más entrar, la criada le trajo un sobre lacrado y Dunstana lo abrió con poco interés, pues por Antoine sabía cuáles serían las noticias de su tío. Erroll se excusó diciendo que limpiaría las cuadras antes de que se hiciera totalmente de noche y ella asintió sin prestarle atención, inmersa en la lectura de lo que depararía su futuro en los próximos meses.

En la carta se confirmaba que las iniciales «P. P.» correspondían al joven Peter Pulteney, aunque ella ya lo había adivinado. La carta era larga y la letra de su tío a veces era tan ilegible que tuvo que esforzarse mucho por entenderla. Le decía lo feliz que estaba por haber conseguido el compromiso del siglo. Había concertado un encuentro con el joven Peter y se había mostrado encantado con el acuerdo, asegurando que ya se conocían: a él le había extrañado, pues no recordaba que se lo hubiesen presentado con anterioridad-

Si vos supierais de qué y cuánto me conoce…, murmuró Dunstana con un mohín. También el joven Lord le había dicho que coincidían en gustos y compartían formas de pensar. La carta reflejaba lo orgulloso que estaba con el compromiso adquirido y que haría todo lo posible por seguir averiguando más sobre su futuro esposo.

Dunstana resopló y el gato que dormía en su regazo se desperezó con ceremonia, alzando una oreja por haber sido molestado. La joven acercó un poco más la palmatoria para tener más luz y seguir leyendo, haciendo caso omiso a la cena que le habían dejado en la mesa contigua.

Los Pulteney no solo eran nobles hacendados, le decía su tío, sino que también eran personas muy influyentes en las altas esferas londinenses y le habían prometido establecer nuevos contactos que le ayudarían a volver a la capital lo más pronto posible. En sus propias palabras…

 

«Los Pulteney desean que su primogénito asiente la cabeza con una joven lo antes posible y tener pronto un heredero. Se han mostrado entusiasmados con el futuro enlace y desean que se cuelguen las amonestaciones a mediados de junio en la Iglesia de St. Bride, donde os casaréis a mediados del mes siguiente. Es una iglesia pequeña, personalmente habría preferido que lo hicierais en la Catedral, pero al ser vuestro tercer enlace… No he querido contrariar a la familia, entendedme».

 

Lo entendía perfectamente bien. Ella no era el mejor partido para nadie y la boda no se anunciaría a bombo y platillo. Ya no era tan joven y había enviudado en dos ocasiones. Algunos la consideraban una mantis, incluso. ¿Quién podía querer a alguien así para su primogénito? Sin embargo, los Pulteney habían accedido sin poner más reparo que el de celebrar el enlace en una iglesia a las afueras, entre Westminster y la capital londinense. Las amonestaciones pasarían desapercibidas y nadie podría poner en tela de juicio la virtud de los contrayentes.

Ella sabía mejor que nadie lo rápido que se extendía un rumor y los excesos de Peter pronto saldrían a la luz sin duda. ¿Qué diría entonces su tío? ¿Se alegraría o le daría igual? ¿Acaso él no hacía lo mismo?

Por otra parte, el comienzo de la guerra era inminente y Peter no era diestro con las armas. Un casamiento era una solución muy honorable para evitar exponerlo en el frente… Si todo eso se aderezaba con una dote con la que todo el mundo soñaría, incluso para aquellos que no habían tenido ningún problema económico en su vida, el pasado y origen dudoso de Dunstana era fácil de obviar.

Desde luego, su tío no podía haber escogido peor momento para comprometerla de nuevo. Quiso apartar a Erroll de su pensamiento y sus pretensiones de ser madre…, ¿qué podía hacer? Cerró los ojos y escuchó a su corazón, aunque las palabras de la vieja taibhsear retumbaban en su mente.

Él no será mío, pero es el mejor hombre que conozco para que sea vuestro padre —se dijo tocándose el vientre, yermo hasta el momento.

Si por ella fuera, rompería esa carta y se encerraría con Erroll en la torre de su casa o, si el irlandés se negara, marcharía con Antoine a conocer mundo, o buscaría hasta debajo de las piedras a Henry, el único hombre que realmente se había interesado por ella de una forma más personal. ¿Cómo podría casarse con Peter sabiendo lo que sabía? ¿Cómo podría romper la promesa que le había hecho a su madre y abandonar a su tío? ¿Cómo? No, no podía, mas tendría que ser fuerte y tomar las riendas de su vida, tendría que afrontar el matrimonio como parte de su destino y dejarle a Peter muy claro lo que le permitiría hacer y lo que no.

Ella no había sido nunca una mujer frágil y, si osaba ponerle una mano encima de nuevo como aquella vez, se juró que lo lamentaría y haría honor a su sobrenombre. «Mantis…», curioso que no le pareciera tan mala idea después de todo.

Dunstana disfrutó los días venideros de la mejoría del tiempo, de cada instante con Erroll y de las visitas a la casa de Màiri. Las jóvenes ya no la rehuían y le pedían que le contara cómo era asistir a un baile con un vestido tan maravilloso y un montón de detalles más. Por primera vez en su vida sintió que tenía compañeras, amigas… hermanas. La sensación era increíble.

—Milady, ¿a qué altura quiere el escote del corpiño? —preguntó la costurera con un par de alfileres en la boca.

Su madre gruñó una retahíla en gaélico y la nieta fue incapaz de traducir entre carcajadas. Dunstana sonrió, pero se mantuvo quieta, aguantando la risa para que Màiri no la regañara y no echara a perder la labor.

—¡Pero, mathair46! —replicó Màiri por las cosas que se le ocurrían a su progenitora en la vejez, arrugando el entrecejo.

Realmente Dunstana habría dado toda su dote por vivir todos los días allí.

—Ha dicho que a la altura que haga sonrojar y ajustarse el calzón a un hombre —rio la embarazada—. ¡Será pícara la abuela!

—¿Por qué a esa altura mami? —preguntó uno de los más pequeños.

—Pues… —La joven no supo qué responderle —, mejor hagamos una prueba aprovechando que Erroll está fuera con el mozo.

Màiri reprendió a su hija por el apuro en el que iba a poner a los muchachos, pero finalmente accedió.

—Desde luego así sabremos qué tal ha quedado el vestido…

Màiri y sus tres hijas mayores terminaron de colocar los pespuntes y de dejar los bajos listos. Dunstana aguardó en pie y nerviosa a que los hombres entraran. Se recolocó el mechón suelto del moño y sonrió cuando oyó decir a uno de los niños que parecía una princesa. ¿Esos niños habrían visto alguna vez a una? Ella sí lo había hecho y, aunque su vestido tendría menos joyas y brocados que los de estas, Dunstana se sentía la mujer más bonita del mundo con él.

Los hombres entraron conversando sobre que esa misma noche llovería y que deberían mantener las gallinas a resguardo para que no se alborotaran. Cuando el más joven se percató de la presencia de Dunstana se frotó los ojos y se ajustó el calzón. Las muchachas y Màiri contuvieron la risa a la espera de la reacción de Erroll. El irlandés repasó en silencio la escena, sin saber muy bien por qué todo el mundo estaba en silencio. Cuando se percató de Dunstana, tragó saliva y balbució un «causaréis sensación, Milady, ¿nos vamos?»

Las muchachas se miraron unas a otras entre decepcionadas y complacidas por el halago. Erroll desvió la vista y salió al exterior sin decir nada más. Necesitaba tomar aire fresco para no ponerse en evidencia. ¿Qué había hecho Màiri con el vestido? ¿No lo había ceñido demasiado? ¿Le habría faltado género? ¿No estaba ese escote demasiado bajo? Dunstana no era mujer de pechos generosos, pero ese vestido realzaba hasta lo que la madre naturaleza no le había dado. Resopló y esperó a que la joven saliera. Escuchó cómo se despedían las mujeres y dejó de quitarse pelusas invisibles del cotun.47

—Mañana vendremos a recogerlo sin falta… y muchas gracias por todo, Màiri, es el vestido más hermoso que he tenido nunca.

«Y el más atrevido también, me temo», pensó Erroll nervioso. El baile sería en dos días y la noche la preveía muy, pero que muy, larga. Resopló de nuevo y Dunstana pestañeó hasta que sus ojos se adaptaron a la luz de media tarde.

—Siento haberos hecho esperar tanto, Erroll.

—No es eso.

—¿Entonces?

Él se sonrojó y masculló un: «vámonos, se hace tarde». Dunstana se mordisqueó el labio superior con una sonrisa brillante y se susurró un «¡por fin!»

—¿Decíais algo? —le preguntó Erroll sin aflojar el paso, a pesar de ser cuesta arriba.

—No, no —dijo ella, salvo que contaría los minutos para ir agarrada de su brazo a ese baile y con ese vestido.

 

 

Las sirvientas no dejaron de alabar el corte y la calidad del vestido cuando lo vieron sobre la cama de su señora. Dunstana se dejó peinar, tan ilusionada como nerviosa. «Hoy es el gran día», se dijo esperanzada. «No puede salir nada mal, hoy no». Dejó que le ciñeran el corpiño y exhaló el aire en cuanto le hicieron la última lazada.

—¿Quién decís que os lo ha hecho? ¡Os queda como un guante! —le dijo una de las sirvientas maravillada.

—Màiri.

—¿La que os lo ha confeccionado es escocesa?

Las muchachas se miraron entre ellas y una preguntó con despreocupación:

—¿Y se vino a bien hacerlo sabiendo de quién sois sobrina?

La joven se mordió la lengua para no seguir metiendo la pata. Dunstana sabía lo que pensaban, que no lo oyera continuamente era un respiro para su mente y sus oídos, pero nada más.

—Quiero decir… —La muchacha se llevó las manos a la boca para tapársela y, temerosa, dio un paso atrás al darse cuenta de qué había dicho y a quién.

—Sé lo que queréis decir, pero se convino un precio por ambos trajes y aceptó.

La joven criada seguía sin tener sangre en el rostro y temblaba por miedo a las represalias. Dunstana nunca había pegado a un criado y solo los había castigado en raras ocasiones, pero no quería que esa fuese una de ellas.

—No os disgustéis, Milady —le pidió humildemente una de las otras sirvientas—. Esta pobre cabeza loca a veces habla más que piensa.

—Tranquilas, tranquilas —repitió Dunstana, recolocándose las faldas y no dejando ver que un poco sí le había dolido—. Si no os importa, decidle a Erroll que estoy lista, por favor. No me gustaría llegar tarde.

Fue mentarlo y llamar a la puerta. El irlandés entró y todas las presentes enmudecieron. El cabello lo tenía húmedo y ligeramente ondulado, echado hacia un lado. Iba con un feileadh mor con los colores del clan de su abuelo materno, los Lyon, aunque llevaba el broche con el escudo de los Flanagan que ella misma le había mandado hacer para el evento.

—Buenas tardes, señoras.

Erroll no supo qué más decir. Parecían que esas mujeres se hubiesen quedado embalsamadas al verlo. A dos de ellas las conocía muy bien, la exuberante y la que parecía tonta, pero que de eso no tenía ni un pelo. Se repasó la indumentaria por si se le había pasado algo por alto ante el escrutinio de las féminas, pero no, parecía estar todo bien. Apenas podía ver a Dunstana a contraluz y con todas las doncellas delante.

Antes de retirarse a sus quehaceres y cerrar la puerta de la alcoba de la señora, las muchachas le echaron una última mirada entre risitas. Una de ellas rompió el silencio y él pudo respirar tranquilo.

—Se os ve espléndido, señor.

—Muy espléndido —añadió otra, rozándose antes de salir por la puerta.

—Gracias… —dijo él, levemente azorado, al notar un pellizco en el trasero. «¿Quién…?», estuvo a punto de preguntar pero calló, mirando a la última con ojos traviesos.

La puerta se cerró y se quedaron solos. Erroll recordó el vestido que Dunstana llevaría y dudó si echarle una ojeada. Salivó y después suspiró para controlarse, pues estaban en la intimidad de la habitación de ella y solo recordar todo lo que no ocultaba el corpiño le subía la temperatura corporal irremediablemente.

Viendo que el irlandés no se decidía a dar el siguiente paso, Dunstana se echó un chal de seda sobre los hombros y le asió del brazo. Erroll sonrió al verse a salvo de tentaciones gracias al suave pañuelo, aunque habría preferido un chal de lanas de esos gruesos y hasta el cuello de los que tejía la vieja tata Deirdre.

—¿Lista?

Dunstana asintió y él le sonrió, dando gracias ella por estar aferrada a su brazo, pues las rodillas le flojearon al verlo más de cerca y al olerlo no pudo reprimir un «uhm…» que lo hizo sonreír de nuevo.

—Oléis muy bien… como a campo y a días de sol.

—Me alegro de que os guste, Milady.

Sin pensar mucho en lo indecorosa que podía ser la situación para aquellos que pasaban a su vera, Dunstana lo enlazó con sus brazos alrededor de su cuello e inspiró su aroma más profundamente, justo detrás de la oreja. Erroll tuvo que contenerse mucho para que ella no notara lo que el roce de sus pechos le había provocado en la entrepierna y suspiró quedo. El tiempo se había parado para ellos hasta que el postillón carraspeó al ver la escena de tortolitos, deseando llegar cuanto antes al castillo para hacer un par de viajes más antes de que empezara la velada.

—¿Qué hacéis, Dunstana? —le preguntó Erroll al ver que ella parecía querer abandonarse en sus brazos, separándola lo justo para no ofenderla.

—Averiguar a qué oléis, caballero.

—¿Y por qué no me lo habéis preguntado?

Ella se sonrojó y Erroll le dio un tímido beso en los labios para dar por terminada la conversación y ayudarla a subir al carro, sin darse cuenta de cómo ella podría interpretar el gesto.

—Yo, yo… no he debido de hacer eso, Milady —se excusó azorado—. Lo siento mucho.

«¿Qué lo siente mucho? ¡Maldito postillón por haber traído un carro con los toldos de los arcos vacíos! ¡Para una vez que tengo a la mano a Erroll y apenas he podido saborear sus labios!», bufó Dunstana para sus adentros. Y eso que no se había dado cuenta de que además no irían solos, mejor dicho, ni siquiera irían juntos en la carreta. Blasfemó y Erroll le sonrió al adivinar su pensamiento. Ella se dirigió a donde le decían, al fondo y junto a un par de damas, y apretó los labios para no protestar.

El postillón azuzó al caballo y emprendió la marcha al castillo. Los hombres conversaban animadamente a pie y Dunstana se moría de ganas por saber de qué se estaban riendo. Las damas se miraban de reojo y se criticaban con disimulo.

Dunstana agradeció llevar el pañuelo puesto o no llegaría a la recepción sin el adjetivo de «descarada» prendido en el pecho, aunque los de ellas no fuesen recatados tampoco. Se entretuvo admirando a Erroll, tan apuesto, tan decidido, tan… Sin embargo, fue llegar a la explanada y el semblante del irlandés se demudó. Quizás habría sido mejor venir a caballo, se reprendió Dunstana, pues habrían llegado antes y no le habría recordado lo que había sufrido en ese lugar y a quiénes había dejado atrás. Ella no era de rezar, pero lo hizo. Deseó que Erroll se olvidara al llegar a la fiesta de ese pellizco que de seguro le habría dado el corazón al pasar por allí. Nada más bajar, Dunstana le preguntó:

—¿Estáis bien?

Erroll le respondió con una sonrisa y una elegante bajada de cabeza, aunque sus ojos se mostraron apagados hasta que la oyó a «ella». Dunstana supo quién era la dueña de esa melodiosa voz y esa risa fresca por la tensión del cuerpo de él. ¡Maldita fuera su suerte! ¿Cómo no había caído en la cuenta de que esa mujer estaría allí? ¿No le había dicho que se había casado con un conde? Sin embargo, por mucho que miró a su alrededor no vio a nadie. Erroll se relajó un poco y, por ende, ella también.

—¿Dunstana de Stone?

—¿Si? —preguntó ella girándose.

—Discúlpeme por mi atrevimiento, señora, soy su futuro suegro: Lord Pulteney.

La noche parecía ir de mal en peor. Ella instintivamente se soltó del brazo de Erroll y lo presentó como a un amigo de la familia. Su futuro suegro fue muy poco cortés, pues rápidamente sacó a colación que masacrarían a esos bastardos norteños, sin importarle el origen evidente por la indumentaria del acompañante de su futura nuera. ¡Quién lo diría teniendo a un hijo que era un negado para las armas!

Después, sin más, el señor le pidió a Erroll que los dejara charlar un rato a solas, dispensándolo de la tarea de custodiarla hasta llegar al gran salón. Ella miró con enojo cómo su sueño se diluía poco a poco y aguantó las mil batallitas que el anciano caballero quisiera contarle.

Erroll sintió alivio por alejarse de ese petimetre engreído de una vez y respiró el aire fresco de la noche apoyado en la muralla tras dar un largo paseo por su perímetro. La noche era oscura y las estrellas bordaban el firmamento. Desde ahí, podía intuir más que ver dónde estaba St. Margaret y los barracones y reprimió un sollozo, dando un puñetazo en el muro que le desolló los nudillos de la mano derecha.

—¿Erroll?

«¡Vaya! La historia se repite», pensó él lamentándose, «los fantasmas vuelven». Se giró sin responder nada, sabiendo a quién iba a encontrarse. Kelsey era la propia luna que había descendido del cielo. Sus cabellos rubios remarcaban su piel nívea como la crema de leche. Advirtió que el parecido con Dunstana era más grande del que había llegado a creer en un primer momento y dudó si la mente le estaba jugando realmente una mala pasada y era la sobrina del Alguacil la que tenía en frente.

—Erroll, soy yo, Kelsey. ¿No me reconoces?

Él siguió sin responder, paralizado por la idea de tenerla tan cerca. No la había vuelto a ver desde aquel día que había ido a pedirle la mano a su padre tras tres años de noviazgo y lo habían echado a patadas como a un apestado de la casa de ella.

Recordó cómo le decían que allí no había lugar para un cobarde y que jamás se casaría con ella si no era el Laird de Glamis. Recordó cómo ella no salió en su busca, ni siquiera se asomó a una ventana, tampoco le escribió una nota a hurtadillas como hacía siempre. Recordó el dolor que le produjo que su tío le abriera de una vez por todas los ojos con la invitación al enlace del conde Stafford con la preciosa Katherine Kelsey Haldane, solo mes y medio después.

Erroll apretó los labios y fue a retirarse sin contestarle, pero ella se echó en sus brazos y lo besó. Lo besó como ella solo sabía besarlo, haciéndole perder la razón.

Oculto entre las sombras, Sir Kenion Strathbogie no salía de su asombro. Se quedó lo justo para ver cómo, la que acababan de presentarle hacía unos minutos como la condesa Stafford, se echaba en brazos de un hombre que no era su marido.

Sonrió con malicia y se presionó la entrepierna. La condesa parecía ser muy complaciente y… ¡por todos los demonios!, juraría saber quién era el caballero a la que la joven se había entregado con tanta pasión y asueto. Si la condesa Katherine Stafford no era otra que Kelsey, del clan Haldane, el caballero no podía ser otro que Erroll Flanagan. ¿Cuándo había salido de prisión ese cretino?

Kenion esperó un poco y vio cómo él terminaba rechazándola. «¡Oh, vamos! ¡Con lo bien que me lo estaba pasando!», se dijo apurándose él mismo para no perder la ocasión de atormentar al irlandés. Dicho y hecho, fue quedarse solo y acercarse.

—¡Pero qué ven mis ojos! ¡Si es el mismísimo irlandés traidor y vecino mío!

No obtuvo más que un gruñido como saludo, ni tampoco deseaba más en ese momento.

—¿Qué queréis de mí, Sir Strathbogie?

—Saludaros, nada más. Os veo muy a la defensiva, caraid. Deberíais estar más relajadito, sobre todo después de seducir a toda una señora condesa…

Erroll lo cogió por el cuello de la camisa y puso al conde de Atholl entre la muralla y él. A pesar de todas las penurias que había pasado el último año, de un solo puñetazo lo tiraría tapia abajo y nadie se enteraría. Se vio con la tentación de hacerlo, pero después lo soltó con un: «meteos en vuestros asuntos» y se marchó, dejando a Kenion con un nudo en la garganta y un regusto a bilis por todo el cuerpo.

Sir Strathbogie se recolocó sus ricos ropajes y volvió a la fiesta, anduvo un rato de aquí para allá, hasta que se fijó en una joven que al pronto le había parecido Kelsey pero que, si se fijaba bien, no era ella.

La siguió con la mirada durante un rato y vio cómo se despedía de su acompañante con un casto beso en la mejilla. «No es el marido…», se sorprendió encontrando chistosa la situación de estar alcahueteando como una vieja. Sin embargo, dado el carácter disoluto de las fiestas previas a grandes batallas, no tenía nada mejor que hacer. Se aplaudió a sí mismo al ver cómo la joven era invitada a una conversación con el conde Stafford y Sir Thomas Wake y se dijo «esta es la mía para saber quién es.»

—Bonita fiesta —brindó el conde de Atholl, bebiendo un breve sorbo de su copa y saludando a los presentes.

Sir Thomas Wake vio la llegada de Sir Strathbogie como la contestación a sus plegarias y puso una excusa bastante burda sobre una repentina indisposición. Kenion lo vio irse, tan rápido como su malestar, pues el caballero se relajaba al otro lado del salón con una pareja inglesa de avanzada edad, riendo distendidamente. «Maldito sassenach…», se atrevió a murmurar al amparo de su copa de licor.

Dunstana le contestó al brindis con una sonrisa, aunque se veía que estaba incómoda y pronto supo por qué. Ralph Stafford parecía estar importunándola con su conversación, aunque Kenion tenía claro que era producto de la embriaguez. Sir Strathbogie encontró divertidas sus impertinencias y decidió quedarse. La charla era «interesante» y la compañía muy bonita, dijo fijándose en la muchacha. Además, tras el encuentro mantenido con Erroll, necesitaba una copa, sobre todo después de haberlo visto besando a Kelsey con una pasión que había llegado a encenderle la entrepierna. ¿Qué diría el marido si la viera? ¡Menuda mosquita muerta!

La noche parecía mejorar a cada instante para el conde de Atholl, pues la mismísima Kelsey apareció ante sus ojos al poco tiempo. La joven le dio un beso largo a su marido, quizás para ocultar los rastros de la pasión del anterior.

Sir Strathbogie se quedó quieto, sin saber si saludarla o no. ¿Sabría el conde Stafford que ellos se conocían? ¿Y del largo noviazgo de su esposa con el irlandés? Esto se ponía tan interesante que si no le pareciera ridículo, hasta daría palmas, por segunda vez. Ralph sonrió a su mujer y, nada más presentarla a los presentes, siguió a la carga con Dunstana, a la que por lo visto conocía también desde hacía tiempo.

No os hacía, Milady, acompañada a una fiesta por un traidor a la corona inglesa —le espetó el conde Stafford—. Menos mal que vuestro futuro suegro…

Kenion se cuadró todo lo alto que era, sacándole al conde más de cinco dedos de altura. Le habían referido que ella era Dunstana, la sobrina del Alguacil, viuda de dos maridos y poseedora de una de las fortunas más notables de Inglaterra. La joven era la viva imagen de Kelsey, pero con una tormentosa vida interior por lo que había podido vislumbrar durante la charla. ¿A qué traidor se refería? ¿A Erroll? ¿Y de qué conocía esa joven al irlandés? Kenion estaba verdaderamente interesado y jugueteó con la copa. ¿Se habría equivocado y era ella la que había besado a ese cretino? No, a juzgar por la respuesta de él.

Dunstana se quedó mirando a Katherine Stafford como si se estuviese mirando en la superficie cristalina de un río, algo contrariada por el inmenso parecido que las unía. Tardó en contestar unos segundos más de lo deseado. ¿Ella no sería…? No, no podía ser.

Él no es un traidor, Milord.

Es un escocés, que para ello es lo mismo —se jactó Ralph Stafford, aunque pronto se excusó al darse cuenta de que Sir Strathbogie también lo era, a pesar de todo, además de un rival a la altura.

Kelsey bajó la vista al suelo, por miedo a que el conde de Atholl la delatara.

También eso es discutible —replicó Dunstana con fervor, soltando un bufido muy poco femenino.

Sir Strathbogie observó que la dama esperaba a alguien, pero no supo de quién estaban hablando hasta que el conde Stafford no le dijo:

—¡Oh, sí! Es medio irlandés, lo olvidaba —se mofó Ralph con un aspaviento.

—Exacto —respondió Dunstana con contundencia y con una amplia sonrisa en el rostro al ver que Erroll venía a rescatarla.

Kelsey agarró del brazo a su marido y le pidió que la acompañara a los jardines, que no se encontraba muy bien.

—Espera, cariño —le chistó, dándole una palmadita en el trasero para que se sentara que la hizo sonrojarse.

¿En serio estaban hablando de Erroll? Kenion miró a su alrededor y obtuvo la respuesta. ¿Y a qué se debía ese cambio de humor o de salud después de lo apasionada que la había visto? Kelsey interrumpió la conversación pidiendo que le trajeran una copa de hidromiel, pero ninguno de los presentes le hizo caso, ni siquiera para llamar a un sirviente. Olía a duelo si nadie lo remediaba. El irlandés fue interceptado por un antiguo conocido, su semblante era serio y con los puños de las manos blanquecinos de tanto apretarlos. «¿Por qué?», se preguntó intrigado Sir Strathbogie, aunque Kelsey se mostró aliviada al ver que no llegaba.

—¿Y negáis que ha estado en prisión? —volvió a la carga Ralph.

No —respondió con sequedad Dunstana, que por cómo actuaba la condesa Stafford, cada vez estaba más segura de que se trataba de la Kelsey de Erroll. ¡Maldita fuera!

—Interesante. ¿Qué dirá vuestro tío cuando sepa que habéis venido acompañada por él? El pobre hombre buscando un enlace adecuado para vos en la capital y su sobrina en cambio…

Sir Strathbogie pensó que el conde Stafford se estaba extralimitando y que, si no fuera por el alto cargo que ostentaba en la Corte, Dunstana ya le habría dado una bofetada por su descaro.

—Por la amistad que en su día tuvimos, querida, ¿puedo saber qué os une a semejante bárbaro?

Lo mismo que en otro tiempo le unió a él vuestra esposa —dijo Dunstana levantándose muy digna, con la intención de marcharse pronto.

—¿Cómo…? —consiguió balbucir Ralph rojo de ira, sin querer imaginar que lo que había oído era cierto.

Sir Strathbogie se atragantó con una vianda y bebió de un tirón su copa, haciendo un gran esfuerzo por no reírse a carcajadas en la cara de ese estreñido inglés. Se lo merecía después de todo. Por su parte, Kelsey se achantó aún más en su asiento, rezando porque estuviera lo suficientemente ebrio para que no entendiera realmente lo dicho.

En ese momento, llegó Erroll y le tendió el brazo a Dunstana para que se apoyara en él. El ligero temblor en su cuerpo y el evitar mirar a la condesa a los ojos le dio la certeza de que no se equivocaba: Katherine Stafford no era otra que Kelsey, la mujer que le había roto el corazón.

Ya me conocéis, Milord —se despidió muy seria Dunstana de Stone—, me gusta abrirme de piernas para todo hombre que sea bueno en la cama. Si nos disculpan…

Kenion fue incapaz de no echar vino por la nariz y se excusó con rapidez. Esa contestación había sido memorable y esa joven le caía en gracia. Hacía tiempo que no se lo había pasado tan bien.

En cambio, Erroll miró a Dunstana sorprendido por la respuesta, pero se abstuvo de decir nada. Ya había tenido bastante por una noche, que pensaran que estaba amancebado con ella era lo de menos en esos momentos. En su cabeza solo iban y venían las acusaciones de Kenion, el reencuentro con Kelsey, su beso… Ambos pusieron tierra de por medio lo más rápido que pudieron, dejando a la pareja Stafford solos.

El camino de vuelta a la casa lo hicieron Erroll y Dunstana en silencio. Ella se mordía la lengua, intentando averiguar qué había sentido él al verla después de tanto tiempo, sin saber que Kelsey se había arrojado a sus brazos poco antes. Él se había llevado de la fiesta una botella de licor.

Cuando llegaron a la casa, la botella apenas contenía unos tragos. Entraron por la puerta de servicio que daba a las cocinas. Hacía calor, alguien se había dejado la lumbre encendida y un gran tronco se consumía en brasas, lentamente. Dunstana soltó su brazo y le sonrió, no parecía querer despedirse, pero Erroll seguía taciturno. El irlandés se aflojó el cuello de la camisa, tenía las mejillas encendidas debido al licor y a la lumbre. Rompió el mutismo con un «gracias», dispuesto a irse, pero ella lo frenó.

—¿Por?

—¿No era de mí de quién hablabais con el conde Stafford?

Ella se sonrojó a su vez. ¿Se referiría a lo de ante quién se abría de piernas, a su defensa por ser medio escocés o…?

—Ella… —empezó a decir Erroll, mientras apartaba el tronco con el atizador para que no se consumiera entero.

—Es vuestra Kelsey, ¿no es cierto? —terminó por decir Dunstana, cruzándose los dedos a la espalda como cuando era niña y deseaba que algo no pasara.

—Sí.

Dunstana resopló y Erroll la miró sorprendido, limpiándose en un paño el tizne de las manos. Tenía los ojos vidriosos y se mordisqueaba el labio superior con nerviosismo.

—¿Aún la queréis?

—Creo que sí.

—¿Creéis? —Dunstana volvió a resoplar y evitó mirarlo cuando él se puso frente a ella.

Él susurró un: «es difícil de explicar».

—Es sencillo: sí o no.

—¡Sí, y me odio por ello! Odio que después de tanto tiempo un beso suyo me nuble la razón y me tiemblen las piernas como a un niño cuando la tengo cerca. Odio que esté con ese mequetrefe solo porque yo no luché por ser el heredero de Glamis como su familia quería. Odio que se haga pasar por una persona que no es, que no me libere de sus ataduras. Odio el gran parecido que comparte con vos porque desearía en estos momentos haceros mía y olvidarme del sabor de su boca.

Erroll cerró los ojos y suspiró con fuerza, sabiendo que había hablado demasiado, que debía marcharse si no quería llegar a más. Dio un último trago a la botella. Lo necesitaba. Su cuerpo temblaba, poseído por un cúmulo de sensaciones, desbordado por todo lo que había pasado en esos últimos meses en Edinburgh, en la cárcel, junto a Ayden, con ella… Dunstana se acercó a él y lo besó. Él se quedó quieto y le musitó:

—Yo no soy ese hombre que buscáis, Milady.

—Dejad que sea yo quien decida eso.

Volvió a buscar su boca y a saborear el sabor a whisky fuerte en su paladar. Solo de besarlo sentía que se embriagaba. ¡Había deseado tanto hacerlo! ¿Qué le importaba que le recordara a esa arpía?, pensó egoístamente. Se sentía hambrienta de él. Siempre lo recordaría así y era lo único que le importaba en ese momento. Lo aprisionó contra la mesa y le quitó la camisa, segura de que el servicio estaría libre esa noche y que tendrían la casa solo para ellos.

Él gruñó por el ímpetu, sin soltar sus labios entre sus dientes, dejándose llevar por el arrebato de Dunstana, borrando los besos de Kelsey de su boca. Su cuerpo reaccionó como un volcán en erupción y el deseo contenido se desbordó arrollándolo todo a su paso. Ella saciaría su sed...

El irlandés la levantó un palmo del suelo, preso de la pasión, sujetándola por las nalgas. Quería olvidarse de Kelsey como fuera, quería olvidarla, suplicó cerrando los ojos y volviendo a esa boca apasionada, a esos labios que no eran los suyos, a esas caricias que no le pedían ser quien no era. Arrugó el pomposo vestido y la apoyó sobre la mesa, sin dejar de besarla, acariciándole las pantorrillas, abriéndola para él. Ascendió lentamente en las caricias, mientras con su boca bajaba por su cuello, hasta lamer sus areolas y saborear con deleite la punta de su pezón. Dunstana gritó de gusto y clavó sus dedos en la madera. No sabía cuánto iba a durar ese divino tormento, pero quería sentirlo dentro de ella y pronto.

Erroll no tenía ninguna prisa. Le gustaba tenerla rendida ante él, con sus piernas abiertas, esperándolo. Con sus labios hinchados, rogando sus besos. Con su corazón frenético, latiendo su nombre… Le clavó su deseo muy cerca del de ella mientras terminaba de quitarle el corpiño del vestido. La tenía al límite y aún no se había quitado la ropa. A él le gustaba verla deseosa y necesitada de su cuerpo, aunque este no fuera ni por asomo el de hacía un año.

Dunstana gimió al notar su dureza, poderosa y latente, ávida de su cuerpo. Acarició sus hombros y descubrió las heridas recientes de los abusos de su tío. Renegó. Erroll cogió su rostro entre sus manos y le besó con premura la boca, como si la mujer fuera a desaparecer como por arte de magia. Seguidamente, capturó una lágrima con sus labios y la miró unos instantes a los ojos, comprobando que estaba bien.

Ella se obligó a sonreír y a no estropear el momento más feliz de su vida. Le mordisqueó la barbilla como respuesta, para que dejara de pensar de nuevo, para que solo la viera a ella y se desahogara. Erroll no podía ser de ella en cuerpo y alma, no mientras que el fantasma de Kelsey siguiera presente en su corazón y haciéndose notar con sus cadenas. Bajó con pequeños besos hasta llegar a la nuez de Adán, succionándola traviesa.

Erroll sintió que perdía el control unos segundos y que le flaqueaban las rodillas, teniendo que apoyar las palmas de las manos en la mesa para encontrar estabilidad. Apartó de dos limpios manotazos todo lo que había alrededor que pudiera estorbarles y a ninguno de los dos le importó el ruido que hicieron los cazos a caer al suelo.

Dunstana lo enlazó con sus largas y bien torneadas piernas y lo atrajo hacia él, colocándose muy al borde, casi suspendida entre sus brazos. Buscó con dedos hábiles el calzón del hombre y liberó su miembro, duro, henchido, cálido…, sofocando un gemido al abarcarlo en toda su longitud. No podía esperar más tenerlo dentro de ella, pero Erroll jugueteó la entrada de su deseo con los dedos, acariciándola con la punta de su verga, compartiendo su humedad al punto de hacerla enloquecer.

—Aún no, Dunstana… —le susurró él muy cerca del oído, rozando el lóbulo de su oreja con los labios y derritiéndola con la calidez de su aliento.

Pero ella no le hizo caso y recondujo el miembro con sus manos, aferrándose con uñas suaves a su espalda y a los rizos cortos y dorados de su pelo. Erroll sintió cómo se introducía en ella con una facilidad pasmosa y cómo su carne se adaptaba a la perfección. Él gruñó de satisfacción cuando con sus testículos rozó las nalgas turgentes de ella, con su miembro metido hasta el fondo. Ella soltó un grito que le aceleró la respiración, que la llenó aún más de deseo, de premura, de cabalgadas veloces e infinitas. Sus cuerpos se fundieron en uno solo, llenando el espacio de jadeos voraces, de movimientos bruscos y ansia.

No hubo parte de sus cuerpos que no acariciaran, no besaran o calentaran con su aliento. Lo que había empezado en las cocinas, siguió tras un breve respiro por los pasillos, hasta llegar a la alcoba privada de ella. Entre doseles y pieles, volvieron a utilizar sus cuerpos, sedientos de contacto, de cariño y de olvido.

No hubo palabras ni compromisos vanos, del todo innecesarios para aquel encuentro. Los primeros rayos de sol salieron cuando apenas se habían dormido, pero a Erroll el descanso le duró apenas unas horas. Se sentía exhausto y a la vez vigoroso como antaño. Los músculos le flaqueaban y se quedó mirando el cuadrante de tela del dosel del techo. Se refregó los ojos con ahínco y se asustó al abrirlos de nuevo y comprender dónde estaba.

—¿Qué he hecho por el amor de Dios? —farfulló, advirtiendo el espléndido cuerpo desnudo de una dama a su lado—. ¿Kelsey?

La joven ronroneó como un gato perezoso, sin despertarse. Sus cabellos dorados caían en grandes bucles sobre su espalda. El tono de su piel era inmaculado y ligeramente sonrosado en ciertas partes. No, no era Kelsey, era Dunstana. El olor a sexo se mezclaba con el suave aroma de las lilas y el de sudor. Intentó recordar algo de la noche anterior, pero en su cabeza solo aparecían imágenes inconexas.

Se levantó precipitadamente de la cama, como si el mero hecho de yacer juntos fuera un delito. La cabeza la tenía a punto de estallar y el ímpetu de levantarse lo hizo marearse. «¿Qué he hecho?», se repetía, mientras se acercaba a la jofaina y se lavaba el rostro con energía.

Oyó pasos en el pasillo y una voz de hombre que le resultaba conocida: ¡Henry! «No, maldita sea ahora no», se dijo por el inconveniente de que hubiera vuelto el joven justo ese día. Erroll se apresuró a ponerse el calzón que estaba a los pies de la cama junto a la camisa. El sonido de los nudillos llamando a la puerta no se hicieron esperar. Se colocó las botas y volvió a lavarse el rostro con premura, pasándose los dedos húmedos por el pelo. Cuanto antes se enfrentara a las consecuencias de sus actos mejor que mejor.

La cara de Henry se desencajó al ver salir a Erroll de los aposentos de Dunstana. No supo qué decir. Ella nunca llevaba a ningún hombre a su cama, siempre los recibía en la torre, por ser un lugar más apartado y discreto, aunque sus encuentros de discretos no tenían nada. El joven apretó los puños y se frenó justo a un palmo del irlandés, no sabiendo en realidad si quería saber qué había pasado entre ellos. El rostro mortificado de Erroll le dio una pista.

—¡Hijo de la gran…! —exclamó con ira el inglés.

Erroll no paró el golpe. Se lo tenía bien merecido. Aunque no se habían prometido absolutamente nada, sabía del interés de Dunstana por él, sabía que la había utilizado para olvidar a la otra y que eso era lo más deshonroso que había hecho en la vida. Desde el suelo, miró a Henry con admiración y se tanteó la mandíbula, pues había sido un gran golpe. Se limpió los restos de sangre con el dorso de la mano y se levantó, dispuesto a irse.

—¿A dónde creéis que vais?

—A prisión, de donde nunca tendría que haber salido sin Ayden.

—¿Qué le voy a decir a ella? —preguntó el joven nervioso, pues sabía que la noticia la destrozaría.

Erroll lo cogió por los hombros y terminó dándole un abrazo. Henry lo rechazó al principio, pero luego cedió al escuchar sus palabras:

—Decidle que siempre estaréis junto a ella y que, pase lo que pase, no la abandonaréis nunca.

—Que así sea.

La jaula del petirrojo
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