CAPÍTULO 10
MELLIZOS
Castillo de Guildford, primeros de marzo de 1335.
El embarazo de Leena tocaba a su fin y cada día que pasaba se encontraba más cansada, más hinchada y más inapetente. A lo único que se obligaba era a pasar largas horas en el patio paseando, recogiendo frutos y confitándolos después.
A pesar de que Margaret le había dado una tregua, las demás reclusas seguían mirándola con reticencias o, mejor dicho, ignorándola totalmente salvo los días en los que aparecía como por arte de magia Sir Kenion Strathbogie. Esos días, hasta la más arisca de ellas, se volvía un delicioso pastel de jengibre. Y maldita fuera la gracia, Leena últimamente solo pensaba en comida, aunque luego no ingiriese nada.
Cualquier cosa era mejor que verse recluida en la celda, que no sabía si era por su redondez, pero se le antojaba más pequeña y más sucia. Los continuos lloros del bebé de Susan la irritaban y prefería rezar por el alma de ese pobre pequeño lejos de su sufrimiento.
Nunca había visto un bebé con esas características hasta entonces, pues aparentemente estaba bien, pero parecía estar aquejado de la misma enfermedad que los hermanos anteriores: nacía con los huesos de la cabeza endurecidos, lo que impedía que el pequeño creciera con normalidad, provocándole dolores de cabeza a medida que su cuerpo crecía inevitablemente hasta que finalmente moría, no sabían muy bien si por ese motivo.
El día del nacimiento del bebé de Susan, Margaret la había llevado a un lado y se lo había explicado todo, mientras Laurie terminaba de atender a la parturienta. Recordó que la inglesa no se había andado con rodeos inútiles y que le había pedido que fuera fuerte por Susan, pues no sabía cómo se tomaría una nueva pérdida.
—Pero si el niño está bien…
—Aparentemente, Milady.
Leena lo había tenido en los brazos y le había parecido un pequeño fuerte y sano. Había intentado averiguar qué anomalía tenía en la carita para que ambas mujeres se hubiesen mirado así. Ciertamente no era un bebé agraciado… ¿Qué bebé lo era recién parido y más teniendo como padre a un cerdo como ese? Tenía que haber algo más, pero ella solo era capaz de ver en el neonato los ojos de Susan y, ya con eso, se había sentido feliz.
Como si le hubiese leído el pensamiento, el pequeño se le había enroscado en el brazo cómodamente y había comenzado a succionar su dedo con avidez, pensándose que era el pezón de la madre. La sensación había sido tan increíble que Leena casi había llorado de la emoción. Sin embargo, el pequeño, al darse cuenta de su error, había berreado de nuevo hasta que lo habían colocado sobre el pecho de Susan.
—Es la maldición, escocesa —le había dicho Margaret en el patio.
—¿Qué maldición? —le preguntó con curiosidad y con los suaves vellos de lo brazos erizados con solo nombrar la palabra.
A Leena le habría gustado decirle que tenía un nombre y no era el de su lugar de origen sin más, pero se había tragado su orgullo en pos de la curiosidad de saber lo que significaba esa mirada que Laurie había cruzado con Margaret al reconocer al niño. Desde que había escuchado la palabra maldición, una sofocante aprehensión en el pecho no la había dejado respirar con normalidad. La inglesa la había ayudado a que tomara asiento, temiendo que se desmayara y, hasta que no la había visto mejor, no había empezado a hablar.
—El sheriff debe de tener algún tipo de… enfermedad, que hace que los embarazos no lleguen a buen término. Ninguna de nosotras —le había dicho refiriéndose al resto de reclusas— ha conseguido engendrarle hijos salvo Susan. Siente adoración por ella por eso.
Margaret se había estado mordisqueando el labio inferior con fuerza a medida que hablaba y había arrugado al final la nariz como un conejillo al asomarse de su madriguera para ver si venía el zorro. Tras esa escueta confidencia, el silencio que se había interpuesto solo había provocado más desazón en Leena. Margaret no parecía contarle mucho más, pero ella le había insistido. Después de todo lo que había pasado ese día, quería saber las cartas que le había brindado el destino para seguir adelante. No podría cuidarse de ese malnacido si no sabía a qué se enfrentaba.
—¿Queréis decir que los niños de Susan no salen adelante por algún tipo de maldición o porque son fruto de una unión no bendecida?
El temor de que esa inglesa medio bruja le dijera que sí la había hecho levantarse de un brinco del asiento. Margaret le había pedido que la acompañara al huerto, pues ya no eran horas de que hubiese nadie y probablemente el sheriff andaría durmiendo la resaca de un festín, contando monedas o cualquier cosa que un cerdo pudiera hacer sin compañía. Leena no había podido evitar sonreír ante el comentario.
—Lo que quiero decir… —le había dicho comprendiendo su propia preocupación al ser primeriza y dejando que un poco de humanidad corriera por sus venas— es que toda su estirpe está maldita. Si los bebés consiguen nacer, no llegan al año de vida y todos mueren aquejados del mismo mal.
—¿Qué mal es ese? —le había preguntado Leena alarmada, intentando recordar alguna anomalía en el pequeño recién nacido—. ¿No podemos ayudarlos?
Margaret había negado con la cabeza, mientras cogía el temprano capullo de una rosa de primavera y se pinchaba el dedo con una espina vieja. La sangre había comenzado a gotear sobre la tierra, húmeda aún por las heladas y bajas temperaturas, hasta que se lo había llevado a los labios y lo había chupado.
—No, los huesos de sus cabezas están firmes y no crecen a la par que el resto del cuerpo. Eso es lo que dijo el médico la primera vez y también la segunda. ¿Sabéis? El sheriff no siempre ha sido el ser repugnante que conocéis ahora.
Leena había pensado que eso era del todo imposible, ni siquiera se lo imaginaba más joven y mucho menos algo que distara del calificativo de nauseabundo, pero si Margaret lo decía, tendría que creerla. La inglesa había seguido hablando sin mirarla y se había guardado las manos en los bolsillos del delantal.
—El sheriff se quedó prendado de ella nada más llegar. Craig Gibbs era alto, corpulento y tenía buena planta —El gesto de ingenuidad de Leena debió de alertarla y protestó antes de seguir con la historia—. No, no me lo estoy inventando. Era tal y como os digo y tan solo han pasado cinco años de aquello. Eso sí, al principio se emborrachaba casi a diario.
Esa anécdota le había parecido a Leena más cierta que el pensar que ese cerdo hubiera podido ser un hombre medianamente atractivo y honrado alguna vez. Margaret había seguido narrando su historia y colocándose las mangas del vestido con algo de frío.
—Susan no había tenido una vida fácil antes de llegar aquí: su padre la había vendido a un esposo viejo que no le había durado mucho más que la noche de bodas y se había quedado sola en el mundo, mendigando para poder comer y repudiada por los hijos de su difunto esposo para que no viera ni un penique de la herencia. En fin, los pocos agasajos que ese sheriff tosco le brindaba le parecieron un mundo. Al principio, Craig no tenía ojos más que para ella y, hasta que no pasó lo del segundo vástago, le fue fiel. El médico achacó a que era problema de ella. ¡Cómo no! Fue entonces cuando Susan se cortó las venas por primera vez. Todos nos asustamos mucho y él la repudió creyendo que estaba maldita, aunque era incapaz de estar más de un día sin verla. Ahí comenzó el calvario del resto, pues pagábamos sus ansias insatisfechas de no poseerla.
Leena recordó que la había mirado espantada y que Margaret se había justificado al instante continuando la historia sin necesidad de que le rogara.
—El sheriff volvió a beber. Durante todo el tiempo que había estado con ella, unos dos años si mal no recuerdo, Gibbs no había probado más que vino o cerveza aguada. En un intento de calmar su conciencia, comenzó a perseguir al resto de las reclusas buscando su favor, después simplemente las violaba, amenazándolas incluso con descuartizarlas.
Leena la había seguido escuchando en silencio y Margaret había visto en él una especie de reproche.
—¿Habernos rebelado? Podríamos haberlo hecho, sí, y haber esperado a que el verdugo nos cortara la cabeza una a una al día siguiente de saberse la noticia. Nosotras no somos nadie, somos menos que eso. Vos no lo entenderíais… Los meses pasaron y las pobres infelices que se quedaban embarazadas iban abortando y dando gracias porque el embarazo no llegara a término. Hemos enterrado a cinco de las nuestras que estuvieron a punto de parir esos engendros porque la cabeza no salía de entre sus piernas, literalmente, y se desangraban. ¿No es eso una maldición?
Leena recordó que le había preguntado por qué Susan había sido diferente y la respuesta de la inglesa había sido clara.
—Ella pare niños muy pequeños, tiene buenas caderas y dilata bien. Solo eso explica que no esté enterrada junto a las verduras.
Leena levantó uno de los pies levemente, hacía un par de meses de esa conversación, pero la sensación cada vez que volvía al huerto era la misma. Bajo esa tierra, yacían unas pobres infelices que no habían tenido otra opción que satisfacer a un mentecato. La pelirroja oyó el llanto del pequeño, al que nadie había puesto nombre ni habían bautizado siquiera y se persignó.
Compadecía a Susan, no podía hacer otra cosa aunque quisiera. Se había enamorado de un hombre que ya poco parecía serlo y ese amor la llevaría a la tumba tarde o temprano. El tercer y cuarto hijo habían sido fruto de dos violaciones y, hasta que ella había llegado, había conseguido mantener a raya su lujuria con pequeños trabajos, como ella misma le había dicho cuando se lo confesó todo en la intimidad de la celda.
Desde ese día, la pelirroja se iba largas horas al huerto y ponía flores en pequeñas vasijas de barro y oraba por el alma de los muertos. También por las de esos pobres recién nacidos que no sabía si Dios acogería alguna vez en su seno y por la salud de Ayden. La falta de noticias la estaba matando y se aferraba al broche de cabeza de oso y le hablaba, a veces rozando la locura. Casi siempre terminaba llorando desconsoladamente y pidiéndole al cielo alguna señal que la ayudara a seguir adelante, pero no le ofrecía ninguna. Solo hallaba la paz en los sueños, donde su amado y ella acunaban al recién nacido y lo llamaban Ruari, su pequeño rey de cabellos rojos.
—¡Leena! ¡¡¡Leenaaaaaa!!!
La Stewart se sobresaltó y a punto estuvo de caer de rodillas. ¿Por qué la llamaban a gritos? ¿Había pasado algo? Temió que se tratara del pequeño sin nombre o de la misma Susan, pero no, la voz era de hombre y allí no había otro que no fuera Craig. Intentó no alarmarse y controlar la respiración, pero el corazón le latía desbocado y se intensificaron los pequeños calambres que le venían dando en el bajo vientre.
«No es momento, mo leanabh32, tendréis que esperar a nacer más tarde», le habló a su hijo no nato con seriedad, como si este pudiera entenderla. Agarró el broche con fuerza entre los dedos y se lo guardó en el pliegue de la túnica. Apretó el paso y se dirigió a la estancia del sheriff, el sobresfuerzo la dejó agotada y con las rodillas temblorosas. Debía ser más prudente o cualquier día tendría a su bebé en cualquier recodo… aún faltaban algunas semanas, pero ¿qué sabía ella de esas cosas?
Leena respiró hondo antes de tocar a la puerta, Craig le dio paso y ella entró en la estancia titubeante, desde aquella vez que Susan había intentado poner fin a su vida no había tenido que volver a pisar esa estancia y la encontró más sucia y húmeda a pesar del próximo cambio de estación. Él la ignoró y Leena tomó asiento en una silla a pesar de que nadie le había dicho que lo hiciera, pero era tal el estado en el que se encontraba que, o lo hacía, o se caería redonda allí mismo.
—Vos diréis —dijo con un suspiro e irguiéndose un poco, aunque así le doliera más la espalda.
Craig Gibbs posó su mirada un instante en ella y siguió atendiendo un papel, que debía de ser sumamente importante porque lo había releído más de una vez. Después se lo tendió, no sin antes preguntarle un: ¿sabéis leer?
—Por supuesto —respondió ella, cogiendo el escrito entre sus manos.
—Decidme entonces que no se trata de ninguna broma…
El papel hacía referencia a las últimas noticias en el frente. Los leales a los Eduardo habían depuesto las armas y habían vuelto sobre sus pasos, hastiados por el crudo invierno. Habían abandonado sus hostilidades en la frontera y no se preveía un recrudecimiento de la ofensiva hasta pasada la primavera.
Leena leyó con toda la tranquilidad que podía, sabía a lo que ese bellaco se refería. Si las hostilidades en el norte habían acabado… ¿qué hacía el conde de Cornualles que no iba a buscarla?
—Nuestro rey habrá pensado que una retirada a tiempo hará que el enemigo se descuide ante la futura contienda.
—¿Qué sabrá una mujer de estrategias militares? —tronó levantándose de la mesa el sheriff y acercándose amenazadoramente a ella.
—Si no es para deciros mi opinión, ¿para qué habéis hecho que lo lea?
El sheriff se abalanzó sobre ella y la zarandeó por los hombros.
—¡No soy un estúpido, mujer! —le gritó—. ¿Dónde está el conde o su perro?
Leena pensó que si Sir Kenion Strathbogie supiera que lo habían llamado perro le arrancaría la lengua sin pensárselo y tuvo que contener las ganas de reír, a pesar de la situación precaria en la que se encontraba. Al conde de Atholl le había visto hacer cosas mucho peores por menos. Sin embargo, allí estaba sola y en un avanzado estado de gestación e, imprudentemente, había dejado la daga en uno de los dobles fondos que había en la celda. Algunos de esos recodos podría esconder incluso a un hombre, le había dicho Susan, aunque ella solo utilizaba uno que no era mayor que una pequeña hornacina para esconder el arma.
Ante la repetición de la pregunta, a escasos dedos de su cara, Leena se asustó. Craig sonrió con malicia y, cogiéndola por la barbilla con fuerza, le lamió los labios. Apestaba a alcohol y sabía a grasa de estofado. Leena tragó saliva y se obligó a no llorar ni a mirarlo a la cara. Si lo enfurecía y le pegaba, corría el riesgo de perder al bebé e incluso su vida.
—¿Os ha gustado, Milady? —le preguntó con su habitual socarronería. Esa que había olvidado en un cajón cuando contaba las monedas de oro del conde y cumplía su promesa de estar alejado de ella si salvaba la vida de Susan—. ¿Estáis… mejor?
Leena entendió perfectamente la pregunta y entrecerró los ojos, sin contestarle. El muy canalla debía referirse a las supuestas pústulas, por la forma de mirarle el escote y seguir su mirada más abajo. No le dio tiempo ni a pensar en cubrirse un poco el escote del corpiño cuando la levantó de la silla con un solo movimiento y le dio la vuelta con brusquedad. Ella tembló en sus brazos asustada y comenzó a rezar para sus adentros para que no la abandonara Dios.
—Para qué os pregunto… si se os ve del todo lozana —le susurró al oído mientras le levantaba parte del vestido—. Ese llorón engreído se asegura un buen porvenir en vos.
Le arrancó la parte delantera del corpiño, dejando sus pechos a su merced. El sheriff babeaba lujuria y se palpó el calzón, abultándolo a medida que lo frotaba ostensiblemente. Leena no sabía qué hacer, se sentía acorralada, sin fuerzas incluso para taparse, pues el vestido se le había quedado hecho jirones. Si gritaba, de seguro nadie acudiría en su ayuda, pero aún así lo hizo con todas sus fuerzas una y otra vez.
—¡Susan! ¡¡¡Susaaaaaaan!!!
—¿Tanto os gustó mi proposición que la llamáis a gritos? Siento deciros que no creo que venga, seguro que está con el enclenque ese…
—¿Cómo podéis hablar así de vuestro hijo? —sollozó Leena, evitando como podía que el cerdo baboso manoseara sus pechos.
—¡Ese hijo no es mío sino del demonio! —le gritó a escasa distancia del oído, aunque su arranque de ira dejaba entrever más amargura que cualquier otro sentimiento.
Susan entró como un torbellino en la estancia y cogió con una increíble fuerza a Leena de la mano, quitándosela de los brazos del sheriff. Acto seguido, lo abofeteó. Leena no cabía en su asombro. Craig Gibbs ni se inmutó como primera impresión, luego miró a Leena y le dijo:
—Idos antes de que me arrepienta, mi palomita y yo tenemos mucho de lo que hablar hasta la noche. ¿Verdad, querida?
Leena no sabía qué hacer. No podía dejarla allí, pero apenas podía tenerse en pie, agarrada al cerrojo de la puerta. Craig se carcajeó ante su estado de nervios.
—¿No me habéis oído o queréis que me cobre en carnes lo que me debe el conde?
—Haced lo que os dice… —le instó Susan, sin dejar de mirar al cerdo a los ojos.
—Pero…
—Cuidad de Dermot hasta que regrese. ¡Vamos!
Leena asintió. ¿Cuántas vidas le debería a esa muchacha cuando salieran de allí? Recorrió los pasillos a trompicones y, cuando estaba a punto de caerse, Margaret la paró y la abrazó. Leena lloró amargamente en sus brazos unos minutos, sin darse cuenta que todas las reclusas estaban allí, haciéndoles un corro. Laurie le acariciaba el pelo y le susurraba palabras para tranquilizarla. Cuando se sintió mejor, se enderezó y una de las presas le dio un piquillo de lana para que se cubriera.
—Gra-gracias —tartamudeó la escocesa.
No obtuvo más que un gruñido por respuesta, pero le valió más que cualquier triunfo. Margaret cogió la cara de Leena entre sus manos y con los pulgares le quitó las lágrimas antes de hablarle:
—No os sintáis mal por haberla dejado sola. Ella es la única que podía frenar lo que Craig estaba haciendo con vos. Lleva un par de meses sin tocarnos a ninguna. Os vigila constantemente y sabíamos que tarde o temprano buscaría la excusa para saciar su sed. Tened cuidado y llevadla siempre con vos —dijo tendiéndole la daga de Sir Strathbogie en la mano—. Ese hombre es peligroso.
Leena no quiso preguntar cómo sabía ella que tenía un arma y mucho menos dónde la tenía escondida, entendió que en la prisión no había secretos y que todas tenían que ir al mismo son, incluso ella. A lo lejos, el llanto de un niño interrumpió esa especie de tregua concedida a la escocesa por el resto de mujeres y se levantó al tiempo que se sacudía las faldas.
—Dermot me espera —prácticamente susurró.
Las demás asintieron y le hicieron paso.
—Loado sea Dios —dijo una de las reclusas y todas se hicieron la señal de la cruz en la frente y en el corazón.
Después del primogénito, era el primer niño que recibía un nombre en ese infierno. La escocesa lo acunó y le dio leche de cabra rebajada con agua. Mojaba el nudo de su pañuelo de lino y se lo ponía en los labios para que el pequeño lo chupara. Al principio el niño lloró, pues prefería la leche tibia y dulce de su madre, el olor de lo conocido, el latido que lo oyó nacer. Mas al cabo de un rato de llorar con rabia, fue cediendo poco a poco hasta que quedó dormido y satisfecho.
Era bien entrada la noche cuando Susan llegó a la celda. El bebé gorjeaba en los brazos de la escocesa, mientras esta se había quedado totalmente rendida. Susan fue a cogerlo cuando se empapó las manos y pensó que se trataba de orín, pero al sentir el líquido distinto, acercó la antorcha y se asustó. Palpó al pequeño y se cercioró de que no la engañaban sus ojos. Él estaba aparentemente bien. Lo dejó en el cesto de la ropa que le servía de cuna a buen recaudo y se fue corriendo a buscar a Laurie. Si era lo que se imaginaba, el parto sería esa misma noche y sería complicado.
Volvieron a la celda acompañadas de Margaret, con dos palanganas con agua hirviendo, una botella de licor fuerte y paños limpios. No sabían muy bien qué podrían necesitar, incluso habían pasado por el fuego el filo de la daga de Leena y habían cogido los pocos útiles de coser de los que disponían. Una hemorragia no auguraba nada bueno. Leena seguía dormida, pero más blanca que un muerto, tanto que las tres se miraron al unísono pensando que habían llegado tarde.
—Si no os llegáis a dar cuenta se habría muerto… —susurró Laurie.
—¿Cuántas vidas os debe ya la escocesa? —preguntó a media voz Margaret, dejando su palangana en el suelo y secándose el sudor de la frente—. Como siga así tendréis más vida que los gatos.
Sin embargo, Susan Collins obvió la gracia y despertó a Leena. Ella la miró contrariada. Se sentía muy floja y se le volvían los ojos cada dos por tres.
—¡Maldita sea, escocesa, no os vayáis a morir ahora! —exclamó Margaret en voz alta cogiéndola por la nuca y obligándola a beber un buen sorbo de una bebida alcohólica indescriptible.
Leena abrió y cerró los ojos con pesadez y, al pasar el líquido ambarino por su garganta, los volvió a abrir de golpe con un fuerte ataque de tos.
—¿Qué demonios lleva eso? —preguntó cuando se repuso un poco de ese brebaje infernal.
—Receta de mi abuela —replicó Margaret encogiéndose de hombros y sentenció a modo de justificación—. Era escocesa.
Leena entrecerró los ojos y las otras dos hicieron el esfuerzo por no reír.
—¿No os duele? —preguntó Susan palpándole el vientre a la vez que Leena negaba con la cabeza—. ¿Desde cuándo no lo sentís?
Leena la miró con extrañeza y se dio cuenta de las palanganas, de los trapos, de las caras demudadas y del charco de sangre que se había formado a sus pies. Se palpó el vientre con angustia, buscando que el bebé le diera las patadas a las que la tenía acostumbrada de continuo, pero por más que insistía en palparse el vientre, no obtuvo ninguna respuesta. Leena no quiso siquiera pensar en la posibilidad de que estuviese… No, no lo diría, Ruari vivía, lo sentía en su corazón.
—Sentaos aquí y abríos de piernas —ordenó Margaret, mientras se arremangaba y limpiaba las manos con el líquido quitapenas, como ella lo llamaba—. Esto os va a doler, pero es necesario.
Susan le cogió una mano y Laurie otra, inmovilizando con su propio cuerpo las piernas de Leena. Ella las miró angustiada y Margaret le dio un trozo de cuero para que lo mordiera y no chillara. Lo que menos necesitaban era alertar a todo el penal de lo que estaba a punto de ocurrir allí. La inglesa verificó que estaba de parto y que, si no se daban prisa, perderían al bebé. Leena pensó que se desmayaría del dolor si pudiera con tal de no sufrir más ese tormento.
Tras un instante que le pareció eterno, Margaret miró a Susan y luego a Leena, pero la escocesa no era muy diestra en eso de leer miradas y el dolor y el cuero le impedía gritar qué pasaba. Sintió cómo se orinaba encima y enrojeció aún más. Las lágrimas se confundían con los goterones de sudor y la incertidumbre por saber la estaba matando más que esa mano hurgándole las entrañas.
—He conseguido romper la bolsa, pero si no me equivoco... vienen dos.
Leena se inquietó y sollozó, acordándose de toda la familia Irwyn y de sus antepasados más remotos. ¿No podían haberse saltado una generación? ¿No podían nacer de uno en uno como Dios mandaba? Recordó que Elsbeth le había contado en más de una ocasión el nacimiento de ella y de Ayden, incluso del disgusto que se llevaron el día que nació Neall porque no contaban con su madre. Ella había tenido la suerte de aunar en uno esos dos partos… ¡Maldita fuera su suerte! Tampoco tenían mucho tiempo, el pequeño Dermot dormitaba satisfecho con la barriga caliente y llena, pero si se despertaba y lloraba, Susan dejaría de serle útil a Margaret, pues tendría que ocuparse de darle el pecho al pequeño y calmarlo para que no alertara al sheriff.
—Cuando yo os diga: empujad —gruñó Margaret tomando el mando de la situación—. Vosotras tendréis que ayudarme para movilizar a estos dos pequeños demonios rojos.
Leena la miró enfadada por haberse referido a sus hijos como demonios rojos por el hecho de ser hijos de escoceses, pero para Margaret eran muchos años odiando a los bárbaros del norte… ¿Qué esperaba? ¡Mucho era que no la había ahogado en el pozo y que le estaba ayudando a dar a luz a esos bastardos! Sin ánimo de acritud, por supuesto.
La siguiente hora fue desesperante. Los pequeños parecían estar demasiado cómodos para moverse, pero el estado lívido de Leena y la leve, pero constante, hemorragia presagiaba que la joven no aguantaría despierta mucho más.
—Tenemos que volver a intentarlo, mujer. ¡Despertad! Yo sola no podré sacar a los dos si vos no me ayudáis.
Leena asintió y se agarró con fuerza a las manos de Susan y Laurie.
—A la voz de ya: empujad. ¿De acuerdo? —preguntó a la vez que la pelirroja volvía a asentir y apretaba los dientes entre leves gimoteos.
—¡Ya!… Vamos, vamos… Otra vez, respirad que falta menos… ¡Ya! Otra más… Aquí está, aquí está, puedo ver a uno de esos pequeños demonios… —Leena bufó—. Lo siento, mujer, lo estáis haciendo muy bien, una vez más. ¿De acuerdo? ¡Ya!
Margaret cogió la cabecita de uno de los pequeños y con un pequeño giró lo sacó con una sonrisa triunfal. Limpió con rapidez la viscosidad y los restos de sangre, arrullándolo en un trozo de lienzo y pasándoselo a Laurie.
—¡A por el otro demonio! —exclamó con una sonrisa contagiosa.
Leena asintió.
—¡Ya!
Susan le apretó la mano a Leena, que no había parecido escuchar a Margaret, y esta empujó por instinto con las últimas fuerzas que le quedaban. Margaret consiguió coger al pequeño y rápidamente se lo pasó a Susan, que lo limpió como pudo y comprobó que estaba bien. Las tres mujeres sonrieron, dos de ellas con los pequeños en brazos, pero Margaret echó en falta que Leena dijera algo y la miró.
—¡Oh, no! Ahora no os vais a morir vos, dejándonos a cargo de vuestros pequeños bastardos —dijo echándosele prácticamente encima y dándole pequeños toques en la cara para que despertara—. Vamos, vamos, Leena, despertad… ellos os necesitan y si vuestro hombre vuelve no seré yo la que lo lleve a ver un montículo de piedras.
—Tengo sed… —murmuró la pelirroja casi en un suspiro y sin abrir los ojos.
Margaret mojó un paño con agua y se lo escurrió en los labios. Estaba tan débil que temió que se atragantara y fuera peor el remedio que la enfermedad, como su madre solía decirle de pequeña cuando entorpecía más que ayudar.
Leena agradeció el gesto con una leve sonrisa, se sentía tan cansada que era incapaz de abrir los ojos. Margaret le susurró algo al oído y volvió a colocarse entre sus piernas, con esfuerzo sacó los restos de placenta y la adecentó lo mejor que pudo. Apenas sangraba, pero le preocupaba que pudiese seguir haciéndolo y que la debilitara hasta la muerte. Se levantó y buscó en el refajo de sus faldas y sacó una bolsita de tela.
Susan la miró interrogante y ella solo dijo:
—Está muy débil. Voy a darle una infusión de melisa, ortiga blanca y milenrama. No sé qué más hacer —Susan asintió y Margaret añadió con voz preocupada—. Luego solo quedará rezar por su alma.
Susan se descubrió el pecho y puso el pezón en la boca del recién nacido. El pequeño de pelo rojo dudó un poco, pero al sacar ella una gota de leche y paladearla, mamó con avidez unos instantes y se quedó dormido.
—Añadidle hierba del pastor y artemisa, según mi abuela son mano de santo —murmuró Laurie mientras canturreaba en voz baja al recién nacido de pelito rubio.
—Si lo decía vuestra abuela, que era medio bruja, así haré —se jactó Margaret—. Volveré pronto, vigiladla.
Laurie no se lo tomó a mal, no solo conocía el carácter desabrido de su compañera de celda, también había conocido de niña a su abuela y el término bruja era el que mejor la definía. Cogió al pequeño que Susan tenía en brazos y se lo cambió por su gemelo para que le diera de mamar y evitar su llanto.
—¿Qué creéis que hará Craig cuando sepa que ha tenido dos?
—No debe saberlo… El conde solo espera un hijo y con el otro la chantajearía.
—¿Y qué vamos a hacer entonces? —y hablando más bajo de lo que venía haciendo ya, añadió con voz temerosa—. ¿Creéis que sobrevivirá?
—No tiene nada mejor que hacer. Su hombre la espera.
Laurie suspiró y se sentó al lado de Leena, con una mano sujetaba al recién nacido dormido, con la otra le enjugaba el sudor de la frente. Susan estaba especialmente callada, intentando dar posibles respuestas a las preguntas de Laurie. ¿Qué harían? ¿Podrían ocultarle la existencia de un segundo bebé al sheriff? ¿Y qué haría si se enteraba? La dejaron dormir durante un rato, asegurándose de vez en cuando que seguía con pulso y que respiraba.
—Debe de estar agotada, ha perdido mucha sangre.
Laurie asintió las palabras y acunó al pequeño.
—¡Es tan bonito!
—Son sanos —puntualizó Susan, con un punto de amargura en su voz.
—Sí, son dos niños sanos y hermosos. ¿Habíais visto alguna vez a bebés tan espléndidos?
—No, ciertamente no —dijo observando las facciones armoniosas del bebé que tenía en brazos y que se había quedado dormido con su pezón en la boca—. Parecen ángeles, ¿verdad?
—Son idénticos… mira —susurró Laurie, acercándolos.
—No —sonrió Susan por primera vez en todo ese tiempo—. El mío tiene menos pelo y yo diría que es pelirrojo como su madre…
—¡Es cierto! —exclamó Laurie divertida y acercando al bebé a la luz de la antorcha con cuidado—. Y el mío parece rubio… ¿El conde era rubio?
Susan se alzó de hombros y se apoyó en la reja. Jamás contaría el secreto de Leena, quien fuera el padre de las criaturas solo les interesaba a ella y al susodicho. No prestó atención cuando se abrió la cancela pensando que era Margaret. Laurie había vuelto al lado de Leena y le había colocado al pequeño sobre el pecho con una manta. El calor de su hijo la haría luchar contra la muerte. La escocesa se incorporó lo justo para acunarlo en su seno.
Oyeron pasos que se acercaban y esperaron encontrarse con Margaret y su famosa tisana. Sin embargo, cuando fueron a saludarla y esta no les contestó, supieron que Craig Gibbs se había enterado de alguna forma del parto. No debían haber mentado al diablo si no querían que apareciera. Susan se instó en pensar algo y pronto.
Craig apestaba a alcohol y llevaba cogida del brazo a Margaret. La mujer intentó excusarse con la mirada y, nada más entrar por la cancela, la soltó. Ella corrió a darle la tisana a Leena y esta la bebió con ansia, aunque con dificultad.
—Muy bien, así… —y casi en un hilo de voz le dijo un: «lo siento, tenemos compañía».
El cerdo se había quedado hombro con hombro con Susan, pero no la miraba, centrado en la imagen de Leena y en sus piernas bien torneadas y parcialmente descubiertas. La joven Collins desvió la mirada con desaprobación y reafirmó al bebé sobre su pecho. No estaba celosa de la escocesa, conocía muy bien al tipejo en el que, su otrora vez bien amado, se había convertido. ¿Cómo ocultarían el hecho de que habían nacido dos bebés varones con Craig encima? Contuvo la respiración y se esforzó en pensar.
—¡Oh! Si mi pelirroja favorita acaba de tener a su hijo… ¡Qué contento se pondrá el conde cuando su perro les lleve las nuevas, Milady!
Leena abrió los ojos lentamente y se incorporó un poco más. Aún no había llegado a tener a sus dos hijos en brazos, pero el calor reconfortante de la criatura dormida sobre su pecho le dio las fuerzas necesarias. ¿Qué hacía ese bastardo allí? Sentía las piernas adormecidas y como dos columnas de piedra. Margaret le apretó la mano, recordándole que no debía enfrentarse a él e infundiéndole valor. Leena hizo lo que le pedía, no se encararía a él, no habría podido aunque quisiera. Además, a esas tres mujeres le debía su vida y la de sus hijos, sobre todo a ella, a Margaret.
—Sí, ¿qué hombre no se pone contento por el nacimiento de su hijo? —preguntó sin pensar y dudó si seguir hablando, pues Susan se había puesto el dedo en los labios y le pedía que callara. Bostezó con timidez—. Si no os importa, Milord, me gustaría adecentarme y descansar. Estoy exhausta como bien podréis comprender.
—Mi dulce palomita… ¿acaso no me vais a mostrar el rostro de vuestro vástago?
Leena intentó no demostrar el miedo que le daba dejar al alcance del sheriff a su pequeño y, sintiendo por primera vez el peso de su hijo en brazos, se lo mostró. Las manos le temblaban y dio gracias al cielo por no tener que levantarse.
—Parece sano… El rey se pondrá contento de saber que su sobrino está en perfectas condiciones, al igual que su futura cuñada, claro.
¿Qué ocultaba ese hombre? Su tono de voz era sosegado, pero había algo en él inquietante, como si se guardara una baza que nadie conocía y que le daría el triunfo en un santiamén. Además, sus ojos hablaban por sí solos y no tenían nada que ver con lo que estaba diciendo. El haber ido hasta allí tenía que ser por algún motivo más que por saber del retoño. ¿Tendría noticias de Sir Strathbogie? ¿Les habría pasado algo en el frente? Pero el muy cretino le sonrió con sus dientes oscuros y su mirada sucia, le hizo una genuflexión que hizo que Laurie y Margaret se enderezaran como un par de varas y, al girarse y toparse de frente con Susan, le espetó de mala gana:
—No sé por qué gastáis vuestras energías en ese… —frenó su lengua a tiempo al ver la mirada desafiante de su amante, aunque terminó por decirle de forma hiriente—. Pronto acompañará a sus hermanos en el huerto y yo estaré esperando para haceros mía de nuevo, sin tantos miramientos. ¡Quién sabe si el próximo bastardo nace bien de una condenada vez! —la desairó apartándola bruscamente y sin percatarse del niño que llevaba en brazos.
Las mujeres se quedaron demudadas y quietas hasta que se hubo ido. Entonces Laurie sostuvo al pequeño en brazos mientras Margaret abrazaba a Susan con fuerza.
—No se lo vamos a permitir. No os volverá a tocar si no queréis, no lo hará… A ninguna, ya no. ¿Me oís?
—¿Y qué ha cambiado, Margaret? —preguntó Susan clavando sus rodillas en el suelo y deshecha en lágrimas.
Dermot empezó a lloriquear y Margaret rodó la piedra que lo ocultaba, dejándoselo a su madre. El bebé buscó su pecho y ella se lo dio a la vez que sorbía sus lágrimas.
—No ha cambiado nada… —Susan resopló y Margaret intentó consolarla añadiendo—. Nunca estaremos solas, vayamos donde vayamos, iremos acompañadas. No se atreverá a tocarnos si le plantamos cara todas a la vez. ¿Verdad que no? —preguntó buscando el apoyo de Laurie y Leena.
La escocesa no sabía qué decir, pero asintió. Ese hombre le daba cada vez más miedo, pues le parecía que, a cada día que pasaba, se volvía más demente, más lujurioso y más perverso. Hablarle en esos términos a la mujer que le había dado su propio hijo era de una crueldad sin límites, sobre todo, porque hasta ese día parecía que su relación iba bien. ¿Qué había cambiado entonces?, se preguntó a sí misma, intentando hilar las conversaciones que allí se habían producido. ¿Le seguiría reprochando la precaria salud de sus hijos? ¿La culparía de sus muertes, de que ya no lo quisiera como antes? ¿Y si tanto la quería, por qué la miraba a ella de esa forma tan obscena y libidinosa?
Leena miró cómo Susan mecía a su pequeño en brazos, a pesar de ser mayor que sus hijos casi tres meses, el pequeño Dermot no era mucho más grande que sus recién nacidos y quizás fuera eso lo que le estaba salvando la vida de momento.
—¡Ay, Dios mío! ¡No había pensado en otro nombre a parte de Ruari! —exclamó Leena angustiada al darse cuenta de que no era uno sino dos los niños que había tenido y que para uno de ellos no tenía nombre.
Margaret la miró y bufó algo como ponerle «pequeño demonio» y Laurie se lo recriminó con la mirada. «Está bien, está bien», masculló entre dientes a la vez que cogía a uno de los pequeños en brazos, sin poder evitar hacerle alguna morisqueta con la cara.
—¿Cómo sabíais que uno de ellos tendría el pelo rojo y que serían niños? —le preguntó extrañada la inglesa, aludiendo al significado del nombre en gaélico.
—¿Acaso no lo tienen los dos? —le preguntó Leena, tratando de incorporarse un poco y sin responderle mas que con otra pregunta.
Laurie negó con la cabeza a la vez que hablaba:
—Son idénticos de pies a cabeza, Milady, salvo por la pelusilla de sus cabezas. Uno es rubio y el otro es pelirrojo, como vos.
—Está claro quién es Ruari entonces —se jactó Margaret con cierta sorna y traduciendo del gaélico el nombre—, vuestro pequeño rey del pelo rojo. ¡Dos niños y bien hermosos! Cualquier hombre daría una fortuna porque sus primogénitos fueran varones y tan lozanos… Pero ¿cómo llamaréis al otro, si puede saberse?
Laurie y Margaret le pusieron a los pequeños sobre el pecho, uno en cada brazo. Leena los miró embelesada y con los ojos vidriosos. Sería cosa de magia o sugestión, pero veía en ellos los ojos de Ayden, la complexión de los Murray y la blancura en la piel de los Stewart. Sonrió conteniendo las lágrimas. ¿Podría mostrarle el rostro de sus hijos a su amado alguna vez?
Los volvió a mirar fijándose más en los detalles, dejando que cada uno aferrara sus índices con sus manitas. Parecía mentira, pero realmente eran idénticos de no ser por el color de su pelo. Leena meditó unos instantes y sonrió esta vez sin ese deje de melancolía, mirando a las tres mujeres como si la inspiración hubiese tocado su alma.
—Se llamará Cailéan.
—Mi conocimiento del gaélico no es tan extenso, Milady —refunfuñó Margaret—. ¿Tiene algún significado para vos?
—Sí —afirmó Leena mirando con ternura al más rubio de sus pequeños y suspiró con nostalgia—. Ambos se parecen como gotas de agua. Mas Cailéan es el más parecido a mi «oso» con su pelo rubio y el tono de su piel…
Margaret se carcajeó.
—¡No sabía que al hermano del rey Eduardo lo llamaran «oso»! Aunque sí había oído que era bastante bueno con la «espada» —replicó con evidente doble intención.
Leena sonrió de nuevo, mientras besaba la frente del pequeño. ¡Al final hasta iba a terminar cayéndole bien la inglesa! El recién nacido comenzó a chuparle la cara y ella abrió mucho los ojos y la boca, sin saber muy bien qué hacer y prendada por la ternura que le inspiraba el gesto. Se sentía incapaz de dejar de mirarlos. Susan aún le estaba dando de mamar a Dermot y sonrió.
—Quiere comer —le dijo su compañera mostrándole cómo cogerlo.
—¡Ah, claro! —exclamó Leena desanudando con una mano la lazada de la camisola y sin saber muy bien cómo hacerlo.
—Esperad que os ayude —le dijo dulcemente Laurie a la vez que la joven, y casi siempre arisca, Margaret le quitaba al otro de su abrazo.
El pequeño Ruari gimoteó por la pérdida del calor materno, pero la inglesa parecía tener buena mano con los niños y lo calmó con palabras dulces y caricias en la tripita. Las tres mujeres sonrieron al verla. ¿Quién le iba a decir unas horas atrás que consolaría a un «pequeño demonio rojo» como llamaba a los bebés escoceses? Laurie ayudó a colocar la cabecita de Cailéan de forma que pudiera succionar correctamente.
—Yo… era la más pequeña de mi casa —trató de excusarse Leena, que se sentía perdida y ahogó un grito cuando el pequeño le chupó con fuerza el pezón.
La sensación era tan extraña… dolorosa y a la vez embriagadora, imposible de definir. Leena sintió correr el líquido por su mama como si realmente le estuviera succionando la sangre en vez del calostro. Se sintió viva y feliz después de mucho tiempo, aunque la tranquilidad se acabó cuando Ruari comenzó a llorar a pleno pulmón demandando su ración de mimos y leche.
¿Cómo saldrían de esta? Leena suspiró. Dos bebés eran un milagro y también una condena. El sheriff podría arrebatarle uno de ellos cuando quisiera y no habría testigos de la ofensa salvo que Sir Kenion Strathbogie o el mismísimo Lord Eltham acudieran en su ayuda o la visitaran pronto. Sería su palabra, la de un hombre de ley, contra la de una escocesa. Si ya la de una mujer no valía nada, la de una condenada y del bando enemigo mucho menos.
No obstante y en ese momento, Leena solo quiso disfrutar dando de amamantar a sus pequeños y deseando recuperarse lo antes posible para poder hacer frente a lo que se avecinaba. Era necesario, pues tenía ante sí a un ser despreciable al que no le gustaría saberse engañado cuando todo saliera a la luz. Tembló. Ella estaba sola y era madre. Sus hijos no tendrían un padre, al menos de momento, y necesitaba de todas sus fuerzas y la colaboración de sus compañeras de condena para que todo saliera bien.
La mentira estaba a punto de descubrirse y si Lord Eltham no conseguía pronto sacarla de allí y obtener el perdón de su hermano, el rey de Inglaterra, su vida y la de sus hijos correrían serio peligro. Tenía que pensar en el bienestar de los pequeños, en garantizarles un futuro y en desear que, más pronto que tarde, su destino virara el rumbo hacia un reencuentro con su amado, con «su» Ayden. ¿Qué cara pondría al saberse padre?