CAPÍTULO 28
DULCE DESLIZ
Afueras de Oxford, 15 de septiembre de 1335.
La velada para ellos no había hecho más que empezar. La pequeña molestia sufrida no entristecería el resto de la noche, por supuesto que no, pensó Catherine, pues por lo que ella tenía entendido, era lo habitual en la primera vez… Además, el que Erroll la hubiese nombrado como algo suyo, como «su gata», era más de lo que podría desear. La joven encaró el rostro de Erroll para besarlo, pero él se adelantó como un lobo hambriento ansioso de devorarla. Ella sonrió feliz por saber que tenía al mismísimo sol entre sus manos, a su Sir Perceval... Cuando él la miraba, sentía arder sus entrañas.
Erroll la colocó sobre él en un sencillo giro, deseoso de deleitarse con las vistas y de que ella misma fuera quien buscara su propio goce. Llenó sus manos con sus senos y acarició sus pezones con los pulgares hasta volverlos inhiestos. La atrajo hacia sí rodeándola por la cintura y ahogando un suspiro en su boca. Lo deseaba. La deseaba… Su miembro esperó impaciente a ser invitado en la entrada húmeda y palpitante. Ella jadeó al sentirlo cabecear sobre su piel.
El cuerpo de Catherine respondía presto a la llamada del hombre, pero ella parecía tener miedo hasta de respirar. Su mente le pedía a gritos que se dejara llevar y volviera al frenesí con el que la habían despertado hacía apenas unos minutos. Apoyó las manos sobre el duro abdomen de su bardo y se balanceó lentamente, arrancando un gruñido de satisfacción en él y una invitación a que siguiera haciéndolo.
Se mordisqueó el labio traviesa al notar la excitación que había vuelto a provocar en él. Sonrió, a la vez que sus músculos se contrajeron succionando a su invasor, capturándolo entre sus paredes, arrancando otro gruñido ronco del irlandés. Lo miró a los ojos, esperando que le dijera cómo continuar, pero él solo susurró un: «seguid, así, sí…», mientras se chupaba el labio, jadeante, y dejaba entrever sus dientes, cada vez más excitado.
La gata se atrevió a clavarle las uñas en los pectorales y se movió un poquito. Lo justo para darse cuenta de que el dolor no era ya más que un eco en su memoria y un reflejo cimbreante entre sus muslos. Seguidamente, se dejó caer con suavidad y el contacto lento de la excitación de él llenó todo su ser. Suspiró y cerró los ojos unos instantes. Temblaba.
Él se incorporó un poco y se apoyó sobre su brazo izquierdo, apartándole con ternura un mechón de pelo hacia atrás y dejando libres sus senos. Le estaba matando y él se dejaba. ¿Cómo no iba a hacerlo si estaba en manos de una diosa? Nunca antes había hecho el amor tan despacio y eso lo excitaba y exasperaba a partes iguales. Ella lo acariciaba con ternura por el torso, mientras movía las caderas oscilantes, invitadora. Otras, dejando que se colara hasta su alma…
Erroll se dio cuenta de que tenía encogidos los dedos de los pies ante el cosquilleo que el vello íntimo de ella le producía en sus muslos. No pudo soportar esa dulce tortura por más tiempo y fue a por su boca, hambriento, feroz... ¡Cuánto la deseaba! Si la gata quería embaucarlo con sus hábiles artes amatorias, él le mostraría más claramente lo que tenía bajo la «falda.»
Arrastró la mano abierta por la espalda de ella en sentido ascendente, desde sus nalgas hasta su nuca, arando su espalda y marcando su piel de deseo. La acercó con premura hacia así para arrancar cualquier suspiro alojado en su garganta y tomar de nuevo el mando de la situación. Ella sería su amazona, sí, pero él tenía aún mucho que decir en ese juego. Enraizó sus dedos en la melena castaña, atrayéndola hacia su boca y moviendo sus piernas en un vaivén frenético que hizo que Cat botara sobre ellas. Sintió las nalgas de la joven sobre sus muslos y cómo vibraba su sexo en cada embestida, más y más profundamente. Supo que no hacía falta estar muerto para alcanzar el paraíso, pues el mero roce de los senos de Catherine en su cuerpo le hacía pasar las puertas que custodiaba San Pedro una y otra vez.
Ella se sintió borracha de sus besos y se dejó hacer, sintiendo un hormigueo constante e in crescendo que le recorría de cabeza a los pies. Su cuerpo parecía el de una muñeca de trapo en manos de un magnífico titiritero. Era tal la energía desbordante de ese hombre y tal su grado de inexperiencia, que el éxtasis le llegó casi sin darse cuenta, pausado y desbordante, como una ola gigante que todo lo arrasaba, haciendo que se le escapara un prolongado grito. Se llevó las manos con timidez a la boca por puro instinto y Erroll la miró con una sonrisa tan amplia y magnífica que no le cabía en la cara.
—Quiero daros otro de esos —le susurró ardiente sin darle tiempo a que ella se sonrojara siquiera.
Erroll le guiñó un ojo y siguió con sus mordisquitos en el cuello. Sin darle resuello, emborrachándose ahora él de su excitación, de su sexo, del aroma que desprendía su piel cremosa. No podía aguantar más. Quería sentirlo y que lo sintiera. La tumbó sobre el lecho y exhibió su corpulencia sobre ella.
Catherine era incapaz de quitarle la mirada de los ojos, por temor a desmayarse si se fijaba en «eso». Aún sobrevolaba en una especie de limbo de ensueño, del que difícilmente lograría despertarse. ¡Ilusa! Alguna vez había calmado el ardor de su cuerpo con caricias y rezado después tantos «Padrenuestro» que ni el sacerdote se lo creería, pero aquello no tenía nada que ver con cualquier cosa experimentada hasta entonces. «¡Como para no ser pecado!», se dijo sonriente para sí.
¿Cuántas oraciones tendría que rezar en esta ocasión para que el sacerdote pudiera absolverla de semejante desliz? ¡Y qué desliz! Había tocado el cielo, saltado en la luna y desde allí se había tirado de un salto al vacío hasta llegar a las profundidades del mar. Sonreía, distraída en las curvas aceradas del abdomen de Erroll hasta que él volvió a penetrarla más profundamente, ahogando un grito en su pecho, entremezclado con una nueva oleada de dolor y de placer que hizo que cerrara los ojos y se aferrara a su hombro con fuerza. Sus embates comenzaron a ser más feroces y continuos, mostrando en su divino rostro, el esfuerzo y la gratificación del momento.
Cuando Erroll tomó su boca con lujuria, ella le respondió entrelazando las manos en su nuca. Creyó que la devoraría por dentro si seguía, si acaso su boca dejaba algo por comer… Ella jugueteó con su pelo, lamió la comisura de sus labios para que fuera más lento, prolongando el placer de ambos. No quería que acabara. No quería despertarse de ese magnífico sueño.
Los pezones de Catherine dibujaron líneas invisibles, difíciles de borrar, cada vez más duros y excitados por el roce con el vello rizado y rubio de él. Sus piernas juguetearon enlazándose y rodaron un par de veces sobre el lecho entre risas. ¡Al diablo con la molestia de sus caderas! Sería suyo esa noche, aunque a la mañana siguiente dudaba que pudiera moverse… Sin embargo, sabía que él no había terminado aún, que solo estaba esperando a que ella le devolviera con su cuerpo el maravilloso regalo que él le había dado, pero… ¿cómo?
«Improvisa, pequeña», se instó, «hasta los conejos lo hacen… ¡No puede ser tan difícil!». Se colocó encima de él, a lo largo, piel sobre piel y le dibujó el perfil con el dedo. A la altura de su boca Erroll se lo chupó con picardía y ella le respondió con un mordisco en el mentón. Él enredó su larga caballera castaña en su mano derecha de nuevo y le echó la barbilla hacia atrás, besando con avidez su cuello. Ella jadeó y su cuerpo buscó acoplarse a él, como si lo echara de menos, con urgencia. Se sorprendió a sí misma dirigiendo el miembro hacia su humedad. Imitó sus embestidas, aunque más pausadas, y a cada movimiento que daba, sus cuerpos se estremecían y jadeaban casi al unísono. «Vas por buen camino, pequeña.»
Erroll dejó la melena ondulada de Catherine para abarcar con una sola mano sus pechos, masajeándolos, acercando sus pezones como si fueran uno solo y lamiéndolos bajo la mirada turbia de ella. Se sintió hasta tal punto hipnotizado por sus ojos que se le hizo fácil desnudar su corazón y su alma. Dejó que ella llevara el ritmo durante largo rato, deleitándose con sus curvas, todas, hasta que, ante los incesantes gemidos de ella, no pudo contenerse más y sintió el latigazo del orgasmo por todo su cuerpo, derramando su semilla en su interior.
Cat seguía jadeante, sudorosa y su piel brillaba a la luz del candil como si acabara de ser aceitada con esencias de flores. Le sonreía como si fuera ella misma la que acabara de alcanzar el éxtasis. Parecía una musa, escapada de la mente de un poeta, tan terrenal y tan divina al mismo tiempo que tuvo que pellizcarse para saberse despierto. Él buscó el refugio de su pecho, dejando la nariz entre ellos, mientras lamía con mimo la punta del pezón. Cuando intentó acariciarle el interior de los muslos y provocar de nuevo a la joven con sus caricias, Catherine enlazó sus dedos con los suyos y, dándole parcialmente la espalda, se encajó en él, sujetando con la suya la mano del hombre a su cintura.
Erroll sonrió por la inocencia del gesto, o ¿realmente estaría buscando un segundo asalto? Se sorprendió ronroneándole al oído y haciéndole cosquillas con la nariz, justo debajo del lóbulo de la oreja, guardando la suave línea ascendente de sus labios en su corazón. Su miembro estaba aún semirrígido y húmedo de ambos, pero en nada estaría dispuesto a buscar el cuerpo de la joven de nuevo, sobre todo si seguía contemplando esas curvas, tan definidas como montañas y que le recordaban tanto a las costas agrestes de su Irlanda natal.
No había nada más excitante que terminar la noche haciéndole el amor acoplado a ella, desde atrás, lentamente, hasta que ambos se rindieran en brazos de Morfeo tras varios orgasmos seguidos. Pero no, le sujetaba con fuerza la mano… ¿Habría hecho algo mal? Hacía tanto tiempo que no yacía con una mujer de gustos normales, que lo mismo… Se incorporó un poco y le susurró meloso cerca del oído:
—Uhm… pensaba que no seríais tan tímida.
El cuerpo de Cat tembló al sentir el aliento en su nuca y se le erizó la piel de puro placer.
—Erroll, yo… —El tono de su voz sonó apagado y él le mordisqueó el lóbulo de la oreja, sacando de ella un gritito que lo enardeció aún más.
—¡Ey! No os preocupéis, no ha sido mi intención haceros una crítica ni mucho menos. Es normal que estéis cansada. La próxima vez quizás seáis vos la que queráis deleitarme con toda una noche de lujuria…
Catherine sonrió sin mostrar los dientes. «La próxima vez». ¿Realmente lo había dicho? ¿No se trataba de ningún sueño? Como un verdadero gatito, la joven se recostó y rezongó sobre su espalda hasta que se durmió. Sin embargo, su sueño no duró apenas unas horas. Intentó volver a conciliarlo, pero las imágenes de ese adonis rubio la asaltaban y le provocaban cosquillas por todo el cuerpo.
La respiración de Erroll era pausada y monótona. Catherine estaba aburrida de intentar dormirse y se giró para contemplarlo. Era tan apuesto… No pudo reprimir el tocarle la mejilla y él musitó algo ininteligible entre sueños, sonriendo. Se quedó largo rato así, tranquila por poder hacerlo sin ser descubierta, memorizándolo para guardar su imagen siempre.
Sus ojos ya se iban rindiendo al sueño cuando quiso cambiar de posición y tuvo que reprimir un: «¡ay!» para no despertarlo. Un dolor fino e intenso le atravesó las caderas, paralizándola. «¡Jesús, María y José!», susurró llevándose las manos a cada lado y apretando el gesto. «Si es que… ¡menudo espadón tiene el muchacho!», sonrió a Erroll, que había comenzado a murmurar entre sueños y que debía de hacerlo en gaélico porque no sabía de qué se trataba. De pronto, el gesto de él se volvió sombrío, como si estuviera sufriendo y Catherine se asustó e intentó calmarlo.
—Estáis soñando, Erroll, descansad —le susurró.
Él la rodeó con su brazo por la cintura como respuesta y con una expresión de felicidad casi infantil le dijo:
—Cómo no voy a estar soñando si os tengo a mi lado, Kelsey…
Catherine lo miró sorprendida y no supo qué decir. Erroll seguía dormido, pero la estaba confundiendo con otra. ¿Su esposa? ¿Su prometida? ¿Su amante? Fuera quien fuese la tal Kelsey era su sueño a alcanzar y ella solo había sido un pasatiempo o el desfogue de una noche. ¿Qué se pensaba… que su relación tenía futuro? ¿Tan necia era? Ella con un caballero escocés o irlandés o…, en definitiva, un caballero. «¡Tonta más que tonta!», se dijo a media voz, dándose con los nudillos en las sienes. Erroll ronroneó algo en gaélico y ella le replicó:
—Por supuesto, mi amor, seguid soñando. Vuestra Kelsey os vela.
Lo último no pudo más que susurrárselo con retintín, mientras se quitaba el brazo del hombre de encima lentamente. Se sentía sofocada y temblorosa y no del mismo temblor placentero que había sentido horas antes ni mucho menos. La garganta la sintió cerrada y cogió una gran bocanada de aire por miedo a que no le llegara al pecho. Dudó qué hacer. Él no le había prometido nada, nunca lo había hecho… ¿Tenía derecho a juzgarle? ¿A pedirle explicaciones? No, le decía su mente, mas no así su corazón.
Se incorporó en el jergón a duras penas, sintiendo una indescriptible congoja en el pecho. Se tapó el rostro con ambas manos y se permitió un único sollozo antes de limpiarse las lágrimas. «Está bien, abre los ojos de una maldita vez y piensa: esta noche no te la quita ni Dios, así que deja de lamentarte y como si no hubiese dicho nada», se instó, aunque más que darse ánimos parecía estar cavando su propia tumba. Se vistió a prisa y dándole la espalda para evitar caer en la tentación de volver junto a él. Sin embargo, al llegar a la puerta, no pudo remediarlo y echó la vista atrás.
Erroll dormía con placidez con un brazo tras la cabeza y otro apoyado en el costado. Tenía el pelo revuelto y algo húmedo aún, signo evidente de haber pasado una noche ajetreada. Su torso musculado invitaba a ser abrazado y, de hecho, Catherine se lo pensó en repetidas ocasiones. Dormía con los labios ligeramente entreabiertos y esa barba de un par de días comenzaba a llamarla a gritos. Necesitaba salir de allí y romper el embrujo que le producía su labia y ese perenne y peculiar humor que se gastaba.
Catherine salió al exterior y se rebujó en la capa. Olía a él. ¡Maldita fuera! Se atusó el pelo lo mejor que pudo y se acercó al abrevadero. Las escenas de la noche pasada venían a ella, una tras otra, y la hacían suspirar. Se apoyó con ambas manos en el abrevadero y se quedó mirando su reflejo en el espejo nítido que le ofrecía el agua. Comenzó a llorar. Las lágrimas abandonaban sus ojos para acabar en la punta de su nariz y de ahí al agua con el resto de sus hermanas.
—¿Catherine? —la voz de Jacob resonó en su pecho tanto con miedo como con rabia.
Se limpió con premura las lágrimas de los ojos, pero no fue suficiente para no alertar al joven.
—¿Qué ha pasado? ¿Él…, él…?
—No ha hecho nada que yo no quisiera, amigo mío —respondió ella, intentando sosegarse y terminando de aclararse el rostro con el agua.
—¡Maldito escocés!
—Él es irlandés…
—¡Él es medio escocés y no volváis a defender a ese bárbaro en mi presencia!
Catherine lo miró sorprendida. ¿Qué demonios le pasaba? Nunca había visto a Jacob tan enojado. Solo la vez que los vio besándose en su habitación…
—¡Oh, Jacob! Yo…
—No digáis nada. Vos no tenéis la culpa de que el sol os deslumbre. ¿Acaso no va a cumplir con su palabra?
—¿Qué palabra? Entre él y yo…
—No, no me lo digáis. No quiero oírlo. Si no os la ha dado siquiera, lo pagará. Os lo prometo.
—Dejadlo estar, por favor. Él no… —comenzó a decir Catherine, mas el gesto iracundo del muchacho la frenó.
Ya se le pasará, se dijo la joven, aunque nunca se debía subestimar un corazón roto. Se atusó el pelo con la mano y se lo recogió con una cinta, después se recolocó la camisola con frío y echó de menos la capa de Erroll. Se estremeció, una fuerza superior a ella le pedía que volviera a la cabaña y la nostalgia y la congoja brillaron como perlas en sus ojos cristalinos.
Jacob masculló algo furioso y se interpuso en su visión. No quería volver a ver a ese irlandés engatusa mujeres, no quería que ella desease correr hacia sus brazos de nuevo, no quería y se la llevaría de allí aunque fuese a rastras. Su furia no se templaba y, con el demonio de los celos aún en el cuerpo, le preguntó con desaire:
—¿Tenéis algo que pagar ahí dentro?
Su voz era dura y su mirada tan fría como esa brisa de la que a duras penas intentaba resguardarse. Catherine tembló e intentó acercarse a él, pero Jacob la rechazó.
—Creo que no, pero una torta de avena me vendría muy bien. Estoy famélica —le dijo ella con una sonrisa intentando que se le pasara la cabezonería lo antes posible.
—De acuerdo, esperadme aquí. Aprovechad para hacer lo que tengáis que hacer.
Ella asintió y se dirigió a unos matorrales, comprobó que estaba sola y se acuclilló. Sin querer, miró de reojo la cabaña donde Erroll aún dormía y no pudo hacer otra cosa que resoplar. ¿Debería haberle dicho que se marchaba? No, seguro que se sentiría incluso aliviado al no verla al despertar y no tener que darle explicación alguna. Una parte de su mente solo le pedía que volviera dentro de la cabaña, se cobijara en sus brazos y se alejara del resto del mundo, que en ellos sería el único sitio donde se sentiría verdaderamente segura. Sin embargo y, como siempre, no hizo caso a su intuición. Se levantó y se acomodó las faldas. Le resultó raro que no estuviera Jacob ya de vuelta e hizo un poco de tiempo junto al abrevadero y, al verlo, se alegró.
—He mandado mensaje a Stace y Larkin diciéndole que nos adelantaríamos. No tiene sentido que regresemos a la taberna del Lobo y hagamos el camino por segunda vez.
A Catherine le resultó extraño, pero no dijo nada. Nunca se habían separado y, cuando lo habían hecho, lo habían pagado con creces. Mas como lo vio aún afectado, no quiso discutir y asintió. Jacob le tendió una torta de avena algo seca y un pellejo de vino como símbolo de buena voluntad. Ella le dedicó una sonrisa triste y, sin poder reprimir la tentación, miró a la cabaña por última vez.
—¿No deberíamos…?
Jacob bufó como una bestia enjaulada. De nuevo esa expresión iracunda y esa mirada desconocida hasta entonces. Catherine apretó los labios y prefirió no porfiar, aunque bien sabía Dios que se estaba mordiendo la lengua al no hacerlo. No parecía el mismo y eso la inquietó. Había codicia en sus ojos y rabia contenida en sus gestos.
—¡Vámonos! —exclamó cogiéndola del brazo y llevándola unos pasos a rastras.
Ella se zafó con un mal gesto y se enfrentaron cara a cara.
—¿Acaso queréis que os diga lo poco que le ha importado esta noche delante de todos? ¿Es eso lo que queréis? ¿Qué os rompa el corazón?
Catherine se llevó la mano al pecho, blanquecina y comenzó a andar a paso ligero. Jacob la alcanzó y se mantuvo en silencio a su lado. Estuvieron andando durante unas tres horas, sin descanso, sin más ruido que el de la hojarasca bajo sus pies. La joven tomó resuello y se llevó las manos a las caderas. Estaba agotada y, sin embargo, Jacob parecía un cardo refrescado con gotas de rocío de la mañana. Sí, un cardo, se dijo a sí misma, porque vaya carácter que se gastaba ese día. Él pareció notar su agotamiento y le volvió a pasar un trozo de torta con un poco de cecina. Ella lo cogió sin mirarlo y sin agradecérselo. Él por fin habló:
—No he querido decir eso… —intentó excusarse en vano.
—Pero lo habéis dicho —le respondió ella con un ligero gruñido.
—Es lo que pienso.
Catherine lo encaró por segunda vez, asombrada. ¿Por qué quería volver a sacar el tema si no estaba arrepentido de haberla hecho sentir miserable? Ella elegía con quién estaba, con quién se reía o de quién se enamoraba. Era lo único que tenía en esa vida mísera: la posibilidad de elegir. Y él la trataba como el resto, como un objeto bonito que colocar en una casa.
La sensación de ahogo volvió a su pecho. La angustia por no poder gritarle que se fuera al infierno él y sus buenos pensamientos la acongojó. Jacob no era mejor que cualquier otro, pero había dado en el clavo y eso le dolía más que cualquier cosa. Erroll no era para ella, pero no tenía por qué decírselo de esa forma. El gesto obstinado de él le dijo que no daría su brazo a torcer y ella solo pudo decirle entre lágrimas.
—Hay muchas formas de romper el corazón a una persona y vos acabáis de hacerlo… por segunda vez hoy.
Mientras tanto, Erroll se despertó al irrumpir Ayden y Neall en la cabaña. Hacía mucho que no dormía tan plácido y le habían dado las tantas… ¡Era casi mediodía! Lo primero que hizo fue acomodar las telas para no ofrecer ninguna vista indecorosa de su acompañante y sorprenderse de que no estuviera con él. No le dio tiempo a preguntar por ella cuando Ayden le tiró una nota encima, visiblemente nervioso.
—Se lo ha llevado todo. ¡Todo! Hasta vuestra espada, por lo que veo… —le dijo rebuscando en la cabaña—. ¡Maldita sea!
Erroll se rascó la barba incipiente y se frotó los ojos. ¿De qué le estaba hablando? ¿Qué espada? La suya la tenía la tabernera y su custodia le había costado un riñón. Sin embargo, el semblante angustiado de Ayden le hizo tomarse en serio lo que le decían.
—¿Dónde está Cat?
Neall se cruzó de brazos y resopló, mientras le pedía permiso a su hermano para hablar, contraviniendo lo acordado antes de entrar a hacerle saber al irlandés lo que había pasado.
—Catherine se ha ido con Jacob a la capital con todos nuestros papeles, dinero, vuestra espada… todo salvo los caballos porque estaban en la taberna del Lobo y lo que llevábamos encima.
—Ella no haría algo así…
—¿Entonces, ¿dónde están? —preguntó impaciente Ayden.
—No lo sé, pero la tabernera guarda todo a buen recaudo. No os preocupéis, caraid.
Ayden comenzó a dar paseos por la cabaña, con solo tres de ellos llegaba de pared a pared, por lo que parecía un oso enjaulado.
—Por vuestro bien espero que sea verdad —murmuró Neall.
—¿Qué pasó anoche? ¿Discutisteis? ¿Os dijo algo que pueda servirnos de ayuda? Dadme una pista para entender por qué se han ido y el por qué de esta nota, ¡por el amor de Dios! —exclamó el mellizo, cogiendo de nuevo el papel y arrugándolo.
—Creo que es muy evidente lo que pasó aquí anoche, bràthair —comentó Neall y evitando que su amigo tuviera que decirlo.
—No tengo ni idea de qué habláis, pero mi espada la tiene la tabernera junto al resto de mis cosas.
Ayden resopló.
—En la nota decía…
—No os preocupéis —le interrumpió el irlandés tajante, ofendido porque dudaran de su palabra—. Veréis como es un malentendido.
Ayden se frotó la barbilla y evitó encararlo. ¡Ojalá se equivocara, pero mucho temía no estarlo!
—¿Y decís que va con Jacob? —gruñó Erroll, incapaz de ver la gravedad de la situación—. Ese niño solo trae problemas.
Erroll se iba enfadando por momentos. Aún estaba soñoliento y no atinaba a pensar con claridad. Se colocó las calzas y las botas y se revolvió las ondas del pelo con energía. No salía de su asombro. ¿Catherine se había ido sin decirle nada? No podía ser… No después de lo que había habido entre ellos la noche anterior.
Fuera de sí, salió de la cabaña dejando plantados a los hermanos Murray. No se paró a saludar a Darren tampoco, que estaba entreteniendo a Larkin para que se enterara de lo menos posible, y metió la cabeza directamente en el abrevadero para despejarse. Se escurrió el exceso de agua y se refrescó. Ayden lo siguió como a su sombra, no estaba dispuesto a retrasar más el viaje y, sin los malditos salvoconductos, iban a tener difícil el poder seguir.
—Sí. Aclaremos esto cuanto antes, siento una aprehensión horrible en el pecho —convino Ayden a la vez que daba aviso con un silbido a su cuñado que seguía con Larkin junto a la puerta de la taberna, esperando órdenes—. ¡Darren, la tabernera tiene las pertenencias de Erroll, id a recogerlas, por favor!
El capitán escocés hizo una pausa para comprobar que su futuro cuñado hacía lo que le pedía y que Larkin se iba con él antes de continuar. Se dirigió a su amigo para que entendiera la situación de una vez y poniendo el mensaje ante sus ojos:
—Erroll, el muchacho nos hizo hecho llegar la nota esta mañana temprano a la taberna del Lobo, en ella nos decía que ya era hora de emprender el camino y que nos buscáramos la vida por libre, que estaba harto y que había recogido los salvoconductos. Os hemos buscado por cielo y tierra hasta que Neall le ha preguntado por casualidad a la tabernera y nos ha confesado dónde estabais.
Erroll enfrentaba la perorata serio, aunque su cabeza era un enjambre de pensamientos a punto de la ebullición.
—Comprobamos lo de los documentos y Stace está buscando la forma de que nos hagan un duplicado en el caso de que no los encontremos. No podemos levantar sospechas y es bastante difícil que no nos hagan preguntas esta vez —Ayden no pudo contenerse y le preguntó—: ¿Entre vosotros…?
—Sí, pasó. Lo deseaba… y ella también. Fue magnífico y no entiendo nada, Ayden, de verdad que no. Lo de ayer fue… —Erroll abrió mucho los ojos y arrugó la expresión, al borde de las lágrimas.
Ayden lo abrazó con fuerza para evitar que se desmoronara. Nunca lo había visto así, ni siquiera la vez que había vuelto a la cárcel por propia voluntad lo estaba. Se sintió culpable por todas las veces que le había dicho que Catherine podía ser la gata y al final iba a resultar una vulgar y simple ladrona. Solo podía consolar a su amigo y pensar en una explicación racional a todo lo que les estaba pasando. Al poco rato, Darren llegó hasta ellos como un basilisco y Ayden fue incapaz de frenarlo.
—¿Se puede saber qué le habéis hecho? —le preguntó el Stewart a bocajarro empujándolo.
Erroll estuvo a punto de dar un traspiés, pero Ayden frenó la caída agarrándolo y le preguntó:
—¿Se puede saber qué os pasa ahora?
—Aquí, el amigo, que no dudó en decirle a la tabernera que estaban recién casados para poder fornicar a gusto.
Erroll apretó la mandíbula y los puños. Se contuvo porque era verdad en parte.
—¿Y si así fuera, qué?
—¡Maldito estúpido! Jacob está enamorado de ella, desde siempre, desde que tiene uso de razón… ¿Qué creéis que habrá pensado cuando a la mujer de sus sueños la ha desflorado otro?
—¿Ella es…, digo, era…?
—¿Ni eso habéis notado, condenado irlandés?
Darren contuvo las ganas de darle un puñetazo en el ojo, pues Larkin acababa de salir de la taberna y no quería empeorar más la situación. Terminó de estrellar los nudillos en un madero, desollándoselos. Neall terminó su inspección de la cabaña en busca de alguna pista.
—Lo que ha dicho Darren es cierto, Erroll. La cama…
El irlandés no medió palabra y metió la cabeza en el abrevadero. No sabían si con intención de despejarse o de acabar con su vida. Ayden lo cogió por el pelo pasado un minuto y musitó en gaélico antes de que el espadachín inglés se les uniera y quisiera saber dónde estaban Jacob y Catherine:
—Calmaos o seré yo mismo el que os ahogue.
Se miraron entre ellos y cambiaron el gesto. Menos mal que no tenían que aparentar estar alegres, porque… ¡menuda cara de funeral!
—Nada, compañeros —dijo nada más llegar el joven—. La tabernera le dio a Jacob vuestra espada y el dinero restante a la última partida de ayer pensando que era vuestro escudero. Por lo que veo, aún no es momento de separar nuestros caminos.
—Eso parece —masculló Ayden.
Erroll se dejó caer en el suelo, con uno de los codos apoyado en el abrevadero y mirando a ningún lugar concreto. El otro le caía laxo sobre la pierna izquierda flexionada y se tocaba el labio inferior distraído. Necesitaba pensar, aclararse qué había podido salir tan mal como para no despedirse siquiera de él esa mañana. A Jacob lo entendía en cierto modo, tenía el orgullo herido, pero a Catherine… Virgen, era virgen…, se repetía sin creerse lo rudo que había sido con ella. Ahora entendía su timidez, sus dudas… Era pura inocencia y él un demonio lujurioso que no la había preparado siquiera. ¿Por qué no se lo había dicho? Se sentía un desgraciado en todas las variantes posibles de la palabra.
Neall se acercó en silencio y echó a su hermano, a Darren y a Larkin sin muchas contemplaciones.
—Tengo que hablar con él. Id a buscar a Stace y arreglad lo de los papeles. No podemos perder más tiempo.
—Está bien —respondió malhumorado Ayden, que no estaba acostumbrado a recibir órdenes de su hermano «pequeño» y tampoco le apetecía dejar en ese estado a Erroll.
Neall esperó a que se hubiesen ido para agacharse al lado de su amigo y suspirar.
—Algunas veces habláis en sueños. ¿Lo sabíais?
Erroll lo miró de reojo y solo movió la cabeza para negárselo.
—Pues sí, no soy el único que lo hace por lo visto. La cuestión es que nombráis a Kelsey en ellos, también alguna vez a Catherine, pero…
—¿Creéis que he podido nombrar a la arpía en sueños y por eso se ha ido?
—Podría ser, aunque en vuestros sueños sois bastante fogoso e indulgente con «la arpía».
Erroll suspiró y ocultó la cabeza entre las manos, avergonzado. Neall lo abrazó y descubrió que su amigo lloraba.
—¿Por qué mi mente se niega a olvidar a Kelsey, Neall? ¿Podéis entenderlo? Encuentro a la mujer que podría devolverle el latido a este corazón roto y… ¡maldito sea mil veces! Lo he estropeado todo de parte a parte —dijo echándose de nuevo las manos a la cabeza y exhalando todo el aire que tenía en su cuerpo en un intento de serenarse, pero no lo conseguía e hipaba descontroladamente.
Neall le puso la mano en el hombro y se sentó a su lado, en silencio. Si no empezaba a controlar la respiración acabaría desmayándose o dándole un síncope. Nunca lo había visto tan abatido.
—Es ella… —susurró el irlandés entre lágrimas.
—¿De qué estáis hablando? —le preguntó Neall confundido.
—Siento que Catherine es la gata. Hay algo que me lo dice aquí dentro —le sollozó llevándose la mano al pecho—. No solo lo habéis sentido vosotros…, pero no puedo, aún no…, yo…
—No digáis más, Erroll. Simplemente, no es el momento.
La algarabía al otro lado de la calle los alertó y ambos se pusieron en pie. Las voces de la tabernera se escuchaban altas y claras, pero también parecía participar en la discusión Darren y Stace. Ayden vino con el rostro descompuesto:
—Se complican las cosas. ¡Voto a Dios!
—¿Qué ocurre, bràthair? —preguntó asombrado Neall de oír blasfemar a su hermano.
—La tabernera ha denunciado el robo de la espada y el dinero al saber que Jacob no era vuestro escudero. En ausencia del sheriff local, Worthing y sus hombres son la máxima autoridad y han decidido darles caza. Saldrán de un momento a otro.
Neall tragó saliva con dificultad. La última vez que había ido a una cacería humana, la presa había caído herida por un abismo. Erroll adivinó lo que pensaba y resopló.
—Hay que salir ya. Si los cogen con el dinero, la espada y los salvoconductos, nadie podrá impedir que los ajusticien en el acto.
Erroll miró a Ayden y se apoyó en Neall para levantarse. Era la viva expresión del sufrimiento.
—Llegaremos a tiempo. Os lo prometo —le dijo Ayden, abrazando a su amigo.
Los tres asintieron y avisaron a Darren. Notificaron a Stace sus intenciones y el hombre se lo agradeció entre lágrimas.
—Intentaremos llegar cuanto antes. No os detengáis, os lo ruego.
Catherine estaba agotada. Sentía que las plantas de los pies le dolían como si le estuviesen clavando las agujas de los pinos aposta en todos y cada uno de los dedos. Mas no era lo que más le molestaba, se volvió a colocar las manos en las caderas y resolló. ¡Malditos hombres! ¿Por qué demonios se les pondría tan…? Se santiguó, pues pensar ese tipo de cosas, despertaba en ella unas ganas de tremendas de echar a correr y volver a esa cabaña para hacerle olvidar a esa Kelsey.
Al escuchar el galope de unos caballos, dio un respingo y se puso alerta. Eran más de cinco y ojalá pasaran de largo y no les pidieran ni agua o les rogaría montarse a la grupa de ellos con tal de no seguir andando. Jacob se paró de golpe y la escondió tras uno de los árboles sin previo aviso, tapándole los labios para que no emitiera ningún ruido. Sin embargo, uno de los jinetes dio órdenes explícitas de que los rodearan. Su, hasta entonces, amigo la miró con aire sombrío y miedo en los ojos.
—¿Qué ocurre? —le susurró ella sin saber a qué estaba jugando—. ¿Por qué nos buscan esos hombres?
Jacob solo le mostró la empuñadura de la claymore de Erroll y el fajo de papeles. Ella lo miró con el rostro demudado, incapaz de pensar en otra cosa que en matarlo ella misma con sus propias manos. No había tiempo para lamentaciones ni reproches. Los tenían encima y el cerco se iba estrechando. Él solo pudo gritar:
—¡¡¡Corred!!!
El joven empujó a Catherine en sentido contrario, hacia el barranco, parapetándola en la huida. El camino era más peligroso, pero los caballos tendrían que esquivar más obstáculos y le daría a la muchacha una posibilidad. No obstante, los jinetes estaban cada vez más cerca y parecía imposible quitárselos de encima. Parecía que crecieran entre los arbustos porque, a cada paso que daban, ellos los sentían más y más cerca.
El corazón de Catherine latía desbocado buscando una salida. La hojarasca se rompía a sus pies con quejidos infrahumanos y los matorrales de espinos se agarraban implorantes a la falda de la joven, rasgándola. Ella no dejó de correr, aunque cuanto más lo hacía, más cerca se le cernía ese jinete sin rostro. Sintió que se quedaba sin aliento.
La maleza se volvió un laberinto a medida que se iba adentrando en ella. Los bufidos de la bestia resollaban muy cerca y otras veces se desvanecían como si estuviese realmente sola, en un sueño… «Quiero despertar», se dijo, pero nada más pedir el deseo, Catherine escuchó un golpe sordo y se giró en redondo. Se tapó la boca con miedo a que el corazón se le escapase abruptamente al ver cómo el cuerpo de Jacob caía al suelo como un saco de grano. Gritó, mas la voz no le salió del cuerpo. Las lágrimas le nublaron la visión y, a pesar de eso, no lo dudó y apretó los dientes para dar hasta la última de sus fuerzas. Siguió corriendo, sabiendo que el fin se acercaba.
—¡Worthing, la joven se escapa! —gritó el que la seguía.
Catherine escuchó cómo un segundo jinete emprendía el ataque al galope. Estaba claro que el demonio no se dejaba un alma en asueto. «Worthing…», Cat pudo controlar el temblor al saber quiénes eran los hombres que los perseguían. Ese sheriff era la reencarnación del maligno y no tendría piedad con ellos. Ya lo había demostrado en el campamento cuando mató a sus compañeros. Ellos seguirían en su punto de mira, pues habían sido un blanco fácil que extorsionar. Si no era por la recién saldada deuda de Larkin, sería por haber abatido a uno de sus hombres durante el saqueo al campamento de artistas o, mucho peor, por el robo. Sea como fuere, serían un mínimo de cien latigazos o incluso la horca en el mejor de las casos.
Las fuerzas comenzaron a flaquearle, pero la gata no desistió. Los cascos de un único caballo la volvían a seguir bien de cerca. Solo uno y sabía de quién se trataba. Su corazón iba al galope, sin freno, quizás más rápido que el caballo de ese demonio. No resistiría mucho más así. Con todo, oía los gritos de varios hombres a sus espaldas jaleando a su jefe. «Bestias, son bestias», pensó con dolor y llevándose la mano al pecho. En el fondo de su ser sabía que no tendría escapatoria, pero no cejó en su empeño.
¿Por qué Jacob había robado al irlandés? La espada era lo de menos, pero los escoceses no podrían llegar a Guildford sin los salvoconductos. ¡Malditos fueran sus celos! ¿Qué había hecho? La tal Leena y los dos bebés esperaban la llegada de su padre… «Lo siento, Ayden. Espero que podáis perdonadnos algún día», rogó para sí, aunque lo creía del todo imposible. Por otra parte, ¿Erroll los habría denunciado? ¿A Worthing, precisamente a ese cerdo? Realmente era imposible que los perdonaran en un futuro, sollozó entre jadeos.
El dolor en el pecho y la falta de aire le nubló la visión un segundo, pero siguió veloz saltando matas, bordeando árboles, esquivando cualquier obstáculo. Era como si su cuerpo hubiese dejado de existir y solo fuera su alma la que intentara escapar después de todo. Sintió la negra sombra de la maldad cernirse sobre ella. «Es el fin», se dijo justo en el instante en el que notó cómo sus pies abandonaban el suelo y era subida en un sencillo gesto a la grupa. Forcejeó inútilmente y pensó en tirarse de lo alto del caballo, pero el demonio habló:
—Si queréis seguir viendo con vida a vuestro compinche, mejor será que os estéis quieta, mujer —la amenazó sin mirarla.
Se quedó quieta y sollozó, al menos Jacob seguía vivo.
—¿Qué habéis hecho, amigo? ¿Qué habéis hecho…? —musitó.
Worthing la miró sonriente y le apartó un mechón húmedo por el sudor de la cara. La expresión de su rostro se tiñó de una extraña complacencia y sus ojos recorrieron ávidos el cuerpo de ella. Catherine lo ignoró, sabiéndose observada y encogió instintivamente el estómago. No era el primer hombre que la miraba con esa expresión de lujuria y pertenencia, ni tampoco sería el último si salía de esta.
—Veo que os importa la vida de ese pequeño ladrón…
Ella lo miró con severidad y asintió sin añadir nada.
—Quizás consigamos llegar a un acuerdo. Hace tiempo que no me topaba con una gata salvaje en estas tierras y me ha recordado que un hombre tiene muchos tipos de necesidades en esta vida.
Catherine aguantó como pudo el que la llamara gata… El apelativo le recordaba a Erroll y sus ojos brillaron acuosos y contenidos. ¡Lo que daría por verlo allí junto a sus tres amigos! Solo así tendrían una oportunidad. Incluso aguantó la clara insinuación que le hacía. Worthing siguió hablando, intentando ganársela aunque no tuviera por qué hacerlo.
—Porque menuda carrera, pequeña. Habéis cansado a mi caballo y eso tiene su mérito. Será un placer llevaros de trofeo de caza un día.
Catherine fue a replicarle. Primero gata, después la comparaba con su caballo… Se mordió la lengua con tal de no hablar. Sabía que estaba intentando ser amable y eso la asustó aún más. «El demonio nunca ofrece nada sin querer algo a cambio», habría dicho su abuelo. ¡Y qué razón tenía siempre! Worthing se carcajeó al ver su expresión.
—Y por favor, no pongáis morritos si no queréis que os monte aquí mismo. Sé que lo estáis deseando. Lo puedo leer en vuestros ojos.
«¡Pero este mamarracho qué se ha creído!», pensó ella y para colmo de males añadió:
—Creedme si os digo que no hay cosa en este momento que desee más.
Ella lo miró a los ojos, enfadada. Se había estado mordiendo la lengua hasta hacerse sangre y el sabor de su propia bilis la envenenó, pues escupió temeraria:
—Antes muerta…
Él volvió a carcajearse y se relamió con descaro el labio inferior sin dejar de mirarle los labios.
—Eso es fácilmente remediable, señora, pero jamás desaprovecharía una hembra así. Tenedlo por seguro.
Catherine palideció. Bien podía haberse despeñado barranco abajo porque lo que le esperaba era peor que la muerte. Worthing dejó de mirarla y encaminó a su bestia donde estaban sus hombres. Cuando llegaron junto al resto y un gigantón vino a bajarla del caballo, se agarró al brazo del sheriff con miedo, provocando la carcajada general entre los hombres. Era la primera vez que veía a un hombre negro y, para colmo de males, gigante.
—Deberíais temerle a él, señora. Este está capado y no os hará sudar las deudas —le dijo uno que tenía la boca entera picada y oscura.
Catherine se soltó de Worthing como si acabara de tocar un hierro candente. El valor se había esfumado de su cuerpo al ver al gigantón y, justo al bajarse del caballo, al ver a Jacob de rodillas, ensangrentado y maniatado a la espalda. ¿Iban a ajusticiarlo?
Los ojos del muchacho comenzaban a amoratárseles y la nariz le sangraba, rota. Él no la miraba, avergonzado y arrepentido. «¡Es un niño aún!», quiso gritarles a la cara, pero eso solo empeoraría la situación. Worthing se bajó del caballo tras ella y anduvo a su alrededor con paso paciente, pensativo. Catherine se sintió desnuda ante su mirada. ¡Cuánto le habría gustado llevar su habitual ropa de hombre y no sentirse expuesta! Se cruzó de brazos a la altura del pecho, pero eso solo provocó que los muy cerdos se rieran de ella.
—Esto debe ser un error. No hemos hecho nada… —comenzó a decir, como si sirviera de algo.
La nariz de su amigo seguía sangrando y respiraba con dificultad.
—Puede que vos no, pero vuestro amigo ha robado una espada y dinero al huésped de una vieja conocida y será ajusticiado por ello.
«Ajusticiado…». Las rodillas de Catherine comenzaron a temblarle de solo oírlo y apretó los labios a la espera de su sino. Le echó una ojeada visual a Jacob y tragó saliva. Él rehuyó su mirada de nuevo. ¿Habría confesado? ¿Y el qué? Catherine sopesó qué hacer. No la habían cacheado y guardaba dos de sus dagas bien escondidas, pero eran demasiados… En una distancia tan corta podría matar a uno o dos como mucho, pero con eso solo conseguirían una muerte lenta y con saña. La cabeza le daba vueltas. Lo iban a ajusticiar, no hacía más que repetirse.
—Devolverá lo robado y pedirá perdón públicamente. ¿Verdad, Jacob? —respondió implorante, con inocencia, ante la mirada impertérrita de esos sucios hombres.
Worthing se carcajeó a la vez que le dejaba claro que no seguiría su consejo.
—Mujeres… ¡Qué rápido lo solucionan todo! Si por ellas fueran no habría guerras, ni oro, ni diversión. Solo peleles que manejar a su antojo entre las mantas —comentó con jactancia y dirigiéndose a sus hombres.
Uno regordete dio un paso al frente, acercándose a la gata, y le olió el cabello. Catherine le arrebató el mechón de los dedos y el resto de hombres rio por lo bajo. Todos menos Jacob y el gigante. Al final esos necios iban a tener razón, era del único que no tenía que temer a pesar de su aspecto tan… negro.
—Yo por una de estas haría lo que me mandara, jefe —se jactó el que le había cogido el mechón de pelo, tocándose sus partes bajas y provocando la risa general.
Worthing se rio también y siguió con su escrutinio. El resto los miraba impaciente. La presa estaba acorralada y los lobos se relamían ante el festín que nadie iba a negarles. Catherine no dejaba de velar cada movimiento, temiendo que se le abalanzaran de un momento a otro. Jacob no se lamentó de su suerte, sino de la de ella. Él se lo había buscado… ¡Qué demonios! Pero no podía dejar que esos malnacidos la tocaran. El joven intentó hablar, pero el que estaba más cerca le dio una patada en las costillas que lo dobló en dos, haciendo que Catherine se sobresaltara. La joven parapetó a su amigo con sus faldas y apretó los nudillos para no delatar que iba armada. El cerco a su alrededor se cerró.
—¡Un paso atrás! —exclamó como si realmente pudiera defenderse.
Alguno de esos perros dudó. Jacob intervino.
—Dejadla marchar, señor. Ella no tiene nada que ver —dijo con un hilillo de sangre en la comisura de los labios y desde el suelo.
El malabarista hocicaba sobre la tierra, sin ser capaz de ponerse por sí solo en una posición menos humillante, hasta que uno de esos bellacos lo levantó por debajo de la axila y le escupió en la cara.
—¡Callaos, estúpido!
Worthing se acercó a ella para dejarle claro a ese niñato quién mandaba. La cogió del pelo con violencia, y no con la aparente dulzura del anterior, dejando su rostro a solo unos dedos. Jugueteó con su aliento hasta que hizo que se le erizara la piel y solo Dios supo cómo fue capaz de sostenerle la mirada y no escupirle como le habían hecho ellos a su amigo.
—Veamos si sois tan valiente como aparentáis, señora —le susurró, mientras la tenía aún por el pelo ante Jacob, arrodillándola frente a él—. Y bien, amigo, quiero escucharos en confesión. De vuestras palabras dependerá lo que le hagamos a la joven y si será o no divertido.